Investigating Sex [Intimate Affairs] (Alan Rudolph, 2001)
Querida imaginación, lo que más quiero en ti es que no perdonas.
Primer manifiesto del surrealismo, André Breton
¿Qué nos impulsa a escribir sobre un filme, a tratar de rememorar un sueño? Entre nosotros tenemos un código, un dicho entre cinéfilos amigos, en secreto lo formulamos así: “habérsenos pasado tal por debajo de la puerta”. Implícitamente, damos la razón a Kiarostami, pues afirmaba este que uno ama lo que no llega a entender jamás del todo, aquello que, lejos de confirmar nuestros sesgos, nos problematiza con admoniciones de colapso y muerte. Como yendo ebrios, tanteando a oscuras, quizá ya metidos en la cama sumidos en alucinaciones hipnagógicas, giran a nuestro alrededor móviles de imágenes brillantes, fluctuantes, espesas, borrosas… Al día siguiente resulta difícil distinguir; criptomnesia. Lo que ayer era una quimérica vigilia bombardeándose en presente, un cuerpo del cine abrumador e inasumible, se torna hoy relente mortificante, un despojo apenas reconstruible, un cadáver exquisito tardo. ¿Fue cosa del filme en sí o de nuestra disposición espectatorial de anoche?
Caemos en Investigating Sex de Alan Rudolph al igual que arriban Zoe y Alice a la mansión propiedad del mecenas Faldo. Dudosos, inseguros, cercando algún tipo de trabajo incógnito. Por mucho que nos consideremos, como ellas, estenógrafos versados, haríamos bien en atenernos al consejo de Edgar, director del experimento, sobre la necesidad de esforzarnos en retener cada uno de los nombres, que aquí son muchos. La polifonía, redundancia y nocturnidad de Investigating Sex no encuentra parangón en ningún otro filme de Rudolph, tampoco su coartada intelectualismo europeo afrancesado (que no francofilia). Inspirado en las Recherches sur la sexualité (1928-1932) anotadas por José Pierre que tomaron lugar realmente en París pero ambientada en Massachusetts ─históricamente, finales de 1929, recién estallado el crac y por venir la Gran Depresión─, el centro neurálgico toma habitación con un grupo de surrealistas pirados. Su misión: inquirir el discursivizar automático del sexo como si encerrara algún misterio. Mientras, ataviadas por contrato faldita y medias para enardecer pero en teoría no, Zoe y Alice toman notas. Además de Edgar, el grupo surrealista lo integran: Monty, quien parece un novelista alemán perverso; Peter, que simila ser un traumado repitiendo estar solo interesado en Chloe; Oscar, hipnótico cineasta en ciernes dispuesto a prendar a Zoe; Lorenz, afroamericano siempre de paso que se onaniza con el aroma de Alice; y Sevy, un pintor con los dedos de blanduras orgánicas petriformes quien, como Rudolph con la cámara, semeja y cree tener alas en las manos. Esta vez, el propio cineasta y su ayudante de guion Michael Henry Wilson ─durante largo tiempo crítico de la revista Positif, también asesor de The Moderns (1988)─ se coartan a sabiendas el bar, viejo conocido achacoso, haciendo imperar la época de ley seca. Lo más parecido a una cantina será la lavandería-tapadera donde a solas Alice confiesa a Zoe ser virgen, y Zoe a Alice ser impudorosa… Fuera el humo, la cacofonía de fondo, bienvenido el gobierno del diván y la confesión compartida.
La primera tentativa al revisitar un tan fugitivo plantel de personajes pasa por hacerse un bloque de hielo frío, un esquema mental severo, como el expuesto arriba, ganándose quien lo haga ─y con inveterada razón─ el odio fatal de los surrealistas. Medito, por boca de ellos, sobre la ficción inherente a naturalizar la noche anterior al día siguiente, rememorándola rica en detalles positivistas, por lo tanto, carente de humor: un descriptivismo aplacante y de guillotina. «Dentro de los límites en que se desarrolla (o parece desarrollarse), el sueño se nos presenta como continuo y poseyendo trazas de organización. Solo la memoria se arroga el derecho de efectuar cortes, de prescindir de las transiciones, ofreciéndonos más bien una serie de sueños que el sueño», escribía Breton; y con él nos preguntamos: ¿cuándo diantres habrá críticos y cinéfilos durmientes? Raymond Bellour reflexionaba sobre la única ocasión en que Freud se valió de un divulgativo símil fotográfico para ilustrar las oscilaciones, entre regímenes polares, de la energía psíquica: la fotografía aún latente sería, en efecto, el inconsciente, y su operación de revelado la perpetuamente movediza, delicada, agotadora e incierta concreción del primero en estructuras racionales de conciencia. Pero como dice Edgar, el tema de la capacidad onírica del sexo no puede dejarse solo a Freud y sus cohortes, según el cliché, afanosos de todo en primer plano, lavada ya la cara queriendo olvidarse de bostezar nada más despertarse. A Edgar le interesa la súcubo ─a Faldo también, pero tamizada por la embriaguez del desenfreno crematístico─, una obsesión interminable que desbloquea, clausura y hace girar sin tercera posición el círculo de la polución nocturna.
A quien escribe, el revisionado a la segunda de Investigating Sex le pareció, prevenido entonces, de una limpidez insultante: la primera vez fue semejante a sufrir una vigilia cuarteada por somnolencias. Por un lado, demasiado despierto como para entregarme al delirio, por el otro, demasiado dormido como para tratar de inserirlo en mi vida. Lo comprendido a posteriori fue una lección surrealista: en el cine de Rudolph, como en el sexo enérgico, la expresión del lenguaje precede al pensamiento, con sinceridad exacta ─Francine mientras hace el amor con Dwayne en Breakfast of Champions (1999): «…when I go to heaven on Judgment Day and they ask me what bad things I did down here, I’m gonna have to tell them…»─, y exacerbada su maestría como cineasta aquí, afinada su visión tras veintinueve años tras el aparato, Rudolph ha ido perdiendo el pudor a prescindir de escribir protagónicamente con la cámara movimientos controlados, preclaramente expansivos, respecto a tres o cuatro principales. En casa del mecenas Faldo, donde los seis hombres y las dos mujeres se reúnen, domina la aposentada llenez cargada del enmarañado diálogo circulante, miradas que avanzan sobreentendidos, una continuidad pespunteada por la cháchara resguardados los participantes por tupideces de cuadros desconcertantes y assemblages antojadizos, taza peluda de Meret Oppenheim, pues la trascendencia artística (como Rudolph por experiencia sabe) siempre será dudosa. Pervive, sin embargo, la pulcritud del découpage que privilegia y jerarquiza el inserto elegante ─los trastabilleos de Alice respecto al placer, las pequeñas entregas de Zoe─, también su característico rasgueo de las equidistancias. Nunca se subrayará lo suficiente cómo ha venido consiguiendo Rudolph adueñarse, marcar indeleble contra la máquina, cualquier producción en la que su figura está presente, pudiendo afirmarse, hasta de un filme más abiertamente comercial como es Mortal Thoughts (1991), que también allí consiguió tallar los suficientes elementos para considerarla una genuina turbadora estancia digna de visitar en su personal casa museo.
A propósito de Trouble in Mind (1985), con palabras llanas, Dave Kehr situaba la puesta en forma de los filmes de Rudolph en un cimbreante compromiso entre realismo y expresionismo. Creo, no obstante, haber encontrado dos epítomes, deudores ambos del vocabulario surreal, que por descomedidos y estrafalarios se adecuarían mejor: superrealismo o supernaturalismo (el primero, en su acepción castellana, el segundo, su transliteración francesa). Esto en relación a la conexión con los distinguidos arquetipos del clasicismo glorioso que Rudolph actualiza; mientras que por otra parte, su vanguardia dadá provendría de coreografiar un baile gran mezcla de tipografías. Encontramos en Trouble in Mind un tiroteo que toma carrera en un museo como toman el espacio los cuerpos, durante el atraco, en Prénom Carmen (Jean Luc-Godard, 1983), y a la vez, una planificación que sienta a debatir los destinos de hombre y mujer en contraplanos clásicos. Aunque los personajes del cineasta, a causa de su entrampado sentimental, parezcan en ocasiones presos de paisajes de colores Yves Tanguy, del gran vidrio de Duchamp, siempre comprenderemos (a menos que no soñemos) sus afecciones, siendo la más obsesa la mezcla de pasiones, la confusión sentimental.
Bajo distintas facetas, temores y atracciones, el grupúsculo bajo las órdenes de Edgar experimenta procesos autoinducidos de angustiosa heteronomía: premeditado-automático, femenino-masculino, polvo-espíritu, bestia-hombre, libertinaje-castidad… y cómo no, el amor en pareja asimilado trópico límite. Relaciones abstractas que linean el mundo expresando una trabazón original por dualidad de posición, los cuadros de Piet Mondrian, para quien en la relación ecuánime de estos extremos opuestos se manifestaría la armonía total, pues dicha convergencia en la Nueva Imagen «contiene todas las demás relaciones». El elemento masculino expresándose en lo universal, lo interior, el femenino en lo individual, lo exterior, ligados en devolución como lo están la edad de oro y la decadencia. Dualidades que coexisten en Investigating Sex a condición de propulsarse hacia horizontes más perversos, buscando, en realidad, una especie de indulto pacificador postrero (el equilibrio). El último confín, la amalgama de la huida (huida verdadera, falsa o con probabilidad ninguna de las dos, sino aceptando que no somos tan buenos detectives como para esperar encontrar otra), suele vestir importancia en el disfraz imaginario del amor final, o sea, de la síntesis del idealismo y el romanticismo así entendidos. Mito sin un suelo mitológico soslayable, pero sí complicadísimo ─Edgar: «It isn’t easy, Alice, trying to reshape this corrupt world of ours», Alice: «I don’t know that you can reshape something thas has no shape…»─, laberíntico, copado de fundidos, fantasmagorías y afanes futuros, presentes y pasados que se materializan en fusión.
Prolongando las inquietudes de Alice ─musa ideal de la escritura automática, prototípica femme-enfant─ viéndose ella y Zoe recompensadas con dinero al finalizar la primera sesión de transcripción, se corta casi flotando hacia la tiniebla de la proyección del filme erótico, con aroma marinero sternbergiano, realizado por Oscar, donde, tras el júbilo y la estasis, se seccionan en movimiento cruzado de salón las impedimentas sexuales que cada miembro porta: Edgar, hipnotizado de pie por theart of flesh y contra el masturbador Lorenz, se devana inquiriendo qué parte del amor pertenece a la sexualidad, mientras atalaya, con aristocrático morbo, los deseos aún imprecisos de los demás; Faldo se arroja sobre su mujer cual fauno; Chloe se resiste a los apetitos de fidelidad de Peter; Sevy se propone arrancar con malicia inocente unos recatados bisbiseos a su prometida respecto a cuánto le ha removido la pornografía sutil; Zoe espía a Oscar, taladrador de imágenes, penumbra a través ¿acaso él la mira también a ella? La segunda proyección, dotada de varios grados de onirismo creciente, impacta sobre todo en Alice, quien funge sobre la tela blanca sus propias alucinaciones respecto a la sexualidad sentenced to afterlife de Edgar. La dispersión recolocante de la escena, su dicharachería que avanza y atranca por verborrea, no competerán, quizá, al espectador poltrón, el cual no podrá llegar a identificar y encadenar de forma fehaciente, durante el visionado inaugural, los numerosos afluentes encarnados de sentimientos que hacia la consumación se desatan, pero este tampoco podrá negar, al acabar, que todos y cada uno estaban ahí presentes, espesos, profusos, transpirables en cada encuadre, removidos a cada corte.
Sobrevivirá un halo de romanticismo, en Rudolph siempre lo hace, herencia fundada en atraerse hacia la modernidad un sexo de raigambre pre-code: arrebatado, circunspecto, pérfido… sibilino bastidor del mundo con su correspondiente conmutación marital. Ahora bien, el sexo romántico, el que toma la mente como una tendencia de ensueño ─celestial o pesadillesca─, se borra cuando entra en escena lo soez sin dique. Aunque no haría falta tanto. Bastaría incluso que entrara en escena, para hacer que todo el idealismo romantico se desvaneciese, la visión misma del acto sexual desde un punto de vista exorbitante por razones de craso realismo superficial. Un margen de representación en realidad anchísimo, flexible, pero que Rudolph no tienta ni con la punta, sino en visiones preambulares, atrayentes y fisuradas (las involuntarias fantasías de Hurst en The Secret Lives of Dentists, 2002). La última noche, como en un cuento gótico, las quimeras desbocadas coinciden con la lluvia, truenos, desaguando en la claudicación del grupo: Sevy entrega a su mujer a Monty, y siguiendo amándola, toma el sombrero para marcharse sin más pecado que el de haber ejercido, por una vez, de perverso mirón; Zoe y Oscar pasan de la mascarada hacer manitas a la fuga; Faldo y su querida, del diván a la alcoba, escaleras arriba, para practicarlo de maduros como la primera vez; finalmente, Peter y Chloe, renegando ambos por despecho de Edgar, su tutor diamantino muescado que pretende trastocar la interioridad de los demás en joyero, escogen, entre ellos, el apasionamiento tangible del rostro reconocido, antes pospuesto, ahora emergido palpable a fuerza de doler.
¿Existirá en realidad gente ahí fuera, como afirma Faldo, dando y recibiendo amor, sexo, ajenos al retorno de la punching ball? Por lo que se nos cuenta, no Alice ni Edgar, no tanto protagonistas como figuras patrimoniales de extremos ejemplificantes. Son sus desazones entre permanecer en vigilia o fundirse en un mismo sueño las que circuitan devaneando el filme, invocando la experimental travesía de experiencias. Ella, movida por impericia, aletargada de vigilia, agita la confusión onírica por probar, él, invidente por exceso de fantasía, necesitado de circunscripción, sostiene a duras penas la compostura cuando asimila el sentimental limitarse de los demás a una ilusión vana, cobarde en última instancia. En la vida, en el cine, las adyacencias negociadas entre amor y sexo que consiguen sustraerse en felices ratos a esta loca circularidad serán, usualmente ─por su concreción histórica, estratégica, por un amor preciso─, de menos calado general para el común de los mortales a través de los cuales avanza el tiempo. En cambio, lo que con seguridad no dejará de titilar en el fuero humano, en el espectador mundial imaginario, son cosas como la lluvia, el glorioso blanco y negro donde el gris ejerce en la memoria un papel de tímido intermediario, las estereotipias tendenciales duales que toman cuerpo en Edgar y Alice. Con denuedo retornante, provengan o no de la infancia, ellas lograrán invocar, una vez ahí fuera, en la pantalla interior, fragmentos escindidos de un aguacero primordial inconcreto. Alice, tras un dudable momento final de compromiso con Edgar, bajo el chaparrón, rememorando la unión hurtada anteriormente al espectador, se desintegra en una sonrisa desamparada, alza la barbilla, gotas por su cara. Como escribía Jean-Louis Schefer, la única climatología afectiva que permitiría a nuestra percepción retener, escasos algunos segundos, el crimen puesto en marcha por el filme una vez terminado: «Afuera, el mundo sigue su curso (el espectáculo no lo atrapa, no lo encierra ni lo refleja). Cuando salimos a la luz del día, nos sorprende infinitamente que los autobuses circulen, que los movimientos prosigan; solo la lluvia prolonga en alguna medida la película ─prolonga o perpetúa la misma especie de achurado continuo a través del cual los objetos llegan a tocarnos».
BIBLIOGRAFÍA
BRETON, André. Primer manifiesto del surrealismo (1924). En castellano en Manifiestos del surrealismo; Ed: Argonauta; Buenos Aires, 2001.
MONDRIAN, Piet. La nueva imagen en la pintura (1917-1918). Ed: Colección de arquitectura¸ Murcia, 1983.
SCHEFER, Jean-Louis. El hombre ordinario del cine (1980). Ed: Catálogo Libros: Mirador, Viña del Mar, 2020.
Era evidente que la vida nocturna de Buscott era muy limitada, y aunque la gente bebía enormes cantidades de cerveza, todo el mundo parecía haber cenado antes en su casa. Además, cada vez que él entraba en un bar, todas las conversaciones quedaban interrumpidas, y todos se mostraron desconcertantemente mudos cuando se trataba de hablar de la fábrica, de los Petrefact, o de cualquiera de los demás temas que él planteaba, en un evidente esfuerzo por tomar conciencia directa de la explotación que todos ellos padecían.
Vicios ancestrales (Ancestral Vices), Tom Sharpe
1.A ORILLAS DEL BELLE-VISTA
Los rumores los transporta la niebla matutina en Capitol City, y es sencillo escamotearlos, también lícito, posando los pies sobre la madera del motel entretanto divisamos el muelle con chimeneas, el politiqueo de peces pequeños en grandes cuencos, los animadores de madrugada, turno de ocho horas, p. m. a a. m. minuto más minuto menos, reviviendo el puñetazo de Cagney a Bogart, el público requiere cantarinas mezcolanzas de souvenirs andrajosos para seguir tirando dados, dando a la cachiporra con el aliento en las manos, la suerte quizá les acompañe pero Trixie Zurbo, agente de seguridad recién traspasada a guardiana de la casa de juegos de Crescents Cove, es capaz de otear en varios movimientos, durante el inicio de un auge sentimental chiflado, el hurto del desvergonzado con camisa hortera. La distracción era aparente, tal vez sí estuviera con la cabeza en The Furman Report o en alguna historia de Evelyn Piper tonificada en un Vancouver remodelado. No fichamos a esta obsesiva masticadora de chicles, sin embargo sí presentimos que las miradas hacia Dex Lang serán el inicio de su ascensión cara nubes más claras.
Poco encontraremos de ambidiestro en dicho Adonis protector, tan sincero en su estupidez como cualquier matón de su alrededor, sean el guardaespaldas del senador Drummond Avery o los de su cómplice mercachifle, el ridículo y siniestro amante Walter “Red” Rafferty, vigilado por unos Laurel y Hardy con más peligro fingido que otra cosa, pues están ahí para desestabilizar el yate, en una reunión de siete; ah, faltaba una, Dawn Sloane, Dorothy si la conocemos bien, la chica de Red. En fin, el hervidero de escasa utilidad, acá tiene usted la enredadera de engaños, traiciones, cintas ─implican amenazas─, asesinatos ─Dawn paga el precio de cantar tan mal, pero nos sigue dando lástima, y pronto pensamos que tenía su aquel el timbre de la dama─. Basta, los datos desbordan, ¿no? Rudolph comienza así, una sucesión de superposiciones, créditos sobreimpresos mediante, donde la historia no puede andarse con rodeos, debe situar ya a Trixie lejos de casa, hacerla compañera difusa de Ruby Pearli para obtener consejos a tomar con discreción y amiga noble con Kirk Stans, el de las cantarinas. Hollamos este reino miniaturizado en el cual se enumeran con los dedos de las manos los lugares donde seguiremos moviéndonos entre una roca y el profundo mar azul, se establecen las reglas de la inspección, la bienaventuranza de los suertudos cuenta lo justo para Trixie, ella cree en sus ojos, y estos ven demasiado, luego, tras calar la fortaleza mejor, comprendemos que veían lo cabal a fin de construir su propio aprendizaje moral, desquitada de los suficientes parientes. Lanzada sin pistola pero con cerebro al epicentro del mapa, Rudolph la presencia desde múltiples posiciones.
Corte, plano, reencuadre, zoom in, acercamientos o retrocesos con dolly, plano detalle (unas manos ante el senador pasan de inseguras a matasiete en cuestión de minutos). Reconocemos la herencia: Robert Altman, sapiente de la dictadura del encuadre, elegía conmoverlo, a él, no a nosotros, y en ese balanceo, tan mareante como el del Forum Club partiendo y tornando del hall a las mesas, uno alcanzaba a hacerse la vista, captar el desequilibrio gravitatorio en este suelo que llamamos tierra firme, el paralelismo natural al enloquecimiento de un Otto Preminger tardío, pero con la fragmentación querida aliada. En Rudolph obtenemos similares agasajos si nos fijamos… ¿en qué? Demonios, todavía no lo vislumbramos. Ya, ahora sí, dentro de esta división de puntos de vista, no tenemos un bosque, sino un matorral, y se mantiene con ligeros cambios de escena a escena, las maniobras del timonel conocedor de las posibles fintas en el caso de que la mar embravezca, si la ocasión ─y créanme, esta se da no pocas veces─ de la Zurbo dando propinas al botones y al jefe (legado materno) requiere que la multiplicidad de tomas se detenga y ¡zas! aparezca para nuestra atención el escarnio en el labio, la añoranza en los ojos. Ah, Rudolph no estaba siendo perezoso, su falta de estilo visual premeditado en esta película ─palabras textuales, el rostro de Emily Watson pedía poco más─ no chocaba con renunciar al catálogo de trucos de marino dotado.
El oleaje lo encauza desamarrado de Altman, los ensambles de puesta en forma remiten a ayeres arrinconados, futuros no atisbados en el arranque de siglo. Llegando a Kurt Vonnegut, la engañosa simpleza del plantel de frases de calibre conciso, describiendo con cariz sucinto de veterano. Por debajo de esta concreción, la construcción letal, el lento desarme de los chalados, regocijo en la locura del pasado de vueltas y, aunque tarde, la conmiseración ganada a pulso. No muy lejos de esta maniobra, en los planos donde se rompe la sucesión de la escena desarrollándose (tan reducido temor al corte como en una película americana de 1931) con la liviandad aturdida del demiurgo a bordo del feudo, palpamos la medalla del capitán: un contrapicado tras un robo en una tienda de ultramarinos descoloca a Trixie, el aparato la filma en dos espejos junto a Dawn Sloane y solo en retrospectiva sentimos el afecto de la última vez. No volveremos a ver a la segunda con vida, y su defunción marca la propulsión de la investigación, el interrogante habitual sobre los probables carrosos, apuntando las papeletas, como cabría esperar, antiguos amantes a los que habrá que poner en su lugar antes de que las cintas (no las de Nixon) desaparezcan de la escena del crimen. Las marcas de estilo no son sino consecuencias inevitables de la regla no escrita del cine de Rudolph: si la vista ultradotada del marino decide llenar de afecto el escenario, concordaremos en que esto no se debe a las añoranzas de otras tierras, sino a la hermandad invisible del cineasta con los soldados de su condominio, la cámara acentúa los momentos donde lo último esperado por unos ojos rutinados era una tilde. Llega el signo de puntuación, presto, cargado de asertividad romántica. La realidad se trastoca, y el mundo de Rudolph se funde con los picaportes porque, Beatrice, cariño, ¿qué es real?
2.WAKE UP, GO TO SLEEP, GO ON STAGE, MAKE LOVE
En el contorno, el estratega menos pensado también embellece para sí su situación, véanse las diversas digresiones de Avery hacia los idilios inoportunos de pasados presidentes de los EUA, leves anotaciones acerca de Bebe Rebozo-hombre escolta en torno a delitos amorosos gubernamentales o alusiones a la secretaria de FDR restando importancia a su propio descaro; villanía menoscabada con empatía sonada. Inclusive el último momento de este politicucho cero interesado en escuchar sobre motos de nieve las anécdotas de sus comensales golpea la estructura de la película como si una llanta despegara de la ronda de planos, más aún, su encuadre terminal vuela hacia la desesperación novelera del que se intuye constructor de su propio relato. Bingo, la conciencia de uno mismo es lo que la mayoría de personajes aquí parecen poseer hasta dejarlos inestables, pero es el viaje rumbo a ese estado del ser el efectuado por Zurbo, sin intentar rebasar la línea donde analizar demasiado la propia situación devendría en fragilidad sentimental, caso de Dex Lang. Trixie cimenta alrededor de este carácter masculino una valla ante la que, por muchas paradas en el hospital inevitables dada la confusión de los arrabales, ninguna bala podrá detener las neuronas de la exvigilante de supermercado. Un traje blindado, elástico para sentir la honestidad del huésped, rudo cuando se presta el envite a la amenaza frontal, y una pistola sin balas pueden dejar en pelota picada a cuatro gamberros.
Alto, solo hemos mencionado una vez a Ruby Pearli, injusto olvido del escritor, pues bien, ella joven promesa, personaje y actriz, conoce más de lo debido, empieza a meter sus ojos pícaros en el mundo de Trixie dándoselas de experta en el juego, manchada. Por Dios, hasta admite haber compartido intimidades con el cómico venido a menos de Stans, luego descubierto convicto de siete años (disculpas aceptadas, era en defensa propia). Zurbo no se deja engalanar por ella pero en el curso de dispares encuentros se ve que empieza a convencerse algo de la inocencia pelín fastidiada de Pearli, una chica con la ilusión sospechosa de la versada en las minucias del juego, empero los detalles duelen, la vida deja herencia, un hijo ¿de quién? y la excitación por Ruby comienza a derrochar tragedia intrascendente, llegada la mitad del metraje, considerando el pavoneo delante del personal… el engaño deshecho al completo. No me digas que no conoces la diferencia entre un luchador y un amante. La gradación nos queda clara, la acompañamos corteses, ella dará los consejos adecuados de abrigo, prendas, incluso practicará onanismos velados al pícaro demacrado Avery, para incriminar, ayudar, dejarse ir, ocultarse del cuadro. Ruby Pearly, bésame mucho, s’il vous plait. Su sarao es el viacrucis sentimental de la pulpa del filme. Ningún cineasta ha logrado capturar esa fina línea de malicia de Brittany Murphy por la que uno sería capaz de adulterar, llorar, llegar hasta el fin de la historia para cambiar el desenlace. Rudolph, orgulloso de su compañera, sabe que tiene algo especial. En nuestra memoria quedará como testimonio de la actriz, su verdad oculta detrás del micrófono.
Los nombres terminan apareciéndonos con el paso de los minutos: Dorothy, ya mencionado, se escondía tras Dawn, pero también Charlie tras Dex Lang, lo oímos de sus padres, riqueza americana añorada por el hijo pródigo. Trixie contempla estos tiovivos alterados intentando llegar a unos mínimos de sinceridad ante tanta alimaña procurando hacerse con una porción del consorcio. Las gotas derramadas frente al reto inesperado, los quebradizos sollozos aumentan a la par de su fortitud, uno va haciendo el camino creciendo en sabiduría discerniendo esta de las intimidades sigilosas. No es posible alcanzar erudición ni instrucción si no somos capaces de dejarnos derrumbar un poco, pues la esperanza de la investigación, la conclusión de la odisea mal deletreada, ordena inconsistencia. Si queremos ver a nuestro oponente, si lo logramos captar, finalizaremos con una pizca de pena. Y Trixie es un personaje no trágico en consecuencia de esto, simplemente es el que hacía falta. Si no somos nosotros, tiene que ser ella. La victoria de la actriz, retenimiento del cineasta, es reclamar, sin colmar la horizontalidad que rompería sus poros plisados, una suma de piedad, rabia, ternura, cóctel, este sí, impronunciable, mal ajustado, cuya exposición en público proporciona la salida de cuadro de los demás, la entrada en primer término de ella. La verdad, el todo y la verdad y nada más que la verdad se asienta poco a poco en aquellos inclinados a asumir la rebaja del índice de brillantez a las cantidades precisas para repartir justicia dentro de los torreones, por lo tanto el estupor adquiere tras varios conatos la forma de rebeldía enraizada en el aprendizaje más lícito, hacer el amor, declarar la guerra, batirse en dialécticas pululando a través de los bordes de la amenaza. Dispuestos a recapitular en la siguiente página del informe como descarados y picajosos, si alguien mira con miedo hacia el supuesto inocente, será sospechoso de asesinato. Feliz hallazgo cuando los malapropismos de la protagonista proporcionan una estable convivencia con el suburbio, el centro, los lados, la batalla y el dormitorio, el cool que nos importa, la modernidad rechazada por el director, ignorada por el personaje. No existe esa intencionalidad odiosa en los filos de un relato tan absurdo en los hechos, innegable en los incidentes emocionales, la moral de la ficción se arrima a la veracidad receptiva de un espectador dispuesto a desnudar su naturaleza caprichosa; se le pide ser llevado al salón principal para desgajar su careo hasta la confusión, convertido si la hazaña ha sido digna de agasajo en feliz síncope.
