Una tumba para el ojo

LA REPÚBLICA DE LOS SUEÑOS

Schwestern oder Die Balance des Glücks (Margarethe von Trotta, 1979)

Schwestern oder Die Balance des Glücks Margarethe von Trotta 1

Estamos pasando una época de enmiendas vitales. Nuestra propia historia acorrala las decisiones que debemos tomar sin demora para ajustar, de cualquier manera, la cotidianeidad circundante a los ideales que tanto ansiamos proteger, alcanzar. Años de grandes épicas privadas, ideas batiéndose en el terreno inmenso que separa a varios amigos ─manchegos, catalanes, gallegos─, intentando atenerse, ser fieles, a una palabra que ellos creen de posibilidades metamórficas inagotables: el tiempo, más bien el verbo, emitirá el último juicio sobre las contradicciones que nos cercan. Drogadictos de un diletantismo suicida, sabedores de los límites de humanismos cada vez más idealistas, perdiendo contacto la puesta en juego de valores estéticos con la trampeada realidad inmediata, manifiestos insobornables que no logran traspasarse a la construcción escaparatista del yo, de cara a los transeúntes, tirados en la calle, caminando por la acera, una voluntad de poder que finalmente no tendría otro remedio que pregonar a la indiferente ciencia, estamparse contra el vencimiento de una sociedad cuyas depresiones ni siquiera guardan el encanto romántico del malditismo, tan rodeadas como están ahora de electrodomésticos en miniatura con los que matarse la vista mientras se cosecha un enorme desamparo.
          Anna vive así, sumida en Hamburgo, ciudad idónea para encallar, revivir eternamente el libro de cuentos de la infancia, volver una y otra vez en travelling de avance incesante hacia el espesor del bosque mientras el diafragma se cierra, vertiendo las prosecuciones del pasado en rechazos convulsivos que enclaustran la violencia mental en páginas de diario. Uno quiere estar donde las cosas pasan. Al verse acorralada entre un innombrable deseo no cumplido, un sueño innúmero de noche extranjera, se corre el riesgo de tan solo conseguir ver belleza en tiznes de aquello que no sucedió, en las fotografías que conservamos en las cuales observamos aquellos primeros meses de feliz ignorancia, mirada de miedo dulce, sin pañales, cerrando los párpados ante el agua que nos echan sobre la cabeza, temerosos, curiosos ante el giro de la historia que no conocemos. En este Hamburgo surge un paisaje eminentemente nocturno, tendente hacia las horas plenas de la madrugada, aquellas que disfruta Klausen, portero de la empresa, bajo un trozo de cielo germano que divisará desde su retaguardia, ante él pasa Anna, mas solo en contadas ocasiones, pues es su hermana, Maria, la que horada el horario de oficina, secretaria constante, espléndida con la línea jerárquica, sobrepasando sus más inmediatas obligaciones. El drama comienza al colisionar los climas consanguíneos, la que obedece de día y la que se rebela de noche, la que intenta escapar a las cinco de la mañana en un suicida noctambulismo, haciendo caso omiso de consejos resabiados, fríos, los de la hermana intachable. El sacerdocio del trabajo, las monjas del sermón laboral, conscientes de que en un mundo de hombres no todas tendrán la misma predisposición, una vez acabada la tirana educación, a salir a la sociedad haciendo valer, desde cero, sus principios. ¿Y si con ello debemos olvidarlo todo? ¿No resulta insoportable recomenzar el andamiaje de veintiún años utópicos encauzados desde la segunda edad de la vida a desbaratar lo que más en secreto velábamos?
          Después de tantos filmes polacos y húngaros vistos en invierno y primavera coetáneos al que nos concierne, esta encrucijada de carácter europeo la sentimos más que nunca desde las posibilidades mediadoras del 1.66 : 1, cuesta apartar de uno la condición de espectador, de distancia insalvable ante una frontalidad quebrada, una relación de aspecto ideal en la que el cine de Europa Occidental ha intentado saldar su cuenta con el teatro, lejana la posibilidad de extender el curso de una experiencia sin corrosión de registro, sin temor a embellecer el mundo y ser fiel a sus vaivenes mentales, también leales a esa confianza en el cuello movedizo como único posible movimiento del cuerpo humano, manifestado en panorámicas rústicas, engarzados los planos unos a otros con empalmes donde casi logramos ver las junturas. La autarquía tan cultivada en los años 70, intentando reclamar para el cine el pedazo de realidad insobornable y terca, que supuestamente sus orígenes y estatuto merecían; hoy en día esos fueros de rigor por omisión, estatuas petrificadas viendo un plano desarrollarse de silencio a espasmo espontáneo, ya no guardan relación con el mundo recobrando significantes perdidos, ni con la instauración de una contrapolítica, más bien son ejercicios de ajados cinéfilos que han olvidado, tan seguros como están en su círculo de Cineclub Europeo, que una autarquía no es para siempre, que los términos de la batalla hay que reconsiderarlos, jugar a tricotar como Duras, a corrosionar como Pasolini, a dilatar como Akerman, pasados cuarenta otoños, ya semeja una adherencia a tiempos tan precocinados como los de cualquier gran cadena televisiva, una connivencia desagradable, cines vacíos donde esperar la próxima panorámica de 360 grados que rompa el insoportable sometimiento a una duración inexplicable, de un egoísmo tal que incapaces son de establecer un mínimo juego con los tamaños del plano, aunque sea para volver a concedernos, tan derrotados que estamos, la posibilidad de ver un rostro hermoso gesticular a algo más que apatía en profundidad de campo chata. Sí, “contra la ciencia”, dirán ellos, “al suicidio”, corregiremos nosotros, al seppuku, de un lado, la imposición, del otro, la autoimposición, en el medio, Von Trotta, a dos mundos, Anna.
          Volvemos a esta relación de aspecto, 1.66 : 1, porque es sencillo observar lo que de mediatizante puede alcanzar en potencia, manteniendo un proscenio desde el que nos situamos como espectadores, por lo tanto no abandonando una frontalidad que nos hace conscientes de la imposibilidad de escabullirnos por completo dentro de la escena, las posibilidades limitadas de los cuatro lados del rectángulo, del encuadre, ventana de luz, la tensión surge al comprobar la habilidad, querencia, de Von Trotta al mover el aparato, a través del entorno, entre los cuerpos, estableciendo relaciones que rebasan el sustantivo cambio unilateral, inclinación de cuello, una máquina introduciéndose en la representación, tirando de ella, alcanzando un punto intermedio de volubilidad de formas que lleva un paso más adelante lo que luego Raymonde Carasco no consiguió apuntalar en Rupture (1989), filme de mimbres dramáticos afines, de sonambulismos agrupables, que terminaba haciéndose pequeño en sus limitaciones, un facsímil de tiempos mejores, herencias sadianas puestas en escena quejumbrosamente, opacidades a medio cocer, y bastaba con desarrollar algo más la escena, deseo sincero de Pialat, convencido de la tozudez francesa en mantener ángulo, frontalidad, sin variaciones, no tomando el riesgo de recorrer el espacio, aun con la conciencia de la hosquedad muy presente. Von Trotta y Franz Rath ─director de fotografía─ acompañan, relacionan, avanzan, retroceden, varían la relación de los personajes con el objetivo en una misma toma, y a la vez su posición con respecto al fondo desenfocado o no, toman a los cuerpos de los pies a la cabeza tanto como de la testa a la cadera, y de una posición a otra viajamos en el transcurso de una escena, no necesariamente desde fuera, pero sí con esa pequeñísima conciencia de una frontalidad no desechada, un registro que sigue a flote, tanto es así que al ausentarse del apartamento, la oficina, pub, el exterior parece provenir del sueño más vívido, los colores adquieren una vibración evidente, y el contraste beneficia, connota el acuario precedente, hermanándose con la materia negra de otros filmes bien amados: cuando irrumpe el mar, la arboleda, el mal sueño, la pesadilla, huimos del teatro problematizado, del registro contravenido, entramos ya con ambages en la mente de un cine que nos subyuga y propulsa hacia un nuevo tiempo aun por ocupar, el tiempo que en los noventa hollaron Patricia Rozema, Rebecca Miller, Elaine Proctor, un poco antes Ann Turner, la filmación de una naturaleza brava que, luego de agotar todas las relaciones posibles entre cuatro paredes, aquí alemanas, urbanas, con olor a modernidad desfalleciente, invernadero asfixiante, protesta con su mero movimiento, su necesidad de ser filmada simplemente sucediéndose. Schwestern oder Die Balance des Glücks escapa por minutos a sus jaulas de cristal y madera, y permite pasar las olas, el aire, los árboles, la hierba, todo aquello que tras las ventanas impide ser colonizado bajo una cámara fija aumentando esta insoportable orfandad.
          Las épocas cambian, personas indecisas seguirán viendo la vida a través de los ojos de otros, hijas, amigas, proyectando el pasado que no tuvieron intentando manchar las quimeras del ser próximo, criando casi sin darse cuenta un matadero de embalsamados destinos en parálisis. Procuramos olvidar, seguir adelante, aun a riesgo de deslizarnos todavía más allá de un entorno que ya no soporta ver otra cosa que su propia imagen vomitada en espejos eléctricos, ay lo que haríamos, lo que llegaríamos a hacer, lo que llegaría Anna a hacer, lo que continúa haciendo, después del fin de su existencia, todavía actriz peligrosa dentro de una escena inacabada, el sobrante de la función no rematada, es ya la pesadilla de los otros, el rostro que aparece en noches con soga recordando que la cuenta todavía no se ha saldado.

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***

A la cabeza de mis propios actos,
corona en mano, batallón de dioses,
el signo negativo al cuello, atroces
el fósforo y la prisa, estupefactos

el alma y el valor, con dos impactos
al pie de la mirada; dando voces;
los límites, dinámicos, feroces;
tragándome los lloros inexactos,

me encenderé, se encenderá mi hormiga,
se encenderán mi llave, la querella
en que perdí la causa de mi huella.

Luego, haciendo del átomo una espiga,
encenderé mis hoces al pie de ella
y la espiga será por fin espiga.

Marcha nupcial, César Vallejo

***

A Bruno Schulz

BIBLIOGRAFÍA

Police – Dossier: The Zebra’s Stripes

AMÉRICA. EL MUNDO

Heartbreakers (Bobby Roth, 1984)

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Por mal que les pese a los yanquis, Norteamérica no es sinónimo del mundo, y sin embargo, el pequeño universo que consigue capturar Bobby Roth en Heartbreakers no nos importaría que fuera el nuestro. He aquí un filme para reconciliarse con el cine americano. Con la grandeza engañosa que puede suponer para la existencia del ser humano el simple acaparar diariamente una serie de espacios, pocos, pero suficientes para él: la cafetería predilecta donde recomenzamos el nuevo día con el resto de insatisfechos parroquianos, un apartamento en las afueras donde gozar nuestra individualidad desordenada, por fuerza un ámbito creativo, también lugar privado en el que invitar a relaciones esporádicas o en el cual sentirnos solos cuando nos haya abandonado la mujer de nuestra vida, en una calle secundaria, la galería de arte donde con algo de suerte expondremos cada cuatro años y quizá de carambola hasta vendamos algún cuadro, solo un puñado de espacios para uno, repetimos, pero que nunca nos alcanzarían a alienar. Junto a Blue, el pintor abandonado, y Eli, quien no sabe qué diantres ha hecho tanto tiempo malgastado en el negocio declinante de papá, apreciamos esta cualidad, neto patrimonio del cine americano, que nos otorga con recreación y limpiamente una colección de varios espacios medidos, en una serie de despliegues que nos hacen percibir lo que supone lidiar con los tránsitos de uno a otro con más facilidad de lo que sabemos por experiencia en realidad es. Nos encontramos a mediados de los ochenta, pervive aún la vaga sensación de un mundo hilado, ciudades en subjetiva tensión donde todavía se podía afrontar con dignidad la feliz e inconsecuente paradoja de estar vivos, cargados de deseo. Blue y Eli son dos personajes que se exponen al espectador, del mismo modo que entre ellos, sin ambages evidentes, en cambio, conforme avanza el metraje, vamos percibiendo, cuanto más tiempo pasamos en su compañía, que un velo de misterio que antes no habíamos percatado y que los envolvía va tornándose cada vez más tenue. “I’ve gotta change my life”, se repiten constantemente Blue y Eli. La cámara es arrostrada por los cuerpos; hasta que no acompañemos a nuestros protagonistas un buen rato durante sus escarceos, no sabremos hasta dónde están dispuestos a llegar en las lides del placer, la pillería y en sus divertimentos afrontados con un deje de ligero desespero.
          En Urban Cowboy (1980) o Perfect (1985) de James Bridges encarábamos con incorruptible ambivalencia y seriedad esos años ochenta donde el mundo del aeróbic, las liposucciones, los últimos días de la música disco y el embeleso country iban a cuestionarse con crueldad denostando el sostén existencial de millones de norteamericanos. Filmes misericordes en el buen sentido, radiografías equilibradas por la cruz y la cara, el soberbio e inmaculado cutis de Travolta, Bridges como el cineasta aventajado que disfruta haciendo malabares evitando que esa ambivalencia decaiga en ningún tipo de mirada que afeara su campo de estudio o hiciera tambalearse su objetivo. En Heartbreakers, por el contrario, ese disfrute neumático adquiere presencia no como prerrogativa de partida sino de modos más casuales, en el momento en que Blue y Eli intiman con Candy, le ayudan a cargar la compra, aceptan su invitación a cenar, dudamos con sinceridad sobre quién de los dos será capaz de aventurar más pujas con tal de llevarse el gato al agua. Al final, seremos los espectadores quienes nos llevemos la sorpresa: Candy ambiciona montárselo esta noche con los dos, y descubrimos que entre Blue y Eli las barreras de su masculinidad no estaban tan alzadas como creíamos, aceptan sin forzosidad el trío, intercambiando saliva con una mujer que alterna con procacidad los morreos, en un espacio más íntimo y menos aséptico que un gimnasio, tenue luz modulada, se introduce Transformation de Nona Hendryx y ahora sí nos dejamos invadir por el afecto sexual softcore de una pista electro-funk que se deja volar libre, un hombre aceptando el desnudo de otro, haciendo valer destrabado su erotismo, e inevitablemente nos surge la pregunta sobre por qué siempre ha costado tanto al cine americano y de allende poner en juego semejante situación entre dos machos y una hembra, cuando al contrario fuera muy común, habiendo existido los efervescentes años sesenta, los rabiosos años setenta, las ínfulas del amor libre, por qué se les antojó imposible, aunque fuese momentáneamente, llegar a semejante solución de conveniencia a los intelectos libertarios de Jules et Jim. Problematizando el fetiche, abundan en Heartbreakers los pechos sobredimensionados, las botas de tacón y la falsa inmovilización de la pin-up girl reseguida, perseguida, en los lienzos de Blue con cuidadosa artesanía, apetito inagotable, movimiento perpetuo y trance, como el que embarga a Eli, dos personajes a los que el filme priva durante un rato de gozo, de placer y de libertad para insinuarles que acaso la sociedad ha cubierto con falsos problemas materiales los verdaderos problemas del hombre, para evitarle que reconozca la melancolía de su destino o la desesperación de su impotencia, constante bregar la realidad que ambos afrontan con travesura, como el cineasta Bobby Roth, sin pizca de zafiedad, ni cursi, ni camp, más bien dotado de un romanticismo que tildaríamos de beso en la boca. Incluso un sentir nostalgia por un decoro que probablemente nunca existió, como el que añoraba Fred en Damsels in Distress (Whit Stillman, 2011).

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A nivel sentimental, habitamos un mundo eminentemente nocturno, en el cual las transacciones o los sucesos realmente importantes tienen lugar durante la noche. Jugando a ráquetbol tras un reenganche al salir de la discoteca, para saldar cuentas, pues las horas de la madrugada hinchen el reborde de las cosas no dichas ni expresadas, acumulándose hasta un hipotético amanecer donde la luz, siempre invasora, fuente de dolor, crea efluvios de conturbaciones finalmente manifestadas físicamente: a golpizas entre amigos, confesiones a lágrima viva. Y es que estos biorritmos con los que el mejor cine americano consigue engañarnos, impregnando de convicción-acción sintética lo que entendemos por esa esfera incólume y dorada formada por la celestial mitad de la vida en acomodo con la semicircular cáscara de la existencia (Rilke), precisan también de un ligero cuestionamiento; los cineastas que más nos interesan no rompen del todo el embrujo ─asumimos la paradoja─, terminan cediendo a su particular elementalidad vital, días marcados, engarces de contagiosa consecución. Herencia del wéstern, incuestionable sensación de la vida como campo de batalla, uno puede enamorarse, sufrir las suficientes traiciones o requiebros amicales, acumular la cantidad pertinente de alcohol en el hígado, en fin, participar de la sociedad en tanto que potenciales moldeadores concernientes del juego de sus ímpetus. En esto Norteamérica ha perdido ya al rey, la dama y las torres, malvive ahora malvendiendo idiotas sentimentales en un paisaje de batallas que quedan lejos, y el drama no se traba entre el saloon y el diner, autopista mediante; la posibilidad de una vida cerrada, autárquica, ejemplarizante incluso en cuanto acción completa, ha borrado sus huellas, dejando a su público persiguiendo espejismos, quimeras, de una ilusión de conducta que ni en sueños conseguirá aprehender. Educada la juventud de los ochenta en esta ley de la calle, los desperdicios de dicha praxis escolástica los notamos chocando contra el asfalto cada vez que entablamos conversación con alguno de estos hijos bastardos de Norteamérica, europeos desbaratados.

