UNA TUMBA PARA EL OJO

(ABRIL, 1985); por Dave Kehr

Mikey and Nicky (Elaine May, 1976)
por Dave Kehr

en Movies That Mattered: More Reviews from a Transformative Decade. Ed: The University of Chicago Press, 2017; págs. 51-54.

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Nunca es fácil decir por qué un filme no logra encontrar su público. Luego de un gran periodo en la sala de montaje, Mikey and Nicky de Elaine May hizo su debut en Nueva York en 1976 y se hundió más rápido que una bola de bowling en una cuba de natillas. Por lo visto, no fue un asunto de malas críticas, más bien de que no hubo ninguna en absoluto: por razones que permanecerán para siempre misteriosas, fue un filme que nadie quiso ver, a pesar del historial impresionante de su directora (The Heartbreak Kid, A New Leaf). May no ha firmado un filme desde entonces, aunque ha trabajado a un ritmo constante como una script doctor anónima (en filmes como Reds o Heaven Can Wait).
          Con todo, las proyecciones ocasionales del filme a lo largo de los años ─en particular, en el Toronto Film Festival de 1981─ le han ganado una reputación underground, y ahora ha sido relanzado por una distribuidora independiente (se le espera en el Fine Arts Theatre en algún momento de este mes). Puede ser que Mikey and Nicky encuentre su audiencia después de todo. Divertido, incisivo, y finalmente embrujador, es uno de los filmes americanos más sorprendentes de su década; su valerosa toma de riesgos e inteligencia cortante lo hacen parecer más contemporáneo que cualquier filme de Hollywood estrenado este año.
          Mikey and Nicky llegó al final de un ciclo de buddy movies ─filmes acerca de entusiastas amistades masculinas que parecían deleitarse en un resentimiento adolescente hacia el sexo opuesto. Pero Mikey and Nicky, una buddy movie, hecha por una mujer, es a Butch Cassidy and the Sundance Kid lo que À bout de souffle es con respecto a las películas de gánsteres o The Searchers a un Wéstern de Roy Rogers: coge las asunciones más profundas, tácitas, de la forma y las sostiene para examinarlas; coge las mecánicas de la forma ─sus convenciones dramáticas y trucos de estructura─ y las pone del revés, exponiendo justo esos elementos que la forma pretendía ocultar. En vez de Newman y Redford, los colegas son John Cassavetes y Peter Falk ─dos de los más grandes outsiders del cine americano, actores que han desarrollado por sí mismos un estilo de interpretación (impulsivo, improvisatorio, extravagante) y un rango tonal (histeria, desesperación, vulnerabilidad) que contradice a cada nivel los requerimientos de una actuación estelar convencional. Una de las cosas más bellas de Mikey and Nicky es la forma en la que May se borra a sí misma ante el equipo interpretativo singular que Falk y Cassavetes representan. Pone su cámara al servicio completo de los actores, siempre dejando el suficiente espacio en sus encuadres para capturar el gesto espontáneo, el movimiento súbito. Y el diálogo, aunque fuertemente guionizado, ha sido tallado tan cercanamente a las personalidades de sus intérpretes que no hay un solo momento en el filme que no se sienta como si no fuera inventado en el acto. Si no fuera nada más, Mikey and Nicky es la historia de un matón de poca monta (Cassavetes) que ha sido capturado robando de un banco de apuestas; su socio en el timo ya ha sido asesinado, y Nicky, convencido de que hay un encargo de asesinato para él también, se ha encerrado en un hotelucho de mala muerte. Llama a Mikey (Falk), un amigo de la infancia que es también un miembro del sindicato, para consejo y ayuda ─una llamada motivada más por el hábito que por confianza y, después de una larga lucha, convence a su amigo de ir con él a un bar. Una vez que ha atraído a su colega al exterior, Mikey marcha directamente a una cabina de teléfono y llama al corpulento sicario (Ned Beatty) que ha sido asignado para el trabajo, diciéndole exactamente dónde pueden ser hallados.
          La traición no se suele agrupar entre las subtramas cinematográficas más hilarantes, pero así es cómo, en las escenas tempranas de su filme, May la aborda ─como una ansiosa, asustadiza, comedia de la desesperación. Tenso por el peligro que ve a su alrededor, Nicky no es un objetivo cooperativo: a cada segundo se mueve entre una confianza en sí mismo jactanciosa y un terror cobarde, y Mikey no consigue que abandone el hotel hasta que acuerda intercambiar abrigos con él ─puede haber alguien al acecho en el vestíbulo. (Hay otro intercambio, también: como una prueba de confianza, Mikey le pide a Nicky que le dé su arma; Nicky no la cederá hasta que Mikey le ofrezca algo a cambio, así que le da su reloj. Este momento no acentuado es típico del acercamiento económico de May a la caracterización ─Nicky le presta a Mikey el símbolo de sus bravatas; Mikey devuelve el símbolo de su fiabilidad y obediencia. En no más que dos o tres planos, May dispone la base de su amistad ─es un intercambio de fuerzas). Una vez que Mikey ha conseguido llevar a su amigo al bar, tiene que mantenerlo allí, no es un asunto sencillo teniendo en cuenta los impulsos contradictorios que zumban por el cerebro confuso de Nicky ─quiere visitar a su exmujer; quiere ver a su novia; quiere ir a un cine de sesión continua. Mientras tanto, el sicario (May lo introduce con un toque maravilloso ─se lo ve cambiando canales en un televisor hasta que encuentra una banda sonora que encaja con su humor: la partitura aciaga, llena de lamentos, de un filme noir de los años cuarenta) se las ha arreglado para perderse en el tráfico urbano. Pasan los minutos, y el asesino todavía no ha hecho acto de presencia ─y encontramos nuestra simpatía tornando lentamente hacia Mikey, como siempre ocurre hacia el hombre modesto, metódico, que intenta simplemente realizar un trabajo.
          En la superficie, Mikey and Nicky parece suelto, casual, incluso inconexo. Pero la fuerza del filme proviene del modo en el que May suspende esta superficie casual a lo largo de una estructura muy ajustada. El filme vive en la tensión entre lo completamente impulsivo y lo cuidadosamente planeado, que es también la tensión entre sus personajes principales. Mientras Falk y Cassavetes practican sus deslumbrantes juegos de comportamiento, May es prudente en limitarse a las unidades clásicas: unidad de tiempo (el filme tiene lugar en una noche), de espacio (unos bloques cuadrados de una ciudad sin nombre ─May incluso nos muestra el mapa), y, por supuesto, de acción (no por nada ella pasó sus años universitarios en la University of Chicago). El formato es el de una tragedia ática, y hay algo fatídico en el despliegue de la acción ─en la manera en la que parece escapar al control de los personajes─ una vez que ha sido puesta en marcha por la decisión de traicionar. Aun así, May la salpica con un suspense específicamente cinematográfico, casi griffithiano. Mientras corta alternativamente entre Mikey y Nicky pasando la larga noche en camaradería forzada y el asesino que está acercándose constantemente, el filme se convierte en una variación de la carrera a la horca del melodrama silente: la pregunta no es si el perdón del gobernador llegará a tiempo para salvar al héroe de una ejecución injusta, sino si Mikey encontrará su afecto por su amigo lo suficientemente reavivado como para intentar rescatarlo.
          May hace pasar esta relación volátil a través de tres marcos de referencia diferentes. Finalmente, en su camino al cine de sesión continua (Mikey ha convenido que el sicario los encuentre allí), Nicky decide de repente que debe visitar la tumba de su madre. Escalando el muro del cementerio cerrado (el slapstick aquí es una referencia a un cortometraje de Laurel & Hardy), se encuentran de nuevo en su infancia, como si la presencia de la muerte los hubiese hecho niños otra vez. Las intimidades de la infancia resurgen: Nicky cuenta la historia del hermano pequeño de Mikey que un día se quedó súbitamente calvo. Los chicos se rieron de él, y al día siguiente murió de escarlatina. El recuerdo es a la vez divertido y espantoso, y es aquí donde May toca su más profunda mezcla de emociones ─el filme se mueve dentro de esa zona rarificada, peligrosa, donde la comedia y la tragedia se funden, donde una risa es lo mismo que un grito.
          Demasiada muerte conjura una necesidad de calor, y los dos amigos, de nuevo cercanos, visitan a la chica de Nicky (el sicario, todavía esperando en el cine, ha sido olvidado). Delicadamente interpretada por Joyce Van Patten, ella es una oficinista solitaria, apagada, de 40 o por ahí, con un apartamento decorado demasiado alegremente: una de esas mujeres cruelmente marginadas, no del todo atractivas, que parecen encontrar su voz en los filmes de May (May misma en A New Leaf; su hija, Jeannie Berlin, en The Heartbreak Kid). Nicky hace el amor superficialmente con ella mientras Mikey aguarda, mortificado, en la cocina. Cuando Nicky termina, sugiere a su colega que lo pruebe también. La mujer, humillada, lo rechaza, y Mikey sospecha de repente que le han tendido una trampa ─que Nicky está haciendo chanza de sus inseguridades sexuales, tal y como lo hacía en el instituto. La amistad se rompe en pedazos de nuevo (y Nicky rompe el reloj de Mikey contra la acera de la calle), y los dos hombres se separan.
          Su relación se ha movido a través de la infancia (el cementerio) y la adolescencia (el apartamento de la mujer); ahora, mientras el sol comienza a salir, se mueve hacia la luz más cruel de la adultez. Mikey retorna al hogar (el sicario lo sigue, por si acaso Nicky decide volver en busca de ayuda), y vemos su casa ─un hogar moderno, cómodo, de clase media-alta, situado en un vecindario exclusivo vigilado por coches patrulla privados. Cualesquiera que sean las raíces de la traición de Mikey ─el resentimiento, la proximidad, las necesidades, la envidia, todas se cocieron a fuego lento a lo largo de los años─, en la fría luz del día el asunto se reduce a esto: Mikey debe traicionar a su amigo para preservar el pequeño lugar que se ha construido para sí mismo en el mundo. La mujer de Mikey le ha esperado, su hijo está durmiendo en la habitación contigua, y en un momento la llamada de Nicky sonará en la puerta principal. El filme comenzó con la imagen de una puerta barricada contra los peligros del mundo exterior ─la puerta de la habitación de hotel de Nicky. Terminará con una puerta cerrada, también.

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03/06/2020 – RODEO

Le champignon des Carpathes (Jean-Claude Biette, 1988)

Partamos de Portugal, y retomemos una comparación que se antoja bastante acertada, ¿qué pasaría si pusiéramos al lado el visionado de un filme como Heaven Can Wait (Ernst Lubitsch, 1940) con el proceso de convalecencia de un enfermo? Esa es la idea propuesta por Pedro Costa, y regresa con fuerza en el escenario posradiactivo, la tragedia del Rhône y los grupos teatrales fragmentados de Le champignon des Carpathes. Uno no se pretende demasiado feroz cuando lo que le importa es la rápida recuperación y, al mismo tiempo, la obligada parada en el camino da al individuo la oportunidad de disfrutar de una singular placidez, la misma que transforma todo paisaje en otoñal, el barullo en lentas asunciones. Solo así podríamos explicarnos el poco drama en la desaparición de Sibylle y nuestro deseo implícito de que no vuelva nunca a ver a su padre. ¿Quién es Sibylle? Se preguntará el espectador que aún no haya visto el filme en cuestión; la misma pregunta se la estará haciendo el que ya haya acudido a la cita dos veces. Jean-Claude Biette filma la Francia coetánea a las postrimerías de Chernóbil tomando la medida del tiempo sin desperdiciarlo, cadencia adecuada para condensar acciones con ruido de fondo, la duración deseada para que, en el proceso, puedan ocurrir diferentes juegos: la ligazón mental del espectador, cavilando qué une a un personaje con los pretéritamente mostrados y con los aún no puestos en escena, el discurrir sobre el posible pasado de ese comediante y, al final de la travesía mental, la feliz asunción de un espacio de reserva, donde ni podemos ni queremos entrar. Disfrutamos simplemente viendo el curso de la enfermedad disipándose, aun cobrándose algunas víctimas por el camino.
          Este es un filme al que he vuelto por segunda vez tras darme cuenta, un sábado a horas tardías, de la necesidad por mantener un espacio lo suficientemente grande, una inteligencia activa pero mucho más callada de lo que estaba en ese momento para que el microcosmos biettiano permaneciese conmigo en una misma balanza de fuerzas. Fue el domingo cuando la experiencia recomenzó y volví sobre esas primeras escenas, la chica cayendo desfallecida, el traje NBQ recorriendo la zona del desastre: la atmósfera está demasiado inmóvil, la urgencia es casi muda. En cambio, nosotros sacamos disfrute de aquello, como la señora con la que Robert habla al comienzo del filme, ataviada con cuatro suéteres y una manta escocesa (en Fort William los vientos soplan impasibles); hace frío, sí, pero tenemos las vistas, inmunes a la poetización de un ojo nostálgico. La panorámica adecuada para que la sociedad y uno mismo puedan hacer cuentas (Daney). Imposible desenvolverse en una sociedad sabiendo de antemano sus reglas y filiaciones. Figura del carterista-electricista-chico de los recados, Bob (así le gusta ser llamado), recordándonos al personaje medio que podría aparecer en cualquier película de Tourneur, estableciendo vínculos entre diversas localizaciones: su hermana, el novio de esta, la librería y el grupo teatral descoyuntado. Ni en el cine de Biette ni en el de Rivette se contraponen el teatro y la ficción como un sello toca la carta, están ahí, y su relación no podría ser más indirecta, casi brusca. Es más una cuestión de trabajo, de rutina repetida, de proceso (Kehr) atando maneras de enfrentarse a las obras representadas. Los procesos son las líneas de ficción encontradas “en el medio de”, quizá nunca finiquitadas. Ay, ¿cuál será el destino de la desgraciada Madeleine? Sin embargo, ni mil truenos ni cadáveres nos darían una visión más bella de lo que uno pierde al desligarse de la sociedad y de los juegos de la vida llana que esos últimos planos donde la chica, en quizá su última noche, ve cómo las luces aún iluminan. Volviendo a Portugal, João Bénard da Costa nos supo hacer ver de manera pertinente los oscuros no-vínculos entre ella y Ofelia, el personaje que debería haber interpretado bajo las órdenes de Jeremy Fairfax, director de la díscola compañía. La distancia entre Madeleine y el personaje de Shakespeare se salva con una mirada y varios cortes.
          El crítico portugués arremetía contra aquellos que tildaban al filme de exangue. ¿Quién sería capaz de encontrar la sangre circulando que anida por debajo de sus fotogramas? Casi veinte años después de esas palabras, y gracias a la copia distribuida gratuitamente por La Cinémathèque française en su página web, podemos sentarnos, convalecer durante un rato y darnos cuenta de que Jenny no es mademoiselle, sino madame, y que la relación con su padre, Jeremy, no la podemos reducir a dos líneas (de pequeña, llamaba a su hija milady), entender que con dos escenas un personaje (Madame Ambrogiano) puede estar cargado de historia, y que Biette, siempre generoso por defecto, quiere sorprenderse tanto como nosotros. No hace falta sucumbir a la sobredramatización de Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950) para dar cuenta del paso del tiempo en una actriz (Olympia) ni dirigirnos a ningún lugar especial, tan solo dar un rodeo. Y en la curva de la glorieta, el tiempo que nos dure recorrer la rotonda, la ficción unirá lo impensable, quizá incluso responda a la pregunta inicial y la extienda: ¿quién es Sibylle para Jenny? Ofelia en Madeleine. Ambas miran más allá del encuadre hacia su propia ausencia en el firmamento.

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Le champignon des Carpathes Jean-Claude Biette 2

Le champignon des Carpathes – La Cinémathèque française

(7 DE SEPTIEMBRE, 1984); por Dave Kehr

ESPECIAL RUDOLF THOME

Berlin Chamissoplatz (1980)
System ohne Schatten (1983); por Dave Kehr
System ohne Schatten (1983); por Serge Daney
Der Philosoph (1989)
Rot und Blau (2003), Frau fährt, Mann schläft (2004) y Rauchzeichen (2006)

Closed Circuit [System ohne Schatten] (Rudolf Thome, 1983)
por Dave Kehr

en Chicago Magazine; 7 de septiembre de 1984.

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LA ESTRATEGIA DEL SACRIFICIO

Reiner Werner Fassbinder está muerto; Wim Wenders ha hecho sus últimos cuatro filmes en América y Werner Herzog ha hecho sus últimos cuatro filmes en Marte. El Nuevo Cine Alemán, tal como emergió en los 70, ha perdido su liderazgo, y los filmes alemanes que estamos presenciando ahora parecen descuidados, confusos y a menudo estridentes ─como si los cineastas estuvieran intentando compensar una falta de convicción con un incremento del volumen. El cine alemán todavía tiene a sus individualistas valerosos ─directores como Alexander Kluge, Helma Sanders-Brahms, Percy Adlon y Herbert Achternbusch─ pero ellos gozan de estilos demasiado idiosincráticos como para encabezar una escuela. No queda nadie que pueda inspirar una amplia gama de trabajos del modo en que Fassbinder lo hizo ─nadie para atraer seguidores. Quizá el estilo de Fassbinder fue tan influyente porque, en última instancia, era formulaico. Su decisión de tratar los problemas sociales en la forma de amplios melodramas de Hollywood satisfizo tanto el gusto alemán por el didactismo como el gusto alemán por el formalismo, de modo que podía reproducirse fácilmente (aunque rara vez con la misma finura en la ejecución). El ejemplo de Fassbinder estimuló a decenas de jóvenes cineastas: les otorgó un lenguaje que podían usar.
          Pero en los últimos filmes de Fassbinder, su formalismo comienza a devorar su contenido: al final, su trabajo se había tornado gótico, decorativo y vacío. Amigos alemanes me dijeron que justo antes de su muerte Fassbinder se estaba preparando para lanzar un nuevo estilo, tan ferozmente naturalistas como abstractos habían sido sus últimos filmes; quizá algo de lo que tenía en mente puede verse en el frío realismo de Robert van Ackeren en Die flambierte Frau (1983). Pero el melodrama didáctico del penúltimo periodo de Fassbinder sigue siendo el principal modelo para los jóvenes directores de los 80. Nada lo suficientemente fuerte ha venido desde entonces para desalojarlo, pero su potencia ha sido casi agotada.
          Rudolf Thome parece pertenecer a los individualistas. Aunque ninguno de sus ocho largometrajes anteriores ha sido exportado, a todos los efectos pertenecen a la tradición de vanguardia ─de investigación sobre el peso y la textura del lenguaje fílmico─ que el cine alemán no ha tocado a menudo. Closed Circuit (el cual será proyectado este viernes y sábado en el Film Center) representa la primera incursión de Thome en un terreno más comercial: es en color, en 35 milímetros, y cuenta con un trío de estrellas del cine más autoral ─Bruno Ganz, la actriz francesa Dominique Laffin (La femme qui pleure, Jacques Doillon, 1979), y el crítico y actor ocasional Hanns Zischler (Im Lauf der Zeit, Wim Wenders, 1976). También tiene un argumento que suena a comercial: Ganz es un informático experto que consiente ser seducido por Laffin para unirse al plan de Zischler de robar electrónicamente un banco de Berlín. Pero Thome, mientras entrega toda la tensión e ingeniosidad que exige la trama del thriller, también se sirve del proyecto para explotar acercamientos alternativos al enfoque de Fassbinder. Parece haber invertido la fórmula fassbinderiana: en Closed Circuit el melodrama no se usa como un estilo, sino que se aprovecha como contenido, como un tema. Donde Fassbinder observaba las vidas ordinarias a través del filtro de las maneras del melodrama, Thome imagina cómo una vida ordinaria podría ser perturbada, socavada y quizá recargada por una inyección de experiencia melodramática.
          El título alemán del filme de Thome es System Ohne Schatten ─ Sistema sin sombras. El sistema es a la vez el preciso, ordenado, matemático universo que Faber (Ganz) ha construido para sí mismo ─representado por las alternativas “uno u otro” del cerebro digital de sus computadoras y los cuadrados blanco y negro de los tableros de ajedrez que Faber gusta de mantener frente a él─ y el frío, antiséptico, ambiente uniformemente iluminado que Thome ha construido a partir de los edificios de oficinas y apartamentos de la ciudad reconstruida. Faber es un ciudadano perfecto de este nuevo Berlín, el cual ha sido construido con miras a una eficiencia reducida al mínimo: vive solo en un apartamento de paredes blancas, que parece vacío excepto por su metódicamente ordenado escritorio; no tiene conexiones sociales, excepto una vecina del piso de arriba quien le pide una noche que le acompañe a una fiesta en la casa de un marchante de arte. Faber abandona reluctante su computadora (está trabajando en un programa de ajedrez ─tratando de enseñar a la computadora cómo sacrificar una pieza para ganar una partida) y la acompaña. Al principio, la fiesta parece ofrecer solo más de lo mismo ─paredes blancas y mobiliario minimalista─ hasta que ve una mujer de pie en la habitación. La había visto antes, a través del cristal de una librería mientras volvía a casa del trabajo; este segundo encuentro confiere una especie de providencia sobre su relación, y él se le aproxima. Ella, por fin, es algo diferente: una actriz francesa viviendo en Berlín (descubrimos más tarde que protagonizó un filme llamado La femme qui pleure), Juliet (Laffin) es oscura, seductora y energizada; parece emitir un resplandor de intensidad que nadie más en la fiesta posee. También tiene un amigo (Zischler), un exconvicto prósperamente vestido que ahora “compra y vende”. Su nombre es Melo; nunca se nos dice su apellido, pero es fácil de adivinar.
          La primera parte de Closed Circuit sigue la creciente infatuación de Faber por Juliet: una apostadora habitual (Faber la lleva al casino de la ciudad y, con su ayuda, gana), ella representa el riesgo que ha estado ausente en la vida de Faber. La dinámica aquí es puro cine negro ─es el marido obediente Dick Powell cayendo rendido por la sensual cantante de club nocturno Lizabeth Scott de nuevo─ pero Thome no lo filma como un delirio de cine negro. No hay ningún empuje obsesivo en estas imágenes: permanecen nítidas, brillantes y limpidamente enmarcadas, compuestas de una manera sencilla que bordea lo estólido. La confusión en primer término de Fassbinder y el rango de superposiciones de color que utilizó en sus últimos filmes para sugerir un ambiente plagado de peligro erótico han  sido desterrados del mundo pulcro y represivo de Thome; todo y cada personaje aquí ocupa su lugar predestinado. Thome dedica unos cuantos minutos de pantalla en el espectáculo de Faber limpiando y ordenando cuidadosamente su escritorio, guardando los papeles y libretas que pertenecen a su problema de ajedrez antes de sacar el material que necesita para piratear el programa informático del banco. Thome no está burlándose de la melindrería de Faber con esta escena (lo cual sería el reflejo automático de la mayoría de directores); está registrando el extrañamente sensual placer que Faber invierte en su disciplinado orden ─su limpieza del escritorio es como un ritual privado, una suerte de pequeña danza.
          Thome filma la limpieza del escritorio en una toma contínua, y a lo largo del filme corta lo menos posible, prefiriendo registrar las conversaciones en un plano maestro ligeramente distante en lugar de analizarlas en primeros planos rebotados. La cámara no se mueve a menudo, y hay muy poco movimiento entre las tomas, en su mayor parte, los actores permanecen congelados en su sitio. Pero algo extraño sucede con estas largas tomas estáticas: debido a que Thome sostiene sus imágenes un poco más de lo que dictaría una técnica correcta, convencional, adquieren una cualidad sutilmente abstracta. Las tomas cesan de servir al drama, y adquieren una resistencia, una vida independiente, que les es propia. A medida que las tomas continúan, los escenarios cuidadosamente neutros ─las paredes blancas y el mobiliario llano─ adquieren una importancia equivalente a los personajes inmóviles; el fondo se funde con el primer plano en una sola superficie contínua, y el efecto es ligeramente alucinatorio, una especie de vértigo quiescente que atrae a los personajes hacia la muerte. Cuando Faber se siente atraído por Juliet, es menos un anhelo masoquista de autodestrucción (la motivación clásica del héroe de cine negro) que algo emergido de una apreciación por el hecho de que ella puede aún moverse. Juliet es el único personaje que puede escapar de las superficies reptantes, lleva un pintalabios rojo que acentúa su boca ancha, y este parece retar constantemente a los tonos neutros que, por lo demás, definen el mundo de la película. (En un momento dado, aplicará juguetonamente un poco de ese carmín a la boca de Faber). Juliet es una promesa de movimiento, de escape ─un signo de otra vida, de una alternativa.