En el Forum Club de Capitol Drive la duración del suceso es tensada en dos ocasiones, la primera partiendo el filme a la mitad, ocasionando un duelo verbal entre Trixie y Avery, la segunda resultando en la fraudulenta sensación de que el caso ha quedado resuelto. En ambas, Rudolph y sus personajes se descubren aunque pretendan hacerse pasar por inquisidores. Los jueces de la obra desean contactar con el fondo, descubrir el punto oculto del contraplano, el tic del oponente, cariños enjaezados de reticencias, ironías escupidas con el esmero del lince; estas intentonas derivan en caos, desatino americano, mezcla de términos espaciales, salpicadura de verbos, uno hacia el vestíbulo, otro hacia el cielo clamando por la paranoia durable. La que los toca, hunde, cierra el pestillo al final del día, mira a un punto perdido centímetros al lado del objetivo y en ese trance sagaz se manifiesta bajo la forma de un suspiro en los ojos. Tras la aventura de Crescents Cove, ahora Trixie es mujer y no muchacha. Ella se queda observando la farándula cuando el batiburrillo sin saberlo se ha puesto a sus pies.
Trouble in Mind (Alan Rudolph, 1985) por Dave Kehr
en When Movies Mattered: Reviews from a Transformative Decade. Ed: The University of Chicago Press, 2011; págs. 122-125.
Parece imposible soñar de nuevo un viejo sueño, pero eso es lo que Alan Rudolph hace, y brillantemente bien, en Trouble in Mind. Es un sueño de finales de los 40, del alto periodo romántico de cine negro más memorablemente encarnado por Charles Vidor en Gilda (1946). Su mundo es uno de noches tardías y mañanas tempranas, de cafés, habitaciones de hotel y clubs de fumadores; su drama, el de la inocencia amenazada por el mal y la redención a través del amor, parece menos una trama que un ritual, un patrón de acción que satisface precisamente por sernos familiar en demasía. Aunque Rudolph no ha intentado imitar el viejo estilo ─filmes desde Farewell, My Lovely (1975), de Dick Richards, hasta Body Heat (1981) de Lawrence Kasdan, han hecho más que evidente que la imitación directa de formas de otra era llevan únicamente al academicismo inerte. En cambio, Rudolph ha extraído la esencia del género aplicándole una estructura contemporánea; el filme se siente muy moderno y espontáneo, con sus ritmos que viran de una absurda, extravagante farsa a momentos de realismo psicológico discretamente observados, minimizados hábilmente. Rudolph no pretende que la historia del cine se haya detenido en la era que él quiere invocar. Aprovecha al máximo los descubrimientos de los últimos 40 años ─mezclas tonales, discontinuidades narrativas, colores estilizados, Dolby Stereo─ para crear un filme que pertenece tanto al ahora como a entonces. En Trouble in Mind, Rudolph no revive un género muerto tanto como establece efectivamente una ilusión de continuidad. Viéndolo, te sientes como si este fuera el punto donde debiera estar el cine negro hoy si hubiera sobrevivido a los años 60.
Casi todo el mundo en el filme tiene un mote (incluso la ciudad de Seattle, donde se rodó la película, aparece en los créditos como “Rain City”). Hawk (Kris Kristofferson) es un expolicía que acaba de salir tras cumplir una larga pena en prisión (fue condenado por el asesinato de un sádico jefe de la mafia); su primera parada cuando regresa a la ciudad es el Wanda’s Café, un lugar limpio y bien ordenado enclavado en el linde de un desolado barrio industrial, donde la propietaria (Geneviève Bujold) es su antigua amante. La misma mañana trae a un par de recién llegados: Coop (Keith Carradine), un conductor a la deriva de vuelta a la ciudad por no encontrar trabajo en el campo, y Georgia (Lori Singer), una atractiva e infantil adolescente madre de su bebé. Wanda toma a Georgia bajo su protección, mientras que Coop cede bajo la influencia de Solo (Joe Morton), un veterano negro de la Guerra de Vietnam que compone poesía y maquina atracos. Hawk observa, enamorándose cada vez más de Georgia a medida que Coop se vuelve más peligroso y protervo (su transformación es física ─trueca sus tejanos azules por un traje iridiscente a la moda y engomina su pelo en diabólicas ondas). Cuando las actividades de Coop le ponen en conflicto con el jefe de la mafia local, Hilly Blue (Divine, en su primer papel masculino, reinventando la espeluznante suavidad de George Macready en Gilda, Hawk duda: ¿debería dejar que mataran a Coop ─lo que le permitiría reclamar a la mujer que ama─ o debería salvarlo y dejarlo volver con Georgia y el bebé?
Muchos de estos temas nos son familiares por otros filmes de Rudolph: el encarcelamiento como metáfora de una soledad profunda y sufriente (Remember My Name, 1978); el restaurante o bar, presidido por una mujer soltera, como refugio seguro y cálido contrapuesto a un mundo hostil (Choose Me, 1984); y sobre todo, el sentido de la ciudad como una celosía de relaciones potenciales, donde la gente acude a seducir o a ser seducida y la esperanza es inseparable de la desconfianza y el miedo (Welcome to L.A., 1976). Pero la seguridad estilística de Trouble in Mind es nueva. Rudolph ha sido siempre un cineasta ambicioso formalmente, pero sus innovaciones han estado largo tiempo limitadas a nivel narrativo ─la estrafalaria trama que informa Welcome to L.A., Remember My Name y Choose Me no siempre han encontrado su equivalente a nivel visual. Sin embargo, en Choose Me, con una escena de apertura más que memorable, Rudolph ya empezó a flirtear con un sentido coreográfico del movimiento. La escena, que mostraba a varios clientes saliendo de un bar, algunos de ellos como detenidos por un instante antes de seguir adelante, coincidía con el movimiento de los actores de tal manera que parecía sugerir un número de baile a punto de acontecer; que el patrón de movimiento nunca cristalizara en nada tan definido como un baile, pero aun así permaneciese suspendido en gestos aislados, sugería mucho acerca del mundo de Rudolph. El baile que nunca acaba de materializarse deviene el correlato perfecto a las relaciones nunca establecidas, mientras los personajes se mueven a la deriva a través del corte entrecruzado de Rudolph.
Por mucho que me guste Choose Me, me decepcionó que el filme no lograra sostener la gracia de su apertura hasta sus últimas consecuencias (aunque un poco de ella se recupere hacia el final). Trouble in Mind, sin embargo, no decepciona en absoluto: Rudolph no solo ha extendido el efecto que abre Choose Me, sino que lo ha refinado e incrementado; todo el filme parece existir como un musical en potencia, planteado en una línea microscópicamente delgada entre el realismo y la fantasía, entre el mundo como es y el cómo podría ser el mundo. En prisión, Hawk se entregaba al pasatiempo de construir detallados modelos a escala de los viejos lugares que pisoteó. Ha traído con él uno de ellos ─una reproducción perfecta del edificio que alquila encima del Wanda’s Café. Periódicamente, Rudolph deja caer tomas del modelo a escala sobre el desarrollo de la historia, y debido a su iluminación realista (y a estar ubicadas en los puntos desde donde esperaríamos un plano de situación convencional), durante una fracción de segundo las tomaremos por auténticas. Y si Rudolph a menudo trata las maquetas como si fueran reales, también trata lo real como si fuera una maqueta ─todo Seattle se convierte en un vasto plató de estudio, y sus lugares destacados ─los monorraíles, el Space Needle, incluso el museo de arte local (convertido en la mansión de Hilly Blue)─ se absorben en la narración como si fueran productos puros de la imaginación de Rudolph, construidos especialmente para el filme. Hay un trueque constante en Trouble in Mind (sugerido por el título) entre las realidades interiores y exteriores. El mundo existe tanto como una proyección de los deseos de los personajes (Georgia llega justo cuando Hawk la necesita, como si mediante su deseo la trajera a la existencia) y como el bloque material de esos deseos (Georgia llega con un amante a cuestas). La crisis de Hawk al final del filme ─¿debería salvar a Coop o dejar que lo maten?─ proviene exactamente de este conflicto: ¿se nos permite rehacer el mundo para darnos lo que queremos, o debemos abandonar el mundo a su suerte, tal como nos lo encontramos? Mientras Rudolph filma Seattle, transformándola en “Rain City”, el cineasta no ceja de encarar la misma decisión: ¿es un realista o un expresionista, inventa el mundo o lo registra? Las cuestiones morales y estéticas se fusionan, como debe suceder en los niveles de arte más excelsos.
En su mayor parte, Rudolph no interfiere físicamente con el mundo que despliega ante su cámara (aunque haya agregado algunos toques, como la sutil profusión de signos persistentes ─esos círculos rojos con una línea que los atraviesa, rechazando una loca gama de objetos y actividades). En cambio, la transformación tiene lugar en la filmación, a través de los ángulos de cámara excéntricos que escoge o, más imaginativamente, a través de los patrones de movimiento que establece en el paso de un plano a otro. Un fuerte movimiento horizontal hacia la izquierda ─realizado por la cámara o los actores─ será respondido en el plano siguiente por un movimiento perfectamente enlazado hacia la derecha; un movimiento será continuado por un corte hacia una perspectiva más cercana; o un movimiento dentro del encuadre (por un actor) será respondido por un movimiento del encuadre (con un paneo del aparato). Estos patrones representan un trabajo muy cercano de Rudolph y su montadora, Sally Coryn Allen, contribuyendo en gran medida a establecer en el filme una atmósfera de ensueño: sentimos una coherencia del movimiento, similar a una danza, donde no hay danza para ser vista, y hay algo mesmerizante en este continuo ir y venir, un poco como mantener bien fijos los ojos en el reloj del hipnotizador.
Podríamos decir que el término “posmodernismo” está hoy en boga; que su popularidad parece ser debida al hecho de que puede significar lo que quiera que signifique quien lo está usando. Pero si consideramos que el posmodernismo es una estética construida sobre la comprensión y la aceptación del principio básico del modernismo ─esto es, sobre una conciencia de la obra de arte como obra de arte, más que como un pedazo de realidad─ unida a la voluntad de sobrepasar dicho principio, entonces Trouble in Mind es uno de los pocos filmes que merecen genuinamente esta designación. Rudolph ha compuesto una estructura formal elaborada y autoconsciente que, sin embargo, está al servicio de contar una historia y, a través de ella, producir una emoción intensa. Trouble in Mind es la narratividad llevada al escalón siguiente. Reconoce el hecho de que hemos escuchado esta historia antes (e incluso sugiere que los personajes la han escuchado también ─“I never met him”, dice Coop cuando ve por primera vez a Solo, su tentador, sentado en el Café de Wanda, “but I know him”); omite los detalles naturalistas y las conexiones narrativas que el arte premoderno ponía en juego para hacer que cualquier historia pareciese “realista”, “plausible”; y aun así, a través de su colección de fragmentos, porciones recicladas y absurdos deliberados, descubre todos los placeres de la narración de historias. Trouble in Mind es, hoy por hoy, el filme más fresco de la ciudad.
A principios de 1985, el Toronto Festival of Festivals (que luego se convirtió en el Toronto International Film Festival) encargó ensayos para un libro que esperaba publicar sobre diez importantes nuevos cineastas internacionales, titulado “10 to Watch” y planeado para acompañar una serie paralela en el festival de 1985. Gracias a la recomendación de Dave Kehr, el festival me pidió que escribiera en la sección sobre Alan Rudolph, cuyos defensores todavía escaseaban a pesar del reciente éxito crucial de Rudolph con Choose Me. Por desgracia, el proyecto de libro fue cancelado, y mi monografía de 10000 palabras nunca vio la luz del día, aunque una versión muy truncada fuese publicada en el catálogo del festival ese otoño. Me siento un poco incómodo ahora por el tono engreído de la pieza, pero tuve acceso a Rudolph y su equipo y obtuve información valiosa de fondo que es aún difícil de conseguir. Así que aquí está la monografía, sin correcciones, en su debut público.
LOS FILMES DE ALAN RUDOLPH
por Dan Sallitt
El éxito comercial y crítico de Choose Me finalmente ha empujado a Alan Rudolph al candelero, para el regocijo de sus admiradores duraderos. Según un cálculo, una cuarta parte de los principales críticos cinematográficos en los EUA y Canadá incluyeron a Choose Me en sus listas de las diez-mejores de 1984; Los Angeles Film Critics Association insultó a Rudolph con su premio “New Generation”, casi una década después de que el doblete de Welcome to L.A. (1976) y Remember My Name (1978) lo estableciera como uno de los más importantes talentos de los setenta.
¿Puede Rudolph sostener este impulso? Quizá, como Jim Jarmusch con Stranger Than Paradise, fuese afortunado en encontrar un acercamiento cómico que hizo que el filme se ganara la simpatía de gente que se hubiese echado las manos a la cabeza ante las mismas excentricidades en un contexto dramático. Para un filme tan querido, Choose Me generó un número inusual de reacciones ambivalentes. Muchos espectadores añadieron una calificación incómoda a su elogio (“Me gustó, y no soy un fan de Rudolph”); unas pocas dudas expresadas sobre si el humor del filme era completamente intencional.
Hay algo de Rudolph que molesta a bastantes espectadores. Welcome to L.A., el más conocido de los filmes de Rudolph antes de Choose Me, es un tema espinoso para una conversación casual, a menudo avivando memorias amargas de precios de entrada desperdiciados por los que nosotros, defensores de Rudolph, somos de algún modo los culpables. Remember My Name, un filme algo más sencillo para que las audiencias de moda lo puedan apreciar, ha recibido distribución limitada incluso en centros urbanos; el espectador aventurado es más probable que se haya topado con Roadie (1980) o Endangered Species (1982), fallos interesantes que a menudo se juzgan con dureza. Una razón por la que Rudolph nos desconcierta es que su trabajo consigue encarnar simultáneamente elementos de romanticismo anticuado y modernidad cínica. La característica identificadora de sus filmes más personales, todos lidiando con el tema de la ilusión romántica, es una especie de expresionismo extasiado, una proyección del idealismo romántico de los personajes hacia el mundo exterior a través de iluminación no realista, el destierro del contexto, y música desplegada de un modo llamativo. Aun así, este expresionismo no concuerda con el contenido de los filmes. La compatibilidad romántica es desconocida en el universo de Rudolph: la mayoría de su gente es demasiado neurótica o loca total como para funcionar apropiadamente en cualquier situación interpersonal, y sus personajes más estables nunca dan conseguido encontrarse entre ellos. Además, la atmósfera romántica dominante está continuamente en guerra, no solo con el desalentado sentido del humor de Rudolph, sino también con la acumulación de realismo entrópico, manifestado por todos lados, desde la rareza de comportamiento de las partes más pequeñas hasta las pistas de sonido multinivel que son parte de su herencia de Robert Altman.
El efecto es complejo. Aunque rechace con audacia las convenciones de la ficción romántica, Rudolph no rechaza su espíritu: es comprensivo con el impulso idealizante que crea el romance cinematográfico tradicional. Pero, habiéndolo identificado como un impulso, debe localizarlo dentro del universo del filme y dar igual peso a las fuerzas que se oponen a él. La guerra entre lo objetivo y lo subjetivo en los filmes de Rudolph está agradablemente exagerada para conseguir el máximo efecto: el romance es intensísimo y prácticamente palpable, pero el buen juicio lo prohíbe rotundamente. Así que Rudolph aliena dos bloques de espectadores a la vez. Aquellos en busca de historias de amor tradicionales naturalmente querrán escenarios más prometedores y simples, pero los sofisticados modernos en busca de cinismo real son disuadidos por la inmersión del director en las fantasías de sus personajes.
Las diferencias entre los romances expresionistas de Rudolph son grandes, pero no tan grandes como el salto estilístico entre ellos y sus otros filmes. Welcome to L.A. y Remember My Name, producciones independientes hechas a partir de ideas originales de Rudolph, fueron seguidas en intervalos de dos años por Roadie y Endangered Species, proyectos de estudio hechos a partir de historias o guiones ajenos. Aunque ninguno de estos filmes es convencional o falto de imaginación, les falta la intensidad creativa concentrada de los trabajos que las precedieron; Choose Me llegó justo a tiempo para aquietar nuestros miedos de que Rudolph hubiese perdido el rumbo. Con el estreno de Songwriter (1984), otro proyecto de estudio, la forma de la carrera de Rudolph se vuelve clara: la fuerza completa de su talento ha sido ejercida solo en aquellos temas relativamente intangibles que le permitían establecer su dicotomía idiosincrática entre la inmersión emocional y el distanciamiento filosófico. Afortunadamente, juega con sus fortalezas cuando se le da libertad completa, y ahora puede esperar oportunidades creativas que parecían improbables de aparecer en su camino antes de que Choose Me fuese tan bien en la taquilla.
Rudolph nació en Los Ángeles en 1944, hijo del director Oscar Rudolph, que trabajó tanto en televisión (“The Donna Reed Show”, “Playhouse 90”) como en películas (Don’t Knock the Twist, Rocket Man, Twist Around the Clock), antes de convertirse en director de segunda unidad para Robert Aldrich en los sesenta. Después de graduarse en la UCLA, Rudolph tomó una variedad de trabajos de estudio, incluyendo labores en la sala de correo de la Paramount; durante este periodo hizo cientos de filmes cortos en Super-8 acompañados de canciones populares, vendiéndolos a estudiantes de cine como proyectos de clase y en una ocasión ganando premios escolares para un cliente. En 1967 entró en el Directors Guild Assistant Director Training Program, que terminó en un año y medio; a la edad de veinticuatro era uno de los más jóvenes asistentes de directores en Hollywood. Unos cuantos años de trabajo estable le desencantaron con el oficio, y en 1970 había dejado la asistencia de dirección y se dedicó a escribir, guionizando varios filmes no producidos de bajo presupuesto y trabajando en sus propios proyectos.
En 1972, Rudolph y varios amigos recaudaron 32000 $ e hicieron un filme de terror poco distribuido llamado Premonition (no debe confundirse con el filme The Premonition de 1976, dirigido por Robert Allen Schnitzer), que Rudolph escribió y dirigió. Tomando elementos de los filmes de la cultura juvenil de la época ─el filme gira en torno a una misteriosa red roja que causa premoniciones de muerte─ Premonition fue fotografiado por John Bailey (American Gigolo, Ordinary People, The Big Chill) y editado por Carol Littleton (Body Heat, E.T., The Big Chill), ambos desconocidos por aquel entonces. Un año después, Rudolph siguió este debut que pasó desapercibido con otro filme de horror, Terror Circus, del que se encargó después de que el productor-escritor Gerald Cormier hubiera rodado cuatro o cinco días. Su trama suena poco prometedora, cuando menos: un joven maníaco, interpretado por Andrew Prine, tortura a mujeres en un circo privado de su granero, mientras su padre, que ha sido transformado en un monstruo a causa de la radiación, deambula por el desierto de Nevada en busca de presas siempre que escapa de su cobertizo. Re-estrenada en 1976 bajo el asombroso título Barn of the Naked Dead, Terror Circus parece haber circulado más abiertamente que Premonition, pero ambos filmes han pasado más allá del alcance de los estudios de cine. Rudolph ha dicho que Terror Circus es el más acicalado y profesional de los dos filmes, pero que Premonition contiene más de su sensibilidad.
A principios de 1973, Rudolph fue requerido para ser el asistente de dirección de Robert Altman en The Long Goodbye. Aunque no entusiasta a continuar trabajando como tal, aceptó el trabajo tras ver los filmes de Altman; atraído por la mayor libertad y responsabilidad que Altman le ofrecía en cada sucesivo proyecto, también firmó por California Split (1974) y Nashville (1975), dirigiendo alguna de la acción de fondo de ambos filmes. Altman luego le dio a Rudolph su primer crédito fundamental como guionista en Buffalo Bill and the Indians (1976), adaptado de (o, más bien, inspirado por ─Rudolph afirma que Altman y él mantuvieron solo una línea) la obra teatral de Arthur Kopit, Indians. Excepcionalmente burlona incluso para Altman, el filme es una extensa deflación de la leyenda de Buffalo Bill Cody, interpretado por Paul Newman como un fraude tempestuoso, ignorante, que ha olvidado que su leyenda fue manufacturada por escritores de noveluchas. La personalidad de Rudolph es difícil de reconocer debajo de la rama menos tierna de sátira de Altman; en retrospectiva, uno puede vislumbrar en la descripción del séquito de Cody el gran talento de Rudolph para la caracterización individualizada aguda, y su talento para diálogo arquetípico pero naturalista.
Entre borradores del guion de Buffalo Bill, Rudolph escribió una adaptación de la novela de Kurt Vonnegut, Breakfast of Champions, que Altman por entonces tenía planeado dirigir. A pesar de la considerable publicidad generada, el proyecto nunca despegó, aunque el guion no producido (que Rudolph terminó en ocho días y considera su mejor escrito) llamó la atención de Carolyn Pfeiffer, que se convertiría en la productora estable de Rudolph durante los ochenta. Pfeiffer, trabajando para la nueva compañía Alive Enterprises, contrató a Rudolph para coguionizar el especial de televisión de 1975 “Welcome to My Nightmare”, incluyendo a Alice Cooper en una serie de números de producción basados en sus canciones del álbum del mismo nombre. El trabajo de Rudolph era ayudar a crear visualizaciones de las canciones y una estructura ficcional para unirlas a todas; como era de esperar, nada de su personalidad puede detectarse en el show, menos aún en los interludios campy de diálogo donde Vincent Price recicla su familiar personaje-de-terror como un demonio atormentando los sueños de Cooper. Bajo la dirección de Jorn Winther, los números de producción son algo menos espásticos y sin forma que la mayoría de los vídeos musicales de hoy, y el show recibió una nominación al Grammy en la categoría de Best Video Album cuando fue estrenado en casete en 1984. Buffalo Bill resultó ser un fracaso comercial, pero mientras estaba en producción, United Artists tenía muchas esperanzas en él, y el humor benevolente se trasladó a la financiación del primer filme clave de Rudolph, producido por Altman bajo los auspicios de su compañía Lion’s Gate. Welcome to L.A. tiene las asignaciones de un proyecto a todo o nada; uno siente al director principiante determinado a dejar una marca en la historia del cine tras años de aprendizaje frustrante. Es la expresión más indisimulada de la abstracción que subyace bajo su trabajo, el más abiertamente serio de sus filmes (aunque no sin humor), y uno de los filmes más controlados, precisamente organizados, que él o cualquier otro director americano de su tiempo haya hecho.
La idea para el filme nació cuando Rudolph oyó a Richard Baskin, que hizo la música en Nashville y Buffalo Bill, interpretando una de sus canciones para su suite de blues “City of the One-Night Stands”. Rudolph le dijo a Baskin que podía hacer una película de la canción, y Welcome to L.A. se desarrolló como una fusión de la suite de la canción, que es omnipresente en la pista de sonido, y una interacción elaborada y casi sin argumento entre más o menos diez personajes tratando de calmar sus males psíquicos a través del sexo y el amor. El excedente ambiental creado por la considerable superposición entre la música y el drama es probablemente responsable del rencor que muchos abrigan para con el filme, e incluso espectadores comprensivos pueden a veces plantarse con su atmósfera sobremadurada de angustia romántica. En el futuro, la música serviría una función más de contrapunto en los filmes de Rudolph; aquí, toma toda la complejidad cumulativa e inteligencia del estilo de Rudolph para anclar la historia en una realidad emocional y prevenirla de convertirse en una ilustración de la banda sonora de Baskin. Como para enfatizar los apuntalamientos abstractos del filme, Rudolph comienza con una serie de escenas desconectadas, allanadas juntas por la música de Baskin, que introducen a los personajes periféricos. Solo después de que hayamos pasado por una aparente aleatoria colección de escenarios ─un cóctel suburbano, una oficina de negocios tranquila pero importante, un estudio de grabación─, conocemos al personaje que es el centro estructural y emocional del filme, Carroll Barber (Keith Carradine), un joven músico que, después de varios años en el extranjero, ha regresado a su hogar en Los Ángeles porque el famoso artista de grabación Eric Wood (Baskin) está haciendo un álbum de sus canciones. Suspendido en un ensueño melancólico constante, Carroll no tiene raíces en su ciudad natal: su tímido y afable comportamiento con su sonriente padre, empresario (Denver Pyle), apenas esconde su irremediable aversión por el hombre, y da un trato frío a su agente/examante Susan Moore (Viveca Lindfors), una mujer más mayor con una ancha veta de locura hollywoodense. El balance de Rudolph entre la observación social mordiente y la comprensión por las necesidades emocionales de los personajes es aparente de inmediato. Incluso el personaje menos querible ─probablemente el asociado de Carl, Ken Hood (Harvey Keitel), una imagen perfecta de calculación estreñida haciendo un esfuerzo para conseguir algo de chic urbano─ se agita con ansiedades juveniles y se suaviza en momentos extraños. Ver la magnífica escena donde Ken es sorprendido con un contrato de sociedad, su exuberancia confusa lentamente filtrándose por su aplomo de hombre de negocios, es entender la generosidad que profundiza la sátira social de Rudolph.
Acompañado por una botella de Southern Comfort y una angustia misteriosa que raramente alcanza la superficie de una manera simple, Carroll deambula a través del puñado de sets y localizaciones que constituyen el Los Ángeles de Rudolph, perdiendo su desánimo solo en la compañía de las muchas mujeres que conoce y se lleva a la cama. Sin minimizar la ocasional dureza de Carroll hacia sus rechazadas parejas sexuales, Rudolph y Carradine expresan la actitud benevolente del hombre hacia el romance y la esperanza que deposita en él: toda su incomodidad parece disminuir mientras se aligera en conversación con una mujer. Prácticamente el reparto femenino entero del filme está a su consideración: Ann Goode (Sally Kellerman), una optimista, infelizmente casada agente inmobiliaria que expresa su desesperación y vulnerabilidad como una insignia; Jeannette Ross (Diahnne Abbott), la recepcionista peculiar de Carl; Linda Murray (Sissy Spacek), una alocada empleada doméstica y prostituta a tiempo parcial con la que Carroll forma una amistad conmovedora, completamente desprovista de condescendencia; Nona Bruce (Lauren Hutton), la enigmática, astuta, amante de Carl, que tiene una especial fijación en el dolor de Carroll; y la elección final de Carroll, la neurótica tirando a psicótica Karen Hood (Geraldine Chaplin), que da vueltas en taxi todo el día y abriga una tos seca como imitación de la Marguerite Gauthier de Greta Garbo.
Habiendo establecido a sus personajes, Rudolph los incardina en digresiones visuales y narrativas provenientes de la pequeña historia ─a veces meros interludios imagísticos, a veces exploraciones laterales prolongadas de las aspiraciones románticas de los personajes secundarios. Esta actitud desdeñosa hacia la trama es solo un resultado de la inclinación natural de Rudolph de exponer o destacar las convenciones de la ficción. La trama en sus filmes es como mucho un contrapunto divertido a sus preocupaciones más profundas, un guiño a la audiencia; en Welcome to L.A., a la que no se acercó con una actitud guiñadora, es tan probable que prescinda de la trama por completo como de estilizarla con múltiples coincidencias y repeticiones. De hecho, la seriedad del filme parece alentar su interés en la reflexividad, como si la distancia mayor respecto al contenido que la comedia le permitió en su trabajo tardío moderase su necesidad de ofrecernos un vistazo por detrás de la cortina. El más obvio ejemplo de esta tendencia en Welcome to L.A. es la costumbre de los personajes de mirar directamente a la cámara en intervalos a través del filme, cada uno de ellos virando su mirada, él o ella, hacia nosotros durante un momento de ensueño antes de un corte que dé final a la escena. En un espíritu reflexivo similar, Rudolph continuamente revela la importantísima banda sonora como la creación de músicos en el estudio de Eric Wood. Lejos de disipar el misterio de los personajes, las ojeadas a la cámara lo intensifican: la invitación al contacto directo siempre llega cuando el personaje está en su punto, él o ella, más inescrutable. Y las imágenes graves, románticas, de los músicos de estudio trabajando silenciosamente en la oscuridad meramente añaden al filme un nuevo, enigmático microcosmos. Detrás del enigma específico, uno general: el efecto es ambicioso y filosófico.
