UNA TUMBA PARA EL OJO

DESHINCAR LA BASTARDA SUSTANTIVACIÓN DE LA EXPERIENCIA

Perfume (Michael Rymer, 2001)

Perfume Michael Rymer 1

As pine, beech, birch, ash, hackmatack, hemlock, spruce, bass–wood, maple, interweave their foliage in the natural wood, so these mortals blended their varieties of visage and garb. A Tartar–like picturesqueness; a sort of pagan abandonment and assurance. Here reigned the dashing and all–fusing spirit of the West, whose type is the Mississippi itself, which, uniting the streams of the most distant and opposite zones, pours them along, helter–skelter, in one cosmopolitan and confident tide.

The Confidence-Man: His Masquerade, Herman Melville

1. UNA NUEVA FORMA DE CONTROL

En su característica línea de parábolas dialécticas, Jean-Luc Godard distinguía entre dos formas de llevar a cabo el acto de creación de imágenes: por un lado, estarían aquellas imágenes que han venido al mundo para plasmar un pensamiento, quizá pretendiendo reflejar cierta “idea de justicia”, por el otro, estarían aquellas imágenes que, lejos de pretender ser la plasmación de un pensamiento, llegan a pensar por ellas mismas, nunca aspirando a ser un espejo pulido que manifestaría exactamente las distancias de un concepto, sino una superficie en movimiento que busca significarse en sus pretensiones de dar alcance a aquella “imagen justa”, precisamente por ser pensante, que introducirá asimismo en el espectador el germen del pensamiento.
          La dirección chata, nociva, improductiva, de creación que señalaba Godard (ir desde un “pensamiento justo” hacia lograr su pretendida imagen) la distinguimos claramente de la otra, afirmativa, transitiva, valiente, que reivindicaba: un pensamiento trabajando en acto que por el mero hecho de su estar en marcha, su mecha como fuerza inteligente, conciba, dadas las debidas gracias a la realidad material, un conjunto de imágenes que ya no lo representan unívocamente, a él, el coartífice, más bien comienzan a pensar, como decíamos, por ellas mismas, sea por una probable dispersión bien entendida de signos, sea por contraposición fortuita en forma de choque, reflexión esta última de Pierre Reverdy ─el poeta surrealista tan influyente en la práctica de Godard─:

«La imagen es una creación pura de la mente. No puede nacer de una comparación sino de una yuxtaposición de dos o más realidades diferentes. Cuanto más distante y verdadera sea la relación entre las dos imágenes yuxtapuestas, más fuerte será la imagen ─mayor será su poder emocional y su realidad poética».

En cualquier caso, en este terreno fértil donde la imagen comienza a crear signos propios, también el espectador encuentra un espacio para pensar con ella, divergente o confluentemente. Pocos filmes hemos encontrado en el cine americano independiente, entendido este término en las decenas de acepciones que se le han venido dando desde los tempranos años noventa, que nos hayan hecho circular el pensamiento de un modo más inopinado que Perfume, de Michael Rymer.
          Pero sabemos que nada de lo que existe ha sido creado ex nihilo. Sin embargo, en una primera recepción, tras un impacto demasiado fuerte, hay algunos filmes que pueden parecerlo. Regímenes de imágenes cuyos atributos, semejanzas, previsiones, no podremos capturar al vuelo, hasta diríamos no haberlos visto nunca, entonces, ¿de dónde diantres han salido?, ¿cómo habrían logrado, simplemente por medio de su fuerza motriz, espiritual, llegar a la existencia?, ¿acaso la intempestividad puede retomarse? Son preguntas que nos surgen, por desgracia, ante pocos filmes, y este ha sido el caso de Perfume, perteneciente a un hoy desconocido cineasta, según los escasos datos, desde hace once años realizador trabajando exclusivamente en episodios de TV. Hablamos de una película cuyo movimiento tendencial creemos inclasificable en dos categorías que han venido subyaciendo, más o menos teóricas, en la crítica y ensayos cinematográficos. Centrípeta y centrífuga. Otorgando las más de las veces, inconscientemente, unas cualidades de fortaleza moral, incluso de bienestar cerebral, mente limpia, al segundo de los términos. Lo centrífugo asociado a apertura de signos, planos y cortes generosos con sus aledaños, posibilidades expansivas de filmes desatados de un centro neurálgico caprichoso, el mismo que concentraría en la ordenación opuesta fuerza centrípeta suficiente como para hacer sentir que todo oscila hacia su dirección. Nosotros hemos encontrado filmes cuyo suceder hemos tenido a bien categorizar, lidiando retos cinéfilos introducidos en conversaciones encendidas, de “guerras receptivas”, un desacomodo de la percepción en la que el truncamiento, hincadura del diente en estrategias “a contrapelo”, nos abocaba a estar bien incómodos hasta pasado un rato de metraje, donde comenzábamos a distinguir los signos y al fin podíamos pensar en consecuencia. Entonces, tampoco los filmes de guerras receptivas centrípetas eran algo desconocido para nosotros, incluso queriendo problematizarlos en aras de un mayor entendimiento del aparato cinematográfico, podíamos llegar a conclusiones precarias pero idealmente sólidas. Quizá se trataba de un movimiento a medias intencional, tendencial, constante pero quebradizo, hacia un centro que irradiaba ruptura. Pensamos en algunos filmes de Andrzej Żuławski, tales como Mes nuits sont plus belles que vos jours (1989) o Cosmos (2015), con grandes angulares, Steadicam, recursos sustantivados en su hincapié que atesoran un acercamiento interesante al desacomodo del espectador, incluso logran captar en ciertos momentos, separando algunos planos de la sucesión artificial que los engloba a todos, perspectivas forzadas de urbanismo europeo que a nuestros ojos les resultan desafiantes. Su cine funciona, grosso modo, por adición, un suma, suma y suma donde al final nos acostumbramos a estar desacostumbrados. Y no es poco. Estos filmes de Żuławski, o Longing for the Rain (Tian-yi Yang, 2013), construyen una congruencia bien adjetivable, de una entereza resolutiva, solapados a la corriente de un río bravo. La revelación y, por tanto, el conjunto de imágenes resultantes del choque, tenderán a circular en una dirección que inmediatamente nos intentará traer de vuelta a su sucesión encomiable, rarificada.
          Destensemos entonces esta sofocante situación, demos las cámaras a un australiano llamado Michael Rymer y pidámosle que sea algo menos polaco, algo menos desesperado, llevémoslo a los Estados Unidos de América, sacado de su Melbourne natal, con casi tres semanas de rodaje, un reparto hormigueado de nombres aún por conocer, otros bien conocidos pero lejos de su esplendor, algunos en un punto intermedio donde su avidez les colocaba en una situación de entrega a proyectos sui generis. Veamos el resultado. El atrevimiento inicial consiste aquí en colocarnos in medias res de escenas salteando, retornando, sobre personajes a los que les une un hilo muy tenue: dedicarse al negocio de la moda en la ciudad de Nueva York. Fotógrafos, diseñadores, incluso estrellas del rap. La mayoría de situaciones, entenderéis, se encuentran concernidas por la charla empresarial, adulta, en tesituras movedizas, avezadas, donde la identificación protagonística no acaba de clarificarse. Varios personajes copan, reclaman el encuadre, y este a veces concede, a veces ignora, en planos perceptivamente asequibles que pronto se revelarán contenedores de demasiadas cosas. Atravesados, se nos otorga ver encargos laborales, relaciones fuera del trabajo, cargas imponderables de pasado, nada supone una ofuscación o congestión receptivas más de lo que puede serlo la pedestre realidad. No acaba de caber el histerismo, y si procede, se presenta, como queríamos, destensado, hay ruido de voces, pero de unas cuatro o cinco, las mismas que pueden encontrarse en cualquier sala de espera u edificio de oficinas. Su centro sigue para nosotros, de todas las maneras, difuso, nebuloso.
          Pasados los minutos tras el visionado del filme, y con algunos derrumbes demasiado cerca, recapturamos como podemos el conjunto de pensamientos que han ido anejados y aún no desprendidos de la obra. El entusiasmo confuso es considerable, no por ello despojado de señales clarividentes de apoderamiento emocional, dejadas tras la estela de un número de escenas fugaces cuyo recuento necesitaría menos dedos de los contenidos en una sola mano. Sentimos en Perfume la consecución de un giro epistemológico en nuestra manera de entender el medio. No menos revolucionario por no hacer ningún decoro a todos esos “en consecuencia” del cine que ansiábamos ver derrumbados. Semejante arrojo lo presentimos también con The Voice of Water (Masashi Yamamoto, 2014), esa posibilidad de ver desbaratado el curso natural de la sucesión de planos con un filme de una cualidad prolija, entendida en el sentido de una variabilidad de decisiones atañederas a la puesta en forma que fuese mutando los ritmos, velocidades, humores y, por extensión, la comunicabilidad certera de la obra con el espectador. No intuir o adivinar el curso del filme, su respiración y fisiología, una vez vistas las tres primeras escenas, pero tampoco meternos en la cabina de una noria descarriada con rumbo a ninguna parte, sudando y alcanzando la extrema rarefacción acaparadora de la propuesta al completo. Dicho filme japonés no lo conseguía aunque el intento se atisbaba. Sospechábamos que un metraje desligado de esos “en consecuencia” ya solo podríamos encontrarlo en producciones con unos medios tan mínimos como para que incluso nos chocase dulcemente el etalonaje de un plano tras pasar el corte. Perfume no opera bajo estas prerrogativas: con respecto a su presupuesto y unidad fotográfica, el filme entra sin hacer ruido en una tanda de obras bien afortunadas en lo que incumbe a momentos lumínicos, horas del día cuidadosamente sopesadas por cineasta y director de fotografía, Rex Nicholson. Su trabajo en estas lindes nos es grato y familiar. Nuestros ojos no luchan aquí en el sentido de “giro”.
          En los demás apartados, encontramos replanteamientos epistemológicos tan frontales, en parentesco con los problemas fundamentales de la ficción cinematográfica y su consecución en una sucesión de planos, que no podemos hacer más que delimitarlos y explorarlos. Replanteamiento, sí, de la relación de la cámara con los personajes, de la relación del tiempo del plano con el drama, de la forma en la que un grupo puede vivir este drama sin desligarse del conjunto pero conservando su individualidad. Perfume no es un filme caótico ni desordenado, al contrario, conforma su propio ruido, su propio orden, su propia jerarquía de personajes dentro del plano, y por tanto dentro de su comunicabilidad con los otros restantes y con nosotros mismos. El filme se unifica en una cierta música cuya amplitud de onda, expandiéndose o concentrándose, avistamos, incluso disfrutamos, a distancia, concedida por el pasado vivido, redefinida por el futuro. Esta amplitud, retomando un pensamiento anterior, a veces se concreta en momentos de fuego interno donde creemos, ahora sí, poder aprehender el filme, ser la ciudad, ser la puesta en forma, experimentar esos momentos de instancias emocionales singulares que nos ofrecen los filmes buscados sin pausa; a la larga, han sido concreciones localizables difusamente en un metraje que se dispersa y descentra con el paso de los minutos, sin embargo, y he aquí una de las características innatas e intransferibles, a escala humana.
          Perfume cambia su lógica emocional por completo en su transcurso, nos es difícil otear su tendencia (a nivel de escalas de plano, de temas, de grupos), y hace todo esto manteniéndose fiel a una trabazón subterránea y limpieza de planos que ligan estos cuerpos poblando el filme, sus aplacamientos emocionales, con un cine de experiencia salido de su mismo vientre.

2. «ALL DIALOGUE IMPROVISED BY THE ACTORS»

Pasemos ahora a la cuestión del grupo y el relato coral, afirmando, ya de entrada, que en ningún otro filme americano del siglo XXI creemos más pertinente hablar de polifonía. Voces conversando unas por encima de las otras, tropezando, mascullando; si uno ve el filme con subtítulos, llegará un momento en el que percibirá imposible ir a la par, no por una falta de sincronización, esta será perfecta y las palabras incluso podrán ser casi exactas, pero el diálogo improvisado ─siempre dentro de un marco general, una inteligencia que lo enmarca y delimita, acompasa─, la posibilidad de centrarnos en uno u otro personaje, la mayor atención que nos convocará uno u otro, hará que captemos las palabras y cosas enfrente del aparato hasta un cierto punto y basta. Nuestra percepción da sentido y emoción a un rango de elementos delimitado. Fuera de este rango, unos cuantos acordes suenan y nos llevan límpidos, mejor aún, poseídos de una gradación coherente, de personaje en personaje. En la gradación de Perfume nosotros encontramos, trasplantada desde otro paraje, un correlato directo con algunos filmes de Godard como Détective (1985), Nouvelle Vague (1990) o, mismamente, Hélas pour moi (1993), obra donde Alain Bergala veía en su corrillo o coro de no menos de ochenta personajes unas historias particulares desarrollándose a la par del eje principal: todos y cada uno de los secundarios, aunque contenidos en una frase, gozaban de su propio destino. En Perfume hay algo de esto: aparecen personajes que salen tres veces o cinco minutos ni siquiera en el término principal del plano: si vemos las tres escenas de un determinado actor o actriz que figure en la película habitando unos pocos planos, sin permanecer aislado de otros cuerpos interactuando con él o acompañándolo, seremos capaces de sacar algo de su presencia incluso aunque la totalidad de su charla haya tenido que ver con aspectos coyunturales del mundo de la moda, citas a las que no se podía faltar, talles que perfeccionar.
          Estos referentes están en la sombra. Latentes, inconscientes, si se los quiere llamar así. Hasta en el filme más ex nihilo hay algo rastreable. Una narrativa, unos arcos, distendidos, desligados de la congruencia. Primeramente, aquí no podemos encontrar a un Gérard Depardieu como ancla a la que volver, y negaremos que Jared Harris haga la función del actor francés, no hay un eje principal pero, y esto es lo verdaderamente sorprendente, tampoco una polifonía controlada en cuanto a histerismo modulado, algo que nos hace tener en estima insoslayable filmes tardíos de Robert Altman como Dr. T & the Women (2000). Recordemos la presión ambiental de este filme de Altman, totalmente opuesta a la distensión de Perfume: atendiendo al plano de entrada en la consulta del ginecólogo Richard Gere con cola interminable, créditos superponiéndose a medida que transcurre el incidente, encontramos el control a contrapelo característico del cineasta americano. Extras desmonopolizando el ingrato control supervisor de la escena por las estrellas. Al contrario que Daney ─aunque entendamos su postura y nos ayude a clarificar su encomiable itinerario como cinéfilo─, nosotros creemos ver más en los filmes de Altman que la mera dirección, y es que en ese histerismo modulado, pillándonos de improviso, torciendo las formas académicas hegemónicas, de las que se apropia y rarifica o hiperboliza rarificando, el cineasta llega a una suerte de sinceridad emocional en la que se establece como legítimo continuador de formas y tradiciones del cine de su país ─Jean-Marie Straub sobre Dr. T & the Women─, estableciendo verdaderos rompecabezas sentimentales, desasociando el zoom de su uso bastardo, mezclando una cantidad ingente de recursos cuyo uso y avance en lo que respecta a técnica y drama habían sufrido un parón en el frente más industrial de Hollywood una vez llegados los años sesenta, con los viejos clásicos siendo expulsados del sistema de estudios. Altman los retoma, y recoge con ellos un itinerario donde incluso llegamos a avistar en un filme la polisemia completa, innumerada, que resulta de recoger, compendiar y expandir el zoom con respecto a la mirada dentro y fuera del campo, caso de Come Back to the 5 and Dime, Jimmy Dean, Jimmy Dean (1982). Altman, también Alan Rudolph, traspasaron la modernidad cinematográfica como testarudos estudiosos, enamorados, de la historia que la precedió, difuminando taxonomías, haciendo avanzar las cosas. A finales de los años noventa, incluso el de Kansas City se podía permitir establecer su propio corro de celebrities divergentes, surcando la raya pseudolibertaria del país natal, estableciéndose transnacionales, en productos-semilla de los mamotretos endogámicos con los que la Costa Este iba a inundar en pocos años el vertedero hollywoodense. La culpa, evidentemente, la cargarán los sucesores. Las caras desconocidas y los extras seguían rebajando la dictadura del rostro icónico, Altman no atenuó jamás su particular democracia del plano, dictadura del director haciendo trastadas.
          Perfume, batallando en otras lides, no necesita a un figurante que nos haga desviar la mirada de Jeff Goldblum ─productor ejecutivo del filme─, encuentra en su disposición escénica polifónica un desbalance que inquieta de por sí el estatuto de la estrella, haciéndola vulnerable en su transitar por el plano, convirtiéndola en algo más que un cuerpo-función, algo menos que un modelo de altas miras, cada intérprete afina aquí una relación exclusiva con sus diversas contrapartidas, viéndose obligado a negociar el tiempo que le es concedido, saliendo fuera de sí mismo, redefiniendo incluso su intransferible modo de caminar, mirar y escuchar, una llamada sosegada a participar en un ejercicio que deberá distinguir del juego por la fuerza, de la yincana. El plano comienza y termina con el actor portando una disposición mental renovada, la democracia ha tenido lugar en un pacto previo, quizá susurrado, y el estupor, claro, nos lo llevamos nosotros al ver esta superación del viejo teatro, pavor vocinglero, aquí el espectador entra en contacto con un nuevo orden, estado de cosas, y la duda acechará; ante una balsa de aceite tomada con disimulo, las bambalinas no podrán vislumbrarse con facilidad, concernidas encontrará las alertas al escuchar una nota esperando tres, un silencio ansiando grito, una cesión extemporánea elucubrando ruptura. Las voces y cuerpos pivotan dentro de escenas cuya médula no requerirá aprender a ver en vez de leer, ese punto lo teníamos asimilado, ahora toca escuchar con los ojos y democratizar nuestras rígidas expectativas, jerarquías de atención perceptiva inhabituadas a que las cosas no se le contrapongan todo el rato, a que el despilfarro requiera otro término al no derrocharse las palabras una vez masculladas o entregadas.
          Convenimos pertinente clarificar un equívoco, y es que dentro de todas esas características asociadas a una malentendida modernidad, creemos ya demasiadas veces en un a priori donde la imagen de este cine nuevo, de signos trastocados, está por naturaleza desustantivada, y esto no ocurre aquí. El territorio del cine de experiencia, donde los signos existen en un territorio fronterizo habitado por verbos que arrastran con ellos al devenir y su tren de acontecimientos, nos atrevemos a decir, llega connatural con la explosión en el mundo de ciertos acontecimientos limítrofes, no tanto tras la II Guerra Mundial, sino con la expansión de la sensación Guerra Fría y la creciente ansiedad encarnada en desesperación, melancolía o estoicismo frente a los indicios de unas décadas solo un poco más acá de la historia oficial, allí donde se anotarán las causas de la siguiente gran barbarie inhumana. Perfume se encuentra rebasada esta tesitura, y su polifonía, por lo tanto, si bien incrustada a la fuerza en los anales del cine, estalla como una redefinición, desembocadura de río, una confidencialidad adulta que no todo espectador estará dispuesto a aceptar, quizá víctima de un egoísmo perceptivo. Nosotros batallamos su metraje con gusto. Esta charla empresarial que parece dominarlo todo está cargada de un pasado intimista indirecto, cuyo trazado sentimental no atraviesa una dinámica grupal encapsulable, acotable con el paso de los minutos. Este habla imparable puede replantearse sus velocidades, pasar de cinco a dos, y de repente las cuestiones a reconsiderar serán otras, sobre cómo afrontar un intercambio dual en el cine americano, con respecto a qué arquetipos deberemos trabajar, hasta dónde podemos llevar la noción de arquetipo, de dramatis personae, y con cuánta relevancia estos términos están imbuidos en relación a la propia biografía y existencia en presente del actor, la situación a tratar, también en tamaños de plano, ¿una ida y vuelta entre él y ella, con algún inserto en detalle por el medio?, ¿un recorrido más complejo donde juguemos con una serie finita de angulaciones? Trazado emocional de planos donde será complejo avistar su despliegue dentro de la escena, intuir, adivinar, dónde empieza y termina el siguiente, descentramiento que puede recordarnos a algunos filmes de Abel Ferrara como ‘R Xmas (2001), un no deber nada a la historia del cine, al menos un deber de boquilla, aunque sabemos que el cineasta del Bronx la tiene bien compartimentada en su memoria, sus planos bailan en una periferia extraña, y transmiten al espectador una sensación de anarquía controlada. Preguntas que ambos cineastas parecen hacerse a sí mismos. Los filmes de Ferrara, debemos decirlo, nos resultan aprehensibles hasta el extremo si los contraponemos al de Rymer. Así de osada resulta la apuesta con que estamos tratando.
          En Perfume, no obstante, recibimos una respuesta unitaria, en bloque, en un solo filme, a la vez, y su decibilidad compositiva, con un principio de exclusión claro, problematiza frontalmente este acercamiento inesperado al drama grupal. Hablando de cine, venimos recibiendo una respuesta dualista al sopesar la importancia del cuerpo del personaje en relación a la escena: identificación dramática o distanciamiento, y entre medias todos los niveles posibles. Es falsa. Solo una escala de relaciones como cualquier otra. El filme de Rymer niega estas dos posibilidades, al igual que la disgregación, aunque pase de grupo a grupo, de grupo a dúo, de dúo a actor, de actor a actriz, su confluencia tiene que ver más con una purificación que se articula a la manera de un relevo godardiano, polifónico, no tan francés, que afirmativamente se pronuncia: somos americanos, somos independientes, podemos probar que nuestra radicalidad es tanto más asertiva que la vuestra, camaradas franceses, en John Cassavetes tenéis la prueba del algodón, nos encontraréis dispuestos a batallar, como país de ciudadanos belicosos que somos, sobre cuál es la verdadera nacionalidad del cine. Love Streams (1984) resuena aquí cuando Robert Harmon vacía su casa de huéspedes, no tanto el comienzo con el corro de invitados, aunque cabe notar la confusión inicial en ambos filmes, que da paso en el caso de Cassavetes a una revelación sentimental mucho más acotada que en Perfume. Ya en un primer visionado, no obstante, e incrementándose en la rememoración,  existen momentos en la segunda mitad de ambas obras donde los lazos sentimentales empiezan a atravesarnos sin coartadas de cuerpos inundando el plano ─si bien en Perfume nunca lleguen a desaparecer─, difuminando lo que deseábamos ver arrasar la escena en decenas de pequeñas presas.
          Si el filme de Cassavetes se dirigía hacia el individuo desafiando en la noche lluviosa más intempestiva el caos emocional que le circundaba, el de Rymer se va conformando como una sinfonía de una ciudad, repetimos, a escala humana, con una asistematicidad abrumadora a la hora de presentarnos una escena, incluso a la hora de elegir cuál será la siguiente. No se trata del lugar común de imbricar una historia en la otra o de ejercer un virtuosismo sobre una narrativa de historias cruzadas, su paisaje no lo requiere, aunque todos aportan sentimentalmente algo al collage que no se sabe collage desde su propio trabajo, sin salirse de sus límites, aunque logremos ver, jerga mediante, algo de su modus operandi, cuestión hakwsiana. Abstengámonos de esperar encontrarnos aquí uno de esos finales-milagro donde la ficción, después de cogernos desprevenidos con su desbarajuste señalético, termina impensada a recogernos en una grata colchoneta, el personaje vuelve y lloramos. Era el caso de Love Hotel (Shinji Sômai, 1985). Si Perfume introduce a un nuevo actor en el plano, este podrá desaparecer cinco escenas más tarde y ni siquiera nosotros nos habremos dado cuenta de que esa era su última vez, solo al terminar el metraje, si lo repensamos, caeremos en la cuenta. Las idas y venidas no responden a una lógica narrativa de equilibrios argumentales, su orden se piensa, pero el fin que lo remata no puede ser remachado, solo terminar en corte abrupto, sus espejamientos nos hacen entrever una distancia tan grande como entre Marte y Júpiter.

3. PREGNANCIAS EN LA MECHA

No nos encontramos ante un manifiesto premeditado ─aun cuando sus raíces se remonten a las teorías de Sanford Meisner, bien aprendidas por Rymer a través de su actriz y acting coach Joanne Baron, ya puestas en práctica en Allie & Me (1997) junto a ella, filme rodado en nueve días, con 80000 dólares y ningún guion. Predecesor cuyo destino quedó incluso más fuera del radar que Perfume─, el deseo por apuntalar una nueva manera de entender el cine de ficción sobrepasa cualquier guerrilla o experimento contingente. Su propositividad bulle en alto grado. No ha tenido solución de continuidad, la falta habrá de recaer en el curso inclemente de la industria. Caso muy extraño, entonces, el de este proyecto, el de este cineasta, cuyos filmes anteriores ni posteriores explican o se miden en formas, espíritu, clemencia, y mucho menos en calidad ─nos hemos tomado la molestia de comprobarlo─ con la existencia intempestiva del que nos ocupa. Caso singularísimo. Si hemos visto, entonces, aquello que separa a Perfume de otros filmes, encontraremos con los minutos, y dejando la obra calar, un poso de experiencia desustantivada, respondiendo a un deseo de registrar relaciones, cuerpos, urbanización, en sintonía con los pellizcos de inconsciencia bruta de la vida. Y esta brutalidad posee su propio código. Recordemos la situación temporal, una ciudad neoyorquina en un mes cualquiera de principios de siglo. Veintiún días, quizá. Vistos ahora tras pasar por la moviola y el polvo del tiempo, se redescubren ante nosotros con una confidencialidad inaudita, que deberemos aprender a ver una vez acabado el filme, o a medida que se amontonen los minutos, y es probable que cada espectador se quede con tres momentos pregnantes a los que desee volver, en los que el filme se hizo translúcido a sus ojos. Perfume no nos enuncia un dato perdido en la cronología, nos descubre espacios contra-efectuados en los que tuvieron lugar unos cuantos intercambios de superficie, con un grupo de actores dispuestos a arriesgarse, pasar por ahí y ponerse a prueba, entregarse a las lógicas emocionales, reactivas, del otro. En ese enclave la emoción salpicará con una particular energía a cada espectador, siendo este el miembro faltante del círculo, el conminado indirectamente para dar una respuesta sensitiva al pase dialógico que le lanzan tres actores. La mecha del filme prende en un momento del visionado y desde ahí el ser humano receptor empezará a recopilar su propio circuito de sentimientos, traerá a la tierra lo que deambulaba en la sinfonía, vivirá su propio arco de cine de experiencia en un prendimiento cuyo fin no atisbará en profundidades ni alturas, sino en una parcela que le permitirá incluso relajarse observándola, repensándola, volviendo a ella, pero para esto primero debió de pasar por el necesario desaprendizaje, malas costumbres inculcadas. Y así se desvirtúan los linajes, se mezclan las clases, edades, el filme posibilita captar el movimiento legítimo de una actriz y apercibirse de esta captación en retrospectiva. Cuán acostumbrados estamos a trasladarnos dentro de las normas tácitas de un cierto tipo de ficción que necesitaremos una buena dosis de pensamiento extra para retornar al vientre del filme, de donde surgen esos sentimientos en arquetas que poco a poco se van distinguiendo de cualquier tipo de cacofonía, término que no debe nada a este metraje, ni interesa perseguir a sus miembros.
          Ejemplificamos: Perfume tiene a las estrellas, pero estas no han coagulado, incluso ahora, vistas tras su estallar dentro de la mutilada cultura contemporánea, nos siguen dando la sensación de atraparlas en un momento de confidencia pasmosa, pasado hecho carne de estudios culturales, con las Torres Gemelas a punto de caer; esta es la contingencia dichosa: recreación en el talle, etiqueta y esas pequeñas manías que dan al que pasea por Nueva York un aire de mágico absorbido. A Monica ─Morena Baccarin─ le sostenemos la mano, alcánzandola memoria mediante, y sentimos asistir a unos vídeos confiscados de hace veintiún años, donde todavía era la becaria de alguien, necesitaba llevar unos cuantos cafés, no conocía su lugar de más o menos preponderancia dentro del plano, estaba por allí, una más, perdida en su tímida gracia, cuatro seres humanos rodeándola, hablando cada uno de sus tareas, ella tenía varias misiones en la mente, y como ella otros tantos, en ese momento, no obstante, ella todavía no pertenecía al plano, el plano no le pertenecía a ella, nosotros todavía no contábamos con ella y ella no contaba con nosotros. Ubicados en tal circulación de insospechadas desposesiones, terminamos aprendiendo a ver y oír un desbalanceo cuyo principio y final no podremos tajar en una sucesión localizable traspasados diez minutos de metraje: la cualidad en bruto sobresale, no remacha, Monica desaparece y ni siquiera se enciende la sombra de una duda, no debe su retirada al arte del resabido del que luego decenas de discípulos harían gala indigestamente, véanse las entradas y salidas de plano en multitud de filmes corales con pacata moraleja. Monica abandona el taxi, entra en el ascensor, mira y tropieza sus palabras, intuimos, lo más cerca posible de Morena, y Morena debe tanto a Monica como Monica a la película. La cuestión del director en relación al personaje, por tanto, se destensa. Si efectuamos cinco brazadas más, cabe la probabilidad de retrotraer nuestra mirada al vídeo de una antigua graduación, quizá una fiesta de jóvenes actores abriéndose camino bajo algún Luxury Apartment. Ni siquiera el nombre de Jared Harris ─Anthony─ aparece en el afiche principal del filme. En este momento, la relación del actor con su nombre imaginario se ha convertido en intangible. El entusiasmo y la incertidumbre se lograrán captar detrás de las cámaras, e incluso corroborar si uno es lo suficientemente curioso. La pertinencia del fluir de Perfume nada debe a una congruencia rígida.
          El corte en esta hora cuarenta seis minutos treinta y cuatro segundos procede abruptamente sin querer constituirse abrupto, no disuelve, no enlaza, no concatena, sus emparejamientos nos dan la señal y luego caemos en un muelle avistado desde un ángulo en el que pocos norteamericanos pensarían comenzar una escena. Así, Halley ─Michelle Williams─ señala los habitáculos de la empresa donde trabaja su madre, como quien no apuntala el gesto, ni siquiera estamos seguros de que su apuntamiento tuviese un destino concreto, después de la pregunta pertinente de “¿por qué tanto tiempo separadas?”, el corte llega como si no quedase más metraje que añadir, la inteligencia residirá en otra cuestión, qué vendrá luego, y en esta confluencia la respuesta requerirá un pensamiento ágil, diligente, otra vez, el mosaico que no se sabe mosaico. La inteligencia infinitesimal de la que hace gala el filme supera al cineasta y equipo, el filme es más inteligente que su cineasta.

Perfume Michael Rymer 2

Perfume Michael Rymer 3

La grabadora con las Torres Gemelas de fondo redefine la clásica entrevista godardiana, el ángulo que abre esta escena deslocaliza la congruencia rematada made in Żuławski, hinca el diente, pero unos segundos, no hace del hincamiento la clave de la sucesión de planos, es solo el cuadro inicial. Caben jump cuts ─planos saltarines─, un zoom in empezando y terminando que casi ni avistamos, un travelling… Escenas como esta desemplazan el espacio hegemónico de la entrevista de trabajo y convocan un sentimiento nuevo, propio del cine de experiencia. Aquí, los personajes se graban deseosos de preguntar y responder. Un nuevo tipo de corte, desacoplado de la sustantividad europea, repetimos, más congruente, lógica aun en su momento más ilógico ─Żuławski─, así Leese ─Mariel Hemingway─ y Darcy ─Mariska Hargitay─ conversan sobre un tejido de pashmina sobrevolando una tarde aireada, preguntas relamidas asimismo llevadas por el viento a transmutarse en algo así como huroneo grato, que se sinceren aún más bajo esta charla casual, también conocemos ese preciso instante en medio de la más bochornosa entrevista de trabajo, todas las entrevistas son de trabajo, ese segundo, redirección de intenciones, donde creemos y hasta nos concedemos el lujo de ser espontáneos, nos embarga la dudosa emoción de que el intercambio es sincero y terminamos siendo genuinos, con un pelotón de cuerpos militares circundando los cielos y subsuelo. Pocas emociones retornan con más fuerza en este filme, después de prostituirla bajo explotaciones de qualité [Star 80 (Bob Fosse, 1983)], Mariel reclama su independencia. Pañuelo verde al viento, la grabadora no logra incrustarse en la dinámica ochentera de frontalidad limítrofe, calculada con números de acero, intercambios profesionales encapsulados en montajes picados, engañosos y peligrosos en su frontalidad. Otra cualidad del cine de experiencia: registrar en movimiento los cuerpos ejerciendo una especie de revancha sobre el tiempo que los congeló.
          Retornamos a Godard en otra entrevista, esta vez con un plano-contraplano variable en escalas, cuya cualidad de fusil frontal interroga cara a cara, de ser viviente a ser viviente, en una relación de añorado (¡ay!) amour fou, cinco minutos de gloria donde, por una vez, la erección vehemente del entrevistador se termina contagiando a la fotografiada, así circulan las confesiones con todo el maldito staff fuera, entre Anthony y Leese/Jared y Mariel. Cuero sojuzgado, despachado, dando paso a la vestimenta natural, de andar por casa, y obviamente, más envidiable la apostura de Mariel que en cualquier otro filme previo, las venas de los pies cruzados circulando en el espacio acordonado de las vivencias laborales, al final terminando nosotros viendo el trasvase sin haberse realizado ninguno, a fuerza de amar la libre circulación de signos, esa que el cine americano tiene a bien recolocar unas pocas veces cada década: en 1980 lo había hecho Dennis Hopper con Out of the Blue.

Perfume Michael Rymer 4

Perfume Michael Rymer 5

Perfume_(Michael_Rymer,_2001)

Aquí, ahora, después, ya familiarizados aunque analfabetos con la jerga y medio acondicionados al refinamiento rupestre del sucederse ex nihilo, un posado nocturno en Times Square de Estella Warren ─Arrianne─, visto o no visto por Halley, terminará funcionando como uno de los plano-contraplano más desarmantes que todo el cine anglosajón nos ha regalado en lo que lleva de centenario. Fuera de las oficinas, rechazada la oferta high standing por desmesurada procacidad, esta nadadora canadiense triangula el nacimiento de una nueva cultura, que ahora pervive en el disfrutar mirándose, la autoconsciencia desmesurada, embaucadora unión de expresión personal con intereses crematísticos. Solemne atrevimiento, el derrumbe de América comenzó al confundir un abrazo con la emancipación. El momento mantiene su emoción indefinible, desnudar la avenida, montar la sesión pública, depender de la fe ajena al posar, cientos de ojos queriendo desnudar el rojo. Todavía había una señal de Stop. Aquí la cámara sí se permite reflejar ligeras gotas de lluvia sobre el objetivo, deslizarse como en un photoshoot. El daño o su posible cantidad de desperfectos lo recibimos directo al corazón cuando pensábamos que no sabíamos casi nada de Estella, de Arrianne, y sí un poco más de Michelle, de Halley, la desposesión final, Times Square con respecto a nosotros, enfrente de la basura, vileza, los ojos y el fotógrafo fortuito. El saber-quererse de Estella activa el influjo terminal de poder femenino dentro del circuito de la moneda americana sobre los ojos de aquellos que todavía buscaban enjuagarse las carnosidades. Una última escaramuza ante los flashes en el centro de la ciudad.

