UNA TUMBA PARA EL OJO

(ABRIL, 1985); por Dave Kehr

Mikey and Nicky (Elaine May, 1976)
por Dave Kehr

en Movies That Mattered: More Reviews from a Transformative Decade. Ed: The University of Chicago Press, 2017; págs. 51-54.

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Nunca es fácil decir por qué un filme no logra encontrar su público. Luego de un gran periodo en la sala de montaje, Mikey and Nicky de Elaine May hizo su debut en Nueva York en 1976 y se hundió más rápido que una bola de bowling en una cuba de natillas. Por lo visto, no fue un asunto de malas críticas, más bien de que no hubo ninguna en absoluto: por razones que permanecerán para siempre misteriosas, fue un filme que nadie quiso ver, a pesar del historial impresionante de su directora (The Heartbreak Kid, A New Leaf). May no ha firmado un filme desde entonces, aunque ha trabajado a un ritmo constante como una script doctor anónima (en filmes como Reds o Heaven Can Wait).
          Con todo, las proyecciones ocasionales del filme a lo largo de los años ─en particular, en el Toronto Film Festival de 1981─ le han ganado una reputación underground, y ahora ha sido relanzado por una distribuidora independiente (se le espera en el Fine Arts Theatre en algún momento de este mes). Puede ser que Mikey and Nicky encuentre su audiencia después de todo. Divertido, incisivo, y finalmente embrujador, es uno de los filmes americanos más sorprendentes de su década; su valerosa toma de riesgos e inteligencia cortante lo hacen parecer más contemporáneo que cualquier filme de Hollywood estrenado este año.
          Mikey and Nicky llegó al final de un ciclo de buddy movies ─filmes acerca de entusiastas amistades masculinas que parecían deleitarse en un resentimiento adolescente hacia el sexo opuesto. Pero Mikey and Nicky, una buddy movie, hecha por una mujer, es a Butch Cassidy and the Sundance Kid lo que À bout de souffle es con respecto a las películas de gánsteres o The Searchers a un Wéstern de Roy Rogers: coge las asunciones más profundas, tácitas, de la forma y las sostiene para examinarlas; coge las mecánicas de la forma ─sus convenciones dramáticas y trucos de estructura─ y las pone del revés, exponiendo justo esos elementos que la forma pretendía ocultar. En vez de Newman y Redford, los colegas son John Cassavetes y Peter Falk ─dos de los más grandes outsiders del cine americano, actores que han desarrollado por sí mismos un estilo de interpretación (impulsivo, improvisatorio, extravagante) y un rango tonal (histeria, desesperación, vulnerabilidad) que contradice a cada nivel los requerimientos de una actuación estelar convencional. Una de las cosas más bellas de Mikey and Nicky es la forma en la que May se borra a sí misma ante el equipo interpretativo singular que Falk y Cassavetes representan. Pone su cámara al servicio completo de los actores, siempre dejando el suficiente espacio en sus encuadres para capturar el gesto espontáneo, el movimiento súbito. Y el diálogo, aunque fuertemente guionizado, ha sido tallado tan cercanamente a las personalidades de sus intérpretes que no hay un solo momento en el filme que no se sienta como si no fuera inventado en el acto. Si no fuera nada más, Mikey and Nicky es la historia de un matón de poca monta (Cassavetes) que ha sido capturado robando de un banco de apuestas; su socio en el timo ya ha sido asesinado, y Nicky, convencido de que hay un encargo de asesinato para él también, se ha encerrado en un hotelucho de mala muerte. Llama a Mikey (Falk), un amigo de la infancia que es también un miembro del sindicato, para consejo y ayuda ─una llamada motivada más por el hábito que por confianza y, después de una larga lucha, convence a su amigo de ir con él a un bar. Una vez que ha atraído a su colega al exterior, Mikey marcha directamente a una cabina de teléfono y llama al corpulento sicario (Ned Beatty) que ha sido asignado para el trabajo, diciéndole exactamente dónde pueden ser hallados.
          La traición no se suele agrupar entre las subtramas cinematográficas más hilarantes, pero así es cómo, en las escenas tempranas de su filme, May la aborda ─como una ansiosa, asustadiza, comedia de la desesperación. Tenso por el peligro que ve a su alrededor, Nicky no es un objetivo cooperativo: a cada segundo se mueve entre una confianza en sí mismo jactanciosa y un terror cobarde, y Mikey no consigue que abandone el hotel hasta que acuerda intercambiar abrigos con él ─puede haber alguien al acecho en el vestíbulo. (Hay otro intercambio, también: como una prueba de confianza, Mikey le pide a Nicky que le dé su arma; Nicky no la cederá hasta que Mikey le ofrezca algo a cambio, así que le da su reloj. Este momento no acentuado es típico del acercamiento económico de May a la caracterización ─Nicky le presta a Mikey el símbolo de sus bravatas; Mikey devuelve el símbolo de su fiabilidad y obediencia. En no más que dos o tres planos, May dispone la base de su amistad ─es un intercambio de fuerzas). Una vez que Mikey ha conseguido llevar a su amigo al bar, tiene que mantenerlo allí, no es un asunto sencillo teniendo en cuenta los impulsos contradictorios que zumban por el cerebro confuso de Nicky ─quiere visitar a su exmujer; quiere ver a su novia; quiere ir a un cine de sesión continua. Mientras tanto, el sicario (May lo introduce con un toque maravilloso ─se lo ve cambiando canales en un televisor hasta que encuentra una banda sonora que encaja con su humor: la partitura aciaga, llena de lamentos, de un filme noir de los años cuarenta) se las ha arreglado para perderse en el tráfico urbano. Pasan los minutos, y el asesino todavía no ha hecho acto de presencia ─y encontramos nuestra simpatía tornando lentamente hacia Mikey, como siempre ocurre hacia el hombre modesto, metódico, que intenta simplemente realizar un trabajo.