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Al principio del filme, Melo, que aprendió a jugar al ajedrez en la cárcel, reta a Faber a una partida; Faber gana, sirviéndose de la estrategia de sacrificio que ha estado intentando hacer aprender a su computadora. El cuerpo de la trama es una continuación de esa partida de ajedrez ─una revancha entre Melo y Faber, en la cual Melo intentará utilizar la estratagema de Faber, sacrificando su relación con Juliet para atraer a Faber hacia su plan consistente en atracar el banco. Faber es atraído por el elemento de riesgo que contiene el plan, pero también está determinado a minimizarlo: imagina un atraco al banco in violencia, en el que el ordenador será reprogramado para depositar extrañas sumas de dinero en una cuenta de Zúrich que él y su secuaces han abierto. Es esta alternancia entre seguridad y riesgo, orden y suerte, la que compone el “circuito cerrado” del título en inglés: Faber no quiere abandonarse a ninguno de estos dos elementos, y se mantiene girando entre ambos. Es necesaria una intrusión para introducir el cortocircuito que permitirá a Faber, camuflado bajo su apariencia de técnico informático, entrar en el banco y “arreglar” la máquina a su favor. Pero durante el robo, un guardia es tiroteado, y los dos ladrones profesionales que Melo ha contratado para participar en el golpe demandan una mayor parte del botín. El elegante plan se encuentra en ruinas: aunque el dinero ha sido depositado en la cuenta de Zúrich, Faber, Melo y Juliet deben ahora esconderse de la mafia, así como de la policía, y refugiarse en una cabaña en las montañas suizas.
          Una traza del vanguardismo de Thome permanece en los pasajes musicales que periódicamente interrumpen la acción ─un violonchelista interpreta un solo largo improvisado, la artista de performance Laurie Anderson hace un número en una sala de conciertos de Berlín, una banda de músicos suizos disfrazados para un carnaval local toca una extensa pieza de percusión. Estas piezas improvisadas, con su interacción de estructuras e impulsos, comentan la acción de forma bastante obvia (la canción de Anderson, la cual suena como una mala copia de Ken Nordine, entrega bruscamente una moral a la historia), pero si parecen retóricamente torpes, funcionan en cambio formalmente: imponen un grado extra de distancia en la acción, haciendo manifiesto el detallado plan estructural del director. Lo que más me gusta de Closed Circuit es que es una película ordenada sobre la tentación del caos y la necesidad de caos. Thome, a diferencia de Faber, nunca pierde el control. Sus temas están tan estrechamente anidados dentro de su historia, y su historia tan estrechamente anidada dentro de su estilo, que la película quizá podría parecerle sofocante a muchas personas. Pero el control es tan estrecho, tan intenso, que el filme adquiere algo así como una fuerza centrípeta: todo se precipita hacia el interior, empacado en torno a una idea central. La mayoría de filmes sobre este tema están destinados a explotar, desatando una liberadora ola de energía. Closed Circuit implosiona: la energía se precipita dentro, concentrándose en algún lugar en el fondo tras la mente de Faber. Al final del filme, se queda solo: nada ha funcionado como debiera, y a Faber no le queda nada. Y entonces, mientras está allí, abandonado en el tejado de un aparcamiento, una sonrisa misteriosa toma forma en su rostro. Ha sacrificado todo ─su seguridad, su estabilidad, toda su vida establecida─ y de repente se da cuenta de que, después de todo, ha ganado la partida.

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ENTREVISTA – ALAN RUDOLPH

ESPECIAL ALAN RUDOLPH

Los filmes de Alan Rudolph; por Dan Sallitt
Trouble in Mind (1985); por Dave Kehr
Trixie (2000)
Investigating Sex [Intimate Affairs] (2001)
Ray Meets Helen (2017)
El productor como apostador; por Alan Rudolph
Interview – Alan Rudolph
Entrevista – Alan Rudolph

Para esta entrevista, mandamos a Alan Rudolph una serie de largas preguntas. Teníamos una curiosidad inmensa y sentíamos que estábamos en deuda con el hombre, puesto que su trabajo significa tanto para nosotros. Cuando recibimos las respuestas, de nuevo, Mr. Rudolph lo hizo a su manera. Y fue maravilloso. Aquí queda una traducción lo más fiel posible al texto que nos envió. Las únicas modificaciones son la cursiva en el nombre de los filmes, para seguir con la tradición de nuestra revista, y en ocasiones referir el nombre del filme completo para que el lector se ubique, si Rudolph lo mencionaba abreviado. Al final os encontraréis con las preguntas originales.

RESPUESTA DE ALAN RUDOLPH

Mucho gusto.

Leí vuestro registro de mi relativamente obscura vida cinematográfica. Es curioso cómo los hechos sugieren que había un mapa implicado.

Me temo que si contestase a todas vuestras preguntas específicas tal y como están formuladas me llevaría casi tanto tiempo como vivirlas. Las respuestas son mi vida. Me limitaré a dar vueltas sobre el siguiente sumario de preguntas y luego vosotros lo disponéis a vuestra manera.

Motivaciones que te pusieron en el camino del cine. El lugar de donde proviene tu visión personal. La visión que empujó tu energía cuando empezaste, y aún estimula tu deseo de hacer filmes. Cómo has lidiado con la financiación, producción y rodaje de los filmes. Cómo has obtenido control creativo sobre ellos. De qué modo se relaciona esto con la imbricación de guiones ajenos. La conexión entre colaboradores con experiencia, o sin ella. ¿Joyce? ¿Qué has aprendido a través de las películas de Altman como espectador y para tu trabajo? ¿Cuáles son las características que te separan de Altman? ¿De qué manera, consciente o no, los años dorados de Hollywood permean tu trabajo? ¿Qué les ves de especial a los años veinte? ¿Por qué esas colaboraciones en los guiones surgieron en tus tres películas sobre los años veinte? ¿Música? ¿Cómo es trabajar con Isham? Ray Meets Helen. ¿Destilación? ¿Filme vs. digital? ¿Fue el filme una recapitulación? ¿Después de The Secret Lives of Dentists, por qué el parón? ¿Pintura? ¿Futuro?

La perspectiva fílmica es mi realidad. Soy incapaz de interpretar la vida de cualquier otra manera. Es mi lenguaje, mi proceso mental, mi empresa. No tengo elección.

Las películas han estado dentro de la burbuja de mi vida desde la infancia. En las salas, la mesa del comedor, visitando a papá en platós silenciosos y oscurecidos. Nos llevaba a ver filmes “extranjeros” y noir americano antes de que esa descripción existiese. A otros chicos no les importaba The Asphalt Jungle, los Estudios Ealing, La strada, Monsieur Hulot. Yo estaba siendo transformado para el resto de mi vida.

Encontrarse bajo el hechizo de una película es lo que me trajo aquí. Una sensación como de otro mundo. Atmósferas realzadas, lenguaje estilizado, emociones escurridizas, razonamientos extraños. Manipulación visual. Esa conexión secreta. No es real, pero se siente verdadera. Eso es lo que he estado persiguiendo. Un artificio que revele algún tipo de verdad.

Mi camino hacia la dirección de cine fue poco ortodoxo. Lo cual no quiere decir que exista un estándar. Los asistentes de dirección tienen el control de los sets de rodaje. Trabajo importante pero a nivel creativo un callejón sin salida. Aprendí el oficio de hacer películas gracias a los equipos veteranos de Hollywood. Busqué el arte del cine por mi cuenta. Exponencialmente con Altman.

La mayoría de mis filmes son fábulas absurdistas. Romances con pocas o ninguna referencia a las modas o realidades contemporáneas – excepto de forma seca. Son graciosos y serios simultáneamente, como si la broma pudiese ser válida. Apelan a sensibilidades cinematográficas, no a reglas fílmicas. En la Edad Dorada del cine americano (vuestra descripción), la gente hablaba en lenguaje estilizado, pero se comportaba de forma impredecible, con dimensión emocional. Mis filmes involucran irracionalidades sociales o personales y engaños. Abrazan el artificio, el misterio, los juegos de palabras. Se ríen de sí mismos. No siempre son lo que parecen. Una historia de amor o una farsa detectivesca pueden ser también una alegoría de la codicia política y corporativa – porque no pude obtener el proyecto sobre la codicia política y corporativa. Quizá The Moderns, ambientado con firmeza en el París de 1926, trate sobre sus propios juicios en Hollywood. Ray Meets Helen podría ser una metáfora de un cineasta persiguiendo un filme que ama solo para pagar el precio más alto al alcanzar su sueño. O no.

Esperaba comunicarme con las audiencias americanas en una frecuencia diferente a la que estaban acostumbrados. Pero sus primeras preguntas solían ser: “¿Dónde tiene lugar esto? ¿Se supone que es real? ¿Es esto serio o divertido?” Mis filmes han sido siempre como mi grupo sanguíneo – no para todos.

El control creativo es una actitud, un estado mental. Yo obtuve el “mío” al principio gracias a Altman. No es que él dijese nada acerca del corte final y todo eso. Bob simplemente suponía que al igual que él querría rodar y editar mi filme a mi manera – es decir, después de que aprendiese a usar las herramientas de montaje porque Welcome to L.A. no tuvo ningún montador a tiempo completo. Aprendí acerca de mis propios ritmos visuales, mi vocabulario. Si el control creativo significa todo eso, no voy a renunciar a él.

Los presupuestos económicos han jugado siempre un rol fundamental en mi metodología. Preferiría haber hecho un filme por muy poco que casi haber hecho uno por más. Altman produjo Welcome to L.A. y Remember My Name para expandir su compañía y dar a conocer una nueva voz. Los filmes tenían un reparto bien elegido, presupuestos pequeños, y estaban hechos sigilosamente, financiados por el estudio. Esos mismos estudios los rechazaron y me los devolvieron tras un primer visionado. Tuvimos que distribuir ambos nosotros como filmes americanos de art house, una categoría que no existía por entonces.

Hasta aproximadamente 1980, para mantenerme a flote mientras hacía mis propios filmes por poco o ningún dinero, tuve que aceptar algunos trabajos como director. Unos pocos se cruzaron en mi camino como desastres imposibles con prisa por empezar el rodaje. Mi especialidad. Sabía que si cumplía con lo acordado los estudios mantendrían una distancia hasta que termináramos. O les salvaba el culo o sería su perfecto blanco para culpar. Solo quería hacer un buen trabajo partiendo de malas circunstancias. Por lo general, creo que lo hice. Inmediatamente después de cada trabajo empezaba a elaborar mis propios guiones. Como dice Solo en Trouble in Mind: “Una cosa – lleva a la otra”.

Los equipos y actores me decían que trabajaba de manera diferente con respecto a la mayoría de directores. No tengo ni idea de lo que quiere decir eso. Más allá de que no tomo decisiones basándome en el comercio. Mis sets son amigables, organizados, controlados pero espontáneos. El descubrimiento, la epifanía y las buenas sorpresas son siempre bienvenidas. No hay lista de planos o storyboard. Los actores, el elemento más importante de cualquier filme, son protegidos y valorados, y reaccionan con su arte. Una escena escrita evoluciona durante cada toma, en ocasiones a lo loco. Normalmente soy el primero en sugerir variaciones. En Welcome to L.A., durante una escena complicada, seguí alentando cambios en los diálogos. Después de varios intentos frustrantes, volvimos al guion tal y como estaba escrito y revelamos la primera toma. No hay una fórmula. Las tomas largas suelen ser habituales conmigo, el diálogo enunciado con ritmos naturales, cámara, lentes, los actores todos moviéndose. El rostro humano, el mejor lugar para encontrar significado, se encuentra habitualmente al final de un plano.

Los puestos clave en muchas de mis películas están llenos de equipos ascendiendo a sus trabajos soñados por poco dinero. Acostumbro a ver algo en una persona que puede ser realzado. Los estándares creativos no cambian con la escala o el presupuesto. La habilidad o personalidad de un equipo decide la rutina diaria pero no el objetivo general. El entusiasmo no puede reemplazar a la experiencia, pero a veces es más útil. Sobre todo cuando intentas hacer lo que no se ha hecho. Algo que tiene que ver con eso de la ignorancia y la felicidad. Carreras profesionales de productores, directores de fotografía, montadores, editores, diseñadores de producción, incluso actores destacados, han empezado en mis sets. Hacer un trabajo de calidad es un motivador poderoso. Cuanto más sientas a alguien y ellos a ti, más te anticipas, canalizas, intuyes. Los recuerdos de cualquier experiencia podrán evaporarse, pero son infalibles en la pantalla. El filme es una poderosa entidad mágica y viviente. Lo que sucede enfrente del objetivo debe ser salvaguardado. Lo que hace falta para llegar ahí debe ser… ¿la vida? A menudo digo a los editores acerca del siguiente corte: “El futuro de la Tierra depende de ti”:

Trabajar con Joyce es un puro deleite. Ojalá hubiésemos hecho cada filme juntos pero ella siempre ha estado muy solicitada y comúnmente ocupada. No es solo el amor de mi vida y una fotógrafa verdaderamente talentosa, sino también una fuente calmante de energía feliz y amigable para el reparto y el equipo. Su pequeño cuerpo y formas suaves le permiten meterse en lugares compactos dando lugar a ángulos geniales y fotos vívidas, muchas recordando a productores del Hollywood clásico y vintage. Después de Short Cuts, Altman me dijo que ella era el más valioso miembro de su equipo. No solo por su gran trabajo, también por su espíritu en el set de rodaje.

Robert Altman fue el cineasta americano más influyente de su generación, dentro y fuera de la pantalla. Su actitud y arte, su innovación y rebelión, básicamente reensamblaron la producción y percepción cinematográfica americana. Y a las audiencias. Fui lo suficientemente afortunado como para formar parte de su mundo antes de que el Independiente Americano fuese una marca. Durante treinta años fuimos amigos y colegas. Tenía visión de futuro, comportándose, creando. Hollywood rehusó acoger oficialmente a Bob pero no le podía dejar ir. Era a nivel físico y mental un creador imponente que hacía su arte a su manera según sus reglas con su grupo de inadaptados. Las actitudes y audiencias americanas tuvieron que ajustarse a Altman, no al revés. Los cineastas actuales que quizá no hayan visto nunca su trabajo están influenciados por su impacto. Bob no enseñó oficialmente a nadie nada. Simplemente estaba ahí y todo el mundo aprendió mucho. Sé que yo lo hice.

No había visto ningún filme de Altman antes de pasar tiempo con él en persona, una experiencia indeleble por derecho propio. Mi reacción a su trabajo lo tendrá siempre personalmente unido. Lo que lo hace incluso más incomparable y gratificante. Estructuré expresamente Welcome to L.A. para reconocer la influencia de Bob sobre mí. Por entonces, sea cual fuere la parte de mí que iba a alterarse por Altman, ya había comenzado su proceso. Para los filmes y la vida. Éramos muy diferentes en la mayoría de aspectos, pero también nos solapábamos. De hecho, éramos tan poco parecidos como nuestros filmes. Y tan similares.

He hecho tres filmes ambientados completa o parcialmente en los años veinte. Ese periodo parecía un punto de inflexión en el comportamiento global y la innovación cultural para los próximos cien años – y subiendo. París era donde el arte de todo ello se juntó. Lo bueno, lo malo, lo encantador.

The Moderns fue mi primer intento de hacer un guion formal, escrito veinte años antes de que finalmente se llevase a cabo. Jon Bradshaw, célebre periodista, marido de Carolyn Pfeiffer, empezó a picarme el gusanillo para hacer una reescritura con él. Le gustaban mis personajes y el diálogo pero quería fortalecer la historia porque la mía tenía “toda esa chorrada de los sueños”. Trabajamos juntos durante muchos meses y luego pasamos los siguientes diez años intentando llevarlo a la práctica – en vano. Decidimos que lo menos que podíamos hacer para permanecer conectados con nuestra temática era darnos rienda suelta en los bares, cafés, restaurantes baratos de París, Nueva York, Los Ángeles, cada vez que nuestros caminos se cruzasen. Bradshaw era un editor contribuyente en Esquire y concibió un plan para acercarse a la revista con la prueba de que el guion era “El guion más rechazado de Hollywood” esperando que lo pusiesen en la portada y publicasen el texto. Ignoré la idea. Quería que nuestro filme se hiciese, no ser una respuesta del Trivial. Desgarradoramente, Bradshaw murió de forma inesperada antes de que lo consiguiésemos.

No considero Mrs. Parker and the Vicious Circle una película de los años veinte. Su notoriedad explotó ahí pero su vida entera fue digna de atención, aunque solo vislumbramos una pequeña porción de ella. Mi padre conoció a Robert Benchley. Cuando era un chaval, siempre estaba mirando los libros humorísticos de Benchley con dibujos de Gluyas Williams. Documentándome para el filme, su relación con Dorothy Parker desbordó mi interés por cualquier otra cosa y se convirtió en el foco de la historia a medida que avanzaba.

Investigating Sex fue una adaptación de las surrealistas Recherches sur la sexualité (1928-1932), un volumen esbelto de diálogos transcritos sin ninguna descripción más allá de los nombres de los participantes. El libro me lo dio Wallace Shawn, el cual pensó que me divertiría. Pregunté a Michael Henry Wilson, historiador fílmico francés/americano, cineasta documentalista, amigo querido, para unírseme con el fin de escribir un guion que adaptase esas discusiones. Creamos nuestros propios personajes ficticios y ambientamos los episodios en la ciudad universitaria de Nueva Inglaterra. Seguía preguntándome quién transcribió las sesiones originales. Esto se convirtió en la trama para nuestra historia. Quedé muy contento con el filme. Los financiadores no. Apenas nos desviamos del guion, que entusiastamente aprobaron. Luego se horrorizaron viendo discusiones de sexo y no representaciones del mismo, las cuales nunca estuvieron en la página. Pretendíamos acercarnos a Oscar Wilde. Ellos querían Wet ‘n Wild [salvaje y húmedo].

La música es la gran iluminadora de un filme, un puente directo a la reserva emocional de la audiencia. Si fuese un catedrático de cine (nunca sucedió), mi curso consistiría de solo una clase. Enseñaría un extracto fílmico con música. Luego lo enseñaría de nuevo sin música. Todos nos asombraríamos en cómo la intención, las interpretaciones, el ritmo, fueron alterados. Luego enseñaría el mismo extracto del filme con una música completamente diferente. Todos nos asombraríamos de nuevo en cómo todo ha cambiado. Luego me retiraría de la cátedra.

Enamorarte con una perfecta música provisional es arriesgado. Nada parece funcionar en ningún momento además. En Afterglow, durante el montaje, cometí el error de usar una pista temporal para la escena final. Sabía que era música que no nos podíamos permitir pero estaba convencido de que encontraría un reemplazo luego. Mas la versión de Tom Waits de “Somewhere” funcionaba tan transcendentalmente que teníamos que ir a por ello. Los magnates corporativos de la música no cederían el precio – maldita sea la creatividad. Lo bueno es que terminamos por debajo del presupuesto rodando, de lo contrario todavía estaríamos buscando.

Trouble in Mind es el único filme que he hecho donde la financiación, que significa certeza, estuvo garantizada desde el comienzo del proceso. Y fue dichoso. Todos los demás proyectos salieron a la niebla intentando materializarse. Siempre intenté tener preparado el siguiente filme antes de que nadie viese el anterior. O quizá no habría nunca un siguiente filme. Los productores Carolyn Pfeiffer, David Blocker y yo hicimos Choose Me juntos y el éxito de aquello creó Island Alive, una pionera compañía independiente de producción y distribución en el espíritu de Altman, Carolyn al mando. Esto fue antes de la existencia de cualquiera de las compañías que pronto le seguirían como Miramax, Fine Line, et al. Nuestro sueño fue fugaz, como es propio de ellos, pero grandiosos mientras duraron.

Mi guion para Trouble nunca aludía a la época o lugar o diseño. Era un noir directo y hard-boiled. Pero quería ensanchar eso. La música es adonde acudo para la inspiración antes de la producción o incluso de la escritura. Pero la música es invariablemente el último elemento recibido, generalmente en un punto avanzado del montaje. Para Trouble, quería cambiar el orden. Demasiada atmósfera estaba envuelta y la música alimenta la atmósfera. La trompeta debía ser la narradora, sentí. Conocí a Mark Isham, un trompetista excepcional, en su estudio del sótano. Tenía un enorme Model Synthesizer primerizo. Mark me preguntó qué tenía en mente. Se lo conté. Empezó a improvisar piezas para sintetizador y vientos hasta que reaccioné. En esas pocas horas, meses antes de filmar, Mark creó las pistas musicales que sin el mejoramiento posterior se convertirían en el 75% de la banda sonora para un filme que no se había filmado ni mucho menos montado. Desde ese día hicimos nueve filmes juntos.

Me alegro de que mencionéis Ray Meets Helen. Fue única en ciertos aspectos – excepto por la indiferencia de los críticos y la audiencia. El guion fue escrito años antes y pasó por varias ideas de reparto pero nunca encontró tracción. No estaba considerándolo activamente como un filme que hacer. Sabía que las audiencias contemporáneas y los financieros no querían tener nada que ver con un romance simple y anticuado. Lo que, por supuesto, se convirtió en la razón exacta para ir a por ello. Cuando solo una porción del dinero fue reunida habría sido fácil o quizá sabio seguir adelante. En vez de eso, reducimos el tamaño. El presupuesto de rodaje, ese asunto de nuevo, fue el más bajo de cualquier película legítima que haya dirigido e igual al de Return Engagement, el documental en 16 mm que hice en 1982. El equipo era en su mayoría aleatorio y estaba allí gente joven entusiasta que quería ser parte del negocio del cine. El montador nunca había editado una película. El director de fotografía era un joven operador. El diseñador de producción era nuevo en el oficio o cualquier otro trabajo dentro del mundo del cine y tenía veintidós años. Sería filmada bajo un contrato industrial llamado “ultrabajo presupuesto”. Lo que significa gratis. No nos podíamos permitir un guardia así que la cámara nunca estuvo autorizada en ninguna calle. Los sets principales, el restaurante donde se conocen y la casa a la que Helen se muda, eran la sala de estar del productor y el piso superior. Sabía cuáles eran nuestras limitaciones y esculpí en torno a ellas. Le dije a todo el mundo que no estábamos haciendo un filme sino un regalo para más tarde cuando no estuviese compitiendo con nada contemporáneo. Fue simplemente un puro acontecimiento cinematográfico. El principal atractivo, como siempre, eran los actores. Trabajar con Keith Carradine era razón suficiente para mí. Sería nuestro sexto filme juntos y el primero en veinticinco años. Sondra Locke era una amiga de Joyce desde hace mucho tiempo. Una actriz con talento que no había trabajado durante décadas porque la industria la puso en la lista negra a causa del decreto rencoroso de su examante/actor superestrella, entró en la conciencia de nuestro reparto en el último minuto. Esa idea me creó presión. Afortunadamente, estoy profundamente alegre con los resultados. Fue un rodaje totalmente disfrutable, uno de los mejores. Sondra estuvo más feliz que en ningún otro filme y su interpretación es divertida, evocadora e inolvidable. El filme adquirió un significado especial unos meses después de su estreno cuando Sondra falleció a causa de un cáncer, una condición que sabía que existía durante el rodaje pero que se guardó para ella misma. Será siempre para mí el filme más valioso que haya hecho.

Hicimos Ray Meets Helen en digital porque, bueno, no había más opciones. No afectó al rodaje demasiado desde mi perspectiva. Excepto por los dailies (tomas diarias). Los dailies siempre eran el momento más destacable de los rodajes para mí, la recompensa por el trabajo duro. Altman me enseñó eso. Invitaba a todos a los dailies, especialmente a los actores. Quería crear una experiencia igualitaria con gente apoyándose entre sí y no encerrada en perspectivas ególatras. Era estimulante, pionero, y divertido. En mis filmes mezclaba la música con cada toma a través de altavoces, experimentando y aprendiendo. A todo el mundo le encantaba. Para mí la lente es el narrador de un filme. Nunca miro a los monitores durante tomas en ningún filme, siempre me coloco cerca de la cámara observando a los actores, el dolly, y el zoom. En los días de 35 mm, nadie sabía lo que buscábamos aparte del equipo de cámara y yo. Pero cada noche todo aquel que quisiese ver podía venir a la fiesta y sorprenderse. Con el digital, todo el mundo tiene un monitor mientras una toma está siendo rodada, por lo tanto no hay necesidad de dailies. No me gusta eso.

Como habéis señalado, más o menos trabajé todo el tiempo hasta después de The Secret Lives of Dentists en 2002. Luego me tomé a la vez todos los intervalos normales entre filmes y no trabajé por quince años. Me enseñé a pintar, escribí parte de mi mejor material, pero no intenté lanzar nada. Todo en la industria del cine fuera de mi perspectiva creativa era siempre diferente y algo hostil. Pero jamás me molestó. Lo que quiera que estuviera haciendo el resto nunca afectó demasiado lo que hice. No se puede negar que mi contador estaba atascado en “poco comercial” y el camino por delante siempre fue escarpado. Mis trabajos más logrados e inventivos como Trixie o Breakfast of Champions siempre fueron los más rechazados. Todo hizo daño en alguna parte, estoy seguro, pero no en lo más profundo, donde importa de verdad. Como dijo el brillante novelista Tom Robbins,  it’s not a career but a careen.

A causa de que todos excepto uno de mis filmes fueron hechos antes de la era digital/Internet, apenas estrenados por compañías extintas, y actualmente sin estar en streaming en un reloj de pulsera o en un cabezal de la ducha cerca tuyo, me he preguntado qué les podrían parecer a espectadores desprevenidos que se topasen con ellos. La gente quizá no reaccionaría, pero siento que los filmes son un tanto atemporales. Nunca se parecieron a ninguna cosa, incluso cuando se hicieron.

Era obvio desde el comienzo que mi sueño sería imposible si hubiera hecho caso a las señales de alarma. Además, nada es imposible si desechas lo evidente. Qué emocionante.

Buena suerte,

Alan Rudolph

***

Días más tarde, Mr. Rudolph nos refería que había conocido a Antonio Banderas hacía años en un festival de cine. El actor español le contó al cineasta que Pedro Almódovar ponía a su troupe todo el rato Choose Me (1984), porque eso era lo que buscaba. El cineasta desea que fuese cierto, ya que considera a Almodóvar uno de los grandes artistas de la historia del cine.