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En nombre de la situación histórica de nuestro tiempo, que es quizá el único criterio que tenemos aquí para saber a quién nos enfrentamos, para establecer lo que somos, lo que debemos evitar ser de nuevo, en lo que somos capaces de convertirnos.

Roberte ce soir, Pierre Klossowski

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BIBLIOGRAFÍA

Behind the Scenes of Perfume

POPEYE EMERGE; por Raymond Durgnat

“Popeye Pops Up” (Raymond Durgnat) en The Essential Raymond Durgnat – Edited by Henry K. Miller. British Film Institute (septiembre de 2014, págs. 237-261). Originalmente en: Films on Screen and Video, abril-mayo de 1982.

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1. ALTMAN A TRAVÉS DEL ESPEJO

Popeye esboza una historia para pintar un mundo. Sus detalles son su núcleo. Extiende su alma a través de su piel.
          Se trata de Popeye teniendo bíceps como sacos, pantorrillas como pistones, una mutilación que parece un guiño y pelo rojo como el capitán MacWhirr en el Typhoon de Conrad. Se trata de los andares larguiruchos de Olive Oyl y de sus pies arqueados en botas de Goofy, de su contorno espagueti, su cara de cebolla y su fragilidad avinagrada. Se trata de un fornido cocinero de hamburguesas que hace girar una espátula y entorna sus ojos cautelosos detrás de dedos delicadamente levantados. Se trata de un fornido villano que se chupa el pulgar mientras ronca, y de Popeye que busca a su hijo adoptivo secuestrado poniendo un mensaje en un biberón y lanzándolo por una rampa como si fuera un barco.
          Los pueblerinos se pavonean y corretean alrededor de la pantalla en una coreografía que reparte dividendos entre la danza y la actividad, la acrobacia y el simple gesto (Biomechanics Rules Okay). Es un molinete de detalle manguereado alrededor de la pantalla y desincronizado lo suficiente para dilatar y pasmar nuestra Gestalt visual y llevarnos a una Tierra Feliz que los lacanianos llaman el Imaginario y que la teoría estética mainstream llama, después de Ehrenzweig, “gestalt-percepción libre”.
          Extrañamente liberador para algunos, bastante aterrador para otros, dependiendo del temperamento y las expectativas, se explica por qué los espectadores asisten a Popeye con una especie de euforia, mientras que otros reaccionan como Mavis Nicholson entrevistando a Robert Altman en BBC Radio 4:

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«Fue un filme extraño en el que introducirse, si se me permite decirlo, porque encontré los primeros cinco minutos alarmantes. Quiero decir, es como ir al Infierno, honestamente. El set es tan extraño y la gente es grotesca. Y luego más o menos te aclimatas, yo lo hice… y lo que produce en mí es un efecto muy extraño, todavía medio sueño con él»

Su primer plano del mar granulado-reluciente es perfectamente realista, pero, como el mar real en ciertos ambientes, es luminoso y mágico. Pero no solo bonito: se aproxima al mar cuidadosamente irreal, chirriante-y-de-plástico, de Il Casanova di Federico Fellini (1976). Consolida lo que es realmente un nuevo lenguaje cinematográfico, que evoca el placer ampliamente compartido entre los pintores por el realismo extraño: Fotorrealismo, Realismo Mágico, Superhumanismo y el placer de la Hermandad de los Ruralistas neoprerrafaelitas por los detalles del mundo físico. A la inversa, a las portadas de los álbumes de rock les gusta interferir en las fotografías, mediante el realce gráfico y la especulación fantástica, y Helmut Newton prepara cuidadosamente fotografías para que sean tan “antinaturales” como las pinturas. Mientras que la pintura de bellas artes está saliendo del frío de medio siglo de creciente abstracción, el cine parece reanudar las luchas de la era Caligari contra las limitaciones del realismo fotográfico. Si los laboratorios lo permiten, podemos esperar que exploren cada vez más “enajenados” revelados y técnicas de impresión, así como cualquier otro medio de interpretación “pictórica”.
          La sensación de equívoco continúa con una bahía real, extrañamente formada como cualquier creación de un director de arte. Dentro de ella se encuentra Sweethaven, cuyas agujas y gabletes, las poleas y los tablones, sugieren el Gothick de Disney pero se quedan a buena distancia de este. Sigue siendo demasiado acentuado para ser probable; reparte dividendos entre un dibujo animado con sus connotaciones despreocupadas, y la visión con tintes de pesadilla de Our Town (Sam Wood, 1940).
          Esencialmente un set teatral, aprovecha al máximo el detalle cinematográfico (de los puntos de vista cambiantes de la cámara) y el espacio fílmico (que rodea a los personajes, y a nosotros, como un espacio-viviente, en lugar de estar remotamente escondido detrás de un proscenio). Los personajes son igualmente anfibios. Robin Williams logra un personaje caricaturesco gracias a una atención al detalle digna de Kazan o Cassavetes. Lejos de reducir a los actores de carne y hueso a los contornos de los dibujos animados (la gran tentación), Altman maquina híbridos, en los que las personas de carne y hueso hacen ocasionalmente las cosas imposibles que las personas-viñeta hacen constantemente, pero mantiene su kinestesia demasiado, demasiado sólida. Hay una extraña repulsa cuando Bluto mastica una taza de café. Da la sensación de ser un absurdo dibujo animado, aunque es un truco de teatro de variedades. En general, lo que comenzó como un dibujo animado se acerca a una solidez dickensiana (aunque sea fija).
          El filme tiene dos objetivos y medio a nivel de dimensión. La idiosincrasia arremolinada lo convierte en un bajorrelieve bailarín. Los conjuntos musicales son conjunciones extrañas de actividad dispar, con todo el mundo haciendo lo suyo en ángulos rectos y con la espalda vuelta hacia todos los demás. Hay poco del desfile al unísono, performance, o personalidad-proyección que los números musicales normalmente consagran. Más a menudo hay una suerte de introversión acrobática, y Popeye deambula por el agolpamiento como un bailarín a lo Alvin Ailey. Peor que rechazado, ignorado. Todo roza el Teatro Excéntrico y la estética bolchevique de los años 20.

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2. DEL REALISMO DELIRANTE A LA VERDADERA ASPEREZA

Popeye es un filme de planos largos. Es un lienzo de conjunto y, como ciertas pinturas, está repleto de los detalles de fantasía especulativa que aman los niños. Hay una doble especulación fantástica: el amontonamiento y el ritmo serían hiperrealistas incluso si los detalles no lo fueran. Allí donde el ojo roza, algo lo atrapa. Es un mundo de alta definición y también medio irreal. Es caricaturesco, pero se mantiene sólido.
          Tenniel y los ilustradores victorianos de libros infantiles sabían cómo la profusión de detalles podía dar a la fantasía un efecto de realidad. Los primeros dibujantes de tiras cómicas explotaban esa estrategia cuando apiñaban sus viñetas, que se salían del marco (afirmando su “realidad” al desafiar la forma). En términos relativos, los filmes de dibujos animados han ofrecido detalles muy empobrecidos como pasto imaginativo. La animación parcial y aparente de la televisión representa un nadir de la explotación mediática de la tolerancia de los niños. Sus narrativas cíclicas (incluso las de Tom y Jerry) se adelgazan con rapidez por el reflejo de la estereotipia.
          Popeye sigue la otra estrategia; las texturas de acción real reviven la imagen hecha a mano. La heroína de Images (1972) de Altman escribía para los niños esas entrañables historias (de hecho, escritas por la estrella del filme, Susannah York). Una nueva generación de ilustradores de libros, entre los que destaca Nicola Bayley, ha corrido paralela a la convergencia artística de la pintura y la fotografía. El medio (o más bien el proceso) importa menos que tejer un mundo donde el detalle logra “más realidad que lo real”, sólido y delirante. En algún momento, puede que se hayan aprendido lecciones de (por un lado) el arte psicodélico (los detalles brillantes, por fantásticos que sean, son alucinatorios, es decir, realistas) y (por otro) de Tolkien, que dotó al país de las hadas de una forma épica y una gravitas moral mediante la respetuosidad sobria de su estilo. Es como una respuesta casera a la ciencia ficción plástica. Pero las descomunales flotas espaciales están tan asombrosamente elaboradas como la arquitectura de Archigram [1]. Cada tuerca, tornillo y torreón tiene una precisión de cianotipo. Tomando prestada la distinción de Charles y Ray Eames en su bellísima Toccata For Toy Trains, George Lucas fusiona la precisión de la maqueta con la fantasía del juguete. Cada imagen tiene una curiosa manera de estar en un plano largo y en un primer plano al mismo tiempo (tira de tu atención entre perspectivas ultrapronunciadas, contornos extravagantes y detalles). La vastedad y la minuciosidad aturden la incredulidad. El realismo fotográfico no tiene nada que ver con esto, siendo simplemente un proceso de transmisión para una serie de construcciones mágico-realistas. Popeye disfruta de la textura, casi como si quisiera rivalizar con los nuevos libros pop-up de Jan Pienkowski.
          De una curiosa manera, una nueva especulación fantástica está recreando esa solidez victoriana de la imaginación que parecía casi extinta. En los dibujos animados de Disney alcanzó su punto máximo con Bambi, pero se ha alimentado cuidadosamente a través de sus fantasías de acción real, como The Absent-Minded Professor (Robert Stevenson, 1961) y Mary Poppins (Robert Stevenson, 1964) ─que, en consecuencia, fue defendida por algunos surrealistas parisinos. En este sentido, la aceptación por parte de Disney del punto de vista de Altman sobre Popeye es fiel a su mejor forma.
          Solo hay una fina línea entre dos acercamientos a la fantasía. El realismo literalista se contenta con neutralizar la incredulidad por los sucesos fantásticos, con efectos especiales que hacen mover a los caballos voladores tan naturalmente como caballos, o pieles de dragón semejar tan realistas como pieles de elefantes. Pero el ultrarrealismo de Popeye combina elementos literalistas con realces y desviaciones. Apuesta por la viveza alucinatoria en vez del realismo de tipo fotográfico ─o por encima suyo. Los dos tipos corresponden al modelo y al juguete, y, como apuntan los Eameses, el modelo corresponde a un clima espiritual donde la corrección normalmente corta las alas de la imaginación. Neutraliza el escepticismo pero no puede crear. Su reino supuso que cuando la ficción se tornaba en fantasía a menudo tenía que esconderse detrás del prefijo mágico “ciencia”. “Creerás que un hombre puede volar” es meramente ilusionista. Pero, si Superman permanece en el límite meramente realista del espectro estilístico, Star Wars se encuentra en el medio, y Popeye se opone a él, no una fantasía realista, sino un realismo fantástico. Como tantas “oposiciones” del estilo, cada extremo es impuro. La simplicidad de la tira cómica de Superman es demasiado ecuánime, posada, despojada, por no decir un poco antinatural, y esto le da un poquito de viveza irreal. Toda fantasía involucra elementos realistas, y todo realismo involucra ideas y conexiones que son visualmente tan irrealizables como las hipótesis y fantasías (las primeras siendo un tipo especial de las últimas). Por lo tanto nuestro espectro es indicativo, no definitivo, y aunque no puede ser usado para categorizar, sugiere cómo “oposiciones” aparentes surgen de combinaciones y proporciones diferentes de elementos comunes.
          Los estilos fílmicos han alentado el cambio. Técnicas vastamente mejoradas han permitido tal claridad de detalle que, con Pirosmani (Giorgi Shengelaya, 1969) en Rusia, Barry Lyndon (Stanley Kubrick, 1975) en Inglaterra, L’albero degli zoccoli (Ermanno Olmi, 1978) en Italia, y The Long Goodbye (Robert Altman, 1973) en los EUA, directores de todas partes han saboreado su nueva habilidad para numerar las vetas del tulipán, para apreciar los matices de un bol de frutas en una mesa iluminada por el sol, manteniendo su distancia, estructurando un tableau, envolviendo la historia en la escena. Haya o no una cita pictoricista ─como el arcoíris a lo Friedrich en The Duellists (1977)─, la “sintaxis” visual puede estar más cerca a la pintura-con-movimiento que a la “sintaxis del Hollywood clásico”. (No es que el montaje esté prohibido: pero el nuevo margen de maniobra para una mise-en-scène procinematográfica permitiría a un largometraje de un único-escenario, único-planteamiento, una-toma, toda la variedad visual requerida). El nuevo pictoricismo se extiende sobre el espectro, desde un recién realismo sensitivo a las construcciones “escultóricas” del Fellini-Satyricon (1969) e Il Casanova di Federico Fellini (1976). Las cuales no están tan lejos del Popeye de Altman-Jules Feiffer.
          El envolvimiento de la historia por la escena es asistido e instigado por una nueva tersura narrativa, alusividad, discontinuidad. Esto le debe mucho (como Hawks sugirió) a la saturación de la audiencia con las tramas, de modo que un detalle o fragmento puede decir ahora lo que solía necesitar una escena expositiva. Y quizá le deba algo a una cierta reducción de un lirismo centrado en el héroe por un nuevo sentido de relaciones incómodas ─con espacios sociales, y procesos, y los otros-como-alienígenas. En todo caso, “la historia” es ahora vista más fácilmente como una hebra en un lienzo social, y hay alguna evidencia (aunque eso correspondería a otro artículo) de un nuevo sentido americano de las intersecciones sociales y la soledad entrecruzada.
          Hubo un tiempo en que los directores normalmente tenían que dar forma a todo alrededor del flujo dramático. Ahora pueden ser más discursivos, desordenados, tangenciales, y trabajar para la escena así como para el empuje. Una vez el director tuvo que marcar el ritmo, espaciar y estructurar casi tan rigurosamente como un dramaturgo. Ahora puede trabajar de un modo más afín a la expansión de un novelista. Una vieja “lógica de la trama” ha ido permitiendo cada vez más espacio para patrones de detalles, que hacen eco el uno del otro a través de un desplazamiento de eventos más lento y suelto.
          Hay un cierto “puntillismo” de la trama. En Nashville (1975), por ejemplo, Altman solo necesita detenerse en un hombre con una funda de violín para que nosotros hayamos preescrito un escenario completo: tiene una ametralladora o un rifle de francotirador en ella, ¿y a quién está apuntando? Luego pensarlo dos veces provoca una reescritura: habrá un giro con respecto al giro, y algo muy diferente o incluso nada en él. Con el tiempo, obtenemos un giro con respecto a ambos giros: hay una pistola pequeña en ella. Una estructura clásicamente irónica, pero mucho más breve de lo que los viejos argumentos tendrían que ser. Otras cosas pueden ocupar ese espacio.
          La narrativa de Popeye está trenzada a través de semejantes sorpresas. Cuando Olive Oyl, petulante, empuja para abrir una puerta, ¿su inercia la propulsará por la ventana justo delante? No, en una especie de rebote retrasado, se desplomará sobre la cama, pero luego de una charla interviniente y por completamente otros motivos diferentes. El pionero de tales distensiones de perro peludo y risitas reflexivas, antiatronadoras, es Jerry Lewis, cuyo The Ladies’ Man (1961) parece cada vez más detallada a nivel ambiental, mágico-realista, y protoaltmaniana, mientras su vigésimo primer aniversario se acerca.

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3. CONTRA LA FOTOGRAFÍA

Popeye se encuentra a caballo de una grieta notoria. La mayoría de teorías fílmicas enfatizan, aunque solo sea desconcertando, el continuum filme-fotografía-realidad-realismo-ilusionismo-persuasividad. Esto tiende a ir en contra de la artificialidad, en contra del filme no realista. Y aunque la cultura fílmica (como los cinéfilos) es mucho más ecléctica, las teorías tienden a ser puristas. Ya sean de tipo documental, neorrealistas, fotoontológicas como Bazin, redentoras de la realidad como Kracauer, o semiológicas como Metz y Barthes, giran en torno a efectos de realidad y hacen al artificio parecer sospechoso.
          Dado que Metz y Barthes parten del sistema verbal, con sus códigos arbitrarios, su lógica debería empujarlos a rehabilitar lo artificial en el filme, pero simplemente porque su paradigma ha demostrado no ser de ayuda para analizar imágenes, y las ideas que surgen de las imágenes, y también porque han ignorado ciencias obviamente relevantes como la psicología perceptual y cognitiva, el proyecto cinesemiológico se rindió, aunque a regañadientes, a nociones vagas de “fotorrealismo”.
          Desde aproximadamente 1930, una variedad de factores favoreciendo el realismo de un tipo u otro (las luchas sociales de 1933-45, las exaltaciones del documental, neorrealismo, y el cinéma vérité) han más o menos abrumado la tradición teórica contrastada. Esto supone que el filme es poderoso por semejarse a los despliegues audiovisuales de los sueños (Surrealismo) o al flujo de la conciencia. El filme es “realista” porque su despliegue es como el despliegue de la mente. Sin embargo, el hincapié en la viveza mental también sugiere una suerte de alucinación (al igual que el sueño) o ilusionismo, los cuales corren el riesgo de reintroducir el realismo. Y el “realismo” es siempre una palabra engañosa. Promueve todo tipo de confusión entre la realidad externa, la realidad física, los aspectos visibles de la realidad, aquellos aspectos de la realidad visible que son lo suficientemente locales como para permitir la fotografía, y los aspectos fotografiables de aquellas realidades locales; por no mencionar cualquier tipo de despliegue que recuerde a nuestro sistema perceptivo cómo escanean la realidad externa. Y el hecho de que algunos elementos de la realidad visible son más importantes para nosotros que otros.
          La cultura fílmica como un todo continuó siendo altamente escéptica de la teoría de la “fotorrealidad”, cuyas implicaciones habrían desterrado o marginalizado demasiado, desde Caligari a Disney, desde el star system al auteurismo, desde la música de fondo hasta la cámara caligráfica, desde Méliès a Busby Berkeley, desde la tradición decorativa de la Salome (1923) de Nazimova a Popeye.
          Aunque esta carga de evidencia fue muy decisiva para que el recurso a la teoría se sintiera innecesario, la irritación con la teoría de la “fotorrealidad” engendró una irritación excesiva con la teoría en general. Quizá la teoría debería comenzar con el hecho de que el filme es discurso; i. e., una realidad que nos retrotrae constantemente a otra realidad, en relación con la cual es una no-realidad. Además, la fotografía es un proceso, no una forma, y los tipos de forma que el proceso produce echan a perder la mayor parte de la realidad. El prestigio de la fotografía es establecido por (a) su conveniencia y por (b) ¡hablando de ello! Aunque este no es el lugar para delinear los argumentos, involucraría la separación del filme, fotografía, realismo, realidad, ilusionismo y persuasividad para así ver cuán tenues las conexiones realmente son. Mientras la fotografía es de particular conveniencia al filme, ya no lo define más que las pinturas al óleo definen a la pintura. La teoría de la fotorrealidad olvida regularmente la claridad y precisión mayor de los dibujos pintados, que son rutinariamente preferidos no solo por los admiradores de la aviación, automóviles y maquinaria con mentalidad técnica, sino, por razones rigurosamente realistas por botánicos, zoólogos y doctores. La pintura había alcanzado el trampantojo mucho antes que la fotografía, y las simulaciones por computadora logran compromisos admirables entre un efecto de realidad y una claridad diagramática ¡logrando una suerte de “realismo mágico”!
          Por lo tanto los filmes no son interesantes por su grado de realismo en la imagen (ya que muchas imágenes completamente realistas son completamente aburridas, mientras otras son tan poco claras, o tan poco típicas de su sujeto, que se sienten completamente irreales). Más importante es la calidad y relevancia de las ideas que las imágenes sugieren (y sugieren rutinariamente más de lo que “contienen”). Para algunas ideas una realidad visual es necesaria o conveniente. Para otras, solo un grado suficiente de realismo, o algunos aspectos realistas, son necesarios. Y luego, la realidad es convenientemente actuada, escenificada o falsificada. Desde este ángulo la “esencia” del filme no es la fotografía, sino el estudio, i. e., la construcción de una situación que presenta la realidad visualmente o en performance. Esto puede conseguirse acudiendo a la realidad misma; una localización es un tipo especial de estudio. Pero la realidad habitualmente es cocinada (“Di patata”), o seleccionada, para así crear una suerte de despliegue clarificatorio que es por lo que un estudio existe para proveer. Un objeto real en una tribuna o fotografiado a través de un microscopio (como en los documentales científicos de naturaleza) es realidad, pero en un estudio virtual. Similarmente, las fotografías son normalmente rechazadas a no ser que posean alguna cualidad como diagrama (“es una buena foto de ella”).
          El diagrama se funde en la performance, y los aspectos visuales del filme se funden en los aspectos performativos (de ahí que el filme sea tan cercano al teatro que las películas han tenido problemas escapando de él). Las teorías de la “fotorrealidad” han florecido en esta (exagerada) reacción contra el teatro. Y contra las tempranas tentaciones de la fotografía hacia pobres imitaciones de la pintura. A menudo el artificio es necesario para el despliegue claro que las imágenes y la performance comparten y que el discurso requiere. Así, el filme es esencialmente un discurso en despliegue audiovisual. El discurso sugiere ideas que se encuentran fuera (“detrás”) del despliegue. El método de perfección es por completo diferente de la lectura de un texto verbal. Y su “sintaxis” (estructura de escaneo) está dominada por el lado derecho del cerebro, no el lado izquierdo. El fallo de la semiología basada en la lingüística fue inevitable por solo esos motivos, aunque la psicología perceptual inexorablemente lo implicitó desde 1950.
          Una vez que la idea del despliegue subordina a la “fotorrealidad” (por muy importante que esta sea), filmes que, como Caligari y Popeye, injertan lo poco realista en lo realista, cesan de semejar monstruos “artísticos”. Son un procedimiento completamente natural, tan natural que los niños los aceptan tan fácilmente como aceptan los documentales. El movimiento documental primero asimiló el realismo con realismo social, hasta un grado en el que la teoría del cine ha tenido problemas para escaparse. Fue Bazin quien los separó bastante de nuevo, porque, aunque estaba muy excitado por el neorrealismo de De Sica y Zavattini, su “fotoontología” comienza con La Sábana Santa de Turín (que, incidentalmente, es una imagen enteramente no-fotográfica, ya que la luz no está involucrada). Bazin abrió una brecha entre el realismo y el realismo social, pero incrementó el hincapié en el proceso fotográfico confundido con la imagen fotográfica.
          Bazin apenas se refiere al artificio positivo, sino que tiende a despreciarlo. Sus restricciones en el montaje puede parecer que condenan la mayoría de las flaquezas de la realidad como interferencia o sustracción, en vez de como construcción y clarificación. Similarmente, subordina la mise-en-scène a un rasgo fotográfico (la profundidad de campo) y con bastante peculiaridad lo agrupa con la realidad en vez de con el artificio (¡colocando así en el mismo casillero a Wyler y a Rossellini!). Pero es más simple ver el montaje como una función normal del discurso, junto con otras formas de seleccionar y organizar (a) la mise-en-scène, y (b) las disposiciones de la cámara, “recortando” una imagen “fuera” del mundo.
          Bazin no es un puritano. Le gustan los artificios de perfil bajo que no sacuden su realidad, le intriga el destape y la omnipresencia del hecho no visto de Jane Russell en The Outlaw (Howard Hughes, Howard Hawks, 1943) ─que con su hincapié en lo invisible se convierte en una especie de filme bressoniano. Pero Kracauer es más puritano. O, al menos, se encuentra más influenciado por una oposición histórica: del estudio y glamur y las ensoñaciones de Hollywood versus las localizaciones, el neorrealismo y el materialismo. No descarta el artificio del todo, pero le gusta que sea realista en detalle y realistiquísimo en espíritu. Así, el claqué puede ser poco realista en términos de una diégesis particular, pero al menos depende de una representación realista de los movimientos físicos de un cuerpo real. ¿No habrían estado Bazin y Kracauer fascinados por Popeye?
          El argumento de Kracauer se lee más pomposo de lo que en realidad es. Por detrás de él hay un deseo a lo Walter Benjamin de afirmar la reproducción mecánica en contra de los esnobismos de las viejas bellas artes. Hay una aversión como la de Alison Gernsheim por la fotografía con pretensiones artísticas. Hay un cruce fascinante entre el Marxismo racionalista-moralista de la Escuela de Frankfurt y la Nueva Objetividad (un movimiento que el realismo pictoricista debería poner de moda de nuevo de un momento a otro). Pero ya que su argumento es más riguroso e implacable que las meditaciones de Bazin, sus debilidades pueden esconder sus cualidades. Infravalora la medida en que la mente humana puede ver y recordar lo que la cámara solo puede registrar. Aun así, los actores, decoradores, diseñadores de vestuario y directores de arte no solo pueden construir un artificio realista, sino construir un artificio que es diferente de, pero tan rico como, la realidad, y que usa aquellas diferencias para clarificar lo que la realidad visual omite o camufla. Desviaciones ─incluso ultrajes─ del realismo son una manera natural y conveniente (a menudo más conveniente que el montaje) de renderizar lo invisible visible. La realidad que vemos allá fuera consiste en gran medida de ideas de aquí dentro [2]. Rápidamente vemos lo que esperamos, y, a la inversa, lo que vemos programa nuestras expectativas. La percepción y la cognición están inextricablemente entrelazadas, y la intrafusión de lo visible por lo invisible supone que todo discurso visual es ante todo “pensamiento visible”. Para esto el realismo, como el representacionalismo, es meramente contributivo. Ya que la visión permite igualmente todo tipo de distorsiones (como la “constancia de visión” que se asegura que veamos una mecha como rectangular desde todos los tipos de ángulos extraños), las distorsiones visuales son a menudo perfectamente naturales al uso. Están presentes “en” la realidad como las ideas que tenemos acerca de la realidad, y ese es el porqué de que las distorsiones artísticas visuales puedan semejar más “reales que reales”.
          Todos los signos ─ya sean pictóricos o reales─ dependen de asociaciones que son bastante distintas de la forma del significante, y bastante distintas de la denotación del significante. Deben estar con la descripción, con el “conocimiento del mundo”, y con la “lógica de la implicación” de Mitry como el cemento semántico de las imágenes de un filme. La semiología ha tenido gran dificultad en entender esto, ya que el filme no es un lenguaje, sus significados no pueden ser divididos en denotaciones y connotaciones, y como la lingüística es una provincia de la semiología, también la semiología es una provincia de la semántica, que es una provincia de la psicología, que, como todo lo demás, está condenada a ser interdisciplinaria, y a no poder ser rigurosa de forma autónoma.
          Kracauer reaccionó exageradamente contra una tendencia de los filmes artificiales por contentarse con una textura visual bastante vacía ─ya sea porque apuntaban al glamur de la factoría de sueños o a un universo meramente retórico, o a un lirismo grandioso; o porque construir un mundo rico en textura rápidamente se convierte en algo más caro de lo que los mercados pueden soportar. Tal y como está, la fantasía cooptó por técnicas realistas (localizaciones reales, reacciones cuidadosamente verosímiles, etc.), tal y como Popeye coopta su mar extraño y su cala.
          No obstante, pertenece a ese pequeño pero delicioso género de filmes que logran una densidad de caricatura semejante a la realidad. Uno piensa en el Li’l Abner de Panama-Frank, en Red Garters (George Marshall, 1954) ─donde las casas de una ciudad de wéstern están construidas solo en esbozo, una idea simple que empero genera una fascinación continua─, en The Wizard of Oz (1939) de Victor Fleming, en The 5000 Fingers of Dr. T (1956) de Dr. Seuss, en los números de producción de Busby Berkeley en Small Town Girl (László Kardos, 1953), y muchos momentos en otros filmes, desde The Wiz (Sidney Lumet, 1978) a La petite marchande d’allumettes (1928) de Renoir. Pero de todos estos filmes Popeye es el que llega más cerca a emparejarse con el neorrealismo en la densidad de su sentido de liberación que intensifica la vitalidad del filme, así que es Infernal para algunos, eufórico-delirante para otros, o tonto o difícil para otros de nuevo. Así, en otra discusión de la BBC, los críticos se quejaban de que no era ni un dibujo animado como tal ni propiamente real. En efecto, los enormes brazos de Popeye pusieron a un crítico tan incómodo que se vio perseguido por la idea de que el pobre Robin Williams había sido despiadadamente inflado con esteroides. Esto condujo a una discusión enérgica sobre si uno podía discernir la unión entre los brazos reales del actor y las partes esculpidas, con la sugerencia de que era el deber del filme mostrarnos que los músculos eran artificiales y no una horrible deformación.
          La respuesta más normativa es probablemente disfrutar (a) el injerto del artificio con realismo, y (b) el hallazgo de Altman de que la linealidad de la tira cómica lejos de excluir en verdad deja aire para un populismo de feria barroca cariñosamente elaborado. Fugazmente, Popeye evoca a Murnau, otro experto en localizaciones ensoñadoras, superrealismo artificial y simbiosis siniestras de ambos. Sweethaven mezcla de una manera extraña espacios realistas con una especie de espacio a lo Toytown, como en Sunrise (1927) de Murnau, el trayecto en tren del bosque profundo al centro de la ciudad es tanto más lírico por cortar-y-comprimir un espacio real-visible. Las chabolas y las rampas de Sweethaven tienen una especie  de tipología del “acordeón”.
          Mientras que la teoría del filme opone regularmente fantasía y realismo, o por lo menos los trata como modos o géneros distintos, la práctica fílmica está mucho más matizada. En el momento en el que esta escisión aparece ¡se convierte en satisfactorio salvarla! Caligari es un caso fascinante. Fue escrito para un tratamiento realista normal, y funcionaría muy bien dado el caso. Tal y como es, depende de la incapacidad del espectador para distinguir el mundo real de las imágenes mentales de un lunático. A través del filme, tenemos que asumir que las distorsiones son una convención antirrealista. Solo in extremis obtenemos una “justificación” desde un punto de vista realista. Pero nunca necesitamos esa justificación para creer en el filme. Al contrario: nuestra suposición de que este es un idioma irreal es vital para camuflar el gran giro, de que todo esto ha sido una loca opticidad del héroe-narrador. El filme solo puede funcionar porque aceptamos espontáneamente lo salvajemente irreal como un equivalente de lo real.
          Es un caso fascinante de un rasgo extradiegético transformándose de repente en uno intradiegético. También ilustra los peligros de separar los dos y pensar que el término “diégesis” es más claro que “la acción”. Más extraño todavía, el marco “realista” es casi tan poco “realista” como las secuencias “locas”, así que su “realismo” es por entero nocional, y Caligari es expresionista hasta cuando pretende no serlo. Ciertamente hay una diferencia de estilo entre las dos partes, pero es una cuestión de gusto (estabilidad), no de realismo.
          La mayor parte del expresionismo alemán tenía un fuerte interés crítico-social que lo relacionaba con el neorrealismo. Der Letzte Mann (Murnau, 1927) es una historia perfecta de tipo Zavattini (el portero es desclasado sin su uniforme, al igual que el Ladri di biciclette necesita su bicicleta). Kracauer ve cuán cerca estaba el pensamiento de Zavattini del de Carl Mayer. Desesperadamente necesitamos una contrahistoria de los “estilos” y los “géneros” fílmicos, una que haga hincapié en sus hibridaciones, su dialéctica, en vez de sus diferencias y antinomias. Cada estilo, cada historia, es una aglomeración de rasgos, del mismo modo que nuestro pensamiento corriente entreteje elementos de cada “nivel”. Similarmente, las maneras de Altman con Popeye se parecen mucho a sus maneras con McCabe and Mrs. Miller (1971). Allí, tomaba el wéstern y lo neorrealizaba, de un modo viscontiano (o mejor, bologniniano). En Popeye, también, aprecia particularmente el ambiente, la atmósfera y la información. No exagera las cosas con una retahíla de imágenes desbocadas; se encuentra su habitual contención, moderación, incluso hosquedad. El filme se convierte en una fusión de cartoon, mito, neorrealismo y efectos de realidad por medio de detalles de fantasía especulativa muy consistente, muy estable pero muy pasmosa. Ya que la caricatura notoriamente se disuelve en el expresionismo, y Sweethaven tiene su lado “Nasty Bend”, concluimos con la ecuación asombrosa, Altman = 1/3 x Segar + 1/3 x Zavattini + 1/3 x Murnau. Que puede parecer increíblemente articulada al cuadrado y pensada al cubo. Pero es menos imposible de lo que suena, ya que no hay nada monstruoso acerca de los híbridos. Son tan cotidianos como los mestizos. Son los animales de pedigrí los que son tan antinaturales que tienen que estar arduamente segregados.

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4. LA LANZADERA ESPACIAL NEGATIVA

Hemos propuesto que el núcleo del filme es el pensamiento del “despliegue audiovisual”, no la “fotorrealidad”, y que la “densidad de especificación” (término de Henry James) alcanza lo que el “ilusionismo” erra. Y esto conduce directamente a la idea central de la conferencia en el MOMA de Manny Farber en 1979.
          Brevemente, Farber propuso el mirar a las películas por la riqueza de sus detalles concretos del mundo, por el tipo de tejido físico-experiencial mediante el que los pintores trabajan. Esto tiene su extensión psicológica (y, por lo tanto, social), incluyendo el temps-mort que enriquece el trabajo de Renoir en Toni (1935), pero que permea al cine irrespectivamente del “arte” o sus auteurs.
          Desde esta perspectiva, la intensidad de The Honeymoon Killers (1970) de Leonard Kastle provendría, no de su psicología (no alberga ninguna), y tampoco de su estructura dramática (es demasiado fría como para necesitar demasiado suspense y sentimos solo una especie de piedad distante, caústica, por las víctimas), sino del hecho de que es un fresco de habitaciones de motel despojadas, estandarizadas, de vidas sin familias o amigos, de la singularidad conjunta de los físicos de los amantes, del antojo de una mujer gorda por coger chocolates.
          Farber compara los vacíos insípidos de este filme de riqueza con la fe calurosa impregnando Man’s Castle (1933) de Frank Borzage, era de la Gran Depresión. La cocina con su bombona de gas, un santuario móvil de domesticidad, es tan sagrado como objeto como el libro de oraciones de la mujer sostenido despreocupadamente, o un gesto que revela, para ella, que el cielo está allá arriba; es físico también. Ya sea casualmente o no, el filme hace hincapié en un rasgo ahora casi olvidado de aquellos tiempos: la cortina transparente que dividía la jazzband negra del cantante blanco.
          Farber sugiere que Spanky, un Hal Roach de dos bobinas, pinta un cuadro mucho más vívido de la vida en el vecindario de los años 30, sus obsesiones, ansiedades y costumbres, la fisicalidad de las monedas y billetes, que los más “serios” (piadosos) filmes de arte de la misma década, y que esto fascinará, no solo a los historiadores sociales, también a los espectadores laicos, por atrapar la textura y espíritu de un tiempo ya desaparecido para vivir, para vivir otro conjunto de posibilidades humanas, de una manera que critica y hace extraño el de uno mismo.
          Dadas estas preocupaciones, la distinción entre arte y no-arte se disolvería, el auteur y su filosofía se convierten en un deus ex machina, o un extra de fondo, y el mundo del filme cesaría de ser metafórico o una visión privada, y así recobraría su rica autonomía. Las figuras de estilo permanecerían igual de significativas, por manifestar, no solo la “sensibilidad” de un auteur, sino, mucho más importante, el estilo, la textura, las experiencias que mucha gente compartieron y que constituyen una forma de vida en su relación con el mundo material. Como la elección de Farber por Spanky sugiere, tales detalles pueden ser reconstruidos, sin neorrealismo, pueden acomodar distorsiones de varios tipos.
          Así Farber afila la idea central subyacente de Kracauer, y mucha de la deriva de Bazin, pero las libera de sus fotoontologismos paralizantes. Está en armonía con el respeto de Renoir por el artificio, y su escrupulosidad en su descripción del realismo como “un desvío a través de lo real”. Libera al realismo social de las piedades liberales, y para los marxistas recarga el realismo social al cual Lukács con razón opone a los sermoneos de Brecht. Vincula ciertos intereses documentales con la teoría del temps-mort y constituye una perfecta apología por la fascinación de Altman con las texturas ─materiales, sociales, psicológicas.

