UNA TUMBA PARA EL OJO

DE UNA JUVENTUD A OTRA: CLASIFICACIÓN BÁSICA DE ALGUNOS CONCEPTOS E HITOS; por Michel Delahaye

“D´une jeunesse à l´autre: classement élémentaire de quelques notions et jalons” (Michel Delahaye), en À la fortune du beau – Editado por Capricci, colección dirigida por Emmanuel Burdeau (2010, págs. 170-183). Originalmente publicado en Cahiers du cinéma (enero de 1968, nº 197, págs. 78-81).

1. PEQUEÑO BALANCE DE LO DE ANTES

En los primeros tiempos del cine, todo estaba permitido. La costra llegó más tarde: paradójicamente, después de que la adición del sonido hiciera del cine un arte completo. El lisiado prodigioso iba a convertirse en un atleta perezoso.
          En los años 40-55, el encostramiento estaba en su punto álgido. En Europa, al menos, porque en América (todo sucede como si las mismas limitaciones se hubieran convertido allí en fructíferas restricciones) el cine se había superado a sí mismo ─que, además, se había convertido en el medio de expresión por excelencia de toda una civilización. En Europa, pues, solo siguen apareciendo algunos de los grandes (pocos, de hecho, o con dificultades). Para el resto, el cine es cuestión de ingresos. Trucos y astucias. Socialmente: una mafia de técnicos-funcionarios. Soberana. Impenetrable.
          Pero ya en los 45-50 se produjo una primera conmoción con el neorrealismo italiano (independientemente de sus cualidades intrínsecas), y Rossellini, que se desmarcó de él, tuvo cierta influencia. Añadan, en nuestra casa, dos golondrinas solitarias: el Farrebique de Rouquier y Les dernières vacances de Roger Leenhardt.
          También en esa época, un crítico escribió como ningún otro lo había hecho: nuestro padre para todos, André Bazin. Y bajo la dirección de Bazin, los ya jóvenes Cahiers comenzaron (1951) su trabajo. Ellos serían los impulsores de la segunda y mayor conmoción: la Nouvelle Vague, que floreció en el 59 con Rivette, Godard, Truffaut, Rohmer, Chabrol, de Givray, a los que se sumaron Rozier y Demy.
          Mientras tanto, algunas aves raras han sobrevolado la escena en formación desmarcada: Antonioni, Bergman, cuyos primeros filmes fueron descubiertos entre 1950 y 1955, Varda (La pointe courte, 1954), Astruc (Les mauvaises rencontres, 1955). Franju y Resnais, por su parte, dominaron el cortometraje.
          En 1958, aparece también un catalizador capital: Jean Rouch, del que se descubren Les maîtres fous y Moi, un noir. Capital, porque es el producto y el motor de una determinada técnica. Digámoslo brevemente: miniaturización y refinamiento (cámara en mano, película sensibilizada, sonido captado con Nagra), que fue el primero en manejar por completo. Poco a poco, uno se da cuenta de que el tiempo se ha alargado (se puede filmar antes y después), el espacio también (uno puede desplazarse mejor), mientras que la impedimenta, y por tanto los precios, se han reducido. El material y el equipo preceden o siguen a la sensibilidad del momento: queremos rodar lo que nos plazca, cómo y cuándo nos plazca.
          Pero Rouch es también el producto y el motor de una cierta moral. Como etnólogo, estudia a la gente, luego utiliza el cine como medio de este estudio, y el medio se convierte en un medio de expresión: una técnica y un arte. Ahora bien, como etnólogo, Rouch era ya un hombre para quien la técnica del acercamiento era necesariamente una moral del acercamiento. Porque si actúas de forma sesgada con las personas que quieres estudiar, pronto no habrá más estudio posible. La moral, la eficacia y la belleza se garantizan mutuamente.
          No es casualidad que la naciente Nouvelle Vague se reconociera en este etnólogo y este Rouch: les ayuda a descubrir o redescubrir una serie de cosas relacionadas con la naturaleza y el buen uso del cine.
          También íbamos a descubrir o redescubrir que la expresión de la realidad no posee belleza-verdad (y universalidad) si no aceptamos esta realidad como datada, situada, en definitiva: particularizada. Otro cuestionamiento de este cine de esclerosis basado en toda una jerarquía de convenciones, categorías, figuras que definen la pseudouniversalidad de un cierto realismo y un cierto «lenguaje».
          Una película anterior que acaba de reestrenarse nos da un buen ejemplo: La Marseillaise (1937) de Renoir, de la que varios críticos han lamentado hoy que en ella se hable un idioma extraño: el «cómico-marsellés». Toda una concepción traiciona aquí su supervivencia, y otra revela su permanencia: la que quiere que respetemos a los seres en su verdad humana, histórica y geográfica. En resumen: toda una moral y toda una técnica de la vida ─y del sonido en particular, elemento decididamente explosivo, que encontramos siempre en primera línea (obsérvese cómo dos tercios de las «Entrevistas» publicadas por los Cahiers se superponen con el sonido) en todas las aventuras del cine vivo.
          Además, Renoir y Dreyer (por poner solo unos ejemplos) supieron jugar muy pronto con el sonido, la improvisación y la interpretación no profesional. Esto nos lleva a comentar que, si efectivamente existen el cine nuevo y el viejo, hay sobre todo (como decía el otro, en este caso Boulez, hablando de música) lo bueno y lo malo. Y por lo tanto, debe tenerse en cuenta que la Nouvelle Vague no pretendía tanto romper como renovar (por encima de la esclerosis) con lo viejo. Simplemente, la aparición en 1959 de un cine que estaba en el mismo estado en el que se habría encontrado si hubiera habido una evolución gradual, esta aparición repentina debía ser vista no como una evolución sino como una revolución.
          Resulta que con Rouch y Godard fue realmente una revolución.

2. PEQUEÑO BALANCE DE AHORA

El Cine Joven de hoy es el heredero y el continuador de los movimientos mencionados, tanto en su técnica como en su moral (incluido el respeto a la realidad). Y quiere abrir o reabrir el cine a toda la realidad, y a todos los modos o técnicas de aprehensión de la realidad. Así, la voluntad de reflexionar, cuestionar o violentar este mundo va mano a mano. Por supuesto, dentro de esta voluntad común, cada uno (más o menos vinculado a ciertas corrientes o afinidades nacionales o culturales) sigue su propio genio.
          Para intentar una clasificación, podríamos decir que existen, a grandes rasgos, los realistas, por un lado, y los metafóricos, por otro. Pero se halla el riesgo de involucrarse en una operación interminable si seguimos este camino. Por lo tanto, me limitaré a citar algunos nombres por orden, realistas, metafóricos o ambos:
          Bernardo Bertolucci, Věra Chytilová, Shirley Clarke, Juleen Compton, André Delvaux, Adrian Ditvoorst, Jean Eustache, Gilles Groulx, James Ivory, Claude Jutra, Jean Pierre Lefebvre, Francis Leroi, Dušan Makavejev, Luc Moullet, Pier Paolo Pasolini, Pierre Perrault, Glauber Rocha, Evald Schorm, Jerzy Skolimowski, Jean-Marie Straub, István Szabó.

Stranded Juleen Compton 1965
Stranded (Juleen Compton, 1965)
Age of Illusions István Szabó 1965
Age of Illusions [Álmodozások kora] (István Szabó, 1965)
Courage for Every Day Evald Schorm 1964
Courage for Every Day [Každý den odvahu] (Evald Schorm, 1964)

Además, esto se trataba, de hecho, de un intento clasificatorio. Y un intento clasificatorio es, en cualquier caso, mejor (como decía el otro, en este caso Claude Lévi-Strauss) que ninguna clasificación.
          Pero habremos transformado esta prueba si encontramos entre estas personas aunque sea un punto común. Parece que todos ellos, en sus muy diferentes maneras, expresan algo en común: un cierto malestar de la incomodidad (divididos, tensos como estamos hoy entre dos estados y dos mundos), un segundo estado en el que nos definimos por nuestra impotencia para poder conectar las cosas, y por tanto para dominarlas. De este cine de ansiedad e impotencia, Antonioni y Bergman fueron los heraldos.
          Ahora bien, el cine viejo (ese del que a veces somos nostálgicos ─otra forma de incomodidad) era un cine de acuerdo. En la aceptación de este mundo, pero también e incluso en la denuncia de sus imperfecciones. Porque en este mundo (orientado, provisto de ejes y faros, donde uno podía reconocerse), uno podía expresarse, incluso en desacuerdo, en función de ciertas certezas, lo que llevaba a una cierta plenitud, a una cierta euforia. A veces se dice de este cine viejo (en una expresión que pretende captar a la vez su técnica y su moral) que era un cine de la transparencia (contrapuesto, por supuesto, a las diversas opacidades de hoy, incluida la del azogue unidireccional que transforma las ventanas en espejos), y también se dice que era un cine de la inocencia ─y, en efecto, todo pasa hoy como si no pudiera hacerse ninguna obra que no pusiera en juego el porqué y el cómo de este hacer y de este trabajar.
          Pero precisamente porque las cosas se enroscan o se desenvuelven según principios malignos que siempre nos sorprenden y cogen desprevenidos a los desatentos y a los indiferentes, también vemos nacer, por un lado, un cine de malestar fácil, en el que se expresan todos aquellos que se acomodan a los signos exteriores de la modernidad, que siguen las calles de sentido único del progresismo y que tienen una mala conciencia un poco demasiado bondadosa (véase Loin du Vietnam); y, por otro lado, vemos surgir otro cine que, ya atravesando el malestar, anuncia la época de su superación. De esta edad, aquí hay quizá algunas señales. Está el caso Demy. Es como si Demy solo actuara en función de la posibilidad de que el cine sea (¿de nuevo?) un arte eufórico y naturalmente popular. Pero la realidad (el aquí y el ahora) en la que este cine debe tratar de encajar, pone de manifiesto una contradicción entre los propios términos con los que trata de definirse. Así, en esta segunda incomodidad en la que se halla, y al final de un proceso opuesto al del cine moderno, el cine-Demy se encuentra asumiendo tanto la modernidad como la superación (¿clasicismo?) de esta modernidad.
          Está el caso de Eustache. Con él (desde los sólidos cimientos de aquellos que parten con sus espaldas a la pared), la conciencia de una realidad pesada, compleja e incómoda se ve filtrada por un objetivo absolutamente puro de cualquier doble juego reluciente. Como por casualidad, este cine se considera generalmente muy provocador y muy perturbador.
          Y luego está el caso de Moullet, cuyo campo de acción es considerable. Partiendo del borrón y cuenta nueva de los valores rotos, desarrolla una especie de euforia del aplanamiento, que florece en un cine altivo, ubicuo y familiar. En un mundo deformado, la mirada aviesa tiene todas las posibilidades de ser la más acertada. Y la mirada de Moullet captó, entre otras cosas, que este mundo de la acumulación (de la riqueza, de la pobreza, de los problemas) se construyó simplemente sobre el modelo del más explosivo de los gags. Así, por un lado, una vez superado cierto umbral, la suma de todos estos absurdos se vuelve cómica. Por otro lado, y a la inversa, lo cómico será la «cuadrícula» más adecuada para descifrar este mundo. Pero más allá de esta primera etapa de doble filo, que Brigitte et Brigitte define muy bien, acabamos en un mundo (Les contrebandières) en el que todo puede pasar como si ya no tuviéramos problemas y nos encontráramos frente a la obligación, simplemente para vivir un poco, de reinventarnos.
          También ocurre que el sistema Moullet (que escribió un artículo sobre el cine como reflejo de la lucha de clases) representa, económicamente hablando, otro caso curioso.