La esencia del arte de Rudolph, la tensión entre el distanciamiento y la inmersión, puede vislumbrarse aquí. Por un lado, cada aspecto de su trabajo revela su deseo por apartarse, tomar la perspectiva más amplia, exponer la ilusión; por el otro, es comprensivo y está fascinado por la emocionalidad intransigente, intrascendente. Uno puede notar esta dicotomía, no solo en la forma de los filmes, sino también en sus caracterizaciones. De entre sus filmes, Welcome to L.A. revela de forma más clara la autoconsciencia distanciada que permea su universo, en gran parte porque el personaje central es la cosa más cercana a un sustituto para él mismo que ha creado. Carroll Barber camina a través de los escombros emocionales del Los Ángeles de Rudolph a una serena distancia filosófica de su propio dolor, alisando los picos y valles de su psique del mismo modo que Rudolph nivela el tono del filme con su remota pero comprensiva visión de conjunto. Una pequeña mirada irónica se arrastra a través del rostro de Carroll a la más mínima observación, acerca de sí mismo o los demás; sus gestos son lentos y mesurados, a veces conscientemente demasiado acentuados, como si al observador dentro de él le divirtiera ver la esencia transformada en existencia por cualquier simple acto. En su momento más angustioso, colapsa contra un coche en un callejón oscuro y rompe en una risa sin reservas, y Rudolph desplaza hacia delante la cámara ominosamente para cristalizar la paradoja de una conciencia elevada uncida a sentimientos terrenales.
Muchos personajes menores de Rudolph son encarnaciones destiladas de autoconsciencia: aquí, no solo Nona, la fotógrafa que vigila cada localización y nunca nos desliza ninguna expresión de su supuestamente compleja vida emocional, sino el misterioso productor de estudio (Cedric Scott) que vigila a Eric Wood desde su cabina sombría, da vueltas a una moneda de veinticinco centavos alrededor de sus nudillos, y secamente esconde su conocimiento interno del drama que se lleva a cabo ante sus ojos. Pero estos personajes no tienen un monopolio en el distanciamiento irónico: merodea cada esquina en Welcome to L.A., manifestándose a sí mismo en los lugares menos esperados, como cuando la colgada de Linda saborea el efecto mientras agarra el dinero que el timador grosero de Jack Goode (John Considine) le ofrece pero queriendo que lo rechace. El corolario inevitable de esta autoconsciencia generalizada es una sensación penetrante del misterio de la gente. Cuando la autoobservación se interpone entre las emociones de la gente y sus expresiones, el exterior humano cesa de contarnos demasiado y se convierte en un símbolo de enigma más que en un indicio de la realidad interior. Incluso cuando sus personajes andan cortos de una mirada interior introspectiva ─y a veces andan cortos de esto hilarantemente─, Rudolph está preocupado con el misterio de lo que ocurre detrás de un rostro, con la posibilidad de un esquema psicológico arcano, invisible a nosotros, que de alguna manera confiere sentido a la locura de un personaje. Cuando Welcome to L.A. salió, traté de interesar a la gente en ella contándoles que era el primer filme sternbergiano de los años setenta. Nadie se lo tragó en ningún momento, y no querría llevar la comparación demasiado lejos. Pero los dos directores tienen en común un complejo de rasgos inusuales: una fascinación con la impenetrabilidad de las superficies humanas; un expresionismo visual enérgico al que ni el director ni los personajes rinden su perspectiva; y, lo más llamativo, esa sensación de ironía cómica medio sonriente que separa a los personajes de los sucesos de sus propias vidas y vira sus sensibilidades hacia el interior en algún tipo de obscuro viaje filosófico. Después de Welcome to L.A., los personajes de Rudolph no funcionan tan fácilmente como sustitutos para su distanciamiento, y la conexión con von Sternberg viene a la mente menos rápidamente.
Aunque es el más sombrío y melancólico de los filmes de Rudolph, Welcome to L.A. se va construyendo hasta un estallido de trascendencia que de alguna forma lo hace también su filme más optimista. (Por la misma lógica contrapuntística, la despreocupada Choose Me termina con uno de los últimos planos más funestos de la comedia romántica). La gran oportunidad para ascender en la carrera de Carroll Barber resulta que ha sido aparejada por su acaudalado padre en pos de traerle de vuelta a Los Ángeles, y el romance del que depende tan desesperadamente le falla también: Karen Hood va a su cita después de dejar el número de teléfono en una nota a su marido, con el cual logra una reconciliación llorosa mientras Carroll escucha fúnebremente. Justo entonces, en el punto bajo de la fortuna de Carroll, llega el asombroso momento donde rompe en una inexplicable sonrisa serena mientras se gira hacia la cámara traqueteando por la dolly. ¿Cuál es la revelación que fascinó su mirada fija un momento antes de sonreír? Quizá el espectáculo extraño de la conducta sexual angelina le ha aliviado del peso de buscar la redención a través del sexo; quizá el romanticismo sin salida de Karen le sacudió hacia el examen de conciencia. No lo podemos saber con certeza, y el filme se niega a trabajar en ese nivel de franqueza temática. Lo que vemos es una repentina serenidad espiritual nacida de un roce con la desesperación, no un apartamiento del personaje de Carroll sino un refinamiento inesperado del mismo. Rudolph juega al anticlímax maravillosamente, ofreciendo su más pulido diálogo oblicuo mientras Carroll se despoja a sí mismo de sus posesiones. (“¿Te gustan los sombreros?” pregunta a la perpleja criada Linda, luego le da el suyo. “¿Te gustan las llaves?”) y parte cara el estudio de grabación en búsqueda de Eric Wood (“El escritor desea hablar con el artista”, entona con una autoburla benevolente, adoptando la terminología sarcástica del productor). Las noticias de que el álbum ha sido cancelado ni siquiera interrumpen el movimiento de Carroll mientras toma la consola y ajusta los niveles de sonido para una interpretación a piano, la canción final del filme. Aunque la atmósfera de Welcome to L.A. está saturada con angustia romántica y su guion trata casi exclusivamente con permutaciones y combinaciones románticas, su protagonista se marca una extraña victoria interna saltando un nivel de conciencia y terminando solo. El tirón entre el distanciamiento y la inmersión en los filmes de Rudolph nunca más ha estado expresado tan directamente. Welcome to L.A. suscitó reacciones encontradas y un mínimo de atención crítica, que es más de lo que cualquier otro filme de Rudolph recibió hasta Choose Me. Extrañamente, comentaristas del momento solían atribuir las cualidades al productor Altman tan a menudo como a Rudolph. El casting de Welcome to L.A. estuvo, por supuesto, sonsacado casi en su completitud de la compañía de repertorio de Altman, y la estructura episódica entre multitud de personajes les pareció a muchos estar inspirada por Nashville. Otras semejanzas entre los estilos de los dos cineastas son más profundas: el uso del zoom lento como un dispositivo dramático; el juego constante con el diálogo en off, fuera de campo; y, más obvio, la densidad aural que proviene de suministrar diferentes micrófonos en un sistema de sonido de diversas pistas. Pero estos intereses técnicos compartidos no deberían esconder la completa disimilitud entre el temperamento artístico de Altman y el de Rudolph. La sátira en los filmes de Altman es más gruesa y mucho menos respetuosa con el misterio de los personajes ─lo que quiere decir que la sátira es un fin para Altman y solo un medio para Rudolph. Cuando Altman toma un punto de vista externo sobre un personaje, tiende hacia una evocación superficial de espeluznancia; no tiene ninguna de la fascinación comprensiva con la humanidad detrás del enigma, y su tono burlón lo desconecta de la veta contemplativa que da profundidad a las superficies turbulentas de los filmes de Rudolph. Incluso los dispositivos técnicos que ambos directores usan cumplen diferentes funciones en cada uno: la densidad aural, por ejemplo, es para Rudolph un mero ancla de realismo para sujetar su expresionismo visual, mientras que Altman, cuyas maneras visuales ya de por sí realistas no necesitan de semejante contrapunto, confunde a propósito las líneas de sus narrativas con nubes de ruido ambiente que solo incidentalmente funciona como diálogo. Remember My Name, el siguiente filme de Rudolph, también fue producido para Lion´s Gate por Altman. Columbia financió el proyecto pero, como United Artists con Welcome to L.A., se apartó en las fases finales; a pesar de contar con críticas generalmente favorables, el filme se desvaneció rápidamente después de su estreno tardío en 1978 y fue casi imposible de ver antes de que el éxito de Choose Me lo trajese de vuelta al circuito revival. Las diferencias entre este filme y Welcome to L.A. fueron llamativas en el momento de su estreno; hoy, parece un punto de inflexión para Rudolph, un avance hacia el modo de expresión con el cual está más cómodo. Contra el intenso, quizá excesivo romanticismo y solemnidad imperante de su anterior trabajo, Remember My Name es cáustica, flotante, y extravagante, jugando contra un núcleo de sentimiento serio con humor sublimemente remoto. (La elección de canciones de blues de Alberta Hunter como banda sonora refleja la nueva falta de inclinación de Rudolph a colocar los sentimientos más profundos en la superficie del filme). Todavía desatendido en la mayoría de los sectores, le falta ser descubierto como uno de los grandes filmes de los setenta y el logro supremo de Rudolph hasta la fecha.
Apartándose del preciosismo (artiness) franco y de la abstracción de Welcome to L.A., Remember My Name adopta juguetonamente las premisas narrativas del género de misterio-suspense. Debajo de los créditos, la Extraña Misteriosa, una mujer llamada Emily (Geraldine Chaplin), conduce hacia la ciudad (Los Ángeles, pero apenas se nota desde el puñado de localizaciones herméticamente selladas de Rudolph) con una obscura misión. Desmañada, inestable, la hombruna Emily se dispone a hacerse femenina, comprando prendas nuevas y zapatos y obteniendo un elegante peinado incluso antes de que se ponga a buscar apartamento, donde ensaya un largo discurso destinado a un antiguo amante. Los objetos de su búsqueda son un enojadizo, nervioso carpintero llamado Neil Curry (Anthony Perkins) y su lastimera mujer Barbara (Berry Berenson), que viven existencias de desesperación callada en su casa suburbana. Primero, Emily se restringe a sí misma solo espantando a Barbara con llamadas irritantes; más tarde, acecha la casa, hace pedazos las camas de flores, y tira piedras a través de sus ventanas por la noche.
El suspense dista mucho de estar opresivamente concentrado. Como la Karen Hood de Chaplin en Welcome to L.A., Emily es una chiflada arquetípica de Rudolph, moviéndose con un retardo de tiempo como si le fueran retransmitidas instrucciones desde otro planeta. Sus ojos se desplazan sin dirección y pierden su foco mientras arroja huecas, monótonas frases que, por coincidencia, a veces toman la forma de relación social. Una de las ventajas de contar con un loco certificable como personaje reside en que el comportamiento cómico más escandaloso permanece dentro de los límites de la plausibilidad psicológica, y la persecución de Emily a los Currys está llena de dislocado, errático comportamiento que con efectividad quita el filo al mecanismo del suspense. Rudolph tiene maña en el balance de la comedia y el misterio de modo que ninguno de los dos destruya al otro: el humor screwball planea en pequeñas bolsas de espacio y tiempo que restauran los gags a un contexto psicológico. El ejemplo total de este balance es la larga, crispada escena en la cual Emily invade la casa de los Curry mientras Barbara está preparando la cena: la confrontación ingeniosamente retrasada, de repente nos sorprende a Barbara y nosotros, luego se convierte en un escaparate para la psicosis alternativamente hilarante y desestabilizadora de Emily mientras Rudolph mantiene el terror persuasivo en un foco secundario.
Como todos los filmes más personales de Rudolph, Remember My Name se adentra en demasiados senderos narrativos entrecruzados como para generar demasiado ímpetu melodramático. Lejos de encarnar el espíritu de la obsesión firme que potencia el género, el filme convierte cada esquina de la nueva vida de Emily en un estadio separado en el que un simulacro de drama es representado, dando a Emily la oportunidad para ensayar sus ardides femeninos que empiezan a florecer en preparación para la largamente esperada confrontación con su exmarido Neil. Aprendemos que Emily es una exconvicta mientras reclama un trabajo de cajera en una droguería, prometido a ella por su compañera de celda, cuyo hijo Mr. Nudd (Jeff Goldblum) de mala gana contrata a todos los compinches de su madre. Allí, evita los movimientos del joven aspirante zalamero Harry (Jeffrey S. Perry), y hace de enemigos peligrosos a su supervisora dominante Rita (Alfre Woodard) y el arrogante novio hombracho de la supervisora, Jeff (Timothy Thomerson). En su apartamento, su típicamente inescrutable interacción con su reclusivo, de lengua mordaz, administrador del edificio, Pike (Moses Gunn), toma un giro extraño hacia el romance (¿seducción calculada de Emily? ¿una unión inestable entre dos personas solitarias?) que saca el lado suave, protector, de Pike.
Cada uno de estos escenarios es un pequeño microcosmos (el mismo artificialmente reducido grupo de personajes aparece una y otra vez en cada escenario) dentro del más amplio microcosmos del universo del filme (el mismo reducido grupo de escenarios aparece una y otra vez, con la exclusión virtual de localizaciones nuevas no familiares). Esta práctica peculiar, abstractiva, es una especialidad de Rudolph. Un furioso crítico de Los Ángeles se quejaba de que Choose Me parecía tener lugar en una ciudad habitada por seis personas que se encuentran constantemente; Rudolph se le anticipó en Welcome to L.A. cuando Ann Goode dijo, “Lo juro, debe de haber doce personas en Los Ángeles”. Las tendencias microcósmicas de Rudolph son más interesantes porque no se propone capturar una clase aislada o subcategoría de la sociedad: sus pequeños grupos de personajes siempre despliegan toda la diversidad de la sociedad en general, y la viveza e individualidad de los roles secundarios más pequeños en sus filmes tienen el efecto de apuntarnos al exterior hacia la variedad infinita del mundo más allá del encuadre. ¿Así que por qué la mondadura estilizada del reparto y localizaciones? ─lo que, después de todo, es diferente solo en grado, no en principio, de lo que cualquier cineasta tiene que hacer en el proceso de amontonar un presupuesto y contar una historia. Pienso que Rudolph enfatiza esta mondadura precisamente porque es parte del proceso natural del cine. Como ya se ha señalado, muestra una propensidad marcada por dispositivos reflexivos que exponen los mecanismos del cine ─no porque desee socavar el proceso ficcional, sino porque su amor por la autoconsciencia y el distanciamiento filosófico lo inclinan a hacer de ese distanciamiento parte de la experiencia del espectador. Destacando sutilmente los aspectos microcósmicos de sus filmes, Rudolph está haciendo una confesión graciosa sobre los medios mínimos del cine, como si quisiese decir, “Tenemos un número limitado de actores y localizaciones importantes, y preferimos hacer este hecho explícito”. Huelga decir que esta abstracción es también un truco útil para un cineasta de bajo presupuesto intentando reducir costes. (Welcome to L.A. y Remember My Name costaron aproximadamente 1 millón de $ cada una; Choose Me costó solo 835000 $).
Uno de los más graciosos running gags en cualquier filme de Rudolph juega directamente con la contención artificial del mundo de Remember My Name. Mientras los crispados, preocupados personajes se desploman automáticamente en frente de televisores, reporteros de noticias acometen los oídos poco receptivos con noticias de un trágico terremoto en Budapest. Al principio, el humor negro parece ir dirigido a la inanidad bien dotada de fondos del humanismo conformista, sucedáneo, de la televisión, burlonamente presentado en fragmentos absurdos (“Está Buda, y está la Peste”). Pero las noticias afloran más y más persistentemente; cuando Rudolph hace una transición de escena sobre dos personajes diferentes escuchando diferentes noticias de terremotos, nos damos cuenta de que nos está incitando hacia una conciencia cómica de la gran brecha entre este mundo microcósmico y el tipo de universo fílmico que puede absorber cualquier acontecimiento presente, mucho menos tan remoto desastre, a gran escala. Si uno desea interpretar este running gag como un comentario sobre la facilidad con la que las personas se separan ellas mismas del sufrimiento de los otros, esta interpretación no daña el contenido del filme.
Ninguno de los personajes principales en Remember My Name es particularmente simpático, aunque ninguno es tampoco vilipendiado. Los actos hostiles inexplicados de Emily en la primera mitad del filme tienden a construir empatía por sus víctimas acosadas, pero Rudolph elige no tomar ventaja del potencial para la identificación de la audiencia. El retrato de Perkins de Neil, tan rico y detallado como la interpretación principal de Chaplin, enfatiza el potencial del hombre para la ira defensiva y su engreimiento arraigado. No está tremendamente atento por su mujer, y nublado por problemas no especificados, Neil intenta proyectar una imagen de desdeñoso, bromeante cool, que es inevitablemente expuesta en su incómoda búsqueda por la postura o frase adecuadas, un efecto expresado bellamente por el diálogo y matiz de actuación (“¡Oye! – gracias, gracias por su…” es su fallido, tartamudeante sarcasmo hacia un policía grosero que deja una puerta cerrarse sobre él). A su mujer Barbara le faltan llamativos defectos de carácter, pero su complacencia soñadora suburbana nos pone a distancia de su ansiedad creciente. Mientras aprendemos que la misión de Emily es una venganza no del todo justificada (Neil la dejó y se volvió a casar mientras servía una sentencia de doce años por el asesinato de la amante de Neil, un asesinato que pudo o no haber cometido) y que todavía está enamorada de Neil, la simpatía vira hacia ella. Pero, de nuevo, Rudolph intercepta la identificación fácil construyendo el encanto y sensibilidad de Neil en las maravillosas y borrachas escenas de reunión de los últimos rollos, presentando el más fino humor autoconsciente, penetrante, de Rudolph, y bañado en un resplandor romántico expresionista salido de Welcome to L.A. Solo un ideólogo adusto puede aprobar el triunfo bien calculado de Emily en el momento en el que consigue su venganza modesta y deja la ciudad tan misteriosamente como llegó. La vencedora ha abandonado con serenidad el mundo sombrío de idealismo romántico que fue nuestro punto de acceso a su humanidad; el conquistado ha entrado en ese mundo y ha absorbido los sueños oscuros y vulnerabilidad de su adversario.
La mayor imparcialidad y distancia de Rudolph con respecto a sus personajes en Remember My Name lo lleva a un estilo de cámara considerablemente diferente de las relativamente estables, centradas en los personajes, composiciones de Welcome to L.A.Remember My Name es fácilmente su filme más visualmente virtuoso: escena tras escena es ejecutada en tomas largas y elaborados travellings, a menudo extendiéndose a través de secuencias de acontecimientos y cambios en tono. La gran belleza plástica de estos planos no es su raison d’être: son el eje de los cuidadosamente modulados ritmos narrativos que caracterizan el estilo visual de Rudolph y que alcanzaron su completo desarrollo aquí. Welcome to L.A., concebido en términos de un único humor dominante, se prestaba más naturalmente a esta modulación; Remember My Name, con sus humores discordantes y modos de expresión, es un test más certero de la habilidad de Rudolph para controlar el tono, y su éxito es debido en gran parte a la visión de conjunto impuesta por los visuales ambientales, que expresan la entretenida, filosófica indiferencia del director hacia el tirón del caótico drama. La cámara móvil, más atenta a los imperativos de la unidad espacial y temporal que a la urgencia de la trama, de igual manera acalla la fuerza de los picos dramáticos y da una resonancia inesperada a los momentos quedos. (Similarmente, el uso de las canciones de blues jocosas de Hunter para gobernar transiciones de escena indica una posición ventajosa de director que resiste las vicisitudes de la historia). Si el humor es la piedra clave de Remember My Name, no es porque los momentos divertidos sean más numerosos que los serios, ni siquiera porque las bromas sean tan buenas (de hecho, la cámara remota de Rudolph a menudo sacrifica una gran risa por una callada, contextualizada), sino porque la distancia entre la implicación apasionada que la historia pide de nosotros y la perspectiva contemplativa, imparcial, que Rudolph adopta es intrínsecamente cómica.
Que los logros de Welcome to L.A. y Remember My Name no fueran recibidos con alabanza crítica generalizada puede achacarse al gusto; que pasaran casi desapercibidos está cerca de desacreditar a la crítica cinematográfica americana en su conjunto. Rudolph siguió adelante con dos producciones de estudio que dañaron la poca reputación que los filmes de Lion’s Gate le valieron. Roadie, estrenada por la MGM a mediados de 1980, estaba basada en el trabajo de Big Boy Medlin, un escritor de Texas y Los Ángeles cuyos artículos relatan las hazañas del viejo chico/mecánico Zen/filósofo folk Travis Redfish. Rudolph y el productor ejecutivo Zalman King se hacen cargo de los créditos concernientes a la historia junto con los guionistas Medlin y Michal Ventura; a pesar de las muchas virtudes incidentales del filme, nunca se funde en algo como la visión unificada de los proyectos que Rudolph originó. La idea era mezclar humor de brocha gruesa y caricaturesco con una visión idealizada del heroísmo folk americano, impulsado por la sabiduría filosófica conquistadora de Redfish (“Todo funciona si se lo permites”) y encarnado en el mecánico/roadie/obrero, que aprovecha tanto el goce de la vida tradicional como el poder de la tecnología. De la manera en la que queda plasmado en el filme, el arquetipo no es tan grandioso como lo he pintado, pero una no por completa agradable complacencia moral merodea por debajo de su superficie informal.
La historia estrafalaria, que se mueve a una ritmo constante, vertiginoso, está diseñada para incorporar abundante música de bandas de rock y country–western y artistas como Blondie, Alice Cooper, Hank Williams, Jr., Roy Orbison, y Asleep at the Wheel. El ardid comienza haciendo que Travis (interpretado por el músico Meat Loaf) caiga enamorado a primera vista de Lola Bouilliabase (Kaki Hunter), una aspirante a groupie de dieciséis años determinada a perder su virginidad con Alice Cooper. Cuando sus prodigiosas habilidades mecánicas son descubiertas ─puede arreglar una palanca de cambios o un sistema de sonido con cualesquiera sean los materiales a mano, desde horquillas hasta patatas─, Travies es enlistado como roadie por el sórdido promotor con el que Lola viaja, y se aferra al trabajo mientras mantenga la esperanza de disuadir a Lola de sus ambiciones profesionales. A pesar de algo de realismo en el retrato comprensivo de los buenos chicos rurales, el modo predominante de expresión circulando es la exageración cómica, que va desde la caricatura a lo grotesco. Parte de esta exageración es ingeniosa y exitosa ─como los planos de ángulo bajo y primeros planos que exageran el modesto (en el mejor de los casos) atractivo físico de los personajes principales. Alguna es tan bizarra que es difícil verle el sentido ─¿por qué el padre de Travis Corpus (Art Carney) tiene tantísimos televisores en su cuarto de estar, o mismamente por qué Travis cae presa de atascos cerebrales (“brainlocks”) periódicos en los que balbucea tonterías? Parte es manifiesto, irredimible, humor bajo ─la boquilla de una aspiradora atascada en la entrepierna de un hombre, una pequeña señora mayor con un gusto por la cocaína.
Lo que fue más desconcertante de Roadie en su momento de estreno tenía menos que ver con su humor vacilante que con la aparente atrofia del estilo flexible, preciso, de Rudolph. El montaje rápido que, por la mayor parte, reemplaza los estudiados travellings y elegantes planos visuales de sus filmes anteriores, se acerca un poco a cierto lado descuidado, y la meditada organización conceptual que siempre caracteriza su proyectos independientes, autogenerados, no se encuentra por ningún lado. Muchas de las virtudes de Rudolph son de vez en cuando puestas en evidencia: la fascinación con una expresión convincentemente inescrutable, los giros inusuales que los personajes añaden a un diálogo que no parece invitarlos (como ese look a lo von Sternberg que Lola da al corpulento Travis mientras se entusiasma con Alice Cooper ─“Es tan flacucho”), los juegos verbales situados en un segundo término en los márgenes de los planos, a menudo suministrados por los compañeros roadies de Travis. Pero Rudolph nos da la impresión aquí de que es un director talentoso, no uno genial. Su siguiente filme, el pobremente promocionado Endangered Species, fue un poco más estable, pero no un retorno a la forma. Estrenado en el otoño de 1982 en Los Ángeles y el Medio Oeste (MGM/UA le dio aperturas someras más tarde en Nueva York y otras ciudades de la Costa Este), Endangered Species y los desenmascaramientos políticos que contenía eran claramente de gran importancia para Rudolph, que coescribió el guion con John Binder (antiguo supervisor de guion de Altman y director de la buena, no estrenada, UFOria) partiendo de una historia de Judson Kunger & Richard Woods. Pero su control sobre el estilo del filme es solo un poco menos incierto que en Roadie: el montaje entrecortado, desorientador, parece una ocurrencia tardía en vez de parte del plan estético, y sus muchos toques originales nunca conectan con una orientación estilística más profunda con el material. Uno puede en parte echar la culpa de estos problemas a la interferencia de MGM/UA con el proyecto, pero la cuestión real es más subterránea. Como muchos artistas fílmicos fundamentales, Rudolph parece necesitar un cierto tipo de material para liberar sus plenos poderes creativos. El atractivo de Roadie dependía de su humor tomado en sentido literal, y la importancia de Endangered Species dependía de su trama tomada en sentido literal. Rudolph lo hizo así en cada caso ─debía hacerlo así, o del otro modo, empujar a los filmes cara el camp. Pero florece solo cuando puede rodear a sus sujetos en una distancia controlada; su arte toma forma en el espacio entre una urgencia emocional y la perspectiva elevada que hace a esa urgencia irrelevante.
Aun así, todo el estilo del mundo no podría solucionar los problemas estructurales de Endangered Species. En un nivel ─para sus creadores, probablemente el nivel más importante─ trata acerca de una racha de mutilaciones de ganado que han tenido lugar en el Medio Oeste desde 1969, cuando el gobierno prohibió las pruebas de armas químicas y biológicas. (El compromiso político de Rudolph puede quizá inferirse de los muchos roles no estereotipados que ofrece a negros y mujeres en todos sus filmes, pero Endangered Species es el único ejemplo de la política moviéndose al primer plano en su trabajo). Trabajando desde hechos disponibles, los cineastas postulan una organización de derechas no gubernamental, determinada a preservar la capacidad de los Estados Unidos de tomar parte en la posesión de armas químicas y biológicas, que usa al ganado para pruebas y deja los restos mutilados quirúrgicamente detrás. En otro nivel, el filme es un estudio de personajes atractivo centrado en el expolicía Ruben Castle (Robert Urich), alcohólico pero desecado, que toma a su hija distanciada Mackenzie (Marin Kanter) en un viaje por todo el país. Parándose para visitar a un amigo en Barron County, Colorado, empieza un romance tambaleante con la sheriff del condado (JoBeth Williams), que está perpleja por todos estos cadáveres de ganado mutilado ensuciando su jurisdicción. Castle, en particular, es muy divertido, un extravagante reaccionario de la ley y el orden que dicta su biografía a lo Spillane a un grabador (“Textualmente, dije, ‘Tiene derecho a permanecer en silencio, amigo, si piensa que puede aguantar el dolor’”) y que cultiva su personaje con solo un toque de divertida autoconsciencia rudolphiana. Pero, no importa cuán interesantes sean los personajes, no guardan relación con la estructura del filme; existen para llenar los minutos antes de que el misterio político acumule impulso, y una vez que lo hace sus conflictos y emociones se desvanecen en una racha de acción mecánica. Rudolph intuye este problema y previene a la interacción entre personajes de asumir una prominencia inapropiada, tajando las escenas de personajes fuera con cortes prematuros y espaciándolas con interludios de avance de la trama. Del mismo modo, intenta dar un lugar al drama político desarrollándose lentamente, construyendo anticipación con un número tremendo de sobrecogedoras señales musicales y muchos planos de transición de animales muertos y vivos, luces destellando en el cielo, y actividad tecnológica misteriosa. El efecto global es curioso y lejos de ser satisfactorio. El shock del drama de los personajes cediendo a la acción y la revelación política es minimizado, y algún tipo de balance rítmico es conseguido; pero estos son pequeños triunfos. La contrapartida es que la acumulación del misterio se convierte en autoritaria en una etapa muy inicial. Es interesante que una semblanza de coherencia formal significa más para Rudolph que el atractivo de sus personajes o la eficacia de su mecanismo de suspense; con un poco más de perspectiva en su material, podría haber evitado esa dura decisión con cambios estructurales radicales.
El género lleva a Rudolph a unas pocas convenciones infelices: una carrera de coches poco original, una escena de encubrimiento paranoico sacada de stock, incluso el temido plano de acción a cámara lenta. En general, sin embargo, es sorprendente cómo raramente se posa en un cliché; casi cada decisión que toma es imaginativa y original, incluso (quizá especialmente) en el reino desconocido de la acción pura. Desconectado de la inspiración por una pobre elección de tema a tratar, se repliega en lo ingenioso y salva más planos y escenas de las que tendría derecho.
