Variation [Hensôkyoku] (Kô Nakahira, 1976)
Sólo falta que alguno de los dos pronuncie una palabra completa para que de esta alcoba huya rápida la aventura y entre en ella de nuevo la ceniza.
Sara, extraído de Lugar siniestro este mundo, caballeros, Félix Grande
Mejor mantener los labios bien cerrados a la hora de mermar la historia de las formas. Este verano hemos vuelto a aprender la lección cuando, tras otra madrugada esperando algún tipo de milagro, nos topamos con la cristalización en retahíla de esos breves resoles emitidos por el cuerpo al verse colmado o desposeído entrando en contacto con los límites que su propio placer le puede proporcionar. Una turista japonesa, antigua colegiala anarquizada, se ve cercada de sombras, desligada del curso natural de la narración e inmovilizada en el vivero de la noche que la sume, una expedición turística con aquello que la viajera en secreto anhela, el contacto con la brutalidad del espacio que desposee, el flujo de las horas subvertido, efundida en el marjal vacacional, encuentra instancias de minutero, acontecimientos que la sobrepasan, vastedad de una semana cargada de emociones destrozando el caudal, no sabe cómo lidiar, la mujer juega a despistar, lejos de su marido en este periodo, disfruta por primera vez desnudándose enfrente de la señora que la observa desde la casa al otro lado de la acera, sienta bien, luego tiene fiebre, necesita paños sobre la frente, caen lágrimas por su cara a la mínima, suspira, ve a un niño andrógino darse placer entre el centeno, una anécdota más en el asueto, pero no olvida, y luego de cambiar de tacón, combatir con el pasado que no quiere pero sí desea ver volver, intentar revertir el presente, ver aviones de reacción despegar porque resulta erótico, un faro insistente como telón de fondo a miedos de treintañera, luego, decíamos, cuando llega el naufragio completo en el orgasmo, el placer que arropa y entenebrece, sabe que es cuestión de horas para que el viaje, y todo lo que en él tiende a la eternidad, dé fin, y de ahí vuelta a las luchas políticas, relaciones, placer y vida exangüe que ella recuerda de sobra. En el viaje, la banal subsistencia pretérita perfecta puede evocarse en una ducha de mal piso alquilado y, debajo de la alcachofa, mientras relatamos los aburridos infortunios del ayer, con la mente en el mañana, tenemos una fugitiva sensación, quizá ya no volvamos a ellos, la posibilidad de que este viaje los anule y adiós. Ahí salimos a la calle francesa y contemplando peatones desconocidos, tenderos, juventud, ancianidad… las ganas de partir en nomadismo de no retorno, pugnaces, se dan de bruces en rondas interminables con un paisaje que no logramos aprehender ni la mitad. No hay ansiedad más hermosa.
La Kyoko Oze de 1955 regresa a nosotros en fotografías discontinuas. Si duran tan poco como para quedarnos con la avidez de verlas mejor, llegan a doler. Hasta ese momento, su misión vitalicia la unía en virtud de camarada a Juzô Morii, movimientos políticos estudiantiles de los cuales el cine japonés hizo buen acopio, desafiando en inteligencia política, medios, al cine europeo, e incluso en irremediable visión de epílogo del conjunto de luchas que en el entonces tiempo presente se desarrollaban. Bajo la compañía de producción Art Theatre Guild, estas revueltas fueron registradas, papeles colgados incitando a la siguiente barricada, lazos efímeros entre dos personas que poco sabían de la intimidad ajena, el momento apremiaba, ni se cruzaba por las cabezas de Kyoko y Juzô la fantasía curiosona de saber cómo se mueven sin ropa espalda, trasero, hoyuelos de Venus que podrían inspirar y redirigir la hoja de ruta de algún que otro alzamiento. Han pasado diecisiete años, y ahora la mujer vive una existencia apacible, en apariencia, claro, caminando por las calles de París se le rompe la aguja del tacón ─confirmamos altivos la sospecha: un tacón roto al comienzo de una historia augura una ficción de altura─, va cojeando calle abajo, bebe tres copas de coñac en la extensión de un resuello; exánime, cumpliendo con las formalidades, lleva ya dos o tres años tomando pastillas que no la duermen pero la hacen eliminar los malos pensamientos. Se produce, claro, el reencuentro con Juzô, ahora fugitivo internacional, trabajando en nombre de una dudosa organización aglutinadora de varias rebeliones ─Black Panthers, Ejército por la Liberación de Palestina, nacionalismo surtirolés, Frente de Liberación de Quebec, grupos argelinos─, sin embargo, el asunto empezó en la escuela, otra vez, repartiendo boletines. Ya no, el recreo ha terminado, la cosa es a vida o muerte, y la mortalidad es la certeza que le queda, apátrida vagabundo autoexiliado, lleva ya dos o tres años incapaz de hacer el amor. Juntos, entrometen sus fauces en la semana que acabará por separarlos, un viaje bordeando la frontera franco-italiana, rozando San Remo, instalados en Menton, festival de música con varios nombres insignes.