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5. POPEYE VERSUS TORO SALVAJE

La tira cómica de Popeye semeja terreno fértil para el camp y la nostalgia. O Sweethaven podría haber sido un Cielo populista, una heartland con grassroots. Camp aparte, una variedad de la nostalgia de fantasía especulativa siempre atraviesa el arte popular, desde Dogpatch de Al Capp a la Klopstokia de W.C. Fields ─en Million Dollar Legs (1932); en tal equipo, Popeye tendría unos bíceps de un millón de dólares─, desde los siete enanitos vinculados varonilmente de Blancanieves trabajando y lavándose en su casita hasta Pepperland.
          ¿No es Popeye una suerte de Sergeant Pepper, un marino que retorna a una especie de Nowhere-Man’s-Land, a algún mar de agujeros, solo para encontrar que “Liverpool” se ha convertido en la secuencia de “all the lonely people”, que Sweethaven ha sido renombrada Nasty Bend y vive aterrorizada por un Comodoro al que nunca ven (¡¡otro tipo de Nowhere Man!!) y cuyos secuaces son Bluto y un recaudador de impuestos tipo WASP?
          En un sentido, el filme de Altman es Al Capp afilado por Preston Sturges, con una estética a lo Hal Roach para cubrir el término medio. Ingenio de Broadway aparte, Sturges tenía fuertes intereses demóticos, y un oído fino para idiomas vernaculares, más o menos como la línea que todo el mundo recuerda de Popeye: “Wrong is wrong, even if it helps”. Es una línea pirada pero la podrías estudiar eternamente. Es anticamp porque solo su forma parece simplona. Y aunque Popeye no ve la broma, no es a costa suya. Se esparce sobre todas las formas más pulidas de decir la misma cosa. Tiene que ver con la manera en la que una gran abstracción es seguida tan velozmente por ese enteramente personal “helps”. Es un golpazo con el pie, pero no desmitificador. Y le da al error lo merecido, porque no pretende que “help” no sea “help”, como una fraseología más filosófica tipo “conveniencia” haría. Lo más extraño de todo, “help” sugiere que el mundo es un lugar donde el aura de help [sic] no es tan inusual. Es conmovedor, en vez de sentimental, porque Popeye no pasa por alto el dolor y el rechazo, sino que lo decide: “Thirty years of grudge is enough”. Leyendo los dibujos de Popeye, nunca se me ocurrió que hubiese perdido un ojo, pensé que simplemente estaba burlonamente cerrado. Pero el físico de Robin Williams sugiere una precuela: Cómo Popeye Perdió Su Ojo. Hace valer una reconciliación tardía, precaria. Nunca es tan tonto como es.
          Sweethaven evoca las soledades melancólicas o cascarrabias que embrujaban Our Town. No tiene el cementerio terroríficamente existencial, y si su textura se diluye y la fórmula cartoon se apodera una vez que llegamos a la cala, quizá es porque no es tierra de detalles prácticos. La pelea del alma por las espinacas está acorchetada por la pelea a puñetazos, en vez de viceversa. La combinación esqueleto-espinacas-pulpo no tiene lo inquietante de la planta, que, muy simétricamente, es huesos, zanahorias y pescado. “See da fishes on the bottom of da oceang. After ten weeks of carroks, I cud see thru flesh ─ look a man thru his bar bones! Ya can go too far wit a good t’ing. Even eye sike”. [5]
          La idea de abrir cosas ocultas tiene un giro más alegre, no obstante. Mientras el Comodoro abre su cofre del tesoro, resulta contener souvenirs sin valor ─reliquias piadosas─ de la infancia de Popeye. ¿Tornará su mirada en furia? No, no lo hace, y Papi ha combinado extrañamente el odio de Popeye con el fetichismo por los objetos. Por suerte incluye una lata de espinacas, la única cosa que el paciente Popeye aún no puede digerir. Sería demasiado fácil ponerse muy freudiano, especialmente con Olive Oyl simultáneamente atrapada dentro de la campana de un ventilador rojo (y gigantescos tentáculos de pulpo acercándose sigilosamente a sus piernas pataleando). Pero la caja con su trompeta está más en la vena de los juguetes de la infancia de Renaissance (1964) de Borowczyk que la caja de Un chien andalou (Luis Buñuel, 1929), con su baratija de adultos. Se trata de darse cuenta, a través de fetiches y nostalgia, del preciosismo de los estados transitorios (como la inocencia infantil) a pesar de (e incluso incluyendo) su lado cruel y su valor como incordio. Cuando Popeye quiere enseñar a su padre “wot a fine figger of a orphink I growed up into”, añade “widdout one whit o`his help whatsomuchever”. Y la última parte no es una cláusula de daños compartidos ─es un tributo a la fibra de su padre, parte de la cual le dio a Popeye mismo.
          A menudo la comedia depende de la misma distancia que la nostalgia, y si los dos modos van bien juntos (así que la comedia tiene tanto de perdón como de crítica), es porque la tolerancia de la comedia es su contrapunto al dolor de la tragedia.

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6. LAS ESPINACAS DE LA IRA

Contra California Split (1974), el coro de Sweethaven. En Three Women (1977), los huérfanos adultos, en Popeye “Even a orphink needs a father and a mother”. Las mujeres van juntas y comparten sus roles de padre e hijo; en Popeye, “I came here looking for my father and now I’m a mother”. En A Wedding (1978) un coro de gente pone nerviosamente su repertorio de roles en exhibición. Pero en Popeye el “I yam what I yam and that’s all that I yam’ is more” es más ─¿depresivo? ¿desafiante? ¿modesto?─ que “that’s what I yam”, lo cual es la versión habitual, o la recolección, de la letra del musical.
          El comodoro, como el malvado padre de Popeye y la imagen-esputo, no es solo un padre-edípico-esperma-alter ego estilo los años cincuenta, sino sociológico al estilo de los setenta, como los patriarcas dominando Peyton Place y Dallas. Al menos, él acudió por su odio “justo y recto”, como una frase reminiscente de The Empire Strikes Back (Irvin Kershner, 1980) sonando como cuando el senador Hayakawa celebró que “robamos justa y rectamente” el Canal de Panamá. Similarmente, el pulpo comparte un tono de piel enfermizo como el verde de las espinacas, las cuales salvan a Popeye in extremis, no a través de la magia macrobiótica sino por medio de algo más cercano a la persecución tónica celebrada en ese tema Country & Wéstern llamado “A Boy Named Sue”. Desde el punto de vista ideológico, hay un trecho muy pequeño entre hacer crecer a los niños por medio de gritos o a golpes de vara, y Popeye: La Inocencia Recobrada trata en parte sobre que Estados Unidos no se odia a sí mismo a pesar de una herencia de violencia, dirigida tanto externa como domésticamente. Celebra un arcaico populismo anarcoconservador, el cual trata a los Blutos y a los recaudadores de impuestos por igual, pero “Don’t think I blame ya, cause I doesn’t” (a Bluto) y “Nothing personal” (al Recaudador de impuestos). Popeye podría estar tranquilamente loco, por un lado como Harry Langdon, por el otro como muchos personajes de Altman, o para el caso, de Scorsese.
          Sweethaven ha sido comparada con un pueblo fronterizo, y Popeye con el vaquero solitario que lo limpia. Pero Altman no es muy dado a la tesis de la frontera, y Sweethaven resuena mucho más general, una suerte de ubicación de pequeño pueblo con su paseo marítimo urbano. Sus pecios, gradas y chabolas sugieren las extrañas escaleras de madera que dominan, no solo The Docks of New York (1928) de Sternberg, sino también Three’s a Crowd (1927) de Harry Langdon. Popeye no es exactamente un nómada y un perdedor de nacimiento, como lo son el “mono peludo” de Steinbeck, el fogonero de Sternberg o la tripulación pendenciera de The Long Voyage Home (John Ford, 1940), él pertenece al crisol de culturas, al trabajo manual, a América y a todos los mendigos de la vida y vagabundos, a sus familias ad hoc, a sus niños flotsam-and-jetsamThe Salvation Hunters (Sternberg, 1925), The Kid (Charles Chaplin, 1921), The Champ (King Vidor, 1931)─. Por el contrario, a Olive Oyl le encantaría ser una Magnificent Amberson, y una pizca de la estridencia de Agnes Morehead habita ya en ella. Olive Oyl, sin embargo, permite a Popeye llevar su equipaje a todas partes, y tiene las suficientes agallas como para casarse con alguien inferior a ella y saber que Bluto no está por encima suyo, sino que simplemente es enorme.
          En The Great Comic Strip Heroes, Feiffer celebra la generación de cruzados encapados de Superman. Pero Popeye es también un subhéroe, perteneciente a una generación más terrenal y humilde. Superman, como una amalgama plástica de Dios y policía, desciende sobre los malhechores (quienes tienden a hablar un inglés fracturado) desde una gran altura, como un misil teledirigido borrando del mapa la mayoría de las faltas de respeto dirigidas a los rascacielos de la ciudad. Mientras que Popeye ha sobrevivido a la ruda, cruda, dock-and-bowery América, la cual desapareció cuando Mickey Mouse medró lujosamente de vendedor de perritos calientes o patrón de remolcador (como la gente de Spanky) a padre de familia de los suburbios. Sin duda, el Popeye cartoon debe su supervivencia comercial a sus rasgos menos interesantes (la dulzura de Mickey Mouse sumada a la reyerta deseada por el Pato Donald). Pero Nasty Bend es una estructura social en la que Popeye adquiere un sentido tanto antiguo como moderno. Lo revuelve todo como hacía Al Capp en Dogpatch. Pero donde Al Capp es políticamente consciente, esto es América con esa K mayúscula, la cual significa Kafka, Krazy Kat y el Komodoro. De hecho, fue la vieja, caótica-burocrática Ellis Island la que inspiró la América de Kafka (y la China de Sternberg).
          Ahora que el sexo tiene el Sello de la Economía Doméstica Virtuosa, es la comida basura la que enarbola la bandera del funk, el autoabuso y la animalidad. El “Todo es Comida” destaca el sabor gastronómico de los nombres. Olive Oyl, Wimpy, Sweet Pea, Han Gravy, Oxblood Oxheart es una receta intrigante, y ciertamente debería figurar en el menú de cada restaurante Movie-Meal. Es alimento para un pensamiento lévistraussiano, y aún más nutritivo por tener todos estos nombres no-alimentarios a modo de forraje. ¿Los nombres caen en categorías? ¿Y qué significado oculto acecha tras el nombre de “Bluto”? Quizá hay una explicación Americana; quizá es bruto + Pluto (una explicación no demasiado oscura, siendo el nombre de un planeta y el nombre del Gato Negro de Poe). O quizá está pensado para sonar como algún alimento patentado, o a abrillantador de metales, o a detergente de almidón azul ─el tipo de substancia no-alimentaria que los niños piensan que deben comer y beber y que se encuentra a poca distancia de los alimentos en las tiendas de la esquina. En cualquier caso, todo se mezcla en una especie de ensalada à la crisol de culturas, en términos físico-punzantes encajando de lleno en el gusto de Altman por las texturas físicas. “Eres lo que comes” es demasiado espiritual, demasiado fastidioso, para esta América apiña-todo-dentro. La vida es una sopa goulash, que mezcla tanto lo amargo con lo dulce que todos seguimos teniendo que vomitar.

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7. BÍCEPS SOBRE LA CIUDAD

Li’l Abner, otra fuente de energía inocente, es más complaciente que Popeye. Dogpatch no es una School of Hard Knocks,  sino casi un suburbio de la federación sindical AFL-CIO, pergeñado como el perezoso Sur Profundo, al igual que los Picapiedra levantan Suburbia en la Edad de Piedra. La mente New Deal de Al Capp dota a Dogpatch de pixelizaciones sociopolíticas cuya máxima prueba es The Schmoo, una parábola sobre los medios de producción. La ecología espiritual de Popeye es más arcaica, más cercana a Krazy Kat que a los Hermanos Marxistas, aunque creo que podría hacerse un “Popeye se une al Sindicato” y llegar a convertirse en un divertido filme de dos bobinas (después de todas esas películas sindicalistas que pulularon en los 70 de Scorsese, Ritt, Widerberg, Schrader, Ashby…).
          La venada antisistema en Popeye es algo más. El sistema es corrupto, y Olive Oyl está exenta de cualquier tipo de impuesto (sin duda incluso del impuesto-a-la-exención-del-impuesto, formulario de declaración nº 1040). Pero este favoritismo personalizado amplía la verdadera banda de frecuencia del filme, la calidad de la vida privada, que es el terreno común donde estampan su sello tanto Feiffer como Altman. Hay una superposición retorcida con Woody Allen ─Sleeper (1973) es otra sociedad de fantasía especulativa─. Three Women tiene un lado Woody Allen, y Carnal Knowledge (Mike Nichols, 1973) y Little Murders (Alan Arkin, 1971), ambas de Feiffer, dan en el blanco de una manera mezquina mientras que Woody apunta hacia cualquier otro lado (farsesco o solemnemente bergmaníaco). El estilo discursivo de Altman conjura espacios cambiantes entre los diálogos, como las rendijas mentales entre las distintas viñetas de un cómic.
          Si estos silencios evocan ocasionalmente a Antonioni, sus etéreas derivas-esquizo son reemplazadas por algo mucho más apegado a la tierra. Antonioni es cerebral y ascético mientras que Altman, por muy antonionianos que sean sus personajes ─Three Women está cerca de Il deserto rosso (1964)─, mantiene la partitura en un modo sala-de-bar-de-ojos-vidriosos. Antonioni nació bajo el signo del aire, Altman bajo el signo de la tierra. Un espectro Antonioni-Altman-Allen no es tan extraño al fin y al cabo. Ellos no son solo A’s (de Alienación), sino que el cine moderno está dominado por un género inadvertido, el filme de observación psicosocial de trama escasa; crítico, compasivo, irónico.
          A medida que las tres mujeres componen, o fingen, una familia juntas, su vida en común huele más a un juego de roles restringido que a una convivialidad común. La calidez parece haberse perdido con, o detrás, de la generación parental, en algún lugar en Sweethaven del que esta Shelley Duval nunca se escapa ─y tan bien, porque ella encuentra tanto su dosis saludable de alienación (con Popeye) como su responsabilidad parental, dentro de ella. Cuando ella y Popeye riñen sobre el sexo del bebé bajo un parasol junto a la embarcación, la escenografía boceta una suerte de hogar al aire libre, como la vida con los Joads, o una pareja de De Sica. El aserradero lo repetirá más tarde. Para Altman (como para Renoir) un hogar es definido por dos cuerpos, o dos mentes, estando seriamente juntos por un tiempo o por alguna razón. Son sus empujones y embrollos los que constituyen el Man’s Castle. Los edificios pronto se convierten en telarañas, y no mantienen el espacio vacío afuera, por eso, los filmes de Altman abundan en inusuales anudados o claros espaciales, ya que los interiores se extienden como los exteriores y los exteriores se embobinan alrededor de las personas a modo de interiores.
          Popeye acaba de modo extraño; Bluto (quien sigue viendo rojo ─la vie en rouge) se vuelve amarillo. Es como si ni el rechazo de Bluto, ni el romance familiar, puedan llevarse a casa y esparcirse. Sweethaven se ha convertido realmente en Nasty Bend, la cual sea quizá solo una “curva desagradable” que América, o todos nosotros, debemos acabar girando. O quizá cada nombre sea tan verdadero como el otro, al igual que Our Town está infiltrada con nuestros alienígenas (los muertos). Una ciudad con cualquier otro nombre…

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8. DADA SABE LO QUE CONVIENE

Aunque los críticos buscan demostraciones, el arte, como el pensamiento, trabaja por sugestiones. De ahí que los filmes raramente completen una estructura, más bien mezclan partes de muchas estructuras, y no pueden ser analizados en términos de ninguna. Los filmes de Altman atajan por todos los géneros familiares y los Grandes Temas simplemente manteniéndose cerca de lo personal. Continúan haciendo malabarismos con conjuntos escénicos de pequeños detalles, pequeños medios, pequeñas expectaciones, que los entertainers siempre han entendido, pero sobre los que Antonioni, con Il deserto rosso, y Buñuel, con Le fantôme de la liberté (Buñuel, 1974), empezaron a cargar realmente los pesos principales una vez confiados solo a los puntos de la trama. Altman, también, está interesado en estas “pequeñas cosas” y los enigmas en que pueden derivar. Pero su interés es más descriptivo. Contempla la mezcla de motivos, disfraces, y emociones “suspendidas” que conforman la vida pero no aportan nada a la historia. El viejo Hollywood escribiría una escena para establecer que un personaje posee varios parámetros amplios y varias posibilidades. Altman simplemente lo mira caminar hacia alguna parte. Y no es un caminar tipo wéstern; nos deja observar todo tipo de detalles acerca de él; es como un párrafo descriptivo de Henry James. Henry James sin palabras es un tipo muy interesante de despliegue.
          Cuando Altman corta entre (a) Popeye mirando la foto de su Papá, y (b) Bluto, furioso mirando su ventana desafiante al toque de queda, avanzando hacia ella, la sensación de la acción paralela à la D.W. Griffith fragmenta en dos direcciones. Mientras Bluto primero desciende a la toldilla, luego se esfuerza por llegar a una barca de remos, luego se arrastra por la orilla, las imágenes nocturnas contrapuntean el suspense. Y no solo el humor de Popeye, sino el gag de “Me Poppa”, también rompe la concentración, para que olvidemos-y-recordemos lo que una comedia de trama habría concentrado en un avance continuo. El sintagma se trastoca a sí mismo. El gag meramente se convierte en la cereza, o más bien, en la oliva, en un ambiente que amañan dos nocturnos melancólicos (el esfuerzo engañado de Bluto). Estamos a medio camino entre los paisajes nocturnos de Edward Hopper y los paisajes-a-través-de-la-ventana-y-los-tejados de René Clair (que también eran conmovedores por contener caricaturas que se sentían extrañamente como personajes ─lo cual es magia de teatro de marionetas). Sin embargo, la atmósfera rechaza una suerte de lirismo europeo porque el músculo americano lo sacude.
          Retexturizando un tipo familiar de gag lento de slapstick, Altman le otorga una suerte de extensión-y-discontinuidad. Es una suerte de Gestalt que no he visto nunca antes, pero acorde con la economía puntillista de la Nueva Narrativa. Con muchos más detalles para interesarnos, es menos claro cuál se convertirá en narrativo y cuál no. Y aunque el énfasis o la repetición antes o temprano nos organicen, la incerteza inicial nos “iguala” la trama y la no-trama de una manera cuidadosamente confusa. La Vieja Narrativa podría explotar una ambigüedad similar también, como cuando la “planta” hecha punto argumental surge de una manera “natural” o “lógica”. En efecto, la historia detectivesca dependía de enterrar las pruebas entre los detalles circunstanciales, i. e., las descripciones enterraban la mitad de la trama. Pero aunque los detalles siempre se pudiesen mover de un “nivel a otro” (porque una trama no es un nivel en absoluto; es una línea de puntos), parecía haber una claridad (en las historias detectivescas conocías las reglas). La Nueva Narrativa fragmenta la trama, y ensancha los detalles, y tu interés es extendido a través de la superficie de un modo más extraño y más lleno.
          En Three Women, un pequeño y brillante rincón de un vestido, atrapado en la puerta de un coche, revolotea como una señal de auxilio, aun así no dice nada claro (como las banderas en el barco de Il deserto rosso). Así que Popeye está lleno de incomprensión, desde el murmullo sotto voce de Popeye al muy entrañable gag donde habla y besa (i. e., la trata como a una persona presente) la fotografía que resulta ser solo las palabras “Me Poppa” en grafiti. Es una broma semiótica. “La fotografía no es la persona” es continuado por “La Denotación no es la representación”. El primero tiene una analogía exacta en la teoría Semántica (“el mapa no es el territorio”) y el segundo tiene un predecesor exacto en el celebre telegrama enviado por Rauschenberg (“Este es un retrato de Iris Clert si se me permite decirlo”). La broma general tiene otros componentes también: las bromas fotográficas se intersectan con bromas temporales. “Hello, Poppa. Soon you and me, we’ll be togedder: thirty years ain’t dat long! Besides next Wednesday’s our anniversary.” El tiempo presente (“Hello”) colisiona con un tiempo de duración prolongada (hace treinta años), que colisiona con un tiempo de duración eterna (treinta años no es “más que un momento en mi mirada”), que colisiona con un tiempo de tipo local (el próximo miércoles), que colisiona con un tiempo del tipo cumpleaños-de-niño (los aniversarios son especiales incluso cuando no son diferentes). Así, el tiempo mecánico es descompuesto profundamente por una duración de tipo bergsoniana. Es una versión encapsulada de la versión favorita de Resnais, de ser fiel a uno mismo a pesar de las escisiones temporales. Se trata del amour fou por tu padre y mantener la fe, baby, que sobrevive a través de ─detalles─ como la sonrisa beatífica extendiéndose sobre la cara de Popeye, a pesar de la boca rígida, la vena en la frente, el ojo perdido, el inglés fracturado, y todo el resto del daño que se le inflige a los perdedores.
          ¿Es este gag de Altman o Feiffer, o qué mezcla, quién podría decirlo? Ya constituya un gag de proporciones geniales o no, sus incongruencias dependen de una muy fina afinación semántica. Es bastante difícil de analizar, pero la intuición opera efectivamente a niveles subliminales, registra cada arruga y ciertamente monitoriza algunos matices lo suficientemente fuertes como para que nos apetezca reír. Los de diez años lo entenderán, y no solo eso; en la proyección del London magazine, el 20% de los críticos estuvieron de repente inundados de lágrimas.
          De similar manera, es ligeramente interesante que Popeye haya colgado una hamaca sobre la cama en la que Olive rezaba a los cielos y sin demora se aplasta en ella. Es tan consistente con ser un marinero que es simplemente un detalle medioambiental de pequeña sonrisa, un gag anti-puaj. Pero el humor no es un ingrediente que exista en un gag, como el alcohol aromatizado con algo más. Es generado por la colisión no-demasiado-seria de ideas serias.
          En un extremo, Popeye le dice a la foto de su padre, “Stay alive, that’s all I ask”, y eso es un gag porque es tan pesimista que no pone requisitos, posee No Expectation (título de los Rolling Stones). En el otro extremo, Olive se alborota por (o bajo) sus extravagantes sombreros: “It’s ugly! I think it’s a conspiracy! Why would they manufacture deliberate ugliness unless they wanted me to look ugly! If we find that out, we find out everything!”.
          Bonito contraste de filosofías: el existencialismo fundamental de Popeye, sin paranoia. Olive: vanidad natural, paranoia. El filme es una alternancia peculiar de lo intrincado y lo lapidario, cada uno afilado por la yuxtaposición con el otro. El discurso de Olive resume espléndidamente las teorías de la conspiración (¿Quién disparó a J.F.K.? ─ Lo Hizo Padre Kafka), que extrañamente pero de forma natural mezcla egocentrismo con una sensación de los sistemas fuera de control. Pero también hay buenos motivos para ello. La petulancia de Olive no es meramente una broma esnobista de antiproducción en masa, o una  broma de teoría conspiratoria. Es también una broma autorreflexiva, porque sabemos quién es el Gran Ellos ─es su director, que la quería hacer parecer tan extraña, y cuyo tipo físico en el filme es Bluto. Cuestionado acerca de su cariño por incluir a Shelley Duvall, Altman respondió “Simplemente me gusta la manera en que camina por una habitación” (o palabras a tal efecto). Y es una respuesta perfecta, y la clave a su estética completa. Simplemente mira, pero con una diligencia que cede ante ti a esa persona sintiéndose ella misma en esa habitación y viendo esa habitación alrededor de ella.
          El mismo desplazamiento impele a Popeye lanzar su biberón. Una botella para un bebé se convierte en una botella a un bebé; lanzar un barco con una botella se convierte en lanzar una botella como un barco; una botella  particularmente importante necesita ser lanzada como un barco; de algún modo el bebé leerá el mensaje, y así sucesivamente. Ninguna metáfora ni metonimia, es una verdadera recombinación de ideas y un gag completamente estructuralista, obtenido mediante el pensamiento lateral.
          Pocos de los gags son tan ajustados como este, algunos son recargados y completamente absurdos, como “Oxblood Oxheart” (galofantemente repetitivo nombre), llamar a un encuentro de boxeo “Max and Sons Square Garden”. Son bromas de no-bromas, como minihistorias de Shaggy Dog, y dislocan la textura verbal tanto como las pelucas falsas y los bigotes dislocan la textura visual. Hal Roach es el maestro pasado de tales gags subliminales, su locus classicus siendo el “Hard boiled eggs and nuts!” del County Hospital (James Parrott, 1932).
          P.D. ─ Todas estas bromas me las han jugado. Primero, confundo las bromas con pequeñas grotesquerías que te animan pero que no son exactamente bromas. Segundo, existe un sentido en “Max and Sons” ─desacredita a “Madison”, o, al menos, lo sustituye por algo mucho menos grandioso. Y puedes conseguir una dosis de la broma de los huevos y frutos secos imaginándote esperando para morder uno y encontrando que es el otro y recordando las trayectorias perdidas. ¡Cuán pobremente la mente seria capta la imagen, comparada con la mente riente!

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9. UN HOMENAJE A HAL ROACH

No solo las comedias de Laurel y Hardy, sino las dos bobinas de Charley Chase y Edgar Kennedy, todas aprecian la grotesquería del subgag, la rareza sinsentido: Stan y Ollie simplemente permaneciendo de pie juntos. Olli colocándose el ala del sombrero o recogiéndose la corbata, la combustión lenta de Edgar Kennedy calmándose en un tempsmort, el lumpen-cretinismo de los tres chiflados. Es un arte de vodevil (o artesanía) que se convierte extrañamente en intelectual en W. C. Fields. Las comedias de Joe McDoakes son el lío final, con los gags acelerados para no demorarse demasiado por detrás de la velocidad de Tom y Jerry, lo cual es mucho más abstracto, más impaciente. Los dibujos animados tienen que ver con el impulso, las dos bobinas tienen que ver con los agravantes de la vida diaria.
          Cuando el Recaudador se disculpa a Olive Oyl por no reconocerla por la espalda, es una broma física en la tradición de Laurel y Hardy, como todas las posturas de rodilla-zancuda que Altman confecciona para, o con, su actriz principal. Popeye debe muy poco a los dibujos animados y mucho más a las dos bobinas, a las que recuerda o reinventa o ambas, y, en cualquier caso, mejora (pero no eleva). Las renueva completamente, aproximadamente como renueva la comedia de situación televisiva en M*A*S*H. Elaboró la textura, igualó las bromas a su nivel, y recargó todo con el infradrama amargo que predomina sobre la comedia en A Wedding y Nashville.
          Pero otras pixelizaciones del género luego seguirían. A Wedding es una “comedia sofisticada” por tener ese entorno social y sutileza y por ser muy divertida aunque es a menudo también dramática y demasiado auténtica para ser divertida. Pero su operación es muy simple. Es como ser capaz de caminar alrededor de una función, llegar al ático y detrás de las escenas, y disfrutar del privilegio de un vistazo largo y considerado. De ahí que continúe evocando al cine directo ─por ejemplo, Model (1980) de Wiseman─, mientras se mantiene la riqueza de la estructura ficcional. Smile (1975) de Michael Ritchie efectúa la continuidad de manera bastante clara. Aparentemente géneros dispares pueden ser abiertos uno sobre el otro mediante la sencillez.
          Uno puede mirar A Wedding como una descendiente de la Nueva Narrativa de la comedia sofisticada à la George Cukor, y de la screwball de clase baja como Hal Roach o W.C. Fields. Pero como mucha de la comedia de los años 30 se encuentra intranquila dentro de clasificaciones habituales como “sofisticada”, “slapstick”, “screwball”, Sturges y Capra son a menudo ─¿qué?─ ¿populistas, políticos? Christmas In July (Preston Sturges, 1940) y The Miracle of Morgan’s Creek (Sturges, 1944) mezclan extrañamente a Hal Roach con Paddy Chayefsky, y lo disfrutan. Similarmente, Popeye, el sujeto más “naif” de Altman, tiene a un muy sofisticado escritor, cuyas tiras cómicas son “comedias altamente sofisticadas”, y cuyo Carnal Knowledge se vuelve salvaje (y finalmente obsceno), como el Stroheim de la era plástica.
          Todo esto puede parecer muy complicado si uno asume que los géneros son moldes, permitiendo solo variaciones menores a filmes que sin embargo existen “dentro” de ellos, o que el pensamiento está condenado a seguir paradigmas codificados con los que hacen falta “deconstrucciones” arduas para analizarlos y escapar. Pero incluso los entertainers no auteurs a menudo piensan como autores, esto es, siguen su historia particular a donde quiera que la lógica la conduzca, disfrutando sus cambios y conmutaciones de estado mental, atravesando géneros como si no existiesen, o siendo intrigado por equívocos y alusiones. E incluso cuando trabajan de acuerdo a fórmulas, a menudo piensan en las fórmulas como ingredientes en vez de moldes. No producen en serie gelatinas sino que cocinan un estofado que puede mezclar todo tipo de formas y sabores (expectativas). Y aquí hay una supçon de cartoon, aquí hay un pedazo de sátira, y ahora un bocado sólido de drama…
          Altman no es el único director en mostrar cómo los viejos géneros se han disuelto, y aunque nuevos híbridos hayan aparecido, pueden cristalizar y disolverse de nuevo bastante libremente, así que, más que nunca, no solo una lógica de recombinaciones, sino una fluidez no atada al género, están a la orden del día. Altman subvierte, no solo géneros, sino las expectativas generalmente, sin perder la coherencia necesaria para que una nueva autenticidad rompa viejos ritmos, surcos y moldes en conjunto.

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[1] Fe de erratas: ‘arquitextura’.

[2] En términos de Wittgenstein: “ver-cómo”. Pero la psicología cognitiva y perceptiva abunda en ejemplos de un proceso que solo los filósofos encuentran dificultoso. La mente teórica es más lenta todavía. Pero la lógica de estos ejemplos es de la connotación, lejos de ser veleidosa y elusiva nos conduce a asociaciones compartidas y establecidas y a elementos en las descripciones que involucran conocimiento del mundo y la lógica de la implicación, esto es, una teoría semántica. Esto está elaborado en mi artículo ‘The Quick Brown Fox Jumps Over the Clumsy Tank (On Semantic Complexity)’, Poetics Today, Vol. 3. No. 2, primavera de 1982.

[3] Que los fotogramas no pueden capturar. Depende de cómo el montaje y la cámara nos han mantenido moviéndonos, en cómo el fondo se mueve en relación al primer término, etc.

[4] Es cierto que Caligari es a menudo imposible tanto como verosímil, mientras que Popeye es a menudo inverosímil más que imposible. Pero las dos categorías están fascinantemente entremezcladas. ¡A veces lo imposible es plausible!

[5] Diálogo de la novela de la película de Richard J. Anobile. (Avon Books, 1981, $9,95). Parece haber versiones variantes del filme en circulación, con cortes conspicuos entre el pase de prensa inglés y su estreno.

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ANOTACIONES

* No es ningún accidente si Popeye se aproxima al mar cuidadosamente irreal, chirriante-y-de-plástico, de Il Casanova di Federico Fellini; los dos filmes fueron fotografiados por Giuseppe Rotunno, responsable de otros filmes de Fellini como de Carnal Knowledge (1971), también escrita por Jules Feiffer.

* Dogpatch de Al Capp era la localización de Li’l Abner.

* El “mono peludo” es probablemente el protagonista fogonero de la obra teatral de Eugene O’Neill (1922), The Hairy Ape, una de las favoritas de Steinbeck. 

* Las películas sindicalistas de los 70 incluyen Boxcar Bertha (Scorsese, 1972); Norma Rae (Ritt, 1979); Joe Hill (Widerberg, 1971); Blue Collar (Schrader, 1978); Bound for Glory (Ashby, 1976).

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24/02/2022 – SOBRE PAUL THOMAS ANDERSON Y LA CUESTIÓN DEL REGISTRO

Hace unos diez años comprendí que, reducido a su vertiente de registro-terror, el cine había vivido lo que debía vivir, que no tenía futuro y que perdía lógicamente su público. Que, para que continuase, era necesario que su otra vertiente fuera sólida: la vertiente representada por cineastas como Bergman o Fassbinder. También por eso me gusta el cine de Gus Van Sant (My Own Private Idaho, 1991), un muchacho que viene del teatro y que logra en diez planos todo lo que Zeffirelli intentó durante toda su vida. Hoy prácticamente no doy un centavo por la mística del registro, porque me doy perfecta cuenta de que no podremos arrancarle al teatro los fenómenos ligados al ritual, a la identidad colectiva, a la historia vivida y revivida; es su dominio, puede hacerlo bien o mal, pero este aspecto tiene que ver cada vez menos con el cine. Como su capacidad de dar testimonio, de estar en el presente casi ha desaparecido, se encontró en la obligación de inventar mundos imaginarios, de explorar lo mental. Para mí, Kubrick es el mayor cineasta de lo mental. El problema reside entonces en reconsiderar la cuestión del presente.