Carolyn Pfeiffer, productora de Roadie y Endangered Species, se convirtió en presidenta de la compañía de producción y distribución recién formada Island Alive en 1983, y uno de los primeros estrenos de la compañía fue Return Engagement, un buen documental de Rudolph sobre el debate de Los Ángeles entre Timothy Leary y G. Gordon Liddy. Terminado a comienzos de 1983 y estrenado más tarde ese año: entrevistas con Liddy y Leary conducidas por la personalidad de la radio Carole Hemingway; sorprendemente relajadas y cordiales conversaciones sociales entre los hombres y sus mujeres; Liddy montando y charlando con una banda de moteros que sirvieron tiempo con él; ambos hombres dando conferencias a una clase de estudiantes de instituto. Liddy, por lo menos, se nos aparece como una personalidad fascinante, grandilocuente, trabajada, y condescendiente como un orador público pero callada y reflexiva, incluso un poco tímida, en cualquier entorno informal. Leary, por contraste, da a sus actuaciones en el escenario veinticuatro horas al día, y la interacción del hombre se conforma con una rutina cómica confortable, con Leary el pícaro, tábano casquivano constantemente empujando al imperturbable pero entretenido Liddy. El enfoque visual suelto que tal documental requiere naturalmente milita contra la precisión y la complejidad de los filmes de ficción de Rudolph, pero el control no siempre es una virtud en este formato. Como uno podría esperar de su decisión en un tema tan dualista, Rudolph esencialmente evita las técnicas manipulativas, derivadas de la ficción, que desfiguran tantos documentales, dando una razonable cantidad de juego a las ideas y numeritos de ambos combatientes. Como un retrato, el filme está bien redondeado y a menudo es revelatorio; como un vehículo para el discurso intelectual, cubre sus defectos (la total incompatibilidad de los debatientes, la falta de claridad de Leary) simplemente creando un contexto en el que las ideas estén abiertas al desafío, un logro tristemente inusual para un documental moderno. Choose Me, la primera producción dentro de la empresa de Island Alive, fue estrenada en el otoño de 1984 con la alabanza inmediata de la audiencia y los críticos; uno se imagina que Rudolph apreciaría el aspecto absurdo de este desarrollo tardío. El movimiento hacia la farsa que hizo su éxito posible requería solo el mínimo giro en el enfoque de Rudolph: las permutaciones sexuales de un casting artificialmente pequeño, un tema ya planteado por Rudolph, conduce naturalmente a los malentendidos y confusión que son el stock en comercio de la farsa. En Welcome to L.A. y Remember My Name Rudolph estaba demasiado absorto en sus fines trascendentes como para molestarse con los detalles de la desintegración social; aquí, se relaja lo suficiente como para admitir el la casualidad y el accidente en su universo, aunque su actitud hacia ambos es mucho más casual que la de la mayoría de los farsantes. En su transformación selectiva del género, Rudolph hizo de Choose Me en igual dosis una antifarsa como una farsa, tales distinciones finas no perturbaron a la mayoría de audiencias.
La escena de apertura del filme, una set piece que crea una atmósfera concreta, esencialmente un número musical, anuncia enérgicamente el retorno de Rudolph al expresionismo romántico. En una calle nocturna estrecha, íntima, bañada en luz de neón y los compases de la canción homónima de Teddy Pendergrass, un hombre emerge de un bar y comienza una danza lenta primero con una, luego con otra de las mujeres que hacen la ronda en la avenida. Del fondo emerge Eve (Lesley Ann Warren), quizá una de las chicas de la calle, quien también se mueve calle abajo en un ritmo bailón sensual. La atmósfera mágica persiste a través del filme, aunque los personajes no vibren con ella tan fácilmente de nuevo. Esta escena es la representación más pura del País de Nunca Nunca Jamás de la ilusión romántica que los atrae a tantas relaciones desesperanzadas y no ideales, y la demostración más clara de la comprensión de Rudolph por los impulsos que debe deconstruir con su distanciamiento clarividente.
El Los Ángeles de Choose Me tiene dos focos. Uno es la cabina de radiodifusión de la Dra. Nancy Love (Geneviève Bujold), la carismática psicóloga radiofónica cuyo show, “The Love Line”, provee consejo a millones. El otro es el bar empapado de atmósfera de la primera escena, perteneciente a Eve, una exprostituta cuyo exterior estridente vagamente esconde su vulnerabilidad. Dividida entre sus impulsos promiscuos y su necesidad por amor duradero, Eve derrama su angustia en llamadas hostiles a la Dra. Love ─quien, aunque Eve no lo sepa, es su nueva compañera de piso, una dama excéntrica que mira fijamente al lado de la habitación durante las conversaciones y siente un placer inexplicable en contestar el teléfono de Eve.
El bar de Eve normalmente contiene unos pocos de sus amantes en cualquier momento dado, incluyendo a Billy Ace (John Larroquette), que sirve en el bar con Eve y aprende más acerca de su vida privada de lo que le gustaría. Comenzamos a percibir conexiones misteriosas entre los habituales del bar: Zack (Patrick Bauchau), un elegante gánster francés que se divierte con Eve entre sus asuntos de negocios; su mujer ausente, de incógnito, Pearl (Rae Dawn Chong), que invita a sus clientes a su poesía improvisada; y Mickey (Keith Carradine), un prófugo reciente de un hospital mental, donde había sido diagnosticado como un mentiroso psicopático. Exudando misterio romántico y contando una colección salvaje de relatos fantásticos que muestran una consistencia interna sospechosa, Mickey ejerce un movimiento rápido sobre Eve, abollando su cinismo habitual.
Antes de los títulos de crédito, los cinco personajes principales (Billy Ace, el más estable y normal del montón, juega un rol marginal) se juntan en todos los emparejamientos heterosexuales posibles. La perfección antinatural de este esquema (o casi perfección ─Zack y Nancy nunca acaban de terminar en la cama) indica el mayor carácter juguetón con el que Rudolph se acercó a Choose Me, la mayor extensión de la que hace uso con respecto a las convenciones cómicas. El mecanismo de la farsa no cobra impulso hasta la segunda mitad del filme, pero desde el principio Rudolph nos prepara para una abstracción y reflexividad de diferentes tipos comparadas con las que ha lidiado en el pasado. Demasiado metafísico como para estar interesado en la coincidencia por sí misma, concibió el filme como una exageración dulce de las fantasías placenteras que sustentan la comedia romántica. El artificio elaborado de la trama y los conceptos de personajes extravagantes funcionan aquí de la misma manera que aquellos sets melancólicamente expresionistas: como una proyección comprensiva de nuestro idealismo romántico, contrapuesto por un calculado énfasis excesivo. El diálogo ornamentado (purple dialogue) que molesta a algunos espectadores (y que, ciertamente, podría haber estado mejor contextualizado una o dos veces en las escenas tempranas) es parte de su intento general de establecer el filme como una meditación en la ficción y el impulso ficcionalizador. Pauline Kael pensó en Lola de Jacques Demy en conjunción con Choose Me, y la comparación es en algunas maneras apta, aunque redactada en los habituales términos condescendientes de Kael. Pero, a diferencia de Demy, Rudolph no se entrega del todo a la urgencia de ficcionalizar, y la fantasía benevolente de Choose Me se apoya en la fundación inestable del distanciamiento intratable de su creador.
Las preocupaciones cómicas establecidas de Rudolph se adaptan bien a la farsa. Su marcada preferencia por locos al margen de la sociedad, que pueden soltarse sin traicionar completamente su realismo psicológico, alcanza su pico aquí: todos los personajes son profundamente neuróticos (Eve), psicóticos (Nancy), psicopáticos (Zack) o en algún lado de este continuo a tres bandas. El menos predecible de los personajes, Nancy, es también la fuente más rica de comportamiento desplazado (como por ejemplo ella compartiendo su recién descubierto éxtasis sexual con su audiencia radiofónica perpleja), repetición inapropiada (dando consejo cuando tiene la fortuna suficiente de toparse con un teléfono sonando), y todas las otras manifestaciones consagradas de la comedia de conductas. Por supuesto, Rudolph es típicamente tierno con ella incluso cuando se pone lunática. Su momento más conmovedor, su defensa emotiva a Eve de su aventura amorosa con Mickey, es también el más divertido, mientras ella asocia de forma libre con gran euforia acerca de la influencia de gran alcance que sus avances sexuales tendrán, luego se contiene con un momentáneo y tardío destello de claridad, reservándose la trama controladamente ─“No quiero entrar en ese tema”─ antes de recaer en el olvido. Lo que es inusual en el contexto de la farsa romántica no es la característica comprensión de Rudolph hacia sus creaciones desequilibradas cómicamente, sino su rechazo a suavizar sus desórdenes mentales para un confortable desenlace. La fantasía en la superficie del filme nunca se echa abajo del todo, pero viaja en un terreno rocoso, y Rudolph divide nuestra atención entre el atractivo del mecanismo ficcional y los jalones que arroja a sus trabajos.
Las convenciones de la farsa que Rudolph subvierte revelan tanto de su personalidad como aquellas que adopta. La historia entrecruzada le presenta oportunidades de oro para complicar la trama con trucos de identidad errónea, pero Rudolph o desatiende estas oportunidades por completo o se burla de ellas con astucia (Eve nunca se entera de que Mickey es inocente de los cargos de maltratador de mujeres y perversión, pero su romance alcanza fruición igualmente). Es lo bastante perceptivo como para entender que la convención ficcional de la separación artificial está basada en un concepto dudoso, ilusorio, de que el romance florece en la ausencia de barreras externas, y que esta convención es inapropiada en su universo, donde los amantes pueden siempre encontrar más que suficientes buenas razones para separarse sin que el guionista manufacture ninguna. Si Rudolph hubiera obedecido la regla del género, Choose Me estaría en peligro de convertirse en una fantasía en vez de un filme acerca de la fantasía. Con la misma contención, Rudolph siempre sacrificará un gag o un momento feliz si amenaza la gravedad subyacente de los personajes o la ironía triste de su perspectiva. Cuando, por ejemplo, Nancy debe desconectar la llamada emocional de Eve hacia su programa para una interrupción publicitaria, al gag obvio acerca de la indiferencia institucionalizada no se le presta atención: la terminación de Nancy de la llamada es lenta, grave, y teñida de melancolía. La hilarante escena central del filme ─el descubrimiento de Nancy de la evidencia absurda pero incontrovertible de que Mickey fue en verdad un poeta, un soldado, un aviador, un fotógrafo, y un espía─ es bellamente oscurecida por cortes a primeros planos del impasible Mickey en la habitación de al lado, incluso más misterioso ahora que no tiene secretos. Y hasta el abrazo climático en la azotea que junta a Eve y Mickey es puntuado por un solo y tirado al paso plano general del melancólico Billy Ace levantando la vista, finalmente privado de la chica de sus sueños.
Las películas fundamentales de Rudolph comparten muchas características visuales, pero ninguna de ellas duplica las estrategias de los filmes que la precedieron. La cámara en Choose Me se mueve en semejante cantidad a Remember My Name, pero el movimiento está menos conectado a la trama o acción, más juguetón y autónomo. Rudolph está todo el rato haciendo travellings o paneos a través de habitaciones o bajo calles oscurecidas; normalmente usa un plano espejo en una escena de interior solo para darle un segundo foco visual con el que panear, hacia él o desde él. La moción para él parece más importante por sí misma que antes, como es apropiado para el filme en el cual está más distanciado de la ficción. Visto en términos de tensión entre inmersión y distanciamiento en los filmes de Rudolph, Choose Me concede bastante al lado de la inmersión: los personajes con frecuencia hablan melodrama en vez de ironía autoconsciente, y la historia bien orquestada es tan ilusoria como la melancólica iluminación romántica. Así que parece necesario que la cámara tense la cuerda con su desacoplamiento extremo del drama. Por el mismo principio, Welcome to L.A., con un personaje central filosóficamente distanciado y una historia abstracta, casi inexistente, presenta el estilo de cámara más directo y estable de cualquier filme de Rudolph.
Choose Me incorpora tantos elementos aparentemente dispares y se mueve en tantas direcciones diferentes que se queda ligeramente por debajo de la cualidad de totalidad sin costuras que caracteriza Welcome to L.A. y Remember My Name (aunque el primer filme encierra problemas conceptuales de los que Choose Me escapa). Por el otro lado, la variedad de Choose Me brinda sus propias recompensas ─como las tres maravillosas escenas de lucha entre Mickey y Zack, tan seguras de sí mismas y originales como la comedia del filme y superiores con mucho a la dirección de acción respetable en Endangered Species. Uno se pregunta qué circunstancias permitirían a Rudolph hacer un filme de género entero tan potente como estos extractos de género.
Inmediatamente después de terminar Choose Me, Rudolph fue a trabajar en Songwriter de Tri-Star, tomando los mandos en poco tiempo (“Recibí una llamada el sábado y llegué el domingo”) tras Steve Rash (The Buddy Holly Story, Under the Rainbow), que abandonó tras dos semanas de trabajo debido a “diferencias creativas”. Por su tema centrado en la música country, el filme fue inaugurado en el Sur, finalmente llegando a Los Ángeles a remate de 1984 con poca fanfarria. Basado en un guion de Bud Shrake (Kid Blue, Tom Horn), Songwriter es una evocación afectuosa de la vida en el circuito de la música country, centrándose en el legendario Doc Jenkins (Willie Nelson), y su compinche y a veces socio Blackie Buck (Kris Kristofferson). Doc ha firmado un mal contrato con el grosero gánster del norte Rodeo Rocky (Richard C. Sarafian) que en lo esencial le condena a servidumbre eterna a menos que pueda llevar a cabo una estafa implicando a una joven cantante prometedora llamada Gilda (Lesley Ann Warren, a quien le toca interpretar al loco característico de Rudolph esta vez). La trama no emerge por bastante rato, e incluso cuando lo hace nunca deja una muesca demasiado notoria en el filme, el cual está principalmente entregado a la jovialidad de carretera, payasadas de buenos muchachos, y muchas escenas de concierto imaginativamente filmadas.
Uno se da cuenta rápido de que Songwriter no es uno de los filmes que enfocan por completo el talento de Rudolph. Aun así, se acerca más que Roadie o Endangered Species a forjar un estilo surgido del montaje entrecortado y el tempo rápido que caracterizan a sus proyectos menos personales. Rudolph socava la historia veloz desequilibrando cada escena internamente y arrojando fragmentos juntos de forma tan abrupta que incluso conexiones de historia lógicas se transforman en bruscas y desconcertantes. Mucho antes de que la trama se desarrolle, no sabemos qué esperar de ella, y nuestra atención está dirigida a las muchas observaciones graciosas e idiosincráticas que Rudolph amontona en los márgenes. Toques pequeños, poco dramáticos, ninguno de ellos demasiado llamativo en sí mismo, se mezclan amablemente: un juego sádico administrado por el empresario Dino McLeish (Rip Torn, en una actuación agradablemente desquiciada) que demuestra ser más amenazador que lo que la cámara despreocupada de Rudolph jamás insinuó; la alejada mujer de Doc, Honey Carder (Melinda Dillon), ella misma una veterana del circuito musical, casualmente invitando a un autobús entero de música a su casa; la hebilla de cinturón de rodeo real que el músico de apoyo de Gilda, Arly (Mickey Raphael), lleva puesta, señalada en un plano tirado al paso.
Con todas sus virtudes, Songwriter prueba ser un affaire sorpresivamente irregular para Rudolph. Pequeñas aberraciones estilísticas e inconsistencias abundan: uno se puede ajustar a la comedia acelerada en un filme de Rudolph, ¿pero cómo puede uno justificar la narración de Kristofferson que se retira tras unos pocos jirones de exposición, o la manera en la que las disoluciones reemplazan a los por lo demás omnipresentes cortes abruptos durante una tardía secuencia de montaje transicional? (Algunas de estas decisiones pueden haber sido forzadas durante el periodo de posproducción inestable del filme). Un problema más central es la subtrama subdesarrollada y bastante ordinaria del anhelo de Doc por una vida casera con Honey y sus niños, resultando en escenas prolongadas que interrumpen los ritmos de prontitud del filme sin proporcionar demasiado en compensación.
El guion de Shrake probablemente pueda ser culpado de muchas de las cualidades insatisfactorias del filme, que destacan más prominentemente cuando adopta una visión de conjunto. Songwriter no es un filme de arte con un escenario de música country; fue diseñado para el consumo de audiencias de buenos muchachos, y puede ser acusado de consentirlos un poco. El pavoneo y el donjuanismo burlón de la mayoría de los personajes es en esencia aprobado, y Doc Jenkins es glorificado con una franqueza que hace más para calentar los corazones de los admiradores de Willie Nelson que para promover un desarrollo de personaje valioso. Aunque la trama no sea asertiva, también se vuelve problemática a medida que avanza inevitablemente hacia el éxito de Doc y la estafa de Blackie, una victoria que parece más engreída porque el filme la absorbe muy casualmente. Rudolph no creó estos problemas, pero tampoco trabajó para disminuirlos; uno asume que el tono hipness chistoso del guion, mucho menos complejo que los puntos de vista de sus mejores filmes, tocó una fibra sensible en él. Es todavía poco claro si Rudolph puede trabajar en una capacidad de pico creativo dentro de estudios muy importantes.
Felizmente, esta cuestión parece menos urgente de lo que era antes del éxito de Choose Me. Rudolph aún contempla proyectos de estudio futuros, pero su posición dentro de la industria es sin duda más fuerte que antes, y su poder para acumular los presupuestos modestos que necesita para proyectos independientes se ha incrementado substancialmente. En abril de 1985, terminó de rodar Trouble in Mind, una producción Island Alive con su propio guion, descrita como un misterio contemporáneo influenciado por los filmes de gánsters de los años cuarenta. El reparto es una mezcla fascinante de rostros familiares de Rudolph (Kristofersson, Carradine, Bujold) y colaboradores por vez primera (Lori Singer, Joe Morton, George Kirby, Divine). Después de eso espera filmar su proyecto soñado desde hace muchos años, The Moderns, ambientado en el París de los años veinte y protagonizando Carradine como un aristócrata en quiebra y Mick Jagger como un miembro de los nuevos ricos. Ningún proyecto suena similar del todo a nada que Rudolph haya hecho antes; los resultados imprevisibles de su nuevo estatus crítico y comercial deberían proporcionar uno de los espectáculos cinematográficos más fascinantes de la segunda mitad de los años ochenta.
FILMOGRAFÍA DE ALAN RUDOLPH
Nacido en 1944 en Los Ángeles. Su padre es el director de cine y televisión Oscar Rudolph. Vivió en Nueva York durante un año a la edad de ocho, luego volvió a Los Ángeles. Graduado en Birmingham High School y UCLA con un Bachelor ‘s Degree in Business (Licenciatura en Negocios). Tomó varios trabajos en estudios de películas; entró en el Assistant Director Training Program of the Directors Guild of America en 1967, y trabajó como asistente de director en televisión y películas hasta 1970. Casado con la fotógrafa Joyce Rudolph, que ha trabajado en muchos de sus filmes.
[Los créditos como asistente de director en la filmografía están incompletos y no se distingue entre los trabajos de primer asistente de director, segundo asistente de director, y trainee (aprendiz)].
mediados de los sesenta: cientos de filmes cortos en Super-8
1969: Riot (asistente de director)
1969: The Big Bounce (asistente de director)
1969: The Great Bank Robbery (asistente de director)
1969: The Arrangement (asistente de director)
1969: Marooned (asistente de director)
1970: The Traveling Executioner (asistente de director)
1972: Premonition (director, guionista)
1973: The Long Goodbye (asistente de director)
1974: Terror Circus aka Barn of the Naked Dead (director [codirector no acreditado: Gerald Cormier])
1974: California Split (asistente de director)
1975: Nashville (asistente de director, trabajo de guion no acreditado)
1975: Welcome to My Nightmare (TV) (coguionista)
1976: Buffalo Bill and the Indians (coguionista)
1976: Welcome to L.A. (director, guionista)
1978: Remember My Name (director, guionista)
1980: Roadie (director, cohistoria)
1982: Endangered Species (director, coguionista)
1983: Return Engagement (director)
1984: Choose Me (director, guionista)
1984: Songwriter (director)
1985: Trouble in Mind (director, guionista)
«Nadie guarda su propio secreto». Es el error de Narciso en el texto de Ovidio. No hay que conocerse a uno mismo. Todo lo que desposee de uno mismo es secreto. No podemos distinguir entre el secreto y el éxtasis.
El sexo y el espanto, Pascal Quignard
PRETTY WOMAN
Conformado por multitudes de pasados aprehendidos en el acto, uno se sigue paseando por las avenidas, intentando atrapar en el aire las variadas estrellas, admitiendo el posible fallo como alegre recaída en el exceso. Soy seleccionador, caprichoso, no me conformo con cualquier régimen, desde luego tampoco atisbo anhelos de falaz pureza ni descarto la corrupción de las presas futuramente mordisqueadas; esas aves son mías desde el momento en el que me atravesaron con su pico en los tempranos años de la infancia, me pertenecen. Persisto abierto a las futuras acusaciones, sigo desplazándome, no obstante, con un deseo subrepticio innegable: llegar a la fuente, descubrir de dónde surgió el primer impulso, terrorismo dulce y agradecido de la mirada. Desde ese contacto, de la mano de Vivian Ward, viví asido, acariciado por las extremidades de las dobles (fragmentación toqueteante del ansia), ensoñándome las sucesivas noches con botas de tacón y cuero negro, deseando repetir el trayecto de Hollywood Boulevard al Regent Beverly Wilshire Hotel cada crepúsculo, antes de cerrar los ojos, terminando vencido por el sueño al cruzar la puerta, pues lo de después se me escapaba, me contentaba con un masoquista in crescendo desactivado por la somnolencia y el desconocimiento.
EN CUALQUIER MEDIANOCHE DEL MUNDO ─ Les paumées du petit matin (Jean Rollin, 1981)
De la ternura…
Michelle y Marie han huido y tullido el régimen diurno que las atrapaba bajo excusas de expedientes contaminados de traumas, autismos, inestabilidades. El manicomio campestre, sol abrasador calcinando la piel de las mozas, dejado atrás. Llega el peligro y la excitación contagiada entre las muchachas, de la hiperactiva a la tímida, a ambas las deseamos ver corriendo sobre el mar, cogiendo el primer barco rumbo a las Islas de Sotavento; les ponemos un nombre cuando Rollin, rollo tras rollo de celuloide, ha borrado el destino específico de nuestra lontananza romantizada en sueños infantes. Cada ser en vigilia caminando por las sempiternas variaciones de ensenadas, cementerios, psiquiátricos, subsuelos, se funde con su confraterno hermano, y se procede entonces a la jerarquización de un ejército: el que persigue, la perseguida, la cazadora, el cazado. El itinerario fluctuante entre estos arquetipos, pasar de una entidad a la siguiente. ¿A qué viene tal insistencia en volver a estas frágiles y medio derrotadas chiquillas? Comienzo a pensar, acompañado de amigos, lo pertinente de concretar hasta la más mínima arruga el rostro de una mujer, un capitán, para llegar al encuadre que, juntos, nos haga trasladarnos a cualquier medianoche del mundo. La concisión tozuda del cineasta por retornar a una puerta, tinaja de agua derramándose sobre cabellos ajados o, caso presente, plano medio de dos compañeras cuyo vínculo no hace otra cosa que crecer, mezclada con ese encuadre tan fijo y seguro cual mirada de rapaza curioseando ensimismada el tiovivo de la mano de mamá, en las circunstancias receptivas adecuadas, da lugar a eso tan confuso que conocemos como universal. Marie patina a través de una pista de hielo durante plena preparación portuaria hacia la emancipación, y el reencuadre donde, al fin, la sentimos desenganchada de las malas hierbas, podría estar siendo filmado aquí, allá, 1981, a comienzos de siglo, antes de que el lenguaje cuajara en significado alguno. La lección, por supuesto, no es pedagógica, no existen reglas para desplazarnos, ilusos, cara este y otro lugar. Con todo, uno sospecha que la ubicuidad de un gesto callejeando por la línea del tiempo requiere de noches tranquilas. Y quizá, al filmar Francia a altas horas previas a la alborada, un deslizamiento sobre la escarcha, un edificio, un acuario, fuente en Lèvres de sang (1975)… ahí recordamos Duelle (Jacques Rivette, 1976): la levedad de la noche tampoco radiografiaba una estación de enajenados y aburridos, al contrario, sumaba una multitud de puertas, posibilidades de entender mejor lo atemporal de una piedra atisbada a las tres de la madrugada. Esta película comentada no es capital, ningún filme de Rollin se gana ese injusto apelativo, importa ir sumándolos.
… al descoco
Lèvres de sang, filme con un componente romántico exacerbado, controlado sin arrebato remilgado, ya nos deja ver dispares variantes. Comenzamos casi con un tipo en una fiesta, y allí dirige su desorientación a la foto de un castillo en el que había tenido una vivencia muy intensa de niño con una vampiresa, pero está la escena, el instante, en un interrogante… una necesidad inmediata de dirigirse allí lo consume ahora. Y en esa misma fiesta o banquete o llámelo como quiera, bajo el comedor, una fotógrafa de inquietante parecido a PJ Harvey, con pintas de haber pasado por el 68 habiéndose metido la mayor variedad de drogas posible ─salida bien parada del asunto─, haciendo una sesión a una tipa rubia, pelo castaño. Mientras la fotografía, la excitación adiciona fogosidad al posado hasta el punto de querer masturbarse, tocarse de más para ojos pudorosos, pero entra el protagonista en escena. La sesión de fotos no aporta ningún detalle a la narración de la película; a este espectador no se le antoja gratuita. La chica no puede satisfacerse del todo porque la interrumpe el actor, y luego, hablando con la fotógrafa, posible informadora del castillo incógnito, ella le dice de esperar un segundo. Al volver, sus prendas han desaparecido. Lo burdo y obsceno se confina de este acto. En el universo de Rollin, los personajes pueden aparecer desnudos, vestidos, da lo mismo. Es una forma de vivir inventada, liviandad atractiva deseando verse traspasada al día a día. Que pudiese aparecer alguien desnudo porque sí y diese igual, tenía calor y hace falta quitarse la ropa de tanto en tanto.
Marie no juega
Dicho esto, la moral de Rollin es puesta a prueba, demostrada ante el jurado, cuando uno de sus personajes se niega a participar en el desfase general. Retomando Les paumées du petit matin, ese ser mostrando rechazo, asco, por la invitación a la perversión, es Marie. Acompañada de pudientes decadentes la noche antes de partir con Michelle hacia mares más calmos, permanece sola ya que su compañera medio disfruta la demostración de risible poder de un excombatiente en la Guerra de Argelia, armas colgadas en triste museo personal. Seducida a formar parte de un posible trío con dos féminas, Marie explota de rabia, esta no es su fiesta, el pasaje se le pierde con retraso baladí. La hoja cortante de una daga actuará de respuesta en la carne de las libidinosas asediándola. El arranque del río de sangre, código deontológico del cineasta: una criatura no puede ser tocada como las otras. El descaro de atemorizarla retorcerá el tercer acto en carnicería funesta.
ANGIE
He aquí una superposición de comillas, tras tantas imágenes retornando en trance. Dentro de esas coordenadas persevero distanciado de la evocación en pos de buscar, en cada retorno, un resquicio en el itinerario, una doblez singular en la chaqueta atada a la cadera, de lo contrario, tales maniobras de seducción no merecerían de mi parte más que simple desprecio. Y es que la edad va madurando en uno la perversión que lo habita, y esta se refina, se endurece, vive combatiendo la finura de los casticistas, enunciadores de moral desde el otro lado de la cómoda, intentando convencerme de las bondades de sus edredones, ningún interés, eliminación del juego. Por eso hago el camino de retorno e intento recorrer marcha atrás, dada la vuelta, un filme como The Rapture (Michael Tolkin, 1991). Allí Sharon peregrinaba el trecho del vacío moral hacia la duda religiosa, y honestamente creí ver un error al divisar semejante espiral de incertidumbres acumuladas. Quería llegar hasta las puertas del purgatorio postrero para decirle a la no-desvanecida protagonista del filme lo errado de su odisea, en tanto intentó aislarse de la forma del tatuaje encontrado en la espalda de Angie, poseída por la lujuria, y en vez de perderse en el interrogante de sus líneas, procuró encajarlo en una conspiración falsaria merecedora de poca atención. No, lo tensante, religioso, acechante, desazonado, era el supuesto nihilismo de Vic, verdadero conductor de pasados, encarnado en las pieles de un Patrick Bauchau experto en esos terrenos, curtido en disfraces bajo los cuales se esconden miradas que se pierden pero no miran (Éric Rohmer, Alan Rudolph), y al alejarse de él tan vilmente, dejándolo como mera nota a pie de página, la película y el personaje se condenan a la coyuntura, pero al comienzo, entre sombras, bajo la sutil inquisición de los extraños, yace un gobierno de imágenes, y en los minutos precedentes al éxtasis medio o mal filmado, se encuentran las escaladas de tensión de siempre, también renovadas, actualizadas, la patrulla de la noche, la honestidad de las ojeadas suspendidas, el punto justo de obscenidad elegante.