Cloud Formations Alan Rudolph
Cloud Formations (Alan Rudolph)

NUESTRAS PREGUNTAS ORIGINALES

1.- Para empezar, nos gustaría que nos hablaras de cuáles fueron tus motivaciones para lanzarte a hacer cine, de dónde viene tu visión tan personal. Sabemos que tu padre, Oscar Rudolph, tuvo una larga carrera dentro de las industrias del cine y televisión, estando conectado a ellas durante toda su vida, realizando todo tipo de trabajos: desde un rol de actor en una película muda con Mary Pickford hasta extra durante la Gran Depresión, luego asistente de Cecil B. DeMille o Robert Aldrich, trabajos como director de TV… Refieres que cuando eras niño te llevó a los estudios de la Paramount y que no tardaste ni un segundo en sentirte, entre esos gigantescos decorados, como en casa. El artificio pasó de repente a significar para ti la única realidad, el cartón piedra se incrustó pronto en tu biografía. Sabemos que a mediados de los sesenta filmaste decenas y decenas de filmes cortos en Super-8, y aunque no tenemos claro si en los siguientes trabajos fuiste primer asistente de dirección, segundo asistente o trainee, tu nombre aparece acreditado en Riot (1969), The Big Bounce (1969), The Great Bank Robbery (1969), The Arrangement (1969), Marooned (1969) y The Traveling Executioner (1970), antes de lanzarte a filmar junto a unos amigos Premonition (1972), donde sí ejercías de director.
          También tenemos constancia de que después de rechazar en un primer momento ejercer de asistente de Robert Altman, tras ver McCabe and Mrs. Miller (1971) te convenciste y empezaste a asistirle en filmes como The Long Goodbye (1973), California Split (1974), Nashville (1975)… y ejerciendo de coguionista en Buffalo Bill and the Indians, or Sitting Bull’s History Lesson (1976).
          Tras Nightmare Circus (1974), un proyecto que te fue traspasado, escribes y diriges Welcome to L.A. (1976), el primer filme donde presenciamos algunas de las constantes que te acompañarán durante toda tu carrera. En un artículo pionero sobre tu cine de Dan Sallitt de 1985, él te imaginaba ligeramente como Carroll Barber, el personaje de Keith Carradine en Welcome to L.A. En aquella película, todos los personajes principales lanzaban unas miradas inconsecuentes a cámara, sin atreverse a sostenerlas demasiado tiempo, mostrándose algo inconscientes en medio de su confusión sentimental. Carradine, quien había practicado una sana promiscuidad durante todo el filme, acaba condescendiendo con ternura a Karen Hood (Geraldine Chaplin) y Linda Murray (Sissy Spacek), sosteniendo una mirada a cámara, terminados los créditos, que certifica que el personaje ha adquirido, en el proceso, algo de sabiduría y comprensión, que ha conseguido alejarse un poco del enjambre. La venganza dulce de Emily en Remember My Name (1978), cómo consigue librarse del anillo aunque siga un poco mentalmente entre las rejas ─al igual que su exmarido al que ha atrapado de nuevo, Neil Curry (Anthony Perkins)─, nos retrotrae a sensaciones similares, además de que en este cuarto largometraje tuyo, tercero en el que ejerces a la par labores de guion y dirección, se introducen ya el bar y el neón como paradigma del microcosmos del cóctel de sentimientos.
          ¿Qué nos puedes decir de la visión que te impulsó cuando empezaste, y que te sigue impulsando ahora a hacer cine?

2.- Agradeceríamos que nos intentaras transmitir, siendo conscientes de que levantar cada una de tus películas ha supuesto un mundo y de que tu carrera ha transitado por diferentes etapas, cómo abordas la financiación, producción y el rodaje de tus filmes. Nos parece muy sorprendente que durante treinta años ─desde Premonition hasta The Secret Lives of Dentists (2002)─ hayas podido realizar veintiún filmes sin apenas descanso entre ellos, desde 1984, e incluso haciendo de guiones ajenos filmes valientes, sorteando los innumerables cambios que ha sufrido la industria cinematográfica. Grosso modo, las cuentas arrojan un filme por cada año y medio de trabajo. En este sentido, te hemos escuchado en otro lugar afirmar que probablemente la decisión más importante que uno puede tomar en su vida es «cómo de importante es para ti el dinero, qué harías por dinero». También que tu mayor dificultad en los diferentes eslabones de la cadena que supone llevar a término una película ha atañido a la financiación.
          Todas las anécdotas y pormenores que nos puedas referir en este sentido nos serán interesantísimas, ya que estamos ávidos de curiosidad por saber en detalle cómo te las has arreglado para tener tal control en la producción, filmación y corte final en tus películas. Y cómo todo esto se relaciona con ir intercalando películas de guiones ajenos (suponemos que acabarás moldeándolos igualmente) con proyectos donde la página blanca empieza directamente enfrente tuyo.

3.- En Choose Me, elegiste a gente del equipo que nunca había trabajado en producciones al uso ─camarógrafo, editor─, práctica que has seguido llevando a cabo hasta Ray Meets Helen (2017), donde dices haber incluido en el equipo a gente realmente joven.                
          A la vez, mezclas a esta gente sin experiencia con fieles tuyos muy constantes. En la fotografía pensamos en Jan Kiesser, en Elliot Davis, en Toyomichi Kurita, en Florian Ballhaus, en David Myers… todos ellos colaboradores tuyos en más de un filme. También en Pam Dixon Mickelson, directora de casting, colaboradora desde Made in Heaven (1987) en todos tus filmes, excepto Mortal Thoughts (1991). Musicando, sobresale Mark Isham. James McLindon ejerciendo diversos trabajos como productor ejecutivo. Y, como no, pensamos en Joyce Rudolph, tu mujer, estando su trabajo de fotografía presente en Choose Me, Made in Heaven, The Moderns (1988), Mrs. Parker and the Vicious Circle (1994), Afterglow (1997), Trixie (2000), Investigating Sex (2001), The Secret Lives of Dentists, Ray Meets Helen
          ¿Puedes hablarnos de cómo es la relación de estos profesionales con más experiencia de trabajo en equipo codo con codo con talentos noveles con muchas ganas de trabajar? Sabemos que te resulta excitante trabajar con estos noveles aún no habiendo adquirido ellos “malos hábitos”. ¿De qué modo crees que la estética de tus filmes en parte es deudora de esta mezcla de experiencias?

4.- Sabemos de tu lazo de filiación y deuda por mecenazgo amistoso con Robert Altman. Pero aparte de su ayuda para levantar la financiación de algunos filmes tuyos y de tu aprendizaje siendo “assistant director” o coguionista a su mando, nos interesa particularmente qué es lo que realmente has aprendido mediante sus filmes como espectador, o como trabajador (por ejemplo, su uso del zoom in lento y de las dolly). Has mencionado que McCabe and Mrs. Miller supone un punto de inflexión para la música en el cine; también nos ha hecho reflexionar lo que una vez afirmabas sobre que Altman solía desetabilizar la escena, a sus actores principales, cuando algo no funcionaba, lanzando a un extra o a un personaje que no estuviera en el guion o la toma. Jurabas que en la mitad de sus películas la estrella vagamente estaba en el encuadre, sino en su borde mismo, y la película iba sobre todas las demás cosas. ¿De qué manera te ha influido esto a la hora de abordar tus rodajes, al igual que la herencia altmaniana de visionar los dailies con los actores y el equipo? Ese es un punto que conecta también con el  hecho de que dejes a los actores cambiar el guion si es necesario, ¿esto ocurre en los ensayos o durante la propia toma? ¿Y cómo conjugas esta tendencia de dar manga ancha con los días limitados de rodaje y presupuestos ajustados?
          Por otro lado, aunque entre tu visión y la de Altman existía sin dudarlo una sensibilidad común, percibimos una gran diferencia, como escribe Sallitt, en vuestro cine de los setenta: mientras que en Altman se daban momentos donde el punto de vista se externalizaba, sugiriendo una perspectiva pavorosa y cósmica (Dave Kehr) sobre las personas, tu cine siempre ha propuesto una fascinación empática, casi paterna, respecto a los personajes, la cual hace brotar de ellos el enigma. ¿Qué características crees que han sido, desde el principio, las que han distinguido tu visión del mundo de la de Altman?

5.- Dicho esto, tu filmografía tomada en completo, incluso viendo solo uno o dos filmes, evidencia una personalidad propia arrablante de cualquier influencia unívoca. Nosotros vemos en tus filmes muchas herencias bien asumidas del cine americano clásico, anterior a los años 60, para acotar la cronología, y en alguna ocasión lo has ratificado (melodramas de los 40, etc.). En una escena de Mortal Thoughts (1991), John Pankow referencia el look de Glenne Headly como reminiscente de Greta Garbo, actriz esta que canaliza Geraldine Chaplin en Welcome to L.A. mediante una alusión explícita constante a Camille de George Cukor (1936). Al principio de Made in Heaven, los personajes salen del cine de ver Notorious de Alfred Hitchcock (1946). Luego, Nathan Lane, en Trixie, referencia a Maurice Chevalier y Mimi, tema hecho famoso en Love Me Tonight (1932) de Rouben Mamoulian (en tu audiocomentario para el DVD referenciabas que una parte de su número, el de Kirk Stans, fue improvisado por el actor). Citamos solo algunas de las referencias evidentes, pero también conocemos ese proyecto que tenías en mente de adaptar al cine la autobiografía de Man Ray. En definitiva, ¿de qué manera, consciente o inconsciente, permean estos años dorados de Hollywood, previos a la considerada modernidad cinematográfica ─a veces asociada contigo, para nosotros y creemos para ti, coyuntural y erradamente─, tu labor como artista?

6.- Has realizado tres películas cuya historia toma lugar en los años veinte, una ambientada en Nueva York ─Mrs. Parker and the Vicious Circle ─ y dos venidas de París ─The Moderns e Investigating Sex─, aunque acabaste situando las reuniones de los surrealistas, plasmadas por José Pierre en las Recherches sur la sexualité, en un Cambridge, Massachusetts, ficticio, recién desencadenada la Gran Depresión y con una Ley seca tardía. Indudablemente, los tres filmes tienen en común el centrarse en unos personajes inmersos en unos grupúsculos cuyo vicioso funcionamiento consigue escindirlos, en grados variables, de la sociedad y sus convenciones, confiriendoles una distancia innovadora ─germen del genio─ la mayoría de veces traumática, incluso peligrosa, o directamente abocada a la perdición para los individuos que los componen. ¿Qué tienen los Roaring Twenties en EEUU, y los Années folles en Francia, que tanto te seducen? ¿Quizá las vanguardias, las tertulias donde no deja de removerse la conversación? ¿Quizá cierta locura feliz, efervescente, fugaz, ligada al expansionismo y al desarrollo económico destinados al hundimiento del 29, una época que quedaría grabada luego en las conciencias como un hito melancólico y romántico? Tienes comentado que mucha gente piensa en los años 20 como el apogeo del arte moderno, pero que eso ocurrió cuando los turistas empezaron a llegar a París y expandir la palabra. The Moderns, para ti, tenía mucho que ver con la sociedad de la falsificación y los mitos de la Ciudad de la Luz en esa década citada.
          También nos llama la atención que para estos tres filmes históricos te ayudaras de coguionistas ─de Jon Bradshaw para The Moderns, de Randy Sue Coburn para Mrs. Parker, que había novelizado tu filme Trouble in Mind (1985), y del francés Michael Henry Wilson (también colaborador durante cuarenta años de la revista Positif) para Investigating Sex─, ¿cómo se dieron estas colaboraciones? ¿Tiene algo que ver la envergadura respectiva de los proyectos y la necesidad de asesoramiento histórico?

7.- En una entrevista que concediste con motivo de la retrospectiva que te hicieron en 2018, en el New York’s Quad Cinema, dijiste que probablemente el público que apreció algunas de tus anteriores películas, y al que le parecía bien que se recuperase el cine del Alan Rudolph de los ochenta, posiblemente no llegaría a comulgar con Ray Meets Helen. Nosotros, sin embargo, coincidimos contigo en que es tu filme más destilado (distilled) y donde las características de tu cine se condensan hasta lo esencial (everything’s right down to the bare bones), sintetizando gloriosamente tus inclinaciones, amores y trayectoria.
          Aunque te hemos escuchado afirmar que, según tu experiencia, esta incursión en el formato digital no ha distado mucho a la hora de rodar de cuando has filmado en celuloide durante toda tu carrera, apreciamos en Ray Meets Helen una soltura y unas innovaciones, incluso una desvergonzada confianza en lo filmado, solo comparables a cómo entregabas enajenadamente el alma de Breakfast of Champions (1999) a unos locos insertos de efectos especiales en calidad vídeo. El modo en que se introducen los cromas y trucajes caseros en Ray Meets Helen llega a arrebatarnos el corazón: cuando ambos viajan por el mundo sin levantarse de la mesa del restaurante, embriagados por el champán, encapsulados en imágenes de archivo que parecen un souvenir; o cuando Ray lanza patéticamente pero seguro de sí una mirada de desprecio a Ginger Faxon, recortada en la parte superior de la esquina izquierda de la pantalla; las apariciones de Mary a Helen, también las de los sueños truncados del Ray joven, ecos diagonales de Nick Hart, también boxeador, en The Moderns; finalmente, el baile de los actores en los créditos que remata la fantasía y rivaliza en subversión golosa a los de David Lynch en Inland Empire (2006). También decías que una de las pocas diferencias entre el celuloide y el digital es que no existe el evento del laboratorio de revelado llamándote para recoger los dailies, o que meramente las tomas podían ser más largas; nosotros vemos las virtudes de este segundo caso, por ejemplo, en la cena donde Ray conquista a Helen, en cómo se cortan los planos en suave movimiento, propios de algún tipo de automatismo del cine digital…
          En retrospectiva, ¿qué te ha aportado rodar esta película en digital con respecto a tus experiencias anteriores en celuloide y qué ha supuesto para ti a modo de recapitulación, esperamos que con continuidad, de tantos años de trabajo dentro del cine?

8.- Después de terminar Equinox (1993), te referías a un estado mental donde creías haber llegado a una línea divisoria en tu trayectoria, y que ese filme era lo más lejos que habías podido llegar en ese grupo conformado por lo que tú llamabas “hip-pocket movies” o “urban fables”, requeridoras de la participación de la audiencia, ella misma convirtiéndolas en dichas fábulas. Vista tu obra en retrospectiva, claramente se nos antoja acaparadora de diversas estéticas unidas al drama, la narración y tu proyecto formal. Tenemos esos filmes de los años 20, tus incursiones en guiones ajenos llevándotelos a tu mundo, y luego esas “hip-pocket movies”, como Welcome to L.A., Choose Me, Trouble in Mind, Love at Large (1990) o Equinox. En estos filmes, al leer uno críticas de la época, se suele encontrar repetidas veces con la palabra pulp, aludiendo a una estética quizá deudora, apasionada, pero tratada sin ninguna condescendencia, que podemos encontrar en muchas películas B de los años dorados de Hollywood o en ciertas revistas y novelas. Nos preguntamos si has tenido alguna fuente de inspiración particular a la hora de abordar historias tan concretas como Equinox, donde por tratamiento, psicología de personajes y situaciones, uno no puede evitar pensar en una suerte de continuismo sólido con una tradición previa… ¿Dónde te sientes ligado, sentimental y emocionalmente, cuando escribes y filmas esas fábulas? Sabemos que Kurt Vonnegut, la ironía, el humor, han sido un punto de unión en la amistad que te une con Keith Carradine. ¿Podrías ahondar un poco más en estas filiaciones?

9.- No podemos olvidarnos del papel de la música en tus películas. Tenemos entendido que para pagar los derechos de los temas de Teddy Pendergrass que permean Choose Me tuviste que aceptar otro encargo, Songwriter (1984). El uso muy deliberado de la música de Richard Baskin en Welcome to L.A., Alberta Hunter en Remember My Name, Leonard Cohen en Love at Large, Tom Waits en Afterglow (de este veíamos un afiche en una escena de Made in Heaven y hemos pensado en su etapa setentera de crooner al ver merodear a Carroll Barber por las calles angelinas en una noche que parece no acabar)… Los ejemplos son numerosos y se pliegan con la atmósfera de tus filmes sin asfixiarla, un acompañante dócil. Y como pareja, parece que en Mark Isham encontraste una mina de oro, pues sus bandas sonoras han ido de la mano con muchos filmes tuyos. Cuéntanos un poco cómo se establece esta relación entre vosotros dos, de qué manera informa la música de Isham a tus filmes y en qué momento empieza él a componer, el tipo de indicaciones que le das, etc. Y cómo todo esto lo intercalas con dichas canciones, porque suponemos que crees necesario salirnos por un momento de la BSO original para tomar un préstamo que realmente aportará un matiz único a la escena.

10.- Tras The Secret Lives of Dentists ─un filme que, partiendo de un guion ajeno, demuestra una mutabilidad humilde apoyada en la escritura de otro, concuerda con tu visión del mundo y es coherente con las conclusiones que has ido desarrollando durante toda tu carrera (los vericuetos de la conyugalidad, las proyecciones excitantes que espolean fantasías fragmentarias, el consentimiento cruel y la conciencia que David Hurst adquiere al final sobre su matrimonio, etc.)─, un proyecto con una puesta en forma muy generosa para con el espectador, una de tus películas más universales que por mala fortuna pasó casi directamente al direct-to-video, y tuviste un parón de casi quince años hasta Ray Meets Helen. ¿Qué motivos hay detrás de que tu carrera como cineasta se detuviera? Suponemos que gran parte de la culpa la tendrán las dificultades para encontrar financiación. Y, ¿qué puedes decirnos sobre tu afición a la pintura, otra inclinación tuya con la que, tenemos entendido, ocupaste el tiempo?
          ¡Y eso es todo! Muchas gracias por tu tiempo, Alan. Esperamos con grandes expectativas otro filme tuyo. Tus películas formarán siempre parte de nuestras vidas.
          Nuestros mejores deseos.

INTERVIEW – ALAN RUDOLPH

ESPECIAL ALAN RUDOLPH

Los filmes de Alan Rudolph; por Dan Sallitt
Trouble in Mind (1985); por Dave Kehr
Trixie (2000)
Investigating Sex [Intimate Affairs] (2001)
Ray Meets Helen (2017)
El productor como apostador; por Alan Rudolph
Interview – Alan Rudolph
Entrevista – Alan Rudolph

For this interview we sent to Alan Rudolph a bunch of long questions. We were immensely curious and felt that we owed the man a debt, because his work means so much to us. When we received the answers, Mr. Rudolph, once again, did it his way. And it was wonderful. Here is an exact transcription of his reply. Our only modification was the italics to the names in the films, in order to follow the tradition of our magazine. At the end you will find our original questions.

ALAN RUDOLPH’S ANSWER

Mucho gusto.

I read your record of my relatively obscure film life. Curious how facts suggest a map was involved.

I’m afraid if I answered all your specific questions as asked it would take me almost as long as living them. The answers are my life. I’ll just riff on the following summary questions and you can sort it out.

Motivations that set you on path to cinema. The place where your personal vision comes from. The vision that drove your energy when you began, and still boosts your desire to make films. How have you dealt with financing, production, shooting films. How have you obtained creative control of them. How does it relate to intertwining with other people’s scripts. Relation between experienced and inexperienced collaborators. Joyce? what have learned through altman movies as a spectator and worker? Characteristics that separate you from altman? in which way, consciously or not, do golden years of Hollywood permeate your work? what is it about the twenties? why did script collaborations come about on three 20s movies? Music? How work with Isham? Dailies? Ray Meets Helen. Distillation? Digital vs film? Was film a recap? After Secret Lives, why the lull? Painting? Future?

Film perspective is my reality. I am incapable of interpreting life any other way. It’s my language, mental process, point of view, endeavor. I have no choice.

Movies have been inside my life’s bubble since childhood. At theatres, the dinner table, visiting Dad on dark muted sound stages. He took us to “foreign” films and American noir before that description existed. Other kids didn’t care about Asphalt Jungle, Ealing Studios, La Strada, Monsieur Hulot. I was being transformed for the rest of my life.

Being under a film’s spell is what got me. The otherworldly feel. Heightened atmospherics, stylized language, elusive emotions, strange reasoning. Visual manipulation. That secret connection. It’s not real, but feels true. That’s what I’ve been chasing. Contrivance that reveals some truth.

My path to directing was unorthodox. Not that a standard exists. Assistant directors are in control of shooting sets. Big job but dead-end creatively. I learned the craft of moviemaking from veteran Hollywood crews. I sought the art of filmmaking on my own. Exponentially with Altman.

Most of my films are absurdist fables. Romances with little or no reference to contemporary realities or trends – except dryly. They are humorous and serious simultaneously, as if the joke might be valid. They appeal to movie sensibilities, not movie rules. Golden Age (your description) types speak stylized dialogue, but behave unpredictably with emotional dimension. My films involve personal and societal irrationalities and deceptions. They embrace artifice, mystery, wordplay. They laugh at themselves. They are not always what they seem. A love story or detective farce might also be an allegory for corporate and political greed – because I couldn’t get the corporate and political greed project going. Maybe The Moderns, set firmly Paris 1926, is about its own trials in Hollywood. Ray Meets Helen could be a metaphor for a filmmaker chasing a film he loves only to pay the ultimate price upon reaching his dream. Or not.

I hoped I could communicate with American audiences on a frequency other than what they were used to. But their first questions were usually, “Where does this take place? Is it supposed to be real? Is this funny or serious?” Sometimes my work plays better on the way home after seeing it. Or twenty years later. My films have always been like my blood type – not for everyone.

Creative control is an attitude, state of mind. I got “mine” at the outset via Altman. Not that he said anything about final cut and all that. Bob simply assumed that like him I would want to shoot and edit my film my way – that is after I learned how to use editing equipment because Welcome to L.A. had no full-time editor. Discoveries were possible, answers to questions never asked. I learned about my own visual rhythms, vocabulary. If creative control means all that, I ain’t giving it up.

Economic budgets have always played a pivotal role in my methodology. I’d much rather have made a film for too little than almost have made one for more. Altman produced Welcome to L.A. and Remember My Name to expand his company and present a new voice. The films were well-cast, mini-budgeted, stealthily-made, studio-financed. Those same studios rejected and returned them upon first viewing. We had to distribute both ourselves as American art house films, a category that didn’t exist then.

Until around 1990, to stay afloat while making my own films at little or no pay, I accepted some directing gigs. A few came my way as impossible disasters in a hurry to start shooting. My specialty. I knew if I delivered the goods the studios would keep their distance until we finished. I was either saving their asses or would be the perfect target for blame. I just wanted to make good work from bad circumstances. For the most part I think I did. Immediately after each job I started work on my own scripts. As Solo says in Trouble in Mind, “One thing – leads to another.”

Actors and crews tell me I work differently than most directors. I have no idea what that means. Other than I don’t make choices based on commerce. My sets are friendly, organized, controlled but spontaneous. Discovery, epiphany, good surprises always welcome. No shot lists or story boards. Actors, the most important element in any film, are protected and valued and they respond with their art. A written scene evolves during each take, sometimes wildly so. I am usually first to suggest variations. On Welcome to L.A. during a difficult scene, I kept encouraging dialogue changes. After several frustrating attempts we reverted to the script as written and printed take one. There is no formula. Long takes are common with me, dialogue delivered in natural rhythms, camera, lens, actors all moving. The human face, the best place to find meaning, is often the ending of a shot.

Key positions on many of my movies are filled with crew moving up to their dream jobs for little pay. I usually see something in a person that can be elevated. Creative standards don’t change with budget or scale. The personality or skill of a crew decides the daily routine but not the overall goal. Enthusiasm can’t replace experience, but is sometimes more useful. Especially when trying to do what is not done. Something about ignorance and bliss. Careers of producers, cinematographers, editors, production designers, even notable actors have begun on my sets. To do quality work is a powerful motivator. The more you sense someone and they you, the more you anticipate, channel, intuit. The memories of any experience may evaporate, but they’re indelible on screen. Film is a living magical powerful entity. What goes on in front of the lens must be safeguarded. What it takes to get there must be…life? I often say to editors about the next cut, “The future of Earth depends on it.”

Working with Joyce is pure delight. I wish we could have done every film together but she was always in great demand and usually busy. She is not only the love of my life and a truly gifted still photographer, but also a calming source of friendly happy energy for cast and crew. Her small frame and quiet manner allow her to squeeze into compact places resulting in great angles and vivid photos, many recalling classic vintage Hollywood photographers. After Shortcuts, Altman told me she was his most valuable crew member. Not only because of her great work but her shooting set spirit.

Robert Altman was the most influential American filmmaker of his generation, on and off screen. His attitude and artistry, his innovation and rebellion basically reassembled American film perception and production. And audiences. I was fortunate enough to be part of his world before American Independent was a label. For over thirty years we were friends and colleagues. He was forward thinking, behaving, creating. Hollywood refused to officially embrace Bob but they couldn’t let him go. He was mentally and physically an imposing creator who made his art his way by his rules with his band of misfits. Contemporary filmmaking was never the same after him. American audiences and attitudes had to adjust to Altman, not the other way around. Current filmmakers who may never have seen his work are influenced by its impact. Bob never formally taught anyone anything. He just was and everyone learned a lot. I know I did.

I hadn’t seen an Altman film before spending time with him in person, an indelible experience on its own. My reaction to his work will forever have him personally attached. Which makes it even more rewarding and incomparable. I purposely structured Welcome to L.A. to acknowledge Bob’s influence on me. By then whatever part of me was to be altered by Altman had already begun its process. For films and life. We were very different in most ways, but overlapped too. In fact, we were as unalike as our films. And as similar.

I have made three films set completely or partly in the 1920s. That period seemed a turning point for global behavior and cultural innovation for the next hundred years – and counting. Paris was where the art of it came together. The good, the bad, the lovely.

The Moderns was my first attempt at a serious screenplay, written twenty years before it was ultimately made. Jon Bradshaw, celebrated journalist husband of Carolyn Pfeiffer, started nagging me to do a rewrite with him. He liked my characters and dialogue but wanted to strengthen the story because mine “had all that dream crap.” We worked together over many months and then spent the next 10 years trying to get it made – to no avail. We decided the least we could do to stay connected to our subject was regularly overindulge in the the bars, cafes, cheap restaurants of Paris, New York, Los Angeles whenever our paths crossed. Which was often. Bradshaw was a contributing editor for Esquire and devised a scheme to approach the magazine with proof that the screenplay was “The Most Rejected Script In Hollywood” hoping they would put it on the cover and publish the text. I ignored the idea. I wanted to get our film made, not become a trivia answer. Heartbreakingly, Bradshaw died unexpectedly before we got there.