3. UNA CIERTA ECONOMÍA

El Cine Joven está hecho por una generación para la que el cine es la mejor y más normal forma de expresarse. Pero si la idea de hacer filmes es patente, hacerlos no lo es. Para ello, hay que ser prácticamente (y especialmente en Francia) beneficiario de la «Herencia». Ya sea en el sentido preciso del término (riqueza personal), o en el sentido amplio (todas las ventajas directas o indirectas de las que disfruta la persona que tiene la «familia» detrás). Dado que este tiempo de seguridad material es también el tiempo de la vacante mental durante el cual se puede, entre otras cosas, estudiar, llegamos aquí al componente cultural de dicha «herencia» que reside esencialmente (independientemente de la naturaleza y el nivel de los estudios) en las posibilidades de contactos e impregnación cultural y social de las que uno se beneficia.
          La razón por la que mencioné esto es que hoy los propios «herederos» (en un esfuerzo ciertamente generoso aunque naif y desordenado) no paran de hablar de estas cosas. Sigamos, pues, en este peligroso terreno para señalar una curiosa concordancia. A saber, que de todos los que hacen un cine expresamente político (se entiende que esta es una de las dimensiones fascinantes de toda una parte del cine joven), no hay ninguno que no sea un «heredero», al menos en el sentido amplio y a veces preciso. Por el contrario, entre los «no-herederos» (si por ello entendemos a los que participaron en la herencia de manera fortuita, más los que no participaron en absoluto, de los cuales hay dos en todo el cine reciente), no hay ninguno que se haya comprometido con este camino.
          Pero una vez hecha la observación, a efectos prácticos y por diversión, es mejor abandonar este terreno. En cualquier caso, a ambos lados de la brecha que separa a los herederos de los no-herederos (ambos tuertos, pero no del mismo ojo), unos carecen de la lucidez y otros de la serenidad que les permitiría hablar de estas cosas con propiedad.
          Dicho esto, ocurre que, comparado con los países del Este por un lado (donde cualquiera que haya ido a la escuela de cine tendrá todas las facilidades pero donde quien no lo haya hecho no tendrá ninguna posibilidad de entrar en el cine), comparado con ciertos países de Occidente por otro lado (Alemania, Inglaterra, y ahora América, donde, a pesar y gracias a un sistema ricamente perfeccionado, cualquier actividad dentro o fuera del sistema queda finalmente esterilizada), resulta que en Francia, donde en general es más difícil hacer algo que en otras partes, es por el contrario, en conjunto, más fácil que en otras partes hacer filmes. Esto se debe a que nuestro sistema ha alcanzado tal grado de anarquía, incoherencia y vetustez que ya no tiene la fuerza necesaria para desempeñar plenamente su función esterilizadora. Por tanto, es posible, como mínimo, darle la vuelta. Así es como los comandos decididos o los francotiradores (y son más numerosos y más decididos que en otras partes, ya que Francia está lo suficientemente desarrollada como para que tengan algunos medios, lo suficientemente subdesarrollada como para que hayan adquirido el hábito de hacer mucho con poco) están en condiciones de llevar a cabo sus acciones subversivas, ya sea desde dentro o desde fuera. (Pensemos aquí en Godard, el más activo y activista, que hizo mucho en palabras y hechos por todo el cine joven).
          Así, el cine joven como estado de cosas tiende a socavar todo el sistema tradicional de producción, distribución y explotación. En lo inmediato, es probable que esto lleve al desastre tanto al sistema como al «antisistema» (aunque solo sea por esa «inflación» que ya se siente galopar), pero no es menos probable que, en una etapa posterior, se produzca una «reestructuración».
          Queda por ver hasta qué punto el «cine joven» podría contribuir también a la ruptura de un determinado sistema cultural.

4. UNA CIERTA CULTURA

Que el cine apenas sea reconocido y aún no sea respetado es a la vez su gloria y su cruz. Mientras que ante una obra de teatro, un libro, un cuadro (artes respetadas porque son viejas), generalmente reconocemos de entrada que se trata de objetos culturales que hay que examinar como tales con benevolencia, ante el cine, en cambio (combinando el miedo a ser engañados y el complejo de superioridad), surgen falsas preguntas.
          Ante un cuadro como el de los zapatos de Van Gogh, nadie se hace preguntas incongruentes como: «¿Por qué los zapatos?» o «¿Son los zapatos arte?» ni pretende examinar los problemas técnicos, psicológicos o políticos de la fabricación de zapatos. En cambio, frente al cine, esto es exactamente lo que todo el mundo dice hacer.
          Pero cuando digo «todo el mundo», me refiero en realidad al semimundo, o mundo de los semicultivados (como el otro, en este caso Pascal, decía los «semihábiles»), una tajada social que va desde los estudiantes hasta los jefes de Estado, pasando por los agregados, los premiados literarios y los redactores de Tel Quel. Este mundo solo admite el cine, a grandes rasgos, a partir de la operación de “parecido” (afinidades con tal o cual proceso de la narración literaria) o de la operación de «recuperación», que consiste en cortar el cine en rodajas para digerir mejor los trozos. Divide y vencerás. Antes era el análisis basado en la famosa «gramática», hoy es el análisis basado en una cierta lingüística ─mientras que el cine, precisamente, no es un lenguaje, en el sentido preciso que la verdadera lingüística se ha tomado la molestia de dar a este término. Por último, señalemos la categoría de los «masoquistas» que, resignados a todo, te dicen que sí, por supuesto, el cine es el futuro, ya que la civilización moderna es (suspiro) la «civilización de la imagen». Y es curioso ver cómo este falso respeto por la imagen va de la mano, aquí como en otras partes, de una verdadera ignorancia del sonido.
          Despreciado por estos Kulturels (pero tal vez sería necesario indagar seriamente sobre si los factores adquiridos o innatos son responsables de tales incompatibilidades), el cine, en cambio, no plantea ningún problema a quienes están por debajo o más allá de las formas tradicionales de la cultura.
          Por un lado, estaban todos los que aceptaban el cine como espectáculo (y por tanto aceptaban, sin saberlo del todo, un arte que no se sabía plenamente como tal), y por otro lado, estaba el pequeño grupo de los que lo aceptaban simplemente por el arte que es. Hoy, el primer grupo, en su desconcierto, está en plena y fértil evolución, mientras que el segundo se ha extendido a toda una generación que ha llegado a la vida a través del cine o al cine a través de la vida, y para la que no hace falta decir que el cine es cultura y la cultura es cine, en definitiva: que el cine es la expresión por excelencia de las formas, los conocimientos y los sentimientos de este mundo. (Esto se puede comprobar ─si es que hay que comprobarlo─ en el nivel más inmediato: basta con ver y relacionar los filmes de los autores nombrados anteriormente para ver que ninguna otra disciplina podría ofrecer una visión más completa y profunda de todo lo que se hace, se piensa y se forma hoy en día).
          En este caso, el cine joven como estado de cosas es uno de los muchos factores que hoy tienden a poner en cuestión el sistema cultural aceptado, fundado en la supremacía del hecho literario, y del que todos los conservadores, ya sean de derechas o de izquierdas, son los feroces guardianes. Estos conservadores, además, al reconocer que su cultura ha fracasado (de forma bastante grave, ya que es como si el pueblo no hubiera podido o no hubiera querido acceder a ella), proclaman ahora (en un esfuerzo igualmente generoso pero quizá naif) la necesidad de conceder al pueblo la cultura en cuestión. Pero ¿es esto posible? ¿Es deseable? ¿Lo desean los interesados? Podemos volver a la situación paradójica de que, como resultado de la escisión entre una cultura de élite y una cultura de masas (constituida por las formas degradadas de la primera), los alfabetizados de hoy están más aislados del mundo circundante (y, en última instancia, son menos cultos) que los analfabetos de antaño, que tenían la riqueza de poder aprovechar y enriquecer el tesoro colectivo (que sobrevivió durante algún tiempo en la palabra escrita) de las artes y los mitos populares. Tal vez sea imposible responder, pero hay que plantear la pregunta, y hay que constatar que, desde entonces, solo el cine se ha mostrado capaz de conmover de forma inmediata y general a todo el mundo, de un lado a otro de la brecha entre las dos culturas.
          Mas podríamos imaginar a partir de ahí una utopía seductora de un mundo universalmente sintonizado con la imagen-sonido, en el que las presentes agitaciones nos harían salir de ella, a través de las cuales se producen modificaciones (del cine, del público ─y de todo lo demás), desde las que no podemos augurar razonablemente una armonía cercana.
          El hecho es que la imagen-sonido ─la disciplina que apela a las facultades dejadas en barbecho y responde a las necesidades no satisfechas por la cultura tradicional─ sigue siendo el vehículo por excelencia que todos ─más allá de los inevitables cambios de fase─ siempre podrán y querrán utilizar. La otra cultura ya está ahí ─un aspecto de esta mutación, «tan importante como el de la imprenta», del que habla Claude Jutra en una película sobre la educación titulada Comment savoir.