          En la superficie, Mikey and Nicky parece suelto, casual, incluso inconexo. Pero la fuerza del filme proviene del modo en el que May suspende esta superficie casual a lo largo de una estructura muy ajustada. El filme vive en la tensión entre lo completamente impulsivo y lo cuidadosamente planeado, que es también la tensión entre sus personajes principales. Mientras Falk y Cassavetes practican sus deslumbrantes juegos de comportamiento, May es prudente en limitarse a las unidades clásicas: unidad de tiempo (el filme tiene lugar en una noche), de espacio (unos bloques cuadrados de una ciudad sin nombre ─May incluso nos muestra el mapa), y, por supuesto, de acción (no por nada ella pasó sus años universitarios en la University of Chicago). El formato es el de una tragedia ática, y hay algo fatídico en el despliegue de la acción ─en la manera en la que parece escapar al control de los personajes─ una vez que ha sido puesta en marcha por la decisión de traicionar. Aun así, May la salpica con un suspense específicamente cinematográfico, casi griffithiano. Mientras corta alternativamente entre Mikey y Nicky pasando la larga noche en camaradería forzada y el asesino que está acercándose constantemente, el filme se convierte en una variación de la carrera a la horca del melodrama silente: la pregunta no es si el perdón del gobernador llegará a tiempo para salvar al héroe de una ejecución injusta, sino si Mikey encontrará su afecto por su amigo lo suficientemente reavivado como para intentar rescatarlo.
          May hace pasar esta relación volátil a través de tres marcos de referencia diferentes. Finalmente, en su camino al cine de sesión continua (Mikey ha convenido que el sicario los encuentre allí), Nicky decide de repente que debe visitar la tumba de su madre. Escalando el muro del cementerio cerrado (el slapstick aquí es una referencia a un cortometraje de Laurel & Hardy), se encuentran de nuevo en su infancia, como si la presencia de la muerte los hubiese hecho niños otra vez. Las intimidades de la infancia resurgen: Nicky cuenta la historia del hermano pequeño de Mikey que un día se quedó súbitamente calvo. Los chicos se rieron de él, y al día siguiente murió de escarlatina. El recuerdo es a la vez divertido y espantoso, y es aquí donde May toca su más profunda mezcla de emociones ─el filme se mueve dentro de esa zona rarificada, peligrosa, donde la comedia y la tragedia se funden, donde una risa es lo mismo que un grito.
          Demasiada muerte conjura una necesidad de calor, y los dos amigos, de nuevo cercanos, visitan a la chica de Nicky (el sicario, todavía esperando en el cine, ha sido olvidado). Delicadamente interpretada por Joyce Van Patten, ella es una oficinista solitaria, apagada, de 40 o por ahí, con un apartamento decorado demasiado alegremente: una de esas mujeres cruelmente marginadas, no del todo atractivas, que parecen encontrar su voz en los filmes de May (May misma en A New Leaf; su hija, Jeannie Berlin, en The Heartbreak Kid). Nicky hace el amor superficialmente con ella mientras Mikey aguarda, mortificado, en la cocina. Cuando Nicky termina, sugiere a su colega que lo pruebe también. La mujer, humillada, lo rechaza, y Mikey sospecha de repente que le han tendido una trampa ─que Nicky está haciendo chanza de sus inseguridades sexuales, tal y como lo hacía en el instituto. La amistad se rompe en pedazos de nuevo (y Nicky rompe el reloj de Mikey contra la acera de la calle), y los dos hombres se separan.
          Su relación se ha movido a través de la infancia (el cementerio) y la adolescencia (el apartamento de la mujer); ahora, mientras el sol comienza a salir, se mueve hacia la luz más cruel de la adultez. Mikey retorna al hogar (el sicario lo sigue, por si acaso Nicky decide volver en busca de ayuda), y vemos su casa ─un hogar moderno, cómodo, de clase media-alta, situado en un vecindario exclusivo vigilado por coches patrulla privados. Cualesquiera que sean las raíces de la traición de Mikey ─el resentimiento, la proximidad, las necesidades, la envidia, todas se cocieron a fuego lento a lo largo de los años─, en la fría luz del día el asunto se reduce a esto: Mikey debe traicionar a su amigo para preservar el pequeño lugar que se ha construido para sí mismo en el mundo. La mujer de Mikey le ha esperado, su hijo está durmiendo en la habitación contigua, y en un momento la llamada de Nicky sonará en la puerta principal. El filme comenzó con la imagen de una puerta barricada contra los peligros del mundo exterior ─la puerta de la habitación de hotel de Nicky. Terminará con una puerta cerrada, también.