Serge Daney, Persévérance (1994)

Licorice Pizza Paul Thomas Anderson 1

Licorice Pizza (Paul Thomas Anderson, 2021)

1. El respeto naif por el registro ha dado lugar a una pátina de respetabilidad con la que se envuelve a filmes que gozan de características básicas de toma de postura frente al mundo profílmico, por omisión y miedo al corte, mezclado esto con una santurrona asumida bonanza y con un desligamiento de cualquier juicio denigratorio (la crítica nos la sabemos: “el plano general en Apichatpong es polivalente, respira, deja espacio, se transforma; en Haneke mutila, satiriza, mata al mundo”). Dicha coyuntura ha llevado a diferentes posiciones críticas que esperan, por adelantado, al filme de pie, con la mano derecha visera en las sienes, saludándolo militarmente, como a un hermano, un camarada, el filme está de su lado, les interesa, y todo lo que dejaron atrás es cosa del pasado, “superado” dicen. Son la consecuencia natural de ese respeto idiota por el registro que ya en los 90 para Daney olía a vetusto. Basta revisar My Own Private Idaho: comprobamos que existe una verdadera tensión entre el mundo profílmico y el aparato, se pasa continuamente de un desgajamiento de planos cuyos límites espaciales son claros, bendito acomodo para el espectador que no quiere mareos, a la pérdida de la brújula, el rebasamiento de la estabilidad fluctuante. Esto ocurre en especial en todas las escenas que tienen que ver con la adaptación libre de Shakespeare. Cuando aparece Bob Pigeon, en definitiva, el filme le hace el harakiri a lo real. Y es perfectamente normal que tras ver Memoria (2021) de Apichatpong Weerasethakul uno revise las divagaciones de Mike Waters en una autopista hija de mal padre, abriendo y cerrando el filme, o los monólogos serpenteantes de Scott Favor alrededor de edificios en descomposición, y piense: el cine aquí había vuelto a adquirir algo de aliento, los elementos vuelven a estar verdaderamente en juego. Este cine problematizador del registro ─hoy resulta más irreal verse My Own Private Idaho que Gerry (Gus Van Sant, 2002), con sus interminables caminares hacia la nada, curiosa paradoja─ poco tenía que ver con nada de lo que estaba haciendo Paul Thomas Anderson en la década de los 90. Boogie Nights (1997) tiene una tendencia muy clara, no es un filme de escenas, es un filme montado, encapsulado, embutido, envasado, en microescenas que siguen hacia adelante arramblando con todo en pos del retrato de los años que van pasando, la caricatura es algo unidimensional y depende del espectador el verla entrañable o no, forma parte del convenio, nada que objetar. PTA aprisiona al filme bajo una correa secuencial donde el virtuosismo y el gran movimiento claramente chillan collage, debido pago de deudas y demostración desesperada por certificar que un joven cineasta lo sabe hacer “todo”. Sydney (1996), en su relativa contención, no semeja un primer filme en comparación con su segundo. ¿Qué pasaba con Boogie Nights? Cuando este flujo de miniescenas unidas y apelotonadas por barridos scorsesianos se detenía, asistíamos a escenas elásticamente estiradas, donde un cierto tipo de violencia se recreaba, ahí el filme se “detenía”, pero era una falsa detención, pues todo seguía demasiado atado a la estructura, una falla que luego llevaría hasta el paroxismo Magnolia (1999). En Licorice Pizza hay una de esas “detenciones” que puede espejarse fácilmente con Boogie Nights y, no obstante, ver qué ha cambiado en el proceso: todos nos acordamos cuando llega Alfred Molina en Boogie Nights y durante bastantes minutos la tensión de la violencia y el enajenamiento general sirven como una especie de catarsis ante la secuencialidad anterior. Esta violencia escénica precediendo al último acto, aunque no tan cerca del final, la encontramos con Jon Peters (Bradley Cooper) y la tensa secuencia de conducción en su último filme. Sin embargo, aquí la detención posee otro carácter, se imbrica en el drama más allá del mero ejercicio de tensionamiento del espectador bajo signos reconocibles de in crescendo narrativo. En Boogie Nights y Magnolia, PTA pretendía ser un cineasta dramático cuando, precisamente, su narración terminaba por comérselo todo. Si recordamos a Vincent Gallo berreando contra lo retro de Boogie Nights, uno entiende perfectamente el porqué: Buffalo ’66 es precisamente el filme opuesto en todos los sentidos al del californiano. Pero, ojo, una vez entrados en el nuevo siglo, las maniobras de puesta en escena de un filme como Inherent Vice (2014) están más cerca de ese Gallo, incluso son más libres (Buffalo ’66 es una película storyboardizada hasta el último milímetro) y juguetonas. El aspect ratio es del todo clave en este aspecto. The Master (2012) e Inherent Vice cambian por completo la disposición dramática escénica de sus filmes.

2. Hasta ahora, siempre habíamos sostenido que la “primera escena” de Inherent Vice era lo mejor que había hecho PTA. Ese estar ahí, en presente, sin atarse a un falso registro “verídico”, cargado de signos que construyen una rarefacción inmanente ─ya lejísimos de las tensiones y humores arquetípicos de Boogie Nights o Magnolia─ que para nosotros epitomizaban hasta dónde había llegado su cine. Ahora era la escena y su multiplicidad de señales lo que importaba, los lentos zoom ins, el contraste clarificante entre plano y contraplano, las reacciones pesaban, el mundo adquiría relieve. La carga elíptica no se había perdido, pero en esos planos o minisecuencias el acento no se dirigía tanto hacia un montaje secuencial que nos arrastraría hacia adelante con su peso ineludible, más bien se posaba en el propio respirar de ese plano concreto dispuesto a morir rápidamente. Los barridos esquizofrénicos de estudiante de cine con diploma “autodidacta”, salido de la escuela a voluntad, habían dejado paso a otra cosa. Inherent Vice comenzaba así: el choque de la luz natural del exterior con la artificial del hogar, el ligero estado somnoliento de Doc Sportello que se contagia al resto de la escena, donde vemos a Shasta como un fantasma parpadeante, la cámara cercana a los rostros y cuerpos, intentando escrutar una mirada concreta que ilumine cierto sentir de un personaje. O, más o menos, y para quien lo quiera entender de forma simple, didáctica, lo que pensamos al verla por primera vez: las tramas en Inherent Vice se nos presentan de manera abigarrada. El relato ha perdido su aparente cohesión y circula en diversas direcciones que parecen no confluir en un destino común. Lo que se nos presenta son los restos de lo que antes había formado una historia sólida. El último cine de Anderson se mueve entre las diferentes historias fragmentadas por la propia biografía de su nación. Un pasado que ha causado una rotura en el qué y el cómo. Un pasado que nos impide volver a filmar el mundo, sus habitantes y objetos de la misma manera. Así Sportello habita el relato propuesto por el cineasta de la manera más moderna posible: intermitentemente, moviéndose de manera confusa por los restos de la canción. Sportello es el gran héroe moderno de la filmografía de PTA. Quizá junto a Barry Egan en Punch-Drunk Love (2002), su personaje más claramente bienaventurado, aunque en el caso de Sportello esta bondad y ausencia de malas intenciones sea más difícil de captar en un primer visionado. Baste ver una de las escenas finales del filme, en la que Sportello ejerce de intermediario y, en última instancia, benefactor de la familia Harlingen al devolver a Coy al seno familiar y liberarlo solo en apariencia de las raíces del sistema (el Chryskylodon Institute).

3. En el término medio se encuentra Punch-Drunk Love, la película que más se puede espejar con Licorice Pizza. ¿Por qué? Porque sus aceleraciones y detenciones establecen un juego similar que se dirige a una cierta cualidad evanescente del montaje, tal como quedará imbuido el filme en la memoria del espectador, aunque a la vez el cálculo de planos reine, una abstracción más conectada con la mera captación del mundo estallando en breves epifanías absolutamente personales e intransferibles. Los personajes andando, saltando, deslavazando la escena, como Marlowe al final de The Long Goodbye de Altman (1973), como Egan en el supermercado en Punch-Drunk Love. Por lo tanto, en Licorice Pizza y Punch-Drunk Love la secuencialidad importa más que en The Master e Inherent Vice, somos conscientes de la macroestructura, pero esta se ha complejizado y perdido su obvia hoja de ruta. El drama, esta vez, domina los movimientos entre-escenas, y no al revés. Los impulsos caprichosos, ahora toca correr, luego romper los cristales, o dejar de hablarnos, la cámara pegada a la puerta del coche, se cierra con ella, tenemos la sensación de circundar entre dos sentimientos: la fuerza impulsora de un puñetazo o empujón cósmico que nos suelta diligentemente en medio del escenario, en el otro lado, la caricia ligera y tentadora que nos calma la insania y las prisas. Los cambios de ritmo en Peace Frog espejan muy bien los sentires de Licorice Pizza, el goce por la libre asociación a la concreción evocadora, en travelling lateral: para esta última no hace falta más que ver a Alana yendo de derecha a izquierda para recoger el cargamento. Unido a este recargamiento del drama, se encuentra otra de las claves de estos filmes que nos interesan de PTA: la posibilidad de que los personajes, aunque sea ilusoriamente, comiencen a dominar la escena, cosa que de ningún modo podía pasar en Boogie Nights o Magnolia. En Punch-Drunk Love, situándonos en la escena de la habitación del hotel, descubrimos que Lena comparte algunos de los instintos de dulce violencia de Egan y los dos consuman su atracción mientras Anderson los filma con unos encuadres cerrados que denotan bastante intimidad. Es aquí donde Egan ya ha alcanzado plena madurez y consciencia de sus puntos fuertes. Las obsesiones y debilidades que le asolaban y le hacían inestable a ojos de su familia y compañeros de trabajo se transforman en virtudes: armas que utilizará como características genuinas que, acto seguido, le harán fuerte en un mundo que pasará a ser conquistado por su presencia y no al contrario. Mientras el mundo habitaba a Barry Egan hasta este preciso momento de despertar matutino en Hawái, es a partir de aquí cuando Egan pasará a modular cada espacio y a virar en un vuelco de trescientos sesenta grados las relaciones de poder con cada personaje del filme.

4. Por estos motivos nos excitamos con Punch-Drunk Love y Licorice Pizza. Esta última, como decíamos, restablece muchos motivos fotográficos y de découpage de sus últimos filmes, las rugosidades de Inherent Vice, el apelotonamiento irregular de un background insolente, capaz de echar abajo la burbuja de los amantes, más cerca de la paranoia pynchoniana ─aunque aquí muy queda─ que de las disfunciones familiares de Punch-Drunk Love. Aun así, en ambos filmes nos restan disfrutes similares: ese ligero “dejarse llevar” en falso de la cámara, acompañando las carrerillas o súbitos impulsos, evanescencia dulce (último plano) que connota convulsiones internas en unos momentos, embebimiento e hipnotización inocente en otros. La importancia en Licorice Pizza está volcada en lo que sucede delante del aparato, pero dotada de algunos empujes deleitosos que se avienen a la temporalidad extendida y a la melodramática movilidad del relato. PTA controla los recursos, y aun siendo conscientes de que el cine no es un lenguaje, no podemos más que sorprendernos con el modo en que el cineasta hace avanzar normativamente el corredor de encuadres ora para narrar, luego para desenvolver transiciones, más tarde introduciendo una interjección musical que arrebata. Cuando toca en la relación entre Gary y Alana, una serie de planos-contraplanos consistentes afianzan el sentir emocional. Este impeler narrativo no tendría el interés que le concedemos si no fuera en ocasiones sostenido, condicional, ya que los diafragmas del filme, los músculos de oxígeno que le permiten respirar, se encuentran allí donde el corredor narrativo hace esquina, en esas largas secuencias de charlas y sucederes algo chalados, lugares donde la confusión y la conjunción sentimental de los personajes adquieren verdadera relevancia: la detención en falso de Gary y la primera preocupación real de Alana por él; Alana cautivada patéticamente con Jack Holden bajo la atenta mirada de un Gary celoso, un bar donde la pareja se encuentra atestada de equívocos aparentemente insolubles en una situación alargada y farragosa, logrando desviar de sus personas, en ocasiones, el pleno centro de atención; el temor prolongado que logra cernir Jon Peters, peluquero-amante de Barbra Streisand, cuya presencia, como la crisis del petróleo, amenaza incluso la recta continuidad del negocio amoroso. La secuencialidad amatoria esprinta para en momentos posarse, hidratarse, reposar, expandirse, dos movimientos consustanciales que le son necesarios. Los devaneos que implican la diferencia de edad entre Gary y Alana requieren una patentización paciente ─cuando el chico se toma a broma lo peligroso de la bajada sin frenos, contra Alana, que lo sufre, la masturbación que Gary le realiza al pitorro del bidón de gasolina, etc.─, luego nivelarse por medio de la emprendeduría (de él) y una comprensión puesta a distancia (de ella). Aunque sería pertinente una ponderada reflexión sobre el “retiro” de algunos de los grandes cineastas estadounidenses a otra época ─cabe destacar que PTA no emplaza un filme suyo en el presente desde el 2002, Tarantino desde el 2007, dando la sensación de que solo el viejo Eastwood se atreve─, bastémonos con apuntar la notable ausencia de nostalgia en Licorice Pizza, el cero embelesamiento tecnológico setentero: las camas de agua son lo coyuntural, no se filma directamente una mesa de pinball, nada que pueda atrancar la sensibilidad espectatorial en ardides de “otra época”. Tampoco existe ningún afán virtuosista ni coreográfico, como alguien podría pensar que sucedía en Boogie Nights, sino una viveza y una tarea espacial lejos de las elecciones obvias, de las facilidades crónicas y de lo dado de antemano, levantadas, en cambio, encuadre tras encuadre por medio del corte, en un procedimiento que poco tiene que ver con despedazar el espacio, más bien con una creatividad prosaica ganando el pulso tanto a la pureza de una construcción sistemática como al registro (la sabia edificación observacional durante la conversación muda por teléfono). Por un lado, lo acotado del filme, imposible recordar ninguna película tan sumamente repartida y equilibrada entre sus dos protagonistas ─aunque quizá sea Alana Haim quien más devora la pantalla por ser objeto del deseo reincidente de Gary─, por el otro, el bello par de escenas nocturnas con ruido celuloidal que granulan sin camuflaje la ciudad de Los Ángeles ─enclave de constantes inauguraciones─, un contrabalanceo matérico adyacente a los innumerables destellos y oportunidades de medrar que circulan el filme. La cuajada amorosa tarda en solidificarse. Sin embargo, cada grumo y escena le contribuyen, cada paso de acercamiento, alejamiento o doliente pausa aporta al propósito. Cuando suena Let Me Roll It en Licorice Pizza, ya no tenemos nada que ver con Scorsese, estamos mucho más cerca de la moción crucigrama enloquecida y dudosa de Charles Driggs en Something Wild (Jonathan Demme, 1986). La música nos ata a la escena y a las dudas mentales, el deseo insatisfecho. La única posible separación con este anhelo nos la podemos imaginar en un espectador que tenga la piedra del registro tan metida dentro del culo que no sea capaz de bajar la guardia y dejarse llevar por una escena que comunica empatía circundante y desestabilizada. El cine volverá a recuperar algo de asombro cuando se deje de sospechar del tema extradiégetico que se introduce para arrasar con nuestra lógica sentimental.

My Own Private Idaho Gus Van Sant
My Own Private Idaho (Gus Van Sant, 1991)
Punch-Drunk Love Paul Thomas Anderson
Punch-Drunk Love (Paul Thomas Anderson, 2002)

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ENTREVISTA – ALAN RUDOLPH

ESPECIAL ALAN RUDOLPH

Los filmes de Alan Rudolph; por Dan Sallitt
Trouble in Mind (1985); por Dave Kehr
Trixie (2000)
Investigating Sex [Intimate Affairs] (2001)
Ray Meets Helen (2017)
El productor como apostador; por Alan Rudolph
Interview – Alan Rudolph
Entrevista – Alan Rudolph

Para esta entrevista, mandamos a Alan Rudolph una serie de largas preguntas. Teníamos una curiosidad inmensa y sentíamos que estábamos en deuda con el hombre, puesto que su trabajo significa tanto para nosotros. Cuando recibimos las respuestas, de nuevo, Mr. Rudolph lo hizo a su manera. Y fue maravilloso. Aquí queda una traducción lo más fiel posible al texto que nos envió. Las únicas modificaciones son la cursiva en el nombre de los filmes, para seguir con la tradición de nuestra revista, y en ocasiones referir el nombre del filme completo para que el lector se ubique, si Rudolph lo mencionaba abreviado. Al final os encontraréis con las preguntas originales.

RESPUESTA DE ALAN RUDOLPH

Mucho gusto.

Leí vuestro registro de mi relativamente obscura vida cinematográfica. Es curioso cómo los hechos sugieren que había un mapa implicado.

Me temo que si contestase a todas vuestras preguntas específicas tal y como están formuladas me llevaría casi tanto tiempo como vivirlas. Las respuestas son mi vida. Me limitaré a dar vueltas sobre el siguiente sumario de preguntas y luego vosotros lo disponéis a vuestra manera.

Motivaciones que te pusieron en el camino del cine. El lugar de donde proviene tu visión personal. La visión que empujó tu energía cuando empezaste, y aún estimula tu deseo de hacer filmes. Cómo has lidiado con la financiación, producción y rodaje de los filmes. Cómo has obtenido control creativo sobre ellos. De qué modo se relaciona esto con la imbricación de guiones ajenos. La conexión entre colaboradores con experiencia, o sin ella. ¿Joyce? ¿Qué has aprendido a través de las películas de Altman como espectador y para tu trabajo? ¿Cuáles son las características que te separan de Altman? ¿De qué manera, consciente o no, los años dorados de Hollywood permean tu trabajo? ¿Qué les ves de especial a los años veinte? ¿Por qué esas colaboraciones en los guiones surgieron en tus tres películas sobre los años veinte? ¿Música? ¿Cómo es trabajar con Isham? Ray Meets Helen. ¿Destilación? ¿Filme vs. digital? ¿Fue el filme una recapitulación? ¿Después de The Secret Lives of Dentists, por qué el parón? ¿Pintura? ¿Futuro?

La perspectiva fílmica es mi realidad. Soy incapaz de interpretar la vida de cualquier otra manera. Es mi lenguaje, mi proceso mental, mi empresa. No tengo elección.

Las películas han estado dentro de la burbuja de mi vida desde la infancia. En las salas, la mesa del comedor, visitando a papá en platós silenciosos y oscurecidos. Nos llevaba a ver filmes “extranjeros” y noir americano antes de que esa descripción existiese. A otros chicos no les importaba The Asphalt Jungle, los Estudios Ealing, La strada, Monsieur Hulot. Yo estaba siendo transformado para el resto de mi vida.

Encontrarse bajo el hechizo de una película es lo que me trajo aquí. Una sensación como de otro mundo. Atmósferas realzadas, lenguaje estilizado, emociones escurridizas, razonamientos extraños. Manipulación visual. Esa conexión secreta. No es real, pero se siente verdadera. Eso es lo que he estado persiguiendo. Un artificio que revele algún tipo de verdad.

Mi camino hacia la dirección de cine fue poco ortodoxo. Lo cual no quiere decir que exista un estándar. Los asistentes de dirección tienen el control de los sets de rodaje. Trabajo importante pero a nivel creativo un callejón sin salida. Aprendí el oficio de hacer películas gracias a los equipos veteranos de Hollywood. Busqué el arte del cine por mi cuenta. Exponencialmente con Altman.

La mayoría de mis filmes son fábulas absurdistas. Romances con pocas o ninguna referencia a las modas o realidades contemporáneas – excepto de forma seca. Son graciosos y serios simultáneamente, como si la broma pudiese ser válida. Apelan a sensibilidades cinematográficas, no a reglas fílmicas. En la Edad Dorada del cine americano (vuestra descripción), la gente hablaba en lenguaje estilizado, pero se comportaba de forma impredecible, con dimensión emocional. Mis filmes involucran irracionalidades sociales o personales y engaños. Abrazan el artificio, el misterio, los juegos de palabras. Se ríen de sí mismos. No siempre son lo que parecen. Una historia de amor o una farsa detectivesca pueden ser también una alegoría de la codicia política y corporativa – porque no pude obtener el proyecto sobre la codicia política y corporativa. Quizá The Moderns, ambientado con firmeza en el París de 1926, trate sobre sus propios juicios en Hollywood. Ray Meets Helen podría ser una metáfora de un cineasta persiguiendo un filme que ama solo para pagar el precio más alto al alcanzar su sueño. O no.

Esperaba comunicarme con las audiencias americanas en una frecuencia diferente a la que estaban acostumbrados. Pero sus primeras preguntas solían ser: “¿Dónde tiene lugar esto? ¿Se supone que es real? ¿Es esto serio o divertido?” Mis filmes han sido siempre como mi grupo sanguíneo – no para todos.

El control creativo es una actitud, un estado mental. Yo obtuve el “mío” al principio gracias a Altman. No es que él dijese nada acerca del corte final y todo eso. Bob simplemente suponía que al igual que él querría rodar y editar mi filme a mi manera – es decir, después de que aprendiese a usar las herramientas de montaje porque Welcome to L.A. no tuvo ningún montador a tiempo completo. Aprendí acerca de mis propios ritmos visuales, mi vocabulario. Si el control creativo significa todo eso, no voy a renunciar a él.

Los presupuestos económicos han jugado siempre un rol fundamental en mi metodología. Preferiría haber hecho un filme por muy poco que casi haber hecho uno por más. Altman produjo Welcome to L.A. y Remember My Name para expandir su compañía y dar a conocer una nueva voz. Los filmes tenían un reparto bien elegido, presupuestos pequeños, y estaban hechos sigilosamente, financiados por el estudio. Esos mismos estudios los rechazaron y me los devolvieron tras un primer visionado. Tuvimos que distribuir ambos nosotros como filmes americanos de art house, una categoría que no existía por entonces.

Hasta aproximadamente 1980, para mantenerme a flote mientras hacía mis propios filmes por poco o ningún dinero, tuve que aceptar algunos trabajos como director. Unos pocos se cruzaron en mi camino como desastres imposibles con prisa por empezar el rodaje. Mi especialidad. Sabía que si cumplía con lo acordado los estudios mantendrían una distancia hasta que termináramos. O les salvaba el culo o sería su perfecto blanco para culpar. Solo quería hacer un buen trabajo partiendo de malas circunstancias. Por lo general, creo que lo hice. Inmediatamente después de cada trabajo empezaba a elaborar mis propios guiones. Como dice Solo en Trouble in Mind: “Una cosa – lleva a la otra”.

Los equipos y actores me decían que trabajaba de manera diferente con respecto a la mayoría de directores. No tengo ni idea de lo que quiere decir eso. Más allá de que no tomo decisiones basándome en el comercio. Mis sets son amigables, organizados, controlados pero espontáneos. El descubrimiento, la epifanía y las buenas sorpresas son siempre bienvenidas. No hay lista de planos o storyboard. Los actores, el elemento más importante de cualquier filme, son protegidos y valorados, y reaccionan con su arte. Una escena escrita evoluciona durante cada toma, en ocasiones a lo loco. Normalmente soy el primero en sugerir variaciones. En Welcome to L.A., durante una escena complicada, seguí alentando cambios en los diálogos. Después de varios intentos frustrantes, volvimos al guion tal y como estaba escrito y revelamos la primera toma. No hay una fórmula. Las tomas largas suelen ser habituales conmigo, el diálogo enunciado con ritmos naturales, cámara, lentes, los actores todos moviéndose. El rostro humano, el mejor lugar para encontrar significado, se encuentra habitualmente al final de un plano.

Los puestos clave en muchas de mis películas están llenos de equipos ascendiendo a sus trabajos soñados por poco dinero. Acostumbro a ver algo en una persona que puede ser realzado. Los estándares creativos no cambian con la escala o el presupuesto. La habilidad o personalidad de un equipo decide la rutina diaria pero no el objetivo general. El entusiasmo no puede reemplazar a la experiencia, pero a veces es más útil. Sobre todo cuando intentas hacer lo que no se ha hecho. Algo que tiene que ver con eso de la ignorancia y la felicidad. Carreras profesionales de productores, directores de fotografía, montadores, editores, diseñadores de producción, incluso actores destacados, han empezado en mis sets. Hacer un trabajo de calidad es un motivador poderoso. Cuanto más sientas a alguien y ellos a ti, más te anticipas, canalizas, intuyes. Los recuerdos de cualquier experiencia podrán evaporarse, pero son infalibles en la pantalla. El filme es una poderosa entidad mágica y viviente. Lo que sucede enfrente del objetivo debe ser salvaguardado. Lo que hace falta para llegar ahí debe ser… ¿la vida? A menudo digo a los editores acerca del siguiente corte: “El futuro de la Tierra depende de ti”:

Trabajar con Joyce es un puro deleite. Ojalá hubiésemos hecho cada filme juntos pero ella siempre ha estado muy solicitada y comúnmente ocupada. No es solo el amor de mi vida y una fotógrafa verdaderamente talentosa, sino también una fuente calmante de energía feliz y amigable para el reparto y el equipo. Su pequeño cuerpo y formas suaves le permiten meterse en lugares compactos dando lugar a ángulos geniales y fotos vívidas, muchas recordando a productores del Hollywood clásico y vintage. Después de Short Cuts, Altman me dijo que ella era el más valioso miembro de su equipo. No solo por su gran trabajo, también por su espíritu en el set de rodaje.

Robert Altman fue el cineasta americano más influyente de su generación, dentro y fuera de la pantalla. Su actitud y arte, su innovación y rebelión, básicamente reensamblaron la producción y percepción cinematográfica americana. Y a las audiencias. Fui lo suficientemente afortunado como para formar parte de su mundo antes de que el Independiente Americano fuese una marca. Durante treinta años fuimos amigos y colegas. Tenía visión de futuro, comportándose, creando. Hollywood rehusó acoger oficialmente a Bob pero no le podía dejar ir. Era a nivel físico y mental un creador imponente que hacía su arte a su manera según sus reglas con su grupo de inadaptados. Las actitudes y audiencias americanas tuvieron que ajustarse a Altman, no al revés. Los cineastas actuales que quizá no hayan visto nunca su trabajo están influenciados por su impacto. Bob no enseñó oficialmente a nadie nada. Simplemente estaba ahí y todo el mundo aprendió mucho. Sé que yo lo hice.

No había visto ningún filme de Altman antes de pasar tiempo con él en persona, una experiencia indeleble por derecho propio. Mi reacción a su trabajo lo tendrá siempre personalmente unido. Lo que lo hace incluso más incomparable y gratificante. Estructuré expresamente Welcome to L.A. para reconocer la influencia de Bob sobre mí. Por entonces, sea cual fuere la parte de mí que iba a alterarse por Altman, ya había comenzado su proceso. Para los filmes y la vida. Éramos muy diferentes en la mayoría de aspectos, pero también nos solapábamos. De hecho, éramos tan poco parecidos como nuestros filmes. Y tan similares.

He hecho tres filmes ambientados completa o parcialmente en los años veinte. Ese periodo parecía un punto de inflexión en el comportamiento global y la innovación cultural para los próximos cien años – y subiendo. París era donde el arte de todo ello se juntó. Lo bueno, lo malo, lo encantador.

The Moderns fue mi primer intento de hacer un guion formal, escrito veinte años antes de que finalmente se llevase a cabo. Jon Bradshaw, célebre periodista, marido de Carolyn Pfeiffer, empezó a picarme el gusanillo para hacer una reescritura con él. Le gustaban mis personajes y el diálogo pero quería fortalecer la historia porque la mía tenía “toda esa chorrada de los sueños”. Trabajamos juntos durante muchos meses y luego pasamos los siguientes diez años intentando llevarlo a la práctica – en vano. Decidimos que lo menos que podíamos hacer para permanecer conectados con nuestra temática era darnos rienda suelta en los bares, cafés, restaurantes baratos de París, Nueva York, Los Ángeles, cada vez que nuestros caminos se cruzasen. Bradshaw era un editor contribuyente en Esquire y concibió un plan para acercarse a la revista con la prueba de que el guion era “El guion más rechazado de Hollywood” esperando que lo pusiesen en la portada y publicasen el texto. Ignoré la idea. Quería que nuestro filme se hiciese, no ser una respuesta del Trivial. Desgarradoramente, Bradshaw murió de forma inesperada antes de que lo consiguiésemos.

No considero Mrs. Parker and the Vicious Circle una película de los años veinte. Su notoriedad explotó ahí pero su vida entera fue digna de atención, aunque solo vislumbramos una pequeña porción de ella. Mi padre conoció a Robert Benchley. Cuando era un chaval, siempre estaba mirando los libros humorísticos de Benchley con dibujos de Gluyas Williams. Documentándome para el filme, su relación con Dorothy Parker desbordó mi interés por cualquier otra cosa y se convirtió en el foco de la historia a medida que avanzaba.

Investigating Sex fue una adaptación de las surrealistas Recherches sur la sexualité (1928-1932), un volumen esbelto de diálogos transcritos sin ninguna descripción más allá de los nombres de los participantes. El libro me lo dio Wallace Shawn, el cual pensó que me divertiría. Pregunté a Michael Henry Wilson, historiador fílmico francés/americano, cineasta documentalista, amigo querido, para unírseme con el fin de escribir un guion que adaptase esas discusiones. Creamos nuestros propios personajes ficticios y ambientamos los episodios en la ciudad universitaria de Nueva Inglaterra. Seguía preguntándome quién transcribió las sesiones originales. Esto se convirtió en la trama para nuestra historia. Quedé muy contento con el filme. Los financiadores no. Apenas nos desviamos del guion, que entusiastamente aprobaron. Luego se horrorizaron viendo discusiones de sexo y no representaciones del mismo, las cuales nunca estuvieron en la página. Pretendíamos acercarnos a Oscar Wilde. Ellos querían Wet ‘n Wild [salvaje y húmedo].

La música es la gran iluminadora de un filme, un puente directo a la reserva emocional de la audiencia. Si fuese un catedrático de cine (nunca sucedió), mi curso consistiría de solo una clase. Enseñaría un extracto fílmico con música. Luego lo enseñaría de nuevo sin música. Todos nos asombraríamos en cómo la intención, las interpretaciones, el ritmo, fueron alterados. Luego enseñaría el mismo extracto del filme con una música completamente diferente. Todos nos asombraríamos de nuevo en cómo todo ha cambiado. Luego me retiraría de la cátedra.

Enamorarte con una perfecta música provisional es arriesgado. Nada parece funcionar en ningún momento además. En Afterglow, durante el montaje, cometí el error de usar una pista temporal para la escena final. Sabía que era música que no nos podíamos permitir pero estaba convencido de que encontraría un reemplazo luego. Mas la versión de Tom Waits de “Somewhere” funcionaba tan transcendentalmente que teníamos que ir a por ello. Los magnates corporativos de la música no cederían el precio – maldita sea la creatividad. Lo bueno es que terminamos por debajo del presupuesto rodando, de lo contrario todavía estaríamos buscando.

Trouble in Mind es el único filme que he hecho donde la financiación, que significa certeza, estuvo garantizada desde el comienzo del proceso. Y fue dichoso. Todos los demás proyectos salieron a la niebla intentando materializarse. Siempre intenté tener preparado el siguiente filme antes de que nadie viese el anterior. O quizá no habría nunca un siguiente filme. Los productores Carolyn Pfeiffer, David Blocker y yo hicimos Choose Me juntos y el éxito de aquello creó Island Alive, una pionera compañía independiente de producción y distribución en el espíritu de Altman, Carolyn al mando. Esto fue antes de la existencia de cualquiera de las compañías que pronto le seguirían como Miramax, Fine Line, et al. Nuestro sueño fue fugaz, como es propio de ellos, pero grandiosos mientras duraron.

Mi guion para Trouble nunca aludía a la época o lugar o diseño. Era un noir directo y hard-boiled. Pero quería ensanchar eso. La música es adonde acudo para la inspiración antes de la producción o incluso de la escritura. Pero la música es invariablemente el último elemento recibido, generalmente en un punto avanzado del montaje. Para Trouble, quería cambiar el orden. Demasiada atmósfera estaba envuelta y la música alimenta la atmósfera. La trompeta debía ser la narradora, sentí. Conocí a Mark Isham, un trompetista excepcional, en su estudio del sótano. Tenía un enorme Model Synthesizer primerizo. Mark me preguntó qué tenía en mente. Se lo conté. Empezó a improvisar piezas para sintetizador y vientos hasta que reaccioné. En esas pocas horas, meses antes de filmar, Mark creó las pistas musicales que sin el mejoramiento posterior se convertirían en el 75% de la banda sonora para un filme que no se había filmado ni mucho menos montado. Desde ese día hicimos nueve filmes juntos.

Me alegro de que mencionéis Ray Meets Helen. Fue única en ciertos aspectos – excepto por la indiferencia de los críticos y la audiencia. El guion fue escrito años antes y pasó por varias ideas de reparto pero nunca encontró tracción. No estaba considerándolo activamente como un filme que hacer. Sabía que las audiencias contemporáneas y los financieros no querían tener nada que ver con un romance simple y anticuado. Lo que, por supuesto, se convirtió en la razón exacta para ir a por ello. Cuando solo una porción del dinero fue reunida habría sido fácil o quizá sabio seguir adelante. En vez de eso, reducimos el tamaño. El presupuesto de rodaje, ese asunto de nuevo, fue el más bajo de cualquier película legítima que haya dirigido e igual al de Return Engagement, el documental en 16 mm que hice en 1982. El equipo era en su mayoría aleatorio y estaba allí gente joven entusiasta que quería ser parte del negocio del cine. El montador nunca había editado una película. El director de fotografía era un joven operador. El diseñador de producción era nuevo en el oficio o cualquier otro trabajo dentro del mundo del cine y tenía veintidós años. Sería filmada bajo un contrato industrial llamado “ultrabajo presupuesto”. Lo que significa gratis. No nos podíamos permitir un guardia así que la cámara nunca estuvo autorizada en ninguna calle. Los sets principales, el restaurante donde se conocen y la casa a la que Helen se muda, eran la sala de estar del productor y el piso superior. Sabía cuáles eran nuestras limitaciones y esculpí en torno a ellas. Le dije a todo el mundo que no estábamos haciendo un filme sino un regalo para más tarde cuando no estuviese compitiendo con nada contemporáneo. Fue simplemente un puro acontecimiento cinematográfico. El principal atractivo, como siempre, eran los actores. Trabajar con Keith Carradine era razón suficiente para mí. Sería nuestro sexto filme juntos y el primero en veinticinco años. Sondra Locke era una amiga de Joyce desde hace mucho tiempo. Una actriz con talento que no había trabajado durante décadas porque la industria la puso en la lista negra a causa del decreto rencoroso de su examante/actor superestrella, entró en la conciencia de nuestro reparto en el último minuto. Esa idea me creó presión. Afortunadamente, estoy profundamente alegre con los resultados. Fue un rodaje totalmente disfrutable, uno de los mejores. Sondra estuvo más feliz que en ningún otro filme y su interpretación es divertida, evocadora e inolvidable. El filme adquirió un significado especial unos meses después de su estreno cuando Sondra falleció a causa de un cáncer, una condición que sabía que existía durante el rodaje pero que se guardó para ella misma. Será siempre para mí el filme más valioso que haya hecho.

Hicimos Ray Meets Helen en digital porque, bueno, no había más opciones. No afectó al rodaje demasiado desde mi perspectiva. Excepto por los dailies (tomas diarias). Los dailies siempre eran el momento más destacable de los rodajes para mí, la recompensa por el trabajo duro. Altman me enseñó eso. Invitaba a todos a los dailies, especialmente a los actores. Quería crear una experiencia igualitaria con gente apoyándose entre sí y no encerrada en perspectivas ególatras. Era estimulante, pionero, y divertido. En mis filmes mezclaba la música con cada toma a través de altavoces, experimentando y aprendiendo. A todo el mundo le encantaba. Para mí la lente es el narrador de un filme. Nunca miro a los monitores durante tomas en ningún filme, siempre me coloco cerca de la cámara observando a los actores, el dolly, y el zoom. En los días de 35 mm, nadie sabía lo que buscábamos aparte del equipo de cámara y yo. Pero cada noche todo aquel que quisiese ver podía venir a la fiesta y sorprenderse. Con el digital, todo el mundo tiene un monitor mientras una toma está siendo rodada, por lo tanto no hay necesidad de dailies. No me gusta eso.

Como habéis señalado, más o menos trabajé todo el tiempo hasta después de The Secret Lives of Dentists en 2002. Luego me tomé a la vez todos los intervalos normales entre filmes y no trabajé por quince años. Me enseñé a pintar, escribí parte de mi mejor material, pero no intenté lanzar nada. Todo en la industria del cine fuera de mi perspectiva creativa era siempre diferente y algo hostil. Pero jamás me molestó. Lo que quiera que estuviera haciendo el resto nunca afectó demasiado lo que hice. No se puede negar que mi contador estaba atascado en “poco comercial” y el camino por delante siempre fue escarpado. Mis trabajos más logrados e inventivos como Trixie o Breakfast of Champions siempre fueron los más rechazados. Todo hizo daño en alguna parte, estoy seguro, pero no en lo más profundo, donde importa de verdad. Como dijo el brillante novelista Tom Robbins,  it’s not a career but a careen.