Nota para otros hitos valiosos

Hay alguien que fue y sigue siendo una piedra de toque para el cine y la crítica francesas: Jean Renoir, cuyos filmes siempre han contenido todo lo mejor del cine viejo y todo lo mejor del nuevo.
          Pero no fue menos víctima del sistema y del tiempo de la esclerosis. En efecto, cuando regresó a Francia para realizar French Cancan (tras el periodo americano, seguido a su vez por un filme en la India, The River, y otro en Italia, Le carrosse d’or), se encontró, como sucedería más tarde para Le caporal épinglé, con la inmensa fuerza de inercia de la máquina y de los maquinistas, aumentada por la acción deliberada de un cierto número de pedantes. Porque tenían que mantener a raya a este insostenible Renoir, para enseñarle por fin a distinguir entre lo que «se hace» y lo que «no se hace». Y si quería divagar, era sencillo, eficaz: bloqueaban la máquina. Pero mientras tanto, Elena, más esquiva, había conseguido colarse. En cualquier caso, Renoir, decidido a encontrar un terreno mejor, abandonará repentinamente el sistema y encontrará otro: este fue el sorprendente golpe maestro de Déjeuner sur l’herbe y, sobre todo, de Docteur Cordelier.
          No un golpe maestro para todos, por supuesto. El público, desconcertado, se abstuvo, mientras que la crítica (que nunca defendió a Renoir salvo por razones extrínsecas ─su “progresismo”─ y que, chovinismo añadido a incomprensión, había despreciado sistemáticamente sus películas americanas) se lanzó, más juguetona que nunca, al ataque. El último episodio de esta lucha: C’est la révolution!, que imposibilitó a Jean Renoir rodar. La cuestión Renoir, en fin, había quedado zanjada.
          En resumen: todo lo que en Francia estaba de alguna manera vinculado al sistema lo odiaba y lo vomitaba, desde los productores hasta los críticos, pasando por todo tipo de intelectuales y oligofrénicos.
          Sin embargo, a partir del nº 8, y hasta los recientes 181 y 196, a ambos lados de los capitales 34, 35 y 78 (especial Renoir) en los que Rivette y Truffaut hicieron la mayor parte del trabajo, los Cahiers iban a explorar al hombre y a la obra por su lado y cosechar así la más asombrosa serie de opiniones sensatas sobre la vida y sobre el cine, acción que continuaron magistralmente los tres Rivette televisados sobre Renoir le patron.
          Pero la aventura de Renoir no ha terminado, y más aun porque, dentro de esas nuevas ortodoxias que siempre corren el riesgo de crearse, dentro o fuera del cine joven (¿qué campo está a salvo de la eterna amenaza del anquilosamiento?), Renoir es siempre el que choca y provoca, y hoy más que nunca, donde la gente vuelve a querer que los caballos sean todos negros o todos blancos. Porque Renoir es siempre el hombre de la progresión contradictoria. Y desde este punto de vista, los dos renoirianos de asalto, que también son campeones de este tipo de equilibrio, que consiste en sorprenderse constantemente en el error y en el acierto (hasta encontrar el equilibrio provisional de la corrección, base desde la que se partirá de nuevo en busca del mismo y más elevado nivel), son sin duda Jacques Rivette y Jean-Marie Straub.
          Pero para terminar este mismo apartado, hay que mencionar también a Georges Sadoul, un segundo padre después de Bazin, el único crítico que supo poner su inmensa bondad y ciencia al alcance de cualquier ser y causa que lo necesitara.
          Y hay que mencionar a Henri Langlois, el hombre que hizo de la  Cinémathèque Française el más extraordinario centro de influencia cinematográfica del mundo, al unísono con todos los cines viejos y jóvenes. Y el hecho está allí: la Cinémathèque es hoy el único organismo que Francia puede decir que no tiene un equivalente en el extranjero.
          Por otra parte y para terminar, la lista que he hecho antes de jóvenes cineastas corresponde a una cierta elección que es mía (y en gran parte nuestra) de los que hasta ahora han dicho más y lo han dicho mejor.

Elena et les hommes Jean Renoir 1956
Elena et les hommes (Jean Renoir, 1956)

LUZ DE SEGUNDA MANO

Microphone Test [Probă de microfon] (Mircea Daneliuc, 1980)

Proba de microfon Mircea Daneliuc 1

Entonces nadie podía imaginar todavía que tuvieran un lenguaje secreto y que los ladridos, cuando estaban encerrados, los arañazos en la madera y los golpecitos con las patas fueran, en realidad, un medio para comunicarse de perrera a perrera. Al mismo tiempo, en el patio, en lugar de retozar, saltar y correr contentos por todas partes, como era lo habitual, se reunían en grupos de dos o tres, juntaban los hocicos como si se estuvieran comunicando misteriosamente con pequeños gemidos y pequeños roces a los que los policías hombres no concedían, por el momento, ninguna importancia, cosa que hubieron de lamentar al cabo de unas semanas.