Hensôkyoku queda aún lejos de los filmes ATG de jóvenes con algunas ligeras inquietudes sobre su entorno, intuiciones no fructificadas y dilemas morales en apariencia bastante livianos y quebradizos, caso de Have You Seen the Barefoot God? [Kimi wa hadashi no kami wo mitaka] (Soo-Kil Kim, 1986). Su existencia a mediados de los 70 tampoco lo emparenta bajo modo substancial alguno en variantes de softcore que la nación nipona se vio abocada a filmar tras una desastrosa virada a nivel industrial. Los planos del filme subyacen con una materialidad de colores centelleando en el barullo del registro que tanto obsesionaba a la cinefilia, mas su concentración devocional en caprichosos arrebatos del revuelo ontológico ubicado en el centro de un área turística inopinada nos trae a la cabeza la tradición experimental norteamericana, coetánea, no por ambición estructural ni etiqueta estricta sino porque, en esencia, lo que recordamos de sus momentos de donaire evoca texturas, oleadas de entretantos, una ficción que se desenreda casi por intuición de linterna, ¿a dónde iluminar en el negro, entre el grano? La cámara circula coja y borracha en panóramicas rupestres y desenfoques, o pasos a negro cuya sensibilidad rítmica la maneja Nakahira en la apariencia de compases de espera circundados por alarmas, nos reclaman los signos de un desequilibrio trotamundos decaído.
Kyoko, semiconsciente de sus querencias lidiando con el éntheos, requiere un filme desapegado de los torpes tropiezos de ansia sexual del roman poruno, retozos inacabables pendiendo del hilo de una percepción degustando, en el mejor de los casos, el manejo inteligente de estos pasos en falso. Siete días, Kyoko, siete días, te muestras caprichosa, niegas la satisfacción ajena, tus devaneos son inciertos, adónde llevan tus giros de opereta, haces resaltar la cualidad fútil y gloriosa del mobiliario que te circunda, contrasentido del que no queremos huir, tus pies volverán a cojear tras amartelarse en un baile de parejas trivialísimo, pero en el que te dejas levantar la pierna derecha mientras domina la tránsfuga exaltación sexual. Comunicar luego el motivo de la cojera será medianamente satisfactorio. El viaje de la heroína de Nakahira la lleva desde el falso desentendimiento hasta una mirada melodrama Sirk extraños cuando nos conocemos, amante que se va, un coche se lo lleva, lluvia sobre París, 19 grados, ella tiene frío, bata blanca, le falta un candelabro. La canción que llevábamos escuchando el resto del filme comienza a herirnos un poco. Antes de la estampa final, Kyoko urgió dejarse corromper, corromper ella misma, probar los efectos del desnudo voluntario o del obligado, estar sin prendas, sentada, de pie, y ver traspasar en ella el conjunto de achaques masculinos que la anhelan más o menos carnalmente. Estas variaciones de escenas no se relacionan con una pulsión escópica o juego superficial con el espectador, olvidémonos de eso, Nakahira quiere llegar al plano, corte, que dé una idea concreta, a punto de emigrar pero fructificando, en unos segundos que bien podrían formar un bucle de pensiles dramatizaciones tangibles. La mirada súbita a una pareja practicando diversas posturas salvajemente, sin melindres, se funde en la mente de la mujer con la suite número 5 de Bach en C menor tocada por Rostropóvich al lado de la iglesia de Saint Michel. Desde un balcón, el deslizamiento de sus nuevos tacones conforma una de las imágenes más longevas en su concreción de cambio ladino que el cine ha ofrecido al siglo. Kyoko viajando, desacralización insaciable de un abandono compartido.
Juzô vuelve al peligro que lo avasalla, la dichosa organización, tan paranoica que ni comenzará a creer el motivo de la ausencia del miembro, al que vemos fallecer en el primer plano del filme, su destino sellado, no su traición, un reto que parece superar sin mayor complicación, denigrar la causa porque sí, si no podemos derribar la entereza de nuestras certidumbres en la cama con una mujer equitativa que nos pide decir “todo en lo que creo es falso”, no seremos dignos de alcanzar ningún ideal utópico. El amor en Hensôkyoku ve probadas sus lealtades con estos juegos, no es poca broma, diecisiete años de castidad revolucionaria dejan las normas conyugales en un desuso peligroso. La misión invisible del hombre cualifica sentir ese perenne recomenzar del que hablaba Pavese, con nuestra pareja, socia, compañera de trayecto, sin el cual estaremos malhadados a seguir actuando como necios. Camisetas más coloridas cuando Niza se acerca, volver a poner en práctica la seducción aunque no sirva para gran cosa, pero el empuje vacacional termina por reconectar a Juzô con las frases que, pronunciadas de su boca, hacen sentir a Kyoko espléndida. Y aun con esto seguirá volviendo el recuerdo del deber, la precariedad sentimental que lo llevaba anegando casi dos décadas. Conviene actuar y desbordarse con la persona querida, váyanse o no los malditos demonios. Ahí termina él, y ya es algo.
Poco más, los amantes estaban condenados desde el principio. La revisitación por los motivos de sus ritos esta vez ha sido expuesta ante el mareante sobrevenir del viajero: en sus clarividencias, forma una especie de enteomanía pagana, aquí capturada en ingravidez de vértigo.
A Horacio Martín