A causa de que todos excepto uno de mis filmes fueron hechos antes de la era digital/Internet, apenas estrenados por compañías extintas, y actualmente sin estar en streaming en un reloj de pulsera o en un cabezal de la ducha cerca tuyo, me he preguntado qué les podrían parecer a espectadores desprevenidos que se topasen con ellos. La gente quizá no reaccionaría, pero siento que los filmes son un tanto atemporales. Nunca se parecieron a ninguna cosa, incluso cuando se hicieron.

Era obvio desde el comienzo que mi sueño sería imposible si hubiera hecho caso a las señales de alarma. Además, nada es imposible si desechas lo evidente. Qué emocionante.

Buena suerte,

Alan Rudolph

***

Días más tarde, Mr. Rudolph nos refería que había conocido a Antonio Banderas hacía años en un festival de cine. El actor español le contó al cineasta que Pedro Almódovar ponía a su troupe todo el rato Choose Me (1984), porque eso era lo que buscaba. El cineasta desea que fuese cierto, ya que considera a Almodóvar uno de los grandes artistas de la historia del cine.

Cloud Formations Alan Rudolph
Cloud Formations (Alan Rudolph)

NUESTRAS PREGUNTAS ORIGINALES

1.- Para empezar, nos gustaría que nos hablaras de cuáles fueron tus motivaciones para lanzarte a hacer cine, de dónde viene tu visión tan personal. Sabemos que tu padre, Oscar Rudolph, tuvo una larga carrera dentro de las industrias del cine y televisión, estando conectado a ellas durante toda su vida, realizando todo tipo de trabajos: desde un rol de actor en una película muda con Mary Pickford hasta extra durante la Gran Depresión, luego asistente de Cecil B. DeMille o Robert Aldrich, trabajos como director de TV… Refieres que cuando eras niño te llevó a los estudios de la Paramount y que no tardaste ni un segundo en sentirte, entre esos gigantescos decorados, como en casa. El artificio pasó de repente a significar para ti la única realidad, el cartón piedra se incrustó pronto en tu biografía. Sabemos que a mediados de los sesenta filmaste decenas y decenas de filmes cortos en Super-8, y aunque no tenemos claro si en los siguientes trabajos fuiste primer asistente de dirección, segundo asistente o trainee, tu nombre aparece acreditado en Riot (1969), The Big Bounce (1969), The Great Bank Robbery (1969), The Arrangement (1969), Marooned (1969) y The Traveling Executioner (1970), antes de lanzarte a filmar junto a unos amigos Premonition (1972), donde sí ejercías de director.
          También tenemos constancia de que después de rechazar en un primer momento ejercer de asistente de Robert Altman, tras ver McCabe and Mrs. Miller (1971) te convenciste y empezaste a asistirle en filmes como The Long Goodbye (1973), California Split (1974), Nashville (1975)… y ejerciendo de coguionista en Buffalo Bill and the Indians, or Sitting Bull’s History Lesson (1976).
          Tras Nightmare Circus (1974), un proyecto que te fue traspasado, escribes y diriges Welcome to L.A. (1976), el primer filme donde presenciamos algunas de las constantes que te acompañarán durante toda tu carrera. En un artículo pionero sobre tu cine de Dan Sallitt de 1985, él te imaginaba ligeramente como Carroll Barber, el personaje de Keith Carradine en Welcome to L.A. En aquella película, todos los personajes principales lanzaban unas miradas inconsecuentes a cámara, sin atreverse a sostenerlas demasiado tiempo, mostrándose algo inconscientes en medio de su confusión sentimental. Carradine, quien había practicado una sana promiscuidad durante todo el filme, acaba condescendiendo con ternura a Karen Hood (Geraldine Chaplin) y Linda Murray (Sissy Spacek), sosteniendo una mirada a cámara, terminados los créditos, que certifica que el personaje ha adquirido, en el proceso, algo de sabiduría y comprensión, que ha conseguido alejarse un poco del enjambre. La venganza dulce de Emily en Remember My Name (1978), cómo consigue librarse del anillo aunque siga un poco mentalmente entre las rejas ─al igual que su exmarido al que ha atrapado de nuevo, Neil Curry (Anthony Perkins)─, nos retrotrae a sensaciones similares, además de que en este cuarto largometraje tuyo, tercero en el que ejerces a la par labores de guion y dirección, se introducen ya el bar y el neón como paradigma del microcosmos del cóctel de sentimientos.
          ¿Qué nos puedes decir de la visión que te impulsó cuando empezaste, y que te sigue impulsando ahora a hacer cine?

2.- Agradeceríamos que nos intentaras transmitir, siendo conscientes de que levantar cada una de tus películas ha supuesto un mundo y de que tu carrera ha transitado por diferentes etapas, cómo abordas la financiación, producción y el rodaje de tus filmes. Nos parece muy sorprendente que durante treinta años ─desde Premonition hasta The Secret Lives of Dentists (2002)─ hayas podido realizar veintiún filmes sin apenas descanso entre ellos, desde 1984, e incluso haciendo de guiones ajenos filmes valientes, sorteando los innumerables cambios que ha sufrido la industria cinematográfica. Grosso modo, las cuentas arrojan un filme por cada año y medio de trabajo. En este sentido, te hemos escuchado en otro lugar afirmar que probablemente la decisión más importante que uno puede tomar en su vida es «cómo de importante es para ti el dinero, qué harías por dinero». También que tu mayor dificultad en los diferentes eslabones de la cadena que supone llevar a término una película ha atañido a la financiación.
          Todas las anécdotas y pormenores que nos puedas referir en este sentido nos serán interesantísimas, ya que estamos ávidos de curiosidad por saber en detalle cómo te las has arreglado para tener tal control en la producción, filmación y corte final en tus películas. Y cómo todo esto se relaciona con ir intercalando películas de guiones ajenos (suponemos que acabarás moldeándolos igualmente) con proyectos donde la página blanca empieza directamente enfrente tuyo.

3.- En Choose Me, elegiste a gente del equipo que nunca había trabajado en producciones al uso ─camarógrafo, editor─, práctica que has seguido llevando a cabo hasta Ray Meets Helen (2017), donde dices haber incluido en el equipo a gente realmente joven.                
          A la vez, mezclas a esta gente sin experiencia con fieles tuyos muy constantes. En la fotografía pensamos en Jan Kiesser, en Elliot Davis, en Toyomichi Kurita, en Florian Ballhaus, en David Myers… todos ellos colaboradores tuyos en más de un filme. También en Pam Dixon Mickelson, directora de casting, colaboradora desde Made in Heaven (1987) en todos tus filmes, excepto Mortal Thoughts (1991). Musicando, sobresale Mark Isham. James McLindon ejerciendo diversos trabajos como productor ejecutivo. Y, como no, pensamos en Joyce Rudolph, tu mujer, estando su trabajo de fotografía presente en Choose Me, Made in Heaven, The Moderns (1988), Mrs. Parker and the Vicious Circle (1994), Afterglow (1997), Trixie (2000), Investigating Sex (2001), The Secret Lives of Dentists, Ray Meets Helen
          ¿Puedes hablarnos de cómo es la relación de estos profesionales con más experiencia de trabajo en equipo codo con codo con talentos noveles con muchas ganas de trabajar? Sabemos que te resulta excitante trabajar con estos noveles aún no habiendo adquirido ellos “malos hábitos”. ¿De qué modo crees que la estética de tus filmes en parte es deudora de esta mezcla de experiencias?

4.- Sabemos de tu lazo de filiación y deuda por mecenazgo amistoso con Robert Altman. Pero aparte de su ayuda para levantar la financiación de algunos filmes tuyos y de tu aprendizaje siendo “assistant director” o coguionista a su mando, nos interesa particularmente qué es lo que realmente has aprendido mediante sus filmes como espectador, o como trabajador (por ejemplo, su uso del zoom in lento y de las dolly). Has mencionado que McCabe and Mrs. Miller supone un punto de inflexión para la música en el cine; también nos ha hecho reflexionar lo que una vez afirmabas sobre que Altman solía desetabilizar la escena, a sus actores principales, cuando algo no funcionaba, lanzando a un extra o a un personaje que no estuviera en el guion o la toma. Jurabas que en la mitad de sus películas la estrella vagamente estaba en el encuadre, sino en su borde mismo, y la película iba sobre todas las demás cosas. ¿De qué manera te ha influido esto a la hora de abordar tus rodajes, al igual que la herencia altmaniana de visionar los dailies con los actores y el equipo? Ese es un punto que conecta también con el  hecho de que dejes a los actores cambiar el guion si es necesario, ¿esto ocurre en los ensayos o durante la propia toma? ¿Y cómo conjugas esta tendencia de dar manga ancha con los días limitados de rodaje y presupuestos ajustados?
          Por otro lado, aunque entre tu visión y la de Altman existía sin dudarlo una sensibilidad común, percibimos una gran diferencia, como escribe Sallitt, en vuestro cine de los setenta: mientras que en Altman se daban momentos donde el punto de vista se externalizaba, sugiriendo una perspectiva pavorosa y cósmica (Dave Kehr) sobre las personas, tu cine siempre ha propuesto una fascinación empática, casi paterna, respecto a los personajes, la cual hace brotar de ellos el enigma. ¿Qué características crees que han sido, desde el principio, las que han distinguido tu visión del mundo de la de Altman?

5.- Dicho esto, tu filmografía tomada en completo, incluso viendo solo uno o dos filmes, evidencia una personalidad propia arrablante de cualquier influencia unívoca. Nosotros vemos en tus filmes muchas herencias bien asumidas del cine americano clásico, anterior a los años 60, para acotar la cronología, y en alguna ocasión lo has ratificado (melodramas de los 40, etc.). En una escena de Mortal Thoughts (1991), John Pankow referencia el look de Glenne Headly como reminiscente de Greta Garbo, actriz esta que canaliza Geraldine Chaplin en Welcome to L.A. mediante una alusión explícita constante a Camille de George Cukor (1936). Al principio de Made in Heaven, los personajes salen del cine de ver Notorious de Alfred Hitchcock (1946). Luego, Nathan Lane, en Trixie, referencia a Maurice Chevalier y Mimi, tema hecho famoso en Love Me Tonight (1932) de Rouben Mamoulian (en tu audiocomentario para el DVD referenciabas que una parte de su número, el de Kirk Stans, fue improvisado por el actor). Citamos solo algunas de las referencias evidentes, pero también conocemos ese proyecto que tenías en mente de adaptar al cine la autobiografía de Man Ray. En definitiva, ¿de qué manera, consciente o inconsciente, permean estos años dorados de Hollywood, previos a la considerada modernidad cinematográfica ─a veces asociada contigo, para nosotros y creemos para ti, coyuntural y erradamente─, tu labor como artista?

6.- Has realizado tres películas cuya historia toma lugar en los años veinte, una ambientada en Nueva York ─Mrs. Parker and the Vicious Circle ─ y dos venidas de París ─The Moderns e Investigating Sex─, aunque acabaste situando las reuniones de los surrealistas, plasmadas por José Pierre en las Recherches sur la sexualité, en un Cambridge, Massachusetts, ficticio, recién desencadenada la Gran Depresión y con una Ley seca tardía. Indudablemente, los tres filmes tienen en común el centrarse en unos personajes inmersos en unos grupúsculos cuyo vicioso funcionamiento consigue escindirlos, en grados variables, de la sociedad y sus convenciones, confiriendoles una distancia innovadora ─germen del genio─ la mayoría de veces traumática, incluso peligrosa, o directamente abocada a la perdición para los individuos que los componen. ¿Qué tienen los Roaring Twenties en EEUU, y los Années folles en Francia, que tanto te seducen? ¿Quizá las vanguardias, las tertulias donde no deja de removerse la conversación? ¿Quizá cierta locura feliz, efervescente, fugaz, ligada al expansionismo y al desarrollo económico destinados al hundimiento del 29, una época que quedaría grabada luego en las conciencias como un hito melancólico y romántico? Tienes comentado que mucha gente piensa en los años 20 como el apogeo del arte moderno, pero que eso ocurrió cuando los turistas empezaron a llegar a París y expandir la palabra. The Moderns, para ti, tenía mucho que ver con la sociedad de la falsificación y los mitos de la Ciudad de la Luz en esa década citada.
          También nos llama la atención que para estos tres filmes históricos te ayudaras de coguionistas ─de Jon Bradshaw para The Moderns, de Randy Sue Coburn para Mrs. Parker, que había novelizado tu filme Trouble in Mind (1985), y del francés Michael Henry Wilson (también colaborador durante cuarenta años de la revista Positif) para Investigating Sex─, ¿cómo se dieron estas colaboraciones? ¿Tiene algo que ver la envergadura respectiva de los proyectos y la necesidad de asesoramiento histórico?

7.- En una entrevista que concediste con motivo de la retrospectiva que te hicieron en 2018, en el New York’s Quad Cinema, dijiste que probablemente el público que apreció algunas de tus anteriores películas, y al que le parecía bien que se recuperase el cine del Alan Rudolph de los ochenta, posiblemente no llegaría a comulgar con Ray Meets Helen. Nosotros, sin embargo, coincidimos contigo en que es tu filme más destilado (distilled) y donde las características de tu cine se condensan hasta lo esencial (everything’s right down to the bare bones), sintetizando gloriosamente tus inclinaciones, amores y trayectoria.
          Aunque te hemos escuchado afirmar que, según tu experiencia, esta incursión en el formato digital no ha distado mucho a la hora de rodar de cuando has filmado en celuloide durante toda tu carrera, apreciamos en Ray Meets Helen una soltura y unas innovaciones, incluso una desvergonzada confianza en lo filmado, solo comparables a cómo entregabas enajenadamente el alma de Breakfast of Champions (1999) a unos locos insertos de efectos especiales en calidad vídeo. El modo en que se introducen los cromas y trucajes caseros en Ray Meets Helen llega a arrebatarnos el corazón: cuando ambos viajan por el mundo sin levantarse de la mesa del restaurante, embriagados por el champán, encapsulados en imágenes de archivo que parecen un souvenir; o cuando Ray lanza patéticamente pero seguro de sí una mirada de desprecio a Ginger Faxon, recortada en la parte superior de la esquina izquierda de la pantalla; las apariciones de Mary a Helen, también las de los sueños truncados del Ray joven, ecos diagonales de Nick Hart, también boxeador, en The Moderns; finalmente, el baile de los actores en los créditos que remata la fantasía y rivaliza en subversión golosa a los de David Lynch en Inland Empire (2006). También decías que una de las pocas diferencias entre el celuloide y el digital es que no existe el evento del laboratorio de revelado llamándote para recoger los dailies, o que meramente las tomas podían ser más largas; nosotros vemos las virtudes de este segundo caso, por ejemplo, en la cena donde Ray conquista a Helen, en cómo se cortan los planos en suave movimiento, propios de algún tipo de automatismo del cine digital…
          En retrospectiva, ¿qué te ha aportado rodar esta película en digital con respecto a tus experiencias anteriores en celuloide y qué ha supuesto para ti a modo de recapitulación, esperamos que con continuidad, de tantos años de trabajo dentro del cine?

8.- Después de terminar Equinox (1993), te referías a un estado mental donde creías haber llegado a una línea divisoria en tu trayectoria, y que ese filme era lo más lejos que habías podido llegar en ese grupo conformado por lo que tú llamabas “hip-pocket movies” o “urban fables”, requeridoras de la participación de la audiencia, ella misma convirtiéndolas en dichas fábulas. Vista tu obra en retrospectiva, claramente se nos antoja acaparadora de diversas estéticas unidas al drama, la narración y tu proyecto formal. Tenemos esos filmes de los años 20, tus incursiones en guiones ajenos llevándotelos a tu mundo, y luego esas “hip-pocket movies”, como Welcome to L.A., Choose Me, Trouble in Mind, Love at Large (1990) o Equinox. En estos filmes, al leer uno críticas de la época, se suele encontrar repetidas veces con la palabra pulp, aludiendo a una estética quizá deudora, apasionada, pero tratada sin ninguna condescendencia, que podemos encontrar en muchas películas B de los años dorados de Hollywood o en ciertas revistas y novelas. Nos preguntamos si has tenido alguna fuente de inspiración particular a la hora de abordar historias tan concretas como Equinox, donde por tratamiento, psicología de personajes y situaciones, uno no puede evitar pensar en una suerte de continuismo sólido con una tradición previa… ¿Dónde te sientes ligado, sentimental y emocionalmente, cuando escribes y filmas esas fábulas? Sabemos que Kurt Vonnegut, la ironía, el humor, han sido un punto de unión en la amistad que te une con Keith Carradine. ¿Podrías ahondar un poco más en estas filiaciones?

9.- No podemos olvidarnos del papel de la música en tus películas. Tenemos entendido que para pagar los derechos de los temas de Teddy Pendergrass que permean Choose Me tuviste que aceptar otro encargo, Songwriter (1984). El uso muy deliberado de la música de Richard Baskin en Welcome to L.A., Alberta Hunter en Remember My Name, Leonard Cohen en Love at Large, Tom Waits en Afterglow (de este veíamos un afiche en una escena de Made in Heaven y hemos pensado en su etapa setentera de crooner al ver merodear a Carroll Barber por las calles angelinas en una noche que parece no acabar)… Los ejemplos son numerosos y se pliegan con la atmósfera de tus filmes sin asfixiarla, un acompañante dócil. Y como pareja, parece que en Mark Isham encontraste una mina de oro, pues sus bandas sonoras han ido de la mano con muchos filmes tuyos. Cuéntanos un poco cómo se establece esta relación entre vosotros dos, de qué manera informa la música de Isham a tus filmes y en qué momento empieza él a componer, el tipo de indicaciones que le das, etc. Y cómo todo esto lo intercalas con dichas canciones, porque suponemos que crees necesario salirnos por un momento de la BSO original para tomar un préstamo que realmente aportará un matiz único a la escena.

10.- Tras The Secret Lives of Dentists ─un filme que, partiendo de un guion ajeno, demuestra una mutabilidad humilde apoyada en la escritura de otro, concuerda con tu visión del mundo y es coherente con las conclusiones que has ido desarrollando durante toda tu carrera (los vericuetos de la conyugalidad, las proyecciones excitantes que espolean fantasías fragmentarias, el consentimiento cruel y la conciencia que David Hurst adquiere al final sobre su matrimonio, etc.)─, un proyecto con una puesta en forma muy generosa para con el espectador, una de tus películas más universales que por mala fortuna pasó casi directamente al direct-to-video, y tuviste un parón de casi quince años hasta Ray Meets Helen. ¿Qué motivos hay detrás de que tu carrera como cineasta se detuviera? Suponemos que gran parte de la culpa la tendrán las dificultades para encontrar financiación. Y, ¿qué puedes decirnos sobre tu afición a la pintura, otra inclinación tuya con la que, tenemos entendido, ocupaste el tiempo?
          ¡Y eso es todo! Muchas gracias por tu tiempo, Alan. Esperamos con grandes expectativas otro filme tuyo. Tus películas formarán siempre parte de nuestras vidas.
          Nuestros mejores deseos.

INTERVIEW – ALAN RUDOLPH

ESPECIAL ALAN RUDOLPH

Los filmes de Alan Rudolph; por Dan Sallitt
Trouble in Mind (1985); por Dave Kehr
Trixie (2000)
Investigating Sex [Intimate Affairs] (2001)
Ray Meets Helen (2017)
El productor como apostador; por Alan Rudolph
Interview – Alan Rudolph
Entrevista – Alan Rudolph

For this interview we sent to Alan Rudolph a bunch of long questions. We were immensely curious and felt that we owed the man a debt, because his work means so much to us. When we received the answers, Mr. Rudolph, once again, did it his way. And it was wonderful. Here is an exact transcription of his reply. Our only modification was the italics to the names in the films, in order to follow the tradition of our magazine. At the end you will find our original questions.

ALAN RUDOLPH’S ANSWER

Mucho gusto.

I read your record of my relatively obscure film life. Curious how facts suggest a map was involved.

I’m afraid if I answered all your specific questions as asked it would take me almost as long as living them. The answers are my life. I’ll just riff on the following summary questions and you can sort it out.

Motivations that set you on path to cinema. The place where your personal vision comes from. The vision that drove your energy when you began, and still boosts your desire to make films. How have you dealt with financing, production, shooting films. How have you obtained creative control of them. How does it relate to intertwining with other people’s scripts. Relation between experienced and inexperienced collaborators. Joyce? what have learned through altman movies as a spectator and worker? Characteristics that separate you from altman? in which way, consciously or not, do golden years of Hollywood permeate your work? what is it about the twenties? why did script collaborations come about on three 20s movies? Music? How work with Isham? Dailies? Ray Meets Helen. Distillation? Digital vs film? Was film a recap? After Secret Lives, why the lull? Painting? Future?

Film perspective is my reality. I am incapable of interpreting life any other way. It’s my language, mental process, point of view, endeavor. I have no choice.

Movies have been inside my life’s bubble since childhood. At theatres, the dinner table, visiting Dad on dark muted sound stages. He took us to “foreign” films and American noir before that description existed. Other kids didn’t care about Asphalt Jungle, Ealing Studios, La Strada, Monsieur Hulot. I was being transformed for the rest of my life.

Being under a film’s spell is what got me. The otherworldly feel. Heightened atmospherics, stylized language, elusive emotions, strange reasoning. Visual manipulation. That secret connection. It’s not real, but feels true. That’s what I’ve been chasing. Contrivance that reveals some truth.

My path to directing was unorthodox. Not that a standard exists. Assistant directors are in control of shooting sets. Big job but dead-end creatively. I learned the craft of moviemaking from veteran Hollywood crews. I sought the art of filmmaking on my own. Exponentially with Altman.

Most of my films are absurdist fables. Romances with little or no reference to contemporary realities or trends – except dryly. They are humorous and serious simultaneously, as if the joke might be valid. They appeal to movie sensibilities, not movie rules. Golden Age (your description) types speak stylized dialogue, but behave unpredictably with emotional dimension. My films involve personal and societal irrationalities and deceptions. They embrace artifice, mystery, wordplay. They laugh at themselves. They are not always what they seem. A love story or detective farce might also be an allegory for corporate and political greed – because I couldn’t get the corporate and political greed project going. Maybe The Moderns, set firmly Paris 1926, is about its own trials in Hollywood. Ray Meets Helen could be a metaphor for a filmmaker chasing a film he loves only to pay the ultimate price upon reaching his dream. Or not.

I hoped I could communicate with American audiences on a frequency other than what they were used to. But their first questions were usually, “Where does this take place? Is it supposed to be real? Is this funny or serious?” Sometimes my work plays better on the way home after seeing it. Or twenty years later. My films have always been like my blood type – not for everyone.

Creative control is an attitude, state of mind. I got “mine” at the outset via Altman. Not that he said anything about final cut and all that. Bob simply assumed that like him I would want to shoot and edit my film my way – that is after I learned how to use editing equipment because Welcome to L.A. had no full-time editor. Discoveries were possible, answers to questions never asked. I learned about my own visual rhythms, vocabulary. If creative control means all that, I ain’t giving it up.

Economic budgets have always played a pivotal role in my methodology. I’d much rather have made a film for too little than almost have made one for more. Altman produced Welcome to L.A. and Remember My Name to expand his company and present a new voice. The films were well-cast, mini-budgeted, stealthily-made, studio-financed. Those same studios rejected and returned them upon first viewing. We had to distribute both ourselves as American art house films, a category that didn’t exist then.

Until around 1990, to stay afloat while making my own films at little or no pay, I accepted some directing gigs. A few came my way as impossible disasters in a hurry to start shooting. My specialty. I knew if I delivered the goods the studios would keep their distance until we finished. I was either saving their asses or would be the perfect target for blame. I just wanted to make good work from bad circumstances. For the most part I think I did. Immediately after each job I started work on my own scripts. As Solo says in Trouble in Mind, “One thing – leads to another.”

Actors and crews tell me I work differently than most directors. I have no idea what that means. Other than I don’t make choices based on commerce. My sets are friendly, organized, controlled but spontaneous. Discovery, epiphany, good surprises always welcome. No shot lists or story boards. Actors, the most important element in any film, are protected and valued and they respond with their art. A written scene evolves during each take, sometimes wildly so. I am usually first to suggest variations. On Welcome to L.A. during a difficult scene, I kept encouraging dialogue changes. After several frustrating attempts we reverted to the script as written and printed take one. There is no formula. Long takes are common with me, dialogue delivered in natural rhythms, camera, lens, actors all moving. The human face, the best place to find meaning, is often the ending of a shot.

Key positions on many of my movies are filled with crew moving up to their dream jobs for little pay. I usually see something in a person that can be elevated. Creative standards don’t change with budget or scale. The personality or skill of a crew decides the daily routine but not the overall goal. Enthusiasm can’t replace experience, but is sometimes more useful. Especially when trying to do what is not done. Something about ignorance and bliss. Careers of producers, cinematographers, editors, production designers, even notable actors have begun on my sets. To do quality work is a powerful motivator. The more you sense someone and they you, the more you anticipate, channel, intuit. The memories of any experience may evaporate, but they’re indelible on screen. Film is a living magical powerful entity. What goes on in front of the lens must be safeguarded. What it takes to get there must be…life? I often say to editors about the next cut, “The future of Earth depends on it.”

Working with Joyce is pure delight. I wish we could have done every film together but she was always in great demand and usually busy. She is not only the love of my life and a truly gifted still photographer, but also a calming source of friendly happy energy for cast and crew. Her small frame and quiet manner allow her to squeeze into compact places resulting in great angles and vivid photos, many recalling classic vintage Hollywood photographers. After Shortcuts, Altman told me she was his most valuable crew member. Not only because of her great work but her shooting set spirit.

Robert Altman was the most influential American filmmaker of his generation, on and off screen. His attitude and artistry, his innovation and rebellion basically reassembled American film perception and production. And audiences. I was fortunate enough to be part of his world before American Independent was a label. For over thirty years we were friends and colleagues. He was forward thinking, behaving, creating. Hollywood refused to officially embrace Bob but they couldn’t let him go. He was mentally and physically an imposing creator who made his art his way by his rules with his band of misfits. Contemporary filmmaking was never the same after him. American audiences and attitudes had to adjust to Altman, not the other way around. Current filmmakers who may never have seen his work are influenced by its impact. Bob never formally taught anyone anything. He just was and everyone learned a lot. I know I did.

I hadn’t seen an Altman film before spending time with him in person, an indelible experience on its own. My reaction to his work will forever have him personally attached. Which makes it even more rewarding and incomparable. I purposely structured Welcome to L.A. to acknowledge Bob’s influence on me. By then whatever part of me was to be altered by Altman had already begun its process. For films and life. We were very different in most ways, but overlapped too. In fact, we were as unalike as our films. And as similar.

I have made three films set completely or partly in the 1920s. That period seemed a turning point for global behavior and cultural innovation for the next hundred years – and counting. Paris was where the art of it came together. The good, the bad, the lovely.

The Moderns was my first attempt at a serious screenplay, written twenty years before it was ultimately made. Jon Bradshaw, celebrated journalist husband of Carolyn Pfeiffer, started nagging me to do a rewrite with him. He liked my characters and dialogue but wanted to strengthen the story because mine “had all that dream crap.” We worked together over many months and then spent the next 10 years trying to get it made – to no avail. We decided the least we could do to stay connected to our subject was regularly overindulge in the the bars, cafes, cheap restaurants of Paris, New York, Los Angeles whenever our paths crossed. Which was often. Bradshaw was a contributing editor for Esquire and devised a scheme to approach the magazine with proof that the screenplay was “The Most Rejected Script In Hollywood” hoping they would put it on the cover and publish the text. I ignored the idea. I wanted to get our film made, not become a trivia answer. Heartbreakingly, Bradshaw died unexpectedly before we got there.

I don’t consider Mrs Parker a Twenties movie. Her notoriety exploded then but her entire life was noteworthy, although we only glimpsed a portion of it. My father knew Robert Benchley. As a kid I was always looking through Benchley’s humorous books with drawings by Gluyas Williams. Researching for the film, his relationship with Dorothy Parker overwhelmed my interest in everything else and became the story’s focus moving forward.

Investigating Sex was adapted from Surrealist Discussions 1928-1932, a slender volume of transcribed dialogues with no descriptions other than names of participants. The book was given to me by Wallace Shawn who thought I might be amused. I asked Michael Henry Wilson, French/American film historian, documentary filmmaker, dear friend, to join me in writing a screenplay adaptation of those discussions. We created our own fictional characters and set the episodes in a New England college town. I kept wondering who transcribed the original sessions. This became the plot of our story. I was very pleased with the film. The financiers weren’t. We barely strayed from the screenplay, which they enthusiastically endorsed. Then they became horrified seeing discussions of sex and not depictions of it, which were never in the writing. We aimed for Oscar Wilde. They wanted Wet ‘n Wild.

Music is film’s great illuminator, a direct bridge to an audience’s emotional reservoir. If I were a film professor (never happen), my course would be one class only. I would show a piece of film without music. Then show it again with music. We would all marvel how the intention, performances, pace were altered. Then I would show the same piece of film with entirely different music. We would marvel once more how everything had changed. Then I would retire from the professorship.

Falling in love with perfect temporary music is risky. Nothing ever seems to work as well. On Afterglow during editing, I made the mistake of using a temp song for the final scene. I knew it was music we couldn’t afford but convinced myself I’d find a replacement later. But the Tom Waits’ version of “Somewhere” worked so transcendently that we had to go after it. The corporate music moguls wouldn’t budge on price – creativity be damned. Good thing I finished under budget during shooting otherwise we’d still be looking.

Trouble In Mind is the only film I’ve done where financing, which means certainty, was guaranteed from the beginning of the process. And it was blissful. Every other project went out in the fog hoping to materialize. I would always try to have the next film set up before anyone saw the previous one. Or there may never be a next film. Producers Carolyn Pfeiffer, David Blocker and I made Choose Me together and the success of that created Island Alive, a groundbreaking independent production and distribution company in the Altman spirit, Carolyn in charge. This was before the existence of any soon-to-follow companies like Miramax, Fine Line, et al. Our dream was fleeting, as dreams are, but grand while it lasted.

My script for Trouble never cited time or place or design. It was straight-forward hard-boiled noir. But I wanted to stretch that. Music is what I turn to for inspiration before production or even writing. But music is invariably the last element received, usually deep into editing. For Trouble I wanted to change the order. Too much mood was involved and music feeds mood. Trumpet should be the narrator I felt. I met Mark Isham, an exceptional trumpet player, in his basement studio. He had an enormous early model synthesizer. Mark asked what I had in mind. I told him. He started improvising horn and synth pieces until I responded. In those few hours, months before filming, Mark created musical tracks that without further enhancement became 75% of the soundtrack for a film not yet shot let alone edited. Since that day we’ve done nine films together.

Glad you mentioned Ray Meets Helen. It was unique in certain ways – except for audience and critic disregard. The screenplay was written years before and went through various casting ideas but never found traction. I was not actively considering it a film to make. I knew contemporary audiences and financers wanted nothing to do with such a simple old-fashioned romance. Which, of course, became the exact reason to go for it. When only a portion of the money came together it would have been easy or perhaps wise to move on. Instead, we downsized. The shooting budget, that thing again, was the lowest of any legit movie I directed and equal to Return Engagement, the 16mm documentary I made in 1982. The crew was mostly random and eager young people who wanted to be part of the film business but had never been on a film set. The editor had never edited a movie. The cinematographer was a young operator. The production designer was new to that or any movie job and 22 years old. It would be filmed under an industry contract called “ultra-low budget”. Which means for free. We couldn’t afford a policeman so the camera was never allowed on any streets. The main sets, the restaurant where they meet and the house Helen moves into, were the producer’s living room and upstairs. I knew what our limitations were and sculpted for them. I told everyone we were not making a film for the present but for later when it was not competing with anything contemporary. It was simply a pure filmmaking event. The main attraction, always, were the actors. To work with Keith Carradine was reason enough for me. It would be our sixth film together and first in twenty-five years. Sondra Locke was a longtime friend of Joyce’s. A talented actress who hadn’t worked in decades because she was industry blacklisted by her superstar actor/ex-lover’s spiteful decree, entered our casting consciousness at the last minute. That idea pushed me over. Thankfully. I am profoundly pleased with the results. It was a thoroughly enjoyable shoot, one of the best. Sondra was the happiest she’d ever been on any film and her performance is funny and haunting and great. The film took on special meaning a few months after its release when Sondra passed away from cancer, a condition she knew existed during shooting but had kept to herself. It will always be to me the most meaningful film I’ve made.

We made Ray Meets Helen in digital because, well, there weren’t any other options. It didn’t affect shooting much from my perspective. Except for dailies. Dailies were always the highlight of the shooting process for me, the reward for hard work. Altman taught me that. He invited everyone to dailies, especially actors. He wanted to make an egalitarian experience with people rooting for each other and not locked into ego perspectives. It was stimulating, pioneering, and fun. On my films I would mix music to each take through speakers, experimenting and learning. Everyone loved it. For me the lens is a film’s storyteller. I never look at monitors during takes on any film, always stationed near the camera watching actors, dolly, and the zoom. In the 35mm days, no one knew what we were aiming at besides the camera crew and me. But each night anyone who wanted to see could come to the party and be surprised. With digital everyone has a monitor while a take is being shot, hence no need for dailies. I don’t like that.

As you pointed out, I pretty much worked all the time until after Secret Lives of Dentists in 2002. Then I took all the normal intervals between films at once and didn’t work for fifteen years. I taught myself to paint, wrote some of my best stuff, but didn’t try to launch any of it. Unless you have some financing for me they will probably stay in my drawer. Everything in the movie industry outside my creative perspective was always different and somewhat hostile. But it never bothered me. Whatever anyone else was doing never much affected what I did. No denying my meter was stuck on uncommercial and the way ahead was always steep. My most inventive and accomplished work like Trixie and Breakfast Of Champions were the most rejected. It all hurt somewhere, I’m sure, but not down deep where it counts most. As brilliant novelist Tom Robbins says, it’s not a career but a careen.

Because all but one of my films were made before the digital/internet age, barely released by defunct companies, and not currently streaming on a wristwatch or showerhead near you, I’ve wondered what they might look like to unsuspecting viewers who stumble across them. People may not respond, but I feel the films are somewhat timeless. They never were like anything else, even when made.

It was obvious from the start my dream would be impossible had I heeded warning signs. Then again, nothing is impossible if you remove the obvious. What a thrill.

Good luck,

Alan Rudolph

***

A few days later, Mr. Rudolph let us know that he had met Antonio Banderas at a film festival. The Spanish Actor told him that Pedro Almodóvar had his troupe watch Choose Me (1984) all the time, because that was what he was after. The filmmaker hopes there’s some truth to it, because he considers Almodóvar one of the great film artists in history.