La guarida iluminada (Diario de sanatorio), Max Blecher

Cuando los ojos del mundo llegan a un punto de mapeo excesivo, directa o indirectamente, del cine proveniente de Estados Unidos, resulta una tentación inconsciente achacar los signos y síntomas que transmite un filme recibido como importante, de vibraciones con extensa longitud de onda, a una suerte de identidad nacional omnisciente. Confundir especificidades históricas con un todo que un solo metraje intentaría o casi hallaría la manera, pasados los años, de resumir: la historia de una nación. Con los yanquis, vamos estado por estado, raro es ─aunque no extraño al devorador de diagnósticos─ pensar que un único largometraje pueda encajar sus fuerzas dentro del espectro de lo decible y con ello juegue él solito el destino, pasado, del pueblo. Por eso deberemos andar con pies de plomo en adelante, entrando ya en Rumanía, cuando intentemos sufragar en palabras la inconmensurabilidad que Probă de microfon ha hecho surgir en nosotros, para con los entendimientos de los que hacemos gala, las aprehensiones orgullosas de los cines que hemos hollado con seguridad y con las puestas a punto, confrontadas, de las barreras que todavía hoy necesitamos ir capeando cuales vientos contendientes en pos de dilucidar las operaciones de un cineasta, Mircea Daneliuc, cuya obra de 1980 milagrosamente no censurada por el régimen de Nicolae Ceaușescu, entramado de sentido que se nos aparece al azar, precedido de una mínima elección, dista innumerables millas de ser inocente.
          Acogiendo en la medida de lo posible, cabalmente, las condiciones en las que una producción cinematográfica de inescapable carácter estatal lograba mostrarse al público, pensamos antes de todo en las pruebas materiales de las que los cineastas más avezados se sirvieron a lo largo de toda la dictadura para intentar construir, no de cualquier manera sino con traqueteado intelecto, sagacidad, las limitaciones de indefensa personal, a la larga de sometimiento comunicativo, y una vez erigidas, mostrarlas con indirectos tejemanejes estrechamente ligados al cine como ente de desvío en su cualidad capilar. El ejemplo paradigmático: Lucian Pintilie y Reconstituirea (1968). Emblemático hoy por el arrojo en la expresión sin ambages de los temibles subterfugios ladinos del Estado encarnado en seres que inevitablemente delegan su cháchara en circuitos de opresión circunstancial, estos minutos de película que no llegan a cien valieron al cineasta rumano un largo semiexilio como persona non grata, sospechoso habitual: sus retornos fueron breves, fugaces y de corta vida, hasta los incidentes en cadena de Timișoara, caída de los Ceaușescu. Pasados los años, pudo volver a pisar su tierra con una mínima entereza, sin embargo, fue ya imposible borrar la marca de cineasta transeuropeo, y esto marcó el devenir del resto de su trayectoria. En Reconstituirea los viajes alrededor del Viejo Mundo no habían empezado para Pintilie, y la escenificación de sus ficciones bordeaba alrededor lo indirecto de lo decible: el sonido adquiría, incluso más que en ninguna otra cinematografía coetánea, la mayor justificación para provenir de fuera, ser una tenue declamación de una rueda centrípeta donde cada silbido, chapoteo en el agua, comando de comprobación, formaba parte de un todo que se nos escapaba como espectadores, lanzados desde el comienzo hacia una construcción que se va reconstituyendo con los minutos, obligados a hacernos un mapa mental del lugar, emplazamiento natural, terrestre, mundano, del que Pintilie no nos dejará huir hasta finalizar el metraje. Una dispersión transgredida por la fuertísima concentración de una algarabía de circunstancias que desde fuera del encuadre viene a bocetar una tarde cualquiera donde elegido un mecanismo estatal casi banal ─un rodaje laxo en pos de escenificar una reyerta reciente; dar ejemplo; que no se repita─, terminaremos casi asediados, confundidos, al venírsenos encima sin sospecharlo a las claras el agobio del mundo profílmico que al principio de los minutos parecía darnos lugar a una grata indefinición, comicidad negra, regocijo en la autoconciencia rumana de su propia condición. Resulta peligroso atrapar al espectador y luego liberarlo en medio del barro. Pintilie no aprenderá la lección pero pagará la multa.
          Daneliuc retoma las enseñanzas que han hecho del cine rumano moderno una excepción incluso para su propio país, más allá de una Nueva Ola pasajera ─de fruición entre finales de los 60 y principios de los 70, más compleja que una mera recolección de lecciones de la modernidad del Oeste continental, como así lo atestiguan los filmes de Mircea Săucan─, emparentándose con la radicalidad estética más entrometida en las narices de las instituciones mismas. Probă de microfon supone la coalescencia de una forma cambiable de enfrentarse al mundo auditivo, visual, de la sociedad que le circundaba y que para darle de comer jamás encontró en el rumano un arma fiel: rebelde de nacimiento, educado en la buena ascendencia francesa, enemistado con las escuelas de cine del régimen y buen conocedor, por práctica propia, del correcto, aseado, documental estatal. Insistente en sus luchas con el aparato censor, algunos de sus filmes, como este que nos ocupa, lograron pasar la revisión, e incluso se nos antoja que por íntima unión con su montadora, Maria Neagu, y selección sin derroche de material a montar, ni un solo corte del filme parece impuesto externamente, es más, y aquí reside parte de la inquietud que le subyace, si algo fue cortado, el avance mental de una estructura pensada de antemano pero moldeada por experiencias de campo semeja tan imbricado en la contextura del pensamiento que lo concibió, de las fábricas, carreteras, dormitorios estrechos, internados femeninos, que un corte sería por supuesto sustantivo, pero no haría más que acrecentar esa invasión concéntrica de la mirada a la que uno se ve abocado, también a nivel sonoro, al sentar delante de su rostro el largometraje de Daneliuc.
          Estos juegos con el índice tan cuidadosamente reasentado para el espectador abotargado de Reconstituirea adquieren aquí una nueva forma: un rechazo entre la necesidad, la coyuntura y la astucia, por cautela, de un cineasta que decide inmiscuir ─lo venía haciendo desde sus primeras incursiones en la ficción: Cursa (1975)─ su propio cuerpo, rostro, biografía, socia ─Tora Vasilescu─, experiencias previas de militarización, trabajos furtivos como documentalista televisivo, discusiones eternas que circundan cada ámbito de la sociedad rumana, el privado, entre familia, la cual convive con el hijo en pisos apretujados, incapaz cada parte de buscar una independencia completa, el íntimo, al irnos a la habitación donde las parejas discuten las diversas pertinencias que les atañen, y el estatal, camuflado, expuesto, en extractos de situaciones, circunstancias, reales, de la Rumanía de la década entrante, nueve años antes del fin de ese empecinado estado de las cosas.
          Una ficción cuya tenue apariencia de disfunción o desubicación, que uno siente con respecto a ella, con respecto a su captación de los signos que le ofrece, hace poco más que seguir pausadamente un camino en zigzag, con rigor de obrero del régimen que no puede andarse con rodeos, fiel en su retrato a contradicciones y trabajos de campo que pueblan su existencia echada a valer a plazos. Al juntar estos retazos de diferentes registros circundando o concerniendo directamente a Daneliuc/Nelu Stroe, el filme se constituye como una serie de distraídas escenas sin aparente solución de continuidad indicial ─luego veremos que los índices militan entre cortes que ofrecen, en todo caso, poca seguridad para entender un plano de apertura a la manera de un plano de situación─, siendo fiel a cada paso y procedimiento de un Daneliuc a punto de cumplir cuarenta años, trabajador de la televisión estatal y enredado en un extraño ménage à trois.
          Al no condimentar nada, ya el mismo comienzo se nos presenta en expansión en cascada, una oleada de señales, indicaciones, en una estación de tren, en planos detalle, conjuntada con las reacciones de pasajeros ante el tablón de llegadas y salidas, mientras que diferentes voces en off, en su mayoría femeninas, nos relatan historias de abuso relacional. Los créditos con los diferentes miembros de la camarilla del filme se sobreimpresionan sobre estos planos y circulan por el cuadro, desapareciendo a la izquierda. La primera impresión, por tanto, es la de que aquí todas las voces suenan. Este hecho, que podría hacer imaginar al lector una suerte de barullo, cacofonía fílmica orgullosa por impudencia de poder salirse con la suya, no se encarna así en Probă de microfon. Estamos lejos de un naturalismo exacerbado en hipérboles desgranando con humor entre desesperado y amargo las vicisitudes tragicómicas del ciudadano rumano, el filme de Daneliuc posee las voces, y todas suenan, pero bajo una estructura expeditiva que no se presenta ni viste traje de gala al no hacerle falta mientras avanza porque su único objetivo es darse pie, existir, desarrollarse, encarnarse a través del montaje con urgencia, la que usa las herramientas del periodismo, de la filmación acuciante, los medios que en otras circunstancias servirían para encubrir, disimular, en este caso poniendo en cambio las cartas sobre la mesa: un espectador podrá ver los equipos de televisión, las cámaras, los micrófonos, la utilería de iluminación, la mecánica que construye la noticia. Al juntar todos estos estratos, archivos recuperados sin apilarse uno encima del otro aplastándolos, tenemos la sensación de que estamos ante un filme sin capas, en el que la operación de indagación más profunda solo traería frustración a un espectador acostumbrado, por ejemplo, a de que los relatos de urbanitas frustrados se llegue a una suerte de clarividencia sentimental, por funesta que sea, como en los irreprochables filmes de Pialat. La operación aquí se acerca más a la de juntar lo que el Estado había separado, las enunciaciones, los testimonios; por separado, son meros trozos de vida, juntos, la voz y el cuerpo, ambos de una procedencia diferente, irreconciliables, conciben una idea nueva en la mente del que ve y escucha. Esta mezcla de formatos, donde puede valer desde el Super-8, los 16 mm, el propio rollo de película, los extractos en vídeo de la TV, mostrados en choque, colapsa de frente con una romantización de los tiempos, incluso aunque su melancolía insinuase un claro desencanto: la revolución es como una mujer sin sonrisa. Un filme memorable como Gioconda fără surîs (Malvina Urșianu, 1968) así elegía filmar Rumanía. Apoyándose, como veníamos diciendo, en otra tradición más esquelética al no haber una gran variedad de camaradas auxiliando ni oportunidades para desarrollarla, Daneliuc confía en una escenificación cruda, tosca, donde el ojo podrá sentirse sinceramente agredido mientras no se le esconde la pobreza de la realidad que tiene si mira a los lados, y sinceramente agradecido, o confundido, por ofrecerle desde diferentes puntos de vista, confiando en un foco solícito, las herramientas que reconstruyen a cada segundo de subsistencia su ficción de realidad. Enseñanzas de verismo que recogería Alexandru Tatos, en lo concerniente a la mostración de materiales de derribo puestos a la contra del pueblo rumano. Nos referimos a Secvenţe (1982), mucho más que una versión deprimente de La nuit américaine (1973): no hay diferencia de entusiasmo, sí de direccionalidad, el filme de Truffaut avanza hacia un núcleo ensimismado de cinefilia, el de Tatos quiere escapar hacia fuera mientras se pueda salir con la suya, llegar hacia el que habitualmente no participa de los susodichos materiales, técnicos, electivos, que asimismo usa el filme de Daneliuc.
          Por estas maniobras indirectas acogidas en un découpage que cuestiona su propio punto de vista en una duplicidad dúctil, el filme cubre desde la angulación cambiante un espectro de visión que parece escapar a la simple mirada de director con personalidad aprehensible. Poniéndose en cuestión y extendiéndose sobre la vibrante tela de un cine que redirige sus balas automáticas hasta un objetivo claro, no lo veremos hacer aparición hasta el acto final, la inserción del individuo en una formación militar infinitamente retrasada, que parece haber estado siempre ahí, dispuesta desde cientos de despachos para trocar el fusil de informaciones estatales en una consecución directa a una esclavitud orgullosa, centrípeta y letal; al irse amontonando horizontalmente, sin apilarse, las imágenes a distancia variable que propone Daneliuc, se acumulan sin pisarse, contradiciéndose, tantas impresiones, hechos, nada más que hechos, reflexiones tan abundantes y de una reciprocidad ambigua, que terminamos alcanzando una vaga noción, cada vez haciéndose más fuerte, de que el filme ha llegado al límite de lo decible, de lo considerable, de aquello que se puede deliberar, en cualquier sociedad oprimida, en cualquier sociedad, diríamos. Apartando los sentidos de todas las cavilaciones políticas, cínicas, derrotistas, sentimentales, que pueblan Probă de microfon ─tres sentimientos haciéndose la guerra uno a uno─, solos de nuevo en la estación, y solo de nuevo Daneliuc, avanzan casi por defecto, personaje, filme, discurso, técnica, hacia la centralización de la mirada, una claustrofóbica celosía inversa de una limpidez geométrica que el filme no había conocido hasta entonces; corremos, caemos, hacia la pronta y venenosa subestandarización de las cosas del mundo, formando fila, actuando como subfusiles que no se consumen a sí mismos como los objetos o personas filmados en un filme de Godard, que parecen terminar su función cuando acaba un plano ─la rueda de una bicicleta rematará el giro antes del corte, la sonrisa de un crío ultimará su esbozo en la vida de un encuadre─, lo que hacen no podría subsistir con tanta independencia en un filme que busca estos subterfugios, recordemos, la mera subsistencia en el presente de un material así significa, conlleva, haber atravesado cientos de escollos para que el metraje no fuese escondido, tirado a la basura, o directamente puesto a arder en el humo de los pensamientos indiscretos.
          Daneliuc piensa aquí de una manera interjectiva, popularmente ─el pueblo rumano siempre a medio camino entre el estupor y la conciencia inflada de sí mismo─, una puesta a punto de las distancias que termina, gracias a Dios, espacializando la casa del cine, reacomodando con cosquillas incómodas algo más que una crítica al régimen, algo más que un simple cuento de fervor extramarital salpicado de testimonios veraces de obreros y campesinos, pero algo menos, por suerte, que una lúcida sátira de la televisión estatal teñida de apariencia de falso documental; el reportaje, aquí, está plenamente formalizado, problematizado simplemente haciendo al espectador consciente del recorrido que uno tarda en ir de un sitio a otro para filmar algo, de cómo un metraje inofensivo de una familia persiguiendo a su perro ─se bromea con filmar a lo Lelouch─ puede ser transformado el domingo siguiente en un panegírico absurdo de amor a los animales al emitirse por la televisión, mero muzak entre pico y pala. Ya no es solo la televisión lo que se filma aquí, la que termina por agrietarse. Caen las balas, se muestran las grietas, pero la representación agujereada supera, se niega a extralimitarse hacia una única forma de control, lo que dejaría al filme en una simple coyuntura atrevida, alabable por situación temporal e histórica. No hablamos de filmar el conjunto de televisiones supervisadas por mano de hierro, sino de introducirnos dentro de los propios comandos que terminan cortando hasta nuestra propia visión parcial del mundo: una transición, la de la televisión codificada, la que no transmite, que permeará el tercio final del filme, partiendo escenas, secuencias, como un vinilo cuya aguja queda atascada, violentación difícilmente conmensurable con el lenguaje, una serie de desconexiones, apagones, que niegan la transición misma, nos recolocan en un paisaje donde las luces del pensamiento solamente pueden reflexionarse hasta la siguiente orden, desde que la periodista enuncia en alto que el micrófono está haciendo pruebas hasta que el cámara dicta su certero corten.
          A medida que otros países del bloque oriental iban quemando etapas, redefiniendo su mal llamado comunismo, rescatando a sus previos mártires ejecutados como ejemplos de conducta, el Estado permitía filtrarse una parte de la historia colapsada, una década perdona los pecados de los rebeldes fallecidos y los redime en emulsiones fotosensibles, aunque de raíz, la subversión, el ataque frontal, serán casi siempre borrados, encajonados. Solo así nos podemos explicar que Hungría, a pesar de haber lidiado con la censura de forma insistente, lograse historiar, parcial pero contundente, sus propios hitos, incluso etapas oscuras ─la era Rákosi─, ya entrados los 80. Antes de las variadas revoluciones de 1989, los húngaros habían poseído la irresoluta licencia de contarse a los ojos del mundo. Rumanía, en los tiempos en los que Daneliuc luchaba su independencia a cal y canto, no podía consentirse tal lujo, atrapada en un presente de rostros ocultos, trajes fuera de campo, fuera de la ficción, una Securitate invisible. El retraso se habrá de notar al derramarse la historia del tazón, cuando la revolución establezca una tajadura clara y el cine deje aparecer al inconsciente cabreado, alma desabrigada, mostrarse ordinario y paradójico comenzados los 90, manteniéndose aún hoy este estado vacilante.