A Laura, por sonreír ante las virtudes de la desvergüenza y enfurecerse cuando esta cerca su libertad
Let teachers and priests and philosophers brood over questions of reality and illusion. I know this: if life is illusion, then I am no less an illusion, and being thus, the illusion is real to me. I live, I burn with life, I love, I slay, and am content….
Queen of the Black Coast, Robert E. Howard
El descubrimiento de un cineasta por el que se acaba sintiendo devoción es uno de los bienes más preciados en la cinefilia. Primavera de 2016, no tenía conocimiento de un nombre particular: Peter Thompson. Fue en un curso específico, impartido por Jonathan Rosenbaum, con la ocasión de la segunda edición del festival Filmadrid, donde lo descubrí como director, primer día de clase, 6 de junio, lunes. Ahí, una sala abarrotada pudo ver, en un DVD, Two Portraits (1982), Universal Hotel (1986) y Universal Citizen (1987). La conmoción, vasta, iba creciendo con el paso de los minutos. Al terminar el tercer filme, estaba unido, bisoño, a una persona que durante los múltiples derroteros de mi vida anterior residió en negrura. Torné al tónico hotel esa noche, encandilado por la probabilidad de volver a aquellos fotogramas, y me llevé la decepción, unida a la constatación, de advertir que un determinado trabajo no se había llevado a cabo. Thompson parecía no existir para la gran mayoría de la cinefilia. Era casi ficticio acceder a sus filmes en España, a excepción de Universal Hotel, que revisé entusiasmado. En mi cabeza resonaban las imágenes de Universal Citizen, llevadas en mí tres años desde entonces como un secreto deseoso de ser repartido con el resto. En ese intervalo de tiempo tan efímero, aquella película había suturado algunas grietas que yo veía surgir en el territorio del cine, sugerido una manera de subsistir, soñar, filmar… Celuloide de enseñanzas morales indirectas, júbilo por estar en el planeta compartiendo la intermitencia de la vida. Esos tres abriles venideros llevé conmigo, en diversos viajes, imágenes cambiantes en mi mente: ruinas guatemaltecas, un rostro de mujer congelado a través de diferentes superposiciones, el canto de una niña maya. Fue el 2 de octubre de 2019, miércoles, cuando pensé en intentar de nuevo encontrarlas, habiendo retornado los fotogramas de esos filmes a mi pensamiento. Éxito inesperado y pequeña rabia al no haber buscado con la debida atención. Todas las películas se podían adquirir en Vimeo pagando un precio renacuajo en comparación con la alegría proporcionada. Así, regresé a la obra de Thompson y pude ojear los dos filmes restantes, El movimiento (2003) y Lowlands (2009).
Al rematar la cita, comenzó una deuda para con el cineasta, retornar algo de lo regalado, en forma de palabras, una tentativa de rememoración escrita de las emociones y sensaciones que su obra, tan confidencial, llena de sigilos, elipsis, empero generosa, cándida, me había otorgado. La bibliografía era prácticamente nula. El trabajo se tendría que empezar desde un lugar cercano al cero, y la casa debería construirse partiendo del suelo. Dado que no se había posado apenas el pensamiento escrito sobre su cine (o casi nadie había dejado constancia), uno tiene la necesidad de no excederse de la línea, cumplir con las obligaciones de un programa de desentierro, procurar describir la vibración de los metrajes, las conexiones uniendo cinco filmes, los vínculos que fusionan a Thompson con la historia del cine, furtivos. Dejar constancia, menudencias aparte, de un hecho: esas películas existen, y han hollado la mirada de una persona.
La luz del secreto se alumbrará, evitando quebrarlo, habiendo dado unos cuantos pasos, recorrido un buen trecho. En los escritos, en el cine, a veces es conveniente no ofrecerlo todo de primeras, ceder la revelación al aire y, poco a poco, si este relato ha sido en alguna medida provechoso, irla destapando para el lector. A fin de cuentas, uno solo quiere introducir el deseo de llegar, como yo lo hice hace más de un lustro, a unas películas tapadas sin mesura merced al desconocimiento y el olvido. Con el ademán de Thompson, comenzamos caminando ciegos, pero manteniendo un poco de fe, conseguiremos abrir los párpados.
EXHUMAR LOS FOTOGRAMAS
Programa de desentierro y rastreo, el primer impulso azotando el raciocinio del crítico, el corazón del teórico, ansiosos por quitar el polvo de los viejos escritos, aliviar la agonía del celuloide para transportarlo del almacén a la Historia. Existen aberturas palpables, trechos en los que todavía es posible perderse, superficies, lesionadas o abocadas a la entropía, sobre las que vagar impávidos. Un primer paso, entonces, viene vinculado a un nombre, Peter Hunt Thompson (1944-2013), secciones en el tiempo que nunca fueron borradas de los libros, ya que rara vez se las inscribió en ellos. Programar, prevenir del desvanecimiento a un añico de mundo. Fechar la cronología, como el cineasta tuvo a buen recaudo hacer con cada trivial dato que conformó la vida de su padre, Tommy Thompson (febrero de 1896-abril de 1979), culminada en muerte premeditada. Conviene, dada la afanosa faena, ir paso a paso, filme a filme, y detenerse en los fotogramas, estancar la detención, dar cuenta de lo que los minutos registrados recuperan, ser conscientes de las ausencias que el movimiento de los planos va dejando tras de sí. Esperas entre obra y obra, elipsis dentro de la diégesis, espejamientos tratando de hermanar, sin por ello pudrir, los vínculos entre la palabra y la imagen. Un fotograma retorna para adquirir nuevos jadeos después de haberse perdido en el laberinto del tiempo fílmico y resuena en nosotros la resignificación insobornable que, palabra tras palabra, aspiramos transferir al pasaje escrito.
Cuestión de binomios, dentro del propio corpus fílmico y refiriéndonos a este como un todo. El todo: Two Portraits, dividida en Anything Else y Shooting Scripts, Universal Hotel/Universal Citizen, El movimiento y Lowlands. El interior: deshielo emocional, de Dachau a Guatemala, incluyendo a Johannes Vermeer (1632-1675), represor, tendente a producir fueras de campo con sus dedos en esta historia, y Catharina Bolnes (1631-1687), resistente, proclive a la protección de lo que sus manos puedan hacer perdurar. Una línea que trazamos a lo largo del montaje; anonimato histórico manifestado y traído de vuelta en forma de fotografías (cineasta-hermeneuta) y dibujos (Tauber en las tintas) de la II Guerra Mundial, una niña maya adoptada (María) afincada en Guatemala encuentra la salvación de la Historia en forma de correspondencia con Vanessa, puertorriqueña domiciliada en Chicago, prohijada por Thompson y Mary Dougherty, su mujer, psicoanalista fiel a Carl Gustav Jung.
El sueño del cineasta unido al de sus amigos, pero también el del sujeto de pruebas en Dachau y la postrera alucinación mísera de la esposa del pintor europeo, viéndose despojada poco a poco de sus pertenencias, a la deriva, la pesadilla de la desmaterialización. El cineasta vive bajo la bienaventurada ilusión de acoplar su pensamiento al del otro, convirtiendo los procesamientos de la memoria en fotogramas; las ideas cuales sellos que ponen en funcionamiento el tren, traquetean sobre los raíles, canalizan lo mental a la realidad. Todos pasan por la vigilia y nos relatan, fábula, fotograma o dibujo mediante, lo que su inconsciente ha proclamado en duermevela, de tal forma que no solo rastreamos las huellas de los zapatos o pies descalzos aplastando la tierra, sino las del encéfalo; estas últimas, indirectamente, asimismo labrarán el suelo –noción de colectividad alejada de delirios y empeñada en des-individuar a la personalidad del ego, la imagen del egocentrismo–. Urdimbres de alucinaciones se entremezclan en comunión, sin cristalizarse en motivo inmediato, pero sí ayudando a reunificar una cierta manera de estar en el mundo, amaneciendo con el tacto de la narcosis y trabajando a la candela del pensamiento: soñar mientras se trabaja y trabajar mientras se sueña. ¿La cabeza en la luna? No, la mente en la tierra.
La herencia traspasada en la guerra franco-neerlandesa, del pintor a su esposa. Sin embargo, Don Chabo, chamán maya residente de Yucatán, lega a William F. Hanks, lingüista y antropólogo estadounidense, mucho más que bienes materiales: toma a este como aprendiz, intenta, con palabras y gestos, transmitir durante años, entre la madera y la hierba mexicana, cómo existe en las ruinas de su microcosmos y los métodos de curación espiritual que pone en práctica día tras día. La cámara participativa de Thompson recoge cada una de estas lecciones entretanto las personas se convierten en personajes, trastocando sus personalidades en roles, erigiéndose ellos mismos en codirectores. Lo que pervive en los documentos o azulejos abajo es lo que el cineasta extrae y registra vía grabación o montaje, recolección de imágenes mediante. De repente, nos convertimos en beneficiarios de la Historia, puesta en yuxtaposición gracias a ese fino hilo que recorre las décadas, obligada a chocar cuando una voz contradice la imagen; Guatemala recupera las estelas de los indios mayas, habitantes de Tayasal, el último baluarte de su imperio, y esa hebra da cuenta de la transmisión y los reflejos que se producen entre los siglos (el caballo de piedra tallado por los mayas y el anillo de plata negra que el hijo pierde en el lago Peten Itza). Entre-imágenes, el negro o la foto, la detención, unas veces manifestada de manera evidente en Universal Hotel y otras subrepticiamente en los lapsos de tiempo que separan un periodo histórico del otro; la imagen suele impugnar la palabra (Lowlands). ¿Qué ocurre en el interior del transcurso fílmico cuando se cambian los formatos, se introduce el congelamiento (la oposición al deshielo)? Se crean oposiciones, que no dualidades, se magnifica una cosmogonía donde el cineasta, ávido ensamblador de la materia y el inconsciente (alejados por oportunistas) se mueve y participa, dejando participar, no permitiendo el desfallecimiento de su huella.
De entrada, rastreo. Hace falta viajar en busca del intersticio, obviar el destino fijado, y convertirse en hermeneutas, prestando especial atención, o en igual medida, a lo que nos dicen los archivos y lo expresado por los sueños. Estas palabras se entrelazan, las une y fractura una voz, la de Thompson, que musicaliza los vacíos, contrapuntea el ajetreo de los planos. Dentro de la cronología y con detenciones elocuentes en la jornada. Recapitulamos para justificar la no-sumisión de estos filmes a un único concepto, el rechazo a la analogía forzada; cuando se trata de exhumar, más nos vale escribir con una mirada cercana (Zunzunegui), combinando la visión global y el detallismo microscópico si la ocasión lo merece. He ahí el motivo de que, en primera instancia, optásemos por ir filme a filme, desgranando las diversas capas de sentido, que no significados, puestas en marcha anejas al découpage y los cortes; Straub afirmaba: los “encuadres que se vacían”, no sé lo que son. Les compete a ustedes saberlo. Puedo decir que es un elemento del ritmo. Es todo. Y estos ritmos adquieren no un “significado”, sino un “sentido”, esto está claro. Una vez hecho este trabajo de recuperación de fotogramas, atendiendo a cómo estos van recobrando las cuestiones anteriormente mencionadas de cronología, binomios, sueños, herencia y entre-imágenes, asiendo los pocos datos biográficos que puedan resultar pertinentes en el rescate de un cineasta, se ha intentado dar una visión de conjunto para, al fin, enmarcar en los libros lo que hasta ahora ni se había suprimido de ellos. El primer paso es dar a ver, y luego otros ya se lanzarán a interpretar. Las dos operaciones están más cerca de lo imaginado, de la misma forma que bajo dos azulejos a los que el cineasta solía mirar incansablemente de pequeño se escondían todas las miserias de Catharina Bolnes, las violaciones como política de guerra en los Países Bajos, Delft durante la II Guerra Mundial y un testimonio para el Tribunal Penal Internacional en La Haya, enjuiciando a un criminal serbobosnio.
ATURDIDOS AL ENCENDERSE LAS LUCES
Los filmes de Thompson me han permitido una suerte de redención y vuelta a empezar, pronosticar que el cine instaura una tabula rasa y, al mismo tiempo, me emplaza dentro de una saga que continúa aún hoy. La oscuridad en la que los ojos miran sirve de hogar a los huérfanos y niños perdidos. Acaso necesite más tiempo para desandar mis pasos y volver al punto de partida, darme cuenta de que solo empecé a patear con la esperanza de encontrar una sombra en el otro extremo de la vereda. Dos emociones: alegría por dejarme ir y tristeza por sentir que quizá nunca logre encontrarla. El cine de Thompson roba algo del espectador, le familiariza tanto con el mundo de espectros que termina cambiando. No es un trueque negativo, es bueno que un cuerpo dé algo a cambio cuando otro necesita de él. Dos cuerpos en interrelación: el mío y el de su cine, tensionados en virtud de los ojos. Mi historia con el cine de Thompson ha sido también la de una relación de pareja, aprendiendo a respetar los límites, secretos y momentos de intimidad de mi compañero. No quiero verlo todo ni deseo tenerlo todo. Que me permita ver de vez en cuando algunas cosas me basta. Observar sus filmes es tensionar la mirada, ceder, dejarse ir viendo una serie de reflejos dejándose ir. En comunión, nos deslizamos a mitad de la experiencia. Crecemos y maduramos dentro de ese baile del ojo, salimos cambiados y después nos miramos en silencio. Sabemos que algo ha trocado, la ceremonia nos ha transformado. La culpable ha sido la noche, enredadera de luces y sombras, bailongo de fotogramas y píxeles trenzándose sobre la tela, en la pantalla, encantados y hechizados por la estuosa vibración.
Una algoritmia mudable renueva los interludios entre ciclos temporales; nada comienza el 13 de febrero de 1896 y nada termina el 3 de abril de 1979, salvo que el cineasta, cosa dudable, juegue con los 8 mm para agotar la existencia. Peter Thompson, hijo despojado de la filiación paterna, encuentra 12 segundos de película, posteriormente tensados a casi 15 minutos. Una pequeña tregua, rivalizando con descaro el óbito, tiene lugar en el transcurso de unos pocos pasos que acercan un cuerpo, ya fallecido, en las manos del hijo, del final de un pasillo de cualquier aeropuerto al objetivo de la cámara, clausurando el plano, partido en dos, con unos ojos cerrándose, porque no necesitan más del vástago, digno heredero: pierde el anillo paterno bajo el lago Peten Itza pero se redime, antes o después de la expiración, tramando la filiación eterna. Sabe muy bien que el despliegue ocurre en las coaliciones entreveradas de una vida marcada por la aritmética: miembro de la Ciencia Cristiana durante 62 años, 39 viviendo con una condición médica a causa de motivos religiosos (calculando, el achaque comenzó en 1919 y finalizó en 1958 cuando, siguiendo el deseo de su mujer, se operó y canceló la militancia), 41 primaveras y 271 días casado (haciendo conjeturas, desde 1935), de las cuales transcurrieron 22 hasta la intervención que mató dicha dolencia. 63 años después de su expulsión de la universidad, no volvió a tocar el motivo de su destitución, la bebida, ni las drogas, hasta que retomó ambas en 1979, dos días de abril, el 1 y el 3. ¿Deceso? Nada de eso, detención unida irreversiblemente a la inscripción. En medio de la caminata, desde el plano general al primerísimo primer plano, el filmador introduce otra imagen ─minuto 10:20─ acompañada de una conversación mediada por la borrosa voz de Tommy y las insistentes dicciones de su mujer, Betty. Cuesta arriba, un día cualquiera, perseverando, sin dar cuenta del dolor a nadie, hasta que las escaleras llegan a su término ─minuto 12:51─. Al traspasar el corte, se incrusta el rostro del padre, partido por la cámara en la parte superior, sonriendo, disminuyendo con el avance la profundidad de campo.
Shooting Scripts (A Portrait of Betty Thompson)
El verde del aeropuerto es reemplazado por el de un muro. La puesta de sol va cerniendo de oscuridad a Betty, dormida en una silla, mientras en off escuchamos su diario. La veracidad de los fotogramas se inscribe en los cambios lumínicos que anochecen el cuerpo y el jardín, o crea movimientos cuyo manifiesto toma la forma de ligeros balanceos. El sonido de la naturaleza nos llegará al final de la ensoñación, la cual ha transportado el pensamiento de la mujer a través de deseos de exilio a Europa, convenientemente asistida, recapitulaciones obreras sobre los objetivos y medios necesarios para aprehenderlos, aseveraciones irónicas acerca de la incapacidad aristocrática de los EUA para transmitir orden social; la vida como un reloj de arena, sueños de felicidad ─presente─ y visiones de esperanza ─futuro─. Casi 9 minutos destensados. El tejido del tiempo se cierne sobre los desposados y la contraposición entre unos ojos que se cierran y otros recién abiertos nos asegura que nada sucumbe en la transmutación, aunque no esté exenta la posibilidad de desfallecimiento del rollo material que un descendiente recuperó, obteniendo por el camino, más que un panegírico fílmico, unos cuantos hilos más de urdimbre incalculable.
«Durante el viaje cuidaba lo mejor que podía al gigante patagón que estaba a bordo, preguntándole por medio de una especie de pantomima el nombre de varios objetos en su idioma, de manera que llegué a formar un pequeño vocabulario: a lo que estaba tan acostumbrado que apenas me veía tomar el papel y la pluma, cuando venía a decirme el nombre de los objetos que tenía delante de mí y el de las maniobras que veía hacer. Entre otras, nos enseñó la manera con que se encendía fuego en su país, esto es, frotando un pedazo de palo puntiagudo contra otro, hasta que el fuego se produzca en una especie de corteza de árbol que se coloca entre los dos pedazos de madera. Un día que le mostraba la cruz y que yo la besaba, me dio a entender por señas que Setebos me entraría al cuerpo y me haría reventar. Cuando en su última enfermedad se sintió a punto de morir, pidió la cruz y la besó, rogándonos que le bautizáramos; lo que hicimos dándole el nombre de Pablo».
Primo viaggio intorno al globo terracqueo (1524), Antonio Pigafetta
A lo largo del tiempo, uno espera, mientras filma, que se produzca también una alteración tangible en la contextura de su mundo. El movimiento consta como el filme más largo de Peter Thompson ─una hora, veinticuatro minutos, catorce segundos─, así como el que más plazo le llevó finalizar ─el rodaje abarca, como mínimo, siete años de registros─, pues el objeto de su atención requería de la sedimentación consentida por los procesos naturales de erosión, de la gravedad que asienta el paso de los días, semanas, meses, años, para que algo pudiese florecer en su espíritu, fructificar luego en la mesa de montaje, finalmente, tras la maduración y ordenación cinematográficas, devenir una energía apta para ser compartida con el resto. Si hay un filme del chicagüense que pone especial énfasis en lo que puede legarse a través del entendimiento recíproco, las concurrencias afortunadas, es este. Aquí, lo oscilante del movimiento concierne a un estrecho vínculo precioso entre el aparato de filmación, la indeleble huella fílmica que supone para el mundo inscripto y las relaciones familiares, confraternas o de maestro-aprendiz que, a la sazón del tiempo, se solidifican y revelan como el sincretismo que puebla el mundo, cimentadas en el traspaso ritual de experiencias vitales, lecciones cultivadas y ensueños compartidos.
Para los involucrados en la experiencia de rodaje de Thompson ─caracterizada por métodos poco invasivos, a comentar en breve─, todo ello tiene lugar en las postrimerías del siglo XX, de 1990 a 1997. Sin embargo, estos siete años de visitas a Sudamérica serán atravesados sin cesar por el pasado acaecido y el futuro proyectado del continente, cuando, a principios del siglo XVI, en concreto, en 1511, al sureste de la península mesoamericana comenzaron a extenderse las chispas producto del choque entre civilizaciones distintas: un roce perpetuo hasta todavía hoy por siempre, el mestizaje pedagógico y social brotado de la acometida colonizadora. La voz en off dramatizada de Ernesto Escalante Ruiz tiene a buen recaudo situar el comienzo del filme justo en ese entonces, aunque la imagen nos muestre, por el contrario, a través de un trípode motorizado, la impresión de dos panorámicas que efectúan sendas vueltas completas sobre un mercado detenido de Oxkutzcab en el que el cineasta hará dos apariciones, la última de ellas, al cierre del círculo. Para no reincidir en los errores del pasado, evitaremos cualquier posible malentendido en la traducción, y remitiéndonos al carácter fundacional del texto, transcribiremos las palabras de la Crónica de Chic Xulub (1562) referidas por Thompson:
When the Spanish ship first arrived and the Spaniards set his feet and turned his eye on this land, Mayan merchants came where he had cast anchor, and they saw the white banners waving and were asked in Spanish if they were baptized. But the Mayan merchants did not understand Spanish and they said “Matan c’ubah than”, which means “We do not understand your language”. And the Spaniard asked: «What is this place called?»and we answered “Matan c’ubah than”. And the Spaniard said «“Yucatan”, we should call this place “Yucatan”». And the Mayan merchants said «Yes, that’s it: “Matan c’ubah than” (We do not understand your language)». And so this place here, our land, which we call the land of the pheasant and of the deer, the land of the ordered cycles, came to be called “Yucatan”. (1)
Transportando el foco de atención cuatro siglos avante en la historia, retornamos a la cuestión del movimiento planteada en el arranque. Los principales ejes que hilvanarán esta mecedura unen al cineasta Thompson con su amigo William F. Hanks, antropólogo y lingüista de la universidad de Berkeley, aprendiz a su vez del chamán Don Chabo, residente en Yucatán. ¿Quién es Don Chabo? William, desde hace trece años discípulo del hechicero, nos lo intenta explicar mediante diferentes testimonios a cámara condensados en unas superposiciones casi invisibles. Thompson, como su condiscípulo, se inicia en los ritos mistéricos encargándose de registrar la fundamental cuestión puesta en juego: cómo inventariar la actividad diaria de Don Chabo consistente en diversos métodos de curación espiritual, ofrendando a todo aquel que presencie este metraje, necesariamente alguien viviendo sobre la tierra tras la muerte del chamán, una serie de encuadres lo bastante circunspectos como para transmitir al espectador, cuanto menos, una ligera idea de la meticulosidad, minucias y sentimientos, fuerzas que se alzan a diario, en cada una de las sesiones o jornadas de curación espiritual. Un diverso número de pacientes, vecinos afligidos con nervios que no dan piedad, más allá de toda cura, convocan diagnósticos de enfermedades miasmáticas de intrusión, posesiones satánicas ante las que el curador siente, al intentar contactar con el aura del cuerpo físico, la descarga de una valla eléctrica, estómagos inquietos ardiendo; la fisiología inclemente arrojando vidas por la borda.
Tomas ─cabe resaltar, supervisadas y acreditadas por el curandero, en absoluto legadas a nosotros sin su consentimiento─ que horadan las pupilas con honradez pedestre, sin que para su consecución haya sido necesaria la colocación de los distintos aparatos de filmación en un punto de la dimensión doméstica alejado en demasía de las citas diarias de Don Chabo, conformándose, por el contrario, en elementos de la compañía, rehuyendo la cautelosidad falsaria de quienes identifican el parapeto del tomavistas como un más acá del límite, cobardía insistente en asumir con pesadumbre la imposibilidad de cualquier traspaso total, estrategia en visos de facilitar la contemplación de lo ajeno con occidental desfachatez: el telescopio exótico tras el que busca atrincherarse el pusilánime temeroso de mancharse los ojos. A petición de Thompson, el cineasta John “Jno” Cook, también diseñador de cámaras, le suministró una serie de aparatos y trípodes ensamblados ad hoc para el registro del retorno e impulsión de tales energías, temporalidades cíclicas. La impresión en celuloide de las dos vueltas al mercado detenido de Oxkutzcab, antes comentadas, fueron realizadas con una cámara motorizada capaz de tomar, por medio de la técnica slit-scan, una imagen horizontal continua en celuloide de 35 mm sin líneas entre fotogramas. En la mayoría de ocasiones, Thompson se sirve de una videocámara acoplada a un trípode motorizado con capacidad de inclinarse 180º y rotar 360º, mientras que en el hogar de Don Chabo se desplegaron una serie de cámaras automáticas con temporizadores variables y lentes de campo plano. Los requerimientos artesanales de dichos aparatos de filmación, así como su necesaria adaptabilidad a las especificidades técnicas para el trabajo de campo in situ (baterías de bajo consumo, solidez de los aparatos, resistencia al calor, a la humedad, a los insectos, etc.), precipitan la calidad de imagen hacia cierta sequedad agreste, las ópticas, de poco recorrido y de una inflexibilidad férrea, tendentes a provocar aberraciones lumínicas, otorgan a las diferentes vivencias que se nos proponen un reposado deje perspectivista.
Después de enfrentar, durante los dieciocho minutos iniciales, la percepción del espectador con un sumario de rituales pesados y secos ─a Dios gracias, eventos no dramatizados hasta la osadía, más bien optando por una vía paralela que corta, casual, a diversos detalles, no del paciente o su fisonomía, sino del escritorio de trabajo del chamán, poblado de diversas medicinas alternativas, hojas, ramas, cristales, retratos de la Sagrada Trinidad, todo un universo constelado de pequeños objetos que sobrepasan la categoría de mementos, puesto que a partir de cada uno, como el filme tiene a buen recaudo mostrar, puede el chamán pasarse horas relatando su procedencia, describiendo sus usos, transponiendo su metafísica (de una simple planta empieza hablando de la raíz y termina recalando en lo que la relaciona con Júpiter, etc.)─, William nos legará, en una conversación tranquila, la vida de Don Chabo, intensamente marcada por la cronografía de la geografía que la acogió; palabras que nos esclarecen también, tras diversas recapitulaciones, a medida que los minutos del filme transitan, qué empuja a un antropólogo de Berkeley como él a pasar tantos meses del año allí.
Trescientos años después de la llegada de los españoles, se cuentan en el territorio dieciocho hambrunas y diez epidemias, media docena más de las que ha podido experimentar cualquier individuo en la historia en el lapso de una vida estándar. La tarea franciscana de reconversión espiritual difícilmente puede decirse que dio los frutos esperados, y el resultado fallido de este intento de cesión mística lo podemos ver en Don Chabo: una suma de diversas ramas del paganismo mezcladas con el catolicismo. El hombre nació en Mani y, en efecto, fue entrenado por los franciscanos; con veintitrés años se casa y tiene dos hijos, pero la desgracia pronto le azota en la forma de una plaga de langostas que deja a su familia en un estado ínfimo de supervivencia: solo les queda, para comer, la corteza y raíces de los árboles, símbolos del hambre en las historias de nativos del periodo colonial. Dos o tres años más tarde, sumido en la desesperación, llega desde Mani a la devastación de Oxkutzcab y termina en los bosques del sur de Quintana Roo, trabajando un campo de trigo perteneciente a algún blanco rico de Mérida, con una alimentación deficiente y ridícula a modo de compensación por el trabajo diario. Momento de la revelación: al salir del trigal y dirigirse hacia su casa, escala el árbol cercano y, sujeto por las ramas, comienza a cantar con toda la fuerza posible. ¿Por qué cantó Don Chabo? Estaba, no es poca cosa, feliz de estar vivo. Es de ahí, nos cuenta William, de esa hambruna sentida en sus huesos, estómago y ánima, que nace su vocación, el lugar al que regresa en cada una de las sesiones de curandero que efectúa en su propio hogar.