Hotel Alan Rudolph
Hotel (Alan Rudolph)

OUR ORIGINAL QUESTIONS

1.- Firstly, we would like to hear from you about the motivations that set you on the path to cinema, the place where your personal vision comes from. We know that your father, Oscar Rudolph, had a long career within the TV and filmmaking industries, being connected to them practically all his life, and doing all kinds of jobs: from actor in a silent film with Mary Pickford to extra during the Great Depression, then assistant for Cecil B. DeMille or Robert Aldrich, also a director for TV series… Sometimes you have remembered those days when your father took you to the Paramount soundstages. Pretty soon you realized, stuck in those immense sets, that you felt at home, “it was suddenly the only reality” for you. Artifice and cardboard sets became a part of your biography. We know that during the mid-sixties  you shot dozens and dozens of short Super-8 films, and although we’re not sure whether in the following works your job was first assistant director, second assistant director or trainee, your name appears officially in the credits of films such as Riot (1969), The Big Bounce (1969), The Great Bank Robbery (1969), The Arrangement (1969), Marooned (1969) and The Traveling Executioner (1970), before your first full-length film, made with the help of several friends, Premonition (1972), considered your directorial debut.
          We’re also aware of your refusal at first to become assistant for Robert Altman because you were done with that kind of job. But after seeing McCabe and Mrs. Miller (1971) you changed your mind due to the brilliance of the movie and that was the beginning of your long-time collaboration with the man: assistant director in The Long Goodbye (1973), California Split (1974), Nashville (1975)… You also were a co-writer in Buffalo Bill and the Indians, or Sitting Bull’s History Lesson (1976).
          After Nightmare Circus (1974), a project that was passed on to you, Welcome to L.A. arrives in 1976, a film written and directed by yourself, and the first where we witness with clarity some of the constants that will accompany you the rest of your career. In a pioneering article about your body of work by Dan Sallitt, written in 1985, he pictured you slightly as Carroll Barber, played by Keith Carradine. In that film, all the main characters shared with the camera fleeting glances, without daring to hold the view for a long time, showing themselves a little unconscious in the midst of the sentimental confusion. Carradine, who had practiced a healthy promiscuity during the whole movie, ends condescending with tenderness to Karen Hood (Geraldine Chaplin) and Linda Murray (Sissy Spacek), holding a glance towards the camera, after the credits, certifying that the character has obtained, during the process, some piece of wisdom and comprehension; he somehow has managed to move away a little from the swarm. The sweet vengeance of Emily in Remember My Name (1978), how she manages to get rid of the wedding ring, although she remains partially trapped, in her mind, between bars ─same case with her ex-husband, which she traps again, Neil Curry (Anthony Perkins)─, takes us back to similar feelings, in addition to the fact that in this fourth film of yours, third that you wrote and directed, are already in full view the bar and its neons as a paradigm of the microcosm of the cocktail of feelings.
          What can you tell us about the vision that drove your energy when you began and that still boosts your desire of making films?

2.- We would be grateful if you could try to tell us, being aware that each one of your movies is a world in its own right, and that your career has transited various stages, how you have dealt with the financing, production and shooting of your films. It’s deeply surprising the fact that during thirty years ─from Premonition to The Secret Lives of Dentists (2002)─, you have been able to go through twenty-one films with hardly a break between them, handling the countless changes that the movie industry has suffered. Broadly speaking, the accounts produce a movie per year and a half of work. In this sense, we have heard you in another site affirm that “probably the most important decision anyone can make in their life is how important money is to you, what would you do for money”. Also, the hard thing for you was “getting money, financing”.
          All the anecdotes and details that you can refer us to relating to this matter will be of high interest to us. We are eager to know, out of curiosity, how you have managed to obtain such control in the production, shooting and final cut of your films. And how all of that relates with the constant intertwining of films with other people’s scripts (we suppose that you ended up shaping them one way or the other) with projects where the blank page starts directly in front of you.

3.- In Choose Me, you chose people for the crew of the film who had never worked before in a production of that size ─cameraman, editor─, a practice which you kept implementing till Ray Meets Helen (2017), where you claim to have included in the crew some really young people.
          At the same time, you mix these inexperienced persons with faithful collaborators. In the field of director of photography we think about Jan Kiesser, Elliot Davis, Toyomichi Kurita, Florian Ballhaus, David Myers… all of them have worked with you in more than one film. Also Pam Dixon Mickelson, casting director since Made in Heaven (1987) in all of your movies, except Mortal Thoughts (1991). For original scores, Mark Isham. James McLindon as executive producer. And last but not least, Joyce Rudolph, your wife, her work as a still photographer being present in Choose Me, Made in Heaven, The Moderns (1988), Mrs. Parker and the Vicious Circle (1994), Afterglow (1997), Trixie (2000), Investigating Sex (2001), The Secret Lives of Dentists, Ray Meets Helen
          Can you talk to us about the relation between these professionals, with more experience in their fields of work, working shoulder to shoulder with these newcomers, imbued with fresh enthusiasm for new work? We know that it’s exciting for you to work with these inexperienced people, because they haven’t acquired “bad habits”. In which way do you believe the aesthetics of your œuvre are in debt of this merging of experiences?

4.- We know about your bond and filiation, also relation of friendly patronage, with Robert Altman. But apart from his help in raising financing for some of your films, and your learning curve being his assistant director or co-writer in charge, we’re interested particularly in what you’ve learned really through his movies, as a spectator, or as a worker (for example, his use of the slow zoom in or the dolly). You have mentioned McCabe and Mrs. Miller as “a turning point in film music”; and you’ve given us some serious thinking in the past affirming that Altman used to throw in an extra or character to destabilize the scene or his main actors when something didn’t work. You swore that in half of his movies the star was barely in the frame, but in its very edge, and the movie was all about the other stuff. How has this influenced you in your own shootings, and the altmanian heritage of watching the dailies with the cast and crew? That’s a point that connects also with the fact that you let the actors change the script if necessary. Does this occur during the rehearsals or in the take itself? And how do you combine this tendency of giving leeway to the cast with the limited days of shooting and tight budgets?
          On the other hand, although there’s a shared sensibility between your vision and Altman’s, we perceive a great difference, as Sallitt wrote, in your 70’s movies. For example: whereas in Altman there were moments where the point of view was externalized, suggesting a spooky and cosmic perspective (Dave Kehr) above the people, your cinema has always proposed an empathetic fascination, almost paternal, concerning the characters, and from which the enigma arises. From your point of view, what are the characteristics that distinguish your vision of the world from Altman’s?

5.- Having said that, your filmography taken as a whole, even watching just one or two films, makes evident a personality of its own that simply cannot just be enclosed to one influence. We see in your films many well-assumed heritages of classic American cinema, before the 60’s, to be clear in terms of chronology, and sometimes you’ve ratified it (melodramas from the 40s…). In Mortal Thoughts, John Pankow references Glenne Headly’s look as reminiscent of Greta Garbo’s, an actress channeled by Geraldine Chaplin in Welcome to L.A. through an explicit and constant allusion to Camille (George Cukor, 1936). At the beginning of Made in Heaven, the characters come out of the cinema after seeing Notorious (Alfred Hitchcock, 1946). Also, Nathan Lane in Trixie references Maurice Chevalier and Mimi, song made famous in Love Me Tonight (1932) by Rouben Mamoulian (in your commentary track for the DVD you said that a part of this character’s act in the scene, Kirk Stan’s act, was improvised by the actor). We cite some of the obvious references, but we also know that project you had in mind of adapting Man Ray’s autobiography. Long story short, in which way, consciously or not, does these golden years of Hollywood permeate your labour as an artist, prior to the considered cinematographic modernity ─sometimes associated with you in a shallow and mistaken way, or that is our point of view, and we believe yours also─?

6.- You have made three movies whose story takes place in the 20’s, one set in New York ─Mrs. Parker and the Vicious Circle─ and two coming from Paris ─The Moderns and Investigating Sex─, although you ended up placing the surrealists’s meetings, captured by José Pierre in Recherches sur la sexualité, in a fictitious Cambridge, Massachusetts, the Great Depression in its early days and in the middle of a late Prohibition. Undoubtedly, the three films have in common the focus on characters immersed in small groups whose functioning manages to split them, in variable degrees, from society and its conventions, conferring them an innovative distance ─germen of the genius─, traumatic most of the times, even dangerous, or directly doomed to perdition for the individuals that compose them.
          What is it about the Roaring Twenties in the USA and Les Années folles in France that seduces you so much? Is it the vanguards maybe? Gatherings where conversation is constantly moving… Is it a certain crazy, effervescent, fleeting insanity, tied to expansionism and economic development, destined to fall in 1929? A period that would remain engraved in consciences like a romantic and melancholic myth… You have commented that “most people think of the 20’s as the heyday of Modern art”, but that happened “when the tourists arrived in Paris and started to spread the word about it”. The Moderns, for you, was all about counterfeit society and the myths of Paris in the 20’s.
          Also noteworthy is the fact that for these three historical films you counted with three co-writers ─Jon Bradshaw for The Moderns, Randy Sue Coburn for Mrs. Parker and the Vicious Circle, who previously wrote the novelization of your film Trouble in Mind (1985), and the French Michael Henry Wilson (writer for forty years in the Positif magazine) for Investigating Sex─. How did these collaborations come about? Are they related to the scope inherent to these projects and the need for historic advice?

7.- In an interview you gave on the occasion of the retrospective of your work in 2018, at New York’s Quad Cinema, you said that probably the audience that appreciated some of your old movies, the same people who felt fine about bringing back the Alan Rudolph of the 80’s… These people would probably feel out of touch with Ray Meets Helen. On other hand, we agree with you that this is your most distilled movie, where the characteristics of your cinema condense themselves right down to the bare bones, synthesizing gloriously your preferences, loves and trajectory.
          Although we’ve heard you affirm that, based on your experience, this incursion in the digital format wasn’t so different in terms of shooting from your previous celluloid films, we sense in Ray Meets Helen an ease, lightness of touch and innovations, even a shameless trust in the filmed world, only comparable to the estranged passing of the soul of Breakfast of Champions (1999) to some mad inserts of special effects in video quality. The way chromas and homemade tricks in Ray Meets Helen are introduced touches deeply our hearts: when both characters travel around the world without even leaving the restaurant’s table, encapsulated in archive images that look like a souvenir; or when Ray glances pathetically, but sure of himself, with a look of contempt to Ginger Faxon, a second frame in the upper left side of the image; the apparitions of Helen in front of Mary, also the truncated dreams appearing in the form of a young Ray, diagonal echoes of Nick Hart, also a boxer, in The Moderns; finally, the actors dancing in the ending credits, putting and end to the fantasy, rival in attractive subversion those of Inland Empire (2006). You also said that one of the few differences between digital and celluloid is that there is no such thing as the processing laboratories calling you to pick up the dailies, or merely that the takes could be longer; we see the virtues of this second case, for example, at the dinner where Ray conquers Helen, in the way shots cut in soft movement, linked to some kind of digital automatism.
          In hindsight, what did you get out of making this film in digital compared to your previous experiences in celluloid and what did the film suppose for you as a kind of recap, hopefully with continuity, of so many years of work within cinema?

8.- After finishing Equinox (1993), you were referring to a mental state where you felt a dividing line in your trajectory, that movie was for you about as far as that road would take you, concerning that group inhabited by what you called “hip-pocket movies” or “urban fables”, requiring audience participation, the audience itself creating the fable. Looking back on your work, it clearly presents itself to us as an amalgam of diverse aesthetics side by side with drama, narration and your formal project. We have those films taking place in the 20’s, your incursions with other people’s scripts, bringing them to your world, and then there are those “hip-pocket movies”, like Welcome to L.A., Choose Me, Trouble in Mind, Love at Large (1990) or Equinox. In these films, reading the reviews of the previous decades, one encounters so many times the word “pulp”, alluding maybe to an aesthetic affiliated, passionate, but handled without any condescension. We find that in many B films of the golden years of Hollywood or in certain novels, magazines… We wonder about your sources of inspiration when it comes to approaching such specific stories, like the one in Equinox, where one looks at the treatment, character psychology and situations and can’t help to think in a sort of solid continuity from a previous tradition… Where do you feel linked, sentimental and emotionally, at the time of writing and shooting these fables? We know that Kurt Vonnegut, irony and humour were a key point of union in the friendship that you and Keith Carradine share. Could you elaborate further on these affiliations?

9.- We can’t forget the role of music in your movies. We understand that in order to pay for the rights of the Teddy Pendergrass songs that permeate Choose Me, you had to accept another work for hire, directing Songwriter (1984). The very deliberate use of Richard Baskin’s music in Welcome to L.A., Alberta Hunter in Remember My Name, Leonard Cohen in Love at Large, Tom Waits in Afterglow (in Made in Heaven we could see a kind of poster of his figure and we have thought many times in his crooner period when we see wander Carroll Barber those L.A. streets in a seemingly endless night)… Examples are numerous and blend themselves with the atmosphere of your movies without suffocating them, a gentle chaperone. As a partner, it seems that in Mark Isham you found a gold mine: his scores went hand in hand with a lot of your films. Tell us about this relation between you two, its beginning, and in which way Isham’s music informs your films, at which time he starts to compose, the type of indications that you give him… And how all of this is intertwined with these songs, because we suppose that you deem necessary to exit for a moment the original score, taking a borrowing from another song to give the scene a unique nuance.

10.- After The Secret Lives of Dentists ─a film that, beginning with another person’s script, demonstrates a humble mutability, supported in the writing of the other, matches your vision of the world and is coherent  with the conclusions that you have been developing during your whole career (the twists and turns of conjugality, the exciting projections that spur fragmentary fantasies, the cruel consent and the conscience that David Hurst acquires at the end about marriage…)─, a project with a mise en scène truly generous for the spectator, one of your most universal movies that, in a case of bad luck, went almost to the direct-to-video market, and you had a break of almost fifteen years till Ray Meets Helen. What are the reasons behind that break in your career as a filmmaker? We assume that the difficulties of dealing with financing are the ones to blame. And what can you tell us about your fondness for painting, another of your preferences, with which, we understand, you occupied that time?
          And that ‘s all! Thank you so much for your time, Alan. We hope with great expectations for another film from you. Your movies will always be a part of our lives.
          Our best wishes.

EL PRODUCTOR COMO APOSTADOR; por Alan Rudolph

ESPECIAL ALAN RUDOLPH

Los filmes de Alan Rudolph; por Dan Sallitt
Trouble in Mind (1985); por Dave Kehr
Trixie (2000)
Investigating Sex [Intimate Affairs] (2001)
Ray Meets Helen (2017)
El productor como apostador; por Alan Rudolph
Interview – Alan Rudolph
Entrevista – Alan Rudolph

“The Producer as Gambler” (Alan Rudolph), en Film Comment (marzo – abril de 1994, vol. 30, núm. 2; págs. 21 – 22). Publicado por Film Society of Lincoln Center.

Estoy mirando a través de la cámara para el primer plano de Mrs. Parker and the Vicious Circle, y escojo la imagen del productor de la película, Robert Altman, caminando en nuestra recreación vivaz del vestíbulo del Algonquin Hotel, circa 1920. Pronto se encuentra saludando a varios actores, todos ellos se parecen mucho a los personajes legendarios que representan: Jennifer Jason Leigh como Dorothy Parker, Campbell Scott como Robert Benchley, Matthew Broderick como Charlie MacArthur. Hace falta este vistazo en esta fecha tardía para convencerme finalmente de que vamos a hacer esta película de verdad.
          En cualquier tablero de juego de película corporativa, una pieza de época sobre una mujer ingeniosa y sus amigos habladores no se mueve hacia delante si no puede ser empaquetada y labrada para venta fácil a una supuestamente audiencia atontada. E incluso si hay movimiento, una conspiración parece lista para derrumbarte en cualquier momento. Pero sin obstáculos contra los que luchar, probablemente no valga la pena hacerlo, así que avanzas a grandes pasos sin una red y te sientes afortunado.
          Estamos en localización en Montreal para Mrs. Parker, con una insuficiente suma para extender a lo largo de treinta actores principales y las décadas de la vida de Parker cubiertas en el guion, que escribí con Randy Sue Coburn. Mientras se prepara el set, Altman me echa a un lado, lleno de orgullo y certeza de que vamos a hacer un filme extraordinario. “Vuelvo a la oficina de producción ahora”, dice, su tono cambiando. “A ver si algo de la maldita financiación ha llegado ya”.
          Robert Altman es un artista y un apostador. Perseguir una visión artística sobre el cine en América puede a veces poner en riesgo todo lo que posees. Tu mejor protección contra perder lo que importa es el control creativo. Consigue el filme en tus propios términos, incluso si es con sus precios. Pero haz tu filme. La mayoría de cineastas intercambian el control por el dinero y se convencen a sí mismos de que han ganado, pero con el control creativo probablemente nunca pierdas de verdad. Sin él, Altman ni siquiera jugará.
          Los directores quieren un productor para que sea su paraguas de acero. Quieren a alguien que diga, “Yo interferiré y haré lo que pueda para que tu filme se haga. Cuando tenga algo con lo que contribuir, te lo haré saber, pero las decisiones creativas finales serán siempre tuyas”. Altman me ha bendecido mucho en tres filmes, incluyendo mis dos primeros. Tendrá que responder él por qué, pero si esos actos no lo califican como un apostador, nada lo hará.
          Ha habido muchas palabras usadas intentando definir el elusivo gen fílmico de Altman. Siempre mencionadas son las inspiraciones de última minuto, accidentes felices, curiosidades arrojadas que capturan la esencia de la vida real. Aun así, Bob está simplemente persiguiendo lo que cree ser verdad. Hace esto con confianza, compulsión, y comando. Y hay poco que se interponga en su camino. Excepto, por supuesto, el dinero. La parte del apostador.

Mrs. Parker and the Vicious Circle Alan Rudolph 1
Mrs. Parker and the Vicious Circle (1994)

Hace algunos años, en Tennessee, me encontré en una oficina de producción de un motel detrás de una pila de papeleo y teléfonos como asistente de director en Nashville. Este fue mi tercer filme como A.D. con Altman, y de lejos el más ambicioso. Cada día surgía del día anterior. Esa noche había sido particularmente emocionante para mí porque los dailies incluían metraje que filmé ─viñetas al azar de una variedad de localizaciones con muchos actores diferentes. Lo clásico de la segunda unidad. Nada de ello era horrible y parte era bastante bueno; me complació no haber avergonzado a nadie, especialmente a mí mismo. Quería hacer mis propios filmes.
          De repente, Altman estaba allí, apoyándose en la entrada. “¿Por qué no empiezas a pensar en algo que quieras dirigir?”, dijo, “y veremos qué podemos hacer sobre ello. No me importa lo que sea, simplemente no hagas una película sobre persecuciones de coches”.
          El siguiente año escribí Buffalo Bill and the Indians para que él la dirigiera y Welcome to L.A. para mí mismo. Cuando los jefazos del estudio llegaron a Calgary para un presupuesto final antes de que el rodaje comenzase para Buffalo Bill, Altman me incluyó en la reunión. En un punto cerca de la conclusión, Bob propuso con descaro que por menos de un millón de dólares más, entregaría dos filmes ─el que estaban comprando en ese momento y otro que dirigiría yo, alardeando de “un casting tremendo”. Cuando estos mismos hombres se reunieron en Nueva York un año después, después de ver la copia final de Welcome to L.A., nos estrecharon la mano cordialmente antes de dejar al más joven de ellos para anunciar que los grandes distribuidores no sabían cómo lanzar películas como esta, y que éramos libres de buscar a otro, siempre y cuando devolviésemos el dinero original. Mi próximo aliento tardó en llegar, y no exhalé completamente hasta meses después de que el filme saliera e hiciera un beneficio respetable. La compañía de distribución, Lion’s Gate Distribution, fue expresamente creada por su director ejecutivo, Robert B. Altman, para meter a ese único filme registrado en los cines. Welcome to L.A. se convirtió en un éxito temprano en lo que es ahora el gran negocio de la distribución del cine independiente.
          Nuestro segundo filme juntos, Remember My Name, era más afilado y oscuro, con una interpretación mordaz de Geraldine Chaplin y una banda sonora original de blues de la legendaria Alberta Hunter. Supongo que ahora podría ser considerada una cosa de culto (Altman una vez describió un culto como gente insuficiente para una minoría), pero en el momento realmente creí que el mundo estaba preparado y esperando por ella. Si tan solo pudiésemos hacerla.
          Una tarde en el apartamento de Nueva York de Altman definió la vida fílmica entera de Remember My Name. Acabábamos de fichar a Tony Perkins y estábamos muy excitados, apenas unas semanas para la producción en Los Ángeles. De algún modo, varias personas interesantes estaban presentes y mucha celebración amistosa tuvo lugar. Bob estaba al teléfono en una habitación contigua. La fuente de financiación era el estudio con el que ya estaba trabajando. Estaban interesados en una negative pickup, y una vez más había un bonito reparto y un presupuesto de menos de 1 millón de $. Se imaginaron la historia de una mujer que sale de prisión como un thriller de suspense, cuando realmente era una alegoría acerca de las mujeres contemporáneas vista a través del filtro de esas chicas-duras de las películas de Ida Lupino de los años cuarenta. Pero reservé todo eso para mí, agradecido de estar haciendo otro filme.
          Tras semanas de promesas, excusas, disculpas, promesas renovadas, Altman quería que se firmase el acuerdo. En este instante, el estudio estaba armando alboroto por la película que Altman acababa de terminar (Three Women). Parecía que había salido “más extraña” de lo que habían imaginado y, consecuentemente, tenían dudas acerca de mi filme, asumiendo que cualquier amigo de Bob debía de ser otro extremista. Vagué por el perímetro de la fiesta mientras simpatizantes se acercaban con brindis de merde y otras tonterías. Sonreí, mascullando algo acerca de ser supersticioso, todo el tiempo mirando a Altman al teléfono mientras se volvía más furioso a cada palabra.
          Unos pocos minutos después, él estaba de pie en medio de las festividades, elevando los espíritus incluso más arriba. La gente rumoreaba y empezó a brindar otra vez. Me acerqué, preguntando en privado qué había ocurrido por teléfono. Los ojos de Altman se estrecharon. “Los bastardos nos cortaron los fondos. Pagarán por el guion, pero eso es todo”. Mi corazón se hundió. Empezaba a tomarme esto personalmente. “Que les jodan”, dijo Bob. “Usaremos tu dinero del guion para empezar a rodar, y después de eso siempre hay un retraso de dos semanas antes de que los cheques de nómina sean requeridos. O encontramos financiación en alguna parte o cerramos”. Conseguí expresar una sonrisa débil. “No te preocupes”, me aconsejó, “todo saldrá bien”. “Debe salir”, me encogí de hombros: “Porque nuestros corazones son puros, ¿no?”

Remember My Name Alan Rudolph 1
Remember My Name (1978)

Altman no se rezaga demasiado en la localización de Mrs. Parker; tiene que lanzar Short Cuts, procede a sopesar ─y, como me lo dice a mí, “Estoy tan necesitado aquí como tetas dibujadas. Además, me pongo envidioso permaneciendo alrededor de todo este talento sin nada que hacer”. Se queda para los dailies de unas pocas noches, lo suficiente para ser energizado con la brillantez de Jennifer y los otros actores, y dice que parará por el set mañana de camino al aeropuerto. Traigo a colación la endeble financiación, y murmulla algo sobre renegociar una línea de crédito.
          Al día siguiente, estamos filmando en la Rose Room del Algonquin, habiendo salido de la legendaria Mesa Redonda por primera vez. Dorothy Parker y George S. Kaufman (David Thornton) están discutiendo entre los otros cuando Edna Ferber (Lili Taylor) llega y suscita un nuevo torrente de bromas del Círculo Vicioso. Altman entra entre preparaciones, uniéndoseme a la cámara. “Acabo de hablar con Johnnie Planco ─nuestro agente─ y parece que Fine Line y Miramax podrían juntarse por primera vez para esta película. Planco piensa que funcionará”, dice. Pregunto a Bob qué piensa. “Pienso que si no funciona, mejor que me encierres ahora y tires la llave, porque el hombre del banco no estará muy feliz”.

The Producer as Gambler Alan Rudolph 1

The Producer as Gambler Alan Rudolph 2

LA INDECENCIA CONNIVENTE

ESPECIAL ALAN RUDOLPH

Los filmes de Alan Rudolph; por Dan Sallitt
Trouble in Mind (1985); por Dave Kehr
Trixie (2000)
Investigating Sex [Intimate Affairs] (2001)
Ray Meets Helen (2017)
El productor como apostador; por Alan Rudolph
Interview – Alan Rudolph
Entrevista – Alan Rudolph

Ray Meets Helen (Alan Rudolph, 2017)

Ray Meets Helen Alan Rudolph 1

You know, I’m really the only true romantic left in this building

Ginger Faxon (2017)

1. ANTOJOS DEL PERENNE AMATEUR

Nos imaginamos, hace bastantes años, a Alan Rudolph abriendo el periódico. Sería una mañana o una tarde cualquiera, conocemos poco, pero a nosotros nos gusta presumirlo sonriente. Aunque la fecha permanezca imprecisa, entrevemos el probable fin de ciclo durante el cual pudo eso ocurrir. Hoy sabemos que durante 15 inviernos, desde el 2002, la actividad del cineasta nacido en Los Ángeles sufriría un parón categórico, durante el cual, en el intersticio, ocuparía su tiempo con la pintura, su otra gran afición. En consonancia con los caracteres que pueblan su filmografía, el angelino fue durante treinta años un cineasta desaforado, un buscavidas, alguien enamorado, adaptativo y afortunado, pues logró recorrer, dueño de sí, una venturosa e independiente carrera; cuando cesó de forma casi oficial para la industria, personalmente no se le conocen lamentos, al contrario, recuerda con orgullo las personas que, obra a obra, reincidiendo en sus puestos de trabajo, le permitieron levantar empresas disparatadas pero con la suficiente sobriedad económica y diligencia en los plazos como para no hacer saltar a las productoras la luz roja del “se acaba aquí” al segundo intento. Lo que nunca podremos llegar a saber es si Rudolph era consciente, o intuía, mientras repasaba los artículos de la sección de sucesos recolectando el germen de dos ideas para su próximo filme, que no alcanzaría a materializar Ray Meets Helen hasta 2017. Lo único cierto es que, por aquel entonces, no esperaría seguro firmar su regreso al cine, o su despedida ─a quién le importa mientras tengamos otro filme por fin de él─, arrogándose con nata insolencia el digital, formato del todo novedoso en su filmografía, si bien los jugueteos anárquicos con los insertos en vídeo habíanse introducido ya como granadas en Breakfast of Champions (1999), filme donde los signos visibles más evidentes de su puesta en forma se dejaban de lado para adaptarse a la esquizofrenia de los tiempos, duplicando la velocidad majareta de finales del siglo hasta llegar a medio redimirla ─agradecemos a Luc Moullet su breve pero enconada defensa de la película, justo a tiempo─. Retornamos al diario. Un camión blindado hasta arriba de billetes descarrila en la autopista y acaba volcando en un vecindario pobre, primera historia, posible filme; en la grilla adyacente a esta noticia, una mujer cerca de Seattle encuentra la cartera de otra, se apropia de ella y, de rebote, adopta su identidad: en los días subsiguientes se hará pasar por ella. Armazonado con sendas puntas de lanza de la ficción, la inicial sujeta Ray Meets Helen a una realidad social problemática que ancla los deseos voladores de sus protagonistas a la miseria y problemática del barrio, la segunda sirve para dar pie al drama que catapulta el inicio de la travesía sentimental de la intérprete femenina, una Sondra Locke recuperada tras siete años fuera del negocio, siendo este glorioso papel, por la vida miserable que escapándosenos entre los dedos nos rehúye y nos apaga, su último rol en el cine, espectro hecho materia mientras los píxeles sobrevivan.
          Financiando Ray Meets Helen con los centavos encontrados en la hucha con forma de cerdito, entre los cojines del sofá, de Keith Carradine, Rudolph se lanza a empuñar la cámara digital con una desvergüenza de veterano que haría sonrojar a toda una bandada de supuestos amateurs no merecedores de tan noble epíteto. Maya Deren ─también Jonas Mekas─ recordaba que ese término no designaba a modo de disculpa, como una denominación medio vergonzante, al principiante, sino que su etimología, proveniente del latín, se liga con amante, «alguien que hace algo por amor hacia la cosa misma en vez de por razones económicas o necesidad». Al igual que sucedía en Trixie (2000), la forma de Ray Meets Helen florece en la moción musical que arrostra a los planos respecto a su empuje y a su acaecerse constantes. Suceden aquí varios eventos lozanos, aventajados, y es que se une el descaro con la sapienza, una variedad de recursos como quemados encadenados, superposiciones de tubos fluorescentes que fluidifican los planos en carrera, conduciéndolos, haciendo eses, hacia una confusa borrachera de signos que, con dadivosa levedad, acompaña el caminar de dos amantes, streamings a pantalla completa, novio celoso e insoportable incluido acaparando el encuadre, un imbécil del tipo que sabrías señalar el momento exacto de cuándo va a soltarte un “¡bitch!”, cortes en pleno movimiento del aparato, escamoteándonos el círculo completo del trazado para colarnos un inserto de dos segundos, un jump cut que parte en dos la conversación de una pareja de ricachonas, siendo espiadas por Helen quien pesquisa modelos de comportamiento para su nuevo estatus, haciéndolas saltar picaronas en el tiempo mientras discuten sobre cómo recoger la caca del perro. Nosotros, como espectadores, observamos estos caprichos y antojos con alegría, incluso emoción desbordada por momentos, ya que nos devuelven la fe en que la imagen digital no solo sirve para encubrir los pecados de un rodaje perezoso, sino al contrario, para enmarcar, mediante un uso singular de sus recursos, unos procedimientos inmanentes al despliegue de un rodaje no-analógico, el atractivo que puede impeler al filme un travelling semi-automático cortado nada más empezar, o lo que tienen de banales, románticos, ridículos y, por supuesto, de patético humanismo enternecedor, las imaginaciones, andares y tics de los recién enamorados. Rudolph se encuentra más cerca de dignificar con suavidad olímpica el vídeo de bodas que nos pide por encargo la amiga de nuestra prima que del estreno en salas de un nuevo logro de la inmersión no visto hasta ahora en un entorno tan realista y espectacular que no creerás que es imagen digital. Que el César se empache con lo que es del César, que aquí abajo el plebeyo con sus plebeyos modos podrá jugar en su maqueta cartonera como si fuese Dios.
          El viaje ocurre entre la grisácea fotografía inicial, desagradable por los filtros descarados, sincera en su desparrame al no buscar la belleza sino el desborde, hasta la polifonía de colores donde Ray y Helen se prendan: el surgimiento consciente del arcoíris tras la lluvia es lo que interesa a Rudolph, y el estatismo nunca servirá, lo sabemos, para componer esta trayectoria parabólica del deseo. La miríada de recursos digitales nos despabila la certeza sobre que el vídeo no solo es capaz de corromper con ingratitud los sentimientos sinceros en un horrible recuerdo doméstico encapsulado, sino que también esconde, cuando sus quemados y filtros se acomodan a la travesía vital, la sincera melancolía añeja de las cosas simples, los afectos demodé, el encanto limítrofe de las edades afterglow, acariciando momentos de gloria que parecían enterrados en el tiempo.

2. ALREDEDOR DE SU CUELLO

Un monotono de alerta va renovando su uniformidad para manifestarse bajo diferentes melodías, algunas acompañan la escena de intriga, otras introducen un baile inesperado en medio de la calle; notas de sintetizador que van de la mano con la suspensión e incertidumbre del momento, en fin, maniobras de entrelazo ─Shahar Stroh, Parov Stelar y el propio Carradine aportan ritmos sonoros─. A primera vista, explicado, no semeja ningún logro, ya que lo meritorio se revela en la proyección al sentir el espectador los ritmos del propio filme respirar de acuerdo a las diferentes velocidades de la música y, al mismo tiempo, siendo independientes de ella. Un encuentro en el que la imagen, por un momento, se permite ser otra cosa y la armonía, sin complejos, resalta el maquillaje descocado que su compañera se ha atrevido a usar, la propulsa, le susurra “vente conmigo, seamos una misma entidad en este día, quedémonos hasta que la noche caiga y nos embriague”. En este ir de la mano sin apretar demasiado al adlátere se inocula un pequeño fragmento milagroso de metraje, surgido al borde de la calzada, como si de su cemento emanase una vivacidad contagiosa provocando sin remedio que los transeúntes comiencen un bailongo mientras siguen viviendo; así, fugaz, en el parpadeo o chasquido de un gesto esbelto en una mañana cualquiera, como la parcela que pisa, apéndice del apartamento de forrados donde por unos días jugará con su nombre, atiende Helen el enredo secreto de los paseantes, puestos de acuerdo para mover las caderas juntos apenas cinco segundos. El filme, durante este periquete, posee el don de la ingravidez que nos eleva a nosotros, espectadores confraternos, de la hostilidad de la vida. Un despegue del naturalismo que hemos venido a identificar como rudolphiano: las miradas a cámara de casi todos los personajes de Welcome to L.A. (1976), de rebote inconsecuente o clavándonos los ojos, la coreografía inicial que abre Choose Me (1984) y luego se esfuma (el filme no era un musical), la sensación permanente de que en cualquier momento todos pueden empezar a cabriolear por gracia de una canción, sobrevolando Made in Heaven (1987). Pequeños despegues que destensan la tirantez de la existencia sin llegar a conculcar la sentimental veracidad de la ficción que contemplamos.