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SIETE HOMBRES A DEBATE

“Sept hommes à débattre” (Claude Chabrol, Jacques Doniol-Valcroze, Jean-Luc Godard, Pierre Kast, Luc Moullet, Jacques Rivette, François Truffaut), en Cahiers du cinéma (diciembre 1963 – enero 1964), núms. 150-151, págs. 12-23. Sección – QUESTIONS SUR LE CINÉMA AMÉRICAIN.

El lector, si echa un vistazo al índice de este número, puede preguntarse por qué no se actualizan tres artículos del número 54: «evolución del wéstern, evolución del filme policiaco, evolución del filme musical».
          ¿Por qué? Por una razón muy simple: nadie se ofreció a escribirlos. Y, tal vez, ¿puede que ninguno de estos géneros haya evolucionado desde 1955?

LUC MOULLET. ─ Actualmente, el wéstern se limita solamente a la televisión. Los wésterns solían ser en su mayoría series B, y ahora ya no hay películas de serie B. Así que solo se hacen siete u ocho wésterns al año, en Hollywood, para el cine.

JACQUES RIVETTE. ─ Sin embargo, es el único de estos tres géneros del que todavía vemos, de vez en cuando, ejemplos: Ford sigue haciendo wésterns. Lo que ha cambiado es que ahora todas son películas importantes, con grandes presupuestos: en cambio, lo que falta es, precisamente, la pequeña película de serie B. En el pasado, había una continuidad en el wéstern y, de esa continuidad, sobresalieron algunas grandes películas.

JEAN-LUC GODARD. ─ Tenemos que coincidir en dos cosas: el wéstern ha desaparecido como género económico, como industria. Hoy, el género aún existe, pero desde un punto de vista puramente estético. Antes, era parte de la industria de Hollywood: al igual que con los automóviles, hay coches pequeños, grandes y de medianas cilindradas; antes, había toda una parte de la industria de Hollywood dedicada solo a los wésterns.

CLAUDE CHABROL. ─ Todavía hay wésterns, pero son tan pequeños que no conseguimos darlos a conocer.

RIVETTE. ─ Por tanto, lo que ha desaparecido no es el gran wéstern, ni el pequeño wéstern actual, sino el wéstern como objeto industrial, casi estructural: todos los wésterns de la Universal que Rosenberg producía cada año, que ahora produce Mutiny on the Bounty (Lewis Milestone, 1962), y todo el mundo parece estar contento.

GODARD. ─ En el pasado, el espectador tenía 50 wésterns para hincar el diente. Hoy solamente tiene 10. ¿Y todavía existen los policiacos? Yo creo que no, en absoluto.

CHABROL. ─ Evolucionaron. Las novelas policiacas también evolucionaron, ya no hay. Es todo el género policiaco lo que prácticamente ha desaparecido. Dejadme daros un ejemplo: The Hustler (Robert Rossen, 1961) es el equivalente a un policial de preguerra, o de la época del número 50. Cumple con todos los criterios de la série noire. Si mal no recuerdo, esta es una película de presupuesto bastante medio, que es característico de un filme policiaco real. Pero este ha evolucionado: ya no parece un filme policiaco, cuando en realidad proviene de él. La prueba, encontramos allí la escena tradicional de las manos masacradas. Y lo aún más decisivo: las tazas blancas donde se sirve el café por la mañana, con el hombre y la mujer cara a cara, en el bufet de la estación.

RIVETTE. ─ Dicho esto, The Hustler figura como el evento de hace dos años: era la única película de este género que habíamos visto en seis meses. Y, desde entonces, ¿qué ha salido en dos años?

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CHABROL. ─ Bueno, Baby Jane (Robert Aldrich, 1962), es una película policiaca…

RIVETTE. ─ Las contamos; mientras que hace diez años, ¡salían en promedio tres por mes! Y en cuanto al musical…

PIERRE KAST. ─ No hay más, en la medida en que las nueve décimas partes de la comedia musical eran una especialidad de la Metro, y sobre todo de Arthur Freed, que abandonó el género.

CHABROL. ─ Está West Side Story (Robert Wise, Jerome Robbins, 1961)…

GODARD. ─ My Fair Lady (George Cukor, 1964)…

RIVETTE. ─ Tanto la una como la otra son adaptaciones de éxitos de Broadway, su enlatado sistemático.

GODARD. ─ Sí, pero aquí, si la comedia musical ha desaparecido, más aún que los demás géneros, es sobre todo por motivos económicos. La comedia musical era el gran escenario de la Metro, había cantantes, escritores, bailarines pagados mensualmente, hasta por no hacer nada, pagados anualmente, bueno que estaban ahí todo el tiempo; y, desde el día en que la Metro ya no les pudo pagar…

FRANÇOIS TRUFFAUT. ─ El cine musical fue a menudo deficitario, incluso antes del declive de otros géneros.

CHABROL. ─ No creo que se cerrara el departamento del musical por ese motivo.

RIVETTE. ─ Porque cerraron todos sus departamentos… Pero quizá hay un género que aún existe más o menos, aunque nunca haya sido clasificado como «género»: es el cine de guerra. Siempre se han hecho películas bélicas, y eso continúa.

MOULLET. ─ Siendo el cine americano un cine funcional, al principio había dos géneros: el wéstern, porque, hacia 1900-1915, seguía siendo de actualidad; junto con el filme policiaco a partir de 1927, con Sternberg, porque se estaba volviendo un tema de actualidad. Pero hoy, todo ha pasado de moda, buscamos algo nuevo. El wéstern es reemplazado por películas de aventuras, que se desarrollan en todos los países del mundo, pero jamás en los Estados Unidos. El filme policiaco sobrevive un poco; pero se escogen principalmente como temas los acontecimientos recientes, es decir la Segunda Guerra Mundial y, luego, la pesadilla de la bomba atómica, que se refleja tanto en estas películas de guerra como en la ciencia ficción, que está muy extendida. Pero la ciencia ficción se limita a las películas de serie Z. Hay 20 o 30 de ellas al año; casi todas son películas de ciencia ficción o prehistóricas, que por cierto son la misma cosa.

La última página

RIVETTE. ─ En mi opinión, otra cosa que también ha desaparecido, desde hace siete u ocho años, han sido las historias originales. Hace ocho años, debido a que todavía existían géneros como el wéstern o el cine policiaco, y sobre todo en la medida en que las compañías pagaban anualmente a los guionistas, cierto número de estos guionistas escribían historias personales, dentro de los géneros preexistentes, sabiendo que si permanecían bajo los límites de estos géneros, y respetaban las apariencias, podían expresarse en ellos. Hubo, entre los cuarenta y los cincuenta, muchas películas interesantes hechas a partir de historias escritas directamente para el cine.

CHABROL. ─ Tengo mis sospechas. ¿Estamos seguros de que dichas historias no fueron adaptaciones pasadas por el molinillo, hasta tal punto que ya no era necesario ni poner el nombre del escritor?

TRUFFAUT. ─ No lo creo.