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PERDONA MIS PALABRAS DESCUIDADAS

Variation [Hensôkyoku] (Kô Nakahira, 1976)

Variation Kô Nakahira 1

Sólo falta que alguno de los dos pronuncie una palabra completa para que de esta alcoba huya rápida la aventura y entre en ella de nuevo la ceniza.

Sara, extraído de Lugar siniestro este mundo, caballeros, Félix Grande

Mejor mantener los labios bien cerrados a la hora de mermar la historia de las formas. Este verano hemos vuelto a aprender la lección cuando, tras otra madrugada esperando algún tipo de milagro, nos topamos con la cristalización en retahíla de esos breves resoles emitidos por el cuerpo al verse colmado o desposeído entrando en contacto con los límites que su propio placer le puede proporcionar. Una turista japonesa, antigua colegiala anarquizada, se ve cercada de sombras, desligada del curso natural de la narración e inmovilizada en el vivero de la noche que la sume, una expedición turística con aquello que la viajera en secreto anhela, el contacto con la brutalidad del espacio que desposee, el flujo de las horas subvertido, efundida en el marjal vacacional, encuentra instancias de minutero, acontecimientos que la sobrepasan, vastedad de una semana cargada de emociones destrozando el caudal, no sabe cómo lidiar, la mujer juega a despistar, lejos de su marido en este periodo, disfruta por primera vez desnudándose enfrente de la señora que la observa desde la casa al otro lado de la acera, sienta bien, luego tiene fiebre, necesita paños sobre la frente, caen lágrimas por su cara a la mínima, suspira, ve a un niño andrógino darse placer entre el centeno, una anécdota más en el asueto, pero no olvida, y luego de cambiar de tacón, combatir con el pasado que no quiere pero sí desea ver volver, intentar revertir el presente, ver aviones de reacción despegar porque resulta erótico, un faro insistente como telón de fondo a miedos de treintañera, luego, decíamos, cuando llega el naufragio completo en el orgasmo, el placer que arropa y entenebrece, sabe que es cuestión de horas para que el viaje, y todo lo que en él tiende a la eternidad, dé fin, y de ahí vuelta a las luchas políticas, relaciones, placer y vida exangüe que ella recuerda de sobra. En el viaje, la banal subsistencia pretérita perfecta puede evocarse en una ducha de mal piso alquilado y, debajo de la alcachofa, mientras relatamos los aburridos infortunios del ayer, con la mente en el mañana, tenemos una fugitiva sensación, quizá ya no volvamos a ellos, la posibilidad de que este viaje los anule y adiós. Ahí salimos a la calle francesa y contemplando peatones desconocidos, tenderos, juventud, ancianidad… las ganas de partir en nomadismo de no retorno, pugnaces, se dan de bruces en rondas interminables con un paisaje que no logramos aprehender ni la mitad. No hay ansiedad más hermosa.
          La Kyoko Oze de 1955 regresa a nosotros en fotografías discontinuas. Si duran tan poco como para quedarnos con la avidez de verlas mejor, llegan a doler. Hasta ese momento, su misión vitalicia la unía en virtud de camarada a Juzô Morii, movimientos políticos estudiantiles de los cuales el cine japonés hizo buen acopio, desafiando en inteligencia política, medios, al cine europeo, e incluso en irremediable visión de epílogo del conjunto de luchas que en el entonces tiempo presente se desarrollaban. Bajo la compañía de producción Art Theatre Guild, estas revueltas fueron registradas, papeles colgados incitando a la siguiente barricada, lazos efímeros entre dos personas que poco sabían de la intimidad ajena, el momento apremiaba, ni se cruzaba por las cabezas de Kyoko y Juzô la fantasía curiosona de saber cómo se mueven sin ropa espalda, trasero, hoyuelos de Venus que podrían inspirar y redirigir la hoja de ruta de algún que otro alzamiento. Han pasado diecisiete años, y ahora la mujer vive una existencia apacible, en apariencia, claro, caminando por las calles de París se le rompe la aguja del tacón ─confirmamos altivos la sospecha: un tacón roto al comienzo de una historia augura una ficción de altura─, va cojeando calle abajo, bebe tres copas de coñac en la extensión de un resuello; exánime, cumpliendo con las formalidades, lleva ya dos o tres años tomando pastillas que no la duermen pero la hacen eliminar los malos pensamientos. Se produce, claro, el