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NOSOTROS

ESPECIAL ALBERT BROOKS

Lost in America (1985); por Dave Kehr
Lost in America (1985)
Defending Your Life (1991)

Defending Your Life (Albert Brooks, 1991)

Si crees complicitar enteramente con una persona, date a ver en su compañía un filme de Albert Brooks: si se da el caso que lográis anticiparos mutuamente cuándo el otro va a reír, o va a dudar de si reírse, pues muchas felicidades, os es concedido a ambos el morir en paz, casi que suicidaos, ya que en adelante podréis abrigar la certeza de que al expirar abriréis de la mano unidos las puertas del cielo. En cambio y afortunadamente, planos de una hechura tan diáfana como los de Brooks siempre incitarán al espectador a tomar partido por su propia individualidad terrenal, carnalidad perceptiva. Al modo de un jurado popular, se espera que cada cual haga regir su opinión, se aferre al mimbre que crea más conveniente, lance el suyo, una vez arrojado desde las alturas hacia encuadres de ancha llanura emocional pero sin pistas de aterrizaje apreciables. Sonrisas y lágrimas saltarán a destiempo, no enlatadas, irreconciliables. Por cada gozo privado, un prurito de temor compartido. Contra menos te conozco más te quiero conocer, más te amo (la risita pilla de Meryl Streep). Cine purgante, romances sincréticamente modernos. Según Brooks, tampoco será culpa nuestra del todo no habernos llegado nunca a conocer (yo a ti, uno a uno mismo), pues aquí en la Tierra median tapias como la publicidad, la posición social, indigestiones por comer, el crudo dinero. Así, cada espectador se calzará su propio running gag, las dos condiciones son hacerlo solo (sin ayuda) y a la pata coja (imitando los humores del gag). Decía “afortunadamente” porque esta carrera de sacos desigual, consistente en gozar en presente juntos pero según el temperamento a destiempos, certifica un desajuste que nos recorre en tanto espectadores probándonos contingentes, distintos, inconmensurables, aún por conocer, en una palabra: redivivos.
          Para lograr esta espaciosa temida libertad, este acomodo embarazoso, ¿qué carencia constitutiva abraza el montaje de Brooks? Yo diría: la falta casi total de descargas. Ordenados los comediantes de más a menos electrizantes, dichas descargas se encuentran por igual repartidas en Jerry Lewis, Buster Keaton, Pierre Étaix, Charlie Chaplin… incluso, es forzoso admitirlo, en Jacques Tati ─aunque tal descarga languidezca como lento pierde el aire un cojín que se pee. Lost in America (Brooks, 1985) tienta medirse con The Long, Long Trailer (1954) de Vincente Minnelli pero a voltaje negativo, es decir, sin echar al barro a Julie Hagerty y sin la canción de la cucaracha. Como en las demás, en Defending Your Life las sorpresas que achaca Daniel nunca llegarán al desastre, pues suelen caer, en el peor de los casos, del lado de la decepción absoluta, tratándose en el mejor de una especie de alivio ansiolítico. Mientras el cuerpo intenta a duras penas recomponerse, los cortes, los travellings de seguimiento, los múltiples paralelepípedos que conforman el mundo perseveran en su geométrica solidez. Aquí, los insertos sucintos que se introducen del rostro de Brooks al acusar un chasco inopinado funcionan como verdaderos pillow shots. Su cara hace las veces de almohada hundida por un puñetazo. Muy breve, se nos da a ver esta superficie mullida y desbravada intentando rehacerse ególatra, defendiendo su vida, pretendiendo volver a su forma; pero ante el estupor, Brooks siempre corta antes.

Defending Your Life Albert Brooks 1

Defending Your Life Albert Brooks 2
Defending Your Life (Albert Brooks, 1991)

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The Long, Long Trailer (Vincente Minnelli, 1954)

EL CINE; por Virginia Woolf

“EL CINE” (Virginia Woolf, 1926) en Horas en una biblioteca, Seix Barral, 2016; págs. 323 – 330. Traductor: Miguel Martínez-Lage. Originalmente en: The Nation and Athenaeum (3 de julio de 1926).

Dice la gente que el buen salvaje ha dejado de existir en nosotros, que estamos en una fase terminal de la civilización, que ya todo está dicho, que es muy tarde para tener ambiciones. Estos filósofos seguramente se han olvidado del cine. Nunca han visto al buen salvaje del siglo XX cuando este va a ver una película. Nunca se han sentado ante la pantalla grande, ni han pensado en que por muy vestidos que vayan, por gruesa que sea la alfombra en la que han plantado los pies, ninguna distancia los separa de aquellos hombres desnudos, de ojos ardientes, que golpeaban una con otra dos barras de hierro y oían en el clangor un preanuncio de la música de Mozart.
          En este caso, cómo no, los barrotes están forjados, y tan cubiertos por un cúmulo de materia ajena que resulta sumamente difícil oír nada con una cierta claridad. Todo es barullo, ruido de fondo, caos. Nos asomamos al borde de un caldero en el que parece que bullen fragmentos de todas las formas y sabores; de vez en cuando cuaja en la superficie algo de gran vastedad, que parece a punto de rebosar del caldero. Sin embargo, a primera vista, el arte del cine parece simple, casi estúpido. El rey estrecha la mano de todo un equipo de fútbol; aparece el yate de Sir Thomas Lipton; Jack Horner se alza con el triunfo en el Grand National. El ojo todo lo absorbe simultáneamente, y el cerebro, gratamente excitado, se acomoda a contemplar cómo suceden las cosas sin tomarse la molestia de pensar en nada. El ojo normal y corriente, el ojo poco o nada estético de los ingleses, viene a ser un sencillo mecanismo que se cuida de que el cuerpo no caiga por la trampilla de una carbonera, que proporciona al cerebro juguetes y chucherías para mantenerlo tranquilo, y que es de fiar, porque habrá de comportarse igual que una doncella competente cuando el cerebro llegue a la conclusión de que ya va siendo hora de despertar. ¿Qué sentido tiene, pues, excitarse de golpe en plena somnolencia, y todo para pedir auxilio? El ojo está en aprietos. El ojo necesita socorro. El ojo dice al cerebro: «Está pasando algo que yo no entiendo ni de lejos. Se te necesita aquí». Juntos, contemplan al rey, contemplan el barco, contemplan el caballo, y el cerebro ve de inmediato que han adquirido una cualidad que no se corresponde con la fotografía del natural. Se han convertido en algo no más bello en el sentido en que lo son las imágenes, sino, digamos (nuestro vocabulario es precariamente insuficiente), más real, o real quizá, pero con una realidad distinta, ¿seguro?, de la que percibimos en la vida cotidiana. Los contemplamos como son cuando no están. Vemos la vida como si no tuviéramos ningún papel en ella. Mirando la pantalla, nos parece estar lejos de las mezquindades de la existencia real. El caballo no va a soltarnos una coz. El rey no nos dará un apretón de mano. La ola no nos mojará los pies. Desde tal punto de vista, observando las extravagancias de nuestros semejantes, tenemos tiempo de sentir a la vez la compasión y la diversión, de dotar a un solo hombre de todos los atributos de la raza. Ver cómo navega el barco y cómo rompe la ola nos permite disponer del tiempo de abrir la mente a la belleza y de registrarla por encima de la extraña sensación que supone: esa belleza seguirá intacta, florecerá siempre, tanto si se contempla como si no. Por si fuera poco, todo esto sucedió hace una decena de años, o eso se nos dice. Contemplamos un mundo que se han tragado las olas. Las recién casadas salen de la abadía, pero ahora ya son madres. Los allegados se muestran ardientes, pero hoy han callado. Las madres, llorosas; los invitados, contentos. Se ha ganado, se ha perdido, se ha terminado. La guerra abrió su abismo a los pies de toda esta inocencia, de toda esta ignorancia, pero de tal modo que bailamos, hicimos piruetas, bregamos, deseamos, de modo que brillara el sol y corriesen las nubes, y así hasta el final.
          En cambio, los cineastas parecen insatisfechos con tan obvias fuentes de interés como es el caso del paso del tiempo y la sugestión que la realidad desprende. Desprecian el vuelo de las gaviotas, los barcos en el Támesis; desprecian al príncipe de Gales, Mile End Road, Piccadilly Circus. Desean mejorar, alterar, crear un arte propio. Es natural; parece que es mucho lo que entra en su espectro. Son muchas las artes que parecen dispuestas a prestar ayuda. Diríase que todas las novelas famosas del mundo, con sus personajes y escenas de sobra conocidos, están a la espera de encontrar la película que las refleje. ¿Hay algo más fácil, más simple? El cine cae sobre su presa con rapacidad inmensa, y hasta este momento subsiste sobre todo gracias a los despojos de su infortunada víctima. Pero los resultados son desastrosos para ambos. La alianza es contra natura. Ojo y cerebro se desgarran de un modo despiadado cuando en vano tratan de funcionar en pareja. Dice el ojo: «He aquí a Ana Karenina». Aparece una voluptuosa señora con vestido de terciopelo negro y collar de perlas. El cerebro, en cambio, dice: «Esa es tan Ana Karenina como podría ser la reina Victoria». Y es que el cerebro conoce a Ana Karenina casi en la totalidad de su espíritu: su encanto, su pasión, su desespero. El énfasis que pone el cine recaerá en sus dientes, sus perlas, su terciopelo negro. Entonces, «Ana se enamora de Vronski», esto es, la dama del terciopelo negro cae en brazos de un caballero de uniforme, y se besan con suculencia enorme, con gran intención, con gesticulación infinita, en un sofá de una biblioteca extremadamente oportuna, mientras un jardinero a la sazón siega el césped de la entrada. Así vamos y venimos a tirones a lo largo de las novelas más famosas del mundo. Así las manifestamos en una sola sílaba, escrita, por qué no, con la caligrafía de un chiquilicuatre analfabeto. Un beso es el amor. Una taza rota son los celos. Una sonrisa es la felicidad. La muerte es un féretro. Ninguna de estas cosas guarda la más mínima conexión con la novela que escribió Tolstói, y solo cuando renunciamos a relacionar las imágenes del libro con las escenas accidentales que nos llegan ─por ejemplo, el jardinero que siega el césped─ colegimos de qué sería el cine capaz si se le dejase a sus anchas.
          Ya, claro, pero ¿cuáles son esos recursos que tiene? Si dejara de ser un parásito, ¿cómo caminaría erguido? En la actualidad, solo a partir de indicios puede uno formarse una conjetura. Por ejemplo: el otro día, en un pase del Doctor Caligari apareció una sombra en forma de renacuajo en una de las esquinas de la pantalla. Se fue hinchando hasta alcanzar un tamaño descomunal, retembló, se sobró, volvió al cabo a ser inexistente. Por un instante, pareció encarnar una imaginación monstruosamente enferma en el cerebro de un lunático. Por un momento pareció que pudiera ser transmitida con más eficacia por medio de la forma que por medio de las palabras. El monstruoso, temblequeante renacuajo parecía ser la encarnación misma del miedo, y no la proclama de «Tengo miedo». De hecho, la sombra era mero accidente, el efecto no era intencionado. Pero si una sombra en un momento determinado puede llegar a sugerir tanto más que los gestos y palabras reales de los hombres y mujeres que son presa del miedo, parece evidente que el cine tiene en su poder innumerables símbolos de la emoción que hasta el momento no han encontrado el cauce de expresión más idóneo. Además de sus formas habituales, el terror tiene la forma de un renacuajo: se hincha, prospera, tiembla, desaparece. La cólera deja de ser tan solo despotricar y retórica, caras coloradas, puños cerrados. Tal vez sea una línea negra que culebrea sobre una sábana blanca. Ana y Vronski ya no tienen que hacer muecas. Tienen a su entera disposición… ¿el qué? ¿Hay acaso, nos preguntamos, un lenguaje secreto que sentimos y vemos, que nunca decimos? En tal caso, ¿puede ser visible? ¿Hay alguna característica que posea el pensamiento y que pueda plasmarse visiblemente sin ayuda de las palabras? Tiene velocidad y tiene lentitud; tiene las virtudes de una flecha, a la par que una circunlocución vaporosa. Pero también tiene, especialmente en los momentos de emoción, el poder de plasmarse en imágenes, la necesidad de cargar su pesado fardo sobre otros hombros, de que una imagen corra a su lado. Por algún motivo, la semejanza del pensamiento es más bella, más comprensible, más asequible, que el pensamiento mismo. Como todo el mundo sabe, en Shakespeare las ideas más complejas forman cadenas de imágenes a lo largo de las cuales ascendemos, cambiamos, bajamos, hasta llegar a la luz del día. Pero es evidente que las imágenes de un poeta no se han de forjar en bronce, no se han de perfilar a lápiz. Son un compendio de millares de sugerencias, de las cuales la visual es solo la más obvia, o la superior. Hasta la imagen más sencilla, «Mi amor es como una rosa roja, rojísima, que ha brotado en junio», nos ofrece una sensación de humedad y de calor, y el resplandor del carmesí, y la suavidad de los pétalos, mezcladas de manera indisoluble, tendidas sobre una rima que es en sí la voz de la pasión y del titubeo del amante. Todo esto, que es asequible a las palabras, y solo a las palabras, es lo que el cine tiene que evitar.
          Con todo y con eso, si es tan grande la parte de nuestro pensamiento y sentimiento relacionada con la vista, algún residuo de emoción visual, que no le sirve de nada al pintor, ni al poeta, tal vez aún aguarde al cine. Es muy probable que tales símbolos sean asaz distintos de los objetos reales que vemos ante nuestros propios ojos. Una abstracción, algo que exige muy poca colaboración de la palabra o de la música para ser inteligible, si bien las usa de manera ancilar… de tales abstracciones con el tiempo es posible que terminen por estar hechas las películas. Claro que cuando se halle un símbolo nuevo para expresar el pensamiento, el cineasta dispondrá de una riqueza enorme. La exactitud de la realidad, su sorprendente poder de sugestión, estarán al alcance de su mano en un visto y no visto. Hay Anas Kareninas y Vronskis a porrillo. En carne y hueso. Si a esas realidades consigue insuflar emoción, y si sabe animar la forma perfecta con el pensamiento, su botín será incalculable. A medida que el humo se disipe en las laderas del Vesubio, tendríamos que poder ver el pensamiento en su estado puro, en toda su belleza, en su rareza, vertiéndose sobre los hombres que se han acodado a una mesa, sobre las mujeres con los bolsos en el suelo. Tendríamos que ver esas emociones entremezclándose, de modo que se afecten unas a las otras. Tendríamos que ver, a ser posible, violentos cambios de emoción producidos por la colisión entre todas ellas. Los contrastes más fantásticos podrían centellear ante nuestros ojos con una velocidad tras la cual el escritor solo podrá desvivirse en vano, y la arquitectura de ensueño de los soportales y los baluartes, las cascadas, los enhiestos surtidores de las fuentes, que a veces nos visitan en sueños, o se forman en las habitaciones en penumbra. Todo ello podría materializarse ante nuestros ojos desvelados. No habría una sola fantasía excesiva, ni carente de sustancia. El pasado podría desplegarse ante nuestros ojos, aniquilarse las distancias, y esos abismos que dislocan las novelas (por ejemplo, cuando Tolstói tiene que pasar de Levin a Ana, y en esa transición se le desencuaderna el relato, y desacuerda toda nuestra simpatía) bien podrían, gracias a la igualdad del telón de fondo, a la repetición de una escena, pasar inadvertidos.
          A día de hoy, nadie sabría decirnos cómo ha de intentarse todo esto, y menos aún cómo podría lograrse. Tenemos vislumbres solamente en el caos de las calles, tal vez cuando una momentánea mezcla de colores, de sonido, de movimiento, sugiere la existencia de una escena a la espera de quedar fijada. A veces también los tenemos en el cine, en medio de su inmensa destreza, de su enorme resolución técnica, en las cortinillas, cuando contemplamos, a lo lejos, cierta belleza desconocida e inesperada. Pero solo ha de durar un instante, porque ha ocurrido algo extraño: así como todas las demás artes nacieron desnudas, esta, la más joven, ha nacido vestida de cuerpo entero. Puede decirlo todo antes de tener nada que decir. Es como si la tribu del buen salvaje, en vez de hallar dos barrotes de hierro con los que tañer un clangor, hubiera encontrado a la orilla del mar los violines, las flautas, los saxofones, las trompetas, los pianos de cola que fabrican Erard y Bechstein, y como si hubiera principiado con una energía increíble, pero sin saber una sola nota, a aporrearlos todos ellos a la vez.