I don’t consider Mrs Parker a Twenties movie. Her notoriety exploded then but her entire life was noteworthy, although we only glimpsed a portion of it. My father knew Robert Benchley. As a kid I was always looking through Benchley’s humorous books with drawings by Gluyas Williams. Researching for the film, his relationship with Dorothy Parker overwhelmed my interest in everything else and became the story’s focus moving forward.

Investigating Sex was adapted from Surrealist Discussions 1928-1932, a slender volume of transcribed dialogues with no descriptions other than names of participants. The book was given to me by Wallace Shawn who thought I might be amused. I asked Michael Henry Wilson, French/American film historian, documentary filmmaker, dear friend, to join me in writing a screenplay adaptation of those discussions. We created our own fictional characters and set the episodes in a New England college town. I kept wondering who transcribed the original sessions. This became the plot of our story. I was very pleased with the film. The financiers weren’t. We barely strayed from the screenplay, which they enthusiastically endorsed. Then they became horrified seeing discussions of sex and not depictions of it, which were never in the writing. We aimed for Oscar Wilde. They wanted Wet ‘n Wild.

Music is film’s great illuminator, a direct bridge to an audience’s emotional reservoir. If I were a film professor (never happen), my course would be one class only. I would show a piece of film without music. Then show it again with music. We would all marvel how the intention, performances, pace were altered. Then I would show the same piece of film with entirely different music. We would marvel once more how everything had changed. Then I would retire from the professorship.

Falling in love with perfect temporary music is risky. Nothing ever seems to work as well. On Afterglow during editing, I made the mistake of using a temp song for the final scene. I knew it was music we couldn’t afford but convinced myself I’d find a replacement later. But the Tom Waits’ version of “Somewhere” worked so transcendently that we had to go after it. The corporate music moguls wouldn’t budge on price – creativity be damned. Good thing I finished under budget during shooting otherwise we’d still be looking.

Trouble In Mind is the only film I’ve done where financing, which means certainty, was guaranteed from the beginning of the process. And it was blissful. Every other project went out in the fog hoping to materialize. I would always try to have the next film set up before anyone saw the previous one. Or there may never be a next film. Producers Carolyn Pfeiffer, David Blocker and I made Choose Me together and the success of that created Island Alive, a groundbreaking independent production and distribution company in the Altman spirit, Carolyn in charge. This was before the existence of any soon-to-follow companies like Miramax, Fine Line, et al. Our dream was fleeting, as dreams are, but grand while it lasted.

My script for Trouble never cited time or place or design. It was straight-forward hard-boiled noir. But I wanted to stretch that. Music is what I turn to for inspiration before production or even writing. But music is invariably the last element received, usually deep into editing. For Trouble I wanted to change the order. Too much mood was involved and music feeds mood. Trumpet should be the narrator I felt. I met Mark Isham, an exceptional trumpet player, in his basement studio. He had an enormous early model synthesizer. Mark asked what I had in mind. I told him. He started improvising horn and synth pieces until I responded. In those few hours, months before filming, Mark created musical tracks that without further enhancement became 75% of the soundtrack for a film not yet shot let alone edited. Since that day we’ve done nine films together.

Glad you mentioned Ray Meets Helen. It was unique in certain ways – except for audience and critic disregard. The screenplay was written years before and went through various casting ideas but never found traction. I was not actively considering it a film to make. I knew contemporary audiences and financers wanted nothing to do with such a simple old-fashioned romance. Which, of course, became the exact reason to go for it. When only a portion of the money came together it would have been easy or perhaps wise to move on. Instead, we downsized. The shooting budget, that thing again, was the lowest of any legit movie I directed and equal to Return Engagement, the 16mm documentary I made in 1982. The crew was mostly random and eager young people who wanted to be part of the film business but had never been on a film set. The editor had never edited a movie. The cinematographer was a young operator. The production designer was new to that or any movie job and 22 years old. It would be filmed under an industry contract called “ultra-low budget”. Which means for free. We couldn’t afford a policeman so the camera was never allowed on any streets. The main sets, the restaurant where they meet and the house Helen moves into, were the producer’s living room and upstairs. I knew what our limitations were and sculpted for them. I told everyone we were not making a film for the present but for later when it was not competing with anything contemporary. It was simply a pure filmmaking event. The main attraction, always, were the actors. To work with Keith Carradine was reason enough for me. It would be our sixth film together and first in twenty-five years. Sondra Locke was a longtime friend of Joyce’s. A talented actress who hadn’t worked in decades because she was industry blacklisted by her superstar actor/ex-lover’s spiteful decree, entered our casting consciousness at the last minute. That idea pushed me over. Thankfully. I am profoundly pleased with the results. It was a thoroughly enjoyable shoot, one of the best. Sondra was the happiest she’d ever been on any film and her performance is funny and haunting and great. The film took on special meaning a few months after its release when Sondra passed away from cancer, a condition she knew existed during shooting but had kept to herself. It will always be to me the most meaningful film I’ve made.

We made Ray Meets Helen in digital because, well, there weren’t any other options. It didn’t affect shooting much from my perspective. Except for dailies. Dailies were always the highlight of the shooting process for me, the reward for hard work. Altman taught me that. He invited everyone to dailies, especially actors. He wanted to make an egalitarian experience with people rooting for each other and not locked into ego perspectives. It was stimulating, pioneering, and fun. On my films I would mix music to each take through speakers, experimenting and learning. Everyone loved it. For me the lens is a film’s storyteller. I never look at monitors during takes on any film, always stationed near the camera watching actors, dolly, and the zoom. In the 35mm days, no one knew what we were aiming at besides the camera crew and me. But each night anyone who wanted to see could come to the party and be surprised. With digital everyone has a monitor while a take is being shot, hence no need for dailies. I don’t like that.

As you pointed out, I pretty much worked all the time until after Secret Lives of Dentists in 2002. Then I took all the normal intervals between films at once and didn’t work for fifteen years. I taught myself to paint, wrote some of my best stuff, but didn’t try to launch any of it. Unless you have some financing for me they will probably stay in my drawer. Everything in the movie industry outside my creative perspective was always different and somewhat hostile. But it never bothered me. Whatever anyone else was doing never much affected what I did. No denying my meter was stuck on uncommercial and the way ahead was always steep. My most inventive and accomplished work like Trixie and Breakfast Of Champions were the most rejected. It all hurt somewhere, I’m sure, but not down deep where it counts most. As brilliant novelist Tom Robbins says, it’s not a career but a careen.

Because all but one of my films were made before the digital/internet age, barely released by defunct companies, and not currently streaming on a wristwatch or showerhead near you, I’ve wondered what they might look like to unsuspecting viewers who stumble across them. People may not respond, but I feel the films are somewhat timeless. They never were like anything else, even when made.

It was obvious from the start my dream would be impossible had I heeded warning signs. Then again, nothing is impossible if you remove the obvious. What a thrill.

Good luck,

Alan Rudolph

***

A few days later, Mr. Rudolph let us know that he had met Antonio Banderas at a film festival. The Spanish Actor told him that Pedro Almodóvar had his troupe watch Choose Me (1984) all the time, because that was what he was after. The filmmaker hopes there’s some truth to it, because he considers Almodóvar one of the great film artists in history.

Hotel Alan Rudolph
Hotel (Alan Rudolph)

OUR ORIGINAL QUESTIONS

1.- Firstly, we would like to hear from you about the motivations that set you on the path to cinema, the place where your personal vision comes from. We know that your father, Oscar Rudolph, had a long career within the TV and filmmaking industries, being connected to them practically all his life, and doing all kinds of jobs: from actor in a silent film with Mary Pickford to extra during the Great Depression, then assistant for Cecil B. DeMille or Robert Aldrich, also a director for TV series… Sometimes you have remembered those days when your father took you to the Paramount soundstages. Pretty soon you realized, stuck in those immense sets, that you felt at home, “it was suddenly the only reality” for you. Artifice and cardboard sets became a part of your biography. We know that during the mid-sixties  you shot dozens and dozens of short Super-8 films, and although we’re not sure whether in the following works your job was first assistant director, second assistant director or trainee, your name appears officially in the credits of films such as Riot (1969), The Big Bounce (1969), The Great Bank Robbery (1969), The Arrangement (1969), Marooned (1969) and The Traveling Executioner (1970), before your first full-length film, made with the help of several friends, Premonition (1972), considered your directorial debut.
          We’re also aware of your refusal at first to become assistant for Robert Altman because you were done with that kind of job. But after seeing McCabe and Mrs. Miller (1971) you changed your mind due to the brilliance of the movie and that was the beginning of your long-time collaboration with the man: assistant director in The Long Goodbye (1973), California Split (1974), Nashville (1975)… You also were a co-writer in Buffalo Bill and the Indians, or Sitting Bull’s History Lesson (1976).
          After Nightmare Circus (1974), a project that was passed on to you, Welcome to L.A. arrives in 1976, a film written and directed by yourself, and the first where we witness with clarity some of the constants that will accompany you the rest of your career. In a pioneering article about your body of work by Dan Sallitt, written in 1985, he pictured you slightly as Carroll Barber, played by Keith Carradine. In that film, all the main characters shared with the camera fleeting glances, without daring to hold the view for a long time, showing themselves a little unconscious in the midst of the sentimental confusion. Carradine, who had practiced a healthy promiscuity during the whole movie, ends condescending with tenderness to Karen Hood (Geraldine Chaplin) and Linda Murray (Sissy Spacek), holding a glance towards the camera, after the credits, certifying that the character has obtained, during the process, some piece of wisdom and comprehension; he somehow has managed to move away a little from the swarm. The sweet vengeance of Emily in Remember My Name (1978), how she manages to get rid of the wedding ring, although she remains partially trapped, in her mind, between bars ─same case with her ex-husband, which she traps again, Neil Curry (Anthony Perkins)─, takes us back to similar feelings, in addition to the fact that in this fourth film of yours, third that you wrote and directed, are already in full view the bar and its neons as a paradigm of the microcosm of the cocktail of feelings.
          What can you tell us about the vision that drove your energy when you began and that still boosts your desire of making films?

2.- We would be grateful if you could try to tell us, being aware that each one of your movies is a world in its own right, and that your career has transited various stages, how you have dealt with the financing, production and shooting of your films. It’s deeply surprising the fact that during thirty years ─from Premonition to The Secret Lives of Dentists (2002)─, you have been able to go through twenty-one films with hardly a break between them, handling the countless changes that the movie industry has suffered. Broadly speaking, the accounts produce a movie per year and a half of work. In this sense, we have heard you in another site affirm that “probably the most important decision anyone can make in their life is how important money is to you, what would you do for money”. Also, the hard thing for you was “getting money, financing”.
          All the anecdotes and details that you can refer us to relating to this matter will be of high interest to us. We are eager to know, out of curiosity, how you have managed to obtain such control in the production, shooting and final cut of your films. And how all of that relates with the constant intertwining of films with other people’s scripts (we suppose that you ended up shaping them one way or the other) with projects where the blank page starts directly in front of you.

3.- In Choose Me, you chose people for the crew of the film who had never worked before in a production of that size ─cameraman, editor─, a practice which you kept implementing till Ray Meets Helen (2017), where you claim to have included in the crew some really young people.
          At the same time, you mix these inexperienced persons with faithful collaborators. In the field of director of photography we think about Jan Kiesser, Elliot Davis, Toyomichi Kurita, Florian Ballhaus, David Myers… all of them have worked with you in more than one film. Also Pam Dixon Mickelson, casting director since Made in Heaven (1987) in all of your movies, except Mortal Thoughts (1991). For original scores, Mark Isham. James McLindon as executive producer. And last but not least, Joyce Rudolph, your wife, her work as a still photographer being present in Choose Me, Made in Heaven, The Moderns (1988), Mrs. Parker and the Vicious Circle (1994), Afterglow (1997), Trixie (2000), Investigating Sex (2001), The Secret Lives of Dentists, Ray Meets Helen
          Can you talk to us about the relation between these professionals, with more experience in their fields of work, working shoulder to shoulder with these newcomers, imbued with fresh enthusiasm for new work? We know that it’s exciting for you to work with these inexperienced people, because they haven’t acquired “bad habits”. In which way do you believe the aesthetics of your œuvre are in debt of this merging of experiences?

4.- We know about your bond and filiation, also relation of friendly patronage, with Robert Altman. But apart from his help in raising financing for some of your films, and your learning curve being his assistant director or co-writer in charge, we’re interested particularly in what you’ve learned really through his movies, as a spectator, or as a worker (for example, his use of the slow zoom in or the dolly). You have mentioned McCabe and Mrs. Miller as “a turning point in film music”; and you’ve given us some serious thinking in the past affirming that Altman used to throw in an extra or character to destabilize the scene or his main actors when something didn’t work. You swore that in half of his movies the star was barely in the frame, but in its very edge, and the movie was all about the other stuff. How has this influenced you in your own shootings, and the altmanian heritage of watching the dailies with the cast and crew? That’s a point that connects also with the fact that you let the actors change the script if necessary. Does this occur during the rehearsals or in the take itself? And how do you combine this tendency of giving leeway to the cast with the limited days of shooting and tight budgets?
          On the other hand, although there’s a shared sensibility between your vision and Altman’s, we perceive a great difference, as Sallitt wrote, in your 70’s movies. For example: whereas in Altman there were moments where the point of view was externalized, suggesting a spooky and cosmic perspective (Dave Kehr) above the people, your cinema has always proposed an empathetic fascination, almost paternal, concerning the characters, and from which the enigma arises. From your point of view, what are the characteristics that distinguish your vision of the world from Altman’s?

5.- Having said that, your filmography taken as a whole, even watching just one or two films, makes evident a personality of its own that simply cannot just be enclosed to one influence. We see in your films many well-assumed heritages of classic American cinema, before the 60’s, to be clear in terms of chronology, and sometimes you’ve ratified it (melodramas from the 40s…). In Mortal Thoughts, John Pankow references Glenne Headly’s look as reminiscent of Greta Garbo’s, an actress channeled by Geraldine Chaplin in Welcome to L.A. through an explicit and constant allusion to Camille (George Cukor, 1936). At the beginning of Made in Heaven, the characters come out of the cinema after seeing Notorious (Alfred Hitchcock, 1946). Also, Nathan Lane in Trixie references Maurice Chevalier and Mimi, song made famous in Love Me Tonight (1932) by Rouben Mamoulian (in your commentary track for the DVD you said that a part of this character’s act in the scene, Kirk Stan’s act, was improvised by the actor). We cite some of the obvious references, but we also know that project you had in mind of adapting Man Ray’s autobiography. Long story short, in which way, consciously or not, does these golden years of Hollywood permeate your labour as an artist, prior to the considered cinematographic modernity ─sometimes associated with you in a shallow and mistaken way, or that is our point of view, and we believe yours also─?

6.- You have made three movies whose story takes place in the 20’s, one set in New York ─Mrs. Parker and the Vicious Circle─ and two coming from Paris ─The Moderns and Investigating Sex─, although you ended up placing the surrealists’s meetings, captured by José Pierre in Recherches sur la sexualité, in a fictitious Cambridge, Massachusetts, the Great Depression in its early days and in the middle of a late Prohibition. Undoubtedly, the three films have in common the focus on characters immersed in small groups whose functioning manages to split them, in variable degrees, from society and its conventions, conferring them an innovative distance ─germen of the genius─, traumatic most of the times, even dangerous, or directly doomed to perdition for the individuals that compose them.
          What is it about the Roaring Twenties in the USA and Les Années folles in France that seduces you so much? Is it the vanguards maybe? Gatherings where conversation is constantly moving… Is it a certain crazy, effervescent, fleeting insanity, tied to expansionism and economic development, destined to fall in 1929? A period that would remain engraved in consciences like a romantic and melancholic myth… You have commented that “most people think of the 20’s as the heyday of Modern art”, but that happened “when the tourists arrived in Paris and started to spread the word about it”. The Moderns, for you, was all about counterfeit society and the myths of Paris in the 20’s.
          Also noteworthy is the fact that for these three historical films you counted with three co-writers ─Jon Bradshaw for The Moderns, Randy Sue Coburn for Mrs. Parker and the Vicious Circle, who previously wrote the novelization of your film Trouble in Mind (1985), and the French Michael Henry Wilson (writer for forty years in the Positif magazine) for Investigating Sex─. How did these collaborations come about? Are they related to the scope inherent to these projects and the need for historic advice?

7.- In an interview you gave on the occasion of the retrospective of your work in 2018, at New York’s Quad Cinema, you said that probably the audience that appreciated some of your old movies, the same people who felt fine about bringing back the Alan Rudolph of the 80’s… These people would probably feel out of touch with Ray Meets Helen. On other hand, we agree with you that this is your most distilled movie, where the characteristics of your cinema condense themselves right down to the bare bones, synthesizing gloriously your preferences, loves and trajectory.
          Although we’ve heard you affirm that, based on your experience, this incursion in the digital format wasn’t so different in terms of shooting from your previous celluloid films, we sense in Ray Meets Helen an ease, lightness of touch and innovations, even a shameless trust in the filmed world, only comparable to the estranged passing of the soul of Breakfast of Champions (1999) to some mad inserts of special effects in video quality. The way chromas and homemade tricks in Ray Meets Helen are introduced touches deeply our hearts: when both characters travel around the world without even leaving the restaurant’s table, encapsulated in archive images that look like a souvenir; or when Ray glances pathetically, but sure of himself, with a look of contempt to Ginger Faxon, a second frame in the upper left side of the image; the apparitions of Helen in front of Mary, also the truncated dreams appearing in the form of a young Ray, diagonal echoes of Nick Hart, also a boxer, in The Moderns; finally, the actors dancing in the ending credits, putting and end to the fantasy, rival in attractive subversion those of Inland Empire (2006). You also said that one of the few differences between digital and celluloid is that there is no such thing as the processing laboratories calling you to pick up the dailies, or merely that the takes could be longer; we see the virtues of this second case, for example, at the dinner where Ray conquers Helen, in the way shots cut in soft movement, linked to some kind of digital automatism.
          In hindsight, what did you get out of making this film in digital compared to your previous experiences in celluloid and what did the film suppose for you as a kind of recap, hopefully with continuity, of so many years of work within cinema?

8.- After finishing Equinox (1993), you were referring to a mental state where you felt a dividing line in your trajectory, that movie was for you about as far as that road would take you, concerning that group inhabited by what you called “hip-pocket movies” or “urban fables”, requiring audience participation, the audience itself creating the fable. Looking back on your work, it clearly presents itself to us as an amalgam of diverse aesthetics side by side with drama, narration and your formal project. We have those films taking place in the 20’s, your incursions with other people’s scripts, bringing them to your world, and then there are those “hip-pocket movies”, like Welcome to L.A., Choose Me, Trouble in Mind, Love at Large (1990) or Equinox. In these films, reading the reviews of the previous decades, one encounters so many times the word “pulp”, alluding maybe to an aesthetic affiliated, passionate, but handled without any condescension. We find that in many B films of the golden years of Hollywood or in certain novels, magazines… We wonder about your sources of inspiration when it comes to approaching such specific stories, like the one in Equinox, where one looks at the treatment, character psychology and situations and can’t help to think in a sort of solid continuity from a previous tradition… Where do you feel linked, sentimental and emotionally, at the time of writing and shooting these fables? We know that Kurt Vonnegut, irony and humour were a key point of union in the friendship that you and Keith Carradine share. Could you elaborate further on these affiliations?

9.- We can’t forget the role of music in your movies. We understand that in order to pay for the rights of the Teddy Pendergrass songs that permeate Choose Me, you had to accept another work for hire, directing Songwriter (1984). The very deliberate use of Richard Baskin’s music in Welcome to L.A., Alberta Hunter in Remember My Name, Leonard Cohen in Love at Large, Tom Waits in Afterglow (in Made in Heaven we could see a kind of poster of his figure and we have thought many times in his crooner period when we see wander Carroll Barber those L.A. streets in a seemingly endless night)… Examples are numerous and blend themselves with the atmosphere of your movies without suffocating them, a gentle chaperone. As a partner, it seems that in Mark Isham you found a gold mine: his scores went hand in hand with a lot of your films. Tell us about this relation between you two, its beginning, and in which way Isham’s music informs your films, at which time he starts to compose, the type of indications that you give him… And how all of this is intertwined with these songs, because we suppose that you deem necessary to exit for a moment the original score, taking a borrowing from another song to give the scene a unique nuance.

10.- After The Secret Lives of Dentists ─a film that, beginning with another person’s script, demonstrates a humble mutability, supported in the writing of the other, matches your vision of the world and is coherent  with the conclusions that you have been developing during your whole career (the twists and turns of conjugality, the exciting projections that spur fragmentary fantasies, the cruel consent and the conscience that David Hurst acquires at the end about marriage…)─, a project with a mise en scène truly generous for the spectator, one of your most universal movies that, in a case of bad luck, went almost to the direct-to-video market, and you had a break of almost fifteen years till Ray Meets Helen. What are the reasons behind that break in your career as a filmmaker? We assume that the difficulties of dealing with financing are the ones to blame. And what can you tell us about your fondness for painting, another of your preferences, with which, we understand, you occupied that time?
          And that ‘s all! Thank you so much for your time, Alan. We hope with great expectations for another film from you. Your movies will always be a part of our lives.
          Our best wishes.

ENAJENADA LIBERTAD MORAL Y ESTÉTICA

ESPECIAL ALAN RUDOLPH

Los filmes de Alan Rudolph; por Dan Sallitt
Trouble in Mind (1985); por Dave Kehr
Trixie (2000)
Investigating Sex [Intimate Affairs] (2001)
Ray Meets Helen (2017)
El productor como apostador; por Alan Rudolph
Interview – Alan Rudolph
Entrevista – Alan Rudolph

Investigating Sex [Intimate Affairs] (Alan Rudolph, 2001)

Querida imaginación, lo que más quiero en ti es que no perdonas.

Primer manifiesto del surrealismo, André Breton

¿Qué nos impulsa a escribir sobre un filme, a tratar de rememorar un sueño? Entre nosotros tenemos un código, un dicho entre cinéfilos amigos, en secreto lo formulamos así: “habérsenos pasado tal por debajo de la puerta”. Implícitamente, damos la razón a Kiarostami, pues afirmaba este que uno ama lo que no llega a entender jamás del todo, aquello que, lejos de confirmar nuestros sesgos, nos problematiza con admoniciones de colapso y muerte. Como yendo ebrios, tanteando a oscuras, quizá ya metidos en la cama sumidos en alucinaciones hipnagógicas, giran a nuestro alrededor móviles de imágenes brillantes, fluctuantes, espesas, borrosas… Al día siguiente resulta difícil distinguir; criptomnesia. Lo que ayer era una quimérica vigilia bombardeándose en presente, un cuerpo del cine abrumador e inasumible, se torna hoy relente mortificante, un despojo apenas reconstruible, un cadáver exquisito tardo. ¿Fue cosa del filme en sí o de nuestra disposición espectatorial de anoche?
          Caemos en Investigating Sex de Alan Rudolph al igual que arriban Zoe y Alice a la mansión propiedad del mecenas Faldo. Dudosos, inseguros, cercando algún tipo de trabajo incógnito. Por mucho que nos consideremos, como ellas, estenógrafos versados, haríamos bien en atenernos al consejo de Edgar, director del experimento, sobre la necesidad de esforzarnos en retener cada uno de los nombres, que aquí son muchos. La polifonía, redundancia y nocturnidad de Investigating Sex no encuentra parangón en ningún otro filme de Rudolph, tampoco su coartada intelectualismo europeo afrancesado (que no francofilia). Inspirado en las Recherches sur la sexualité (1928-1932) anotadas por José Pierre que tomaron lugar realmente en París pero ambientada en Massachusetts ─históricamente, finales de 1929, recién estallado el crac y por venir la Gran Depresión─, el centro neurálgico toma habitación con un grupo de surrealistas pirados. Su misión: inquirir el discursivizar automático del sexo como si encerrara algún misterio. Mientras, ataviadas por contrato faldita y medias para enardecer pero en teoría no, Zoe y Alice toman notas. Además de Edgar, el grupo surrealista lo integran: Monty, quien parece un novelista alemán perverso; Peter, que simila ser un traumado repitiendo estar solo interesado en Chloe; Oscar, hipnótico cineasta en ciernes dispuesto a prendar a Zoe; Lorenz, afroamericano siempre de paso que se onaniza con el aroma de Alice; y Sevy, un pintor con los dedos de blanduras orgánicas petriformes quien, como Rudolph con la cámara, semeja y cree tener alas en las manos. Esta vez, el propio cineasta y su ayudante de guion Michael Henry Wilson ─durante largo tiempo crítico de la revista Positif, también asesor de The Moderns (1988)─ se coartan a sabiendas el bar, viejo conocido achacoso, haciendo imperar la época de ley seca. Lo más parecido a una cantina será la lavandería-tapadera donde a solas Alice confiesa a Zoe ser virgen, y Zoe a Alice ser impudorosa… Fuera el humo, la cacofonía de fondo, bienvenido el gobierno del diván y la confesión compartida.
          La primera tentativa al revisitar un tan fugitivo plantel de personajes pasa por hacerse un bloque de hielo frío, un esquema mental severo, como el expuesto arriba, ganándose quien lo haga ─y con inveterada razón─ el odio fatal de los surrealistas. Medito, por boca de ellos, sobre la ficción inherente a naturalizar la noche anterior al día siguiente, rememorándola rica en detalles positivistas, por lo tanto, carente de humor: un descriptivismo aplacante y de guillotina. «Dentro de los límites en que se desarrolla (o parece desarrollarse), el sueño se nos presenta como continuo y poseyendo trazas de organización. Solo la memoria se arroga el derecho de efectuar cortes, de prescindir de las transiciones, ofreciéndonos más bien una serie de sueños que el sueño», escribía Breton; y con él nos preguntamos: ¿cuándo diantres habrá críticos y cinéfilos durmientes? Raymond Bellour reflexionaba sobre la única ocasión en que Freud se valió de un divulgativo símil fotográfico para ilustrar las oscilaciones, entre regímenes polares, de la energía psíquica: la fotografía aún latente sería, en efecto, el inconsciente, y su operación de revelado la perpetuamente movediza, delicada, agotadora e incierta concreción del primero en estructuras racionales de conciencia. Pero como dice Edgar, el tema de la capacidad onírica del sexo no puede dejarse solo a Freud y sus cohortes, según el cliché, afanosos de todo en primer plano, lavada ya la cara queriendo olvidarse de bostezar nada más despertarse. A Edgar le interesa la súcubo ─a Faldo también, pero tamizada por la embriaguez del desenfreno crematístico─, una obsesión interminable que desbloquea, clausura y hace girar sin tercera posición el círculo de la polución nocturna.    