RIVETTE. ─ Creo que hubo una proporción de un 50% de adaptaciones más o menos fieles, y otro 50% de historias originales, escritas directamente por personas que habían sido contratadas por primera vez para adaptar un Niven Busch o un Chandler, y que, a fuerza de adaptarse a una manera cada vez más infiel, habiendo mostrado así su savoir faire, acabaron por convencer a su productor y escribiendo una historia propia, siempre y cuando permaneciese en la línea. Ahora bien, la película estadounidense filmada a partir de un guion escrito directamente para el cine, creo que ya casi no existe.

MOULLET. ─ Hay una muy buena razón para esta evolución, y es la explosión de la industria del libro, en los EUA, no ha despegado hasta los últimos años. Hoy en día gana más dinero que el cine. América ha empezado a leer.

RIVETTE. ─ Esto explica por qué se están haciendo cada vez más películas basadas en los libros más vendidos.

CHABROL. ─ Hay programas en la televisión como «Lectures pour tous» (el mismo fenómeno ocurre en Francia), donde un tipo viene a vender su ensalada, y si simpatiza con los espectadores, al día siguiente compran su libro, que no leen, por cierto…

MOULLET. ─ Leen la última página, donde se resume el libro.

RIVETTE. ─ Pero si mucha gente ha comprado la última página, les entran ganas de ir a ver la película.

KAST. ─ La transformación de los best sellers en películas ha devenido en una regla absoluta…

CHABROL. ─ Ese asunto siempre ha estado ahí. Pero ahora, creo que nueve de cada diez películas estadounidenses son adaptaciones de best sellers: ya sean de libros…

GODARD. ─ O acontecimientos…

KAST. ─ Sí, The Longest Day (Ken Annakin, Andrew Marton, Bernhard Wicki, 1962).

GODARD. ─ Incluso la vida de Cristo está adaptada de los best sellers, y no directamente de la Biblia: ¡le pagan cuatro millones por los derechos a un tipo para hacer la vida de Cristo!

JACQUES DONIOL-VALCROZE. ─ Pero, si los géneros estructurales han desaparecido como tales, ¿las causas son realmente económicas? La ley antimonopolio había amenazado ya sus tradiciones; sin embargo, a partir del 55, esta primera crisis se reabsorbió…

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CHABROL. ─ Tengo una explicación, pero no estoy seguro de que sea verdad. Estos jefes se dieron cuenta de que la gente ya no iba al cine, optaron por el método equivocado. Se decían a sí mismos: «Debemos cambiar todo, vamos a hacer todo lo que no hemos hecho y dejar de hacer todo lo que hicimos»; y partieron de nuevas bases que, al final, fueron perjudiciales, ya que la gente ya no iba al cine por el simple hecho de tener TV; ahora están comenzando a volver. Creo que los géneros volverán a aparecer, y el próximo número, en cuatro años, explicará el renacimiento del género policiaco, del wéstern, simplemente porque los productores se verán obligados a volver a sus viejas recetas, como antes del 55… Intenta explicar que en el 58 el cine americano estaba en pleno auge, se reirán de ti; ¡en el 58 estaba desesperado!

DONIOL-VALCROZE. ─ Pero ya en el 55, si la producción estaba en gran déficit, la explotación aún obtenía ganancias. Y si no hay más géneros, no hay que contestar «TV», ya que esta primera crisis ya estaba bajo control en el 55-56.

TRUFFAUT. ─ La televisión ha absorbido los «géneros probados», y las películas se han individualizado más, son películas hechas por productores, y los productores que están montando negocios prefieren venir con el gran libro del que se habló el año pasado que filmar un guion anónimo. Se ha vuelto más personal, a la manera europea; la película tiene una existencia vinculada a su productor; y esa es sin duda una de las consecuencias de la ley antimonopolio.

CHABROL. ─ Considerando que, cuando se tomaban a personas bajo contrato, había un cierto sistema de producción, autoabastecido. Si tenías un centenar de personas contratadas, les harías hacer el tipo de películas por las que les pagaste. Si contratabas a 30 tipos para que hicieran policiacos, hacías policiacos.

DONIOL-VALCROZE. ─ Pero en el 55, la Metro ya había despedido a 40 de 50 de sus guionistas.

RIVETTE. ─ ¡Y desde entonces, han despedido a los diez que quedaban!

TRUFFAUT. ─ La Metro se parece ahora a Cocinor-Marceau. Las grandes empresas se han convertido en casas de distribución que acogen diferentes productos, mientras que en el pasado, cuando ibas a ver una película, desde la primera bobina, sabías aproximadamente cómo terminaría.

RIVETTE. ─ Solo por la calidad de la foto, o los decorados, o el estilo de la puesta en escena (por ejemplo, las películas de la Universal estaban más cortadas que las de la Metro), sabíamos de qué compañía era.

CHABROL. ─ Los montadores de Universal hacían ocho planos-contraplanos en un diálogo, la Metro cuatro.

TRUFFAUT. ─ Incluso se podría decir que las películas de la Metro contaban historias que a menudo se desarrollaban durante una gran cantidad de años, mientras que las otras productoras se aprovechaban de los momentos de crisis. Finalmente, nos gustaba el cine estadounidense porque las películas se parecían. Nos gusta menos ahora que son diferentes entre sí.

DONIOL-VALCROZE. ─ Por tanto, el cine americano se ha europeizado…

GODARD. ─ El cine europeo también ha cambiado…

RIVETTE. ─ Digamos que se han retroalimentado el uno al otro, simplemente el cine americano ha dado ocho pasos, mientras que el europeo ha dado dos.

Las jugadas equivocadas

GODARD. ─ De hecho, hay una gran caída en la calidad general. La razón por la que nos gustaba tanto el cine americano era porque, de 100 películas, digamos, un 80% eran buenas. Actualmente, de 100 películas, el 80% son malas.

TRUFFAUT. ─ Yo también lo creo. Lo que apreciábamos era el savoir faire; ahora todo es inteligencia, y la inteligencia no tiene ningún interés en el cine estadounidense.

GODARD. ─ Este es el ejemplo de Anthony Mann, que fue un gran autor cuando le pagaban semanalmente y le empleaban. Ahora está haciendo The Fall of the Roman Empire (1964).

RIVETTE. ─ Lo principal sería el hecho de que las grandes casas, que eran casas de producción, se han convertido en compañías de distribución que firman acuerdos con productores independientes.

CHABROL. ─ Cuando no se convirtieron en pozos de petróleo…

RIVETTE. ─ Esto explica el ascenso, desde hace ocho años, de la United Artists, la primera compañía en seguir esta política. Hace ocho años, la United Artists era una empresa secundaria en la Metro: ahora son igual de importantes.

CHABROL. ─ Sin embargo, creo que todavía quedan allí algunas personas contratadas. Minnelli, por ejemplo, todavía tiene contrato en la Metro.

RIVETTE. ─ Sí, pero es la excepción. Son los supervivientes del antiguo sistema. La cuestión aquí es: ¿quiénes son las personas que actualmente hacen películas, ya que ahora cada filme se hace de forma aislada? Descubrimos que hay de todo: productores veteranos de grandes compañías, que ahora son completamente responsables de sus películas, actores, directores e incluso guionistas que han tenido éxito y han logrado tomar el control de sus obras. Para esta gente que plantea sus películas como un asunto independiente, ¿cuál es el criterio financiero sobre el que se apoyan? Están obligados a ser financiados por una gran empresa o por un banco (que es más o menos lo mismo). ¿Qué pueden hacer? Solo una cosa: montar su negocio, convertir sus películas en un título.

CHABROL. ─ Lo que les importa tener un título, sí, pero también los actores. Por eso los actores son ahora tan poderosos: hemos vuelto a la época de las estrellas.

RIVETTE. ─ Estamos, por lo tanto, ante un cine que ha perdido sus estructuras temporales. Quiero decir que cuando había tal actor o tal director, bajo contrato, por una manera de hacer las cosas, ese acuerdo duraba diez años… Hoy se hace un cine puramente presente, pero “espacial”: es decir, se construye un sistema válido para una sola película, pero una película dirigida al mundo entero.

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CHABROL. ─ La historia de The Train (John Frankenheimer, 1964) es extrañamente característica. Esto es lo que pasó: está Arthur Penn, que tiene la idea de la película, y un productor atado a la «William Morris». Van a ver a Lancaster. Y, cuando Lancaster entra en juego, él es el que toma el control.

RIVETTE. ─ ¿Pero por qué?

CHABROL. ─ Porque es una de las estrellas.

RIVETTE. ─ Porque estamos en un cine de jugadas: todos intentan jugar la mayor apostando por Lancaster. Y es por eso que Lancaster adquiere tanta importancia y autoridad. Él mismo está desbordado por este tipo de jugada, por la magnitud de esta tirada de dados. Le supera realmente.

CHABROL. ─ Sin embargo, fue él quien echó a Penn.

TRUFFAUT. ─ Casi por inercia.

RIVETTE. ─ Creo que, en un caso como este, todo el mundo lanzó a Lancaster para que echara a Penn, porque todos tenían un interés personal en hacer de la jugada la más grande posible.

CHABROL. ─ ¿En qué Frankenheimer es más importante que Penn?

TRUFFAUT. ─ No es un cambio de director, es un cambio de filme.

GODARD. ─ Fue simplemente porque Penn no filmó la locomotora del tren en contrapicado. No había hecho un plano contrapicado, eso es todo. No parecía «monumental», ni una superproducción. Habíamos perdido el miedo, la llegada del tren ya no nos resultaba impresionante. Se trata de la generalización de los métodos Selznick, desde hace veinte años.

KAST. ─ Lo que sí resulta característico, y una especie de contraprueba, es la forma en que Zanuck produjo la película de Wicki, The Visit (Bernhard Wicki, 1964). Su idea inicial era rodar la película en escenarios naturales, en Yugoslavia, con un pequeño presupuesto. Pero se dijo a sí mismo: «Wicki es el más grande de los directores europeos, voy a convertirlo en el mayor director del mundo» y llegó a la siguiente conclusión: «No podemos hacer una película de menos de tres millones de dólares».