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The Kreutzer Sonata (Bernard Rose, 2008) [2.ª parte de la Tetralogía León Tolstói]

CARGAR LA FORTUNA

Woman from the Provinces [Kobieta z prowincji] (Andrzej Barański, 1985)

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No, no es idealización de algo distante lo que así anima un momento pasado, porque no se te oculta como sórdido aquél y su ambiente, cuando oías el son de las campanas, sin nada precioso o amado donde dicho momento se fijara, tal el insecto en un fragmento de ámbar. La nitidez de su impresión, cuando tú absorto, cerradas las compuertas de los restantes sentidos, contenías la vida enteramente en una percepción auditiva, inútil entonces e inútil ahora, opera el encanto tardío de la evocación, haciendo la imagen más bella y significante que la realidad. Y de ello supondrías cómo la importancia o fortuna de una existencia individual no resulta de las circunstancias trascendentales o felices que en ella concurran, sino, aun cuando anónima o desdichada, de la fidelidad con que haya sido vivida.

Ocnos, Luis Cernuda

Extinta la memoria dilucidadora, no queda ya otra cosa que la luz impactando sobre la ventana, cambiando con desvelo ingenuo el matiz coloreado del tomillo, la celidonia y el diente de león, no recordará ya la anciana Andzia que la combinación de esas especias y plantas proporcionaba unas cuantas monedas, ella siempre dispuesta a recubrir el recorrido hermético, opaco, solapado, de los días con combinaciones causales, conciencia de remendona, dos trozos de tela, unos lazos, los vende en el mercado mientras despreciables viejas piensan que cualquier harapo de sus hogares vale más que eso, oídos sordos, oídos sordos. Mientras la memoria permanezca, aun amenazada por desvelos sobreexpuestos de destellos germinantes que bien podrían anunciar también un final, Andzia recordará, su vanidad no es más que concordancia acorde al mísero camino de medio siglo cercado en provincia polaca. El filme de Barański camina decidido hacia atrás permitiéndose volver sobre la vejez de Andzia para que comprendamos. Entonces, poco costará, retomando el orden inverso que aguijonea la cronología en este filme, enlazar de dónde venían esas especias, para qué servían: sin papel o tela para secar las hierbas, la niña recogía bardanas y hojas de rábano picante, asegurándose en desterrar rastros de humedad, así luego extendía las hierbas para venderlas. He ahí las monedas. Aquellas no aceptadas cuando el párroco que dictaba escolarización se las ofrecía al verla con los zapatos descalzos, mala manera de ir a misa los domingos. Recordar el orden de las cosas sin gracia, revelación, pena ni condena, sino con la aclaratoria clarividencia de quien tiene el suficiente sosiego para pensar mientras hace croché durante horas, pues también ha casado su mente a diversas tareas durante los años de entreguerras, la II Guerra Mundial, o el periodo donde la República Popular de Polonia imponía represalias, fusilamientos y exilios.
          Es esta luz casera matutina, de primeras horas nubladas, la que acogemos sin tinieblas, emplazándonos en el entorno de posguerra, sesenta años después del nacimiento de Andzia, un día cualquiera de unos años más cercanos al acá de la realización del filme que al allá al que luego se remonta el metraje.
          Es esta luz casera matutina la que reconocemos, la que nos enclava, esta tenacidad de un encuadre sintético, amplio, muy angular, privilegiado a la hora de adaptarse a la disposición particular de viviendas y recodos naturales, calles en las que nunca circula demasiada gente, avezado en la captación de singularidades dramáticas, esquinas, muros de carga, depositados en la duración de instantes de un singular decoro femenino, silencios que alientan simpatía, o murmullos de fondo que preludian incomprensión, marginación, rechazo, hacia quien dice lo que piensa.
          Es esta luz casera matutina la que acompaña al bebé dando sus primeros pasos sobre la hierba, caerse y llorar, brotando a una existencia en la que desparramamos nuestra voluntad para luego reengancharla en enmiendas desafiando lo valetudinario del entorno celeste, la réplica de quedo desespero orgulloso, consejos de madre pilluela; Andzia, de Cristo coge la estampa y se agarra a ella en una prueba para puesto de trabajo en planta estatal, un gesto que se nos concita en plano detalle con incandescente cercanía hermanadora. Colocados con la mayor conciencia, una serie de acercamientos ínclitos pueblan el metraje, unas manos trabajando la tela, unos labios besando la estampa, monedas arrejuntadas, los restos del pescado que los alemanes destinan a los críos, el collar de ámbar del hijo de una señorona, dedos que trabajan la máquina de tricotar, el esfuerzo, atención, separación explícita del ambiente, adaptación de un cineasta, Barański, y de un director de fotografía, Ryszard Lenczewski, volviendo a sorprendernos en estos meses de una primavera tardía.
          Por desgracia, en otros filmes polacos pudimos ver la luz más arisca, rota, hecha descuido, fuente de malestar, los trabajos lumínicos más descompensados de una rama del cine moderno, ahora, empero, descubrimos que por los mismos años se estaban filmando las obras más refinadas, delicadas, cada trabajo remitiendo al cuidado de un Arnaut Daniel, cada noche cercenándonos recuerdos nebulosos, concepciones erradas, la luz de una Polonia a través de la cual repasamos momentos ya fijados, haciendo unidad con nuestros miles de presentimientos y necesidad de rehacer la historia del cine, de cada cine, nuestro trabajo llevará más de una vida, la ociosidad, contemplación de una luz nueva, ese es el porvenir que reclamamos. No admitimos distracciones.
          Polonia bajo la producción del estudio Kadr, recabamos ─con la exigua información de que disponemos─ que se trataba de un grupo políticamente más propenso a un ilusorio centro, lejos de fervores izquierdistas o abiertamente reaccionarios, casa bajo la cual nuestro temido Jerzy Kawalerowicz realizó buena parte de su producción. Alejado de una reivindicación honrosa que acapare a un movimiento, un grupo, una camarilla, en los cuatro filmes que hemos podido ver de Barański, adaptaciones literarias sin excepción, esta que nos ocupa coescrita con el autor original, Waldemar Siemiński, no encontramos una mundología evidente desde la que atalayar nuestros sentimientos más románticos, esas escapadas al fin de una era de generación derrotada que vislumbramos incluso en el filme polaco más turbulento ─Pasja (Stanisław Różewicz, 1978)─, con Barański, sin embargo, sentimos siempre un carácter de especificidad y adherencia insistente al grupo o personaje concreto, casi como introduciéndonos de lleno en un extracto cualquiera del extenso paisaje natal, y negándonos siempre la occidentalización o el carácter de universal inmediatez. Pervive, sin servir de precedente, un término medio, una distancia, incluso jugada en gráciles y violentos paneos o zoomsBy the River Nowhere [Nad rzeką, której nie ma] (1991)─, en la que entramos de lleno, sin pórtico aunque encuadrados con certeza, en el acaecer concreto de circunstancias biográficas que no deben nada ni a la gloria ni a una honradez nacional, biografías tomadas porque los cuerpos estaban ahí, buscando algo, perfilando el tono nada histórico de un paisaje urbano, campestre o de provincias, caso que nos ocupa, por el que unos cuantos detritus de la historia del meollo de la centuria pasada eligió emplazar sus líneas rojas y negras. Kobieta z prowincji sitúa las ramas amargas de una historia vital a la que vamos diciendo adiós con la mano mientras retrocedemos, año tras año, sin salvación, en la vida de Andzia. Las posibilidades de un registro fiel a la pulpa material de la tierra, sus vientos, ruidos, bichos, bordillos, hierbajos, que han obtenido la síntesis límpida de un objeto al cual miramos desde un ángulo, dos, tres, privilegiados, pero no aumentando demasiado el número, para luego pasar a la incierta toma donde una reacción no esperada trastoca el económico registro. Ahora sí, tan lejos y tan cerca.
          La osada inventiva y recursos técnicos que Barański reparte con suma discreción a lo ancho del metraje incluyen rápidos transfocos, insertos que calificarían como letales, súbitas aperturas y cierres del diafragma, desorbitaciones que propulsan la espacialidad diáfana de sus planos hacia reinos donde unos ojos puros, constantes, no bastarían para captar los tintes trascendentes que en ocasiones concede la realidad cotidiana. Lo esencial surgirá al yuxtaponer con sabiduría imágenes claras y oscuras, tomas largas y cortas, instantes de movimiento y quietud. En la imbricación del tejido fílmico se juega la fuerza de la película. Consolidadas por el cineasta, tratamos con incompletitudes, variaciones, como las representadas por las figuras históricas del hombre y la mujer: nos sentiremos un tanto espías observando a los varones haciendo valer las responsabilidades propias de su condición social en la hora del cortejo y la impostura, a las doncellas sublevarse en voz baja, duchas en las lides del mareo, la indecisión, el desplante, irguiéndose con disimulo en valedoras de su poder embaucador, sucedía tanto en Tabu (1988) como en A Bachelor’s Life Abroad [Kawalerskie życie na obczyźnie] (1992), y asimismo con el filme que nos ocupa, el salto al matrimonio semejará el postrero ardid inmovilizante, arbitrio mortal escogido a tientas.
          Quedarnos quietos desde un ángulo privilegiado nos fija y nos hace atender a intercambios donde nadie parece tener la voz claramente cantante, un azar que no nace del cinismo del “mírelos, deles una moneda”, más bien surge de aquel que, progresando entre los mundos muertos bajo la nieve eterna, enfría poco a poco el universo exangüe, jamás conculcado por ciertos seres humanos que bien podrían encarnar a la esposa de Lot, los mercachifles del gobierno que toque, incapaces de encajar un piropo a tiempo, el marido con sueños de koljós y guarderías, en un mundo que pronto iba a manosear el término camarada hasta hacerlo vomitar, luego, pasados los años, pegado frente a la maldita televisión viendo deportes, la sensibilidad acallada, estos hombres y mujeres crepitan la buena voluntad de quien se satisface con poco pero necesita ese poco para al menos no sentir que sus pasos los dirige un cruel sotavento, proa, popa, extremo de una casa más larga que ancha, entreguerras, tres habitaciones, cuarto de baño, cocina, vestíbulo, posguerra, era el sueño de la hija, ¿de qué ha servido cuando sonríe más la madre que la primogénita? Engañosa falta de ambición que, fíjense, acaba terminando por transmigrar en esencia de la tierra baldía. Los damos por sentado, y los planos no hacen nada porque no los demos por sentado, por eso el filme requiere de una particular predisposición, aquella que escarbando bajo la ruta cuesta atrás de genealogía de anciana serena encuentre sus piedras de toque en triunfos y derrotas, intentos de salvaguardar la pequeña cosa que era algo más que nada, los paneos encuentran su concurrencia deseada al volver a la infancia, el sol cálido, la desgracia económica, el apretujamiento en vagones-hogar en los que el plano detalle vuelve en una de sus últimas manifestaciones, dulces traídos por papá, sazonados, sobre las hijas durmiendo, todo el futuro por delante, lejos de rayos de poliédrico abucheo, el sino de los tiempos, reposando por un instante mientras cae el azúcar.

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El andamiaje de cineasta a la intemperie osada de la templanza, un retome de la rima asonante, de darnos el lujo de esperar por el relieve, las curvas, contornos, auras, de las cosas vivas y muertas: un tomate, un medallón que ayuda a abrochar Andzia antes de perderse ahogado el marido en un río, la salvación de la historia no vendrá con la épica aquí, reclamaremos la cadencia, la repetición, panorámicas tres veces de derecha a izquierda, filmados los recién casados, sin amor correspondido, a la ventana, la noche y las flores, rezumando un olor que solo percibimos como ansiando un fulgor arcano, el aproximarse de la Décima Esfera. Deriva esta disposición de notas retornadas en movimientos recapturados, evidenciando no el caos ni la indiferencia, mas esas pequeñas separaciones en cuadro ─la confianza para tomar la escena, los cuerpos, de una toma, ningún miedo a paralizarlos, y ellos continúan su devenir─, de un lado de la casa, el enamorado, Tadek, una tarde hermosa, crepúsculo cerniéndose sobre el banquete de bodas, dejado atrás al amado, seguimos en travelling esquinado a la novia, uniéndose al banquete, sabemos que la satisfacción de Andzia comienza a disminuir, sin tocar los bajos fondos, la conocemos lo suficiente a estas alturas, los comensales la esperan, un beso que no dará, los que bailan a la derecha y al fondo, casi siluetas animando la tarde derrotada, luego, tras el incorporarse, acercándonos a la mesa desde un ligero plano picado sin solución de continuidad, estamos ya rodeados por la desgracia silenciosa de la elección rota, un futuro que se pierde, pasa la novia a beber de la copa, mirando al cielo con el trago ella, nos aproximamos a los labios desde la media distancia, luz sobreexpuesta, a punto de cubrir de blanco el campo visual. Otra concesión silenciosa, rodeada de sonrisas, complicidades, los campos que escucharon emerger pies de niña curiosa, cediendo en la puesta de sol otra varilla más del abanico con el que despertó, dispuesta a caminar hacia una inexistente frontera, con la esperanza de encontrar un trozo de orbe en el que posar su pequeño mercadillo.

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Woman from the Provinces [Kobieta z prowincji] (Andrzej Barański, 1985), disponible online

MANIFIESTO; por Shûji Terayama

“Manifiesto” (Shûji Terayama) en The Drama Review: New Performance & Manifestos; (diciembre de 1975, vol. 19, nº 4, págs. 84-87).

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Tiremos los libros, salgamos a la calle [Sho o suteyo machi e deyô] (Shûji Terayama, 1971)

 

1) Audiencia… La relación entre “aquellos que observan” y “aquellos que son observados” debe ser una experiencia compartida. 

Al mismo tiempo, la audiencia debe tener un “rostro”, debe ser capaz de poder enunciarse a sí misma como tal para que el individuo pueda hallar su identidad en el encuentro.

Al demandar un encuentro y seleccionar cuidadosamente a los espectadores que saldrán hacia la reunión con los personajes, el teatro propaga la fantasía grupal. Sin embargo, este encuentro se tratará de un encuentro estéril a menos que altere el mundo propio de los participantes. Ya no hay ninguna forma de expresión que requiera que seamos visitantes en un zoo, observadores confinados en una isla segura. Esta “representación” de la audiencia en y por la obra del actor debe, no obstante, ser tan amplia y al margen de la política como las orillas opuestas del Mediterráneo.

2) Actor… el actor necesita el poder para desarrollar en su imaginación una situación mágica mediante la cual implicar a su audiencia. 

La función del actor no es estar ahí ni para “ser observado” ni para “ser dispuesto a la vista”, sino para “instigar” y “atraer” a los otros. 

El primer paso de la “actuación” es crear una relación de bloqueo con la audiencia. 

Con el objetivo de dotar de sentido a su presencia escénica, el actor debe ser capaz de inventar su propio lenguaje. Para expresar una situación mágica, debe poseer el poder, por ejemplo, de saltar sin pies.

La técnica actoral consiste sobre todo en su poder para crear relaciones, contactos cohesivos. 

El teatro es caos. 

Por consiguiente, el actor debe eliminar las barreras entre él y los demás; debe ser capaz de catalizar relaciones no discriminatorias.

La dramaturgia es la creación de una relación. Es decir, un encuentro a través del drama que implica el rechazo a concebir la relación actor/audiencia como una relación de clase, y la determinación, en cambio, de desarrollar una relación a su vez mutua y comunal. Así, el elemento de azar que siempre contiene la conciencia de grupo puede ser organizado. 

Actuar es sostener esta relación.

Es importante entender que mientras el actor se dirige a las facultades metonímicas de la audiencia, esto en sí mismo no es drama. El actor es meramente un piloto que lidera el camino hacia el drama.

El actor no debe designar, debe nombrar. Hasta el final, debe esforzarse continuamente por modernizar su estilo, pero nunca debe permitirse identificarse con el objeto representado.