Ray Meets Helen Alan Rudolph 2

Un poco en medio de dichos ademanes es como se conocen Ray O’Callahan y Helen Wilder. El hombre: trabaja en una compañía de seguros, boxeador en sus años mozos ─ecos de rol pasado, el pintor pendenciero Nick Hart en The Moderns (1988)─, también pianista, una bala que atravesó su mano izquierda malogró ambas vocaciones temprano y un reciente viaje a Perú, acompañado de una desafortunada indigestión, ha puesto su vida en serio riesgo; ahí llega el camión blindado, un caso que resolver, ¿dónde están los billetes? La mujer: un pasado triste de relaciones truncadas, casa en el campo (Killdeer County), también vive sola, y por funesta suerte, carga con deudas familiares que le son imposibles de sufragar; una escritora de novelas rosa medio tarumba de amor loco (Mary McCloud) se le aparece de casualidad, tímido encuentro en un bar a primeras horas, la reaparición de la extraña, por la tarde, será imprevista, pues volviendo a casa se la encuentra Helen suicidada de un tiro en la sien yaciendo al lado de un árbol próximo a su finca, siendo la última voluntad de la muerta sorpresiva: quiere legar su dinero, traspasar su identidad, a la primera persona que encuentre su cadáver. Ray y Helen, juntos por un par de noches gracias a los billetes caídos del cielo, pueden aparentar lo que no son o, quien sabe, lo que eran realmente, quizá empezar a ser lo que suspiraban de una maldita vez. Uno esconde cantidad de identidades imposibles en las que desearía enfrascarse para enamorar en seis horas a la mujer que de un solo vistazo enloquece la vista, al hombre que ataviado con un traje de lujo capta los sentidos.
          Éxodo donde los personajes monologan consigo mismos en una disposición sintáctica que, como la música, repite cadencias, vuelve sobre sus mimbres, para reflexionarse, la mayor parte de las veces a viva voz y no para sí. Almizcle soltando migas en su jornada, el hedor de la cavilación alelada intoxica el arrebato, nubla el maderamen casero, lo curioseamos con tamices tornasolados, similares encajes ligan este lance al de Marguerite Muir y Georges Palet en Les herbes folles (2009), de Alain Resnais. El devaneo en los dos filmes aúna el enardecimiento con el filo de espadas lacedemonias velando inquietas la marejada. Semiprudentes de las contingencias, los protagonistas la examinan. Casi a modo de pequeños aforismos con una pizca de extrañamiento, Ray intenta poner orden, ingenio, sensatez, al pasado y presente que le ha tocado vivir, la pulcritud anti-método, de diálogo construido, introspectivo, de los personajes de Hal Hartley. Previo al encuentro en una segunda cena en restaurante de lujo ─recordemos las virtudes pasajeras del dinero bien derrochado─, Ray habla para sí mismo, esta vez en off, asombrándose del pelo, piel, talle, “magnanimidad” sería la palabra, de Helen, antes de conocerla y camelarla, para, acto seguido, escucharse también en off la voz de la mujer contradiciendo con un temblor todas las observaciones que el viejo boxeador había colmado mentalmente sobre ella. La impostora cree no estar a la altura, y aunque ambos estrenan ropa nueva y elegante, la bufanda roja de Ray debe imponer demasiado. Inseguridad previa al roce feliz, entregados por una fugaz cantidad de tiempo extra al desfase con clase de la noche bebida de un solo trago por los maltratados a golpes en la vida. Ser otros aquí denota probar un sorbo del champán barato de la libertad, espejismos de quereres salvajes (aunque no tanto como para hacer el amor de pie, los años pesan). Del revés amargo de este dulce breve encuentro, el temor constante de Helen a lo quebradizo de las apariencias, menoscabado por la bonhomía pasajera de Ray, quien no deja de insistirle en que justo ahora no es tiempo de pensar en la muerte. La conversación entre amantes fugaces, bellos soñadores, simula una afinación complicada, exitosa tras unos retoques al instrumento, las preguntas empiezan chirriando, pero pronto la rima se establece. El acorde ha encontrado su canción. Ray conoce a Helen. Por fin le puede regalar el collar dorado de dos golondrinas juntando sus picos que llevaba rato imaginando alrededor de su cuello.
          ¿Qué ha ocurrido previamente? Eso ya lo habíamos visto en celuloide, pero muy pocas veces hemos presenciado a un cineasta capaz de servirse de una pantalla verde para ─en un plano con croma al que de verdad llegamos a pillar cariño─ representar los destinos vacacionales ideales de los personajes que empiezan a imaginarse su nueva vida con el amante. La pobre integración de dicho croma en la imagen real es lo de menos, aquí Rudolph quiere hacernos ver, sorprendernos, sin perder de vista la mesa del restaurante cinco tenedores de diez variedades, que la imaginación más apasionada no necesita de un equipo de 500 animadores asociados a la empresa puntera de EUA; el versado filmador-narrador, en su casa con equipo ajustado, nos cuela el croma más descarado del globo y nos dejamos embelesar por cada destino como cuando viajando despreocupados cedemos a comprar algunos souvenirs desenfadados, imanes de nevera reconocibles en su prototipicidad, que sellan nuestro relajamiento vacacional y nos permiten tener, al volver, una deferencia para con nuestros seres queridos: pagodas y kimonos en Japón, la Torre Eiffel y el Moulin Rouge en París, playas de arena blanca en Las Bahamas… Y, agradecidos, pensamos que deseamos verlos ya allí, con tanta intensidad como ansiábamos el retorno de Ninotchka a la Ciudad de la Luz en Silk Stockings (Rouben Mamoulian, 1957). El desaliño de esta combinación ─con el dinero esquivo acechando una posible caída─, bendita suerte en esta noche única, nos confronta con gestos que permanecen aquietados, suspendidos en una perpetuidad dichosa, como el resultado de desconexiones entre la pesantez de la vida y la ilusión del irrecuperable mañana.

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3. UNA VIOLENCIA QUE ENDULZA

La benignidad de sustraerse a la marcha usual del mundo no burbujearía tan brillante si no se insinuaran, a la vuelta de la esquina, las espinas. Tanto Ray como Helen, cada uno a su modo, afrontan su sobrevenida condición de pudientes con cierto grado de impostura que les resulta difícil camuflar. El primero se sirve de ella, entre otras cosas, para librar en su fuero interno su particular cruzada contra la exnovia, Ginger, que aún sigue despreciándolo y ahora sufre de un escabroso affaire con su jefe de color; la segunda, se trasluce, no sabe gozarse el don presente del dinero ni del nuevo ser regalados, recomponiéndose con desagradecimiento inconsciente a cada embestida del convencido Ray. La felicidad y su prórroga, en el cine de Rudolph, suelen jugarse en la escapatoria ─necesitada de actualizarse, siempre provisoria─ del quedarse estancado: las estrategias pasan por aflojar los caracteres subjetivos, fingir con apuesta sinceridad, tentar de fundirse con el sexo opuesto, renegar de establecer un hogar no merecedor de lealtad, cruzando urbes, grato desarraigo huidizo. Peligros de inmovilización (larga condena en prisión, hospital, exclusión social, muerte), una persecución permanente (policía, gánsteres, espíritu de frustración), son entonces acechantes causas inherentes a dicho planteamiento vital. Pero matizando las intensidades agitadas de su maestro, Robert Altman, no exentas de mimo, Rudolph proyecta sobre todos sus personajes un cariño que raya lo paternal, disponiendo para ellos un tablero donde su libertad cabe, al menos, si la ejercen sinuosa, y a cada habitante de la ciudad con el corazón caliente, haga o no lo correcto, se le otorga la aptitud de provocar en los demás, en el encuadre y en el espacio sonoro, su particular aumento febril.
          A cualquier oportunidad o promesa de ser dichosos viene indisolublemente unido un augurio de su cese o de un posible incumplimiento. El enigma asentado en el hecho riesgoso de seguir viviendo, temblor que da fe de una esperanza. Un patrón electrónico brioso, de ritmo sospechoso, hace fade in tres segundos antes de disolverse la imagen de Helen y que se introduzca la de Ray, en perspectiva cerrada, pisando fuerte el barrio dispuesto a investigar. Seguidamente, recogidos en un mismo plano tras los barrotes, pero a dos tiempos, se presentan los contrincantes que pulularán en torno a nuestro hombre: en coche, las autoridades patrullando, detrás, los cuatro malosos ataviados de colores y cubriendo sus rostros con máscaras ridículas. La música se modula, varía, se insinúan ambos grupos como pendiendo sobre el sino de Ray con jazzística melancolía. Veloz, un primer plano de nuestro hombre apercibiéndose hace arrancar, tras su paso al siguiente, palmadas cadenciosas que cachetean en loop las imágenes, revistiendo el presunto inocente caminar de una vecina que empuja el carrito de la compra con la suspicacia de un detective avezado, al borde del acorralamiento. Intensidades musicales y foleys varios que se superponen a las imágenes con grados variables de rudeza épica, calor de aguardiente para los personajes a medio convencer, el chupito de remate, ocasionando la escalada de ritmo y acontecimientos en el antro donde ella confiesa a Ray no ser Mary, sino Helen Wilder, petardazo existencial confesor que desencadena las ansias de arriesgar, de escapar sin pagar, acuciados, cuando podrían hacerlo con holgura. Las prisas de la fuga se unen con las ansias por toquetearse sin recato.
          Habitando un mundo violento y podrido, donde los caraduras se enriquecen mediante la prevaricación, corrompiendo o vendiendo champán de baratillo a precio de oro, Rudolph condesciende pizcas de democracia pergeñando una realidad torpe: el débil puede rivalizar físicamente al bruto, el listo suele equivocarse, el tonto tener suerte, y la belleza y el talento no acaban determinando mucho porque en general son cualidades ecuánimemente repartidas extrínsecas a la personalidad. Cuando ocasionalmente el persecutor alcanza al perseguido, o la bala da en el blanco, son sucesos que se sienten ilegítimos, y de algún modo, hasta donde pueda permitírselo sin traicionar la narración, son hechos que intentará reparar beatíficamente Rudolph. La capitulación impermutable de la muerte, uno podrá entender tras leer estas líneas, es ajena a la cosmogonía del cineasta, un disparo en el corazón podrá acabar con el camino vital que une la carne del personaje con el suelo pisado, pero las briznas respiratorias de aire diluyéndose por entre sus labios terminan yendo a parar a otra parte, esa dimensión equidistante tan amamantada por el cinéfilo apasionado, la esperanza de una superposición o fundido cuestionando el punto y final del deceso. En ese amor por la ilusión del rebelde con causa se hallan las concomitancias de su cine con el pasado, los vínculos que tanto parecieron evadírsele a la crítica de los 80 cuando, por momentos ─Choose Me estableciéndose como pico─, se le relacionó más con iconoclastia irreverente. Nexo cuestionable siendo su cine tan continuista; no sorprende, retomar las tramas perdidas, cuando estas han desaparecido del imaginario popular, se encubre, si la mala suerte se cierne, como radicalidad banal, y sabemos que si uno es radical, algo le une por necesidad, filiación, a las raíces. Rápida muestra: recordemos dos finales de un par de filmes de Fritz Lang, Ministry of Fear (1944) y Secret Beyond the Door… (1947), metrajes con un tercer acto rematado apresuradamente, como por un fortuito golpe del destino cambiando en el parpadeo más cuadragesimal el hado fatal de dos personajes para trastocarlo, mediante fundido o superposición, en escena final resuelta en dos planos que parece venir de esa futura vida paralela, donde tras palpar la tumba, los personajes, hombre y mujer, han arribado a una suerte de limbo fuera del tiempo, en un lugar desconocido del firmamento, quizá hecho en el cielo. Así terminaban su travesía por Rain City (las zonas menos modernizadas de Seattle) Hawk y Georgia. El primero, en los minutos finales de Trouble in Mind (1985), nos parecía mortalmente herido, listo para cerrar su arco, pero un corte nos lo mostraba en coche, sano, rumbo hacia un atardecer pasteloso sin empacho, y una vez pasados unos segundos de intriga ante la probable existencia de un copiloto, veíamos que sí, Georgia estaba con él, los amantes se podían tocar, su destino incierto siendo el regocijo con el que vivir en suave duda.
          Perecimientos que se reaniman por contados segundos, rebajando de gravedad el The End, insertando, de modo paradójico, un sigilo adicional al complot mortífero, también los podemos ver en el cine de Jacques Rivette: Noroît (1976), Le Pont du Nord (1981)… El personaje muere pero tal vez al actor se le conceda levantarse cuando la cámara esté al borde de consumar su movimiento. ¿Cómo ser tan cruel como para dejarnos sin ninguna duda del óbito cuando se ha trabajado tanto con los intérpretes, moldeado la película con y para ellos? Otra filiación, pues el cineasta francés bien es sabido que admiraba tanto el cine de Rudolph como el de Altman, mecenas y consejero del angelino. Rivette observaba, con su habitual ojo afilado, la relación establecida en las películas de ambos norteamericanos con los actores, ese dejarles tiempo de más, para improvisar, para sorprender al propio cineasta, mutando el scénario de paso, algo poco ajeno al francés. Geraldine Chaplin, heroína silenciosa de Remember My Name (1978) se lo confirmaba: el material descartado de Nashville (1975) y A Wedding (1978) era cuantioso. Rudolph lo ratifica: de Altman aprendió a visionar con el reparto y equipo los dailies, lo rodado el día anterior, porque ahí se encontraba lo importante del filme, el director endeudado con complacencia, entregado a unos rostros y extremidades a los que intentará rendir justicia; el mencionado Carradine, Nick Nolte ─encadenando cuatro filmes seguidos con el filmador─, Lesley Ann Warren, Geneviève Bujold… la lista podría seguir, los actores vuelven al director, la confianza ganada es recompensada con fraternidad para el resto de días en la subsistencia venidera. Camaradería, expresado sucintamente por el propio Rudolph, es la condición más importante del cine. ¿El dinero? Nunca fue demasiado importante para el cineasta, lo cual no quita que la financiación deviniese lo más complicado en los procesos que él identifica con años de su historia. Por cada filme, una anualidad de eventos en su biografía, recordar la película para rememorar el propio pasado. Argucias de pícaro recogidas de Altman, las idóneas para financiar su trabajo durante treinta años seguidos.
          Relaciones de confianza extendidas a diferentes miembros de un equipo que, si bien comandado por una visión, articula la misma en multitud de nombres que retornan: Mark Isham musicando y dando vida, con jazz, elegancia y pedigrí, a los ires y venires por las calles imprudentes, flirteos en bares-centros neurálgicos, sin descartar el uso atrevido y hortera, no por ello imbuido con excentricidad desaborida, de canciones kitsch, descaradas e inolvidables por un demodé atemporal; Pam Dixon, directora de casting de todos sus filmes desde Made in Heaven hasta el que nos ocupa, sin contar Mortal Thoughts (1991) ─si el final se les manifiesta sagaz, denle las gracias al metteur en scène y no al estudio─; James McLindon, productor ejecutivo desde 1994 de diversas obras, rebotado de Altman pero aprovechado por Rudolph para labores de finanzas, que luego abordaría también en filmes como Dr. T & the Women (2000) del oriundo de Kansas, obra esta estrenada en el mismo año que Trixie, compartiendo con ella al citado hombre del dinero, a Pam Dixon y al director de fotografía Jan Kiesser, que el de Los Ángeles conoce desde 1975 aproximadamente, y con el que más ocasiones ha repetido, aunque es de justicia mencionar sus otros grandes socios en estas lides, Elliot Davis y Toyomichi Kurita, encargado este último de dar un plus de virtuosismo modesto a Trouble in Mind, The Moderns y Afterglow (1997). Nos dejamos para el final a su mujer, Joyce Rudolph, presente en una buena cantidad de filmes esenciales como “still photographer”, o ejerciendo labores de producción, incluyendo Ray Meets Helen, aspecto que realza el carácter doméstico de esta cinta, la maritalidad bien entendida en los procederes del cineasta. En la disposición generosa de la nevera, ustedes podrán percatarse de las pruebas del delito.

4. HACIA UNA POLÍTICA CONYUGAL

Everyone says that romance is dying. I’m romantic… Aren’t I? Well, I think I am

Karen Hood (1976)

El aliento, la energía pura que nos comunica un filme no procede, en esencia, de su puesta en forma. Proviene, en cambio, de algún secreto anterior, ulula entre bastidores, hace titiritar con romanticismo los objetos y paisajes registrados: se trata de una visión creadora original, reconocible en el alma, que sustenta una forma tan amplia que podría llegar a significarse en mundo. Un cineasta digno de considerarse tal, como Alan Rudolph, poseerá por definición una visión, una cosmogonía que le sea íntima, propia, rotulada en neones. Y dicho don sobrevivirá, enriqueciéndose o manteniéndose constante, a las sucesivas puestas en forma que actualizará el talentoso andamiador en cada película. Podremos hablar entonces de unicidad espiritual, de corpus al sol o subterráneo, de que nos encontramos ante un maldito y aguerrido genio. Echando la vista atrás, escuchando los tímidos, cautelosos, testimonios del cineasta, nos queda clara la preocupación esencial: el vaivén entre él y ella, los límites que lo cercan, el borde recorrido para mantener la reciprocidad con aliento fresco, ademanes brujos, humores cáusticos, desdicha y escalera hacia la ventura de unos días sucedidos con la intensa presteza liviana del que vive embebido del mundo y sus semejantes, aprendizaje para orates, compendiados ardides en pos de embelesar los días y noches del que nos escucha suspirar dormidos. La visión de Rudolph ha dado concierto y chifladuras a nuestras incertezas, nos ha hecho sentir más de cerca el releje insalvable, puntiagudo, del ser con uno y estar para el otro. El ímpetu de elegir denota cobardía si no es acompañado de tesón, el consejo no pronunciado que nos llevamos a la almohada, los corazones fogosos de los actores filmados birlando la escena, la mirada entre sosegada y flamenca del que rasguea las cuerdas de la guitarra como si de ellas dependiese la moral de los sentimientos.

Ray Meets Helen Alan Rudolph 4

CONTINUARÁ…

Ray Meets Helen, en Vimeo

LOS PICAPORTES DEL FEUDO

ESPECIAL ALAN RUDOLPH

Los filmes de Alan Rudolph; por Dan Sallitt
Trouble in Mind (1985); por Dave Kehr
Trixie (2000)
Investigating Sex [Intimate Affairs] (2001)
Ray Meets Helen (2017)
El productor como apostador; por Alan Rudolph
Interview – Alan Rudolph
Entrevista – Alan Rudolph

Trixie (Alan Rudolph, 2000)

Trixie Alan Rudolph 1

Era evidente que la vida nocturna de Buscott era muy limitada, y aunque la gente bebía enormes cantidades de cerveza, todo el mundo parecía haber cenado antes en su casa. Además, cada vez que él entraba en un bar, todas las conversaciones quedaban interrumpidas, y todos se mostraron desconcertantemente mudos cuando se trataba de hablar de la fábrica, de los Petrefact, o de cualquiera de los demás temas que él planteaba, en un evidente esfuerzo por tomar conciencia directa de la explotación que todos ellos padecían.

Vicios ancestrales (Ancestral Vices), Tom Sharpe

1. A ORILLAS DEL BELLE-VISTA

Los rumores los transporta la niebla matutina en Capitol City, y es sencillo escamotearlos, también lícito, posando los pies sobre la madera del motel entretanto divisamos el muelle con chimeneas, el politiqueo de peces pequeños en grandes cuencos, los animadores de madrugada, turno de ocho horas, p. m. a a. m. minuto más minuto menos, reviviendo el puñetazo de Cagney a Bogart, el público requiere cantarinas mezcolanzas de souvenirs andrajosos para seguir tirando dados, dando a la cachiporra con el aliento en las manos, la suerte quizá les acompañe pero Trixie Zurbo, agente de seguridad recién traspasada a guardiana de la casa de juegos de Crescents Cove, es capaz de otear en varios movimientos, durante el inicio de un auge sentimental chiflado, el hurto del desvergonzado con camisa hortera. La distracción era aparente, tal vez sí estuviera con la cabeza en The Furman Report o en alguna historia de Evelyn Piper tonificada en un Vancouver remodelado. No fichamos a esta obsesiva masticadora de chicles, sin embargo sí presentimos que las miradas hacia Dex Lang serán el inicio de su ascensión cara nubes más claras.
          Poco encontraremos de ambidiestro en dicho Adonis protector, tan sincero en su estupidez como cualquier matón de su alrededor, sean el guardaespaldas del senador Drummond Avery o los de su cómplice mercachifle, el ridículo y siniestro amante Walter “Red” Rafferty, vigilado por unos Laurel y Hardy con más peligro fingido que otra cosa, pues están ahí para desestabilizar el yate, en una reunión de siete; ah, faltaba una, Dawn Sloane, Dorothy si la conocemos bien, la chica de Red. En fin, el hervidero de escasa utilidad, acá tiene usted la enredadera de engaños, traiciones, cintas ─implican amenazas─, asesinatos ─Dawn paga el precio de cantar tan mal, pero nos sigue dando lástima, y pronto pensamos que tenía su aquel el timbre de la dama─. Basta, los datos desbordan, ¿no? Rudolph comienza así, una sucesión de superposiciones, créditos sobreimpresos mediante, donde la historia no puede andarse con rodeos, debe situar ya a Trixie lejos de casa, hacerla compañera difusa de Ruby Pearli para obtener consejos a tomar con discreción y amiga noble con Kirk Stans, el de las cantarinas. Hollamos este reino miniaturizado en el cual se enumeran con los dedos de las manos los lugares donde seguiremos moviéndonos entre una roca y el profundo mar azul, se establecen las reglas de la inspección, la bienaventuranza de los suertudos cuenta lo justo para Trixie, ella cree en sus ojos, y estos ven demasiado, luego, tras calar la fortaleza mejor, comprendemos que veían lo cabal a fin de construir su propio aprendizaje moral, desquitada de los suficientes parientes. Lanzada sin pistola pero con cerebro al epicentro del mapa, Rudolph la presencia desde múltiples posiciones.
          Corte, plano, reencuadre, zoom in, acercamientos o retrocesos con dolly, plano detalle (unas manos ante el senador pasan de inseguras a matasiete en cuestión de minutos). Reconocemos la herencia: Robert Altman, sapiente de la dictadura del encuadre, elegía conmoverlo, a él, no a nosotros, y en ese balanceo, tan mareante como el del Forum Club partiendo y tornando del hall a las mesas, uno alcanzaba a hacerse la vista, captar el desequilibrio gravitatorio en este suelo que llamamos tierra firme, el paralelismo natural al enloquecimiento de un Otto Preminger tardío, pero con la fragmentación querida aliada. En Rudolph obtenemos similares agasajos si nos fijamos… ¿en qué? Demonios, todavía no lo vislumbramos. Ya, ahora sí, dentro de esta división de puntos de vista, no tenemos un bosque, sino un matorral, y se mantiene con ligeros cambios de escena a escena, las maniobras del timonel conocedor de las posibles fintas en el caso de que la mar embravezca, si la ocasión ─y créanme, esta se da no pocas veces─ de la Zurbo dando propinas al botones y al jefe (legado materno) requiere que la multiplicidad de tomas se detenga y ¡zas! aparezca para nuestra atención el escarnio en el labio, la añoranza en los ojos. Ah, Rudolph no estaba siendo perezoso, su falta de estilo visual premeditado en esta película ─palabras textuales, el rostro de Emily Watson pedía poco más─ no chocaba con renunciar al catálogo de trucos de marino dotado.
          El oleaje lo encauza desamarrado de Altman, los ensambles de puesta en forma remiten a ayeres arrinconados, futuros no atisbados en el arranque de siglo. Llegando a Kurt Vonnegut, la engañosa simpleza del plantel de frases de calibre conciso, describiendo con cariz sucinto de veterano. Por debajo de esta concreción, la construcción letal, el lento desarme de los chalados, regocijo en la locura del pasado de vueltas y, aunque tarde, la conmiseración ganada a pulso. No muy lejos de esta maniobra, en los planos donde se rompe la sucesión de la escena desarrollándose (tan reducido temor al corte como en una película americana de 1931) con la liviandad aturdida del demiurgo a bordo del feudo, palpamos la medalla del capitán: un contrapicado tras un robo en una tienda de ultramarinos descoloca a Trixie, el aparato la filma en dos espejos junto a Dawn Sloane y solo en retrospectiva sentimos el afecto de la última vez. No volveremos a ver a la segunda con vida, y su defunción marca la propulsión de la investigación, el interrogante habitual sobre los probables carrosos, apuntando las papeletas, como cabría esperar, antiguos amantes a los que habrá que poner en su lugar antes de que las cintas (no las de Nixon) desaparezcan de la escena del crimen. Las marcas de estilo no son sino consecuencias inevitables de la regla no escrita del cine de Rudolph: si la vista ultradotada del marino decide llenar de afecto el escenario, concordaremos en que esto no se debe a las añoranzas de otras tierras, sino a la hermandad invisible del cineasta con los soldados de su condominio, la cámara acentúa los momentos donde lo último esperado por unos ojos rutinados era una tilde. Llega el signo de puntuación, presto, cargado de asertividad romántica. La realidad se trastoca, y el mundo de Rudolph se funde con los picaportes porque, Beatrice, cariño, ¿qué es real?

2. WAKE UP, GO TO SLEEP, GO ON STAGE, MAKE LOVE

En el contorno, el estratega menos pensado también embellece para sí su situación, véanse las diversas digresiones de Avery hacia los idilios inoportunos de pasados presidentes de los EUA, leves anotaciones acerca de Bebe Rebozo-hombre escolta en torno a delitos amorosos gubernamentales o alusiones a la secretaria de FDR restando importancia a su propio descaro; villanía menoscabada con empatía sonada. Inclusive el último momento de este politicucho cero interesado en escuchar sobre motos de nieve las anécdotas de sus comensales golpea la estructura de la película como si una llanta despegara de la ronda de planos, más aún, su encuadre terminal vuela hacia la desesperación novelera del que se intuye constructor de su propio relato. Bingo, la conciencia de uno mismo es lo que la mayoría de personajes aquí parecen poseer hasta dejarlos inestables, pero es el viaje rumbo a ese estado del ser el efectuado por Zurbo, sin intentar rebasar la línea donde analizar demasiado la propia situación devendría en fragilidad sentimental, caso de Dex Lang. Trixie cimenta alrededor de este carácter masculino una valla ante la que, por muchas paradas en el hospital inevitables dada la confusión de los arrabales, ninguna bala podrá detener las neuronas de la exvigilante de supermercado. Un traje blindado, elástico para sentir la honestidad del huésped, rudo cuando se presta el envite a la amenaza frontal, y una pistola sin balas pueden dejar en pelota picada a cuatro gamberros.
          Alto, solo hemos mencionado una vez a Ruby Pearli, injusto olvido del escritor, pues bien, ella joven promesa, personaje y actriz, conoce más de lo debido, empieza a meter sus ojos pícaros en el mundo de Trixie dándoselas de experta en el juego, manchada. Por Dios, hasta admite haber compartido intimidades con el cómico venido a menos de Stans, luego descubierto convicto de siete años (disculpas aceptadas, era en defensa propia). Zurbo no se deja engalanar por ella pero en el curso de dispares encuentros se ve que empieza a convencerse algo de la inocencia pelín fastidiada de Pearli, una chica con la ilusión sospechosa de la versada en  las minucias del juego, empero los detalles duelen, la vida deja herencia, un hijo ¿de quién? y la excitación por Ruby comienza a derrochar tragedia intrascendente, llegada la mitad del metraje, considerando el pavoneo delante del personal… el engaño deshecho al completo. No me digas que no conoces la diferencia entre un luchador y un amante. La gradación nos queda clara, la acompañamos corteses, ella dará los consejos adecuados de abrigo, prendas, incluso practicará onanismos velados al pícaro demacrado Avery, para incriminar, ayudar, dejarse ir, ocultarse del cuadro. Ruby Pearly, bésame mucho, s’il vous plait. Su sarao es el viacrucis sentimental de la pulpa del filme. Ningún cineasta ha logrado capturar esa fina línea de malicia de Brittany Murphy por la que uno sería capaz de adulterar, llorar, llegar hasta el fin de la historia para cambiar el desenlace. Rudolph, orgulloso de su compañera, sabe que tiene algo especial. En nuestra memoria quedará como testimonio de la actriz, su verdad oculta detrás del micrófono.
          Los nombres terminan apareciéndonos con el paso de los minutos: Dorothy, ya mencionado, se escondía tras Dawn, pero también Charlie tras Dex Lang, lo oímos de sus padres, riqueza americana añorada por el hijo pródigo. Trixie contempla estos tiovivos alterados intentando llegar a unos mínimos de sinceridad ante tanta alimaña procurando hacerse con una porción del consorcio. Las gotas derramadas frente al reto inesperado, los quebradizos sollozos aumentan a la par de su fortitud, uno va haciendo el camino creciendo en sabiduría discerniendo esta de las intimidades sigilosas. No es posible alcanzar erudición ni instrucción si no somos capaces de dejarnos derrumbar un poco, pues la esperanza de la investigación, la conclusión de la odisea mal deletreada, ordena inconsistencia. Si queremos ver a nuestro oponente, si lo logramos captar, finalizaremos con una pizca de pena. Y Trixie es un personaje no trágico en consecuencia de esto, simplemente es el que hacía falta. Si no somos nosotros, tiene que ser ella. La victoria de la actriz, retenimiento del cineasta, es reclamar, sin colmar la horizontalidad que rompería sus poros plisados, una suma de piedad, rabia, ternura, cóctel, este sí, impronunciable, mal ajustado, cuya exposición en público proporciona la salida de cuadro de los demás, la entrada en primer término de ella.
          La verdad, el todo y la verdad y nada más que la verdad se asienta poco a poco en aquellos inclinados a asumir la rebaja del índice de brillantez a las cantidades precisas para repartir justicia dentro de los torreones, por lo tanto el estupor adquiere tras varios conatos la forma de rebeldía enraizada en el aprendizaje más lícito, hacer el amor, declarar la guerra, batirse en dialécticas pululando a través de los bordes de la amenaza. Dispuestos a recapitular en la siguiente página del informe como descarados y picajosos, si alguien mira con miedo hacia el supuesto inocente, será sospechoso de asesinato. Feliz hallazgo cuando los malapropismos de la protagonista proporcionan una estable convivencia con el suburbio, el centro, los lados, la batalla y el dormitorio, el cool que nos importa, la modernidad rechazada por el director, ignorada por el personaje. No existe esa intencionalidad odiosa en los filos de un relato tan absurdo en los hechos, innegable en los incidentes emocionales, la moral de la ficción se arrima a la veracidad receptiva de un espectador dispuesto a desnudar su naturaleza caprichosa; se le pide ser llevado al salón principal para desgajar su careo hasta la confusión, convertido si la hazaña ha sido digna de agasajo en feliz síncope.
          En el Forum Club de Capitol Drive la duración del suceso es tensada en dos ocasiones, la primera partiendo el filme a la mitad, ocasionando un duelo verbal entre Trixie y Avery, la segunda resultando en la fraudulenta sensación de que el caso ha quedado resuelto. En ambas, Rudolph y sus personajes se descubren aunque pretendan hacerse pasar por inquisidores. Los jueces de la obra desean contactar con el fondo, descubrir el punto oculto del contraplano, el tic del oponente, cariños enjaezados de reticencias, ironías escupidas con el esmero del lince; estas intentonas derivan en caos, desatino americano, mezcla de términos espaciales, salpicadura de verbos, uno hacia el vestíbulo, otro hacia el cielo clamando por la paranoia durable. La que los toca, hunde, cierra el pestillo al final del día, mira a un punto perdido centímetros al lado del objetivo y en ese trance sagaz se manifiesta bajo la forma de un suspiro en los ojos. Tras la aventura de Crescents Cove, ahora Trixie es mujer y no muchacha. Ella se queda observando la farándula cuando el batiburrillo sin saberlo se ha puesto a sus pies.

Trixie Alan Rudolph 2

Trixie Alan Rudolph 3

LOS FILMES DE ALAN RUDOLPH; por Dan Sallitt

ESPECIAL ALAN RUDOLPH

Los filmes de Alan Rudolph; por Dan Sallitt
Trouble in Mind (1985); por Dave Kehr
Trixie (2000)
Investigating Sex [Intimate Affairs] (2001)
Ray Meets Helen (2017)
El productor como apostador; por Alan Rudolph
Interview – Alan Rudolph
Entrevista – Alan Rudolph

ALAN RUDOLPH, 1985

A principios de 1985, el Toronto Festival of Festivals (que luego se convirtió en el Toronto International Film Festival) encargó ensayos para un libro que esperaba publicar sobre diez importantes nuevos cineastas internacionales, titulado “10 to Watch” y planeado para acompañar una serie paralela en el festival de 1985. Gracias a la recomendación de Dave Kehr, el festival me pidió que escribiera en la sección sobre Alan Rudolph, cuyos defensores todavía escaseaban a pesar del reciente éxito crucial de Rudolph con Choose Me. Por desgracia, el proyecto de libro fue cancelado, y mi monografía de 10000 palabras nunca vio la luz del día, aunque una versión muy truncada fuese publicada en el catálogo del festival ese otoño. Me siento un poco incómodo ahora por el tono engreído de la pieza, pero tuve acceso a Rudolph y su equipo y obtuve información valiosa de fondo que es aún difícil de conseguir. Así que aquí está la monografía, sin correcciones, en su debut público.