GODARD. ─ Antes, no habría necesitado hacer tal cálculo, porque tenía, en todo el mundo, un circuito organizado de salas que automáticamente habrían proyectado el filme. Eso ha desaparecido: entonces tenemos que transformar el producto, readaptarlo a otras necesidades. Solía haber un mercado global automático, hoy es condicional.

DONIOL-VALCROZE. ─ Las compañías ya no controlan los cines que tenían en 1947, antes de la ley antimonopolio.

CHABROL. ─ Todavía los controlan.

GODARD. ─ En París, desde 1950, hay muchas salas controladas por los Estados Unidos. De hecho, el cine americano nunca había sido tan poderoso. Desde el punto de vista hegemónico, ninguna película puede funcionar hoy en día si, tarde o temprano, no la compra Estados Unidos, o si, de una forma u otra, los estadounidenses no están en la jugada.

RIVETTE. ─ Todo tiende a convertirse cada vez más en una suerte de cine mundial, o como mínimo un cine de la OTAN y SEATO.

DONIOL-VALCROZE. ─ El mercado de medio mundo.

GODARD. ─ Yo soy autor, hago películas por mi cuenta. Ya seas Stanley Kramer o la MGM, haces prácticamente el mismo tipo de películas. Y si hago una película con Kramer, no lo voy a hacer mejor que con la Metro, más bien peor.

Los esclavos libres

Anteriormente, el productor era un hombre. El dinero y el productor eran lo mismo, no una presencia abstracta y difusa, sino un hombre contra el que luchabas. Si bien hoy, lo más difícil es que, como el productor es todo el mundo, ya no sabes a quién dirigirte, has de enfrentarte a un espíritu general. Cuando hoy buscas colocar un guion, no puedes hablar con una persona específica, y este proceso dura meses y meses. Antes, hablabas con Goldwyn. Hoy, diez personas son los productores de una sola película: es un nivel de intermediarios el que finalmente hace la película.

TRUFFAUT. ─ Tal vez debamos admitir que nos equivocamos al celebrar, hace unos años, la emancipación del cine estadounidense, porque en verdad, fue el principio del fin ─comenzó con Stanley Kramer y la desaparición de los métodos cinematográficos tradicionales. Decíamos: el cine americano nos encanta, sus cineastas son esclavos; ¿y si fueran hombres libres? Y, desde el momento en que son hombres libres, hacen películas fastidiosas. En el momento en que Dassin es libre, va a Grecia y hace Celui qui doit mourir (Jules Dassin, 1957). En definitiva, nos gustaba un cine en serie, de pura manufactura, donde el director era un ejecutor durante las cuatro semanas de rodaje, donde la película era montada por otra persona, aunque se tratara de la obra un gran autor. Esto es lo que decía Ophuls en el núm. 54, aunque no nos dimos cuenta de que era vital, para el cine estadounidense, trabajar en estas condiciones. Porque la libertad en el cine muy poca gente la merece: implica controlar demasiados elementos, y es raro que una persona muestre un talento excepcional a lo largo de todos los momentos del rodaje de una película.
          Por otra parte, había una gran modestia en el cine norteamericano, derivada de la crueldad de sus negocios. A Goldwyn le importaba un comino el prestigio: conseguía algunas realizaciones prestigiosas al año ─pero de lo que estaba particularmente orgulloso era del poder de su productora Desde el momento en que se individualizan las películas (en sus métodos de fabricación y producción), los productores se identifican con el filme, apuntan más a las recompensas, a los Óscar. Se convierte entonces en un cine que tiene todas las fallas por las que el cine europeo es criticado, sin tener sus ventajas.

GODARD. ─ Hace seis años, tuve la oportunidad de hacer una película por primera vez. En ese momento, solo pensaba en el cine estadounidense, en películas que conocía. Fue el modelo a emular. Hoy, es la cosa que evitar.

MOULLET. ─ Pero los norteamericanos pensaron lo contrario, en vez de hacer un nuevo cine norteamericano sobre las mismas bases, pero con un espíritu diferente al de hace diez años, hicieron una copia del cine europeo, reteniendo únicamente sus aspectos más superficiales. Antes, el cine estadounidense era un cine nacional, asentado sobre bases extremadamente sólidas, mientras que hoy es propiamente alienación.

GODARD. ─ Lo bueno del cine americano es que era espontáneo, en lo que respecta a todos sus niveles; hoy se ha vuelto calculado. La mente de los americanos no es muy adecuada para calcular.

CHABROL. ─ Los tipos eran prisioneros e intentaban salir de las jaulas. Se están volviendo mucho más cautelosos y tímidos de lo que eran antes. Es de locos; estoy convencido de que a día de hoy Dassin ni siquiera podría concebir Thieves’ Highway (1949).

TRUFFAUT. ─ No es la película que querría hacer un hombre libre. Tienes que ser un asalariado para hacer ese filme, fue un buen cine de asalariados.

KAST. ─ Es mejor hacer un buen cine de asalariados que un mal cine de autor.

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GODARD. ─ La primera vez que haces un filme, te dices: «¡Ah! Si pudiera ser libre» y, la quinta o la sexta vez, nos damos cuenta de que ciertas limitaciones son beneficiosas, y que la dificultad de ser libre en el cine es parte del cine.

TRUFFAUT. ─ Cada vez que conocíamos a un director estadounidense en París, nos llamaba la atención su modestia: se veía a sí mismo como el engranaje de un negocio.

RIVETTE. ─  Modestia, verdadera o falsa.

TRUFFAUT. ─ ¡Ah, no! Verdadera modestia.

RIVETTE. ─ Hawks o Ford no eran los engranajes de un negocio.

TRUFFAUT. ─ Estoy hablando de Nicholas Ray.

CHABROL. ─ Pero Ray lo sufrió.

RIVETTE. ─ Habiendo dicho eso, creo que tenemos que tomar el cine americano como es en 1963, y no ser universalmente pesimistas. Por ejemplo, el cine de género tenía sus lados beneficiosos. Pero también presentaba sus lados aterradores. Cuando ves de nuevo ciertas películas estadounidenses (aparte de los grandes filmes de Ford, Hawks o Hitchcock, que son casos especiales) de las décadas de 1940 a 1950, a veces te sorprendes muy felizmente. Pero otras veces quedas terriblemente decepcionado. En general, acabábamos terriblemente decepcionados con las películas ambiciosas y muy felizmente sorprendidos con las películas francamente comerciales.

TRUFFAUT. ─ Es absolutamente cierto, y Desperate Journey (Raoul Walsh, 1942), vista en televisión, es formidable.

RIVETTE. ─ Y, por otro lado, Caught (1949) de Ophuls, es muy molesta. Ophuls trabaja con un guion que no le interesa. Le pusieron a hacer lo que menos le conviene.

KAST. ─ Lo que podemos decir es que muchos directores, que podrían dar lo mejor de sí mismos en este molde, se encuentran de repente trasplantados a un molde para el que no están hechos, del que no están dispuestos a asumir los riesgos, porque la libertad conlleva sus riesgos…

RIVETTE. ─ En realidad, nos gustaban tanto las películas de Ray como las de Stuart Heisler. Obviamente, no las confundíamos. Pero, en los últimos años, se ha hecho evidente que diferentes individuos, como Ray y Heisler, se vieron obligados a someterse a una especie de molde preexistente; pero es muy difícil saber cuál era el verdadero valor de ese entorno. Hoy vemos a ciertos directores, que fueron apoyados por ese molde, colapsar repentinamente: Mervyn LeRoy era alguien que se engañaba a sí mismo en la Metro ya que contaba con los mejores actores y los mejores guiones. Fuera de ese molde, no es nadie, es la nada. Y, al contrario, algunos han logrado, como Preminger, aprovechar esta libertad. Las películas recientes de Preminger son más interesantes que sus películas más antiguas, aunque son discutibles. Finalmente, otros como Ray se perdieron en esta ya mencionada libertad.

TRUFFAUT. ─ El equivalente a la libertad de Preminger lo encontramos en Ray cuando hizo Rebel Without a Cause (1955).

GODARD. ─ Ray está demasiado preocupado de sí mismo, se hace demasiadas preguntas y al final se lastima. Necesita a alguien que le pueda señalar cuándo sus ideas son buenas y cuándo son malas.

Falsos raccords

KAST. ─ Hay algo que persiste del antiguo sistema. Jane Fonda nos dijo que, en Chapman Report (1962), lo que más le sorprendió fue que George Cukor no podía decidir sobre el montaje.

GODARD. ─ Lo que hay que decir es que, si Cukor quisiera, podría. Pero, sin embargo, no quiere pelear por llegar a su sala de montaje, no quiere pelear para generar un acuerdo; si quisiera, podría permitirse una sala de edición en casa. Con esto no quiero decir que hubiera sido mejor o peor. Lo que llama la atención, cuando hablo con Nicholas Ray, es que cada vez que me gusta mucho una de sus películas me dice: «Bueno, hay uno o dos planos que me gustan, había un hermoso travelling; una foto bella», cosas así. Y los directores norteamericanos no sufren, mientras que los directores europeos, buenos o malos, si les cortas una palabra o un diálogo de su hora y media, se consideran unos miserables… Ray, que es más sensible, que es uno de los pocos con mentalidad de autor, no se enfurece por este tipo de cosas. Él es triste; no es lo mismo.

DONIOL-VALCROZE. ─ Cuando señalamos que el cine americano se ha europeizado, nos referimos más al nivel de sus estructuras que al modo de ser y de comportarse de sus directores.

GODARD. ─ Al mismo tiempo, ocurre otra cosa: Preminger me había ofrecido una película en los Estados Unidos, y le dije: «Me gustaría rodar una novela de Dashiell Hammett». Y no funcionó, porque quería que hiciera algo sobre Nueva York.