Metamorfoseándose con el propio Thompson, este segundo autor dentro de la película opta también, en un determinado punto del relato, por inscribir dentro de la sucesión de la historia una verdadera elipsis, iluminadora de un misterio que no hace más que acrecentar la mitología que él mismo ha llegado a crear a través de los abriles mediante su práctica. Al contemplar cómo se pone en escena ese relato que Don Chabo intenta representar junto con Thompson, podremos ver las uniones que lo atan con el núcleo de Universal Hotel (1986), aquel en el que se sucedían las series de imágenes de los experimentos nazis en Dachau, por una cuestión formal, de ritmo, pausas y retornos. El chamán quiere que se filme el comienzo de su vida como hechicero, la epifanía ya mencionada, esa “felicidad de estar vivo”. Y es que, durante esa década de los noventa donde El movimiento tuvo lugar, en el segundo año de rodaje, Thompson compró papel y lápices de colores para que Don Chabo pudiese esbozar algunas de aquellas visiones contadas a los norteamericanos durante el primer año de filmación. Uno de los dibujos resultó ser especialmente bello, peculiar, y para el hombre de Mani describe la relación del Hombre con el Mundo. Resumiendo, una serie de planos filmando el hogar de Don Chabo y los bosques cercanos, en los que él desaparece, se disuelve, literalmente, a través del montaje. A partir de ahí, un juego entre la escenificación del chamán, la inclusión de sus dibujos y siete intertítulos en blanco sobre fondo negro. La historia, el corazón de la práctica, merece ser re-narrada: una mañana, como cualquier otra, el chamán camina hacia casa a través de los árboles, después de haber trabajado en el bosque todo el día. El sendero está abierto de par en par. La noche asola de repente, y el brujo se pierde. Dios le lleva a llanuras forestales que jamás había pisado. Allí, diferentes ejércitos luchan por su control, en la huida, se ve obligado a tomar una decisión, entre el Bien y el Mal. Primero ve a los cinco Espíritus hermanos del Jaguar, luego al mismo Dios Verdadero, y “lo sabe”. Lo que tiene que hacer: ceder de rodillas, suplicar, porque está hecho de lodo y requiere del cuidado y piedad divinas. No cometerá maldad alguna de aquí en adelante. Siguiendo a la gran negrura, el despertar, los brazos contra un Árbol, como Jesucristo en la Cruz, y todo era Luz. El agradecimiento a Dios por su propio despertar se efectúa. Sus propios perros aullando lo llevan de vuelta, el largo camino a casa. Al volver, Don Chabo se encuentra mareado, y la mujer enfadada. Ha estado fuera siete días. Pero dónde, el mago no lo dirá.
A partir de aquí, comenzó un periodo en su vida donde se desvelaba de forma habitual merced al sonido de voces llamándolo desde su tejado, pidiéndole que se conectara. Es en este momento de la narración, cuando la escenificación de Don Chabo termina (él ha sido el único actor), que se recurre a cinco fotogramas, unidos mediante cuatro superposiciones mostradoras de un individuo dormido sobre una hamaca capturada en plano cenital. [Conviene rememorar los fotogramas superpuestos del final de Universal Citizen (1987), con esa Mary J. Dougherty, mujer del cineasta, aquí asesora creativa, exaltada, congelada para nuestro particular deshielo emocional]. Lo que muta en ellos: ligeras variaciones de la posición del durmiente, la introducción de un perro acurrucado a su izquierda, el cambio de posición del chucho al otro lado del soñador que, rematando, en la penúltima instantánea, permanece sentado sobre el catre con un sombrero. El último fotograma registra la yacija vacía; detención del movimiento para verificar los agujeros del hermeneuta humilde. En el reverso de estos fotogramas, existe la fabulación y el gozo de dejarse llevar con la mente hacia lo incognoscible. El encéfalo trabaja, perviviendo El movimiento en la inmanencia. Las decisiones formales se escapan de una sola mano, y la escenificación de los otros llega hasta tal punto que el propio Don Chabo ordena cortar a Thompson en una ocasión, y no es baladí que ese mandato sea incluido dentro de la diégesis del filme: es necesario que entendamos la capacidad de metteur en scène de la persona alrededor de la cual gira este movimiento.
Bajo ninguna circunstancia puede enunciarse que el chamán encierre algún tipo de ejemplo paradigmático, al contrario, Don Chabo tratase de un caso límite, como lo era Menocchio ─de nombre oficial Domenico Scandella, de profesión molinero, procesado por la Inquisición en el siglo XVI─ para el historiador italiano Carlo Ginzburg en Il formaggio e i vermi. Para William, todo comenzó en 1977, durante una estancia de tres meses con el propósito de efectuar un trabajo de campo universitario, no conociendo aún ni el castellano ni el maya, viéndose su curiosidad atraída, aumentada, por la asistencia a una ceremonia cuya solemnidad giraba en torno a la lluvia y tenía en el centro al chamán cantando; un segundo retorno en 1979, habiéndose imbuido de los elementos comunicativos esenciales constitutivos de aquella mezcolanza entre castellano y maya, crea el vínculo duradero. Lapso temporal. Telegrama de los hijos, de Yucatán a Chicago (¿el único en la Historia?, se pregunta Hanks), pidiendo ayuda porque Don Chabo se encuentra en su lecho de muerte. El antropólogo acude sin dudarlo y, encontrándose en una de las salas pobres del hospital, intenta hacer lo posible, mediante los métodos aprendidos en los años anteriores, para sanar a Don Chabo. ¿Cuál es el ritual? Santiguar. Palabras correctas, según el moribundo chamán, pero respiración inadecuada. Hace falta cantar más. Por suerte, el chamán se recupera y, poco tiempo después, Will se convierte en padrino del nieto de Don Chabo, compadre para su hijo mayor.
Los intereses antropológicos de William versan, efectivamente, sobre el lenguaje. En concreto, sobre los procesos de reducción fonética del léxico maya al castellano, fruto de la subyugación reorganizativa del idioma nativo acometida por la intelectualidad de la Orden mendicante con fines religiosos. En 1746, Pedro Beltrán deja constancia de ello con el Arte de el idioma maya reducido a succintas reglas, y semilexicon yucateco, pues, por la natural extensión burocrática, de aplicación del poder, de la potencia encarnatoria que ponía en marcha esta reconversión idiomática, acabó llamándose indio reducido a todo aquel nativo que, ciñendo con corrección su maya al paradigma lingüístico del español en ciertos términos, conquistara una serie de usos básicos de civilidad social y religiosa. Una conmensuración monodireccional propia del proceso de sometimiento colonial, tiránica, pero realizada con franciscano tiento:
«Los misioneros tenían claro en sus escritos que las traducciones del lenguaje sagrado debían ser bellas, resultando así memorables y más conmovedoras para los indios. El análisis minucioso de las oraciones básicas en maya reducido revela un grado apreciable de paralelismo poético, regularidad métrica y simetría de enunciado. En una oración como la de confesión, el afecto penetrante de la contrición, expresado como un corazón lloroso en maya reducido, amplía todavía más la experiencia para cualquiera que busque el sacramento de la reconciliación. Si tomamos los escritos de los misioneros al pie de la letra, la traducción doctrinal estaba trabajada estéticamente y pretendía mover las emociones. Esto sugiere que deberíamos añadir un quinto principio a la conmensuración [los cuatro anteriores eran capacidad interpretativa, economía, transparencia y base indexable]: Belleza. Una traducción bella es mejor que una no bella. Esto también se hace eco de la preocupación misionera por el orden y la belleza emotiva en los espacios sagrados de las iglesias misioneras. De este modo el lenguaje podrá llegar a confluir con el espacio, los cuerpos y los sentimientos cuidadosamente orquestados». (William F. Hanks, 2012)
La fundacional Crónica de Chic Xulub con la que se iniciaba El movimiento fue redactada por Nakuk Pech ─noble señor de tierras quien con la llegada de los españoles devino el perfecto ejemplo de indio reducido─ en su lenguaje maya nativo, fonetizado y constreñido, empero, al auspicio de los frailes a partir de aquel castellano. Ernesto Escalante Ruiz (voz en off dramatizando el texto) lee en la Crónica inicial “baptized”, mientras que el trabajo académico de William tiene a bien subrayar cómo la policía católica dobló al maya dicho ritual sacramental cristiano con la oración “oc-s-ic ha tipol”, traducción literal, “ocasionar la entrada de agua en la cabeza”, tal como aparece formulado de modo original en la crónica. El filme, cosa viva, presente en acto, no puede permitirse enredarse, como sí puede hacerlo un escrito de investigación o filosófico, en páginas y páginas de grillas contenedoras de correspondencias sistemáticas entre expresiones, pero sí licuar de dos giros certidumbres y fijezas, hacer emerger una vertiginosa sospecha mayúscula por medio de convocar el doloroso pragmatismo inherente al lenguaje; al respetuoso caso de la invasión colonial, sirven la parábola de la etimología del territorio “Yucatán” y sendas panorámicas al mercado de Oxkutzcab detenido, cortes custodios de cinco siglos.
Hemos mencionado ya a parte de la familia del chamán. Consideremos un breve instante este árbol genealógico. Los nietos suelen visitar a su abuelo, viven en la capital y su lengua materna es el español, prefieren estar en la vivienda de su antepasado porque así se saltan la escuela. Alrededor del altar, están las casas abandonadas de los hijos de Don Chabo, ahora pertenecientes a los nuevos vecinos. En la tierra de uno de ellos, moran las medicinas necesarias. Al brujo se le permite recolectar hierbas de los mismos lugares que durante décadas ha visitado. También en las cercanías se topa una cabaña para cocinar, pero ya el hombre no adereza nada allí porque era su mujer la que solía hacerlo, y ella abandonó años atrás estos parajes que describimos. Su nuera es la que cocina ahora, Margarita, con tres hijos, dos chavales (Gordi, Manuelito) y una muchacha. Su casa en Mérida está llena de hamacas. El trabajo con los hilos es filmado con cariño por Thompson ─también el ocio (el baile de Gordi, uno de los nietos)─, y presenciando esta heredada artesanía familiar hilaremos de dónde sacó Don Chabo los argumentos con que zanjó sus desavenencias teológicas con el párroco local: un día, el cura irrumpió en su choza, y señalándole el crucifijo, le acusó de tenencia de artefactos que contrarían a Dios, de ostentar el arma donde se asesinó a su hijo, Don Chabo por su parte, mostrándosenos más sagaz de lo que nos había parecido hasta entonces, dio por terminada la discusión replicándole que la cruz fue la “hamaca” sagrada donde sufrió Cristo.
La presencia del director es sutilmente cuestionada por el entorno de Oxkutzcab, mediante las preguntas de unas vecinas que visitan a Don Chabo, también dudando del mantenimiento de Will como aprendiz sin exigirle ningún tributo económico, o a través de algunas líneas de diálogo sueltas: Manuel Castillo Ewan, el hijo del chamán, hace notar a su padre, mientras están siendo filmados, que esa cámara lo está registrando todo. Tanto él como su mujer, Margarita Hoil Kanche, tienen su doble introducción en el filme a través de una duplicada línea de subtitulado, en su idioma nativo y en inglés, con unas breves palabras de presentación, mirando a cámara, del todo austeras y contingentes. Thompson reaparece dentro del encuadre en ocasiones dispersas, cuando el aparato está en automático (así nos lo hacen notar unas líneas de texto sobreimpresionadas en el plano) para cargar un trípode que saca de la choza de Don Chabo, o mismamente para apagar la cámara dentro de la cabaña. No obstante, hay una aparición del cineasta que resulta significativa, teniendo lugar en la casa de los hijos del chamán: uno de los nietos sostiene una cámara y apunta hacia el objetivo, con la intención de fotografiar al portador del aparato que lo filma. Lo siguiente que contemplamos es, majo inserto, la foto del cineasta filmador siendo capturado por uno de sus sujetos, mientras él mismo sigue con la cámara al hombro que le tapa la cabeza. Con este apoderarse del objeto para capturar al cazador, recordamos a Mary, haciendo aparecer el rostro de su marido en el encuadre en Universal Citizen durante un trayecto automovilístico. Acto de humildad por parte de Thompson, que no duda en darse a conocer furtivo, más que en ningún otro filme suyo. La última foto de familia también lo ve dentro del encuadre, o en una sesión de natación con Will, en un hotel de turistas, tras despertarse en camas con sábanas, que sirve, de nuevo voz en off mediante, para observar otro de los vínculos que une a los dos amigos, sincronizados en las brazadas, circulando en delicada sintonía. Ambos se conocieron por primera vez a través de vueltas de natación en Chicago.
Traspasando estas vetas temporales, como es habitual en el cineasta chicagüense, se encuentran los sueños propios y los de los otros. Lo que caracteriza el aspecto onírico de este filme es un carácter más estanco que en Universal Hotel y Universal Citizen, reservados los ensueños para los fragmentos de la obra sucedidos en Chicago, ciudad a la que se vuelve, descontando el viaje final de regreso, para fantasear. Aun así, el sueño no es ilustrado, sino que se atiende a un ejercicio de analogía libre entre el pasar del tiempo en el parque Grant de la ciudad natal de Thompson y la descripción de lo que ha acontecido en la mente adormecida de los relatantes. Mientras los sueños se narran, experimentamos el paso del tiempo en Chicago mediante fotografías del parque Grant tomadas con una cámara fija de ángulo elevado, haciendo una exposición por día. Thompson insiste en que aquí, a diferencia de lo que sucede en sus otros filmes, la modorra es un puerto seguro para la subjetividad. El primero tiene lugar en 1990, Chicago, Illinois, EUA, y es del propio Peter; el segundo, misma zona, un año después, de Will. En ambos se intuye, valiéndose de la figuración, el miedo de lo que la herencia pone en juego, la transmisión de aprendizaje entre el chamán, hijo, cineasta y aprendiz. También Manuel, el primogénito de Don Chabo, más que soñar, sufre una pesadilla en la que él es un chamán, como su padre.
Cerca del final del metraje, 1994, Margotte se derrumba, su hija la espera a la entrada de la clínica. Tres años después, retorno de los dos amigos americanos al hogar de Don Chabo, ya muerto; el sitio está descuidado y abandonado, la tierra y lo que la rodea ha sido vendido, pero el nuevo propietario tiene miedo de poner pie allí debido a todos los espíritus. La puerta está abierta, el altar permanece enmarañado de telas de araña, intacto desde 1995, el día en el que el chamán fue llevado al hospital. Thompson envuelve a los santos para llevarlos a Manuel, el hijo mayor del chamán, en Mérida. Pero el vástago le dice al cineasta que él, Thompson, es el heredero de papá, así que los objetos proceden a ser envueltos en tela blanca para el largo viaje a casa.
Casi 500 anualidades de historia continuamente interrelacionadas; el relato oral persistente, como vemos, es uno de los instrumentos inefables mediante el cual la crónica circula. Flujos de tiempo puestos en forma a través del montaje y de la circulación propuesta entre la pista de sonido y el registro profílmico. Desde el año en que Yucatán comienza a ser, pisada tras pisada, colonizada, hasta la concluyente vuelta a Chicago, donde Will nos muestra, después de la defunción de su maestro, mediante los objetos legados por Don Chabo o recuperados de Oxkutzcab, aquello que, por el momento, resiste al vendaval del tiempo.
Las únicas cosas que Don Chabo llevó con él al hospital fueron su propia cruz y los cristales. Margotte, Manuel y el resto de la familia habían cuidado de él lo mejor que pudieron, pero no había cura para su cuerpo gastado. No más hombres viejos incurables vendrían a su altar, o mujeres buscando brujería, o víctimas de brujería en necesidad de exorcismo. No más bebés que calmar o gente que bendecir antes de que se dirijan al norte como trabajadores migratorios en los Estados Unidos. Sosteniendo sus cristales y su crucifijo, y todos los años de oración grabados allí, Don Chabo hizo su travesía. Antes de morir, cosió la cruz al chal y ató una nota al mismo: “Will, t’inkaatik tech le cruz yetel le sastuun. Tech t’in curazon. Ten t’a curazon”. “Will, quiero que te quedes con los cristales y la cruz. Estás en mi corazón. Estoy en tu corazón”. La mano estaba temblorosa pero las palabras eran claras. Esa era la cruz en la derecha, la que Don Chabo cortó de un árbol veinte años atrás. Margotte hizo el paño de altar para envolverla. Los cristales llegaron a Don Chabo uno a uno durante su vida. Esa fue su vocación, y la vivió en Oxkutzcab. Ahora su cruz y la mía están una al lado de la otra en Chicago, y mis manos sostienen los cristales. No sé si algún día entenderé sus signos, o si señalaban el camino que podía seguir. A lo mejor Don Chabo tenía razón cuando dijo que no tenemos un camino, simplemente unos breves claros en el bosque. El resto del tiempo estamos perdidos y buscando cosas que no pueden ser vistas. A lo mejor eso es lo que ha sido tan difícil para Peter de filmar, también, y para mí traducirlo. Tan difícil que nos llevó diez años y tensionó nuestra amistad. Pero la voluntad es fuerte. La familia sigue viviendo en Mérida. Los niños son hombres jóvenes. Su hermana es una madre. Margotte y Manuel luchan para llegar a fin de mes. Habrá viajes al norte para trabajadores migratorios y viajes al sur para reuniones. Visitaremos la tumba donde enterramos a su padre. Portaremos su canción, y la vida dentro de ella.
HANKS, F. William. BIRTH OF A LENGUAGE, The Formation and Spread of Colonial Yucatec Maya. Journal of Anthropological Research. Vol. 68, págs. 449-471.
PECH, Ah Nakuk. Historia y crónica de Chac-Xulub-Chen. Trad: Héctor Pérez Martínez. Ed: Talleres graficos de la nacion; México, 1936.
NOTAS
(1) CRÓNICA DE CHIC XULUB (1562) REFERIDA POR THOMPSON
Cuando el navío español llegó por primera vez y los españoles posaron sus ojos en esta tierra, los mercaderes mayas fueron a donde habían echado anclas, y vieron las banderas blancas ondeando y fueron preguntados en español si habían sido bautizados.
Pero los mercaderes mayas no entendían el español y dijeron “Matan c’ubah than”, que significa “no entendemos vuestro idioma”. Y los españoles preguntaron: «¿cómo se llama este lugar?» y respondimos “Matan c’ubah than”. Y los españoles dijeron «“Yucatán”, deberíamos llamar a este lugar “Yucatán”». Y los comerciantes mayas dijeron «sí, eso es: “Matan c’ubah than” (no entendemos vuestro idioma)».
Así que este lugar aquí, nuestra tierra, que llamamos la tierra del ciervo y del faisán, la tierra de los ciclos ordenados, pasó a llamarse “Yucatán”.
ANEXOS
SUEÑO DE PETER (CHICAGO, ILLINOIS, EUA, 1990)
SUEÑO QUE WILL CUENTA A PETER EN UNA HAMACA (OXKUTZCAB, 1991)
Europa y su civilización hipócrita y bárbara es la mentira. ¿Qué otra cosa hacéis en Europa más que mentir, mentiros a vosotros mismos y a los demás, mentir a todo lo que, en lo más hondo de tu alma, reconocéis como verdadero? Os veis obligados a fingir un respeto exterior hacia personas e instituciones que sabéis absurdas. Seguís cobardemente ligados a unas convenciones morales o sociales que despreciáis y condenáis, que sabéis totalmente faltas de cualquier fundamento. Esta permanente contradicción entre vuestras ideas, vuestros deseos, y todas las formas de vida muertas, todos los vanos simulacros de vuestra civilización… En este conflicto intolerable, perdéis toda la alegría de vivir, toda sensación de personalidad, porque a cada momento os comprimen, os impiden y detienen el libre juego de vuestras fuerzas. Ésta es la herida envenenada, mortal, del mundo civilizado.
El jardín de los suplicios, Octave Mirbeau
En un solo parpadeo, mientras nuestra mirada se posa sobre los horizontes escrutables por los límites de los ojos, somos capaces de retener un número determinado de elementos, recolectar a vista de pájaro las coordenadas esenciales de una demarcación para, al volver a pestañear, recorrerla, una ojeada de paseante ocasional pertinente y utilitaria. Pero sujetando con pinzas los ojos, obligados a mantenerlos bien abiertos, podremos añadir la disyunción “o” a lo que antes no admitía variaciones. Así lo supieron ver Danièle Huillet y Jean-Marie Straub en 1970, cuando posaron su vista sobre el monte Palatino para recolectar la experiencia de Pierre Corneille, las dificultades al tropezarse con las peculiaridades de la lengua francesa de unos italianos entregados a la enunciación del texto, y su propia experiencia dentro de ese vasto territorio abarcador de todas las luchas de clase que uno va almacenando en el territorio de su vida social. Les yeux ne veulent pas en tout temps se fermer, ou Peut-être qu’un jour Rome se permettra de choisir à son tour. Ahora, después de una ligera transposición, diríamos, Lowlands o…
Como en muchos viajes, el punto de inicio es el hogar mismo, y este en concreto tiene dos dimensiones, mental y espiritual, ya que por la designada disposición de los bloques en el montaje se podría pensar que se produce un desentierro intelectual o una mirada honda hacia la trastienda de los fantasmas de la infancia. Dos azulejos, colocados en una pared pintada con un tono rosado, y vuelven las memorias de golpe. Historias que uno se suele contar entretanto queda absorto ante una imagen enmarcada. ¿Qué es lo que se ve en estos dos azulejos? En el primero, un simple hogar con su jardín y el mar a la vera, en el segundo, a un hombre y a una mujer siendo vejados para que abandonen un jardín por lo que semeja ser un ángel negro con un látigo. Pero uno de pequeño solo puede hacer lo que se le permite, en este caso mirar, no saber, al menos nadie se lo iba a enseñar, tenía que llegar el viaje posterior, en la edad adulta, para llegar a conocer qué acontecía en esos azulejos, provenientes del siglo XVII, pintados en Delft, época de Vermeer.
En los primeros minutos del filme tenemos una pequeña síntesis de parte de los procederes que continuarán después de su inicio: el paso de lo general a lo particular, del plano de conjunto al plano detalle y vuelta al conjunto, esta vez visto desde un ángulo diferente. Sin aparente relación, el ángel negro con su látigo exhortador nos lleva al 5 de abril de 1653, de Chicago a los Países Bajos. En ese año se inauguraría una cadena de acontecimientos que iría a desembocar en la mascarada final hallada al término del metraje. Juego de antifaces y construcción mental a la desesperada de Catharina Bolnes, a las puertas de la muerte, pero antes, 34 años concisos, hubo una boda, y el marido resta mencionarlo. Algunos de los sobrantes jugadores se establecerían en esa ceremonia, otros quedan fuera de cuadro, no obstante remarcados por la voz en off de Thompson, insistente a lo largo de todo el filme salvo durante el postrero sueño de Bolnes. Atendamos a las distintas maniobras que se realizan con el material de archivo, todas puestas en juego en este primer bloque, sirviendo como contrapunto para el relato en off del cineasta sobre la boda: ralentizado, congelación y superposición. Las dos primeras introducidas ya en el segundo plano del found footage, cuando dos críos anónimos caminan juntos cogidos del brazo, denodada formalidad, espejándose en las palabras de la voz: Vermeer y Bolnes se conocieron desde siempre. Forever, ralentizado y congelación. Dos manipulaciones de la imagen que inscriben con materia en la pantalla del filme una simple palabra, voto para la vida, sello irrompible. Superposición con el siguiente plano: un paneo vertical ascendente nos muestra lo que parece ser un edificio institucional descontextualizado, que adquiere nombre y función cuando Thompson alude al City Hall de Delft, emplazamiento habitado por los novios cuando acudieron para filmar su licencia de matrimonio en presencia de la familia. Banquete y recepción posteriores serán acogidos por un personaje clave en esta cronología, Maria Thins, la madre de Catharina, orgullosa de su nuero, al que también, de vez en cuando, da dinero. Su propio hijo, Willem, enfermo mental y con tendencia a brotes violentos, no acude a la ceremonia. Frans Boogert, un notario importante en los años venideros, sí se encuentra en el festejo. Los binomios continuarán de este modo transitando los diferentes bloques de imágenes de archivo. Juego con el espectador, pasatiempo serio con las imágenes que recorta, descontextualizadas y haciéndolas brillar con el sentido desdoblado de la tensión que proporciona cualquier choque de significantes. Por el camino, más que constatar el tópico de que la desgracia se repite siempre bajo diferentes formas, vemos cómo resulta imposible distinguir, en numerosas ocasiones, las cambiantes hechuras del utilitarismo de los espacios cotidianos. Thompson hace alusión a tareas tan ordinarias como los pagos ofrecidos al carnicero, panadero o mercader de telas, y mientras su cámara escudriña la calle donde Catharina acometía tales quehaceres, bien podría tratarse de una Catharina ubicada en cualquier momento del mundo. La imagen digital desliga de peso e identidad al presente anónimo del peregrino americano en Holanda, y si bien no desmaterializa su recorrido, marca sobre su itinerario el sonido de unos pasos sobre tierra dura, asegurándose el cineasta de trocarse en perseguidor en vez de fugitivo. La venganza silenciosa sobre la infancia y su ángel negro encuadrado en Chicago. Hoy es él quien sigue los surcos.
Thompson comienza a pasear por las calles de Delft como un turista más, solapándose en sus grupos, yendo en sus mismas barcas, visitando, si cuadra, análogos lugares, pero en su mollera las preocupaciones son otras, y algunos emplazamientos denotan demasiada particularidad como para no seguirlo, acecharlo y sospechar que esa persona está tramando algo; las huellas, insistimos, son blandas. Redes de andarín van tejiendo el itinerario paralelo, reconstruyendo el sendero que hace más de 330 años dejaron atrás los ahora difuntos holandeses y franceses que un día batallaron, en nombre de la gloria o de la más frágil supervivencia, por las Tierras Bajas. Es aquí donde encontramos la primera de las seis madejas de este filme-arbusto, parada inicial en la constitución material de su forma, articulación que vertebra las cinco restantes: Delft, siglo XXI, cámara portátil, los pasos del cineasta viajero, solitario, dejado entrever en el reflejo de un autobús al filmar, cámara sobre trípode, la calle de enfrente. No conocemos con minuciosidad cuándo se registraron esas arterias urbanas, hora o día, en cambio se nos es dada la información necesaria para saber qué tenía en mente Thompson cuando las registraba, aceras, fachadas, diques o adoquines: su pensamiento recorría una serie de años, desde 1653 hasta 1678. Ocho temporadas después de la boda, se desconocen registros. El primero desde entonces nos habla del entierro de un hijo, otro de los embarazos anuales de Catharina, informándonos de que la pareja vive con Maria Thins (les da dinero) y de las facturas por pagar. En este intervalo de tiempo particular suceden dos hechos como primer y último acontecimiento, espaciados y separados por innumerables infortunios y júbilos: en 1653 se instaura un casamiento, el de Johannes Vermeer y Catharina Bolnes, ya señalado; en 1678, tres años después de la muerte del pintor, fallece la viuda, no sin antes haber soñado, sufrido y luchado por la tierra que Thompson patea, o pisó para nosotros, pues hoy, al teclear yo esto, y otros, con suerte, lo terminen leyendo, también el cineasta es una estría en la piedra, un vestigio que rastrear, un fuera de campo que encuadrar, misión comunitaria, sin atribución de medallas, el desentierro no necesita héroes, Catharina requiere hermeneutas. Así pues, tal como ella encontró uno en Thompson, me permito volver en duplicado sobre dos recorridos, uno dirigirá al otro, el de los pasos del director y el de los eventos que esos andares evocaron.