La-musa-de-la-escritura-automática
Musa de la escritura automática
(Fotografía de portada de La Révolution surréaliste, núms. 9-10, octubre de 1927)

A quien escribe, el revisionado a la segunda de Investigating Sex le pareció, prevenido entonces, de una limpidez insultante: la primera vez fue semejante a sufrir una vigilia cuarteada por somnolencias. Por un lado, demasiado despierto como para entregarme al delirio, por el otro, demasiado dormido como para tratar de inserirlo en mi vida. Lo comprendido a posteriori fue una lección surrealista: en el cine de Rudolph, como en el sexo enérgico, la expresión del lenguaje precede al pensamiento, con sinceridad exacta ─Francine mientras hace el amor con Dwayne en Breakfast of Champions (1999): «…when I go to heaven on Judgment Day and they ask me what bad things I did down here, I’m gonna have to tell them…»─, y exacerbada su maestría como cineasta aquí, afinada su visión tras veintinueve años tras el aparato, Rudolph ha ido perdiendo el pudor a prescindir de escribir protagónicamente con la cámara movimientos controlados, preclaramente expansivos, respecto a tres o cuatro principales. En casa del mecenas Faldo, donde los seis hombres y las dos mujeres se reúnen, domina la aposentada llenez cargada del enmarañado diálogo circulante, miradas que avanzan sobreentendidos, una continuidad pespunteada por la cháchara resguardados los participantes por tupideces de cuadros desconcertantes y assemblages antojadizos, taza peluda de Meret Oppenheim, pues la trascendencia artística (como Rudolph por experiencia sabe) siempre será dudosa. Pervive, sin embargo, la pulcritud del découpage que privilegia y jerarquiza el inserto elegante ─los trastabilleos de Alice respecto al placer, las pequeñas entregas de Zoe─, también su característico rasgueo de las equidistancias. Nunca se subrayará lo suficiente cómo ha venido consiguiendo Rudolph adueñarse, marcar indeleble contra la máquina, cualquier producción en la que su figura está presente, pudiendo afirmarse, hasta de un filme más abiertamente comercial como es Mortal Thoughts (1991), que también allí consiguió tallar los suficientes elementos para considerarla una genuina turbadora estancia digna de visitar en su personal casa museo.
          A propósito de Trouble in Mind (1985), con palabras llanas, Dave Kehr situaba la puesta en forma de los filmes de Rudolph en un cimbreante compromiso entre realismo y expresionismo. Creo, no obstante, haber encontrado dos epítomes, deudores ambos del vocabulario surreal, que por descomedidos y estrafalarios se adecuarían mejor: superrealismo o supernaturalismo (el primero, en su acepción castellana, el segundo, su transliteración francesa). Esto en relación a la conexión con los distinguidos arquetipos del clasicismo glorioso que Rudolph actualiza; mientras que por otra parte, su vanguardia dadá provendría de coreografiar un baile gran mezcla de tipografías. Encontramos en Trouble in Mind un tiroteo que toma carrera en un museo como toman el espacio los cuerpos, durante el atraco, en Prénom Carmen (Jean Luc-Godard, 1983), y a la vez, una planificación que sienta a debatir los destinos de hombre y mujer en contraplanos clásicos. Aunque los personajes del cineasta, a causa de su entrampado sentimental, parezcan en ocasiones presos de paisajes de colores Yves Tanguy, del gran vidrio de Duchamp, siempre comprenderemos (a menos que no soñemos) sus afecciones, siendo la más obsesa la mezcla de pasiones, la confusión sentimental.
          Bajo distintas facetas, temores y atracciones, el grupúsculo bajo las órdenes de Edgar experimenta procesos autoinducidos de angustiosa heteronomía: premeditado-automático, femenino-masculino, polvo-espíritu, bestia-hombre, libertinaje-castidad… y cómo no, el amor en pareja asimilado trópico límite. Relaciones abstractas que linean el mundo expresando una trabazón original por dualidad de posición, los cuadros de Piet Mondrian, para quien en la relación ecuánime de estos extremos opuestos se manifestaría la armonía total, pues dicha convergencia en la Nueva Imagen «contiene todas las demás relaciones». El elemento masculino expresándose en lo universal, lo interior, el femenino en lo individual, lo exterior, ligados en devolución como lo están la edad de oro y la decadencia. Dualidades que coexisten en Investigating Sex a condición de propulsarse hacia horizontes más perversos, buscando, en realidad, una especie de indulto pacificador postrero (el equilibrio). El último confín, la amalgama de la huida (huida verdadera, falsa o con probabilidad ninguna de las dos, sino aceptando que no somos tan buenos detectives como para esperar encontrar otra), suele vestir importancia en el disfraz imaginario del amor final, o sea, de la síntesis del idealismo y el romanticismo así entendidos. Mito sin un suelo mitológico soslayable, pero sí complicadísimo ─Edgar: «It isn’t easy, Alice, trying to reshape this corrupt world of ours», Alice: «I don’t know that you can reshape something thas has no shape…»─, laberíntico, copado de fundidos, fantasmagorías y afanes futuros, presentes y pasados que se materializan en fusión.
          Prolongando las inquietudes de Alice ─musa ideal de la escritura automática, prototípica femme-enfant─ viéndose ella y Zoe recompensadas con dinero al finalizar la primera sesión de transcripción, se corta casi flotando hacia la tiniebla de la proyección del filme erótico, con aroma marinero sternbergiano, realizado por Oscar, donde, tras el júbilo y la estasis, se seccionan en movimiento cruzado de salón las impedimentas sexuales que cada miembro porta: Edgar, hipnotizado de pie por the art of flesh y contra el masturbador Lorenz, se devana inquiriendo qué parte del amor pertenece a la sexualidad, mientras atalaya, con aristocrático morbo, los deseos aún imprecisos de los demás; Faldo se arroja sobre su mujer cual fauno; Chloe se resiste a los apetitos de fidelidad de Peter; Sevy se propone arrancar con malicia inocente unos recatados bisbiseos a su prometida respecto a cuánto le ha removido la pornografía sutil; Zoe espía a Oscar, taladrador de imágenes, penumbra a través ¿acaso él la mira también a ella? La segunda proyección, dotada de varios grados de onirismo creciente, impacta sobre todo en Alice, quien funge sobre la tela blanca sus propias alucinaciones respecto a la sexualidad sentenced to afterlife de Edgar. La dispersión recolocante de la escena, su dicharachería que avanza y atranca por verborrea, no competerán, quizá, al espectador poltrón, el cual no podrá llegar a identificar y encadenar de forma fehaciente, durante el visionado inaugural, los numerosos afluentes encarnados de sentimientos que hacia la consumación se desatan, pero este tampoco podrá negar, al acabar, que todos y cada uno estaban ahí presentes, espesos, profusos, transpirables en cada encuadre, removidos a cada corte.
          Sobrevivirá un halo de romanticismo, en Rudolph siempre lo hace, herencia fundada en atraerse hacia la modernidad un sexo de raigambre pre-code: arrebatado, circunspecto, pérfido… sibilino bastidor del mundo con su correspondiente conmutación marital. Ahora bien, el sexo romántico, el que toma la mente como una tendencia de ensueño ─celestial o pesadillesca─, se borra cuando entra en escena lo soez sin dique. Aunque no haría falta tanto. Bastaría incluso que entrara en escena, para hacer que todo el idealismo romantico se desvaneciese, la visión misma del acto sexual desde un punto de vista exorbitante por razones de craso realismo superficial. Un margen de representación en realidad anchísimo, flexible, pero que Rudolph no tienta ni con la punta, sino en visiones preambulares, atrayentes y fisuradas (las involuntarias fantasías de Hurst en The Secret Lives of Dentists, 2002). La última noche, como en un cuento gótico, las quimeras desbocadas coinciden con la lluvia, truenos, desaguando en la claudicación del grupo: Sevy entrega a su mujer a Monty, y siguiendo amándola, toma el sombrero para marcharse sin más pecado que el de haber ejercido, por una vez, de perverso mirón; Zoe y Oscar pasan de la mascarada hacer manitas a la fuga; Faldo y su querida, del diván a la alcoba, escaleras arriba, para practicarlo de maduros como la primera vez; finalmente, Peter y Chloe, renegando ambos por despecho de Edgar, su tutor diamantino muescado que pretende trastocar la interioridad de los demás en joyero, escogen, entre ellos, el apasionamiento tangible del rostro reconocido, antes pospuesto, ahora emergido palpable a fuerza de doler.
          ¿Existirá en realidad gente ahí fuera, como afirma Faldo, dando y recibiendo amor, sexo, ajenos al retorno de la punching ball? Por lo que se nos cuenta, no Alice ni Edgar, no tanto protagonistas como figuras patrimoniales de extremos ejemplificantes. Son sus desazones entre permanecer en vigilia o fundirse en un mismo sueño las que circuitan devaneando el filme, invocando la experimental travesía de experiencias. Ella, movida por impericia, aletargada de vigilia, agita la confusión onírica por probar, él, invidente por exceso de fantasía, necesitado de circunscripción, sostiene a duras penas la compostura cuando asimila el sentimental limitarse de los demás a una ilusión vana, cobarde en última instancia. En la vida, en el cine, las adyacencias negociadas entre amor y sexo que consiguen sustraerse en felices ratos a esta loca circularidad serán, usualmente ─por su concreción histórica, estratégica, por un amor preciso─, de menos calado general para el común de los mortales a través de los cuales avanza el tiempo. En cambio, lo que con seguridad no dejará de titilar en el fuero humano, en el espectador mundial imaginario, son cosas como la lluvia, el glorioso blanco y negro donde el gris ejerce en la memoria un papel de tímido intermediario, las estereotipias tendenciales duales que toman cuerpo en Edgar y Alice. Con denuedo retornante, provengan o no de la infancia, ellas lograrán invocar, una vez ahí fuera, en la pantalla interior, fragmentos escindidos de un aguacero primordial inconcreto. Alice, tras un dudable momento final de compromiso con Edgar, bajo el chaparrón, rememorando la unión hurtada anteriormente al espectador, se desintegra en una sonrisa desamparada, alza la barbilla, gotas por su cara. Como escribía Jean-Louis Schefer, la única climatología afectiva que permitiría a nuestra percepción retener, escasos algunos segundos, el crimen puesto en marcha por el filme una vez terminado: «Afuera, el mundo sigue su curso (el espectáculo no lo atrapa, no lo encierra ni lo refleja). Cuando salimos a la luz del día, nos sorprende infinitamente que los autobuses circulen, que los movimientos prosigan; solo la lluvia prolonga en alguna medida la película ─prolonga o perpetúa la misma especie de achurado continuo a través del cual los objetos llegan a tocarnos».

 

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BIBLIOGRAFÍA

BRETON, André. Primer manifiesto del surrealismo (1924). En castellano en Manifiestos del surrealismo; Ed: Argonauta; Buenos Aires, 2001.

MONDRIAN, Piet. La nueva imagen en la pintura (1917-1918). Ed: Colección de arquitectura¸ Murcia, 1983.

SCHEFER, Jean-Louis. El hombre ordinario del cine (1980). Ed: Catálogo Libros: Mirador, Viña del Mar, 2020.

(21 DE MARZO, 1986); por Dave Kehr

ESPECIAL ALAN RUDOLPH

Los filmes de Alan Rudolph; por Dan Sallitt
Trouble in Mind (1985); por Dave Kehr
Trixie (2000)
Investigating Sex [Intimate Affairs] (2001)
Ray Meets Helen (2017)
El productor como apostador; por Alan Rudolph
Interview – Alan Rudolph
Entrevista – Alan Rudolph

Trouble in Mind (Alan Rudolph, 1985)
por Dave Kehr

en When Movies Mattered: Reviews from a Transformative Decade. Ed: The University of Chicago Press, 2011; págs. 122-125.

Parece imposible soñar de nuevo un viejo sueño, pero eso es lo que Alan Rudolph hace, y brillantemente bien, en Trouble in Mind. Es un sueño de finales de los 40, del alto periodo romántico de cine negro más memorablemente encarnado por Charles Vidor en Gilda (1946). Su mundo es uno de noches tardías y mañanas tempranas, de cafés, habitaciones de hotel y clubs de fumadores; su drama, el de la inocencia amenazada por el mal y la redención a través del amor, parece menos una trama que un ritual, un patrón de acción que satisface precisamente por sernos familiar en demasía. Aunque Rudolph no ha intentado imitar el viejo estilo ─filmes desde Farewell, My Lovely (1975), de Dick Richards, hasta Body Heat (1981) de Lawrence Kasdan, han hecho más que evidente que la imitación directa de formas de otra era llevan únicamente al academicismo inerte. En cambio, Rudolph ha extraído la esencia del género aplicándole una estructura contemporánea; el filme se siente muy moderno y espontáneo, con sus ritmos que viran de una absurda, extravagante farsa a momentos de realismo psicológico discretamente observados, minimizados hábilmente. Rudolph no pretende que la historia del cine se haya detenido en la era que él quiere invocar. Aprovecha al máximo los descubrimientos de los últimos 40 años ─mezclas tonales, discontinuidades narrativas, colores estilizados, Dolby Stereo─ para crear un filme que pertenece tanto al ahora como a entonces. En Trouble in Mind, Rudolph no revive un género muerto tanto como establece efectivamente una ilusión de continuidad. Viéndolo, te sientes como si este fuera el punto donde debiera estar el cine negro hoy si hubiera sobrevivido a los años 60.
          Casi todo el mundo en el filme tiene un mote (incluso la ciudad de Seattle, donde se rodó la película, aparece en los créditos como “Rain City”). Hawk (Kris Kristofferson) es un expolicía que acaba de salir tras cumplir una larga pena en prisión (fue condenado por el asesinato de un sádico jefe de la mafia); su primera parada cuando regresa a la ciudad es el Wanda’s Café, un lugar limpio y bien ordenado enclavado en el linde de un desolado barrio industrial, donde la propietaria (Geneviève Bujold) es su antigua amante. La misma mañana trae a un par de recién llegados: Coop (Keith Carradine), un conductor a la deriva de vuelta a la ciudad por no encontrar trabajo en el campo, y Georgia (Lori Singer), una atractiva e infantil adolescente madre de su bebé. Wanda toma a Georgia bajo su protección, mientras que Coop cede bajo la influencia de Solo (Joe Morton), un veterano negro de la Guerra de Vietnam que compone poesía y maquina atracos. Hawk observa, enamorándose cada vez más de Georgia a medida que Coop se vuelve más peligroso y protervo (su transformación es física ─trueca sus tejanos azules por un traje iridiscente a la moda y engomina su pelo en diabólicas ondas). Cuando las actividades de Coop le ponen en conflicto con el jefe de la mafia local, Hilly Blue (Divine, en su primer papel masculino, reinventando la espeluznante suavidad de George Macready en Gilda, Hawk duda: ¿debería dejar que mataran a Coop ─lo que le permitiría reclamar a la mujer que ama─ o debería salvarlo y dejarlo volver con Georgia y el bebé?

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Muchos de estos temas nos son familiares por otros filmes de Rudolph: el encarcelamiento como metáfora de una soledad profunda y sufriente (Remember My Name, 1978); el restaurante o bar, presidido por una mujer soltera, como refugio seguro y cálido contrapuesto a un mundo hostil (Choose Me, 1984); y sobre todo, el sentido de la ciudad como una celosía de relaciones potenciales, donde la gente acude a seducir o a ser seducida y la esperanza es inseparable de la desconfianza y el miedo (Welcome to L.A., 1976). Pero la seguridad estilística de Trouble in Mind es nueva. Rudolph ha sido siempre un cineasta ambicioso formalmente, pero sus innovaciones han estado largo tiempo limitadas a nivel narrativo ─la estrafalaria trama que informa Welcome to L.A., Remember My Name y Choose Me no siempre han encontrado su equivalente a nivel visual. Sin embargo, en Choose Me, con una escena de apertura más que memorable, Rudolph ya empezó a flirtear con un sentido coreográfico del movimiento. La escena, que mostraba a varios clientes saliendo de un bar, algunos de ellos como detenidos por un instante antes de seguir adelante, coincidía con el movimiento de los actores de tal manera que parecía sugerir un número de baile a punto de acontecer; que el patrón de movimiento nunca cristalizara en nada tan definido como un baile, pero aun así permaneciese suspendido en gestos aislados, sugería mucho acerca del mundo de Rudolph. El baile que nunca acaba de materializarse deviene el correlato perfecto a las relaciones nunca establecidas, mientras los personajes se mueven a la deriva a través del corte entrecruzado de Rudolph.
          Por mucho que me guste Choose Me, me decepcionó que el filme no lograra sostener la gracia de su apertura hasta sus últimas consecuencias (aunque un poco de ella se recupere hacia el final). Trouble in Mind, sin embargo, no decepciona en absoluto: Rudolph no solo ha extendido el efecto que abre Choose Me, sino que lo ha refinado e incrementado; todo el filme parece existir como un musical en potencia, planteado en una línea microscópicamente delgada entre el realismo y la fantasía, entre el mundo como es y el cómo podría ser el mundo. En prisión, Hawk se entregaba al pasatiempo de construir detallados modelos a escala de los viejos lugares que pisoteó. Ha traído con él uno de ellos ─una reproducción perfecta del edificio que alquila encima del Wanda’s Café. Periódicamente, Rudolph deja caer tomas del modelo a escala sobre el desarrollo de la historia, y debido a su iluminación realista (y a estar ubicadas en los puntos desde donde esperaríamos un plano de situación convencional), durante una fracción de segundo las tomaremos por auténticas. Y si Rudolph a menudo trata las maquetas como si fueran reales, también trata lo real como si fuera una maqueta ─todo Seattle se convierte en un vasto plató de estudio, y sus lugares destacados ─los monorraíles, el Space Needle, incluso el museo de arte local (convertido en la mansión de Hilly Blue)─ se absorben en la narración como si fueran productos puros de la imaginación de Rudolph, construidos especialmente para el filme. Hay un trueque constante en Trouble in Mind (sugerido por el título) entre las realidades interiores y exteriores. El mundo existe tanto como una proyección de los deseos de los personajes (Georgia llega justo cuando Hawk la necesita, como si mediante su deseo la trajera a la existencia) y como el bloque material de esos deseos (Georgia llega con un amante a cuestas). La crisis de Hawk al final del filme ─¿debería salvar a Coop o dejar que lo maten?─ proviene exactamente de este conflicto: ¿se nos permite rehacer el mundo para darnos lo que queremos, o debemos abandonar el mundo a su suerte, tal como nos lo encontramos? Mientras Rudolph filma Seattle, transformándola en “Rain City”, el cineasta no ceja de encarar la misma decisión: ¿es un realista o un expresionista, inventa el mundo o lo registra? Las cuestiones morales y estéticas se fusionan, como debe suceder en los niveles de arte más excelsos.

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En su mayor parte, Rudolph no interfiere físicamente con el mundo que despliega ante su cámara (aunque haya agregado algunos toques, como la sutil profusión de signos persistentes ─esos círculos rojos con una línea que los atraviesa, rechazando una loca gama de objetos y actividades). En cambio, la transformación tiene lugar en la filmación, a través de los ángulos de cámara excéntricos que escoge o, más imaginativamente, a través de los patrones de movimiento que establece en el paso de un plano a otro. Un fuerte movimiento horizontal hacia la izquierda ─realizado por la cámara o los actores─ será respondido en el plano siguiente por un movimiento perfectamente enlazado hacia la derecha; un movimiento será continuado por un corte hacia una perspectiva más cercana; o un movimiento dentro del encuadre (por un actor) será respondido por un movimiento del encuadre (con un paneo del aparato). Estos patrones representan un trabajo muy cercano de Rudolph y su montadora, Sally Coryn Allen, contribuyendo en gran medida a establecer en el filme una atmósfera de ensueño: sentimos una coherencia del movimiento, similar a una danza, donde no hay danza para ser vista, y hay algo mesmerizante en este continuo ir y venir, un poco como mantener bien fijos los ojos en el reloj del hipnotizador.
          Podríamos decir que el término “posmodernismo” está hoy en boga; que su popularidad parece ser debida al hecho de que puede significar lo que quiera que signifique quien lo está usando. Pero si consideramos que el posmodernismo es una estética construida sobre la comprensión y la aceptación del principio básico del modernismo ─esto es, sobre una conciencia de la obra de arte como obra de arte, más que como un pedazo de realidad─ unida a la voluntad de sobrepasar dicho principio, entonces Trouble in Mind es uno de los pocos filmes que merecen genuinamente esta designación. Rudolph ha compuesto una estructura formal elaborada y autoconsciente que, sin embargo, está al servicio de contar una historia y, a través de ella, producir una emoción intensa. Trouble in Mind es la narratividad llevada al escalón siguiente. Reconoce el hecho de que hemos escuchado esta historia antes (e incluso sugiere que los personajes la han escuchado también ─“I never met him”, dice Coop cuando ve por primera vez a Solo, su tentador, sentado en el Café de Wanda, “but I know him”); omite los detalles naturalistas y las conexiones narrativas que el arte premoderno ponía en juego para hacer que cualquier historia pareciese “realista”, “plausible”; y aun así, a través de su colección de fragmentos, porciones recicladas y absurdos deliberados, descubre todos los placeres de la narración de historias. Trouble in Mind es, hoy por hoy, el filme más fresco de la ciudad.          

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LOS FILMES DE ALAN RUDOLPH; por Dan Sallitt

ESPECIAL ALAN RUDOLPH

Los filmes de Alan Rudolph; por Dan Sallitt
Trouble in Mind (1985); por Dave Kehr
Trixie (2000)
Investigating Sex [Intimate Affairs] (2001)
Ray Meets Helen (2017)
El productor como apostador; por Alan Rudolph
Interview – Alan Rudolph
Entrevista – Alan Rudolph

ALAN RUDOLPH, 1985

A principios de 1985, el Toronto Festival of Festivals (que luego se convirtió en el Toronto International Film Festival) encargó ensayos para un libro que esperaba publicar sobre diez importantes nuevos cineastas internacionales, titulado “10 to Watch” y planeado para acompañar una serie paralela en el festival de 1985. Gracias a la recomendación de Dave Kehr, el festival me pidió que escribiera en la sección sobre Alan Rudolph, cuyos defensores todavía escaseaban a pesar del reciente éxito crucial de Rudolph con Choose Me. Por desgracia, el proyecto de libro fue cancelado, y mi monografía de 10000 palabras nunca vio la luz del día, aunque una versión muy truncada fuese publicada en el catálogo del festival ese otoño. Me siento un poco incómodo ahora por el tono engreído de la pieza, pero tuve acceso a Rudolph y su equipo y obtuve información valiosa de fondo que es aún difícil de conseguir. Así que aquí está la monografía, sin correcciones, en su debut público.