La tarea del actor, de acuerdo con Roland Barthes, es un acto metafórico.

El actor no debe memorizar cada acción individual, debe tratar, por el contrario, de perpetuamente olvidar.

Cada nueva situación es meramente la acumulación de todas aquellas que habían sido olvidadas. 

 

Sho o suteyo machi e deyou (Throw Away Your Books, Rally in the Streets) - 1

Sho o suteyo machi e deyou (Throw Away Your Books, Rally in the Streets) - 2

Sho o suteyo machi e deyou (Throw Away Your Books, Rally in the Streets) - 3

 

3) Teatro… El teatro no es ni el set de instalaciones ni un edificio. Es la “ideología” de un lugar donde los encuentros dramáticos son creados. 

Cualquier lugar puede convertirse en un espacio escénico. Al mismo tiempo, si no se desarrolla ahí ningún drama, un teatro puede convertirse simplemente en parte del paisaje de la vida cotidiana.

Aquellos de nosotros que nos consideramos dramaturgos suponemos crucial ser capaces de organizar nuestras imaginaciones de forma que cualquier lugar pueda transmutarse en un teatro.

Para el grupo Tenjô Sajiki, reflexionar sobre el teatro es reflexionar sobre la ciudad.

La teoría del teatro es también la de la comunidad urbana y su topografía.

“El lugar” no es solo un motivo geográfico. También es una estructura históricamente arraigada dependiente de tradiciones específicas e indígenas.

Un escrutinio atento de las nociones contrastantes de interior y exterior como ejemplificadas por los dos lados de una puerta, debería permitirnos clarificar nuestra concepción del teatro como un espacio sin contornos.

En nuestra obra Cartas a los ciegos, tomamos la oscuridad total como nuestro espacio teatral. Presentando una obra invisible, produjimos una experiencia ficcional diferente de lo que había venido siendo el drama habitual, el cual es simplemente la reproducción de la forma convencional de una historia. Las dimensiones de la oscuridad creadas allí devinieron una réplica exacta del espacio teatral puro.

En La guerra del opio, propusimos el laberinto como un espacio teatral. La obra nace de la propia búsqueda de la salida por parte del público. La audiencia atrapada, buscando una salida, era una metonimia simbólica para el laberinto, equivalente a la búsqueda de los personajes por parte de la audiencia en un teatro sin escenario.

Un teatro ya no es un conjunto de instalaciones especialmente diseñadas para la actuación, con asientos y un escenario. Es un “lugar” en el cual aprovechar la oportunidad de procurarse una experiencia compartida. Pero es también un lapso de tiempo flexible.     

4) Texto… Nuestra preocupación en teatro no es recolectar nuevas evidencias sobre que “el drama es literatura”.

En cambio, necesitamos la forma llamada teatro para crear nuevos tipos de encuentro totalmente ajenos a la literatura, con el fin de llenar el vacío entre los principios de la realidad cotidiana y aquellos de la realidad ficticia. 

Ante todo, el teatro debe ser amputado de la literatura. Para hacerlo, debemos purgar el teatro de la Obra escrita.   

No se trata de discutir la primacía de la palabra. Pero es un error considerarla equivalente a la Obra escrita. Siento que confinar el logos (la Palabra original y primaria) al dominio de la escritura es un proceder que revela cortedad de miras.

El habla, tal como yo la entiendo, nunca es un lenguaje literario. Es algo más biológico o espiritual en el sentido de poseer la función original del lenguaje. 

Ni el teatro ni la literatura como teatro tienen nada que ver con la función que yo asigno a las “palabras”.

¿Realmente vale la pena reconstruir, una vez más, con actores vivos, textos que ya están escritos y clasificados?

No quiero decir que uno deba renunciar al placer de leer obras de teatro. Pero siento que debemos despedirnos del teatro lisiado de nuestro tiempo, que ha confundido la obra, una forma independiente de literatura, con el teatro, y se ha vuelto así esclavo de la escritura, mientras hace que el habla del actor sea dictada por la palabra impresa.  

Prefiero considerar el texto no como algo destinado a ser leído palabra por palabra, sino como un mapa. Se dice que la historia de los mapas es realmente más antigua que la literatura. Incluso en la prehistoria, el hombre tenía que realizar representaciones gráficas para entender dónde estaba y cuán lejos había de ir. Si el territorio descrito en el diagrama puede ser pisado por pies humanos, significa que pertenece a la historia. Si no puede ser pisado, si es una habitación-jardín imaginaria, o la naturaleza agreste de las relaciones humanas, o la cálida intimidad del cuerpo humano, entonces pertenece al reino del drama.

Al igual que un mapa puede leerse de muchas maneras y dar lugar a muchos encuentros fortuitos, también el texto es nada más que una guía que nos permite ir y venir entre una geografía “interior” y una “exterior” en un viaje teatral imaginario compartido con la audiencia.

ABIERTO A INTERPRETACIÓN: NOTAS CONTRA EL CAMP; por Andrew Britton

For Interpretation: Notes Against Camp (1979)
por Andrew Britton

en Britton on Film: The Complete Film Criticism of Andrew Britton. Editado por Barry Keith Grant. Con una introducción de Robin Wood. Wayne State University Press, Detroit, Michigan, 2009; págs. 388-393.

«Genet no quiere cambiar nada en absoluto. No cuentes con él para criticar a las instituciones. Las necesita, como Prometeo necesita su buitre».

─Jean-Paul Sartre, Saint Genet

Uno. En ocasiones casi parece que se ha convertido en un asunto de aceptación común que el camp es radical, y la obra de teatro Men de Noel Greig y Don Milligan proporciona un ejemplo conveniente del proceso por el cual me imagino que eso sucede. Men se presenta a sí misma como una polémica contra la “izquierda recta” ─ una abstracción que encarna en uno o dos de sus personajes gay centrales, un enlace sindical en una factoría de las Midlands y, en secreto el amante de Gene, un macho gay masculino y camp para el cual la obra intenta solicitar una reverencia atontada y falta de sentido crítico. Su relación se ve como continuista con los patrones dominantes de las relaciones heterosexuales, y es presentada como sinónimo de ellas, aunque no hay ningún intento de considerar, o incluso reconocer, las presiones sociales que han ido en producir la similitud. La obra concluye que la lucha política con la que Richard, el enlace sindical, está comprometido en el trabajo, puede ser asimilada por los propulsores de poder “fálicos” (no se nos permite olvidar que él es conocido por sus compañeros de trabajo como Dick), y ofrece, en el quejumbroso gemido de Gene de “Socialism is about me”, lo que se necesita para ser el énfasis correctivo. Cómo el “socialismo” debe definirse o en qué manera, exactamente, puede decirse acerca de Gene que no son asuntos que la obra encuentre adecuados para discutir, aunque queda claro que las actividades de Richard (de las que las mujeres trabajadoras son enfáticamente excluidas excepto, en una instancia, como las “víctimas” de una acción huelguista) están más allá de lo burdo. En efecto, la relación íntima de Gene con el socialismo es en gran medida dada por sentada. Su ignorancia de, e indiferencia hacia, la política, es repetidamente acentuada, aún así está de algún modo instintivamente en línea con los medios adecuados de acción política; en la escena final, Gene se convierte en el medio no solo para una serie de aforismos vagos y tendenciosos acerca del patriarcado (“el Hombre como la Naturaleza aborrece un vacío”) portentosamente pronunciados bajo el foco de atención, sino también para los ejercicios de chivo expiatorio salvajes, crueles y santurrones de Richard, que está dotado con la responsabilidad moral para su opresión. Men concluye que Richard debería permitirse convertirse en nervioso, sensual y afeminado ─un conjunto tan dudoso de Conductas Morales Positivas como el que cualquiera podría razonablemente demandar─ y se permite un final a lo Casa de muñecas en el que se nos demanda que lo tomemos como un triunfo de inteligencia radical. La confusión, desesperación y auto-opresión de Richard no están ni aquí ni allá. Todo es “su culpa”, y podemos tomar debida satisfacción en su castigo: su secreto culpable ha sido descubierto por sus compañeros de trabajo, y sus justos merecidos están al alcance de la mano.
          El argumento que estoy intentado elaborar es que el camp de Gene es tomado como una validación automática del personaje. No tiene nada por lo que se le pueda recomendar más allá de un cierto carisma superficial y unos pocos epigramas astutos, con todo, su monólogo telefónico tour de force de cinco minutos al final del primer acto es considerado lo suficientemente imponente para “situar” el retrato, en los treinta minutos precedentes, de la participación política de Richard. Men arriba a su evaluación del camp por un simple proceso de elisión. La relación Richard-Gene es “como” una relación hombre/mujer. Por tanto, el camp de Gene es continuista con la identificación-mujer: o sea, es “como” un discurso feminista contra el patriarcado. Consecuentemente, el camp son los medios por los que los hombres gay se pueden convertir en mujeres-identificados = radicales = socialistas, y podemos continuar acampando y “siendo nosotros mismos” con perfecta ecuanimidad (el camp, por supuesto, se trata siempre de “ser uno mismo”) en la serena garantía de que estamos en la vanguardia de la marcha cara el futura socialista. La obra no busca en ningún momento demostrar la validez de su espurio conjunto de proposiciones. Son simplemente datos, y como tales, se relacionan de manera significativa con ciertas asunciones características del feminismo burgués. Juliet Mitchell ha argumentado, por ejemplo, que las luchas “políticas” e “ideológicas” son conceptual y prácticamente distintas, una para ser luchada por la clase trabajadora y la otra por el movimiento de las mujeres. Incluso va tan lejos como para sugerir en Woman’s Estate que la revolución debe venir ahora desde dentro de la burguesía. Gene, supuestamente clase trabajadora, es en gran medida un vocero de aspiraciones burguesas,  y Men agrava la falacia de Mitchell tanto en su asimilación acrítica del camp al feminismo como en su aserción implícita de que no hay forma concebible de actividad política organizada que no reitere subrepticiamente las estructuras de poder patriarcales.
          Dos. El camp siempre connota “afeminamiento”, no “feminidad”. El hombre gay camp declara, la “Masculinidad es una convención opresiva a la que rechazo conformarme”, pero su inconformidad depende a cada instante de la preservación de la convención que supuestamente rechaza ─en este caso, una aceptación general de lo que constituye “un hombre”. El comportamiento camp es solo reconocible como una desviación de una norma tácita, y sin esa norma cesaría de existir; le faltaría definición. En ningún momento propone o puede proponer una crítica radical de la norma misma. Siendo esencialmente un mero juego con signos convencionales dados, el camp simplemente reemplaza los signos de masculinidad con una parodia de los signos de feminidad y refuerza las definiciones sociales existentes de ambas categorías. El estándar de “lo masculino” sigue siendo el punto fijo en relación con el cual los hombres y mujeres gay emergen como “aquello que no es masculino”.
          Tres. El camp requiere del escalofrío de la transgresión, el sentido de la perversidad en relación con las normas burguesas que caracterizan la degeneración del impulso romántico en la segunda mitad del siglo XIX y que culmina en Inglaterra con el esteticismo y en Francia con la decadencia. El camp es una versión domesticada de la épica de transgresión aristocrática, anarquista, una brecha en el decoro que ya no conmociona y que ha servido para confirmar la existencia de una categoría especial de persona ─el macho homosexual. El propio término “un homosexual” (del cual, finalmente, el término “ una persona gay” es solo la recuperación, aunque una progresiva) define no un objeto de elección del cual cada individuo es capaz, sino un tipo con modos de comportamiento y respuesta característicos. Sartre ha analizado, en relación con Genet, el proceso por el cual un determinado imperativo social (“He sido emplazado en tal-y-tal rol”) puede ser transformado en una elección existencial (“Por lo tanto tomaré la iniciativa de adoptarlo”); ese proceso describe la complicidad fundamental  de lo que puede semejar ser un acto de autodeterminación. El camp es colaborativo en ese sentido.
          Cuatro. La “subversión” necesita ser evaluada no en términos de una cualidad que es supuestamente apropiada para un fenómeno sino como una relación entre un fenómeno y su contexto ─esto es, dinámicamente. Ser Quentin Crisp en los años treinta es un asunto muy diferente al de ser Quentin Crisp en el año 1978. Lo que una vez fue una afrenta ahora se ha convertido en parte del rico espectáculo de la vida. La amenaza ha sido desactivada ─y desactivada porque siempre fue superficial. El camp es individualista y apolítico, e incluso en sus momentos más perturbadores, pide poco más que una sala de estar. La observación de Susan Sontag de que “los homosexuales han apuntalado su integración en la sociedad promocionando” la sensibilidad camp me parece exacta y, en su exactitud, bastante condenatoria. Es necesario, al hacer tal juicio, disociarse uno mismo de cualquier forma simple de moralismo.
          Claramente, hasta hace muy poco, las maneras de ser gay han estado tan extraordinariamente limitadas que la posibilidad de ser radicalmente gay simplemente no ha surgido en la mayoría de los casos. Pero en un contexto contemporáneo, el camp gay parece poco más que una especie de anestésico, permitiendo a uno permanecer dentro de relaciones opresivas mientras disfruta de la ilusoria confianza de que las está desobedeciendo.
          Cinco. La creencia en algún tipo de homosexualidad “esencial” produce, lógicamente, el concepto de Jack Babuscio de “la sensibilidad gay”, del cual el camp es supuestamente la expresión. “Defino la sensibilidad gay como una energía creativa reflejando una conciencia que es diferente del mainstream; una conciencia elevada de ciertas complicaciones humanas del sentimiento que brota del hecho de la opresión social; en resumidas cuentas, una percepción del mundo que está coloreada, moldeada, dirigida y definida por el hecho de la homesexualidad de uno”. Esta formulación contiene dos proposiciones falsas: (a) Que existe algún tipo de “conciencia mainstream” indiferenciada de la que los gays, por el mero hecho de ser gays, son absueltos; y (b) que una “percepción del mundo que es… definida por el hecho de la homesexualidad de uno” necesariamente involucra una “conciencia elevada” de cualquier cosa (excepto, por supuesto, de la homosexualidad de uno). Ciertamente aceptaría que la opresión crea el potencial para una distancia crítica de (y acción en contra) la sociedad opresora, pero uno solo tiene que considerar las varias formas de la “conciencia negativa” para percibir que la realización de ese potencial depende de otros elementos de la situación específica de uno.
          No es el caso claramente que el hecho de la opresión implique un entendimiento conceptual de la base de la opresión, o que el hecho de pertenecer a un grupo oprimido implique una conciencia ideológica. La “conciencia” (que es, en sí misma, un término poco útil) no está determinada por la orientación sexual, ni hay una “sensibilidad gay”. El lugar ideológico de cualquier individuo en cualquier momento es el sitio de la intersección de cualquier número de fuerzas determinantes, y el sentido de uno mismo como “gay” es un producto determinado de esa intersección ─no un determinante del mismo. Parece extraño, en cualquier caso, citar como ejemplar de una sensibilidad gay un fenómeno que es característicamente masculino y con el que muchos hombres gay sienten poca simpatía.
          Seis. El fracaso para concebir una teoría de la ideología es continuista con una teoría insostenible de la elección. Sontag, adoptando un modelo conductista resumidamente crudo, señala que “el gusto gobierna toda respuesta humana libre ─en tanto opuesta a maquinal─”, y asocia “gusto” con una individualidad etérea que transciende la “programación” social. Babuscio desarrolla la misma línea argumental: “Las prendas y el decorado, por ejemplo, pueden ser medios para afirmar la identidad de uno, así como una forma de justificación en una sociedad que niega la validez esencial de uno… Por medios como estos uno intenta convertirse en lo que quiere, ejercitar algún control sobre su entorno”. Ningún escritor parece consciente que, tal y como están usadas aquí, “identidad” y “libertad” son términos problemáticos. Para explicar el hecho de que los hombres gay gravitan hacia ciertas profesiones uno tiene que aducir la “identidad social desacreditada” de los gays como el factor determinante de la elección en vez de sugerir que la elección alivia la identidad social desacreditada. Las profesiones en las que la homosexualidad masculina ha sido tradicionalmente tolerada (el teatro, la moda, decoración de interiores, entre otras) son también aquellas en las que las mujeres han sido capaces de comandar un grado de autonomía personal sin amenazar la supremacia masculina en lo más mínimo, desde que los “hombres reales”, por definición, menospreciarían estar involucrados en ellas. Es escasamente permisible explicar la asociación del hombre gay con las profesiones de “lujo” en términos de una colección de individuos que descubren, por alguna coincidencia milagrosa, que la aserción de su identidad les conduce a una personalidad singular.
          Siete. Cualesquiera que sean las diferencias en sus argumentos, los tres discursos sobre el camp más elaborados hasta la fecha (Sontag, Babuscio, Richard Dyer) están de acuerdo en que el gusto camp es una cuestión de “estilo” y “contenido”, ignorando el hecho de que el estilo describe un proceso de significado. La actitud camp es un modo de percepción por el cual los artefactos se convierten en el objeto de un escrutinio detenido, o fetichista. No lo “ve todo entrecomillado”, sino entre paréntesis; es un solvente del contexto. Lejos de ser un medio para la desmitificación de los artefactos, como afirma Dyer, el camp es un medio por el que ese análisis es pospuesto perpetuamente. (“Being”) El pasaje del “objeto determinado” al “fetiche” preserva al objeto a salvo y tranquilizadoramente en un vacío.
          Ocho. Todos los analistas del camp llegan eventualmente al mismo dilema. Por un lado, el camp “describe aquellos elementos en una persona, situación o actividad que expresan, o son creados, por una sensibilidad gay” (esto es, el camp es un atributo de algo). Por el otro, “el camp reside en gran medida en el ojo del que mira” (esto es, el camp es atribuido a alguien). (Babuscio). Esto último me parece correcto en la mayoría de los casos y la tendencia generalizadora indica muy claramente la facilidad esencial del camp. El camp intenta asimilar todo como su objeto y luego reduce todos los objetos a un conjunto de términos. Es un lenguaje de empobrecimiento: es a la vez reductivo y no analítico, los dos yendo de la mano y determinando el uno al otro. Como un fenómeno gay, el camp es un medio de traer al mundo al alcance de uno, de acomodarlo ─no de cambiarlo o conceptualizar sus relaciones. Los objetos, imágenes, valores, relaciones de opresión pueden ser recuperados adoptando el simple expediente de redescribirlos; el lenguaje del camp casi sugiere, a veces, una forma de censura en el sentido freudiano. Hay, por supuesto, un cierto modo de esteticismo contemporáneo que es consciente del concepto de camp y cuyos objetos son construidos desde dentro de esa competencia; como regla, no obstante, la concepción del camp como una propiedad o plantea la pregunta o produce esas periódicas enajenaciones mentales del ensayo de Sontag, en las cuales Alexander Pope y Mozart pueden ser reclamados para el patrimonio camp como maestros del formalismo rococó.
          Nueve. De acuerdo con Dyer, John Wayne y Richard Wagner pueden ser camp. Percibir a Wayne como camp es, en un nivel, simplemente demasiado fácil, y no produce ningún argumento acerca de la masculinidad que no ganaría instantáneamente la concurrencia de cualquier lector con amor propio de Daily Telegraph. Por supuesto, la “manera de ser un hombre” de Wayne es un constructo social, como lo son todas las “maneras de ser un hombre” ─incluyendo la manera camp─ e indicar eso no parecer particularmente significativo. En otro nivel, ¿qué “John Wayne”? ¿El Wayne que aboga, dentro y fuera de la pantalla, por la política de Lyndon Johnson en Vietnam  y el macartismo, o el Wayne de los wésterns de John Ford? Wayne “significa” cosas muy diferentes en los dos casos, y aunque esos significados están íntimamente relacionados no pueden ser reducidos el uno al otro. Percibir a Wayne meramente como un icono de “virilidad”, de la que puede ser desacreditado desde, aparentemente, una posición de neutralidad ideológica es o complaciente o filisteo. Similarmente, considerar a Wagner como camp es, en un nivel, solo tonto, y no se puede tolerar más que otros tipos de tonterías porque se enmascare como análisis crítico. En otro nivel, previene la discusión de problemas reales levantados por la música de Wagner y el culto de Bayreuth (la discusión iniciada por Friedrich Nietzsche) y culmina corroborando la vulgar crítica burguesa del “romanticismo exagerado” de Wagner. La “perspicacia camp”, en este y otros muchos casos, es poco más que el otro lado de una variante del peor tipo de liberalismo derechista.
          Diez. En su ensayo, Babuscio intenta construir una relación entre el camp y la ironía que, transpira, se convierte en la misma contradicción sin resolver como aquella que aflige la definición del camp mismo. “La ironía es la materia del camp, y se refiere aquí a cualquier contraste altamente incongruente entre un individuo o cosa y su contexto o asociación”. Al final del párrafo, la ironía se ha convertido en un asunto de la “percepción de la incongruencia”. Se debe observar, primero, que la ironía es malamente definida: no involucra la incongruencia, y no es, y no puede ser, “sujeto de estudio”. La ironía es una operación del discurso que establece un complejo de tensiones entre lo que es dicho y varias calificaciones o contradicciones generadas por el proceso del decir. Además, es difícil ver en qué manera cualquiera de los “contrastes incongruentes” ofrecidos como ejemplares de la ironía camp se relacionan ya sea con el camp, con la ironía, o con “la sensibilidad gay”. ¿Debemos asumir que, porque “sagrado/profano” es una pareja incongruente, una gran cantidad de literatura medieval es camp? Más importante, Babuscio ignora la distinción crucial entre el tipo de escrutinio que disuelve las fronteras para demostrar su insustancialidad ─o los sistemas de valores que las refuerzan─ y el tipo de escrutinio que meramente busca confirmar que están allí. Como una lógica de la “transgresión”, el camp pertenece a la segunda clase. Si la transgresión de las fronteras alguna vez ha amenazado con producir la redefinición de las mismas, el estremecimiento se perdería, la excitación del “algo equivocado” desaparecería.
          Once. Babuscio cita a Oscar Wilde ─”Es a través del Arte, y a través del Arte solo, que nos podemos escudar de los sórdidos peligros de la existencia real”─ y añade, con aprobación, “El epigrama de Wilde apunta a un aspecto crucial de la estética camp: su oposición a la moral puritana”. Al contrario, el epigrama es una expresión suprema de la moral puritana, que puede ser casi definida por su revulsión del peligro y miseria de lo real. El puritanismo encuentra su cláusula de escape en la aspiración del alma individual hacia Dios, en una relación con la que el mundo es como mucho irrelevante y, en el peor de los casos, hostil, y Wilde simplemente redefine la salida de emergencia en términos estéticos. Sartre observa de Genet que “La Belleza del esteta es maldad disfrazada de virtud”. Lo reformularía para que se lea: “El aislamiento del estilo es el truco sucio del esteta sobre el concepto de valor, y la necesidad constante de analizar y reconstruir conceptos de valor”.
          Doce. El camp es crónicamente reacio a los juicios de valor, en parte por elección (la evaluación se siente que involucra la discriminación entre varios contenidos, y así pertenecer al reino de la “Alta Cultura”, “Seriedad Moral”, etc.), y en parte por defecto: la obsesión con el “estilo” entraña tanto una asombrosa irresponsabilidad con el tono como un rechazo a reconocer que los estilos son necesariamente los portadores de actitudes, juicios, valores y asunciones de las cuales es necesario ser consciente, y entre las cuales es necesario discriminar. “El género de terror, en particular, es susceptible a la interpretación camp. No todos los filmes de terror son camp, por supuesto; solo aquellos que aprovechan al máximo las convenciones estilísticas para expresar sensaciones instantáneas, entusiasmos, personalidades definidas agudamente, escandalosos e “inaceptables” sentimientos, y así sucesivamente”. (Babuscio)
          ¿Qué es la “sensación instantánea”? O, por ende, ¿la sensación que no es instante? ¿Y qué son las “convenciones estilísticas”? Las convenciones de una película de terror son complejas y significativas, y no pueden ser discutidas en términos de un apéndice chic a un contenido que es de algún modo separable de ellas. Ciertamente, los filmes de terror expresan “sentimientos inaceptables“ ─en efecto, existen para hacer eso─ pero leerlos como “escandalosos” en el sentido camp es protegerse a uno mismo de su extravagancia real, recuperarlos como objetos de “buen-mal gusto” (que es lo que los críticos burgueses hacen de todos modos). Una vez que uno ha efectuado la distinción imposible e insignificante entre las “consideraciones morales y estéticas” (Babuscio), se convierte en perfectamente factible asociar la inteligencia crítica de las películas de Josef von Sternberg con lo coqueto, vulgar, fantasías sexistas de los musicales de Busby Berkeley, o confundir la complicidad grotesca de la personalidad de Mae West con el “exceso” de la interpretación de Jennifer Jones en Duel in the Sun (King Vidor, 1946) o de Bette Davis en Beyond the Forest (Vidor, 1949), donde el exceso es una función de una crítica activa de los roles de género opresivos. Aunque aparentemente demande nuevos criterios de juicio, el camp está mientras tanto consintiendo silenciosamente los antiguos. Meramente se apodera de estándares existentes de “mal gusto” e insiste en que gusten.
          Trece. El camp tiene un cierto valor mínimo, en contextos restringidos, como una forma de épater le bourgeois, pero el placer (en sí mismo genuino y suficientemente válido) de escandalizar a ciudadanos firmes no debería ser confundido con el radicalismo. Todavía menos debería “la muy ajustada convivencia que hace tan bueno ser una de las reinas”, en la frase de Dyer, ser ofrecido como un modelo constructivo de “comunidad en opresión”. (Dyer, “Being”). Las connotaciones positivas ─una insistencia en la otredad de uno, un rechazo de pasar como straight─ están tan irremediablemente comprometidas por la complicidad en las formulaciones tradicionales, opresivas, de esa otredad, que “camping around” es a menudo poco más que ser “uno de los chicos” en la marquesina rosa. No deberíamos, al rebufo de Dyer, sentirlo incumbente en nosotros defender el camp bajo los cargos de “defraudar al flanco” o querer ser John Wayne. El camp es simplemente una manera en la que los hombres gays han recuperado su opresión, y necesita ser criticado como tal.