10 de la mañana, lunes, Delft, 12 de octubre de 1654. Cornelis Soetens se dirige a una torre de almacenamiento. El chicagüense filma una calle a través de una panorámica horizontal, derecha a izquierda, mientras un peatón entrecano semeja dirigirse a un comercio. Transposición de tiempos. Soetens entrará a la torre para obtener una muestra de las 90000 libras de pólvora allí contenidas. La complicación estriba en el farol encendido que porta Soetens, ya que la pólvora está bajo tierra, signo del desastre venidero. Para mostrarnos la tranquilidad matutina que reina arriba, sobre el suelo, atendemos a diferentes planos de una mañana de Delft en el siglo XXI, con sonidos que acompasan los variados signos de tranquilidad que el cineasta va enumerando: el redoble de las campanas o las puertas de la iglesia abriéndose, ambas fuera de campo. Pero la destrucción llega pronto, y justo antes de que todo explote, Thompson filma la fachada de un comercio, en el que podemos divisar la fotografía de una niña pequeña; tras dos reencuadres llegamos al detalle de su rostro. Then gunpowder turns this world upside down. Se introduce aquí la segunda madeja del arbusto, imágenes de archivo de Delft durante los años de la II Guerra Mundial, excediendo el registro de escaramuzas o notificaciones marcadas en negrillas por las cronologías, bastan unos rostros de sufrimiento superpuestos, incluso un banquete de bodas, para hacer espejo con lo que la pista de audio relata. A la fotografía en color filmada de la niña en detalle colgada en una calle de Delft le sigue la instantánea en b/n de archivo de dos críos: el muchacho mirando fuera de campo y la chica al objetivo de la cámara. Rostros compungidos. Superposición con una segunda foto, las caras observan el cielo. Se repite el procedimiento, y cortes venideros nos darán a entender que esa segunda imagen encuadrada era solo el detalle de un marco más amplio; la narración del día del desastre en Delft es correspondida en el campo de las imágenes con particularidades, dibujos y planos cerradísimos, lindando con la abstracción, que retrotraen al sueño de Universal Hotel (Thompson, 1986), una introducción de formas equívocas para abocetar desde lo minúsculo la conmoción. La primera desgracia, entonces, viene de la mano de Cornelis Soetens, accidente, premeditación o sigilo, la historiografía tendrá la última palabra.
Tercera madeja: las pinturas. En este caso, las del artista neerlandés Egbert van der Poel (su hija murió en el estallido). Una y otra vez (again and again), aunque fuera de Delft, hasta su muerte, este hombre vivió el resto de su existencia obsesionado con las consecuencias del desastre, intentando capturar en diversas obras el instante y sus postrimerías, mientras que una y otra vez (again and again), dentro de Delft, Vermeer rehusó con reserva introducir en cualquier lienzo suyo una mera alusión al día en el que la pólvora removió los cimientos de la ciudad. Siglo XXI, podemos ver las mismas calles antaño sacudidas, hogaño reconstruidas, aparcamientos de vehículos, la vida siguiendo su rumbo. Cuarta madeja, en realidad variación de la tercera: Vermeer como el gran creador de fueras de campo; trae la luz a las balanzas pero no el oro, pues la mujer no tasa nada más que claridad, por mucho que, como glosa Thompson, algunos hayan atribuido a este cuadro el nombre de Woman Weighing Gold, pintado con gesto llamativo después de las primeras deposiciones donde se denunciaba la violencia ejercida sobre Maria y Catharina por parte del hermano de la segunda. ¿Dónde se encuentra la protección de Vermeer hacia su esposa? Según las elucubraciones de la voz en off, se podría pensar que en la sombra reposando sobre el rostro de Catharina, o quizá en una mano imaginaria dispuesta a prestar protección. De fondo, un cuadro nos muestra el Día del Juicio. Detalles del lienzo dirigen los ojos hacia motivos definidos y movilizan el estatismo y el respeto impuesto por la obra de arte. Movimiento y rotación de pormenores en pos de convulsionar la estasis del intérprete perezoso. Quinta madeja: Tribunal Penal Internacional en La Haya, juicio al criminal serbobosnio Duško Tadić, Crímenes contra la Humanidad, 324 años después de que la guerra franco-neerlandesa estuviese causando estragos por medio del fuego, las violaciones o simple y llana crueldad humana en las poblaciones de Zwammerdam, Bodegraven y Woerden (29 de diciembre de 1672), 24 años antes de la redacción de este escrito, un trazo en el tiempo registrado por cámaras de vídeo, doble pantalla, partición vertical, a la izquierda, el acusado, a la derecha, el testimonio anónimo. ¿Qué se relata? Ante el mutismo total del sádico, las preguntas desde el fuera de campo y las respuestas de la víctima, pasan por nuestros tímpanos palabras crudas, incluso extremas, de violaciones y estupro impuestos entre inocentes y, para poner el broche, una lucha exigida a dos chicas sacadas a la fuerza de la escuela: debían pelearse por la obtención de oro. Sorpresa final: el oro nunca estuvo allí, era imaginario. Resultado: paralelismo que no concreta nada más que un fuera de campo, el del oro, y dos tipos de crueldad, la de Vermeer, consciente o inconsciente, desampara los sufrimientos de Delft y Catharina, poniendo luz y dejando la materia fuera (la miseria en sustancia), y la de Tadić, pidiendo de manera directa a sus víctimas, al contrario que el artista, que imaginen algo inexistente. En algunas ocasiones, la luz es la espectadora impasible de la decadencia.
La sexta y última madeja del arbusto consiste en las tres deposiciones que conciernen, de una manera u otra, a Catharina Bolnes. Mudanza en la relación de aspecto y parquedad fotográfica aliada con exiguo vestuario regionalista. La primera deposición, a petición de Maria Thins, tiene como asistentes a Tanneke Everpoel, la criada familiar, Gerrit Cornelisz y Willem de Coorder, empleado que molía los pigmentos de la pintura. En ella, se ponen en acta y denuncian los diversos actos de violencia que Willem Bolnes atenta contra su propia madre y su hermana, embarazada, a la que amenaza con un palo de punta de hierro. La criada hace lo posible para evitar estos encontronazos violentos. La segunda deposición tiene como protagonista a Vermeer, y se entrega a un montaje rápido que alterna entre el notario y la espalda del pintor, capturada a partir de su hombro derecho en un plano y su codo izquierdo en el otro, en cualquier caso, su frontalidad birlada. El motivo: la verificación de unas pinturas vendidas al Gran Elector de Brandeburgo; el veredicto de Vermeer será pleno y adverso. El último testimonio, efectuado tras la muerte del pintor y con tres hijos ya en la tumba, enterrados junto al artista, lleva a Catharina a la ruina económica, juntándosele diversos acreedores. El remedio parcial para la mujer consiste en vender pinturas, algunas de su propio marido recién fallecido. El tiempo apremia: diez hijos, uno de dos años, otros dos graves enfermos, el cuarto herido y un quinto quemado al explotar la pólvora dentro de un navío. Se suplica que se libere la herencia de Maria Thins, 2900 florines.
En paralelo a gran parte de estos acontecimientos, y mostrada indirecta a través de la conjunción de imágenes de Delft, Zwammerdam, Bodegraven, Woerden y Maastricht, se produce la guerra franco-neerlandesa (1672-1678). El Rey Sol, Luis XIV, avanza impasible sobre Holanda, comenzando la batida con un ejército que parte desde Francia, formado por 120000 soldados, hacia las Tierras Bajas. Rape warfare. 3 siglos después, semejantes atrocidades fueron cometidas en Bosnia por los serbios. Algunas de las jornadas donde más se tensiona esta relación entre el aparente paisaje idílico del presente con los horrores narrados o las imágenes de desolación de la II Guerra Mundial provenientes del archivo conciernen al asalto a Maastricht, después de que el embarazo de una de las amantes del Rey Sol se mostrase como un problema menor, lo mesurado de nimio como para que la embestida fuese efectiva a rabiar. Las señales de las diferentes ciudades invadidas son filmadas por Thompson, animales paciendo tranquilos en contraposición a las anécdotas del zoológico itinerante de mascotas del rey francés. A veces, la cámara recorre los campos sobrevolando la vegetación, a través de sombras, citando silenciosa a los muertos sin mausoleo, el signo de la masacre se ha arrinconado, pero el montaje y el découpage de Lowlands, a medida que avanzan, traen de nuevo la angustia, la de los diques liberados por los habitantes de Delft, enfrentados con imágenes de miseria del siglo XX de campesinos emigrando cargados con sacos, mujeres haciendo la ronda del sacrificio diario, pinturas emulando algunas de las variadas masacres de Luis XIV. Mientras estos infortunios acaecían, en 1675, es enterrado el único patrón de Vermeer, Pieter van Ruijven, el cual había comprado la mitad de sus cuadros. La economía familiar se colapsa y Catharina se ve obligada por las circunstancias a prescindir de los servicios de Tanneke Everpoel. Mozas anónimas durante la II Guerra Mundial, imágenes de archivo que retornan para juntar las indigencias de los siglos XVII y XX. El celuloide hace regresar a la clase popular y el digital convoca al canon artístico; lucha de formatos, a la larga en comunión –el cine no pudo estar ahí–, pues no se trata de ennoblecer al virtuoso, sino de destronar el aislamiento de los desheredados mediante la planicie de los píxeles caseros.
El presente filmado en Delft es el motor que alimenta al resto del engranaje de Lowlands, le proporciona energía y redirige los significantes de la película por multitud de vías indirectas. Aun si el filme estuviese constituido por meros materiales de archivo, pinturas y deposiciones dramatizadas, a lo que habría que añadir la voz en off de Thompson, nos hallaríamos ante una pieza propositiva en prominente nivel, pero es esa eterna vuelta al presente, del que partimos en primer lugar, el aspecto clave que contribuye a despertar en el espectador y su recepción la apertura de los signos y la necesidad mental de establecer conexiones continuas. Muy lejos de topografiar la contemporaneidad de forma estática, el montaje crea vínculos inesperados, iconoclastas: se nos dice que Vermeer pinta los reflejos de la luz del norte en el canal al filmarse en picado fuerte el estado actual de un acueducto bañado por la claridad, un paneo vertical en dirección hacia la fachada de la acera de enfrente nos confronta con un cartel publicitario cuya tipografía reza fake it!, y al momento de producirse el doble reencuadre (mismo gesto usado con el cartel publicitario de la cría), Thompson incide en algunos datos económicos: en 1654 Vermeer vendía dos pinturas en un año por 200 florines, el salario anual de un navegante, en oposición al pintor medio en Delft liquidando 50 cuadros.
Todo esto para concordar diferentes formatos, establecer líneas equidistantes entre la arquitectura y formas de lo hodierno con el archivo grabado, cuestionable, del pasado, el comercio del arte y la publicidad sibilina, las miserias se repiten, la mercancía se perpetúa. Contra la sensación de firmeza de los materiales de archivo que Thompson implementa, se produce entonces una operación de descontextualización que, a la fuerza, conduce a una relectura de los elementos del encuadre, las resonancias históricas y la visión política, social y económica que desprende el registro. Sobre el cuadro más canónico de Vermeer, la filmación de una calle X en Delft en el siglo XXI, o la narración de las atrocidades de los soldados franceses en Utrecht con planos detalle de señales indicándonos los kilómetros que faltan para llegar a Y localidad. Se problematiza el presente, sin duda, se desestabiliza esa total apertura de unas imágenes que empero están marcadas, adheridas. La operación, retornando, es una de sellar la estampa en principio hueca y libre de interpretaciones: llenarla de preguntas, de ataduras, una reconquista en presente del segundo actual por medio de las trazas de lo añejo. La aceleración de estos planos rodados en la juntura histórica de la existencia de Thompson es acrecentada por la necesidad de entremezclar en nuestro entendimiento vertiginoso los vínculos que propone la voz en off y las imágenes de archivo precedentes, sumadas a las diversiones de montaje, propositivas y no cerradas a cal y canto, que el filme pone en juego. Una aceleración, en algunos aspectos, de los filmes más topográficos de Huillet-Straub, pareja no ajena a jugar con el material encontrado en oposición a la aparente trivialidad indiferente del aquí y ahora. Pero Thompson opta por cortar más rápido e incrementar el número de paneos o panorámicas, en definitiva, una amplificación de velocidad con respecto a los filmes de la pareja francesa, también raudos y pendencieros.
A la hora de confrontar la mirada con el material de archivo, uno está sesgado, siempre, sin excepción. La manipulación, por muy mínima que sea, radicará ahí, en la mera selección y ordenación de planos, bloques de celuloide condensados, y aquí Thompson no disfraza la condición de mascarada, puesta en evidencia en los veinte minutos finales del filme. La moral de disoluciones, superposiciones o ralentizados, sin embargo, no resulta dictatorial ni impositiva, pues reina el territorio de lo transversal, y no hay mayor ejemplo de este desvío en los cotejos de la cronología que la relación ya apuntada, entre la desaparición del oro en Vermeer y la lucha por lo que no está ahí, documentada en el Tribunal de La Haya. Guerra re-filmada a través del re-montaje.
Lo único que Thompson opta por filmar del pasado, falso pasado (presente en el lapso del registro), son las deposiciones y el sueño final de Catharina, al borde de la desmaterialización, siendo despojada por un ejército de acreedores despiadados, sin más interés que la acumulación de ganancias para su propia fortuna. Es decir, el americano se atreve a dramatizar aquello que ha quedado, en su mayor parte, fuera de campo en el registro fílmico, y lo hace acentuando la condición de mascarada que todo ello posee; el nulo realismo con el que están recogidos estos diálogos y sueños acrecienta la angustia de la desposesión, las rígidas deposiciones ante Frans Boogert contra el sueño cada vez más irreal y alucinado de Catharina Bolnes. I create “safe harbors” –recognizable, explicit spaces in which my subjective experience can be acknowledged. The most overt example of this is the musical masque with which “Lowlands” culminates. It’s a radical genre-break from the documentary, and quite over the top in its subjectivity. But each element –including the musical carnival theme within the documentary upon which the composed music in the masque are variations– is generated from objective elements within the documentary and tied to those elements by analogy, or, as you say, “rhyme”. La pantomima final, el último sueño fatal de nuestra heroína, la representa junto a su sirvienta pendiendo de un hilo, con el notario apareciendo como cruel recordatorio tuerto del estado terminal de la economía familiar. Las decenas de cartas de acreedores tiradas en el suelo, los platos, utensilios y sillas que poco a poco desaparecen del encuadre, la imaginaria huida de Delft a través del mar… Catharina morirá a los 56 años, habiendo visto el deceso de más descendientes suyos, incluido el de su propio hermano. Thompson, filmando a alguno de los últimos primogénitos, ilumina la ventana izquierda de una estancia artificial en el momento en el que anuncia la muerte de la mujer de Vermeer, ahora ya, por derecho propio, cargada de pasado, inundada de historia. My gradual awareness of her importance emerged over 182 versions of the script (that’s one of the compensations of having a day job –you can better afford to support slow realizations). By the time I was ready to shoot the masque, Catharina was solidly in the driver’s seat. ¿Qué sigue a la disyunción “o”? El pundonor.
«Los filmes de Alan Rudolph, Choose Me (1984) y The Moderns (1988) me entusiasmaron en su momento. Aún siguen encantándome. De hecho, creo que de The Moderns tomé prestadas ideas para escenas enteras. En The Unbelievable Truth (1989) hay una escena en la que Edie Falco y Robert Burke mantienen un fragmento de diálogo cíclico. Las mismas cinco o seis líneas repetidas una y otra vez. Lo saqué de una escena de The Moderns donde Kevin J. O’Connor (como Hemingway) y Keith Carradine hacen algo parecido. No lo recuerdo exactamente, tendré que comprobarlo. En los últimos años me he hecho amigo de Rudolph y a él le parece la cosa más loca que su cine me haya influenciado. En cambio, cuando conocí a Godard en 1994, fue la primera vez que hablé sobre mi trabajo con otro cineasta en activo. Y pude ver, por fin, qué era lo que había en sus filmes a lo que yo respondía tan poderosamente por aquellos años».
Declaraciones de Hal Hartley en 2013 para CineVue
“Hal Hartley, Not So Simple”. Entrevista realizada por Robert Avila en 2007. Originalmente publicada en la revista online de la San Francisco Film Society’s; extraída y traducida del libro Contemporary Film Directors: Hal Hartley (Mark L. Berrettini). Ed: University of Illinois Press, 2011; págs. 77-94.
Robert Avila: ¿Ves muchas películas de Hollywood? Tenía curiosidad por saber qué estabas leyendo y viendo estos días.
Hal Hartley: En Berlín voy a un lugar donde alquilan filmes. Es asombroso percibir aquí cómo la gente de todo el mundo ve películas americanas, películas mainstream. Eso me da la oportunidad de ponerme al día —películas que probablemente no iría al cine a verlas. No son tan especiales para mí, no tengo tanta expectación, pero sí quiero saber qué está sucediendo.
RA: ¿Qué has visto últimamente?
HH: Vi, mmm… en Berlín la llaman High School Confidential. Es la de Evan Rachel Wood en el instituto. Mmm… Dios, ¿cómo se llama en EUA? Es una sátira, realmente oscura, donde estas chicas de instituto fingen un acoso sexual por parte de un profesor. Pretty Persuasion! (Marcos Siega, 2005) Me pareció bastante buena. La película estaba bastante bien escrita. Y esta chica, muy joven, era Rachel Wood [Kimberly Joyce], que estaba verdaderamente interesante. De hecho, veo al menos siete u ocho películas a la semana en DVD, y las apunto, pero mi libreta está en Berlín. A decir verdad, la mayoría de ellas, tal como entran, salen. Pero en los últimos dos años he visto The Thin Red Line (1998), de Terrence Malick, al menos una vez cada dos meses. Y The New World (Malick, 2005), que me parece directamente extraordinaria. Me compré el DVD hace un año. Es ya algo habitual en mí verla una vez al mes.
RA: Son grandes filmes, poéticos, pero ¿qué te atrae de ellos en particular?
HH: Claro que es el tipo de cine que yo no hago en absoluto, así que no se trata de eso. Pero aprendo de ellos. Malick es muy bueno contando grandes historias ancestrales de la realidad humana, en tamaño épico. Consigue grandes interpretaciones. Dedica mucho tiempo a buscar las características reales de la gente y a entretejerlas. Por eso son filmes muy caros; ciertamente, no son cosas vendibles a las primeras de cambio. Creo que son el mejor ejemplo de lo que puede ser el gran cine americano. Y son profundas, y son hermosas. Su amor por el lenguaje y cómo lo utiliza es realmente notable. Quiero decir que esa escena entre Elias Koteas y Nick Nolte en The Thin Red Line, cuando Koteas decide no llevar a cabo los ataques del modo en que Nolte quiere que lo haga, es simplemente un clásico.
RA: Recientemente, volví a ver Days of Heaven (Malick, 1978). Son filmes equiparables a una versión cinematográfica de las novelas.
HH: Y lo traduce en imágenes, realmente buenas. Muchas veces, cuando piensas en una película de Malick, no estás pensando a través de las palabras. No estás pensando en los diálogos, estás pensando sobre la naturaleza, sabes que hay todo esto en cada una de ellas. Ves esos cuatro filmes, solo las tomas de la luna, la hierba, la sangre humana… El Hombre en la Naturaleza. El hombre es natural, pero la Naturaleza está contra él. Tiene entre manos una cosa muy seria, en la que está trabajando filme a filme. Probablemente esté en su sangre. Y es algo que siempre olvido, lo poderosamente influenciado que estuve desde el principio por Days of Heaven y Badlands (1973) en los setenta. Vi Badlands una noche en la tele, en 1975 o 1976, y me quedé como [hace un gesto de asombro]. Creo que probablemente mi primera tirada de filmes en Super-8 en la escuela de arte y en la escuela de cine eran muy parecidos a su cine de entonces —pero sin conciencia ni comprensión alguna. [Risas.]
RA: Esos filmes en Super-8, ¿eran narrativos?
HH: Se volvieron narrativos cuando empecé a entender que existía algo parecido a la narratividad. Necesité de que algunas personas mayores, profesores, me lo indicaran.
RA: ¿Eres consciente de cómo ha evolucionado tu aproximación a la narrativa a lo largo del tiempo?
HH: Creo que sí. Es decir, guardo notas al respecto. No solo escribo sino que necesito escribir sobre lo que intento hacer. Así, en la revisión de mis propias notas, puedo comprender. Parte de ello es mudar de intereses. Pero parte de ello es, también, gozar simplemente de una comprensión más consciente de lo que albergan mis instintos. Solo en los últimos siete u ocho años puedo realmente decir que en mis filmes muevo a la gente en relación con la música del diálogo. Esto está muy claro para mí ahora. Puedo ver mis filmes, The Book of Life (1998), No Such Thing (2001); puedo verlos y, sí, me digo, esto es decirle a un actor que camine por una habitación, pausa, y di la línea, en marcha —el diálogo te está otorgando realmente el ritmo. Siempre que ignoras esto es cuando no funciona, y al contrario, de este modo pueden suceder muchas cosas interesantes. Parker Posey capta perfectamente el ritmo de cómo escribo. Creo que tiene que ver con la cantidad de trabajo que tuvo que hacer al ser entrenada como actriz, para enunciar y escuchar poesía. En su caso, probablemente, Shakespeare. Así que tiene oído para encontrarlo. Pero hay otras personas realmente interesantes que son diferentes. Leo Fitzpatrick, por ejemplo, fue estupendo para trabajar en The Girl from Monday (2007) porque no tiene nada de eso. Todo su ritmo, tanto de escuchar como de hablar, de moverse, no podría estar más lejos de cómo lo escucho yo cuando estoy escribiendo. Pero él está metido, dispuesto. Dice: “No, quiero hacer esto”. Que suceda eso es también muy divertido. Bill Sage es así —ya sabes, en The Girl from Monday, Simple Men. Él lo escucha, puede atender al diálogo. Pero su ritmo —cómo la gente habla tiene que ver, también, con los ritmos en su cuerpo. Fue algo que al principio de trabajar con Bill, a comienzos de los noventa, me interesó. Él se movía de esta manera tan extraña, como si las pausas cayeran en lugares realmente extraños, físicamente. Al ir a coger la bebida, hacía pausas y cambios de ritmo que no tenían ningún sentido para mí, básicamente. Pero mientras sepan que hay ritmo aquí… Debes someterte tú mismo a ese ritmo. Pero eso no significa que todo el mundo que interprete esa frase lo vaya a hacer del mismo modo.
RA: Los grandes actores en los que uno piensa tienen, por supuesto, formas muy distintas de moverse, diferentes ritmos distintivos.
HH: Es parte de lo que nos atrae de ellos, cuando decimos: «Oh, me encanta Humphrey Bogart», o algo parecido, tiene que ver con cómo se mueve, cómo piensa y cómo habla.
RA: Así que es una negociación con el actor.
HH: Sí, esa es una buena palabra. Sería seco y aburrido si solo fuera: «Aquí está, toma, hazlo de la forma en que yo quiero que lo hagas». Siempre los estoy observando. Hay una suerte de abreviaciones con algunos de estos actores con los que he trabajado mucho, como Parker Posey o Martin Donovan. Por ejemplo, Parker siempre va a decir —yo empiezo a decirle a la gente cómo va a pasar: «Jeff, estás aquí en la mesa, Parker, estás aquí en el fregadero, entonces vas a venir aquí». Hablaré un poco, y ella dirá: «Solo hazlo y punto». Así que le enseño, y ella mira. Y entonces ella hace lo que yo acabo de hacer. Y, por supuesto, es totalmente diferente. Es entonces cuando se da algo que yo puedo observar. Entonces, ya hay algo que puedo mirar. Una vez que hay algo que puedo mirar, puedo decir, «Oh, eso es genial, pero no hagas eso, quita esa parte». Y realmente me mantengo al margen de ellos. No puedo presumir de entender cómo hacen que estas palabras y la situación sean reales para ellos, para que sea una actuación real, completa. El interior se lo dejo a ellos. Pero mientras todos sepan que el interior y el exterior están conectados, entonces hay un método de trabajo. Yo me ocupo de lo exterior, lidio con el exterior. Y eso sí que cambia. Esto sucede a menudo, con Parker, sucede a menudo: ella intentará hacer algo, y no se siente cómodo para ella, y no está bien, por lo tanto, para nosotros, y yo puedo introducir una pausa. Ahora estoy escuchando el diálogo con mucha atención, muy cerca, y a menudo me leeré el diálogo a mí mismo, y me daré cuenta de que sí, de que ella no debería poner una pausa en medio de esa frase; simplemente debería continuar. Y tan solo observaré el ensayo mucho más de cerca, y aislaré el lugar, y diré: «No pongas esa pausa. Solo haz de carrerilla toda esa línea junta». Y puedes ver la comprensión en su cara cuando lo hace. Así que de esto trata mucho de mi trabajo cuando estoy en el set.
RA: ¿Ensayáis mucho tiempo?
HH: No. No como cuando empecé, en los inicios. Hasta quizá Amateur (1994), solía poner a todos en nómina un mes antes de empezar a rodar.
RA: Eso suena inusual.
HH: Sí, era inusual. En principio trabajaríamos dos, cuatro días a la semana, según fuera necesario. Pero como ellos estaban disponibles, podíamos hacer arreglos. Y creo que fue porque yo siempre anticipé que no tendría tiempo de descubrir cosas en el plató. Y, en cualquier caso, necesitaba entender más. La mayor parte de lo que sé sobre el trabajo con actores lo aprendí trabajando realmente con actores. Estas cosas que digo sobre que el ritmo y el movimiento están ligados directamente al ritmo del diálogo —eso es algo que los actores acabaron indicándome. Al menos lo expresaron con palabras, ya que yo estaba todavía tanteando con el objetivo de entender lo que estaba sucediendo.
RA: ¿Cómo fue la experiencia de trabajar con Jeff Goldblum?
HH: Fue fácil, porque él es una de esas personas que lo captó enseguida. No conocía mis filmes tan bien, aunque estaba al tanto de ellos. Recibió el guion, le encantó —pero también sabía que el guion era para Parker, y quería trabajar con ella. Pero luego acabó enamorándose del guion. Concretamente, dijo: «Me encantan este tipo de diálogos. Adoro este tipo de cosas». Y luego comenzó a ver mis filmes, y fue él quien enunció, cuando nos conocimos por primera vez: «Tú mueves a la gente alrededor, de aquí para allá». Y creo que puede haber sido él quien me sugirió la ligazón entre el ritmo y el diálogo. Es realmente fácil trabajar con él. Más que la facilidad de trabajar con él, subrayaría lo divertidísimo que es. Él mismo es un niño de pies a cabeza. [Risas]. Es muy considerado con todo el mundo. Se esfuerza por recordar los nombres de las personas que están en el camión descargando el equipo cada mañana, porque quiere agradar a todo el mundo, hace lo posible para quedar bien y ser considerado. Un ejemplo de energía realmente positiva. Pero es tanta la energía, y tantas las ideas, que hay imágenes en el making of que viene en el DVD —creedme, era inevitable— y hay mucho de mí como escuchándole, asintiendo con la cabeza, dejándole terminar. Pero en el buen sentido. Definitivamente queremos volver a trabajar juntos. Es realmente sorprendente, la gente ha preguntado: «¿Por qué no habéis trabajado antes juntos? Parece el tipo de actor Hal Hartley».
RA: Justo iba a decir eso. Es curioso, acabo de ver California Split (Robert Altman, 1974) de nuevo. Creo que es su primera aparición en pantalla.
HH: Sí, él sobresalía de entre los demás.
RA: Me sorprendió mucho la radiante sonrisa y el entusiasmo con los que caminaba.
HH: Alan Rudolph lo enlazó a esa banda. También está en la de las elecciones.
RA: Nashville (Altman, 1975). Montando ese enorme…
HH: Triciclo. [Risas].
RA: En realidad no dice nada en ninguna de las dos películas, pero su presencia suma.
HH: Sí, creo que dijo que Rudolph pensó que era interesante y se lo mostró a Altman y Altman dijo: «Sí, tenemos que mantener a este tipo por aquí rondando, podría utilizarlo en algún sitio».
RA: Parece, por lo que acabas de describir, que nada del entusiasmo que leíste ahí, en la pantalla de esas primeras películas, se haya atenuado para él en absoluto.
HH: No, le encanta su trabajo. Y todo lo que conlleva. Y eso significa ir por ahí y ser reconocido como una celebridad, y las chicas, y todo esto. Él no bebe, no fuma, se levanta a las cuatro de la mañana y lee los guiones, va al gimnasio y hace ejercicio, sale a correr. Te encuentras con él a las siete de la mañana y ha hecho todo eso, además, es brillante como una bombilla. «¿Qué hacemos ahora? ¿Podemos ir a trabajar ahora?». [Risas.] Él es más o menos así.
RA: ¿Son los filmes los que principalmente estructuran tu vida? ¿Trabajar para la siguiente película?
HH: Ahora menos. Sí, actualmente mucho menos.
RA: ¿Qué estructura tu vida entre filme y filme?
HH: Los negocios. Entre dos días completos y cuatro días completos a la semana, tengo que ocuparme de cosas. Pero llevo como tres años trabajando para cambiar eso. Acabo de conceder la licencia de un montón de mis primeras películas a un agente de ventas que se va a encargar de todo eso a partir de ahora. Así que, teóricamente, podría reducir mi trabajo a solo un día por semana.