LOS FILMES DE ALAN RUDOLPH

por Dan Sallitt

El éxito comercial y crítico de Choose Me finalmente ha empujado a Alan Rudolph al candelero, para el regocijo de sus admiradores duraderos. Según un cálculo, una cuarta parte de los principales críticos cinematográficos en los EUA y Canadá incluyeron a Choose Me en sus listas de las diez-mejores de 1984; Los Angeles Film Critics Association insultó a Rudolph con su premio “New Generation”, casi una década después de que el doblete de Welcome to L.A. (1976) y Remember My Name (1978) lo estableciera como uno de los más importantes talentos de los setenta.
          ¿Puede Rudolph sostener este impulso? Quizá, como Jim Jarmusch con Stranger Than Paradise, fuese afortunado en encontrar un acercamiento cómico que hizo que el filme se ganara la simpatía de gente que se hubiese echado las manos a la cabeza ante las mismas excentricidades en un contexto dramático. Para un filme tan querido, Choose Me generó un número inusual de reacciones ambivalentes. Muchos espectadores añadieron una calificación incómoda a su elogio (“Me gustó, y no soy un fan de Rudolph”); unas pocas dudas expresadas sobre si el humor del filme era completamente intencional.
          Hay algo de Rudolph que molesta a bastantes espectadores. Welcome to L.A., el más conocido de los filmes de Rudolph antes de Choose Me, es un tema espinoso para una conversación casual, a menudo avivando memorias amargas de precios de entrada desperdiciados por los que nosotros, defensores de Rudolph, somos de algún modo los culpables. Remember My Name, un filme algo más sencillo para que las audiencias de moda lo puedan apreciar, ha recibido distribución limitada incluso en centros urbanos; el espectador aventurado es más probable que se haya topado con Roadie (1980) o Endangered Species (1982), fallos interesantes que a menudo se juzgan con dureza. Una razón por la que Rudolph nos desconcierta es que su trabajo consigue encarnar simultáneamente elementos de romanticismo anticuado y modernidad cínica. La característica identificadora de sus filmes más personales, todos lidiando con el tema de la ilusión romántica, es una especie de expresionismo extasiado, una proyección del idealismo romántico de los personajes hacia el mundo exterior a través de iluminación no realista, el destierro del contexto, y música desplegada de un modo llamativo. Aun así, este expresionismo no concuerda con el contenido de los filmes. La compatibilidad romántica es desconocida en el universo de Rudolph: la mayoría de su gente es demasiado neurótica o loca total como para funcionar apropiadamente en cualquier situación interpersonal, y sus personajes más estables nunca dan conseguido encontrarse entre ellos. Además, la atmósfera romántica dominante está continuamente en guerra, no solo con el desalentado sentido del humor de Rudolph, sino también con la acumulación de realismo entrópico, manifestado por todos lados, desde la rareza de comportamiento de las partes más pequeñas hasta las pistas de sonido multinivel que son parte de su herencia de Robert Altman.
          El efecto es complejo. Aunque rechace con audacia las convenciones de la ficción romántica, Rudolph no rechaza su espíritu: es comprensivo con el impulso idealizante que crea el romance cinematográfico tradicional. Pero, habiéndolo identificado como un impulso, debe localizarlo dentro del universo del filme y dar igual peso a las fuerzas que se oponen a él. La guerra entre lo objetivo y lo subjetivo en los filmes de Rudolph está agradablemente exagerada para conseguir el máximo efecto: el romance es intensísimo y prácticamente palpable, pero el buen juicio lo prohíbe rotundamente. Así que Rudolph aliena dos bloques de espectadores a la vez. Aquellos en busca de historias de amor tradicionales naturalmente querrán escenarios más prometedores y simples, pero los sofisticados modernos en busca de cinismo real son disuadidos por la inmersión del director en las fantasías de sus personajes.
          Las diferencias entre los romances expresionistas de Rudolph son grandes, pero no tan grandes como el salto estilístico entre ellos y sus otros filmes. Welcome to L.A. y Remember My Name, producciones independientes hechas a partir de ideas originales de Rudolph, fueron seguidas en intervalos de dos años por Roadie y Endangered Species, proyectos de estudio hechos a partir de historias o guiones ajenos. Aunque ninguno de estos filmes es convencional o falto de imaginación, les falta la intensidad creativa concentrada de los trabajos que las precedieron; Choose Me llegó justo a tiempo para aquietar nuestros miedos de que Rudolph hubiese perdido el rumbo. Con el estreno de Songwriter (1984), otro proyecto de estudio, la forma de la carrera de Rudolph se vuelve clara: la fuerza completa de su talento ha sido ejercida solo en aquellos temas relativamente intangibles que le permitían establecer su dicotomía idiosincrática entre la inmersión emocional y el distanciamiento filosófico. Afortunadamente, juega con sus fortalezas cuando se le da libertad completa, y ahora puede esperar oportunidades creativas que parecían improbables de aparecer en su camino antes de que Choose Me fuese tan bien en la taquilla.
          Rudolph nació en Los Ángeles en 1944, hijo del director Oscar Rudolph, que trabajó tanto en televisión (“The Donna Reed Show”, “Playhouse 90”) como en películas (Don’t Knock the Twist, Rocket Man, Twist Around the Clock), antes de convertirse en director de segunda unidad para Robert Aldrich en los sesenta. Después de graduarse en la UCLA, Rudolph tomó una variedad de trabajos de estudio, incluyendo labores en la sala de correo de la Paramount; durante este periodo hizo cientos de filmes cortos en Super-8 acompañados de canciones populares, vendiéndolos a estudiantes de cine como proyectos de clase y en una ocasión ganando premios escolares para un cliente. En 1967 entró en el Directors Guild Assistant Director Training Program, que terminó en un año y medio; a la edad de veinticuatro era uno de los más jóvenes asistentes de directores en Hollywood. Unos cuantos años de trabajo estable le desencantaron con el oficio, y en 1970 había dejado la asistencia de dirección y se dedicó a escribir, guionizando varios filmes no producidos de bajo presupuesto y trabajando en sus propios proyectos.
          En 1972, Rudolph y varios amigos recaudaron 32000 $ e hicieron un filme de terror poco distribuido llamado Premonition (no debe confundirse con el filme The Premonition de 1976, dirigido por Robert Allen Schnitzer), que Rudolph escribió y dirigió. Tomando elementos de los filmes de la cultura juvenil de la época ─el filme gira en torno a una misteriosa red roja que causa premoniciones de muerte─ Premonition fue fotografiado por John Bailey (American Gigolo, Ordinary People, The Big Chill) y editado por Carol Littleton (Body Heat, E.T., The Big Chill), ambos desconocidos por aquel entonces. Un año después, Rudolph siguió este debut que pasó desapercibido con otro filme de horror, Terror Circus, del que se encargó después de que el productor-escritor Gerald Cormier hubiera rodado cuatro o cinco días. Su trama suena poco prometedora, cuando menos: un joven maníaco, interpretado por Andrew Prine, tortura a mujeres en un circo privado de su granero, mientras su padre, que ha sido transformado en un monstruo a causa de la radiación, deambula por el desierto de Nevada en busca de presas siempre que escapa de su cobertizo. Re-estrenada en 1976 bajo el asombroso título Barn of the Naked Dead, Terror Circus parece haber circulado más abiertamente que Premonition, pero ambos filmes han pasado más allá del alcance de los estudios de cine. Rudolph ha dicho que Terror Circus es el más acicalado y profesional de los dos filmes, pero que Premonition contiene más de su sensibilidad.
          A principios de 1973, Rudolph fue requerido para ser el asistente de dirección de Robert Altman en The Long Goodbye. Aunque no entusiasta a continuar trabajando como tal, aceptó el trabajo tras ver los filmes de Altman; atraído por la mayor libertad y responsabilidad que Altman le ofrecía en cada sucesivo proyecto, también firmó por California Split (1974) y Nashville (1975), dirigiendo alguna de la acción de fondo de ambos filmes. Altman luego le dio a Rudolph su primer crédito fundamental como guionista en Buffalo Bill and the Indians (1976), adaptado de (o, más bien, inspirado por ─Rudolph afirma que Altman y él mantuvieron solo una línea) la obra teatral de Arthur Kopit, Indians. Excepcionalmente burlona incluso para Altman, el filme es una extensa deflación de la leyenda de Buffalo Bill Cody, interpretado por Paul Newman como un fraude tempestuoso, ignorante, que ha olvidado que su leyenda fue manufacturada por escritores de noveluchas. La personalidad de Rudolph es difícil de reconocer debajo de la rama menos tierna de sátira de Altman; en retrospectiva, uno puede vislumbrar en la descripción del séquito de Cody el gran talento de Rudolph para la caracterización individualizada aguda, y su talento para diálogo arquetípico pero naturalista.
          Entre borradores del guion de Buffalo Bill, Rudolph escribió una adaptación de la novela de Kurt Vonnegut, Breakfast of Champions, que Altman por entonces tenía planeado dirigir. A pesar de la considerable publicidad generada, el proyecto nunca despegó, aunque el guion no producido (que Rudolph terminó en ocho días y considera su mejor escrito) llamó la atención de Carolyn Pfeiffer, que se convertiría en la productora estable de Rudolph durante los ochenta. Pfeiffer, trabajando para la nueva compañía Alive Enterprises, contrató a Rudolph para coguionizar el especial de televisión de 1975 “Welcome to My Nightmare”, incluyendo a Alice Cooper en una serie de números de producción basados en sus canciones del álbum del mismo nombre. El trabajo de Rudolph era ayudar a crear visualizaciones de las canciones y una estructura ficcional para unirlas a todas; como era de esperar, nada de su personalidad puede detectarse en el show, menos aún en los interludios campy de diálogo donde Vincent Price recicla su familiar personaje-de-terror como un demonio atormentando los sueños de Cooper. Bajo la dirección de Jorn Winther, los números de producción son algo menos espásticos y sin forma que la mayoría de los vídeos musicales de hoy, y el show recibió una nominación al Grammy en la categoría de Best Video Album cuando fue estrenado en casete en 1984.
          Buffalo Bill resultó ser un fracaso comercial, pero mientras estaba en producción, United Artists tenía muchas esperanzas en él, y el humor benevolente se trasladó a la financiación del primer filme clave de Rudolph, producido por Altman bajo los auspicios de su compañía Lion’s Gate. Welcome to L.A. tiene las asignaciones de un proyecto a todo o nada; uno siente al director principiante determinado a dejar una marca en la historia del cine tras años de aprendizaje frustrante. Es la expresión más indisimulada de la abstracción que subyace bajo su trabajo, el más abiertamente serio de sus filmes (aunque no sin humor), y uno de los filmes más controlados, precisamente organizados, que él o cualquier otro director americano de su tiempo haya hecho.
          La idea para el filme nació cuando Rudolph oyó a Richard Baskin, que hizo la música en Nashville y Buffalo Bill, interpretando una de sus canciones para su suite de blues “City of the One-Night Stands”. Rudolph le dijo a Baskin que podía hacer una película de la canción, y Welcome to L.A. se desarrolló como una fusión de la suite de la canción, que es omnipresente en la pista de sonido, y una interacción elaborada y casi sin argumento entre más o menos diez personajes tratando de calmar sus males psíquicos a través del sexo y el amor. El excedente ambiental creado por la considerable superposición entre la música y el drama es probablemente responsable del rencor que muchos abrigan para con el filme, e incluso espectadores comprensivos pueden a veces plantarse con su atmósfera sobremadurada de angustia romántica. En el futuro, la música serviría una función más de contrapunto en los filmes de Rudolph; aquí, toma toda la complejidad cumulativa e inteligencia del estilo de Rudolph para anclar la historia en una realidad emocional y prevenirla de convertirse en una ilustración de la banda sonora de Baskin. Como para enfatizar los apuntalamientos abstractos del filme, Rudolph comienza con una serie de escenas desconectadas, allanadas juntas por la música de Baskin, que introducen a los personajes periféricos. Solo después de que hayamos pasado por una aparente aleatoria colección de escenarios ─un cóctel suburbano, una oficina de negocios tranquila pero importante, un estudio de grabación─, conocemos al personaje que es el centro estructural y emocional del filme, Carroll Barber (Keith Carradine), un joven músico que, después de varios años en el extranjero, ha regresado a su hogar en Los Ángeles porque el famoso artista de grabación Eric Wood (Baskin) está haciendo un álbum de sus canciones. Suspendido en un ensueño melancólico constante, Carroll no tiene raíces en su ciudad natal: su tímido y afable comportamiento con su sonriente padre, empresario (Denver Pyle), apenas esconde su irremediable aversión por el hombre, y da un trato frío a su agente/examante Susan Moore (Viveca Lindfors), una mujer más mayor con una ancha veta de locura hollywoodense. El balance de Rudolph entre la observación social mordiente y la comprensión por las necesidades emocionales de los personajes es aparente de inmediato. Incluso el personaje menos querible ─probablemente el asociado de Carl, Ken Hood (Harvey Keitel), una imagen perfecta de calculación estreñida haciendo un esfuerzo para conseguir algo de chic urbano─ se agita con ansiedades juveniles y se suaviza en momentos extraños. Ver la magnífica escena donde Ken es sorprendido con un contrato de sociedad, su exuberancia confusa lentamente filtrándose por su aplomo de hombre de negocios, es entender la generosidad que profundiza la sátira social de Rudolph.
          Acompañado por una botella de Southern Comfort y una angustia misteriosa que raramente alcanza la superficie de una manera simple, Carroll deambula a través del puñado de sets y localizaciones que constituyen el Los Ángeles de Rudolph, perdiendo su desánimo solo en la compañía de las muchas mujeres que conoce y se lleva a la cama. Sin minimizar la ocasional dureza de Carroll hacia sus rechazadas parejas sexuales, Rudolph y Carradine expresan la actitud benevolente del hombre hacia el romance y la esperanza que deposita en él: toda su incomodidad parece disminuir mientras se aligera en conversación con una mujer. Prácticamente el reparto femenino entero del filme está a su consideración: Ann Goode (Sally Kellerman), una optimista, infelizmente casada agente inmobiliaria que expresa su desesperación y vulnerabilidad como una insignia; Jeannette Ross (Diahnne Abbott), la recepcionista peculiar de Carl; Linda Murray (Sissy Spacek), una alocada empleada doméstica y prostituta a tiempo parcial con la que Carroll forma una amistad conmovedora, completamente desprovista de condescendencia; Nona Bruce (Lauren Hutton), la enigmática, astuta, amante de Carl, que tiene una especial fijación en el dolor de Carroll; y la elección final de Carroll, la neurótica tirando a psicótica Karen Hood (Geraldine Chaplin), que da vueltas en taxi todo el día y abriga una tos seca como imitación de la Marguerite Gauthier de Greta Garbo.
          Habiendo establecido a sus personajes, Rudolph los incardina en digresiones visuales y narrativas provenientes de la pequeña historia ─a veces meros interludios imagísticos, a veces exploraciones laterales prolongadas de las aspiraciones románticas de los personajes secundarios. Esta actitud desdeñosa hacia la trama es solo un resultado de la inclinación natural de Rudolph de exponer o destacar las convenciones de la ficción. La trama en sus filmes es como mucho un contrapunto divertido a sus preocupaciones más profundas, un guiño a la audiencia; en Welcome to L.A., a la que no se acercó con una actitud guiñadora, es tan probable que prescinda de la trama por completo como de estilizarla con múltiples coincidencias y repeticiones. De hecho, la seriedad del filme parece alentar su interés en la reflexividad, como si la distancia mayor respecto al contenido que la comedia le permitió en su trabajo tardío moderase su necesidad de ofrecernos un vistazo por detrás de la cortina. El más obvio ejemplo de esta tendencia en Welcome to L.A. es la costumbre de los personajes de mirar directamente a la cámara en intervalos a través del filme, cada uno de ellos virando su mirada, él o ella, hacia nosotros durante un momento de ensueño antes de un corte que dé final a la escena. En un espíritu reflexivo similar, Rudolph continuamente revela la importantísima banda sonora como la creación de músicos en el estudio de Eric Wood. Lejos de disipar el misterio de los personajes, las ojeadas a la cámara lo intensifican: la invitación al contacto directo siempre llega cuando el personaje está en su punto, él o ella, más inescrutable. Y las imágenes graves, románticas, de los músicos de estudio trabajando silenciosamente en la oscuridad meramente añaden al filme un nuevo, enigmático microcosmos. Detrás del enigma específico, uno general: el efecto es ambicioso y filosófico.
          La esencia del arte de Rudolph, la tensión entre el distanciamiento y la inmersión, puede vislumbrarse aquí. Por un lado, cada aspecto de su trabajo revela su deseo por apartarse, tomar la perspectiva más amplia, exponer la ilusión; por el otro, es comprensivo y está fascinado por la emocionalidad intransigente, intrascendente. Uno puede notar esta dicotomía, no solo en la forma de los filmes, sino también en sus caracterizaciones. De entre sus filmes, Welcome to L.A. revela de forma más clara la autoconsciencia distanciada que permea su universo, en gran parte porque el personaje central es la cosa más cercana a un sustituto para él mismo que ha creado. Carroll Barber camina a través de los escombros emocionales del Los Ángeles de Rudolph a una serena distancia filosófica de su propio dolor, alisando los picos y valles de su psique del mismo modo que Rudolph nivela el tono del filme con su remota pero comprensiva visión de conjunto. Una pequeña mirada irónica se arrastra a través del rostro de Carroll a la más mínima observación, acerca de sí mismo o los demás; sus gestos son lentos y mesurados, a veces conscientemente demasiado acentuados, como si al observador dentro de él le divirtiera ver la esencia transformada en existencia por cualquier simple acto. En su momento más angustioso, colapsa contra un coche en un callejón oscuro y rompe en una risa sin reservas, y Rudolph desplaza hacia delante la cámara ominosamente para cristalizar la paradoja de una conciencia elevada uncida a sentimientos terrenales.
          Muchos personajes menores de Rudolph son encarnaciones destiladas de autoconsciencia: aquí, no solo Nona, la fotógrafa que vigila cada localización y nunca nos desliza ninguna expresión de su supuestamente compleja vida emocional, sino el misterioso productor de estudio (Cedric Scott) que vigila a Eric Wood desde su cabina sombría, da vueltas a una moneda de veinticinco centavos alrededor de sus nudillos, y secamente esconde su conocimiento interno del drama que se lleva a cabo ante sus ojos. Pero estos personajes no tienen un monopolio en el distanciamiento irónico: merodea cada esquina en Welcome to L.A., manifestándose a sí mismo en los lugares menos esperados, como cuando la colgada de Linda saborea el efecto mientras agarra el dinero que el timador grosero de Jack Goode (John Considine) le ofrece pero queriendo que lo rechace. El corolario inevitable de esta autoconsciencia generalizada es una sensación penetrante del misterio de la gente. Cuando la autoobservación se interpone entre las emociones de la gente y sus expresiones, el exterior humano cesa de contarnos demasiado y se convierte en un símbolo de enigma más que en un indicio de la realidad interior. Incluso cuando sus personajes andan cortos de una mirada interior introspectiva ─y a veces andan cortos de esto hilarantemente─, Rudolph está preocupado con el misterio de lo que ocurre detrás de un rostro, con la posibilidad de un esquema psicológico arcano, invisible a nosotros, que de alguna manera confiere sentido a la locura de un personaje. Cuando Welcome to L.A. salió, traté de interesar a la gente en ella contándoles que era el primer filme sternbergiano de los años setenta. Nadie se lo tragó en ningún momento, y no querría llevar la comparación demasiado lejos. Pero los dos directores tienen en común un complejo de rasgos inusuales: una fascinación con la impenetrabilidad de las superficies humanas; un expresionismo visual enérgico al que ni el director ni los personajes rinden su perspectiva; y, lo más llamativo, esa sensación de ironía cómica medio sonriente que separa a los personajes de los sucesos de sus propias vidas y vira sus sensibilidades hacia el interior en algún tipo de obscuro viaje filosófico. Después de Welcome to L.A., los personajes de Rudolph no funcionan tan fácilmente como sustitutos para su distanciamiento, y la conexión con von Sternberg viene a la mente menos rápidamente.

Welcome to L.A. Alan Rudolph 1

Welcome to L.A. Alan Rudolph 2

Aunque es el más sombrío y melancólico de los filmes de Rudolph, Welcome to L.A. se va construyendo hasta un estallido de trascendencia que de alguna forma lo hace también su filme más optimista. (Por la misma lógica contrapuntística, la despreocupada Choose Me termina con uno de los últimos planos más funestos de la comedia romántica). La gran oportunidad para ascender en la carrera de Carroll Barber resulta que ha sido aparejada por su acaudalado padre en pos de traerle de vuelta a Los Ángeles, y el romance del que depende tan desesperadamente le falla también: Karen Hood va a su cita después de dejar el número de teléfono en una nota a su marido, con el cual logra una reconciliación llorosa mientras Carroll escucha fúnebremente. Justo entonces, en el punto bajo de la fortuna de Carroll, llega el asombroso momento donde rompe en una inexplicable sonrisa serena mientras se gira hacia la cámara traqueteando por la dolly. ¿Cuál es la revelación que fascinó su mirada fija un momento antes de sonreír? Quizá el espectáculo extraño de la conducta sexual angelina le ha aliviado del peso de buscar la redención a través del sexo; quizá el romanticismo sin salida de Karen le sacudió hacia el examen de conciencia. No lo podemos saber con certeza, y el filme se niega a trabajar en ese nivel de franqueza temática. Lo que vemos es una repentina serenidad espiritual nacida de un roce con la desesperación, no un apartamiento del personaje de Carroll sino un refinamiento inesperado del mismo. Rudolph juega al anticlímax maravillosamente, ofreciendo su más pulido diálogo oblicuo mientras Carroll se despoja a sí mismo de sus posesiones. (“¿Te gustan los sombreros?” pregunta a la perpleja criada Linda, luego le da el suyo. “¿Te gustan las llaves?”) y parte cara el estudio de grabación en búsqueda de Eric Wood (“El escritor desea hablar con el artista”, entona con una autoburla benevolente, adoptando la terminología sarcástica del productor). Las noticias de que el álbum ha sido cancelado ni siquiera interrumpen el movimiento de Carroll mientras toma la consola y ajusta los niveles de sonido para una interpretación a piano, la canción final del filme. Aunque la atmósfera de Welcome to L.A. está saturada con angustia romántica y su guion trata casi exclusivamente con permutaciones y combinaciones románticas, su protagonista se marca una extraña victoria interna saltando un nivel de conciencia y terminando solo. El tirón entre el distanciamiento y la inmersión en los filmes de Rudolph nunca más ha estado expresado tan directamente.
          Welcome to L.A. suscitó reacciones encontradas y un mínimo de atención crítica, que es más de lo que cualquier otro filme de Rudolph recibió hasta Choose Me. Extrañamente, comentaristas del momento solían atribuir las cualidades al productor Altman tan a menudo como a Rudolph. El casting de Welcome to L.A. estuvo, por supuesto, sonsacado casi en su completitud de la compañía de repertorio de Altman, y la estructura episódica entre multitud de personajes les pareció a muchos estar inspirada por Nashville. Otras semejanzas entre los estilos de los dos cineastas son más profundas: el uso del zoom lento como un dispositivo dramático; el juego constante con el diálogo en off, fuera de campo; y, más obvio, la densidad aural que proviene de suministrar diferentes micrófonos en un sistema de sonido de diversas pistas. Pero estos intereses técnicos compartidos no deberían esconder la completa disimilitud entre el temperamento artístico de Altman y el de Rudolph. La sátira en los filmes de Altman es más gruesa y mucho menos respetuosa con el misterio de los personajes ─lo que quiere decir que la sátira es un fin para Altman y solo un medio para Rudolph. Cuando Altman toma un punto de vista externo sobre un personaje, tiende hacia una evocación superficial de espeluznancia; no tiene ninguna de la fascinación comprensiva con la humanidad detrás del enigma, y su tono burlón lo desconecta de la veta contemplativa que da profundidad a las superficies turbulentas de los filmes de Rudolph. Incluso los dispositivos técnicos que ambos directores usan cumplen diferentes funciones en cada uno: la densidad aural, por ejemplo, es para Rudolph un mero ancla de realismo para sujetar su expresionismo visual, mientras que Altman, cuyas maneras visuales ya de por sí realistas no necesitan de semejante contrapunto, confunde a propósito las líneas de sus narrativas con nubes de ruido ambiente que solo incidentalmente funciona como diálogo.
          Remember My Name, el siguiente filme de Rudolph, también fue producido para Lion´s Gate por Altman. Columbia financió el proyecto pero, como United Artists con Welcome to L.A., se apartó en las fases finales; a pesar de contar con críticas generalmente favorables, el filme se desvaneció rápidamente después de su estreno tardío en 1978 y fue casi imposible de ver antes de que el éxito de Choose Me lo trajese de vuelta al circuito revival. Las diferencias entre este filme y Welcome to L.A. fueron llamativas en el momento de su estreno; hoy, parece un punto de inflexión para Rudolph, un avance hacia el modo de expresión con el cual está más cómodo. Contra el intenso, quizá excesivo romanticismo y solemnidad imperante de su anterior trabajo, Remember My Name es cáustica, flotante, y extravagante, jugando contra un núcleo de sentimiento serio con humor sublimemente remoto. (La elección de canciones de blues de Alberta Hunter como banda sonora refleja la nueva falta de inclinación de Rudolph a colocar los sentimientos más profundos en la superficie del filme). Todavía desatendido en la mayoría de los sectores, le falta ser descubierto como uno de los grandes filmes de los setenta y el logro supremo de Rudolph hasta la fecha.
          Apartándose del preciosismo (artiness) franco y de la abstracción de Welcome to L.A., Remember My Name adopta juguetonamente las premisas narrativas del género de misterio-suspense. Debajo de los créditos, la Extraña Misteriosa, una mujer llamada Emily (Geraldine Chaplin), conduce hacia la ciudad (Los Ángeles, pero apenas se nota desde el puñado de localizaciones herméticamente selladas de Rudolph) con una obscura misión. Desmañada, inestable, la hombruna Emily se dispone a hacerse femenina, comprando prendas nuevas y zapatos y obteniendo un elegante peinado incluso antes de que se ponga a buscar apartamento, donde ensaya un largo discurso destinado a un antiguo amante. Los objetos de su búsqueda son un enojadizo, nervioso carpintero llamado Neil Curry (Anthony Perkins) y su lastimera mujer Barbara (Berry Berenson), que viven existencias de desesperación callada en su casa suburbana. Primero, Emily se restringe a sí misma solo espantando a Barbara con llamadas irritantes; más tarde, acecha la casa, hace pedazos las camas de flores, y tira piedras a través de sus ventanas por la noche.