Frantz Fanon Black Skin White Mask Isaac Julien 1995
Frantz Fanon: Black Skin, White Mask (Isaac Julien, 1995)

ENTRE BRUMAS

Loneliness of the Couple [Samotność we dwoje] (Stanisław Różewicz, 1969)

Samotność we dwoje Stanisław Różewicz 1

Samotność we dwoje resulta de una puesta en forma que blinda al filme por los cuatro costados. Parte de combinar un formato alargado Cinemascope con una fotografía en blanco y negro sin ningún miedo a exponerse tanto bajo el techo del interior más oscuro como en la montaña al aire libre, golpeando al personaje la luz frontal del sol. Pero es que dentro de la composición del propio plano, caben también distintas zonas, demarcaciones adyacentes, unas muy iluminadas hasta el blanco purísimo y otras de parduzca sombra, mediando entre ellas por lo menos tres mil matices de grises vibrantes, sensibles y levemente mortecinos. Es de notar que esta iluminación que otorga perspectiva a los planos tiene más que ver con cómo y dónde se plantó el aparato que con la seguro sobrada pericia técnica del director de fotografía, Stanisław Loth: se opta por poblar los planos de curiosos relumbros reflectantes, la vajilla, unos globos, junto a otros términos tupidos, las eternas ramas de árboles arrojando su sombra, o unos focos nada tímidos perfilando el primer término y deslustrando el fondo, y asimismo, con similares características, adivinamos, imaginándola como una jurisdicción tornasolada y tupida, la conciencia del pastor Hubina, quien pasea, sostiene, la precariedad existencial polaca pre-Segunda Guerra Mundial enguantado en su traje negro abismo, un atuendo que contribuye en demasía a resaltar el albar rigorismo de su cuello clerical. El quid de la cuestión en una escena: Hubina observa a su mujer, Edyta, tocar el piano, se conforma con ver en ella la pacífica, la beatífica, entrega de una esposa hacia la serena música conyugal, el pastor se embebe en sus propios pensamientos, ante tanta dicha, en confesión ─introduciéndose subjetiva una voz en off discrecional─, surgen los maduros frutos del miedo, su ideal familiar es el de vivir seguros, rogando a Dios, que ningún accidente nos suceda, pero con la mirada perdida en sus propios pensamientos el pastor se pierde una y otra vez la visión esencial de lo que con sus ojos y pequeñas muecas intenta transmitirle Edyta, ella otea a su marido con una cargada mirada cómplice, como diciendo, observa qué segura se siente tu esposa al piano, qué regia, mi cuerpo y mi rostro necesitan de ser destensados, observa, marido mío, lo capaz que soy de crear sensualidad con mis manos, mediante mis dedos, interpretando a Beethoven, Para Elisa, todavía me siento joven, y tu amor que solo me conduce a ser más tiesa. Samotność we dwoje deriva su historia en unos celos que brotan primero en prefiguración onírica para luego enraizarse, madurar, estimularse con malicia y deformarse, en secuencias-bisagra acumuladoras que cosa inusual en este tipo de historias sobre procesos mentales infernales no se adscriben de forma constante y brusca en trucajes claroscuros de la realidad de algún convenido cine psicológico.

Samotność we dwoje Stanisław Różewicz 2

Samotność we dwoje Stanisław Różewicz 3

La luz en Europa Central cae templada, difusa. Ni el más hábil cineasta podría convertirla en candente o incluso en pincelada muy acusada sin traicionarla, imposible obviar su naturaleza, uniformemente blanda, sin caer en el truco de aplicar un filtro a las imágenes, en posproducción, o gelatinas de colores a los focos, durante el rodaje. Por su parte, Różewicz demuestra que a finales de los sesenta, como cineasta, ya había objetivado, hecho completamente suya, una estrategia al respecto de esta luz tan particular que inunda calmosa su patria, eligiendo tiros de plano en ligeras diagonales, el trípode bien clavado al suelo, añadiendo planos de profundidad dentro del plano, ligeros desenfoques, parapetos, marañas; cabiendo en su falsamente sosegada puesta en forma la consecución de planos-contraplanos conversacionales resueltos con una extrema pulcritud y seguridad. Caben además reminiscencias a la sucesión fatal de poses imaginarias en De man die zijn haar kort liet knippen (André Delvaux, 1965), reminiscencias a la materialidad humeante, doméstica, torrencial ─la más cierta─, de un cineasta tan en contacto con lo terrenal como lo fue Carl Theodor Dreyer. También llegamos a pensar en Hitchcock, en virtud de cómo Różewicz invoca la fragmentación, y no solo en el preclaro ejemplo de los retorcimientos de las extremidades recortadas cuando Edyta resbala secuencialmente hacia la bañera hirviendo. Son los espacios, la casa, la que mediante pivotamientos y recortes sucesivos podremos reconstruir diáfanamente: en el piso de abajo el despacho, un gran comedor alargado, arriba, el dormitorio, el cuarto de los críos, el de invitados y la salita del piano, no hay necesidad de esforzarnos, nos hacemos fácilmente a la contigüidad de las estancias, y más arriba, en las alturas, la buhardilla sirve para despejar el prejuicio adulto contra el cuento de hadas, donde los hijos se entretendrán con las palomas, los disfraces y mostrándose ingeniosamente crueles entre ellos. En el mundo de los mayores, los periódicos polacos ilustran: columnas del NSDAP marchan junto a pilas de libros ardiendo. Europa entera se alarma. En Alemania se está quemando a Heine. Sonrisa pícara, desafiante, de un profesor de piano nazificado con una voluntad de poder desmedida que como colofón aciago se inmiscuirá, por interesada recomendación de su mujer, en la casa del pastor, patentizando todavía más si cabe la impotencia del hombre. A pesar de la gravedad al borde del infarto de la situación espiritual de Hubina, el filme nunca nos introduce violentamente y sin permiso en su subjetividad, transformando en indecencia los poliédricos avatares del mundo sensible. Hay mucho de discreto, de ladino, de misterioso, en los gestos de los personaje de este filme, pero lo que el filme no se permitirá será saltar hacia ese gesto en plano detalle indicándonos tramposamente que quizá el pastor tuviera razón en cavilar sobre los infinitos disfraces que puede adoptar el diablo, o que toda su desgracia quizá pertenezca al plan de un castigo, o de una prueba para él, dejada caer entre las nubes por Dios mismo. El sacrificio de Isaac. No. Para desgracia del pastor, las escotadas ubres de la tabernera del pueblo no están registradas en grado alguno como algo diabólico, sino sumamente apetecible. Siguen acumulándose tañidos de distinta índole haciendo dudar a Hubina sobre si acercarse a la tabernera o alejarse.