RA: ¿Es eso abrumador? ¿Qué harías con los otros seis días?
HH: ¡Escribir! Debería levantarme por la mañana y sencillamente escribir.
RA: Incluso cuando los negocios no se interponen, ¿hay periodos en los que te resulta difícil escribir?
HH: A veces he sentido que tenía que parar, alejarme de algo. Pero normalmente tengo diferentes proyectos. Si siento que uno necesita ser digerido o pensado un poco más, puedo moverme a otro. Pero a veces simplemente no debes escribir. Algunos novelistas me han dicho, creo que Paul Auster me lo dijo, que a veces simplemente no puedes, tienes que salir, hacer otra cosa durante una semana. Nunca he tenido problemas para escribir. Pero es una cuestión interesante sobre la estructura. A principios de los noventa, mi vida se centraba totalmente en hacer películas. Sentía que si estaba terminando una y no tenía ya una preparada, en la cola, tenía el sentimiento de estar rehuyendo algo. Supongo que al principio de mi carrera no podía creerme que estuviera saliéndome con la mía. Alguien lo descubrirá y se acabará. [Risas.] Así que estaba todo el rato trabajando. Pero recuerdo, cuando me casé en 1996, y decidí —Había estado intentando trabajar de diferentes maneras, también. Quiero decir, hacer largometrajes es genial, y creo que soy bueno en ello, y he aprendido. El mundo entero me llega a través de ese trabajo. Pero a menudo me gustaría hacer algo más que suministrar un producto anticipado para un mercado conocido, lo cual es en lo que siempre se convierte. No importa cuánto intentes rebasar los límites, por fuerza tiene que tener una cierta duración (y así hasta el infinito). Y creo que hice un gran esfuerzo para hacer eso desde el final de Henry Fool. Cuando terminé Henry Fool, pensé que eso era todo, no sé si haré otro largometraje en mucho tiempo. Y empecé a hacer más trabajo experimental. Conseguí un estudio en Fourteenth Street, Nueva York, y monté una especie de taller. Y todos esos cortometrajes salieron de allí, y The Book of Life. En realidad, The Book of Life, No Such Thing y The Girl from Monday provienen de esa época. Si No Such Thing se hubiera hecho en vídeo digital como las otras dos, creo que podrían considerarse más obviamente como una trilogía.
RA: ¿Piensas realizar más cortometrajes?
HH: Sí, he hecho un par. Curiosamente, vienen solos. Hice algo cuando Miho y yo fuimos a Japón para asistir a la boda de su hermana. Nos quedamos allí un tiempo; estuvimos en Japón como un mes. E hice algo a partir de eso, que trata sobre la mediana edad y el matrimonio, también sobre la cultura. En verdad fui a hacer un vídeo de su familia para enseñarselo a la mía, porque estoy seguro de que nunca van a llegar a conocerse. Su familia son agricultores, en las montañas, e ir a Tokio como dos veces en su vida es ya una empresa costosa, les supone un gran esfuerzo.
RA: ¿Así que ahí es donde estabas?
HH: Sí. No es demasiado remoto, pero es rural y ellos son agricultores, así que no puedes alejarte de la tierra. Y mi padre tiene ochenta y tres años ahora, así que no va a ir a Japón. Así que estaba registrando eso, pero se convirtió en una especie de meditación sobre nuestra vida en ese momento.
RA: ¿Es una película privada o es algo que eventualmente distribuirás?
HH: Eventualmente, lo distribuiré. Creo que cuando acumule suficientes cosas pequeñas que hablen entre sí de una manera coherente, entonces, las juntaré.
RA: Suena liberador hacer un cortometraje así, por tu cuenta, espoleado por el momento. ¿O has tenido ayuda?
HH: No, eso fue todo. Era solo yo. Tenía esta bolsa y mi VX100, un micrófono. Miho y yo nos entrevistamos mutuamente.
RA: Me recuerda a Godard y Miéville.
HH: O Soft and Hard (Jean-Luc Godard, Anne-Marie Miéville, 1985), pensé en Soft and Hard, donde él y Anne-Marie hablan entre sí de cosas.
RA: Sobre la vida juntos.
HH: Sí, hablan de un montón de cosas. Son dos personas inteligentes, es difícil seguirles el ritmo. [Risas.]
HH: ¿Era la primera vez que Miho y tú hacíais juntos algo así?
HH: Sí. En el avión a Japón, le dije: «¿Por qué no piensas en diez preguntas que quieras hacerme, y yo en diez preguntas que quiera hacerte a ti?».
RA: ¿Y fueron esas preguntas las que te hizo ante la cámara por primera vez?
HH: Simplemente le hice una toma, y ella tenía el micrófono encendido, y yo simplemente lo dejé grabando, y le hablé. Es decir, no lo utilizamos todo, pero es un principio útil para estructurar el resto de las filmaciones que hicimos.
RA: ¿Te puso especialmente nervioso?
HH: Sí, a mí, definitivamente. Estar frente a la cámara es suficiente para ponerme nervioso, pero además por estar hablando sobre temas serios, por supuesto, me pongo nervioso. Pero es lo que acabas haciendo. [Risas.] Te fuerzas a ponerte en un lugar incómodo, intimidante.
RA: Este es el tercer filme que has realizado fuera de los Estados Unidos. ¿Qué oportunidades te ofrece rodar en el extranjero?
HH: Antes había sido por razones estéticas; sin relación con el plano económico. Fay Grim (2006), sin embargo, planteaba ciertos problemas. Yo ya estaba viviendo en Berlín, y el guion, por supuesto, había sido escrito para Queens, pero también para París y Estambul. No es un filme totalmente pequeño, pero tampoco teníamos dinero para viajar a todos esos lugares y hacer todas esas cosas allí. Y tampoco podíamos basarlo en Nueva York. Se ha vuelto demasiado caro. Así que releímos el guion. Una cosa de la que me apercibí de inmediato es que el 90% de la película es en interiores, lo cual es bastante inusual. Así que empezamos a pensar en los decorados, en cómo construir decorados que coincidieran con el primer filme. Pero tuvimos suerte. Se trataba principalmente de la casa de Parker, el hogar de Fay. A última hora encontramos un barrio alemán prefabricado de la Bauhaus que tenía estas casas que podrían ser de Queens, o de Brooklyn. Tuvimos que cambiar muchos de los detalles, pero el diseño podría ser definitivamente una casa en Brooklyn. Fue mucho trabajo hacer la búsqueda de localizaciones, encontrar el interior del Ministerio francés… Ese tipo de cosas fueron más fáciles porque todas las ciudades europeas tienen en algún lugar ese edificio monumental del siglo XVIII.
RA: ¿Esto te ralentizó en algún momento?
HH: No, rodamos tan rápido como normalmente he tenido que rodar en los Estados Unidos. Son solo veintiocho días, creo —menos, como veintiséis. No, algunas cosas fueron más difíciles de encontrar, como el gran decorado del hogar de Fay. Eso nos llevó mucho tiempo. Este tipo encargado de las localizaciones, muy bueno, Roland Gerhardt, lo encontró en el último momento. Porque gran parte del número de páginas —si es un guion de ciento treinta páginas, setenta se desarrollan en la casa de Fay. Así que sabíamos que si rodábamos durante veintiséis días, estaríamos en esa localización durante seis o siete. Otras cosas fueron bastante fáciles.
RA: Dices que estabas viviendo en Berlín por aquel entonces. He leído que fuiste becado en la Academia Americana de Berlín. ¿Qué hacías allí exactamente?
HH: Bueno, es una especie de colonia, como la MacDowell Colony, así que te dan un estipendio por tres meses para que trabajes en algo que aparentemente tenga que ver con las relaciones entre Estados Unidos y Alemania, o con su historia, o simplemente con Alemania. Había estado trabajando durante mucho tiempo en un guion sobre la vida de Simone Weil, la activista social francesa, y ella había pasado algún tiempo en Berlín antes de la guerra. Eso parecía ser suficiente.
RA: ¿Sigues trabajando en ese proyecto?
HH: Sí, pero aún queda un largo camino por recorrer.
RA: Simone Weil es una figura fascinante. Una pensadora profunda, pero también una pacifista dispuesta a unirse a la resistencia francesa, etc.
HH: Es una persona mucho más representativa de la época y del lugar de lo que la gente piensa.
RA: Así que estabas allí inspirándote.
HH: Y me gustaba. Mi mujer, Miho, y yo, decidimos que había que hacer algún cambio. Se estaba haciendo difícil permanecer en Nueva York. Muchos de nuestros amigos se habían ido después del Patriot Act y otras cosas que vinieron. Realmente, ya no sentíamos que fuera el centro de nuestras vidas.
RA: ¿Así que ahí es donde estás asentado ahora?
HH: En Berlín es donde estamos instalados. Mantenemos un pequeño apartamento en Nueva York, porque ella diseña moda y ese trabajo está en Nueva York.
RA: Salir de Estados Unidos, creo, es una necesidad generalizada en los días que corren.
HH: Aquí, en Estados Unidos, se está incómodo. Es sutil. No te das cuenta; el diablo está en los detalles. Solo te das cuenta tras un par de años, de cómo estas leyes que parecen tan abstractas cuando las lees en el periódico, en realidad están afectando a tu vida.
RA: ¿Te sientes muy lejos en Berlín?
HH: No, en Berlín estoy muy a gusto. Incluso aunque no sepa hablar el idioma; puedes creerlo. Me siento mucho más en casa de lo que nunca me he sentido en Estados Unidos estando fuera de Nueva York. Y supongo que en Nueva York lo sentía simplemente por la densidad de familia y amigos que allí tenía.
RA: He descubierto que, viviendo fuera del país, puede ser agradable no hablar el idioma.
HH: En cierto modo es muy relajante. Me siento muy relajado caminando por Berlín. Es una especie de desconexión existencial. A veces solía hiperventilar, cuando estaba por aquí las primeras veces. ¿Qué pasa si me hago daño, tengo que ir al hospital o necesito la ayuda de mis vecinos? Ahora he acumulado un poco más de alemán. Pero existe esa paz. Cuando salgo de mi casa, del taller, y bajo a la calle, me siento realmente libre. No tengo ninguna obligación. Es realmente bastante agradable ser un expatriado. Además, las expectativas normales de lo que uno necesita para llevar a cabo su día a día son muy diferentes a las de Estados Unidos. Lo ves con los niños más obviamente, también con las familias. El estadounidense más pobre que conozco que tiene un hijo tiene que tener una habitación separada para todos los juguetes del niño. Mientras que en Alemania y Francia no es así. Tenemos una insistencia tan extraña en darles todo eso. Tienen su propia manera de negociar con los niños. [Risas.]
RA: Me pregunto si ser un artista en un entorno en el que no hablas necesariamente el idioma puede ayudarte a concentrarte.
HH: Es cierto que te otorga concentración, sí. Supongo que cierta gente en mi posición podría cogerse una casa en España, junto al mar, para alejarse de verdad de todo y trabajar en algo. Bueno, yo soy una persona de ciudad. No puedo adentrarme mucho en el país, o irme al campo. No me gusta conducir ni nada parecido. Así que Berlín es el lugar para mí. Estoy en medio de la ciudad. Pero una de las cosas que más me gustan de Berlín es que tiene todas las cosas buenas de una ciudad y, a la vez, se puede tener también la sensación de estar realmente en el campo. Hay tantos árboles; tienen una gran insistencia en una especie de calma, los fines de semana son los fines de semana. Puedo estar en mi piso de Berlín durante semanas enteras y no ver a nadie si no quiero. Así que he estado haciendo muchas cosas, preparando más trabajo.
RA: ¿Encuentras oportunidades para una “mala traducción” creativa?
HH: Mucho de lo que escribo, por supuesto, tiene que ver con esto, de un americano estando en Alemania, o en Europa en general, y con los problemas de comunicación y los descubrimientos que solo puedes hacer de esta manera.
RA: ¿Concebiste a Fay, en Fay Grim, operando de esta manera?
HH: No, no puedo decir que este tipo de cosas afectaran al proyecto porque Fay Grim se escribió antes. Fue escrito en los años en que yo trabajaba en Harvard, del 2001 al 2004.
RA: ¿Siempre supiste que querías continuar la historia de Henry Fool?
HH: Utilizar la palabra “continuar” es curioso. Sería más exacto decir que yo sabía desde hace mucho tiempo que me gustaría inventar una nueva historia en la que interviniesen estos mismos personajes. Creo que la disyuntiva entre una película y otra es lo que caracteriza a estos filmes.
RA: ¿La gente ha comentado lo diferentes que son estos filmes?
HH: La mayoría de la gente, con razón, se fija en los personajes. Se preguntan: «¿Cómo fue pensar cómo sería Fay diez años después de Henry Fool?», «¿Cómo habrá crecido desde que fuera esa niña?» Pero de hecho hay muchas pistas en ese primer filme. Ahí es donde fui cuando traté de figurarme qué iba a intentar hacer para contar una nueva historia con esta misma gente: volví al primer filme y tomé notas. Henry menciona Sudamérica; Henry menciona París. Pero para el personaje de Fay, hacia el final, puedes ver que ella no es la misma chica que al principio. Cuando saca a su hijo del bar de topless donde está bebiendo con su padre —ya se volvió un poco más responsable. O cuando mira a la chica del vecino, Pearl, cuando esta sale de casa, lo cual tiene que ver con alguna movida de mierda que está pasando con el padrastro. Empezó casi desorientada, pero está aprendiendo.
RA: Inicialmente ella es joven, irresponsable, exigente…
HH: Solo quiere que se la follen. [Risas.]
RA: Debe haber sido tentador continuar con su desarrollo.
HH: Lo fue. Nos centramos en cuáles serían los cambios más probables que se producirían en una persona si estuviera criando a un niño sola. Además, han ocurrido ciertos tipos de tristezas —su madre se suicidó en el baño, su marido se fugó a algún sitio porque mató al vecino de al lado y su hermano estuvo en la cárcel. Así que hay tristezas y dificultades que ella tiene que soportar. Para los propósitos y fines de esta película, quería que ella fuese la representante de un tipo particular de ciudadano estadounidense que espero que exista en algún lugar ahí fuera. Es perfectamente bien intencionada, pero está desinformada, lo cual creo que puede decirse de gran parte de la población de aquí. Pero también es bastante inteligente, valiente y profundamente caritativa. Esa es la tragedia de este filme. Si no hubiera perdido el tiempo intentando que Bebe les acompañara, se habría reunido con Henry. Así que tendremos que lidiar con eso en la tercera parte.
RA: Es interesante, también, los modos en que Henry se desarrolla y no se desarrolla. En el primer filme, en términos específicamente de su relación con Fay, él siempre terminaba por alejarse de ella.
HH: Él no quería estar casado. Tenía miedo de atarse. Pero se sentía terriblemente atraído por ella sexualmente.
RA: Finalmente lo lleva al altar.
HH: Sí, es solo un vago. [Risas] Es solo un niño. Pero le creo al final de Henry Fool. Dice: «Te quiero, Fay». Y ella lo besa y le dice: «Duro» [Risas.] Solo soy curioso, en mi escritura de ahora para el filme que eventualmente será la tercera parte, supongo, quiero entender más sobre la naturaleza de la atracción que se ejerce entre ellos. No veo que esta película vaya a tratar sobre este gran amor romántico, y que ella vaya a hacer todo lo posible para estar con el hombre al que ama. Creo que ella ha superado eso y se la verá intentando reunir a la familia.
RA: Me ha llamado la atención que Henry siga siendo tan incansable y pendenciero como siempre, pero que ahora esté inscripto en términos de geopolítica e intriga internacional.
HH: El primero es sobre el individuo, Simon, y sobre la naturaleza de la influencia. Pero para simplificarlo: el primer filme trata sobre el acto creativo; el efecto sobre el individuo, la familia, la comunidad y la cultura. El segundo empieza con la cultura, pero el espectador lo está viendo a través del prisma de la experiencia de una determinada familia, de una cierta mujer. Así que el tercero, creo, volverá a ser diferente. Siento que está sucediendo el ritmo de una conclusión. Creo que el tercero dialogará casi tanto con el primer filme como con el segundo.
RA: ¿Cómo fue trabajar con los mismos actores diez años después? ¿Con Liam Aiken como el ahora adolescente Ned, por ejemplo?
HH: Ese fue su primer papel, cuando tenía seis años. Fue su primera vez en el cine. Y es un buen chico. Es inteligente e implicado. Ya se lo pedí, le dije: «Mira, este proyecto se encamina hacia una tercera parte, y que definitivamente será sobre Ned». También es guitarrista, tiene una banda. Así que le pregunté: «¿Vas a seguir siendo actor? ¿Puedo contar contigo para una tercera parte?» Y dijo que sí. Pero es curioso lo de Henry. Tom Ryan y yo tuvimos una conversación sobre cómo habría cambiado. Recuerdo a Tom articulándolo muy bien, diciendo: «No, Henry no cambia. Henry es exactamente el vago, el infantil, el ensimismado pero hilarante tipo que siempre ha sido. El contexto cambia pero él es como una roca en el centro». Creo que hay algo en eso. Creo que la tercera podría ser realmente muy dura con él, sin machacarlo, pero llegando a la brutal verdad sobre un personaje así. Definitivamente puedo ver al hijo diciendo: «Ya sabes, mamá está en una prisión turca». O, piénsalo, si Fay es acusada de traición por los Estados Unidos —somos el único país del mundo que mata a la gente por eso. Ella puede ser ejecutada. Tú puedes ser ejecutado. Algo así podría ser realmente duro para su padre. Esto podría ser definitivamente algo del tipo Luke Skywalker/Darth Vader, como si él fuera a matar al viejo. Pero podría imaginarlo finalmente no haciéndolo porque entiende que este hombre es solo un niño. Un niño perpetuo. No sabe cuáles son las implicaciones de todo lo que le pasa.
RA: También hay algo mítico en él.
HH: Incluso antes de querer hacer la segunda parte, quería hacer un clásico contemporáneo americano tipo Fausto. Y él era Mefistófeles, y Simon el Fausto. Incluso cuando Goethe y Marlowe hacían sus Faustos, Fausto era ya una historia común y corriente. Creo que algo sobre la naturaleza perenne de estos personajes hace que pueda trabajar con ellos durante mucho, mucho tiempo. Habrá que ver.
RA: Siempre has sido tú quien ha puesto música a tus filmes, y la música es un elemento invariable e integral en ellas. ¿Cómo procedes para crear la música?
HH: Normalmente se hace a la antigua usanza. Corto la imagen y los diálogos y luego los meto en cintas de casete —aunque ahora debería estar haciéndolo en ordenador. De todos modos, tengo una televisión y lo reproduzco en ella. Quizá, mientras hago la película y la edito, pruebo, jugueteo, me entretengo con el piano intentando encontrar temas. En este caso, fue bastante divertido, porque esta música de Henry Fool ya existía. Me puse a escuchar mucho la música que hice en 1996 y 1997. Me llevó mucho tiempo encontrar ese acorde [tararea el tema principal], que es un clásico, carnavalesco, del gitaneo. Pero no podía recordar el acorde real. Finalmente lo encontré. Lo escribí. Creo que los acordes tocados de esa manera solo se oyen una vez —creo que está en el CD, no en la película— pero el ritmo se toca como un arpegio. Eso abrió todo un mundo. Creo que la música aquí está mucho más afectada por el estilo de la música de No Such Thing y The Girl from Monday. Es menos música máquina que The Girl from Monday. Pero en The Girl from Monday también, el tipo de estrategia que había respecto a la banda sonora era música mecánica con instrumentos acústicos. Hay muchos violonchelos y clarinetes —pero también programas electrónicos de percusión, golpeteos, guitarras eléctricas y demás. En este filme se dejaron de lado ese tipo de cosas, pero es sobre todo una instrumentación que ha ido evolucionando desde No Such Thing.
RA: ¿Tocas con otros músicos?
HH: En ese sentido, es todo mecánico, está hecho por mí al teclado.
RA: ¿Has estudiado música?
HH: No. Estudié guitarra clásica cuando era adolescente, y también algo de lectura a primera vista (repentización) por aquel entonces. En realidad, el año anterior a Henry Fool, mi compañero de música durante mucho tiempo, Jeff Taylor, se mudó aquí a la Costa Oeste para empezar otra carrera. Cuando hicimos toda esa música de Simple Men, Amateur y Flirt (1995), era yo quien siempre estaba a los instrumentos, y él pensaba en la armonía y la teoría, y sugería cosas. Me volví realmente dependiente de él. Cuando se fue, dije: «Vale, vamos a tener que ponernos serios con esto». Así que tomé un curso nocturno de trece semanas en la New School sobre lectura a primera vista, que me hizo recordar todo aquello que sabía de niño. Y me dio mucha confianza. Sin duda, la música de Henry Fool fue la música más segura que hice yo mismo. Jeff también lo pensaba. Me llamó inmediatamente cuando vio el filme y me dijo: «Muy buen trabajo». Así que desde entonces he tenido mucha más confianza.
RA: ¿Te gusta tocar música en general? ¿Es una actividad diaria?
HH: No, está muy dictado por las películas. Casi nunca —esta es una circunstancia típica: en ocho o nueve semanas, mientras hacemos el montaje de sonido de Fay Grim en una habitación, yo estoy en otra, donde paso la mayor parte del día haciendo música y grabándola. Cuando siento que tengo bastante para una parte de la película, me voy a la habitación de al lado y la meto en el ordenador. Todo ese proceso es muy emocionante. Genero una enorme cantidad de música de ese modo. Luego hacemos la mezcla de la película, y me alejo de la música durante otro mes. Luego, cuando todo se relaja, y la película está terminada, y se entrega, y mi tiempo vuelve a ser mío, suelo volver y empiezo a escuchar todas las grabaciones de nuevo, pensando en juntarlas en un CD. Así que busco lo mejor y lo más representativo. Y eso me lleva a rehacerlas —porque la música en las películas tiene que ser menos potente de lo que sería si la escucharas en una sala. Intentar rehacerla como una experiencia exclusivamente auditiva, es genial. Eso me encanta. Ese periodo es el único en el que soy un músico cada día. Entonces he terminado, y probablemente no coja la partitura del teclado electrónico hasta la próxima vez.
RA: ¿Sigues la música en Berlín?
HH: Voy a ver un montón de música clásica, jazz y cosas de orquestal contemporánea. Me gusta irme a la cama demasiado temprano como para estar al día de la escena del rock. Tengo muchos amigos roqueros a los que simplemente no puedo —Nunca los veo roquear.
RA: Tu reaproximación al proceso de realización cinematográfica, técnica y estéticamente, en The Girl from Monday, con las cámaras digitales, equipo reducido, etc. ¿Cómo se trasvasó a la producción de Fay Grim?
HH: Son películas más pequeñas, las cosas que he estado rodando con una cámara DV convencional, las que me llevaron a empezar a hacer todos esos planos aberrantes, por ejemplo, jugando con este tipo de aproximación estilística. Pero también las tres películas que la precedieron fueron concebidas más o menos a la vez. Formaban parte de un proyecto más amplio (me refiero a The Book of Life, No Such Thing y The Girl from Monday) para tratar un gran tema —la fe y el cuerpo, o nuestra vida espiritual y el cuerpo— desde distintos ángulos, todos ellos utilizando géneros. Así que estudié mucho los géneros. Con No Such Thing, viendo películas de monstruos, una gran variedad y de todo tipo. Preguntándome: ¿Qué tienen en común todas estas películas? En ellas siempre hay cosas divertidas. En muchas de las películas japonesas de Mothra, y de Godzilla, es una mujer periodista quien tiene que salir a investigar —esas cosas comunes eran las que quería incluir. Creo que estaba bastante versado en ese tipo de investigación. Así que cuando supe que Fay Grim tenía que empezar como una especie de sátira de espionaje-thriller, supe exactamente qué hacer. Conseguirme unos periódicos, sacar cosas reales de la sección internacional; y leer novelas de espías, ver películas de espías…
RA: ¿Así que te sumergiste en este tipo de fuentes?
HH: Y se tornó más nítido al decir: «Esto es algo que sucede en cada película de espías, sea en la saga James Bond o en The Spy Who Came In from the Cold (Martin Ritt, 1965), siempre contienen ese momento en el que hay un giro, cuando la persona en la que confía resulta que está mintiendo, o no es en realidad quien dice ser». Está bastante bien. A veces, hacer uso de un género puede permitirte tratar cosas muy serias de un modo ligero. Puedes ser, de hecho, más poético al respecto —en cierto modo, un poco más ridículo— y seguir manteniendo un reducto de sinceridad.
RA: Así que eso te libera.
HH: Puede hacerlo, sí. Entregarse uno mismo a una forma, o a un género, como decimos en storytelling. Se oye a los músicos hablar de esto. Ellos dicen, tengo todas estas ideas, pero no sé si debería ser una fuga o alguna otra forma. Lo sienten, lo escuchan, pero no han descubierto aún cuál es la mejor forma para ello.
RA: Previamente a esto, ¿no te habías preocupado conscientemente por el género?
HH: Solo con Amateur. Y eso fue muy pronto. No hice tanta investigación. Por aquel entonces no intentaba buscar estas cosas típicas. Solo recordaba las series de detectives de la televisión de los setenta e iba trabajando a partir de lo que recordaba.
RA: Estaba revisando la entrevista que le realizaste a Godard en 1994. Había una pregunta que le hiciste sobre las nuevas tecnologías, las posibilidades relativas a los nuevos modos y canales de distribución, etc. Él se mostró un poco desdeñoso o pesimista al respecto, pero tú parecías entusiasmado.
HH: De eso es de lo que todo el mundo hablaba en mi grupo. Él habla de forma poética, por lo cual su postura es difícil de desentrañar, pero no creo que sea tan brutalmente pesimista como suena si se lo toma literalmente. En cierto modo, solo está admitiendo que los tiempos están cambiando. Pero es como la economía política del cine, él ve que hay cosas ridículas implicadas en ella, como que claramente se está confinando hacia pantallas más pequeñas. ¿No dice algo así?
RA: Lo hace.
HH: «Los apartamentos son cada vez más pequeños, así que, ¿por qué deberían ser las pantallas más grandes?» [Cita de su entrevista con Godard]. Creo que tiene nostalgia de la antigua experiencia inmensa, comunitaria. Pero estoy seguro de que en la época en que lo decía ya no era así como Godard experimentaba los filmes. No es que hubiera abandonado las salas de cine. Tenía, por ejemplo, a Tom Luddy enviándole DVDs de todo tipo.
RA: Aunque no estaba muy errado sobre lo que ha acabado pasando, ya que todo el mundo ve películas en sus ordenadores, y mi apartamento, igualmente, sigue reduciéndose.
HH: No lo estaba, no.
RA: Más de diez años después, ¿qué ves en relación a la puesta en marcha de estos nuevos canales? El San Francisco Film Festival, por ejemplo, tiene este año un proyecto piloto para enviar filmes a través de Internet en lugar de llevar los filmes y a la gente al recinto físico del festival, según el antiguo paradigma. ¿Te ves a ti mismo en estas nuevas redes de distribución?
HH: Sí, por supuesto. Creo que en aquel momento, en 1994, probablemente creía que esas cosas serían para nosotros una elección entre otras. Ahora comprendo que no son una elección. Las películas son un arte comercial, y el comercio determinará cómo la gente las disfruta. Siempre ha sido así, desde los nickelodeons. Así que ya no me preocupa. Un filme como Fay Grim está hecho con nueva tecnología, pero en realidad está haciendo lo mismo que las películas hacían hace setenta, ochenta años. Pero, sí, la manera de hacerla llegar a la gente es diferente. Y hay gente que sabe mucho más sobre esto que yo. No voy a preocuparme mucho por ello.
RA: ¿Sigues haciendo básicamente lo que siempre has hecho?
HH: En cierto modo. Cuando estuve aquí [en San Francisco] con The Girl from Monday, fue probablemente la cosa más radical que he hecho nunca, llegar a pensar: «Vale, hemos hecho esta película de una manera tan diferente y alternativa que ¿qué pasaría si ampliáramos estos procederes un poco más y considerásemos la distribución como parte del proceso de producción?». Sabes, no me arrepiento de haberlo hecho, pero fue demasiado, demasiado trabajo.
RA: ¿Para hacerlo tú mismo?
HH: Sí, para llevar el filme por todo el país… pero algo así se consideraría ahora terriblemente pasado de moda.