reencuentro con Juzô, ahora fugitivo internacional, trabajando en nombre de una dudosa organización aglutinadora de varias rebeliones ─Black Panthers, Ejército por la Liberación de Palestina, nacionalismo surtirolés, Frente de Liberación de Quebec, grupos argelinos─, sin embargo, el asunto empezó en la escuela, otra vez, repartiendo boletines. Ya no, el recreo ha terminado, la cosa es a vida o muerte, y la mortalidad es la certeza que le queda, apátrida vagabundo autoexiliado, lleva ya dos o tres años incapaz de hacer el amor. Juntos, entrometen sus fauces en la semana que acabará por separarlos, un viaje bordeando la frontera franco-italiana, rozando San Remo, instalados en Menton, festival de música con varios nombres insignes.
          Hensôkyoku queda aún lejos de los filmes ATG de jóvenes con algunas ligeras inquietudes sobre su entorno, intuiciones no fructificadas y dilemas morales en apariencia bastante livianos y quebradizos, caso de Have You Seen the Barefoot God? [Kimi wa hadashi no kami wo mitaka] (Soo-Kil Kim, 1986). Su existencia a mediados de los 70 tampoco lo emparenta bajo modo substancial alguno en variantes de softcore que la nación nipona se vio abocada a filmar tras una desastrosa virada a nivel industrial. Los planos del filme subyacen con una materialidad de colores centelleando en el barullo del registro que tanto obsesionaba a la cinefilia, mas su concentración devocional en caprichosos arrebatos del revuelo ontológico ubicado en el centro de un área turística inopinada nos trae a la cabeza la tradición experimental norteamericana, coetánea, no por ambición estructural ni etiqueta estricta sino porque, en esencia, lo que recordamos de sus momentos de donaire evoca texturas, oleadas de entretantos, una ficción que se desenreda casi por intuición de linterna, ¿a dónde iluminar en el negro, entre el grano? La cámara circula coja y borracha en panóramicas rupestres y desenfoques, o pasos a negro cuya sensibilidad rítmica la maneja Nakahira en la apariencia de compases de espera circundados por alarmas, nos reclaman los signos de un desequilibrio trotamundos decaído.
          Kyoko, semiconsciente de sus querencias lidiando con el éntheos, requiere un filme desapegado de los torpes tropiezos de ansia sexual del roman poruno, retozos inacabables pendiendo del hilo de una percepción degustando, en el mejor de los casos, el manejo inteligente de estos pasos en falso. Siete días, Kyoko, siete días, te muestras caprichosa, niegas la satisfacción ajena, tus devaneos son inciertos, adónde llevan tus giros de opereta, haces resaltar la cualidad fútil y gloriosa del mobiliario que te circunda, contrasentido del que no queremos huir, tus pies volverán a cojear tras amartelarse en un baile de parejas trivialísimo, pero en el que te dejas levantar la pierna derecha mientras domina la tránsfuga exaltación sexual. Comunicar luego el motivo de la cojera será medianamente satisfactorio. El viaje de la heroína de Nakahira la lleva desde el falso desentendimiento hasta una mirada melodrama Sirk extraños cuando nos conocemos, amante que se va, un coche se lo lleva, lluvia sobre París, 19 grados, ella tiene frío, bata blanca, le falta un candelabro. La canción que llevábamos escuchando el resto del filme comienza a herirnos un poco. Antes de la estampa final, Kyoko urgió dejarse corromper, corromper ella misma, probar los efectos del desnudo voluntario o del obligado, estar sin prendas, sentada, de pie, y ver traspasar en ella el conjunto de achaques masculinos que la anhelan más o menos carnalmente. Estas variaciones de escenas no se relacionan con una pulsión escópica o juego superficial con el espectador, olvidémonos de eso, Nakahira quiere llegar al plano, corte, que dé una idea concreta, a punto de emigrar pero fructificando, en unos segundos que bien podrían formar un bucle de pensiles dramatizaciones tangibles. La mirada súbita a una pareja practicando diversas posturas salvajemente, sin melindres, se funde en la mente de la mujer con la suite número 5 de Bach en C menor tocada por Rostropóvich al lado de la iglesia de Saint Michel. Desde un balcón, el deslizamiento de sus nuevos tacones conforma una de las imágenes más longevas en su concreción de cambio ladino que el cine ha ofrecido al siglo. Kyoko viajando, desacralización insaciable de un abandono compartido.