Samotność we dwoje Stanisław Różewicz 4

Samotność we dwoje Stanisław Różewicz 5

Samotność we dwoje Stanisław Różewicz 6

Introducirse en la filmografía de Stanisław Różewicz supone estar abierto a confrontar recónditos ecos y concomitancias maltrechas. Hubina se quedará pasmado ante la reproducción del grabado El caballero, la muerte y el diablo de Alberto Durero, una obra que junto Para Elisa volverá para exponer una conyugalidad delirante por otros medios en Aniol w szafie (1987). También el reverendo Konrad, en Rys (1982), quedaba prendado en algunos momentos capitales de San Agustín y el Diablo de Michael Pacher, una composición de tentación horrorífica que contribuye a su desiderátum de asesinar escudándose en ideas de martirio, en la defensa del partisanado, sotana horadando cabeza gacha entre los hombros las cuatro calles de un país en el que reina un clima de ocupación tan brutal que termina por sugestionar maremotos de enloquecimiento. Concurrencias secretas, rimas clandestinas, que nos acercan a Różewicz a la concepción que guardamos del cineasta ideal, aquel al que viene anejada una intrincada mundología.

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Loneliness of the Couple [Samotność we dwoje] (Stanisław Różewicz, 1969)
Loneliness of the Couple [Samotność we dwoje] (Stanisław Różewicz, 1969)
Aniol w szafie Stanisław Różewicz 1
Angel in the Wardrobe [Aniol w szafie] (Różewicz, 1987)

Rys Stanisław Różewicz 1

Rys Stanisław Różewicz 2
The Lynx [Rys] (Różewicz, 1982)

Drzwi w murze Stanisław Różewicz 1

Drzwi w murze Stanisław Różewicz 2

Drzwi w murze Stanisław Różewicz Tercera

Drzwi w murze Stanisław Różewicz 4

Drzwi w murze Stanisław Różewicz 5
The Wicket Gate [Drzwi w murze] (Różewicz, 1974)

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De repente, se nos viene a la cabeza el recuerdo de Jacques Rivette viendo por segunda vez Les dames du Bois de Boulogne (Robert Bresson, 1945) en la Cineteca del Barrio Latino parisiense, añadiendo suspenso al filme las continuas interrupciones que una tormenta había provocado en aquella proyección. Decimos que se nos viene a la cabeza, al arcón cinéfilo de la memoria, porque nos disponemos al visionado de Rys una noche donde un apagón eléctrico sin visos de reparación inminente subsume a nuestra urbanización en una oscuridad total de noche sin bombillas ni voltaje, a ráfagas el filme vuelve, temerosos esperamos el siguiente corte eléctrico, ansiosos en la penumbra imaginamos la vuelta de Polonia, la ocupación y el destino del reverendo. En esta oscuridad impalpable vamos labrando un destino ideal de partisanos serenos, pacientes; ni vitoreados ni gloriosos.
          Habituados a unas tendencias fílmicas de idiosincrasia polaca donde el público rara vez solía ser confrontado plano a plano, sino echado a un lado, apartado, expulsado de la sucesión de encuadres debido a una extenuante retórica cineasta-gobierno, leyes invisibles de censura que el espectador debía suponerle, aceptarle, descifrarle al régimen, y su particular menoscabo del ser individual, era difícil para nosotros defender con razón y corazón una obra por otro lado tan arrojada desde la tripa como Jak daleko stąd, jak blisko (1972), de Tadeusz Konwicki: donde otros aludían a esa vista de pájaro zumbado dando interminables vueltas medio ciego pero con conciencia de arúspice sobre la fatídica historia del país, nosotros solo veíamos ideas que no habían encontrado el sostén temporal necesario para establecerse firmes sobre un suelo al que llamar propio, de ahí que los animales sacrificados, las matanzas, bailes eternos de salón con decadencia artística enunciando subrepticiamente que el país no conoce otro destino que la condena, terminaran indigestándosenos, apelación a una estética del impresionamiento fatalista en la que es difícil quedar impresionado cuando no hay ni una mínima tentativa por establecer coordenadas alrededor de nuestras básicas nociones de aprehensión cardinal e histórica. Preferimos encontrar, remover archivos, y leer a Konwicki, sobre Konwicki, que ver su filme.
          Al revisitar ciertas corrientes, periodos del cine polaco, nos encontramos inmersos en el mismo poso de desencanto e indiferencia que duele cuando Daney asistía al dar comienzos los años 80 a las Jornadas de Gdańsk. Esperaba una mejor cosecha para el 81. En la Gazeta Festiwalowa se cocían unos découpages y unos debates más estudiados que en las propias películas que día tras día le eran echadas a los ojos, una dialéctica falsaria entre cineastas, astilleros y gobierno (con el factor Wałęsa y la ley marcial a la vuelta de la esquina). Reconocía, eso sí, la existencia de documentales muy buenos, lejos de la ficción más aparente, reaccionaria o insurgente, templada o centrista, encontrando algunos ejemplos ilustres como Zegarek (Bohdan Kosiński, 1977).
          Por todo esto quedamos sorprendidos al descubrir una historia paralela en la cinematografía polaca del clan Różewicz, al que acompañan históricamente dos hermanos partisanos y poetas, ambos habiendo batallado en el frente de la II Guerra Mundial, sin embargo solo uno, Tadeusz, salió con vida, ya que el otro, Janusz, sufrió un triste destino bajo la ejecución de una Gestapo adosando “actividades ilegales” a cualquier persona que permaneciera el tiempo suficiente frente a sus detestables narices. Esa ordalía partisana podría dar a los Różewicz el derecho e incluso el arrojo a filmar un cine basado en el rencor, descalabrado, confuso, sin embargo retornan a la experiencia traumática de su pasado, Stanisław como director y Tadeusz como coguionista en múltiples ocasiones ─en pareja con Kornel Filipowicz o su propio hermano, como en el filme que ocupa esta crítica─, bajo un prisma de intelectuales con las ideas claras sobre su emparentación y afinidad extrema con el proletariado y las fuerzas de represión sobreponiendo todo tipo de ecos coercitivos. La guerra no solo se libra en el frente, también el recuerdo de una delación piadosa que únicamente salvó vidas puede ser objeto de desesperación veinte años después del conflicto. Clima de enseres filmados en planos detalle cuyo aislamiento por su extrema valía y singularidad observamos en multitud de cartas, fotografías, objetos domésticos, cualquier tipo de marco o memento que acompañe el recuerdo de un instante pasado en compañía de los nuestros o el pacato acuerdo donde firmar una alianza temporal. Pensamos en esta experiencia de estudiantes interrumpiendo su ciclo educacional para unirse al frente partisano dentro del bosque, pasando por una serie de silenciosas refriegas y asesinatos mudos, clima pantanoso, visión tan limpia que se diría nos han rociado los ojos con un líquido antidilatador de pupilas, eso es lo que experimentamos al ver Opadły liście z drzew (1975). Luego de la monótona, nunca morosa, estancia con los combatientes, volvemos sin solución de continuidad a la universidad, en próximas lecturas nos aguarda Bergson, L’Évolution créatrice, indistinguible frontera en lo que respecta a formarse una mundología desde la que clarificar espacial e históricamente nuestro propio país, el pasado que no podremos anular pero al que retornar incesantemente dando cuenta, sin saldarla a destiempo. Entrelazado de guerrillería in situ e interés intelectual y artístico, el teatro, el ente al que regresamos en Drzwi w murze (1974) o Kobieta w kapeluszu (1985). Reseguir estas huellas polacas supone reconstruir un periplo histórico que se remonta hasta los intentos de independencia radical de un Edward Dembowski hasta las pequeñas heridas familiares de una huérfana de padre intentando ser algo más que una marioneta de la vanguardia, encarnando por fin a la Cordelia shakesperiana que equidistancia su presente.
          Diferentes ópticas no reconciliadas pero desde luego acompasadas en las que hacemos las paces con la regla de los 180 grados, con el maldito eje, que después de tantos rodeos alucinógenos necesitaban algo de calma y aprehensión de astrolabio para que un conjunto de vidas regionales de Europa Oriental calasen en nosotros como algo más que almas en deriva por un cielo negro, firmemente enclavados en un tiempo conquistado a riesgo de violar un tímido raccord de miradas o gestos ─rudeza de obrero que menoscabará sin vergüenza esa continuidad perfecta en pos de la ya mencionada capacidad de situarnos plano a plano─. Así, tenemos un axis formado por los remanentes insistentes del fascismo, anecdotado en relevo proletario o síntesis de pequeño, tímido acontecimiento, cuyas consecuencias podrían semejar tímidas a nivel nacional, mas al alejarnos kilómetros y kilómetros, no con la cámara hasta el cielo, sino con la mente al terminar el filme, no hacen otra cosa que aumentar, aumentar, y presentimos, cuando llega la noche, aquella en la que un apagón subsume a nuestra urbanización en oscuridad total, que en el futuro no solo tendremos como vía de liberación el recitar unos versos violentos sobre una tumba vacía, sino que podremos, de una vez y para siempre, empezar nosotros mismos a limpiar de cualquier egoísmo nuestras conciencias para ejercer de balines, inseparables de nuestro maquis, una vez que colmemos la próxima entrega incondicional al mundo que aguarda fuego. Las brumas deberán ser iluminadas.

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«En este punto, no obstante, terminaba la civilización. Hasta aquel momento habíamos estado seguros de dónde nos encontrábamos. Más allá de la batería había un pequeño tramo de una nada llena de hoyos producidos por las bombas: habíamos entrado en un vacío árido y devastador; en ese paisaje lunar descrito en las novelas de guerra y representado tan a menudo por docenas de pintores y dibujantes, yo incluido, con esa cualidad particular tan difícil de expresar. Esqueletos con muecas burlonas en el terreno gris, cráneos aún protegidos por los cascos metálicos; festones de alambre cubiertos de barro seco, cordilleras en miniatura de tierra color azafrán y árboles como patíbulos: este era el attrezzo del titánico reparto de actores moribundos y electrocutados, que cargaban el escenario de una electricidad romántica».

Blasting and Bombardiering, Wyndham Lewis

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Stanisław Różewicz (1924-2008); Tadeusz Różewicz (1921-2014); Janusz Różewicz (1918-1944)

CON EL DEBIDO RESPETO

Bálint Fábián Meets God [Fábián Bálint találkozása Istennel] (Zoltán Fábri, 1980)

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Cada noche, entregarnos al visionado de un filme, esa es la ley que nos gustaría sostener de por vida.
          Tenemos el filme preparado. Se acerca la hora. Temblamos. El deseo se lubrica y aguza. De nuevo, asoma la luna, llega el momento en que volvemos a querer trascender las particulares condiciones del paisaje socioeconómico que nos han cercado durante el día. Aquellos condicionantes que alientan la desaparición de lo que el paisaje, previamente amañado, tildaría como películas de fondo de catálogo, proporcionando así olvido, nulos puntos de referencia al observador habitual gustoso de merodear la urbe con la casi inconsciente perspectiva de hallar en su deriva un signo que le sitúe, a unos centímetros más acá de su entendimiento, el particular trazo que abarca la completa dimensión física y espiritual que el propio paseante arrastra consigo a cuestas. Tristemente, no nos extrañamos al cotejar que en el cine de hoy la consecución estética del logo ha ganado la batalla a la responsabilidad de conquistar la crónica, estamos ya muy lejos de los eslóganes rusos de 1918, año en el que da comienzo Fábián Bálint találkozása Istennel; otra noche juiciosa, merced un filme de Zoltán Fábri, objetivamos las oportunidades de toparnos con algo más que ejemplares destinados a un corto tiempo de supervivencia en el mercado de la “cultura”. Sobreviene entonces una sensación de malestar didáctico si uno quiere ir al encuentro del mentado cronista ─apenas existe algún estudio crítico sobre su obra, una puesta en contexto de sus filmes (la información resulta escasa)─, ahondar en la historia aneja que terminará concerniendo al futuro espectador y rebajará su implícito chovinismo que no alcanza siquiera a rebasar una penosa invasión exacerbada del mal gusto yanqui o nipón inundando las cuatro paredes del espacio doméstico, cada vez más lleno de aparatos, sucedáneos, juguetitos con los que matar un aburrimiento que quizá en otra época te habría conducido a preguntarte qué narices estaba sucediendo en Hungría al término de la I Guerra Mundial. Tal y como están las cosas, si uno quiere ir al encuentro, no le quedará más remedio que escarbar. Con este ejemplar de Fábri, nosotros lo hemos hecho, así que tal vez podamos sugerir algunas indicaciones precarias al astuto espectador que se interese por su filmografía, tan excelsa como poco estudiada:

Un soldado magiar terminaba su paso por la Gran Guerra a orillas del Isonzo, asesinando a un italiano, valiéndose del cuchillo de caza prestado por su amigo József, sargento fiel, hombre mesurado y cabal. En un pantano verdoso, húmedo, durante una emboscada que llega hasta la refriega con bayoneta, tiene lugar el asesinato, que retornará cada vez más demacrado y enlentecido durante las cuatro estaciones de 1919 en las que Bálint Fábián, el soldado, verá derrumbarse su entorno y su entera concepción del mundo. Reconocemos al actor que lo encarna, Gábor Koncz, debido a que lo habíamos visto ya con similares composturas en Magyarok (Zoltán Fábri, 1978). Ambos filmes adaptan obras literarias de József Balázs. Sin embargo, la intención de Fábri siempre fue comenzar desde el principio, y no con la narración de Magyarok, donde un grupo de húngaros durante la II Guerra Mundial son trasladados al norte de Alemania para ejercer diferentes trabajos cultivando la tierra mientras el conflicto mundial les pasa primero por al lado para luego sucederse enfrente de sus propias faces. Los estudios creyeron que la historia de este filme poseía connotaciones más universales, una avería en los circuitos de la comunicación y el pensamiento paradójico se toma por enseñanza, ya que en Magyarok choca, sorprende, cabrea, el que no se llegue a producir una verdadera sedición entre los campesinos en ningún momento, lo que quizá nos conduzca a la asunción de un entendimiento sobre la gravedad de una situación que no podría parecer más ambigua. Al cineasta no podía bastarle con esto. Con el éxito del filme, Fábri pudo retroceder en la historia y ascender en el linaje de la familia, pasando del hijo András que centralizaba Magyarok al padre Bálint, convirtiéndose Fábián Bálint találkozása Istennel, estrenado dos años después, en una verdadera precuela. El eslabón adicional en la crónica genealógica, pero también en la obra de un cineasta que no ha cesado de matizar, remachar, señalizar, trifurcar, la mayor parte de conflictos individuales y colectivos que asolaron la historia de su propio país desde comienzos del siglo XX hasta la implantación del comunismo goulash. Aun considerándose persona tendente a la seriedad y el drama, Fábri no descarta la inclusión de otros humores en su obra, y ciertamente observamos una tendencia, llegada la mitad de los años 60, a un deje satírico que alcanza en ocasiones un refinamiento de noble crueldad asociada al deshonroso decoro de noblezas, raleas, o incluso sin excluir las demás, el fascismo de salón. Construido su particular paisaje mitológico enraizado en un clima autóctono que conoce de sobra por biografía y experiencias, instala sus primeros filmes en diferentes periodos históricos donde algo está a punto de mutar o ha cambiado el pelaje ─1 de agosto de 1919 anunciando el final de la República Soviética Húngara al mismísimo inicio de Édes Anna (1958), situación enfermiza de contrarrevolución que comienza a excitar la sangre de los acaudalados cabrones que volverán loca a la criada protagonista homónima en los minutos sucesivos; la aviación rusa sobrevolando un campo de trabajos forzados en Ucrania, por ejemplo, al final de Két félidő a pokolban (1961), obligando a parar un partido de fútbol organizado por los germanos, escondiendo la esvástica y agachando cada cuerpo en estupor ante el ruido de los motores en el aire. Un intento de conseguir vislumbrar los vaporosos mecanismos que subyacen en el interior de una persona en esos instantes donde algo cambia, pero cambia madurando, golpes de estado que poco a poco dan la vuelta a las manecillas de la moral individual y confunden sentimientos, afectos y ética. El cine de su compatriota István Szabó también es uno de conciencia, pero en Szabó, al contrario, la conciencia se despierta usualmente de forma explosiva y catastrófica, perplejizante, suele devenir como la conciencia vertiginosa sobre nuestro relevo colaboracionista en la opresión. Los filmes de Fábri en cambio son más encubiertos, ninguno escapa a esta tenue, ligera, subrepticia, pérdida de valores calamitosa enfrentada al devenir histórico inaprehensible de un tiempo que acaba ejecutando sin demorarse derrotas lentas, implacables, silenciosas. Del otro platillo de la balanza, acompañaremos con la mirada una ligera felicidad de pintor impresionista, la otra gran pasión de Fábri, que terminaría declinando una vez asentado firmemente su rumbo alrededor del cinematógrafo, una felicidad que permea no pocas secuencias de sus primeros trece años de filmografía. La acotación espacial precisa, otorgando a la mirada un prendimiento fuerte de gentes y ambientes, deuda reconocida de Marcel Carné, al que Fábri contrarresta con fervor subversivo, incluso alegría e ilusión por el desarrollo del régimen que le era coyuntural, aun comentándolo bajo varias capas de subtexto problematizante excusado por las condiciones pretéritas de un periodo semiolvidado, al menos inofensivo.
          Desde 1965, e incrementándose su predilección hacia 1971, Fábri empieza a tocar cada uno de los palos de eso tan difuso que denominamos modernidad, estableciendo una doble distancia con respecto a los temas y tersura del mundo, las velocidades, detenciones, que la máquina-cine puede imprimir sobre la realidad, acompañadas de adquisiciones que llevará adjuntadas ya hasta el final de su obra, emparentando filmes como 141 perc a befejezetlen mondatból (1975) o Requiem (1982) con la vanguardia más puntera, no solo cinematográfica sino también literaria, permitiéndose aparte una melancolía satírica de cronista ganada a pulso tras insistir e insistir sobre periodos de entreguerras o contiendas finalizadas agridulcemente. Adaptando a Tibor Déry en el susodicho filme de 1975, el vínculo se hace claro, notorio. De ahí, retrazar la cronología nos llevaría a meter demasiados nombres dentro del saco, y uno podrá sentir concomitancias, afiliaciones, con apellidos tan dispares como Joyce, Cela, o el grupo OuLiPo, sin perder nunca de vista un cierto costumbrismo mitológico de crianza propia, volviendo a autores de notoria importancia nacional, como Ferenc Sánta o el que nos ocupa para el filme presente, József Balázs.
          Tras un punto de no retorno adaptando La frase inacabada de Tibor Déry hacía cinco años, habiendo probado y llevado más lejos las posibilidades del cine moderno y la capacidad dialéctica de este para representar la inacabable lucha de clases y adormecimiento de ricos, vesania singular y violenta de proletarios, Fábri retorna casi sin saltos en la cronología a un paisaje que ya se alejaba bastante de influencias francesas poético-realistas en Dúvad (1961) ─un importante filme bisagra de distancias límpidas y patetismo húngaro, en este caso manifestado bajo las figuras de una cooperativa relativamente amable en contraste con el irredimible enseñoreamiento de Ulveczki Sándor, otrora granjero independiente─. Allí Fábri aunque no renunciaba a la fragmentación, estilizaba su visión en una secuencia más continuada de acontecimientos, menoscabando algo la enorme especificidad de sus primeros filmes, la cual les daba un humor particularismo, en aras de una visión más contundente de las tierras labradas y gentes pateándolas sin demasiada escapatoria. El cineasta había pasado de los cuentos a la crónica, del retrato peculiar de una circunstancia melodramática o pseudocómica completa al consabido episodio nacional. Es esta particular inclinación la que retoma y anexa todos los descubrimientos expandidos en sus filmes anteriores durante el metraje de Fábián Bálint találkozása Istennel.