Remember My Name Alan Rudolph 1

El suspense dista mucho de estar opresivamente concentrado. Como la Karen Hood de Chaplin en Welcome to L.A., Emily es una chiflada arquetípica de Rudolph, moviéndose con un retardo de tiempo como si le fueran retransmitidas instrucciones desde otro planeta. Sus ojos se desplazan sin dirección y pierden su foco mientras arroja huecas, monótonas frases que, por coincidencia, a veces toman la forma de relación social. Una de las ventajas de contar con un loco certificable como personaje reside en que el comportamiento cómico más escandaloso permanece dentro de los límites de la plausibilidad psicológica, y la persecución de Emily a los Currys está llena de dislocado, errático comportamiento que con efectividad quita el filo al mecanismo del suspense. Rudolph tiene maña en el balance de la comedia y el misterio de modo que ninguno de los dos destruya al otro: el humor screwball planea en pequeñas bolsas de espacio y tiempo que restauran los gags a un contexto psicológico. El ejemplo total de este balance es la larga, crispada escena en la cual Emily invade la casa de los Curry mientras Barbara está preparando la cena: la confrontación ingeniosamente retrasada, de repente nos sorprende a Barbara y nosotros, luego se convierte en un escaparate para la psicosis alternativamente hilarante y desestabilizadora de Emily mientras Rudolph mantiene el terror persuasivo en un foco secundario.
          Como todos los filmes más personales de Rudolph, Remember My Name se adentra en demasiados senderos narrativos entrecruzados como para generar demasiado ímpetu melodramático. Lejos de encarnar el espíritu de la obsesión firme que potencia el género, el filme convierte cada esquina de la nueva vida de Emily en un estadio separado en el que un simulacro de drama es representado, dando a Emily la oportunidad para ensayar sus ardides femeninos que empiezan a florecer en preparación para la largamente esperada confrontación con su exmarido Neil. Aprendemos que Emily es una exconvicta mientras reclama un trabajo de cajera en una droguería, prometido a ella por su compañera de celda, cuyo hijo Mr. Nudd (Jeff Goldblum) de mala gana contrata a todos los compinches de su madre. Allí, evita los movimientos del joven aspirante zalamero Harry (Jeffrey S. Perry), y hace de enemigos peligrosos a su supervisora dominante Rita (Alfre Woodard) y el arrogante novio hombracho de la supervisora, Jeff (Timothy Thomerson). En su apartamento, su típicamente inescrutable interacción con su reclusivo, de lengua mordaz, administrador del edificio, Pike (Moses Gunn), toma un giro extraño hacia el romance (¿seducción calculada de Emily? ¿una unión inestable entre dos personas solitarias?) que saca el lado suave, protector, de Pike.
          Cada uno de estos escenarios es un pequeño microcosmos (el mismo artificialmente reducido grupo de personajes aparece una y otra vez en cada escenario) dentro del más amplio microcosmos del universo del filme (el mismo reducido grupo de escenarios aparece una y otra vez, con la exclusión virtual de localizaciones nuevas no familiares). Esta práctica peculiar, abstractiva, es una especialidad de Rudolph. Un furioso crítico de Los Ángeles se quejaba de que Choose Me parecía tener lugar en una ciudad habitada por seis personas que se encuentran constantemente; Rudolph se le anticipó en Welcome to L.A. cuando Ann Goode dijo, “Lo juro, debe de haber doce personas en Los Ángeles”. Las tendencias microcósmicas de Rudolph son más interesantes porque no se propone capturar una clase aislada o subcategoría de la sociedad: sus pequeños grupos de personajes siempre despliegan toda la diversidad de la sociedad en general, y la viveza e individualidad de los roles secundarios más pequeños en sus filmes tienen el efecto de apuntarnos al exterior hacia la variedad infinita del mundo más allá del encuadre. ¿Así que por qué la mondadura estilizada del reparto y localizaciones? ─lo que, después de todo, es diferente solo en grado, no en principio, de lo que cualquier cineasta tiene que hacer en el proceso de amontonar un presupuesto y contar una historia. Pienso que Rudolph enfatiza esta mondadura precisamente porque es parte del proceso natural del cine. Como ya se ha señalado, muestra una propensidad marcada por dispositivos reflexivos que exponen los mecanismos del cine ─no porque desee socavar el proceso ficcional, sino porque su amor por la autoconsciencia y el distanciamiento filosófico lo inclinan a hacer de ese distanciamiento parte de la experiencia del espectador. Destacando sutilmente los aspectos microcósmicos de sus filmes, Rudolph está haciendo una confesión graciosa sobre los medios mínimos del cine, como si quisiese decir, “Tenemos un número limitado de actores y localizaciones importantes, y preferimos hacer este hecho explícito”. Huelga decir que esta abstracción es también un truco útil para un cineasta de bajo presupuesto intentando reducir costes. (Welcome to L.A. y Remember My Name costaron aproximadamente 1 millón de $ cada una; Choose Me costó solo 835000 $).
          Uno de los más graciosos running gags en cualquier filme de Rudolph juega directamente con la contención artificial del mundo de Remember My Name. Mientras los crispados, preocupados personajes se desploman automáticamente en frente de televisores, reporteros de noticias acometen los oídos poco receptivos con noticias de un trágico terremoto en Budapest. Al principio, el humor negro parece ir dirigido a la inanidad bien dotada de fondos del humanismo conformista, sucedáneo, de la televisión, burlonamente presentado en fragmentos absurdos (“Está Buda, y está la Peste”). Pero las noticias afloran más y más persistentemente; cuando Rudolph hace una transición de escena sobre dos personajes diferentes escuchando diferentes noticias de terremotos, nos damos cuenta de que nos está incitando hacia una conciencia cómica de la gran brecha entre este mundo microcósmico y el tipo de universo fílmico que puede absorber cualquier acontecimiento presente, mucho menos tan remoto desastre, a gran escala. Si uno desea interpretar este running gag como un comentario sobre la facilidad con la que las personas se separan ellas mismas del sufrimiento de los otros, esta interpretación no daña el contenido del filme.
          Ninguno de los personajes principales en Remember My Name es particularmente simpático, aunque ninguno es tampoco vilipendiado. Los actos hostiles inexplicados de Emily en la primera mitad del filme tienden a construir empatía por sus víctimas acosadas, pero Rudolph elige no tomar ventaja del potencial para la identificación de la audiencia. El retrato de Perkins de Neil, tan rico y detallado como la interpretación principal de Chaplin, enfatiza el potencial del hombre para la ira defensiva y su engreimiento arraigado. No está tremendamente atento por su mujer, y nublado por problemas no especificados, Neil intenta proyectar una imagen de desdeñoso, bromeante cool, que es inevitablemente expuesta en su incómoda búsqueda por la postura o frase adecuadas, un efecto expresado bellamente por el diálogo y matiz de actuación (“¡Oye! – gracias, gracias por su…” es su fallido, tartamudeante sarcasmo hacia un policía grosero que deja una puerta cerrarse sobre él). A su mujer Barbara le faltan llamativos defectos de carácter, pero su complacencia soñadora suburbana nos pone a distancia de su ansiedad creciente. Mientras aprendemos que la misión de Emily es una venganza no del todo justificada (Neil la dejó y se volvió a casar mientras servía una sentencia de doce años por el asesinato de la amante de Neil, un asesinato que pudo o no haber cometido) y que todavía está enamorada de Neil, la simpatía vira hacia ella. Pero, de nuevo, Rudolph intercepta la identificación fácil construyendo el encanto y sensibilidad de Neil en las maravillosas  y borrachas escenas de reunión de los últimos rollos, presentando el más fino humor autoconsciente, penetrante, de Rudolph, y bañado en un resplandor romántico expresionista salido de Welcome to L.A. Solo un ideólogo adusto puede aprobar el triunfo bien calculado de Emily en el momento en el que consigue su venganza modesta y deja la ciudad tan misteriosamente como llegó. La vencedora ha abandonado con serenidad el mundo sombrío de idealismo romántico que fue nuestro punto de acceso a su humanidad; el conquistado ha entrado en ese mundo y ha absorbido los sueños oscuros y vulnerabilidad de su adversario.

Remember My Name Alan Rudolph 2

La mayor imparcialidad y distancia de Rudolph con respecto a sus personajes en Remember My Name lo lleva a un estilo de cámara considerablemente diferente de las relativamente estables, centradas en los personajes, composiciones de Welcome to L.A. Remember My Name es fácilmente su filme más visualmente virtuoso: escena tras escena es ejecutada en tomas largas y elaborados travellings, a menudo extendiéndose a través de secuencias de acontecimientos y cambios en tono. La gran belleza plástica de estos planos no es su raison d’être: son el eje de los cuidadosamente modulados ritmos narrativos que caracterizan el estilo visual de Rudolph y que alcanzaron su completo desarrollo aquí. Welcome to L.A., concebido en términos de un único humor dominante, se prestaba más naturalmente a esta modulación; Remember My Name, con sus humores discordantes y modos de expresión, es un test más certero de la habilidad de Rudolph para controlar el tono, y su éxito es debido en gran parte a la visión de conjunto impuesta por los visuales ambientales, que expresan la entretenida, filosófica indiferencia del director hacia el tirón del caótico drama. La cámara móvil, más atenta a los imperativos de la unidad espacial y temporal que a la urgencia de la trama, de igual manera acalla la fuerza de los picos dramáticos y da una resonancia inesperada a los momentos quedos. (Similarmente, el uso de las canciones de blues jocosas de Hunter para gobernar transiciones de escena indica una posición ventajosa de director que resiste las vicisitudes de la historia). Si el humor es la piedra clave de Remember My Name, no es porque los momentos divertidos sean más numerosos que los serios, ni siquiera porque las bromas sean tan buenas (de hecho, la cámara remota de Rudolph a menudo sacrifica una gran risa por una callada, contextualizada), sino porque la distancia entre la implicación apasionada que la historia pide de nosotros y la perspectiva contemplativa, imparcial, que Rudolph adopta es intrínsecamente cómica.
          Que los logros de Welcome to L.A. y Remember My Name no fueran recibidos con alabanza crítica generalizada puede achacarse al gusto; que pasaran casi desapercibidos está cerca de desacreditar a la crítica cinematográfica americana en su conjunto. Rudolph siguió adelante con dos producciones de estudio que dañaron la poca reputación que los filmes de Lion’s Gate le valieron. Roadie, estrenada por la MGM a mediados de 1980, estaba basada en el trabajo de Big Boy Medlin, un escritor de Texas y Los Ángeles cuyos artículos relatan las hazañas del viejo chico/mecánico Zen/filósofo folk Travis Redfish. Rudolph y el productor ejecutivo Zalman King se hacen cargo de los créditos concernientes a la historia junto con los guionistas Medlin y Michal Ventura; a pesar de las muchas virtudes incidentales del filme, nunca se funde en algo como la visión unificada de los proyectos que Rudolph originó. La idea era mezclar humor de brocha gruesa y caricaturesco con una visión idealizada del heroísmo folk americano, impulsado por la sabiduría filosófica conquistadora de Redfish (“Todo funciona si se lo permites”) y encarnado en el mecánico/roadie/obrero, que aprovecha tanto el goce de la vida tradicional como el poder de la tecnología. De la manera en la que queda plasmado en el filme, el arquetipo no es tan grandioso como lo he pintado, pero una no por completa agradable complacencia moral merodea por debajo de su superficie informal.
          La historia estrafalaria, que se mueve a una ritmo constante, vertiginoso, está diseñada para incorporar abundante música de bandas de rock y countrywestern y artistas como Blondie, Alice Cooper, Hank Williams, Jr., Roy Orbison, y Asleep at the Wheel. El ardid comienza haciendo que Travis (interpretado por el músico Meat Loaf) caiga enamorado a primera vista de Lola Bouilliabase (Kaki Hunter), una aspirante a groupie de dieciséis años determinada a perder su virginidad con Alice Cooper. Cuando sus prodigiosas habilidades mecánicas son descubiertas ─puede arreglar una palanca de cambios o un sistema de sonido con cualesquiera sean los materiales a mano, desde horquillas hasta patatas─, Travies es enlistado como roadie por el sórdido promotor con el que Lola viaja, y se aferra al trabajo mientras mantenga la esperanza de disuadir a Lola de sus ambiciones profesionales. A pesar de algo de realismo en el retrato comprensivo de los buenos chicos rurales, el modo predominante de expresión circulando es la exageración cómica, que va desde la caricatura a lo grotesco. Parte de esta exageración es ingeniosa y exitosa ─como los planos de ángulo bajo y primeros planos que exageran el modesto (en el mejor de los casos) atractivo físico de los personajes principales. Alguna es tan bizarra que es difícil verle el sentido ─¿por qué el padre de Travis Corpus (Art Carney) tiene tantísimos televisores en su cuarto de estar, o mismamente por qué Travis cae presa de atascos cerebrales (“brainlocks”) periódicos en los que balbucea tonterías? Parte es manifiesto, irredimible, humor bajo ─la boquilla de una aspiradora atascada en la entrepierna de un hombre, una pequeña señora mayor con un gusto por la cocaína.
          Lo que fue más desconcertante de Roadie en su momento de estreno tenía menos que ver con su humor vacilante que con la aparente atrofia del estilo flexible, preciso, de Rudolph. El montaje rápido que, por la mayor parte, reemplaza los estudiados travellings y elegantes planos visuales de sus filmes anteriores, se acerca un poco a cierto lado descuidado, y la meditada organización conceptual que siempre caracteriza su proyectos independientes, autogenerados, no se encuentra por ningún lado. Muchas de las virtudes de Rudolph son de vez en cuando puestas en evidencia: la fascinación con una expresión convincentemente inescrutable, los giros inusuales que los personajes añaden a un diálogo que no parece invitarlos (como ese look a lo von Sternberg que Lola da al corpulento Travis mientras se entusiasma con Alice Cooper ─“Es tan flacucho”), los juegos verbales situados en un segundo término en los márgenes de los planos, a menudo suministrados por los compañeros roadies de Travis. Pero Rudolph nos da la impresión aquí de que es un director talentoso, no uno genial. Su siguiente filme, el pobremente promocionado Endangered Species, fue un poco más estable, pero no un retorno a la forma. Estrenado en el otoño de 1982 en Los Ángeles y el Medio Oeste (MGM/UA le dio aperturas someras más tarde en Nueva York y otras ciudades de la Costa Este), Endangered Species y los desenmascaramientos políticos que contenía eran claramente de gran importancia para Rudolph, que coescribió el guion con John Binder (antiguo supervisor de guion de Altman y director de la buena, no estrenada, UFOria) partiendo de una historia de Judson Kunger & Richard Woods. Pero su control sobre el estilo del filme es solo un poco menos incierto que en Roadie: el montaje entrecortado, desorientador, parece una ocurrencia tardía en vez de parte del plan estético, y sus muchos toques originales nunca conectan con una orientación estilística más profunda con el material. Uno puede en parte echar la culpa de estos problemas a la interferencia de MGM/UA con el proyecto, pero la cuestión real es más subterránea. Como muchos artistas fílmicos fundamentales, Rudolph parece necesitar un cierto tipo de material para liberar sus plenos poderes creativos. El atractivo de Roadie dependía de su humor tomado en sentido literal, y la importancia de Endangered Species dependía de su trama tomada en sentido literal. Rudolph lo hizo así en cada caso  ─debía hacerlo así, o del otro modo, empujar a los filmes cara el camp. Pero florece solo cuando puede rodear a sus sujetos en una distancia controlada; su arte toma forma en el espacio entre una urgencia emocional y la perspectiva elevada que hace a esa urgencia irrelevante.
          Aun así, todo el estilo del mundo no podría solucionar los problemas estructurales de Endangered Species. En un nivel ─para sus creadores, probablemente el nivel más importante─ trata acerca de una racha de mutilaciones de ganado que han tenido lugar en el Medio Oeste desde 1969, cuando el gobierno prohibió las pruebas de armas químicas y biológicas. (El compromiso político de Rudolph puede quizá inferirse de los muchos roles no estereotipados que ofrece a negros y mujeres en todos sus filmes, pero Endangered Species es el único ejemplo de la política moviéndose al primer plano en su trabajo). Trabajando desde hechos disponibles, los cineastas postulan una organización de derechas no gubernamental, determinada a preservar la capacidad de los Estados Unidos de tomar parte en la posesión de armas químicas y biológicas, que usa al ganado para pruebas y deja los restos mutilados quirúrgicamente detrás. En otro nivel, el filme es un estudio de personajes atractivo centrado en el expolicía Ruben Castle (Robert Urich), alcohólico pero desecado, que toma a su hija distanciada Mackenzie (Marin Kanter) en un viaje por todo el país. Parándose para visitar a un amigo en Barron County, Colorado, empieza un romance tambaleante con la sheriff del condado (JoBeth Williams), que está perpleja por todos estos cadáveres de ganado mutilado ensuciando su jurisdicción. Castle, en particular, es muy divertido, un extravagante reaccionario de la ley y el orden que dicta su biografía a lo Spillane a un grabador (“Textualmente, dije, ‘Tiene derecho a permanecer en silencio, amigo, si piensa que puede aguantar el dolor’”) y que cultiva su personaje con solo un toque de divertida autoconsciencia rudolphiana. Pero, no importa cuán interesantes sean los personajes, no guardan relación con la estructura del filme; existen para llenar los minutos antes de que el misterio político acumule impulso, y una vez que lo hace sus conflictos y emociones se desvanecen en una racha de acción mecánica. Rudolph intuye este problema y previene a la interacción entre personajes de asumir una prominencia inapropiada, tajando las escenas de personajes fuera con cortes prematuros y espaciándolas con interludios de avance de la trama. Del mismo modo, intenta dar un lugar al drama político desarrollándose lentamente, construyendo anticipación con un número tremendo de sobrecogedoras señales musicales y muchos planos de transición de animales muertos y vivos, luces destellando en el cielo, y actividad tecnológica misteriosa. El efecto global es curioso y lejos de ser satisfactorio. El shock del drama de los personajes cediendo a la acción y la revelación política es minimizado, y algún tipo de balance rítmico es conseguido; pero estos son pequeños triunfos. La contrapartida es que la acumulación del misterio se convierte en autoritaria en una etapa muy inicial. Es interesante que una semblanza de coherencia formal significa más para Rudolph que el atractivo de sus personajes o la eficacia de su mecanismo de suspense; con un poco más de perspectiva en su material, podría haber evitado esa dura decisión con cambios estructurales radicales.
          El género lleva a Rudolph a unas pocas convenciones infelices: una carrera de coches poco original, una escena de encubrimiento paranoico sacada de stock, incluso el temido plano de acción a cámara lenta. En general, sin embargo, es sorprendente cómo raramente se posa en un cliché; casi cada decisión que toma es imaginativa y original, incluso (quizá especialmente) en el reino desconocido de la acción pura. Desconectado de la inspiración por una pobre elección de tema a tratar, se repliega en lo ingenioso y salva más planos y escenas de las que tendría derecho.
          Carolyn Pfeiffer, productora de Roadie y Endangered Species, se convirtió en presidenta de la compañía de producción y distribución recién formada Island Alive en 1983, y uno de los primeros estrenos de la compañía fue Return Engagement, un buen documental de Rudolph sobre el debate de Los Ángeles entre Timothy Leary y G. Gordon Liddy. Terminado a comienzos de 1983 y estrenado más tarde ese año: entrevistas con Liddy y Leary conducidas por la personalidad de la radio Carole Hemingway; sorprendemente relajadas y cordiales conversaciones sociales entre los hombres y sus mujeres; Liddy montando y charlando con una banda de moteros que sirvieron tiempo con él; ambos hombres dando conferencias a una clase de estudiantes de instituto. Liddy, por lo menos, se nos aparece como una personalidad fascinante, grandilocuente, trabajada, y condescendiente como un orador público pero callada y reflexiva, incluso un poco tímida, en cualquier entorno informal. Leary, por contraste, da a sus actuaciones en el escenario veinticuatro horas al día, y la interacción del hombre se conforma con una rutina cómica confortable, con Leary el pícaro, tábano casquivano constantemente empujando al imperturbable pero entretenido Liddy. El enfoque visual suelto que tal documental requiere naturalmente milita contra la precisión y la complejidad de los filmes de ficción de Rudolph, pero el control no siempre es una virtud en este formato. Como uno podría esperar de su decisión en un tema tan dualista, Rudolph esencialmente evita las técnicas manipulativas, derivadas de la ficción, que desfiguran tantos documentales, dando una razonable cantidad de juego a las ideas y numeritos de ambos combatientes. Como un retrato, el filme está bien redondeado y a menudo es revelatorio; como un vehículo para el discurso intelectual, cubre sus defectos (la total incompatibilidad de los debatientes, la falta de claridad de Leary) simplemente creando un contexto en el que las ideas estén abiertas al desafío, un logro tristemente inusual para un documental moderno.
          Choose Me, la primera producción dentro de la empresa de Island Alive, fue estrenada en el otoño de 1984 con la alabanza inmediata de la audiencia y los críticos; uno se imagina que Rudolph apreciaría el aspecto absurdo de este desarrollo tardío. El movimiento hacia la farsa que hizo su éxito posible requería solo el mínimo giro en el enfoque de Rudolph: las permutaciones sexuales de un casting artificialmente pequeño, un tema ya planteado por Rudolph, conduce naturalmente a los malentendidos y confusión que son el stock en comercio de la farsa. En Welcome to L.A. y Remember My Name Rudolph estaba demasiado absorto en sus fines trascendentes como para molestarse con los detalles de la desintegración social; aquí, se relaja lo suficiente como para admitir el la casualidad y el accidente en su universo, aunque su actitud hacia ambos es mucho más casual que la de la mayoría de los farsantes. En su transformación selectiva del género, Rudolph hizo de Choose Me en igual dosis una antifarsa como una farsa, tales distinciones finas no perturbaron a la mayoría de audiencias.
          La escena de apertura del filme, una set piece que crea una atmósfera concreta, esencialmente un número musical, anuncia enérgicamente el retorno de Rudolph al expresionismo romántico. En una calle nocturna estrecha, íntima, bañada en luz de neón y los compases de la canción homónima de Teddy Pendergrass, un hombre emerge de un bar y comienza una danza lenta primero con una, luego con otra de las mujeres que hacen la ronda en la avenida. Del fondo emerge Eve (Lesley Ann Warren), quizá una de las chicas de la calle, quien también se mueve calle abajo en un ritmo bailón sensual. La atmósfera mágica persiste a través del filme, aunque los personajes no vibren con ella tan fácilmente de nuevo. Esta escena es la representación más pura del País de Nunca Nunca Jamás de la ilusión romántica que los atrae a tantas relaciones desesperanzadas y no ideales, y la demostración más clara de la comprensión de Rudolph por los impulsos que debe deconstruir con su distanciamiento clarividente.
          El Los Ángeles de Choose Me tiene dos focos. Uno es la cabina de radiodifusión de la Dra. Nancy Love (Geneviève Bujold), la carismática psicóloga radiofónica cuyo show, “The Love Line”, provee consejo a millones. El otro es el bar empapado de atmósfera de la primera escena, perteneciente a Eve, una exprostituta cuyo exterior estridente vagamente esconde su vulnerabilidad. Dividida entre sus impulsos promiscuos y su necesidad por amor duradero, Eve derrama su angustia en llamadas hostiles a la Dra. Love ─quien, aunque Eve no lo sepa, es su nueva compañera de piso, una dama excéntrica que mira fijamente al lado de la habitación durante las conversaciones y siente un placer inexplicable en contestar el teléfono de Eve.
          El bar de Eve normalmente contiene unos pocos de sus amantes en cualquier momento dado, incluyendo a Billy Ace (John Larroquette), que sirve en el bar con Eve y aprende más acerca de su vida privada de lo que le gustaría. Comenzamos a percibir conexiones misteriosas entre los habituales del bar: Zack (Patrick Bauchau), un elegante gánster francés que se divierte con Eve entre sus asuntos de negocios; su mujer ausente, de incógnito, Pearl (Rae Dawn Chong), que invita a sus clientes a su poesía improvisada; y Mickey (Keith Carradine), un prófugo reciente de un hospital mental, donde había sido diagnosticado como un mentiroso psicopático. Exudando misterio romántico y contando una colección salvaje de relatos fantásticos que muestran una consistencia interna sospechosa, Mickey ejerce un movimiento rápido sobre Eve, abollando su cinismo habitual.
          Antes de los títulos de crédito, los cinco personajes principales (Billy Ace, el más estable y normal del montón, juega un rol marginal) se juntan en todos los emparejamientos heterosexuales posibles. La perfección antinatural de este esquema (o casi perfección ─Zack y Nancy nunca acaban de terminar en la cama) indica el mayor carácter juguetón con el que Rudolph se acercó a Choose Me, la mayor extensión de la que hace uso con respecto a las convenciones cómicas. El mecanismo de la farsa no cobra impulso hasta la segunda mitad del filme, pero desde el principio Rudolph nos prepara para una abstracción y reflexividad de diferentes tipos comparadas con las que ha lidiado en el pasado. Demasiado metafísico como para estar interesado en la coincidencia por sí misma, concibió el filme como una exageración dulce de las fantasías placenteras que sustentan la comedia romántica. El artificio elaborado de la trama y los conceptos de personajes extravagantes funcionan aquí de la misma manera que aquellos sets melancólicamente expresionistas: como una proyección comprensiva de nuestro idealismo romántico, contrapuesto por un calculado énfasis excesivo. El diálogo ornamentado (purple dialogue) que molesta a algunos espectadores (y que, ciertamente, podría haber estado mejor contextualizado una o dos veces en las escenas tempranas) es parte de su intento general de establecer el filme como una meditación en la ficción y el impulso ficcionalizador. Pauline Kael pensó en Lola de Jacques Demy en conjunción con Choose Me, y la comparación es en algunas maneras apta, aunque redactada en los habituales términos condescendientes de Kael. Pero, a diferencia de Demy, Rudolph no se entrega del todo a la urgencia de ficcionalizar, y la fantasía benevolente de Choose Me se apoya en la fundación inestable del distanciamiento intratable de su creador.
          Las preocupaciones cómicas establecidas de Rudolph se adaptan bien a la farsa. Su marcada preferencia por locos al margen de la sociedad, que pueden soltarse sin traicionar completamente su realismo psicológico, alcanza su pico aquí: todos los personajes son profundamente neuróticos (Eve), psicóticos (Nancy), psicopáticos (Zack) o en algún lado de este continuo a tres bandas. El menos predecible de los personajes, Nancy, es también la fuente más rica de comportamiento desplazado (como por ejemplo ella compartiendo su recién descubierto éxtasis sexual con su audiencia radiofónica perpleja), repetición inapropiada (dando consejo cuando tiene la fortuna suficiente de toparse con un teléfono sonando), y todas las otras manifestaciones consagradas de la comedia de conductas. Por supuesto, Rudolph es típicamente tierno con ella incluso cuando se pone lunática. Su momento más conmovedor, su defensa emotiva a Eve de su aventura amorosa con Mickey, es también el más divertido, mientras ella asocia de forma libre con gran euforia acerca de la influencia de gran alcance que sus avances sexuales tendrán, luego se contiene con un momentáneo y tardío destello de claridad, reservándose la trama controladamente ─“No quiero entrar en ese tema”─ antes de recaer en el olvido. Lo que es inusual en el contexto de la farsa romántica no es la característica comprensión de Rudolph hacia sus creaciones desequilibradas cómicamente, sino su rechazo a suavizar sus desórdenes mentales para un confortable desenlace. La fantasía en la superficie del filme nunca se echa abajo del todo, pero viaja en un terreno rocoso, y Rudolph divide nuestra atención entre el atractivo del mecanismo ficcional y los jalones que arroja a sus trabajos.
          Las convenciones de la farsa que Rudolph subvierte revelan tanto de su personalidad como aquellas que adopta. La historia entrecruzada le presenta oportunidades de oro para complicar la trama con trucos de identidad errónea, pero Rudolph o desatiende estas oportunidades por completo o se burla de ellas con astucia (Eve nunca se entera de que Mickey es inocente de los cargos de maltratador de mujeres y perversión, pero su romance alcanza fruición igualmente). Es lo bastante perceptivo como para entender que la convención ficcional de la separación artificial está basada en un concepto dudoso, ilusorio, de que el romance florece en la ausencia de barreras externas, y que esta convención es inapropiada en su universo, donde los amantes pueden siempre encontrar más que suficientes buenas razones para separarse sin que el guionista manufacture ninguna. Si Rudolph hubiera obedecido la regla del género, Choose Me estaría en peligro de convertirse en una fantasía en vez de un filme acerca de la fantasía. Con la misma contención, Rudolph siempre sacrificará un gag o un momento feliz si amenaza la gravedad subyacente de los personajes o la ironía triste de su perspectiva. Cuando, por ejemplo, Nancy debe desconectar la llamada emocional de Eve hacia su programa para una interrupción publicitaria, al gag obvio acerca de la indiferencia institucionalizada no se le presta atención: la terminación de Nancy de la llamada es lenta, grave, y teñida de melancolía. La hilarante escena central del filme ─el descubrimiento de Nancy de la evidencia absurda pero incontrovertible de que Mickey fue en verdad un poeta, un soldado, un aviador, un fotógrafo, y un espía─ es bellamente oscurecida por cortes a primeros planos del impasible Mickey en la habitación de al lado, incluso más misterioso ahora que no tiene secretos. Y hasta el abrazo climático en la azotea que junta a Eve y Mickey es puntuado por un solo y tirado al paso plano general del melancólico Billy Ace levantando la vista, finalmente privado de la chica de sus sueños.
          Las películas fundamentales de Rudolph comparten muchas características visuales, pero ninguna de ellas duplica las estrategias de los filmes que la precedieron. La cámara en Choose Me se mueve en semejante cantidad a Remember My Name, pero el movimiento está menos conectado a la trama o acción, más juguetón y autónomo. Rudolph está todo el rato haciendo travellings o paneos a través de habitaciones o bajo calles oscurecidas; normalmente usa un plano espejo en una escena de interior solo para darle un segundo foco visual con el que panear, hacia él o desde él. La moción para él parece más importante por sí misma que antes, como es apropiado para el filme en el cual está más distanciado de la ficción. Visto en términos de tensión entre inmersión y distanciamiento en los filmes de Rudolph, Choose Me concede bastante al lado de la inmersión: los personajes con frecuencia hablan melodrama en vez de ironía autoconsciente, y la historia bien orquestada es tan ilusoria como la melancólica iluminación romántica. Así que parece necesario que la cámara tense la cuerda con su desacoplamiento extremo del drama. Por el mismo principio, Welcome to L.A., con un personaje central filosóficamente distanciado y una historia abstracta, casi inexistente, presenta el estilo de cámara más directo y estable de cualquier filme de Rudolph.