Variation Kô Nakahira 2

Variation Kô Nakahira 3

Juzô vuelve al peligro que lo avasalla, la dichosa organización, tan paranoica que ni comenzará a creer el motivo de la ausencia del miembro, al que vemos fallecer en el primer plano del filme, su destino sellado, no su traición, un reto que parece superar sin mayor complicación, denigrar la causa porque sí, si no podemos derribar la entereza de nuestras certidumbres en la cama con una mujer equitativa que nos pide decir “todo en lo que creo es falso”, no seremos dignos de alcanzar ningún ideal utópico. El amor en Hensôkyoku ve probadas sus lealtades con estos juegos, no es poca broma, diecisiete años de castidad revolucionaria dejan las normas conyugales en un desuso peligroso. La misión invisible del hombre cualifica sentir ese perenne recomenzar del que hablaba Pavese, con nuestra pareja, socia, compañera de trayecto, sin el cual estaremos malhadados a seguir actuando como necios. Camisetas más coloridas cuando Niza se acerca, volver a poner en práctica la seducción aunque no sirva para gran cosa, pero el empuje vacacional termina por reconectar a Juzô con las frases que, pronunciadas de su boca, hacen sentir a Kyoko espléndida. Y aun con esto seguirá volviendo el recuerdo del deber, la precariedad sentimental que lo llevaba anegando casi dos décadas. Conviene actuar y desbordarse con la persona querida, váyanse o no los malditos demonios. Ahí termina él, y ya es algo.
          Poco más, los amantes estaban condenados desde el principio. La revisitación por los motivos de sus ritos esta vez ha sido expuesta ante el mareante sobrevenir del viajero: en sus clarividencias, forma una especie de enteomanía pagana, aquí capturada en ingravidez de vértigo.

Variation Kô Nakahira 4

A Horacio Martín

«TODOS LOS ACTORES ESTÁN MUERTOS»

Ici et ailleurs, Jean-Luc Godard, Jean-Pierre Gorin, Anne-Marie Miéville, Groupe Dziga Vertov

Ici et ailleurs (Groupe Dziga Vertov, 1976)