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Vuelta a casa, el soldado Bálint Fábián ha matado en la guerra, a sangre fría, a un italiano que murió mirándole fijamente a los ojos mientras se descomponía en las aguas del pantano, lo último que pasó por sus pupilas, ni su familia, ni su mujer, ni una flor demacrada, sino el rostro del embrutecido soldado Bálint Fábián, su asesino. Qué ridículo de refriega, preparación solemne, en el presente se nos escamotea con el terror de un enlentecimiento precedente a la carga del contingente enemigo, luego volveremos a ella a modo de diafonía, el recurso predilecto, bien mimado por Fábri, llevado a sus máximas consecuencias de disrupción narrativa en 141 perc, aquí delimitado sobriamente llegando a violentar casi con pobreza estilística, inútil condecorar con boato una acometida tan idiota, dos pobres hombres jugando a la muerte, victoria de absolutamente nadie. En este pueblo al que el soldado Bálint Fábián retorna se huelen las tumbas en el ambiente, balas en el esófago, cementerio de magiares, les robaron a todos los corazones, sobreimpresionando el camposanto unos versos de Attila József, de la misma manera que hacían acto de presencia en Magyarok o mientras un travelling acompañaba a los prisioneros dormidos bajo la supervisión nazi en Két félidő a pokolban. Pueblo fantasma donde Fábri reencuentra el amor por la estabilidad del aparato y las posibilidades de la panorámica o el zoom no necesariamente apresurado, pero sí demarcando la fuerza de un objeto o enfilando para el visionador poco a poco una conversación que va centrándose en plano medio. La crónica necesita en este particular episodio una sosegada calma, la sensación de que a la vuelta nos encontraremos con algunos seres humanos que poco a poco consumen la escasa vitalidad que les queda, caso de Anna, mujer del soldado Bálint Fábián, a quien sus dos hijos han tenido a buen favor no pedido por nadie asesinar al párroco con el que había mantenido relaciones tres años. Lo ahogaron en el río. Poco más que un cerdo insolente sin amor sincero, una afrenta al padre, cuando este vuelva la esposa no dejará de borrar las huellas sobre la tierra del rellano, huellas de sus propios pies, del soldado y cónyuge Bálint Fábián, huellas de cualquiera, borrar huellas compulsivamente, oír las campanas pensando que tocan por el amante. Pero no tañen bajo este pretexto, sino por la muerte de la madre del barón Ughy. Un breve periodo de tiempo alienta a los pueblerinos a llevar flores en la solapa, repartirlas incluso, algo se respira en el aire aparte de la putridez de los cuerpos bajo tierra, un cambio, otro de esos intervalos de ridícula duración donde otra idea de lo común comenzará a dominar los campos de cultivo, quizá de esta algunos aprovechen y saqueen harina, vino, vinaza, de la reserva privada del noble. El soldado Bálint Fábián ahora ha pasado a ser cochero del barón, y la revuelta de la brevísima República Soviética Húngara le aventaja por los ojos y el resto del cuerpo sin saber muy bien qué hacer con ella, con el debido respeto, no parará de proclamar en voz demasiado alta. ¿Ser sumiso? Parece un adecuado precio a pagar con el pretexto de que no se apilen más cadáveres. Sabemos lo último que vieron los ojos del soldado italiano asesinado: el rostro de Bálint Fábián. ¿Pero qué vió exactamente Bálint Fábián en el expirante rostro del soldado italiano? Una visión torturante que en última instancia le proporcionará algunas preguntas que según afirma solo puede responderle Dios. Fábri construye así un carácter fluctuante, apesadumbrado, y retoma desde la modernidad una estética consumida a mano de peores cineastas por la sobrecarga de ambientación de época, el peso muerto del diseño de producción, o la tacañería desagradecida que deja todo el trabajo a la imaginación del espectador. Los remanentes estéticos de un difunto imperio austrohúngaro y la mezcolanza de ideologías en conflicto permanente dan lugar al diseño exacto del ethos y el pathos húngaro en el que no podemos evitar ser seducidos por la variedad de banderas, eslóganes, de un pueblo excitado, paralizado o borracho por infringir alevosamente la propiedad de los toneles del terrateniente recientemente fermentados. Vuelta al barón y a su hermana menor, cuya condescendencia de compadecida una vez que irrumpa el Terror Blanco para cobrarse la venganza sobre el pueblo recuerda a los dejes de idiosincrática exageración y noble afectación burguesa de 141 perc. Terminada la época del realismo más lato, Fábri proporciona un triple fondo a los elementos del mundo, insertando una capa opaca de hermetismo no cambiarás este trozo de historia en cada habitáculo y tierra yerma o fértil, la crónica requiere un paisaje ligeramente imperturbable a revisionismos históricos. El estatuto de los cuerpos y objetos nos recordará al mejor cine de Manoel de Oliveira. Ya sabemos, el espacio reclama su independencia, impone su propia narración, y una ligera estilización puntuada, en verdad pura sensualidad sentimental, como luego comprobaríamos en Requiem, Fábri remata embrujando desde el presente unas tierras que no habíamos tenido ocasión de vislumbrar, rodeados de tantos eslóganes y tapaderas-subterfugio del poder renovando representantes. Estallan en llamas estos contrastes que han venido a definir la primera mitad de siglo en Hungría, y bajo una síntesis de elementos encomiable, llegamos a un refinamiento de un purismo nada dogmático, sintiendo más fuerte incluso la distancia insalvable del teatro que en los filmes históricos de Bresson que tanto amamos, donde llegamos a escuchar al autor más que la Historia, el peso cargante del estilo sobre la pura y simple crónica ─Lancelot du Lac (1974)─.
          No conviene infravalorar el peso de las cosas retornando. Magyarok (historia del hijo) y Fábián Bálint találkozása Istennel (historia del padre) son dos historias de retornos, ambos filmes, letanías circulares. El aparato completando el recorrido de una siniestra panorámica. Retorno al memento, a la fotografía funeral, el tren vuelve a cargarse con otra generación hacia la guerra. Del formato 1.85 : 1 se regresa al 1.37 : 1 tras trece años, con la excepción de Plusz-mínusz egy nap (1973) y Az ötödik pecsét (1976). Los húngaros como pueblo semivivo, son retornados a su condición de perdedores. Desde su formación como país, la historia se repite. Un campesino magiar, cuando escuchó que Hungría había entrado en la guerra del lado del Reich, aseguró saber inmediatamente que los alemanes iban a sucumbir ante los Aliados. Quien ose acompañar a Hungría en su historia, también él perderá. Finalmente, un actor retornando sobre su rol, rebajando su importancia en ligazón a ese idealizado modelo, el rostro y cuerpo de Gábor Koncz, prolijo bigote siendo empapado de vinaza, la relación ambigua pero en última instancia de entendimiento amargo que mantiene con aquellos que lo gobiernan y sustentan subyugado… Un cuerpo que retorna al pasado tras Magyarok y adquiere de repente un carácter de comediante, en el sentido más clásico del término, de arquetipo reformándose y matizándose ante los ojos de un espectador familiarizado, sensación tetralogía Tolstói (2000-2012) de Bernard Rose, en la que era posible dar la vuelta una y otra vez sobre Danny Huston encarnando una ligera variación de su particular y soberbio arlequín. Complejo hilo de memoria apilada en la mente del auditorio, al que azota sin rémora la tragedia de las muecas en ritornelo, aplazamientos y salidas de tono que como la situación de Hungría al término de la I Guerra Mundial nos resultan ya algo más que cercanas.

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Magyarok (Zoltán Fábri, 1978)

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NICOLAS ROEG; por Manny Farber y Patricia Patterson

NICOLAS ROEG
por Manny Farber y Patricia Patterson

en Farber on Film: The Complete Film Writings of Manny Farber. Ed: A Library of America Special Publication, 2009; págs. 731-738.

“Es algo que me obsesiona: la idea de dónde, cómo nos acercamos, y dónde alcanzamos finalmente nuestras propias escenas de muerte. Hoy en día, cuando la gente habla del cine gótico, está hablando realmente del camp. Es muy triste, porque el gótico es una influencia cultural tremenda, no es para nada una cosa divertida”.

Nicolas Roeg

 

Don’t Look Now (1973)

 

Camarógrafo por mucho tiempo (desde 1947) en algunos proyectos únicos, Petulia para Dick Lester y The Masque of the Red Death para Roger Corman, Nicolas Roeg es un elegante, si acaso arty, director con un historial imponente: un filme de acción rápido, brutal, drogado, sobre la sexualidad pervertida como la clave para la violencia (Performance, una colaboración con Donald Cammell: “Es imposible averiguar quién hizo qué”); una perspicaz lectura del comportamiento infantil hecha con el ojo de un documentalista, demostrando la idea, vertebradora de su carrera, de que el mundo, cualesquiera que sean sus faltas, es visualmente imponente (Walkabout); y su filme más complejo hasta la fecha, un laberinto a lo Henry James construido alrededor de la brillante interpretación sombría de Donald Sutherland de un hombre cauteloso, práctico, en una ciudad incontrolable (“No espere demasiado, Señor Baxter”, le dice el inspector de policía del antiguo laberinto de Venecia, que finalmente destruye a Sutherland y su obstinación en Don’t Look Now).
          Siempre envuelto en esto-contra-aquello, la coexistencia de contradicciones, los filmes muy atléticos de Roeg están llenos de estrategias barrocas ─montaje sincopado y nervioso, una escala patas arribas, un espacio con forma de acuario en el que el silencio es un efecto fundamental junto con la sensación de gente flotando, como si estuviera soñando, hacia el frente de una estirada, siniestra inmensidad ─y la impresión de que la gente no ama la vida lo suficiente; o son demasiado rígidos o testarudos para obtener tanto de la vida como podrían.
          Su filme extremadamente facetado es muy obsequioso, pero el encanto ─los lindos planos de animales, cosmopolitas impecablemente arreglados y bonitas puestas de sol─ cuenta mucho menos que el uso astuto del medio. Cada película empieza con una mínima idea para la trama ─tres niños a la deriva en el outback australiano; un gánster escondiéndose del sindicato en una bruma de drogas de un manipulador erótico, transexualidad y referencias literarias; un restaurador de iglesias recibiendo un mensaje desde la tumba de que su hija está en peligro («Mi hija no manda mensajes, Laura… ¡está muerta, muerta, muerta!»)─ y luego se construye hacia un intrincado, semi-impecable, absorbente mezcla de lo ominoso y lo líricamente sensual.
          Mientras que los alemanes radicales estaban recogiendo la pancarta de la actitud ocurrente de Warhol, parecería que los tres grandes de Inglaterra ─Losey, Boorman y Roeg─ tenían fijación con Muriel, su destreza principesca y fervor izquierdista. Hablando del modo en el que los franceses se manejaron en Algeria y la II Guerra Mundial, la película de Resnais acerca de Boulogne, una ciudad dividida por su bombardeado pasado y su reconstruido presente de posguerra, muestra las marcas dejadas en sus ciudadanos por las partes sórdidas o desencantadas que jugaron en las dos guerras.
          Las estrategias contra-narrativas de Muriel aparecen repetidamente en el filme barroco inglés, particularmente los cortes rápidos que producen un efecto de onda de planos para cada evento, la banda sonora disyuntiva situada en ángulos extraños a la presencia de personas, y la sensación de gente civilizada, de clase media, atrapada en medio de la corrupción que se instaló sin que se diesen cuenta. Sobre todo, responde a una síntesis de paisaje-persona, el efecto de la gente momentáneamente atada en un entorno subversivo. El terreno, potentemente presente, se convierte en el evento principal, y la cámara se transforma en el cerebro de la operación, el arma principal para exponer la corrosión social en la pesadilla de L.A. estéril, plástica, de edificios de oficinas brillantes, tiendas de coches usados y carteleras descomunales (Point Blank de Boorman), o la corrosión siendo revocada en los tres filmes de Roeg, donde el terreno exótico señala las deficiencias en una señorita ordenada, un gánster muy masculino, y un arquitecto demasiado sensato.
          En la extrañeza surrealista de Roeg, hay siempre un sobrecogedor mensaje de que Londres, dentro y fuera (Performance), el desolado desierto australiano (Walkabout) y los corredores góticos y vías fluviales de Venecia (Don’t Look Now) existieron antes de que su gente hubiese nacido y seguirán allí después de que mueran, lo cual ocurre a menudo en tres filmes encorchetados por muertes, de proa a popa. Este último filme, que empieza con la hija de un restaurador de iglesias persiguiendo una pelota de goma hacia un lago y ahogándose, y termina con su padre asesinado por un enano con cara de garfio vistiendo el reluciente impermeable rojo de su hija (bastante extraño), crea un auténtico terror adulto. Mientras la pareja Baxter (Sutherland y Julie Christie) se ve entrelazada con una psíquica inglesa y su hermana, que están haciendo turismo por Venecia, la escritura enajenada de Daphne Du Maurier se endurece con un interesante retrato de Venecia en el invierno, poniendo al espectador en contacto con las superficies de la ciudad, alturas, humedad, ratas, vestíbulos, canales.
          «Oh, no esté triste. He visto a su hija sentada entre usted y su marido… y se está riendo, es muy feliz, sabe». El restaurador de iglesias de Sutherland, clarividente él mismo pero lo resiste, no presta atención a los mensajes de Hilary Mason provenientes de su hija Christine. Pero el uso de Roeg de esta inglesa solterona trasnochada, ciega, muestra la habilidad de Hitchcock para exprimir terror de personajes secundarios enigmáticos, sumada a ella su propia astucia geográfica por enredar los posibles rasgos siniestros de un personaje en un profundo y amenazador espacio. Roeg es muy inventivo y agradablemente artificial (en el estilo de Hitchcock de falsa pista) usando a su inquietante cara de luna y extenso cuerpo de paso corto para animar el terreno poco favorable, impredecible, de su ciudad. Luciéndola con picardía en los fondos, coreografiándola en la más incómoda relación con camas, sillas de coro, mementos de repisa, sacando su benevolencia fanática, de tía solterona, con una cámara funcionando a la manera de una liebre americana. La película gótica de Roeg tiene una riqueza escena-por-escena única en los filmes.
          Más que un director mono, absorto con su cámara, cogiendo temas pintorescos (drogas, transexualidad, la voluntad y lo sobrenatural), Roeg es un animista de los teatros de estreno. Insinúa que una estatua medieval, una bandada de patos aleteando en un canal embarrado, los diminutos azulejos de mosaico pisoteados por el zapato de un obispo, están tan vivos con posibilidades siniestras como la ciudad intimidante y la gente motivada cuestionablemente.
          Cortando bruscamente en personas a la mitad de una acción, cubriendo cada evento con un enfoque de cámara tras otro, desde el extremo espacio profundo hasta el primer plano, Don’t Look Now es un filme muy activo empleando los efectos de estiramiento, iluminación operística y gente elegante del arte manierista. En cada plano, la psíquica ciega es presentada diferentemente: variadamente vista desde abajo, como un plano detalle de sus ojos azules y sin iris, o como una inquietante figura minúscula pasando sus manos a través de las barandas de una silla de coro. El aspecto del cine de Roeg está desposado con cambios extremos en la escala y punto de vista. Enhebra todas las partes del medio para cada situación, usando dispositivos tan sospechosos como la cámara lenta, zooms y fotogramas congelados para crear la densidad de un acuario.
          Si no la mejor escena, la más vistosa set piece de Don’t Look Now es un acto sexual de Sutherland-Christie, todo superficie sin interiores, que apenas esquiva el esnobismo de una revista de moda, pero ilustra cuán lejos Roeg se puede desviar del contenido central de una escena para expandir sus ideas y dar una sensación de problema acechante. La escena no es la más adorable: el sexo podría ser interpretado solamente por los más esbeltos, ágiles y ricachos… a los actores se les concede el tratamiento del glamur completo: sombras, efectos elegantes de serpentina con sus torsos. Es interesante que el material extrapolado de Roeg invariablemente endurezca el evento, sugiriendo amenaza de los bajos fondos, ya sea espiritualmente como psicológicamente. En este caso, una secuencia punto-raya de planos, en la cual el movimiento serpentino del coito es alternado con planos verticales en la mitad del torso de una u otra persona vistiéndose, (1) se convierte en algo más elegantemente visible; (2) sitúa a la gente más firmemente en un estrato social selecto, afectado, y (3) subraya la conexión rumiante, preocupada, incluso frágil, con el paisaje inasible de Venecia.
          A Roeg le atraen las tácticas de tanques, como focos con lente de pez, reflejos convexos y movimiento nervioso. La mitad de las veces, sus gente están en un espacio medio o profundo, pero hay un acercamiento y retroceso impredecibles hacia la cámara, a la manera en la que un pez se mueve cara el cristal de un acuario. Cuando Jagger, un cantante en quiebra de Performance pasando su tiempo en exótica decadencia, canta su “Memo from Turner”, retando la idea de masculinidad del sindicato, sus mofas empujan su cara cerca de una lente convexa, lo que extiende y demoniza sus rasgos. Esta misma maniobra de lente en la siesta del niño en Walkabout se supone que sugiere calor pulverizador del desierto.
          La cantidad de detalle y demoras complicadas que son tejidas en una única línea fluida de acción es asombrosa, probablemente única en la historia de los filmes de acción. El montaje elíptico de Resnais se convierte en mucho más agresivo y pirotécnico mediante una vuelta hacia atrás, actitud de reevaluación y un deseo hitchcockiano de expulsarte de la trama principal en movimiento. Una simple acción, Sutherland posicionando una estatua, tres personas encontrándose en un muelle, se mueve hacia adelante por un infinito número de digresiones (no estás seguro de lo que estas significan, pero sientes que es algo). Una simple situación se fragmenta en aspectos subterráneos: ¿por qué el primer plano de un obispo elegante tipo Rex Harrison abriendo su abrigo para coger un pañuelo tiene un impacto tan desestabilizador? Cortando a través de la circulación normal de un encuentro mundano con un gesto enigmático que llena la pantalla entera, añade a la creciente malevolencia que rodea a Sutherland. Siguiendo el gesto del abrigo, las palabras murmuradas del obispo discreto, “teniendo en cuenta que es la casa de Dios, no se ocupa de ella… a lo mejor tiene otras prioridades”, suscitan la misma respuesta de ¿he-visto-bien?, ¿he-oído-bien?