RIVETTE. ─ À bout de souffle (Godard, 1960) en Main Street.

GODARD. ─ Lo que quería hacer era un pequeño wéstern.

RIVETTE. ─ Obviamente, Preminger no puede entender eso.

GODARD. ─ En Estados Unidos nadie lo entiende.

TRUFFAUT. ─ En mi opinión, la decadencia del cine americano comenzó cuando quisieron rodar las películas en los lugares reales de la acción. Las estrellas estaban muy entusiasmadas con ello, por su admiración hacia las películas neorrealistas italianas y, además, permitió a los productores usar sus fondos bloqueados aquí y allá. Previamente, el cine americano reconstruyó bosques en el estudio: Sergeant York (Howard Hawks, 1941). Desde el momento en que se fueron a filmar Argentina en Argentina, la cosa empeoró.

RIVETTE. ─ Cuando van a Argentina, eligen lo que se parece a lo que hicieron en el estudio.

MOULLET. ─ Tengo la impresión de que el hecho dominante, tanto en el cine como en otros lugares, es el desmoronamiento de la pirámide. Toda la fuerza del cine estadounidense estaba en su estructura piramidal: había cuarenta películas que no estaban mal y cinco obras maestras. Ahora, hay casi tantas grandes películas como películas promedio. Es el signo de la muerte de toda actividad.

CHABROL. ─ Para que haya cien buenas películas en cualquier país, hay que rodar quinientas.

TRUFFAUT. ─ Estados Unidos fue el único país en el que el filme sin ambición fue de calidad. Este fenómeno sigue siendo único.

(Reconozcámoslo: tantas preguntas… Pero aquí algunas respuestas, de primera mano).

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LA NOCHE AMERICANA; por Pier Paolo Pasolini

La nuit américaine (François Truffaut, 1973)
Pier Paolo Pasolini

en Las películas de los otros. Ed: Prensa Ibérica, 1999; págs. 159-163.

Para poder hablar con la precisión analítica que desearía, debería “leer” La nuit américaine de Truffaut en moviola. He visto en el cine algo parecido a la gran reproducción de un cuadro, no el cuadro. El crítico debe observar el cuadro de cerca, mirando y volviendo a mirar detalles particulares, pasando y volviendo a pasar cien veces con la nariz por la superficie pintada. El “rastro” de la pincelada es uno de los caracteres esenciales de la pintura; y así los eventuales contornos, las superficies veladas, los fondos, etc. la “materia” en suma hasta en sus granulados y en sus matices más impalpables. Hablar de La nuit américaine sin su análisis en moviola significa hablar improvisando. Me conforta la idea de pensar que son lícitos todos los posibles modos de hablar de una obra.
          Antes de nada, ¿por qué esta absoluta necesidad de un análisis en moviola del filme de Truffaut? Bien, porque éste es un filme pensado, escrito y rodado por el montaje: probablemente Truffaut se ha encontrado el filme ya casi montado en la moviola.
          Pero ésta es una característica de los filmes comerciales y más concretamente de los filmes comerciales americanos, y este filme no era más que su fiel reproducción visual.
          La relación entre primeros planos y panorámicas, entre campo y contracampo, entre movimiento de cámara y movimiento de cámara, etc., todo estaba previsto en el guión hasta el mínimo detalle, y el director no era, pues, más que un ejecutor. Él se limitaba a rodar ─página por página─ el guión (el contrato lo decía claramente): una vez acabado el rodaje, dejaba el campo libre y daba paso al técnico de montaje, quien controlaba y retocaba la obra de reproducción visual desde el guión escrito, uniendo la una con el otro, con “conexiones” irreprensibles, los diversos encuadres (que casi siempre eran breves planos-secuencia). Truffaut ha hecho, técnicamente, la misma cosa. Juraría que el guión de La nuit américaine ha sido escrito con todas las indicaciones, en una terminología perfecta hasta la pedantería. En este sentido ─y solo en este sentido─ tienen valor en La nuit américaine las “referencias” a otros filmes (el momento en que el director abre un paquete con monografías de páginas aún no cortadas, sobre directores, prevalentemente americanos, Hitchcock, Hawks, etc.). Solo que, a diferencia de los filmes americanos, pensados, escritos y rodados de forma expresa para ese montaje que les habría dado su forma definitiva, calculada en abstracto y por pura experiencia de oficio, el filme de Truffaut está pensado, escrito y dirigido pensando en un montaje que más que concebido como una operación práctica, lo es como operación estética.
          Pues Truffaut, al rodar el filme, se ha degradado, en un cierto sentido, al rango de ejecutor, como los directores en películas americanas (que en el mejor de los casos ─debido un poco al azar─ se convierten en maravillosamente objetivos, es más, en verdaderos y auténticos objetos como en Ford): pero este rango subordinado no es para Truffaut más que rígida disciplina a una restricción formal querida por él mismo, y sobre todo su diligente y riguroso trabajo artesanal, se proyecta hacia atrás de la luz ennoblecedora del fin artístico, es más rigurosamente estético, que no estaba ciertamente en las intenciones de los directores comerciales del mito americano (y es en este sentido, pues, que se justifican, en el catálogo de las monografías metalingüísticamente referenciadas en el corazón del filme, los nombres de Rossellini y Godard). «Yo realizo cine técnicamente perfecto como un mítico artesano americano de la vieja guardia ─parece decir Truffaut─ pero sé que estoy haciendo cine de arte y ensayo».
          Si el fin del filme es el montaje en cuanto tal ─es decir, en cuanto operación estética─ no se puede más que deducir que el contenido real del filme es su ritmo. Al realizar el guión de la historia, mejor, de la doble historia, porque el filme narra la historia de un director que narra una historia, Truffaut, a través de los ensamblajes en los que fatalmente las dos historias se hacen añicos alterándose y desrealizándose recíprocamente de modo que puede reducirse todo a ritmo, ha sido obligado a calcular las reglas de este ritmo. Y ha salido de esto, un guión que es una verdadera y auténtica “partitura”: “partitura” hecha allegretti, mossi, andanti, vivaci, vivaci ma non troppo (hay un solo “adagio”: la confesión en el automóvil de Alexandre al médico americano de sus ilegítimas penas de actor: pero sentidas por él de forma sincera y casi conmovedora). Tal partitura ha sido escrita por Truffaut y seguida a la perfección. Pero no es tanto esto lo que interesa, como el hecho de que no exista psicología de personajes (tanto en el filme hecho como en el que ha de hacerse) que determine el ritmo, sino, más bien, al contrario, es el ritmo lo que determina la psicología de los personajes y su historia. En el entrecruzamiento de motivos rítmicos, ¿tenía necesidad Truffaut de un ritmo veloz? Pues he ahí a los personajes que deberían estar excitados y alegres ¿tenía necesidad de un ritmo moderado? He ahí a los personajes que debían contener y medir sus sentimientos y sus gestos, etc.
          Esta arbitrariedad al inventar en función del ritmo, matemático y abstracto, de las situaciones concretamente psicológicas y existenciales, da a tales situaciones una extraordinaria verdad y elegancia.
          Obligado ─como he dicho─ por ciertas necesidades rítmicas, Truffaut precisaba de ciertas situaciones psicológicas, pues bien, no debía crearlas de la nada y hacerlas previsibles como hace generalmente un narrador. Él se limitaba a hojear el “repertorio” de las propias experiencias y elegir de entre ese repertorio las situaciones que le parecían más aptas. Pero es lo extraordinario del equilibrio entre “repertorio” y “partitura” lo que hace tan preciado este filme. Las dos fuentes que confluyen ─experiencias humanas, existenciales, por una parte, y las experiencias técnicas y estéticas por la otra─ poseen un origen cultural común que las unifica perfectamente. Simplificando y generalizando quizá demasiado, podría decirse que se trata del background de la gran cultura francesa, que garantiza un nivel de elegancia natural a cualquiera que por nacimiento o formación sea portador de sus valores. Truffaut con este filme se convierte también en su defensor, y no gratuitamente, pues a través de otra referencia, en el filme se señala el nombre de Cocteau, la elegancia realista. Podría confeccionar una larga lista de las situaciones y sentimientos en las relaciones de los personajes: todos sorprendentemente reales, llenos de la brutalidad y de la sutileza, de la crueldad y del atolondramiento de la vida, con su trasfondo demoníaco, condenado a permanecer para siempre oscuro (para el análisis, pero no para la representación). Podría confeccionar también una larga lista de las situaciones propiamente cinematográficas ─también éstas, como las relaciones humanas y psicológicas─ impuestas por el ritmo y en su función: por ejemplo, la repetición de las secuencias rodadas dos o tres veces por el director, cuya función iterativa posee un carácter manifiestamente musical. Y ciertas secuencias en las que aflora la conciencia metalingüística, convirtiéndose en ritmo ella misma: por ejemplo, la estupenda escena final con el anuncio de la muerte de Alexandre, en quien hay una identificación del cine por una parte con la realidad y por otra, con la ficción cinematográfica. Contra el universo ebúrneo, no contaminado, casi recinto de un cristal irrompible del cine como ficción, choca brutalmente pero sin ser capaz de penetrar en él, el vocinglero, confuso y casual del universo cine como realidad.
          La extraordinaria armonía obtenida por Truffaut entre “partitura” y “repertorio” es debida, además de a la ligereza e inteligencia del estilo, a una operación que acompaña fatalmente a éstas: la convencionalización. Si Truffaut no hubiese convencionalizado ligeramente tanto a los personajes como a la ejecución técnica, el ritmo ─como él quería─ no hubiese podido convertirse en el protagonista absoluto de su filme. Pero, a través de esta feliz convencionalización, Truffaut paga bien caro el haber logrado su filme; porque precisamente esta convencionalización es también su límite, precisamente porque es miedo a la falta de límites.

Septiembre-octubre de 1974

La nuit américaine (François Truffaut, 1973)