El hecho de la imagen que se mueve es fácil de explicar materialmente: una viene después de la otra, pero ¿bajo qué operación? ¿La de la suma, la de la resta, la de la negación destinada a sintetizarse (Eisenstein),  la de la exposición a la duración de una exposición (sic) que debe «soportarse», similar a los frustrantes tanteos previos que preceden a la conmensuración de un islote mínimo de significación donde pueden encontrarse dos lenguajes ─dos formas de vida (raramente posible)─ (Rossellini), o se trata de una «comunicación del movimiento» como se da en la cadena de montaje, en el trabajo global, donde el gesto de la mano, del ojo, se pierde para ganarse en conexiones maquínicas (Vertov), movimiento tan llano y útil, a la vez que perverso, como el de una rosca ─Essai d’ouverture (Luc Moullet, 1988)─, acaso, bastaría la metáfora de la «superposición», simplemente?
          Si el movimiento es una cuestión de cantidad ergo la cantidad de movimiento es lo importante. Las operaciones que puede una imagen sobre un cuerpo/conciencia variarán conforme varíe la cantidad  de movimiento, y la razón es obvia: el espectador no es sujeto pasivo, al contrario, es quien recibe la cantidad de movimiento a la vez que lo pone en marcha (no tiene nada de idealista esto, es el Keaton maquinista). Porque mueve, el espectador se mueve (motor no-inmóvil). Una arqueología de la imagen será entonces un desenterrar el impulso de su trazada, y sobre las trazadas de su época (1988), escribía Daney: «ya no hacemos una arqueología de la imagen; vamos de una imagen a otra». Intercambio de caricias por encima de la mesa con el Godard de Ici et ailleurs (1976). Prendados de comunes influencias, a ambos les une asimilar una gran tara de las sociedades modernas a cierta falta de austeridad general, de higiene, de la que sí podían hacer gala en vida por ejemplo un Renoir o un Bazin (sus padres franceses); preocupados y siempre a la contra de las crueldades de lo sobre…: –codificado (los encuadres, las narraciones…), –determinado (las relaciones de producción, la estructura del lenguaje, los viajes…), –dirigido (la mirada, el Estado…), –expuesto (los rostros, los palestinos), etc. Si la cuestión es la cantidad, la distancia temporal y el aumento de lo sobre- que nos separa del Godard del ‘76 y del Daney del ‘88 permiten violentar su fórmula por añadidura, y escribir: ya no «vamos de una imagen a otra», vamos de ir hacia una imagen a venir de ir de otra. Godard, siguiendo a Wittgenstein: «aprender a ver, no a leer». Por eso el libro debe ser de imagen.
          Entonces, en primer lugar, descartar por su bajeza el atavismo de la suma: el movimiento en imagen ─si quiere ser verdadero movimiento (siempre según el Godard de Ici et ailleurs)─ no puede ser tautológico, perseguir la suma por la suma, porque sino lo que se suma son ceros, y sumando ceros es como funciona el capital. Redondos, magros y bien apretados ceros, que en Godard no podrían ser otra cosa que culos: la publicidad, que suma culos para vender ─para comprar, en última instancia, más culos que vendan, etc. (Pierrot le fou, 1965)─, el capital, que suma plusvalor sumando obreros enculados ─para comprar, en última instancia, más culos que encular, etc.