Don't Look Now (Nicolas Roeg, 1973)

Tres eventos ─la caída desde el andamiaje, el posicionamiento de la estatua en el muro exterior de la iglesia, la entrevista de Sutherland con el ambivalente, sospechoso, inspector de policía (una insolente, extraña, muy efectiva interpretación)─ se encuentran en el corazón de este estilo cubista en espiral, en donde hay siempre la sensación de un evento siendo excavado para cualesquiera potenciales intrigas. Sutherland está en un andamiaje construido de manera poco profesional, chirriante, tres pisos arriba, comprobando algunos nuevos mosaicos en comparación con los originales en una pintura de la pared. Una tabla se suelta por encima de él, se estrella, rompiendo el andamiaje. Sutherland y los mosaicos diminutos son enviados al vuelo. La suavidad de este accidente es constantemente rebanada, así que el evento es mostrado de forma cubista desde varios lados. Junto con la cualidad ligera, conmovedora, de un momento-en-el-tiempo, se encuentra la sensación de una película haciendo espiral sobre sí misma, revelando mucho sin parecer artificial. La escena termina finalmente en un canal muy lejos de la iglesia: la policía draga una víctima de asesinato del canal, alzando por grúa su humillada forma del agua contaminada. El desalentador cuadro, visto desde la distancia, sugiere una vergonzosa crucifixión invertida; Sutherland, apenas recuperado de su caída, difícilmente puede asimilar esta nueva evidencia del horror y desperdicio merodeando la ciudad.

El complejo estilo gótico de Roeg también involucra:

(1) poner a sus personajes bien parecidos en un trampolín desorientador: la sensación del trampolín es una de dislocación, de estar en una suspensión de alzamiento-caída sin una noción segura de suelo. El andamiaje chirría lentamente de acá para allá: cada movimiento hacia la derecha revela un enorme ojo bizantino permaneciendo entre los tobillos de Sutherland; mucho más abajo, el funesto obispo observa una situación tensa a punto de explotar.

(2) fastidiar la escala del universo: cuando los dos niños de Walkabout, la señorita limpia y el señor explorador, comienzan su prueba en el outback, sus zapatos de tacón bajo de colegiala pasan flotando tras un reptil de ocho pulgadas; la cámara hace zoom in para revelar una criatura silbante, con lengua de víbora salida de El Bosco con una melena como un dinosaurio.

(3) sugiriendo la cualidad del silencio: el estilo enfatiza constantemente los intervalos entre la gente, partes de sonidos y eventos. El silencio tiene lugar en la tierra de nadie cuando la persona y/o el espectador intentan digerir experiencias diferentes. Dos críos duermen tranquilamente al lado de un charco. Mientras duermen y la noche pasa a través de cinco estados lumínicos, una serpiente enorme se desliza alrededor de una rama cercana a sus cuerpos, un wombat se contonea husmeándolos, sin asustar ni despertar a ninguno, particularmente el rubio hecho polvo y sonriendo en medio de esta encrucijada de animales.

(4)  usando un distintivo ritmo de cortes para cada sección: la apertura intrigante de Don’t Look Now comienza con lluvia en el lago y termina con el grito abrupto de Christie, a la visión del cadáver de su hija en los brazos de su marido; es un entrecruzado de planos, cada uno ligeramente hacia la izquierda o derecha del precedente. Cuando el muchacho aborigen aparece por primera vez en Walkabout, una silueta diminuta en el horizonte, avanzando en un zigzag serpenteante colina abajo hacia la hermana y hermano exhaustos, esta estrategia izquierda-derecha sigue una ruta expresionista más lenta (primer plano de un lagarto corpulento tragándose uno más pequeño, planos congelados del cazador triunfante, el parpadeo de Lucien John se asombra con el acercamiento giratorio del negro) hacia una opulencia de marca personal.

En Muriel, la cualidad primordial era el frío éxtasis de la fisicidad con la vieja-nueva ciudad y la triste transitoriedad de la gente, sus delirios y obsesiones. Walkabout está llena de tristeza, en este caso el divorcio de la gente de clase media de Sydney con la Naturaleza. Su quebradizo aislamiento es hábilmente condensado en una set piece siniestra de planos como cartas. Esta extraña síntesis tiene la precisión aristocrática de Resnais y su frialdad: una chica entusiasta-por-conformarse practicando ejercicios respiratorios en una clase de voz, un niño permaneciendo entre peatones en una esquina muy transitada con encantadora confianza en sí mismo, un plano de una pared de ladrillo que panea hacia la derecha para exponer el outback desolado, una imagen tipo Hockney del padre, con cocktail en la mano, mirando dispépticamente a sus dos críos jugueteando en una espléndida piscina frente al mar. Esta sección en staccato se parece tanto a un cuchillo afilado… como si los edificios estuviesen succionando la vida de la gente.
          Walkabout, que comienza con un tipo de suicidio, el loco padre de los niños intentando dispararles (“¡venga ya!… se está haciendo tarde, tenemos que irnos ahora, no podemos perder tiempo”) y derribando solo a los soldados de hojalata del niño de un canto rodado antes de matarse a sí mismo, y termina con la muerte ritualizada y voluntariosa de un joven aborigen, te hace pensar en la fórmula básica de la tejedora: una puntada de crueldad, una puntada de encanto. La historia: una adolescente antiséptica (Jenny Agutter) y su hermano acumulador de juguetes (Lucien John) son dejados a la deriva en el borde de un desierto inmenso debido al suicidio de su padre. Un aborigen alegremente estoico (David Gulpilil), un cazador serpenteante de animales en un viaje solitario para probar su hombría, los descubre al límite del agotamiento, y los guía de vuelta a la civilización, donde la chica se retira de nuevo a su personaje valeroso como Áyax, y el negro, leyendo su miedo sexual como una señal de muerte, se cuelga a sí mismo.
          La película muestra a su director como un psiquiatra sentimental a lo R.D. Laing creando un reino maravillosamente encantado de serpientes, arañas, wombats… con un giro anti-capitalista y una solución sentimental de vuelta-a-la-Naturaleza con respecto a los problemas de la civilización. Una especie de cuento de hadas a lo Hansel y Gretel: expulsados en el bosque por los padres, llegando a la arpía en la casa de pan de jengibre, tirando a la bruja en el caldero hirviendo, etc. La película góticamente subrayada, algo ostentosa, no solo responde a la idea de Laing de que esa sociedad-perversión de la familia nuclear es el camino más seguro hacia la miseria, sino que posee el regocijo auténtico de una novela de aventuras. Es mitad magia desgarradora, como un Jr. Moby Dick, y mitad empalagoso Kodak.
          Dentro de su tempo golpeado por el sol, imágenes de paisaje exuberante y montaje asociativo, Walkabout es una impresión pesimista de dos niños de Sydney civilizados hasta la muerte por una ciudad alienante, la enseñanza y la familia, casi zumbando a la libertad a través de su odisea pero sin conseguirlo. Una de las últimas palabras que el padre de cara apretada dice a su hijo, masticando un dulce de azúcar terciado con mantequilla en el asiento trasero del VW: “No comas con la boca llena, hijo”. Más tarde, durante su expedición por el desierto, su tensa hermana le reprende: “Cuida de tus prendas, la gente pensará que somos vagabundos”. El chico, animado y preparado para creer, echa una mirada alrededor de la desolación australiana: “¿Qué gente?” Mientras que en la familia son todo reglas, el aborigen responde directamente a la necesidad del momento. La película trata toda sobre regalos: el regalo del muchacho negro es enseñar al niño de Sydney los conocimientos para la supervivencia, sentido práctico, en oposición al acatamiento de leyes.

Walkabout (1971)
Walkabout (1971)

Uno de los regalos de la película hacia una audiencia es una exhibición del Cuatro de julio de trucos de cámara, perspicacias de infancia, un amontonamiento estrafalario de detalles en un encuadre apiñado. El muchacho joven viendo al aborigen en la distancia parpadea, sus ojos no paran de saltar durante los tres minutos siguientes. El aborigen está cazando un gigante lagarto del desierto: mientras se arremolina más cerca, te das cuenta de su cintura, rodeada por un anillo de lagartos muertos, plagada de 50 moscas y su zumbido en la banda sonora: bzzz… bzzz… bzzz. La banda sonora de la película está llena de muchos sonidos no-humanos similares mezclados con el silencio, música voluptuosa y a veces una voz humana. El niño pequeño a menudo imita motores de coches, aviones: “bam… bam…”, apuntando una verde pistola de agua de plástico a un avión imaginario, después de lo cual su harto padre, en el VW, para de leer su informe geológico, desembarca del coche, y usa su rifle de caza sobre el chico. De nuevo, Roeg nos da una puntada de crueldad, una puntada de encanto.
          Una escena promedia es una experiencia maravillosa de profundidad de foco que avanza hacia adelante como un entrecruzado meticuloso de asociaciones libres. Encontrándose con algunos camellos (o cámaras –la película tiene una docena operando en cada evento) en la distancia, el chico responsable, de puntillas, se imagina una caravana de buscadores del 1900 cabalgando los camellos. La escena alterna entre su ensueño y la fantasía de su hermana que está remachada en las nalgas apretadas y musculosas de su salvador aborigen. La escena ondulante, azotada por el sol, está llena hasta rebosar: planos de panorama de los camellos que circulan alrededor de los tres jóvenes, primeros planos de los pies de los chicos mostrando la dificultad de caminar a través de la arena y calor, el niño portando una galantería imaginaria con sus compañeros viajeros fantaseados, quitándose su gorra escolar cada vez que la escena de la caravana lo alcanza.
          Una cosa que la película siempre está diciendo es “sé abierto, sé abierto”. Es rigidez lo que mantiene a Jenny, abreviatura de higiénica (“tienes que hacer que tus prendas duren”), atrapada en el mundo de su madre de trabajos, tiempo y utensilios de cocina. El director está siempre disponible para la posibilidad del mal. La autoridad adolescente y frialdad de Jenny es monstruosa desde el principio hasta el final. No es que la chica sea cruel sino que es insensible a cualquier cosa salvo al mundo mientras lo definen anuncios de radio. Es la quintaesencia de la salud y la hermosura, abundancia de calcio y fruta buena, pero, a pesar de su belleza exuberante, es algo malhumorada, indiferente y fanáticamente convencional. Se sienta embelesada con una lección de la radio en cómo usar un cuchillo de pescado. Roeg, que cree que el mundo se ha vuelto loco por la salud, que la idea de la salud perfecta ha reemplazado la religión, la familia, consecuencias, ama paradójicamente los cuerpos hermosos, los animales, el follaje. Sus películas son dulces de más por su lujo: piel bella, flores, nalgas casi desnudas.
          Su grandilocuente e intimidante trabajo descansa algo precariamente en el filo agridulce de una espada: por un lado, una predilección por tratar únicamente con la gente guapa y fotografía National Geographic (ahora mismo, está trabajando con David Bowie en Nuevo México) al lado de un talento para expresar las profundidades primordiales estallando en el mundo moderno. Su filme es el de un sensualista saboreador, pensativo, idealizador, que puede degenerar una película con insinuaciones sexuales disparatadas y puestas de sol floridas que te desesperan. A la vez, como Resnais, no es coercitivo: no insiste en que veas las cosas, gente o eventos a través de sus ojos. Su película laberíntica, que te mantiene enredado a cada uno de sus instantes, es una protesta contra la existencia suave, armoniosa, lo gris de los filmes vecinos. Desde la agresiva, propagandística Performance (haz el amor y no la guerra) hasta el intento serio de hacer de Don’t Look Now una película gótica moderna, el mensaje de Roeg ha sido: la vida más plena es aquella que se aventaja a sí misma de todos los signos-regalos que la vida arroja en el camino del individuo. Hay más riqueza periférica en la secuencia del andamiaje que en toda Night Moves, con su anticuado pregón de las caras de los actores, o The Passenger, donde los paisajes revelan su identidad espléndida en un instante.

con Patricia Patterson; 9 de septiembre, 1975

 

Walkabout (1971)

Walkabout (1971)

Walkabout (1971)

Walkabout (1971)

Walkabout (1971)

Walkabout (1971)

Walkabout (1971)

Walkabout (1971)

Walkabout (1971)