Choose Me Alan Rudolph 1

Choose Me incorpora tantos elementos aparentemente dispares y se mueve en tantas direcciones diferentes que se queda ligeramente por debajo de la cualidad de totalidad sin costuras que caracteriza Welcome to L.A. y Remember My Name (aunque el primer filme encierra problemas conceptuales de los que Choose Me escapa). Por el otro lado, la variedad de Choose Me brinda sus propias recompensas ─como las tres maravillosas escenas de lucha entre Mickey y Zack, tan seguras de sí mismas y originales como la comedia del filme y superiores con mucho a la dirección de acción respetable en Endangered Species. Uno se pregunta qué circunstancias permitirían a Rudolph hacer un filme de género entero tan potente como estos extractos de género.
          Inmediatamente después de terminar Choose Me, Rudolph fue a trabajar en Songwriter de Tri-Star, tomando los mandos en poco tiempo (“Recibí una llamada el sábado y llegué el domingo”) tras Steve Rash (The Buddy Holly Story, Under the Rainbow), que abandonó tras dos semanas de trabajo debido a “diferencias creativas”. Por su tema centrado en la música country, el filme fue inaugurado en el Sur, finalmente llegando a Los Ángeles a remate de 1984 con poca fanfarria. Basado en un guion de Bud Shrake (Kid Blue, Tom Horn), Songwriter es una evocación afectuosa de la vida en el circuito de la música country, centrándose en el legendario Doc Jenkins (Willie Nelson), y su compinche y a veces socio Blackie Buck (Kris Kristofferson). Doc ha firmado un mal contrato con el grosero gánster del norte Rodeo Rocky (Richard C. Sarafian) que en lo esencial le condena a servidumbre eterna a menos que pueda llevar a cabo una estafa implicando a una joven cantante prometedora llamada Gilda (Lesley Ann Warren, a quien le toca interpretar al loco característico de Rudolph esta vez). La trama no emerge por bastante rato, e incluso cuando lo hace nunca deja una muesca demasiado notoria en el filme, el cual está principalmente entregado a la jovialidad de carretera, payasadas de buenos muchachos, y muchas escenas de concierto imaginativamente filmadas.
          Uno se da cuenta rápido de que Songwriter no es uno de los filmes que enfocan por completo el talento de Rudolph. Aun así, se acerca más que Roadie o Endangered Species a forjar un estilo surgido del montaje entrecortado y el tempo rápido que caracterizan a sus proyectos menos personales. Rudolph socava la historia veloz desequilibrando cada escena internamente y arrojando fragmentos juntos de forma tan abrupta que incluso conexiones de historia lógicas se transforman en bruscas y desconcertantes. Mucho antes de que la trama se desarrolle, no sabemos qué esperar de ella, y nuestra atención está dirigida a las muchas observaciones graciosas e idiosincráticas que Rudolph amontona en los márgenes. Toques pequeños, poco dramáticos, ninguno de ellos demasiado llamativo en sí mismo, se mezclan amablemente: un juego sádico administrado por el empresario Dino McLeish (Rip Torn, en una actuación agradablemente desquiciada) que demuestra ser más amenazador que lo que la cámara despreocupada de Rudolph jamás insinuó; la alejada mujer de Doc, Honey Carder (Melinda Dillon), ella misma una veterana del circuito musical, casualmente invitando a un autobús entero de música a su casa; la hebilla de cinturón de rodeo real que el músico de apoyo de Gilda, Arly (Mickey Raphael), lleva puesta, señalada en un plano tirado al paso.
          Con todas sus virtudes, Songwriter prueba ser un affaire sorpresivamente irregular para Rudolph. Pequeñas aberraciones estilísticas e inconsistencias abundan: uno se puede ajustar a la comedia acelerada en un filme de Rudolph, ¿pero cómo puede uno justificar la narración de Kristofferson que se retira tras unos pocos jirones de exposición, o la manera en la que las disoluciones reemplazan a los por lo demás omnipresentes cortes abruptos durante una tardía secuencia de montaje transicional? (Algunas de estas decisiones pueden haber sido forzadas durante el periodo de posproducción inestable del filme). Un problema más central es la subtrama subdesarrollada y bastante ordinaria del anhelo de Doc por una vida casera con Honey y sus niños, resultando en escenas prolongadas que interrumpen los ritmos de prontitud del filme sin proporcionar demasiado en compensación.
          El guion de Shrake probablemente pueda ser culpado de muchas de las cualidades insatisfactorias del filme, que destacan más prominentemente cuando adopta una visión de conjunto. Songwriter no es un filme de arte con un escenario de música country; fue diseñado para el consumo de audiencias de buenos muchachos, y puede ser acusado de consentirlos un poco. El pavoneo y el donjuanismo burlón de la mayoría de los personajes es en esencia aprobado, y Doc Jenkins es glorificado con una franqueza que hace más para calentar los corazones de los admiradores de Willie Nelson que para promover un desarrollo de personaje valioso. Aunque la trama no sea asertiva, también se vuelve problemática a medida que avanza inevitablemente hacia el éxito de Doc y la estafa de Blackie, una victoria que parece más engreída porque el filme la absorbe muy casualmente. Rudolph no creó estos problemas, pero tampoco trabajó para disminuirlos; uno asume que el tono hipness chistoso del guion, mucho menos complejo que los puntos de vista de sus mejores filmes, tocó una fibra sensible en él. Es todavía poco claro si Rudolph puede trabajar en una capacidad de pico creativo dentro de estudios muy importantes.
          Felizmente, esta cuestión parece menos urgente de lo que era antes del éxito de Choose Me. Rudolph aún contempla proyectos de estudio futuros, pero su posición dentro de la industria es sin duda más fuerte que antes, y su poder para acumular los presupuestos modestos que necesita para proyectos independientes se ha incrementado substancialmente. En abril de 1985, terminó de rodar Trouble in Mind, una producción Island Alive con su propio guion, descrita como un misterio contemporáneo influenciado por los filmes de gánsters de los años cuarenta. El reparto  es una mezcla fascinante de rostros familiares de Rudolph (Kristofersson, Carradine, Bujold) y colaboradores por vez primera (Lori Singer, Joe Morton, George Kirby, Divine). Después de eso espera filmar su proyecto soñado desde hace muchos años, The Moderns, ambientado en el París de los años veinte y protagonizando Carradine como un aristócrata en quiebra y Mick Jagger como un miembro de los nuevos ricos. Ningún proyecto suena similar del todo a nada que Rudolph haya hecho antes; los resultados imprevisibles de su nuevo estatus crítico y comercial deberían proporcionar uno de los espectáculos cinematográficos más fascinantes de la segunda mitad de los años ochenta.

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FILMOGRAFÍA DE ALAN RUDOLPH

Nacido en 1944 en Los Ángeles. Su padre es el director de cine y televisión Oscar Rudolph. Vivió en Nueva York durante un año a la edad de ocho, luego volvió a Los Ángeles. Graduado en Birmingham High School y UCLA con un Bachelor ‘s Degree in Business (Licenciatura en Negocios). Tomó varios trabajos en estudios de películas; entró en el Assistant Director Training Program of the Directors Guild of America en 1967, y trabajó como asistente de director en televisión y películas hasta 1970. Casado con la fotógrafa Joyce Rudolph, que ha trabajado en muchos de sus filmes.

[Los créditos como asistente de director en la filmografía están incompletos y no se distingue entre los trabajos de primer asistente de director, segundo asistente de director, y trainee (aprendiz)].

mediados de los sesenta: cientos de filmes cortos en Super-8
1969: Riot (asistente de director)
1969: The Big Bounce (asistente de director)
1969: The Great Bank Robbery (asistente de director)
1969: The Arrangement (asistente de director)
1969: Marooned (asistente de director)
1970: The Traveling Executioner (asistente de director)
1972: Premonition (director, guionista)
1973: The Long Goodbye (asistente de director)
1974: Terror Circus aka Barn of the Naked Dead (director [codirector no acreditado: Gerald Cormier])
1974: California Split (asistente de director)
1975: Nashville (asistente de director, trabajo de guion no acreditado)
1975: Welcome to My Nightmare (TV) (coguionista)
1976: Buffalo Bill and the Indians (coguionista)
1976: Welcome to L.A. (director, guionista)
1978: Remember My Name (director, guionista)
1980: Roadie (director, cohistoria)
1982: Endangered Species (director, coguionista)
1983: Return Engagement (director)
1984: Choose Me (director, guionista)
1984: Songwriter (director)
1985: Trouble in Mind (director, guionista)

FUENTE ORIGINAL

Alan Rudolph, 1985

(15 DE MARZO, 1985); por Dave Kehr

ESPECIAL ALBERT BROOKS

Lost in America (1985); por Dave Kehr
Lost in America (1985)
Defending Your Life (1991)

Lost in America (Albert Brooks, 1985)
por Dave Kehr

en When Movies Mattered: Reviews from a Transformative Decade. Ed: The University of Chicago Press, 2011; págs. 95-99.

En la pequeña lista de cineastas americanos inventivos formalmente de hoy, Albert Brooks pertenece justo a la cima. Realmente no hay nadie más en el extremo hollywoodense del arte que esté realizando los mismos experimentos con la presentación visual y estructura narrativa, analizando las fórmulas populares con tanta inteligencia y agudeza, y que se haya propuesto a sí mismo el objetivo de crear un tipo de retórica cómica genuinamente nueva. De hecho, si Brooks pudiera acordar que Lost in America fuera doblada al alemán, encajaría fácilmente en una retrospectiva de los más formalmente agresivos trabajos de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet ─es así de radical. Viendo Lost in America, recordé en más de una ocasión la última película de Straub-Huillet, una adaptación de Amerika de Kafka retitulada Klassenverhältnisse (debido a una disputa sobre los derechos, el filme todavía no ha sido estrenado en los Estados Unidos). No solo hay una afinidad de título y sujeto (ambas películas tratan sobre naifs desarraigados intentando abrirse camino a través de un paisaje ajeno), también una llamativa similitud en el diseño de las brutalmente despojadas imágenes y un gusto compartido por tomas largas imposiblemente prolongadas. Parece poco probable que Brooks haya visto una película de Straub-Huillet ─o una de Akerman, Bresson, o un filme de Godard. Sin embargo, trabajando por cuenta propia (y desde un muy diferente conjunto de premisas), Brooks ha llegado al mismo punto que los otros: es uno de los principales cineastas modernos.
          Ya que Brooks es un comediante ─y uno muy divertido─, jamás tendrá el mismo tipo de caché cultural que los inconfundiblemente “serios” Straub y Huillet. Pertenece a otra tradición, casi antiarte, aquella del cineasta cómico que, en la búsqueda de su visión particular, gradualmente deja a su audiencia atrás mientras que sus exploraciones obsesivas le van llevando a territorios cada vez más peligrosos. Las películas parecen producir un cómico obsesivo y genial cada 20 o 30 años: Buster Keaton en los 20, Frank Tashlin en los 50, Jacques Tati en los 60. En los 80, Brooks va muy bien encaminado para convertirse en esa especie de figura marginal y vital que ellos fueron en sus épocas: no atrae a las multitudes, o la aclamación, de un Woody Allen (de la misma manera que Keaton fue eclipsado por Chaplin), sin embargo, y porque todavía no ha sido coronado el portavoz cómico oficial de su generación, es libre para explorar temáticas más personales y oscuras de maneras más sofisticadas formalmente. Keaton necesitaba a Chaplin, del mismo modo que Brooks necesita a Allen: el cómico de consenso desvía la necesidad de la audiencia de identificación y consuelo, dejando al cómico marginal libre para seguir sus propias inclinaciones.
          La paradoja es que Brooks se ha identificado él mismo con su audiencia deseada de un modo más cercano que el de cualquier otro cómico en la historia del medio. Los grandes comediantes del pasado han sido todos excéntricos, de una u otra manera; Brooks, sin embargo, procura una normalidad perfecta, una falta de excepcionalidad sin costura, rastreando el progreso de la audiencia baby-boom y presentándose a sí mismo, en cada película sucesiva, como su imagen estadística exacta en el momento en el tiempo de cada obra. En Real Life (1979), era un idealista joven, comprometido en mejorar el mundo a través de sus esfuerzos creativos. En Modern Romance (1981), era un soltero en la gran ciudad, sintiendo la aproximación de la fecha tope del matrimonio pero incapaz de asumir el compromiso final que le propulsaría al mundo de sus padres. En Lost in America es, por supuesto, un yuppie: un exitoso director creativo en una gran agencia de publicidad mirando hacia el futuro con seguridad a un ascenso gordo y a un nuevo Mercedes. Su mujer, Julie Hagerty, es una directora de personal para unos grandes almacenes de primera línea; uniendo sus recursos, han conseguido comprar un hogar en Los Ángeles por 400.000 dólares. Cuando la película comienza, están preparados para mudarse: debajo de los títulos de crédito, la cámara serpentea alrededor de la casa a medianoche, inspeccionando las montañas de cajas empaquetadas esperando a los transportistas. Pero una luz está encendida en el dormitorio: angustiado por un vago pavor, Albert no puede dormir.
          La personalidad cómica de Brooks es descaradamente normal. Al contrario que otros cómicos, no se presenta a sí mismo como especialmente ingenioso, encantador o elegante; con la manera en la que expone su cobardía, ansiedad e insensibilidad, no debería ni ser demasiado simpático. (Y es un hombre grande, también, con la corpulencia y la mandíbula cuadrada de un jugador de fútbol ─nada podría estar más alejado de la simpática fragilidad del “hombrecillo” de Chaplin-Allen). Su forma de hablar está tan secamente carente de afectación, tan libre de ritmos cómicos incisivos, que cuando aparece por encargo en una comedia más tradicional (algo como Unfaithfully Yours de Howard Zeiff, por ejemplo), es casi invisible ─no parece hacer nada en absoluto cuando es puesto al lado de un mendigo de las risas como Dudley Moore. La aplastante normalidad de Brooks provoca que nos podamos identificar con él fácilmente, pero al mismo tiempo su normalidad nos aparta ─se parece demasiado a lo que nosotros tememos ser. Ayudado por los patrones de montaje distintivos de Brooks (se resiste tanto a los primeros planos como al montaje paralelo, las dos formas consagradas de establecer una identificación entre espectador y personaje), es este ritmo extraño de identificación y alienación, de atracción y repulsión, el que define las peculiares transacciones entre la pantalla y el espectador en una película de Albert Brooks. Nos encontramos a nosotros mismos simpatizando con las muy reconocibles (y siempre representadas de manera realista) ansiedades y frustraciones de Brooks, pero al mismo tiempo la frialdad y la distancia del estilo visual nos empujan hacia atrás, cara un punto de vista fuera de la situación. Hay una circulación constante entre identificación, alienación y objetividad, y es en esta circulación, en esta inestabilidad, en la que el humor de Brooks nace. El ver de repente objetivamente lo que hemos estado experimentando subjetivamente es abrir una brecha entre dos mundos igualmente válidos pero totalmente incompatibles: lo que parece de inmensa importancia en una esfera semeja trivial y vano en la otra, el coraje se convierte en temeridad, el idealismo se transforma en autoengaño. La brecha es enorme, y la comedia de Brooks salta desde ella.
          Como Keaton, Brooks es fundamentalmente un realista, un cineasta con un respeto profundo por el mundo físico. Es una estética que no debería confundirse con el naturalismo, esa preocupación tímida por la verosimilitud, continuidad y motivación: una parte importante del respeto al mundo real conlleva saber que no es siempre creíble, o incluso comprensible. La línea argumental de Lost in America es propulsada por improbabilidades. El esperado ascenso resulta ser un traslado a otro punto del país hacia una posición más sumisa, y Albert abandona el trabajo con ira. (La escena en la oficina del jefe, con los cambios maníacos de Brooks desde un servilismo sonriente a una espectacular indignación y vuelta a empezar, contiene una de las interpretaciones más impresionantes que he visto este año). Albert decide aprovecharse de la situación cobrando los ahorros familiares (unos 200000 dólares) e inspirado por Easy Rider se embarca en un viaje a través de América para “encontrarse a sí mismo”. (“Tenemos que tocar a los indios”, le dice a Hagerty, poco antes de salir a la carretera en su nueva y reluciente caravana Winnebago mientras los acordes de “Born to Be Wild” de Steppenwolf atruenan en la banda sonora). La pareja llega hasta Las Vegas, donde Hagerty, finalmente autodestructiva tras años de forzada conformidad, gasta todos sus ahorros jugando a la ruleta durante toda una noche.
          La pérdida del dinero llega como una bomba atómica desde un cielo azul carente de nubes, y es particularmente asombrosa porque en las dos películas anteriores de Brooks las mujeres habían provisto el único elemento de racionalidad y estabilidad en la tambaleante existencia de Albert. El golpe es completamente arbitrario, pero Brooks es cuidadoso en seguir sus ramificaciones hasta el detalle emocional más diminuto, un proceso que convierte el truco de un guionista en algo ineludible y horriblemente real. Brooks no amplía ni falsifica los sentimientos de sus personajes: Albert debe moverse a través de una cadena complejamente representada de shock, ira, resentimiento y resignación antes de que pueda perdonar a su esposa, y Hagerty debe cruzar un terreno similarmente auténtico antes de que pueda perdonar a su marido por falta de compasión y comprensión. Brooks es capaz de retratar matices psicológicos que van mucho más allá del rango de la mayoría de dramas contemporáneos de Hollywood; su precisión en la observación parece mucho más llamativa en una comedia, donde la profundidad de caracterización ha sido largamente considerada fuera de lugar.
          Brooks representa los sentimientos de sus personajes con una extraordinaria precisión y claridad: cada fugaz emoción es claramente presentada e inmediatamente legible. Esta misma claridad se extiende a su representación de la gente, objetos y paisajes: Brooks purga cualquier rastro de esteticismo o comentario editorial de sus encuadres, dejando al objeto permanecer por sí mismo, como algo afilado, duro y absolutamente inmediato. (A este respecto, va directamente a contracorriente de cineastas tan de moda como De Palma o Coppola, que llenan sus imágenes con tantas connotaciones de tal manera que los objetos pierden toda su integridad, convirtiéndose en metáforas tenues). Las tomas largas de Brooks refuerzan este sentimiento de solidez: resistiendo la tentación de cortar (para reforzar un ritmo, hacer más incisiva una broma, o simplemente variar el campo visual), Brooks da a sus actores y escenarios el tiempo que necesitan para existir en la pantalla, para ocupar un lugar en la película con un peso que va más allá de las inmediatas necesidades del guión.
          Es este sentido adicional de peso, de solidez, el que hace de Brooks un cineasta moderno. Él no se contenta con simplemente inventar gags y luego salir corriendo con el fin de crear mágicamente un escenario que los pueda contener. El humor emerge del escenario, de la fisicalidad del lugar y de los actores que lo habitan. Este es el mismo cambio en énfasis que Rossellini instituyó cuando inventó el cine moderno con Viaggio in Italia; el cineasta ya no busca escenificar una “verdad” preguionizada, sino encontrar la verdad de la situación mientras emerge de la interacción de estos particulares intérpretes en este espacio concreto. Para Rossellini, era por encima de todo una estética del drama; adaptándola a la comedia, Brooks altera los resultados pero no los medios. Deja que la realidad determine el humor y, en el proceso, la realidad se convierte en la broma. Cuando Albert y su mujer tienen su primera lucha violenta mientras se pausan para echar un vistazo a la presa Hoover, la broma no está en el diálogo (que es bastante realista), sino en la yuxtaposición del lugar y el diálogo. La riña doméstica es interpretada contra la inmensidad, la arrolladora fisicalidad, de la presa: el gran tamaño y alcance del espectáculo hace que su disputa parezca absurda; al mismo tiempo, la importancia de la disputa para los personajes hace que la presa en sí misma parezca una ridícula intrusión. Los saltos salvajes en escala, el ridículo de la desproporcionalidad de los dos encuadres de referencia (emocional y físico) que Brooks ofrece simultáneamente, son los que hacen la escena hilarantemente divertida; en cualquier otro escenario, o filmada de una manera que diera a la presa una presencia menos inmediata, la escena hubiera sido meramente banal o patética.
          Brooks no necesita el espectáculo de la presa Hoover para producir este efecto: pasa lo mismo con la pequeña ciudad en el desierto donde Hagerty y él tratan de establecer un hogar después de haber perdido su dinero, e igualmente ocurre en los personajes menores con los que Brooks se pone en contacto ─su jefe traicionero, un compasivo mánager del casino, un asesor de desempleo. Brooks no trata a estos personajes menores como simples hombres sobre los que rebotar bromas: independientemente del poco tiempo que tengan en pantalla, les permite establecer personalidades completas y presencias propias ─sientes que todavía estarán allí después de que el equipo de la película se retire. Es fácil para un cineasta mofarse de este tipo de personajes secundarios (particularmente si son de ciudades pequeñas o gente de suburbios, como muchos de los personajes de la película de Brooks), y el mismo Brooks todavía no estaba por encima de este tipo de mofas en su primer filme, Real Life. Pero en Lost in America, las figuras menores son presentadas sin un rastro de caricatura ─son tan inteligentes y confiadas como las estrellas, incluso más en algunos casos─ y el humor producido por la actitud nada condescendiente de Brooks es a la vez más maduro y más complejo. Son lo suficientemente auténticos como para imponer su propio punto de vista, su realidad particular, en la acción, y de nuevo el humor viene de la brecha que las realidades en conflicto producen.
          La comedia de Brooks es, por encima de todo, una comedia de la decepción. Sus personajes se embarcan en una neblina de ambiciones elevadas (una creencia en el drama de la existencia del día a día en Real Life, una búsqueda de un amor romántico y que todo lo consume en Modern Romance, una experiencia de raíces en Lost in America), pero siempre se encuentran a sí mismos chocando con la misma banalidad y aburrimiento, la inescapable falta de satisfacción del mundo testarudamente intrascendente y real. A causa de que muchos de estos ideales sean inducidos por las películas (el héroe-cineasta de Real Life fue inspirado por An American Family; en Lost in America, Albert quiere convertir su vida en una road movie), es necesario inventar un tipo diferente de filme para fulminarlos. Eso es exactamente lo que Albert Brooks ha hecho: el sistema formal que ha encontrado para sus películas es, casi literalmente, un sistema de desilusión ─una manera de desnudar la imagen cinematográfica de su ostentación y carácter ensoñador, de desgarrar las capas de abstracción y autocontención que ha adquirido con el paso de los años, y devolverla al mundo material, a la cosa en sí misma en todo su desigual carácter prosaico. Para muchos cineastas, este retorno sería uno trágico; que Brooks encuentre en él una fuente de humor y optimismo (el héroe de Real Life se vuelve loco al final, pero a los personajes que interpreta Brooks en Modern Romance y Lost in America se les permite empezar de nuevo, con expectaciones sanamente disminuidas) es la señal de una personalidad honesta, considerada y nada sentimental ─de un comediante verdaderamente moderno.

Lost in America