─, pero aquí estamos avanzando demasiado rápido hasta Sauve qui peut (la vie)… en segundo lugar: a la resta, ni parar atención (no siento que deba justificar que a Godard esta operación nunca le ha parecido una buena idea ─acaso solo a efectos de la producción material del filme, lo contrario a la reproducción social). En tercer lugar, tomar en cuenta: síntesis, exposición, conexión, superposición; sobre lo cual ya se venían preguntando sus padres soviéticos y el italiano. Formas y peligros, éxitos y fallas, polisemias. Porque la síntesis puede ser entre dos imágenes bellas o el carnicero ensamblaje de un mecanismo de poder. La exposición, obligada a ser una que no excuse la mentira, las farsas, por contra, lo sobreexpuesto ─como los palestinos, los rostros, etc.─ por moral ha de subexponerse (algo dicotómico, sí… pero, ¿quién mejor que Godard para filmar un semblante a contraluz?). La conexión, triunfante si respeta, desplegando, la distancia entre aquí y otro lugar ─«Una imagen no es fuerte porque sea brutal o fantástica, sino porque la asociación de ideas es lejana, lejana y justa» (Autoportrait de décembre, 1994)─, perdición si remite solo a sí misma (el espectáculo). Falta la «superposición»: tiene que ser humilde y veraz, dejar constancia de sus capas, de su trazada… una del tipo que aplasta, es el mal.
          La imagen que Godard propone de «la conexión» solo puede entenderse a efectos de enculada. La presencia misma, cuando se impone, no sabe calcularse para sí más que en términos de unidireccionalidad. No dejará de recordárnoslo: una presencia es igual a una polarización (el que da – el que recibe / el emisor – el espectador, etc.). En cada sala de estar de cada casa francesa un televisor, polarizador de presencias, imponiendo la suya, a base de encadenar la de los residentes (el mueble más cómodo de la casa frente a ella). Una última observación capital sobre la penetración de traseros: una enculada es lo menos dialéctico que existe, no hay lucha en el seno de esa consumación. De una forma u otra, el percutido debe «dejarse», sea por sumisión, sea porque el poder del percutidor se intuye tal que cualquier lucha se le aparece al futuro sometido como inútil, como hasta la muerte (violación). Godard supo pronto que el espectáculo no podía ser dialéctico ─como insistió hasta demasiado tarde Debord─, o que lo fue, pero por demasiado poco tiempo. La invocación a la dualidad no tardó, en la era de los medios de comunicación, en revelarse como demasiado ingenua para una dominación tan sutil: «demasiado simple y demasiado fácil simplemente dividir el mundo en dos ─repite como una letanía la voz de Godard─ decir que los ricos están equivocados y que los pobres tienen razón». Claro que el espectáculo trabaja «separando mediante la unión» (Debord), pero en un movimiento que corre paralelo y no de lo uno a lo otro, sino en cadena: «poco a poco somos reemplazados por cadenas ininterrumpidas de imágenes ─Miéville y Godard nos muestran cuatro pantallas trabajando a la vez (en la esq. sup. izq. una carta de ajuste, en la esq. sup. der. un noticiario sobre el conflicto palestino, en la esq. inf. izq. la retransmisión de un partido de fútbol, en la esq. inf. der. parpadean todos los agenciamientos que el espectáculo es capaz de recombinar en una misma interface─, esclavas unas de otras, cada una en su lugar, como cada uno de nosotros, en su lugar». Plano frontal de la familia francesa frente a la TV.
          La superposición de seis años entre el registro de Jusqu’à la victoire y la síntesis en montaje de Ici et ailleurs: «todos los actores están muertos». La parca real, trabajando más rápido que la que lo hace en el cine (Cocteau). ¿Cómo ordenar, conectar? «¿La secuencia lógica, no sería…?», dice Godard:

…primero mostrar «el pueblo» (la voluntad del pueblo),
luego «la lucha armada» (la guerra del pueblo),
luego «el trabajo político» (la educación del pueblo),
luego «la guerra popular prolongada» (los esfuerzos del pueblo)…

Ici et ailleurs 2

El Happy Few del inicio ─pueblo = voluntad del pueblo─ y el Happy End del final ─guerra popular = esfuerzos del pueblo─ (con el pueblo a ambos lados de la ecuación) hacen percatarse a la pareja estar entrando en la barrena del solipsismo. Imposible ordenar, cortar mediante intertítulos. La fragmentación y su condición maquinal siempre acechan al film: «salvo que supongamos que los espectadores no quieran ver, un travelling sobre rieles, hacia adelante, lateral o hacia atrás, cualesquiera que sean la gracia (Max Ophüls) o la delicadeza (Alain Resnais) que lo inspiren, o un movimiento de grúa, cualquiera que sea la aspiración concreta para escapar a la gravedad (Mizoguchi), siguen siendo movimientos visibles como tales y no pueden no ser advertidos, recibidos como decisión de hacer mover una máquina con respecto a un o unos cuerpos o decorado» (Comolli). De este lado cae la conclusión desesperanzada de Godard sobre la irrepresentabilidad de la revolución palestina en el soporte-cine como una sola unidad de espíritu ─por la funesta condición maquínica del cinematógrafo─, que siempre nos obligará a mostrar, jalonadamente:

…primero «la voluntad del pueblo»
luego «la lucha armada»
luego… etc.

Fotograma a fotograma, detención tras detención, una imagen que se muestra primero, una imagen que expulsará, que ha expulsado ya, a la anterior: «todo ello guardando, claro está, más o menos el recuerdo». Cada humildad de Godard se siente como una osadía, como una incursión en el terreno del western. La dignidad de la niña recitadora del poema “Resistiré” desmoronándose cuando Miéville haga notar a Godard que ─aún siendo una niña (y por lo tanto inocente)─ se trata de otra enculada más por el teatro de los grandes gestos, de aquella forma de declamar tan del gusto de los partidarios del Terror durante la revolución francesa. Se tratará ─y cada vez más (el aumento de lo sobre-…)─, de bregar contra lo entrevisto por Rohmer ya en 1948: «al espectador moderno […] se lo ha acostumbrado demasiado tiempo a interpretar el signo visual […] el espectáculo cinematográfico se le presenta más como un desciframiento que como una visión». Hacer acopio de limitaciones, destapar el truco ajeno, revelar el propio… muescas en la cámara por cada engaño abatido. Jusqu’à la victoire.

BIBLIOGRAFÍA

COMOLLI, Jean Louis. Cine contra espectáculo en “Cine contra espectáculo seguido de Técnica e ideología (1971-1972)”. Ed: Manantial; Buenos aires, 2010.