LOS FILMES DE ALAN RUDOLPH

por Dan Sallitt

El éxito comercial y crítico de Choose Me finalmente ha empujado a Alan Rudolph al candelero, para el regocijo de sus admiradores duraderos. Según un cálculo, una cuarta parte de los principales críticos cinematográficos en los EUA y Canadá incluyeron a Choose Me en sus listas de las diez-mejores de 1984; Los Angeles Film Critics Association insultó a Rudolph con su premio “New Generation”, casi una década después de que el doblete de Welcome to L.A. (1976) y Remember My Name (1978) lo estableciera como uno de los más importantes talentos de los setenta.
          ¿Puede Rudolph sostener este impulso? Quizá, como Jim Jarmusch con Stranger Than Paradise, fuese afortunado en encontrar un acercamiento cómico que hizo que el filme se ganara la simpatía de gente que se hubiese echado las manos a la cabeza ante las mismas excentricidades en un contexto dramático. Para un filme tan querido, Choose Me generó un número inusual de reacciones ambivalentes. Muchos espectadores añadieron una calificación incómoda a su elogio (“Me gustó, y no soy un fan de Rudolph”); unas pocas dudas expresadas sobre si el humor del filme era completamente intencional.
          Hay algo de Rudolph que molesta a bastantes espectadores. Welcome to L.A., el más conocido de los filmes de Rudolph antes de Choose Me, es un tema espinoso para una conversación casual, a menudo avivando memorias amargas de precios de entrada desperdiciados por los que nosotros, defensores de Rudolph, somos de algún modo los culpables. Remember My Name, un filme algo más sencillo para que las audiencias de moda lo puedan apreciar, ha recibido distribución limitada incluso en centros urbanos; el espectador aventurado es más probable que se haya topado con Roadie (1980) o Endangered Species (1982), fallos interesantes que a menudo se juzgan con dureza. Una razón por la que Rudolph nos desconcierta es que su trabajo consigue encarnar simultáneamente elementos de romanticismo anticuado y modernidad cínica. La característica identificadora de sus filmes más personales, todos lidiando con el tema de la ilusión romántica, es una especie de expresionismo extasiado, una proyección del idealismo romántico de los personajes hacia el mundo exterior a través de iluminación no realista, el destierro del contexto, y música desplegada de un modo llamativo. Aun así, este expresionismo no concuerda con el contenido de los filmes. La compatibilidad romántica es desconocida en el universo de Rudolph: la mayoría de su gente es demasiado neurótica o loca total como para funcionar apropiadamente en cualquier situación interpersonal, y sus personajes más estables nunca dan conseguido encontrarse entre ellos. Además, la atmósfera romántica dominante está continuamente en guerra, no solo con el desalentado sentido del humor de Rudolph, sino también con la acumulación de realismo entrópico, manifestado por todos lados, desde la rareza de comportamiento de las partes más pequeñas hasta las pistas de sonido multinivel que son parte de su herencia de Robert Altman.
          El efecto es complejo. Aunque rechace con audacia las convenciones de la ficción romántica, Rudolph no rechaza su espíritu: es comprensivo con el impulso idealizante que crea el romance cinematográfico tradicional. Pero, habiéndolo identificado como un impulso, debe localizarlo dentro del universo del filme y dar igual peso a las fuerzas que se oponen a él. La guerra entre lo objetivo y lo subjetivo en los filmes de Rudolph está agradablemente exagerada para conseguir el máximo efecto: el romance es intensísimo y prácticamente palpable, pero el buen juicio lo prohíbe rotundamente. Así que Rudolph aliena dos bloques de espectadores a la vez. Aquellos en busca de historias de amor tradicionales naturalmente querrán escenarios más prometedores y simples, pero los sofisticados modernos en busca de cinismo real son disuadidos por la inmersión del director en las fantasías de sus personajes.
          Las diferencias entre los romances expresionistas de Rudolph son grandes, pero no tan grandes como el salto estilístico entre ellos y sus otros filmes. Welcome to L.A. y Remember My Name, producciones independientes hechas a partir de ideas originales de Rudolph, fueron seguidas en intervalos de dos años por Roadie y Endangered Species, proyectos de estudio hechos a partir de historias o guiones ajenos. Aunque ninguno de estos filmes es convencional o falto de imaginación, les falta la intensidad creativa concentrada de los trabajos que las precedieron; Choose Me llegó justo a tiempo para aquietar nuestros miedos de que Rudolph hubiese perdido el rumbo. Con el estreno de Songwriter (1984), otro proyecto de estudio, la forma de la carrera de Rudolph se vuelve clara: la fuerza completa de su talento ha sido ejercida solo en aquellos temas relativamente intangibles que le permitían establecer su dicotomía idiosincrática entre la inmersión emocional y el distanciamiento filosófico. Afortunadamente, juega con sus fortalezas cuando se le da libertad completa, y ahora puede esperar oportunidades creativas que parecían improbables de aparecer en su camino antes de que Choose Me fuese tan bien en la taquilla.
          Rudolph nació en Los Ángeles en 1944, hijo del director Oscar Rudolph, que trabajó tanto en televisión (“The Donna Reed Show”, “Playhouse 90”) como en películas (Don’t Knock the Twist, Rocket Man, Twist Around the Clock), antes de convertirse en director de segunda unidad para Robert Aldrich en los sesenta. Después de graduarse en la UCLA, Rudolph tomó una variedad de trabajos de estudio, incluyendo labores en la sala de correo de la Paramount; durante este periodo hizo cientos de filmes cortos en Super-8 acompañados de canciones populares, vendiéndolos a estudiantes de cine como proyectos de clase y en una ocasión ganando premios escolares para un cliente. En 1967 entró en el Directors Guild Assistant Director Training Program, que terminó en un año y medio; a la edad de veinticuatro era uno de los más jóvenes asistentes de directores en Hollywood. Unos cuantos años de trabajo estable le desencantaron con el oficio, y en 1970 había dejado la asistencia de dirección y se dedicó a escribir, guionizando varios filmes no producidos de bajo presupuesto y trabajando en sus propios proyectos.
          En 1972, Rudolph y varios amigos recaudaron 32000 $ e hicieron un filme de terror poco distribuido llamado Premonition (no debe confundirse con el filme The Premonition de 1976, dirigido por Robert Allen Schnitzer), que Rudolph escribió y dirigió. Tomando elementos de los filmes de la cultura juvenil de la época ─el filme gira en torno a una misteriosa red roja que causa premoniciones de muerte─ Premonition fue fotografiado por John Bailey (American Gigolo, Ordinary People, The Big Chill) y editado por Carol Littleton (Body Heat, E.T., The Big Chill), ambos desconocidos por aquel entonces. Un año después, Rudolph siguió este debut que pasó desapercibido con otro filme de horror, Terror Circus, del que se encargó después de que el productor-escritor Gerald Cormier hubiera rodado cuatro o cinco días. Su trama suena poco prometedora, cuando menos: un joven maníaco, interpretado por Andrew Prine, tortura a mujeres en un circo privado de su granero, mientras su padre, que ha sido transformado en un monstruo a causa de la radiación, deambula por el desierto de Nevada en busca de presas siempre que escapa de su cobertizo. Re-estrenada en 1976 bajo el asombroso título Barn of the Naked Dead, Terror Circus parece haber circulado más abiertamente que Premonition, pero ambos filmes han pasado más allá del alcance de los estudios de cine. Rudolph ha dicho que Terror Circus es el más acicalado y profesional de los dos filmes, pero que Premonition contiene más de su sensibilidad.
          A principios de 1973, Rudolph fue requerido para ser el asistente de dirección de Robert Altman en The Long Goodbye. Aunque no entusiasta a continuar trabajando como tal, aceptó el trabajo tras ver los filmes de Altman; atraído por la mayor libertad y responsabilidad que Altman le ofrecía en cada sucesivo proyecto, también firmó por California Split (1974) y Nashville (1975), dirigiendo alguna de la acción de fondo de ambos filmes. Altman luego le dio a Rudolph su primer crédito fundamental como guionista en Buffalo Bill and the Indians (1976), adaptado de (o, más bien, inspirado por ─Rudolph afirma que Altman y él mantuvieron solo una línea) la obra teatral de Arthur Kopit, Indians. Excepcionalmente burlona incluso para Altman, el filme es una extensa deflación de la leyenda de Buffalo Bill Cody, interpretado por Paul Newman como un fraude tempestuoso, ignorante, que ha olvidado que su leyenda fue manufacturada por escritores de noveluchas. La personalidad de Rudolph es difícil de reconocer debajo de la rama menos tierna de sátira de Altman; en retrospectiva, uno puede vislumbrar en la descripción del séquito de Cody el gran talento de Rudolph para la caracterización individualizada aguda, y su talento para diálogo arquetípico pero naturalista.
          Entre borradores del guion de Buffalo Bill, Rudolph escribió una adaptación de la novela de Kurt Vonnegut, Breakfast of Champions, que Altman por entonces tenía planeado dirigir. A pesar de la considerable publicidad generada, el proyecto nunca despegó, aunque el guion no producido (que Rudolph terminó en ocho días y considera su mejor escrito) llamó la atención de Carolyn Pfeiffer, que se convertiría en la productora estable de Rudolph durante los ochenta. Pfeiffer, trabajando para la nueva compañía Alive Enterprises, contrató a Rudolph para coguionizar el especial de televisión de 1975 “Welcome to My Nightmare”, incluyendo a Alice Cooper en una serie de números de producción basados en sus canciones del álbum del mismo nombre. El trabajo de Rudolph era ayudar a crear visualizaciones de las canciones y una estructura ficcional para unirlas a todas; como era de esperar, nada de su personalidad puede detectarse en el show, menos aún en los interludios campy de diálogo donde Vincent Price recicla su familiar personaje-de-terror como un demonio atormentando los sueños de Cooper. Bajo la dirección de Jorn Winther, los números de producción son algo menos espásticos y sin forma que la mayoría de los vídeos musicales de hoy, y el show recibió una nominación al Grammy en la categoría de Best Video Album cuando fue estrenado en casete en 1984.
          Buffalo Bill resultó ser un fracaso comercial, pero mientras estaba en producción, United Artists tenía muchas esperanzas en él, y el humor benevolente se trasladó a la financiación del primer filme clave de Rudolph, producido por Altman bajo los auspicios de su compañía Lion’s Gate. Welcome to L.A. tiene las asignaciones de un proyecto a todo o nada; uno siente al director principiante determinado a dejar una marca en la historia del cine tras años de aprendizaje frustrante. Es la expresión más indisimulada de la abstracción que subyace bajo su trabajo, el más abiertamente serio de sus filmes (aunque no sin humor), y uno de los filmes más controlados, precisamente organizados, que él o cualquier otro director americano de su tiempo haya hecho.
          La idea para el filme nació cuando Rudolph oyó a Richard Baskin, que hizo la música en Nashville y Buffalo Bill, interpretando una de sus canciones para su suite de blues “City of the One-Night Stands”. Rudolph le dijo a Baskin que podía hacer una película de la canción, y Welcome to L.A. se desarrolló como una fusión de la suite de la canción, que es omnipresente en la pista de sonido, y una interacción elaborada y casi sin argumento entre más o menos diez personajes tratando de calmar sus males psíquicos a través del sexo y el amor. El excedente ambiental creado por la considerable superposición entre la música y el drama es probablemente responsable del rencor que muchos abrigan para con el filme, e incluso espectadores comprensivos pueden a veces plantarse con su atmósfera sobremadurada de angustia romántica. En el futuro, la música serviría una función más de contrapunto en los filmes de Rudolph; aquí, toma toda la complejidad cumulativa e inteligencia del estilo de Rudolph para anclar la historia en una realidad emocional y prevenirla de convertirse en una ilustración de la banda sonora de Baskin. Como para enfatizar los apuntalamientos abstractos del filme, Rudolph comienza con una serie de escenas desconectadas, allanadas juntas por la música de Baskin, que introducen a los personajes periféricos. Solo después de que hayamos pasado por una aparente aleatoria colección de escenarios ─un cóctel suburbano, una oficina de negocios tranquila pero importante, un estudio de grabación─, conocemos al personaje que es el centro estructural y emocional del filme, Carroll Barber (Keith Carradine), un joven músico que, después de varios años en el extranjero, ha regresado a su hogar en Los Ángeles porque el famoso artista de grabación Eric Wood (Baskin) está haciendo un álbum de sus canciones. Suspendido en un ensueño melancólico constante, Carroll no tiene raíces en su ciudad natal: su tímido y afable comportamiento con su sonriente padre, empresario (Denver Pyle), apenas esconde su irremediable aversión por el hombre, y da un trato frío a su agente/examante Susan Moore (Viveca Lindfors), una mujer más mayor con una ancha veta de locura hollywoodense. El balance de Rudolph entre la observación social mordiente y la comprensión por las necesidades emocionales de los personajes es aparente de inmediato. Incluso el personaje menos querible ─probablemente el asociado de Carl, Ken Hood (Harvey Keitel), una imagen perfecta de calculación estreñida haciendo un esfuerzo para conseguir algo de chic urbano─ se agita con ansiedades juveniles y se suaviza en momentos extraños. Ver la magnífica escena donde Ken es sorprendido con un contrato de sociedad, su exuberancia confusa lentamente filtrándose por su aplomo de hombre de negocios, es entender la generosidad que profundiza la sátira social de Rudolph.
          Acompañado por una botella de Southern Comfort y una angustia misteriosa que raramente alcanza la superficie de una manera simple, Carroll deambula a través del puñado de sets y localizaciones que constituyen el Los Ángeles de Rudolph, perdiendo su desánimo solo en la compañía de las muchas mujeres que conoce y se lleva a la cama. Sin minimizar la ocasional dureza de Carroll hacia sus rechazadas parejas sexuales, Rudolph y Carradine expresan la actitud benevolente del hombre hacia el romance y la esperanza que deposita en él: toda su incomodidad parece disminuir mientras se aligera en conversación con una mujer. Prácticamente el reparto femenino entero del filme está a su consideración: Ann Goode (Sally Kellerman), una optimista, infelizmente casada agente inmobiliaria que expresa su desesperación y vulnerabilidad como una insignia; Jeannette Ross (Diahnne Abbott), la recepcionista peculiar de Carl; Linda Murray (Sissy Spacek), una alocada empleada doméstica y prostituta a tiempo parcial con la que Carroll forma una amistad conmovedora, completamente desprovista de condescendencia; Nona Bruce (Lauren Hutton), la enigmática, astuta, amante de Carl, que tiene una especial fijación en el dolor de Carroll; y la elección final de Carroll, la neurótica tirando a psicótica Karen Hood (Geraldine Chaplin), que da vueltas en taxi todo el día y abriga una tos seca como imitación de la Marguerite Gauthier de Greta Garbo.
          Habiendo establecido a sus personajes, Rudolph los incardina en digresiones visuales y narrativas provenientes de la pequeña historia ─a veces meros interludios imagísticos, a veces exploraciones laterales prolongadas de las aspiraciones románticas de los personajes secundarios. Esta actitud desdeñosa hacia la trama es solo un resultado de la inclinación natural de Rudolph de exponer o destacar las convenciones de la ficción. La trama en sus filmes es como mucho un contrapunto divertido a sus preocupaciones más profundas, un guiño a la audiencia; en Welcome to L.A., a la que no se acercó con una actitud guiñadora, es tan probable que prescinda de la trama por completo como de estilizarla con múltiples coincidencias y repeticiones. De hecho, la seriedad del filme parece alentar su interés en la reflexividad, como si la distancia mayor respecto al contenido que la comedia le permitió en su trabajo tardío moderase su necesidad de ofrecernos un vistazo por detrás de la cortina. El más obvio ejemplo de esta tendencia en Welcome to L.A. es la costumbre de los personajes de mirar directamente a la cámara en intervalos a través del filme, cada uno de ellos virando su mirada, él o ella, hacia nosotros durante un momento de ensueño antes de un corte que dé final a la escena. En un espíritu reflexivo similar, Rudolph continuamente revela la importantísima banda sonora como la creación de músicos en el estudio de Eric Wood. Lejos de disipar el misterio de los personajes, las ojeadas a la cámara lo intensifican: la invitación al contacto directo siempre llega cuando el personaje está en su punto, él o ella, más inescrutable. Y las imágenes graves, románticas, de los músicos de estudio trabajando silenciosamente en la oscuridad meramente añaden al filme un nuevo, enigmático microcosmos. Detrás del enigma específico, uno general: el efecto es ambicioso y filosófico.
          La esencia del arte de Rudolph, la tensión entre el distanciamiento y la inmersión, puede vislumbrarse aquí. Por un lado, cada aspecto de su trabajo revela su deseo por apartarse, tomar la perspectiva más amplia, exponer la ilusión; por el otro, es comprensivo y está fascinado por la emocionalidad intransigente, intrascendente. Uno puede notar esta dicotomía, no solo en la forma de los filmes, sino también en sus caracterizaciones. De entre sus filmes, Welcome to L.A. revela de forma más clara la autoconsciencia distanciada que permea su universo, en gran parte porque el personaje central es la cosa más cercana a un sustituto para él mismo que ha creado. Carroll Barber camina a través de los escombros emocionales del Los Ángeles de Rudolph a una serena distancia filosófica de su propio dolor, alisando los picos y valles de su psique del mismo modo que Rudolph nivela el tono del filme con su remota pero comprensiva visión de conjunto. Una pequeña mirada irónica se arrastra a través del rostro de Carroll a la más mínima observación, acerca de sí mismo o los demás; sus gestos son lentos y mesurados, a veces conscientemente demasiado acentuados, como si al observador dentro de él le divirtiera ver la esencia transformada en existencia por cualquier simple acto. En su momento más angustioso, colapsa contra un coche en un callejón oscuro y rompe en una risa sin reservas, y Rudolph desplaza hacia delante la cámara ominosamente para cristalizar la paradoja de una conciencia elevada uncida a sentimientos terrenales.
          Muchos personajes menores de Rudolph son encarnaciones destiladas de autoconsciencia: aquí, no solo Nona, la fotógrafa que vigila cada localización y nunca nos desliza ninguna expresión de su supuestamente compleja vida emocional, sino el misterioso productor de estudio (Cedric Scott) que vigila a Eric Wood desde su cabina sombría, da vueltas a una moneda de veinticinco centavos alrededor de sus nudillos, y secamente esconde su conocimiento interno del drama que se lleva a cabo ante sus ojos. Pero estos personajes no tienen un monopolio en el distanciamiento irónico: merodea cada esquina en Welcome to L.A., manifestándose a sí mismo en los lugares menos esperados, como cuando la colgada de Linda saborea el efecto mientras agarra el dinero que el timador grosero de Jack Goode (John Considine) le ofrece pero queriendo que lo rechace. El corolario inevitable de esta autoconsciencia generalizada es una sensación penetrante del misterio de la gente. Cuando la autoobservación se interpone entre las emociones de la gente y sus expresiones, el exterior humano cesa de contarnos demasiado y se convierte en un símbolo de enigma más que en un indicio de la realidad interior. Incluso cuando sus personajes andan cortos de una mirada interior introspectiva ─y a veces andan cortos de esto hilarantemente─, Rudolph está preocupado con el misterio de lo que ocurre detrás de un rostro, con la posibilidad de un esquema psicológico arcano, invisible a nosotros, que de alguna manera confiere sentido a la locura de un personaje. Cuando Welcome to L.A. salió, traté de interesar a la gente en ella contándoles que era el primer filme sternbergiano de los años setenta. Nadie se lo tragó en ningún momento, y no querría llevar la comparación demasiado lejos. Pero los dos directores tienen en común un complejo de rasgos inusuales: una fascinación con la impenetrabilidad de las superficies humanas; un expresionismo visual enérgico al que ni el director ni los personajes rinden su perspectiva; y, lo más llamativo, esa sensación de ironía cómica medio sonriente que separa a los personajes de los sucesos de sus propias vidas y vira sus sensibilidades hacia el interior en algún tipo de obscuro viaje filosófico. Después de Welcome to L.A., los personajes de Rudolph no funcionan tan fácilmente como sustitutos para su distanciamiento, y la conexión con von Sternberg viene a la mente menos rápidamente.

Welcome to L.A. Alan Rudolph 1

Welcome to L.A. Alan Rudolph 2

Aunque es el más sombrío y melancólico de los filmes de Rudolph, Welcome to L.A. se va construyendo hasta un estallido de trascendencia que de alguna forma lo hace también su filme más optimista. (Por la misma lógica contrapuntística, la despreocupada Choose Me termina con uno de los últimos planos más funestos de la comedia romántica). La gran oportunidad para ascender en la carrera de Carroll Barber resulta que ha sido aparejada por su acaudalado padre en pos de traerle de vuelta a Los Ángeles, y el romance del que depende tan desesperadamente le falla también: Karen Hood va a su cita después de dejar el número de teléfono en una nota a su marido, con el cual logra una reconciliación llorosa mientras Carroll escucha fúnebremente. Justo entonces, en el punto bajo de la fortuna de Carroll, llega el asombroso momento donde rompe en una inexplicable sonrisa serena mientras se gira hacia la cámara traqueteando por la dolly. ¿Cuál es la revelación que fascinó su mirada fija un momento antes de sonreír? Quizá el espectáculo extraño de la conducta sexual angelina le ha aliviado del peso de buscar la redención a través del sexo; quizá el romanticismo sin salida de Karen le sacudió hacia el examen de conciencia. No lo podemos saber con certeza, y el filme se niega a trabajar en ese nivel de franqueza temática. Lo que vemos es una repentina serenidad espiritual nacida de un roce con la desesperación, no un apartamiento del personaje de Carroll sino un refinamiento inesperado del mismo. Rudolph juega al anticlímax maravillosamente, ofreciendo su más pulido diálogo oblicuo mientras Carroll se despoja a sí mismo de sus posesiones. (“¿Te gustan los sombreros?” pregunta a la perpleja criada Linda, luego le da el suyo. “¿Te gustan las llaves?”) y parte cara el estudio de grabación en búsqueda de Eric Wood (“El escritor desea hablar con el artista”, entona con una autoburla benevolente, adoptando la terminología sarcástica del productor). Las noticias de que el álbum ha sido cancelado ni siquiera interrumpen el movimiento de Carroll mientras toma la consola y ajusta los niveles de sonido para una interpretación a piano, la canción final del filme. Aunque la atmósfera de Welcome to L.A. está saturada con angustia romántica y su guion trata casi exclusivamente con permutaciones y combinaciones románticas, su protagonista se marca una extraña victoria interna saltando un nivel de conciencia y terminando solo. El tirón entre el distanciamiento y la inmersión en los filmes de Rudolph nunca más ha estado expresado tan directamente.
          Welcome to L.A. suscitó reacciones encontradas y un mínimo de atención crítica, que es más de lo que cualquier otro filme de Rudolph recibió hasta Choose Me. Extrañamente, comentaristas del momento solían atribuir las cualidades al productor Altman tan a menudo como a Rudolph. El casting de Welcome to L.A. estuvo, por supuesto, sonsacado casi en su completitud de la compañía de repertorio de Altman, y la estructura episódica entre multitud de personajes les pareció a muchos estar inspirada por Nashville. Otras semejanzas entre los estilos de los dos cineastas son más profundas: el uso del zoom lento como un dispositivo dramático; el juego constante con el diálogo en off, fuera de campo; y, más obvio, la densidad aural que proviene de suministrar diferentes micrófonos en un sistema de sonido de diversas pistas. Pero estos intereses técnicos compartidos no deberían esconder la completa disimilitud entre el temperamento artístico de Altman y el de Rudolph. La sátira en los filmes de Altman es más gruesa y mucho menos respetuosa con el misterio de los personajes ─lo que quiere decir que la sátira es un fin para Altman y solo un medio para Rudolph. Cuando Altman toma un punto de vista externo sobre un personaje, tiende hacia una evocación superficial de espeluznancia; no tiene ninguna de la fascinación comprensiva con la humanidad detrás del enigma, y su tono burlón lo desconecta de la veta contemplativa que da profundidad a las superficies turbulentas de los filmes de Rudolph. Incluso los dispositivos técnicos que ambos directores usan cumplen diferentes funciones en cada uno: la densidad aural, por ejemplo, es para Rudolph un mero ancla de realismo para sujetar su expresionismo visual, mientras que Altman, cuyas maneras visuales ya de por sí realistas no necesitan de semejante contrapunto, confunde a propósito las líneas de sus narrativas con nubes de ruido ambiente que solo incidentalmente funciona como diálogo.
          Remember My Name, el siguiente filme de Rudolph, también fue producido para Lion´s Gate por Altman. Columbia financió el proyecto pero, como United Artists con Welcome to L.A., se apartó en las fases finales; a pesar de contar con críticas generalmente favorables, el filme se desvaneció rápidamente después de su estreno tardío en 1978 y fue casi imposible de ver antes de que el éxito de Choose Me lo trajese de vuelta al circuito revival. Las diferencias entre este filme y Welcome to L.A. fueron llamativas en el momento de su estreno; hoy, parece un punto de inflexión para Rudolph, un avance hacia el modo de expresión con el cual está más cómodo. Contra el intenso, quizá excesivo romanticismo y solemnidad imperante de su anterior trabajo, Remember My Name es cáustica, flotante, y extravagante, jugando contra un núcleo de sentimiento serio con humor sublimemente remoto. (La elección de canciones de blues de Alberta Hunter como banda sonora refleja la nueva falta de inclinación de Rudolph a colocar los sentimientos más profundos en la superficie del filme). Todavía desatendido en la mayoría de los sectores, le falta ser descubierto como uno de los grandes filmes de los setenta y el logro supremo de Rudolph hasta la fecha.
          Apartándose del preciosismo (artiness) franco y de la abstracción de Welcome to L.A., Remember My Name adopta juguetonamente las premisas narrativas del género de misterio-suspense. Debajo de los créditos, la Extraña Misteriosa, una mujer llamada Emily (Geraldine Chaplin), conduce hacia la ciudad (Los Ángeles, pero apenas se nota desde el puñado de localizaciones herméticamente selladas de Rudolph) con una obscura misión. Desmañada, inestable, la hombruna Emily se dispone a hacerse femenina, comprando prendas nuevas y zapatos y obteniendo un elegante peinado incluso antes de que se ponga a buscar apartamento, donde ensaya un largo discurso destinado a un antiguo amante. Los objetos de su búsqueda son un enojadizo, nervioso carpintero llamado Neil Curry (Anthony Perkins) y su lastimera mujer Barbara (Berry Berenson), que viven existencias de desesperación callada en su casa suburbana. Primero, Emily se restringe a sí misma solo espantando a Barbara con llamadas irritantes; más tarde, acecha la casa, hace pedazos las camas de flores, y tira piedras a través de sus ventanas por la noche.

Remember My Name Alan Rudolph 1

El suspense dista mucho de estar opresivamente concentrado. Como la Karen Hood de Chaplin en Welcome to L.A., Emily es una chiflada arquetípica de Rudolph, moviéndose con un retardo de tiempo como si le fueran retransmitidas instrucciones desde otro planeta. Sus ojos se desplazan sin dirección y pierden su foco mientras arroja huecas, monótonas frases que, por coincidencia, a veces toman la forma de relación social. Una de las ventajas de contar con un loco certificable como personaje reside en que el comportamiento cómico más escandaloso permanece dentro de los límites de la plausibilidad psicológica, y la persecución de Emily a los Currys está llena de dislocado, errático comportamiento que con efectividad quita el filo al mecanismo del suspense. Rudolph tiene maña en el balance de la comedia y el misterio de modo que ninguno de los dos destruya al otro: el humor screwball planea en pequeñas bolsas de espacio y tiempo que restauran los gags a un contexto psicológico. El ejemplo total de este balance es la larga, crispada escena en la cual Emily invade la casa de los Curry mientras Barbara está preparando la cena: la confrontación ingeniosamente retrasada, de repente nos sorprende a Barbara y nosotros, luego se convierte en un escaparate para la psicosis alternativamente hilarante y desestabilizadora de Emily mientras Rudolph mantiene el terror persuasivo en un foco secundario.
          Como todos los filmes más personales de Rudolph, Remember My Name se adentra en demasiados senderos narrativos entrecruzados como para generar demasiado ímpetu melodramático. Lejos de encarnar el espíritu de la obsesión firme que potencia el género, el filme convierte cada esquina de la nueva vida de Emily en un estadio separado en el que un simulacro de drama es representado, dando a Emily la oportunidad para ensayar sus ardides femeninos que empiezan a florecer en preparación para la largamente esperada confrontación con su exmarido Neil. Aprendemos que Emily es una exconvicta mientras reclama un trabajo de cajera en una droguería, prometido a ella por su compañera de celda, cuyo hijo Mr. Nudd (Jeff Goldblum) de mala gana contrata a todos los compinches de su madre. Allí, evita los movimientos del joven aspirante zalamero Harry (Jeffrey S. Perry), y hace de enemigos peligrosos a su supervisora dominante Rita (Alfre Woodard) y el arrogante novio hombracho de la supervisora, Jeff (Timothy Thomerson). En su apartamento, su típicamente inescrutable interacción con su reclusivo, de lengua mordaz, administrador del edificio, Pike (Moses Gunn), toma un giro extraño hacia el romance (¿seducción calculada de Emily? ¿una unión inestable entre dos personas solitarias?) que saca el lado suave, protector, de Pike.
          Cada uno de estos escenarios es un pequeño microcosmos (el mismo artificialmente reducido grupo de personajes aparece una y otra vez en cada escenario) dentro del más amplio microcosmos del universo del filme (el mismo reducido grupo de escenarios aparece una y otra vez, con la exclusión virtual de localizaciones nuevas no familiares). Esta práctica peculiar, abstractiva, es una especialidad de Rudolph. Un furioso crítico de Los Ángeles se quejaba de que Choose Me parecía tener lugar en una ciudad habitada por seis personas que se encuentran constantemente; Rudolph se le anticipó en Welcome to L.A. cuando Ann Goode dijo, “Lo juro, debe de haber doce personas en Los Ángeles”. Las tendencias microcósmicas de Rudolph son más interesantes porque no se propone capturar una clase aislada o subcategoría de la sociedad: sus pequeños grupos de personajes siempre despliegan toda la diversidad de la sociedad en general, y la viveza e individualidad de los roles secundarios más pequeños en sus filmes tienen el efecto de apuntarnos al exterior hacia la variedad infinita del mundo más allá del encuadre. ¿Así que por qué la mondadura estilizada del reparto y localizaciones? ─lo que, después de todo, es diferente solo en grado, no en principio, de lo que cualquier cineasta tiene que hacer en el proceso de amontonar un presupuesto y contar una historia. Pienso que Rudolph enfatiza esta mondadura precisamente porque es parte del proceso natural del cine. Como ya se ha señalado, muestra una propensidad marcada por dispositivos reflexivos que exponen los mecanismos del cine ─no porque desee socavar el proceso ficcional, sino porque su amor por la autoconsciencia y el distanciamiento filosófico lo inclinan a hacer de ese distanciamiento parte de la experiencia del espectador. Destacando sutilmente los aspectos microcósmicos de sus filmes, Rudolph está haciendo una confesión graciosa sobre los medios mínimos del cine, como si quisiese decir, “Tenemos un número limitado de actores y localizaciones importantes, y preferimos hacer este hecho explícito”. Huelga decir que esta abstracción es también un truco útil para un cineasta de bajo presupuesto intentando reducir costes. (Welcome to L.A. y Remember My Name costaron aproximadamente 1 millón de $ cada una; Choose Me costó solo 835000 $).
          Uno de los más graciosos running gags en cualquier filme de Rudolph juega directamente con la contención artificial del mundo de Remember My Name. Mientras los crispados, preocupados personajes se desploman automáticamente en frente de televisores, reporteros de noticias acometen los oídos poco receptivos con noticias de un trágico terremoto en Budapest. Al principio, el humor negro parece ir dirigido a la inanidad bien dotada de fondos del humanismo conformista, sucedáneo, de la televisión, burlonamente presentado en fragmentos absurdos (“Está Buda, y está la Peste”). Pero las noticias afloran más y más persistentemente; cuando Rudolph hace una transición de escena sobre dos personajes diferentes escuchando diferentes noticias de terremotos, nos damos cuenta de que nos está incitando hacia una conciencia cómica de la gran brecha entre este mundo microcósmico y el tipo de universo fílmico que puede absorber cualquier acontecimiento presente, mucho menos tan remoto desastre, a gran escala. Si uno desea interpretar este running gag como un comentario sobre la facilidad con la que las personas se separan ellas mismas del sufrimiento de los otros, esta interpretación no daña el contenido del filme.
          Ninguno de los personajes principales en Remember My Name es particularmente simpático, aunque ninguno es tampoco vilipendiado. Los actos hostiles inexplicados de Emily en la primera mitad del filme tienden a construir empatía por sus víctimas acosadas, pero Rudolph elige no tomar ventaja del potencial para la identificación de la audiencia. El retrato de Perkins de Neil, tan rico y detallado como la interpretación principal de Chaplin, enfatiza el potencial del hombre para la ira defensiva y su engreimiento arraigado. No está tremendamente atento por su mujer, y nublado por problemas no especificados, Neil intenta proyectar una imagen de desdeñoso, bromeante cool, que es inevitablemente expuesta en su incómoda búsqueda por la postura o frase adecuadas, un efecto expresado bellamente por el diálogo y matiz de actuación (“¡Oye! – gracias, gracias por su…” es su fallido, tartamudeante sarcasmo hacia un policía grosero que deja una puerta cerrarse sobre él). A su mujer Barbara le faltan llamativos defectos de carácter, pero su complacencia soñadora suburbana nos pone a distancia de su ansiedad creciente. Mientras aprendemos que la misión de Emily es una venganza no del todo justificada (Neil la dejó y se volvió a casar mientras servía una sentencia de doce años por el asesinato de la amante de Neil, un asesinato que pudo o no haber cometido) y que todavía está enamorada de Neil, la simpatía vira hacia ella. Pero, de nuevo, Rudolph intercepta la identificación fácil construyendo el encanto y sensibilidad de Neil en las maravillosas  y borrachas escenas de reunión de los últimos rollos, presentando el más fino humor autoconsciente, penetrante, de Rudolph, y bañado en un resplandor romántico expresionista salido de Welcome to L.A. Solo un ideólogo adusto puede aprobar el triunfo bien calculado de Emily en el momento en el que consigue su venganza modesta y deja la ciudad tan misteriosamente como llegó. La vencedora ha abandonado con serenidad el mundo sombrío de idealismo romántico que fue nuestro punto de acceso a su humanidad; el conquistado ha entrado en ese mundo y ha absorbido los sueños oscuros y vulnerabilidad de su adversario.

Remember My Name Alan Rudolph 2

La mayor imparcialidad y distancia de Rudolph con respecto a sus personajes en Remember My Name lo lleva a un estilo de cámara considerablemente diferente de las relativamente estables, centradas en los personajes, composiciones de Welcome to L.A. Remember My Name es fácilmente su filme más visualmente virtuoso: escena tras escena es ejecutada en tomas largas y elaborados travellings, a menudo extendiéndose a través de secuencias de acontecimientos y cambios en tono. La gran belleza plástica de estos planos no es su raison d’être: son el eje de los cuidadosamente modulados ritmos narrativos que caracterizan el estilo visual de Rudolph y que alcanzaron su completo desarrollo aquí. Welcome to L.A., concebido en términos de un único humor dominante, se prestaba más naturalmente a esta modulación; Remember My Name, con sus humores discordantes y modos de expresión, es un test más certero de la habilidad de Rudolph para controlar el tono, y su éxito es debido en gran parte a la visión de conjunto impuesta por los visuales ambientales, que expresan la entretenida, filosófica indiferencia del director hacia el tirón del caótico drama. La cámara móvil, más atenta a los imperativos de la unidad espacial y temporal que a la urgencia de la trama, de igual manera acalla la fuerza de los picos dramáticos y da una resonancia inesperada a los momentos quedos. (Similarmente, el uso de las canciones de blues jocosas de Hunter para gobernar transiciones de escena indica una posición ventajosa de director que resiste las vicisitudes de la historia). Si el humor es la piedra clave de Remember My Name, no es porque los momentos divertidos sean más numerosos que los serios, ni siquiera porque las bromas sean tan buenas (de hecho, la cámara remota de Rudolph a menudo sacrifica una gran risa por una callada, contextualizada), sino porque la distancia entre la implicación apasionada que la historia pide de nosotros y la perspectiva contemplativa, imparcial, que Rudolph adopta es intrínsecamente cómica.
          Que los logros de Welcome to L.A. y Remember My Name no fueran recibidos con alabanza crítica generalizada puede achacarse al gusto; que pasaran casi desapercibidos está cerca de desacreditar a la crítica cinematográfica americana en su conjunto. Rudolph siguió adelante con dos producciones de estudio que dañaron la poca reputación que los filmes de Lion’s Gate le valieron. Roadie, estrenada por la MGM a mediados de 1980, estaba basada en el trabajo de Big Boy Medlin, un escritor de Texas y Los Ángeles cuyos artículos relatan las hazañas del viejo chico/mecánico Zen/filósofo folk Travis Redfish. Rudolph y el productor ejecutivo Zalman King se hacen cargo de los créditos concernientes a la historia junto con los guionistas Medlin y Michal Ventura; a pesar de las muchas virtudes incidentales del filme, nunca se funde en algo como la visión unificada de los proyectos que Rudolph originó. La idea era mezclar humor de brocha gruesa y caricaturesco con una visión idealizada del heroísmo folk americano, impulsado por la sabiduría filosófica conquistadora de Redfish (“Todo funciona si se lo permites”) y encarnado en el mecánico/roadie/obrero, que aprovecha tanto el goce de la vida tradicional como el poder de la tecnología. De la manera en la que queda plasmado en el filme, el arquetipo no es tan grandioso como lo he pintado, pero una no por completa agradable complacencia moral merodea por debajo de su superficie informal.
          La historia estrafalaria, que se mueve a una ritmo constante, vertiginoso, está diseñada para incorporar abundante música de bandas de rock y countrywestern y artistas como Blondie, Alice Cooper, Hank Williams, Jr., Roy Orbison, y Asleep at the Wheel. El ardid comienza haciendo que Travis (interpretado por el músico Meat Loaf) caiga enamorado a primera vista de Lola Bouilliabase (Kaki Hunter), una aspirante a groupie de dieciséis años determinada a perder su virginidad con Alice Cooper. Cuando sus prodigiosas habilidades mecánicas son descubiertas ─puede arreglar una palanca de cambios o un sistema de sonido con cualesquiera sean los materiales a mano, desde horquillas hasta patatas─, Travies es enlistado como roadie por el sórdido promotor con el que Lola viaja, y se aferra al trabajo mientras mantenga la esperanza de disuadir a Lola de sus ambiciones profesionales. A pesar de algo de realismo en el retrato comprensivo de los buenos chicos rurales, el modo predominante de expresión circulando es la exageración cómica, que va desde la caricatura a lo grotesco. Parte de esta exageración es ingeniosa y exitosa ─como los planos de ángulo bajo y primeros planos que exageran el modesto (en el mejor de los casos) atractivo físico de los personajes principales. Alguna es tan bizarra que es difícil verle el sentido ─¿por qué el padre de Travis Corpus (Art Carney) tiene tantísimos televisores en su cuarto de estar, o mismamente por qué Travis cae presa de atascos cerebrales (“brainlocks”) periódicos en los que balbucea tonterías? Parte es manifiesto, irredimible, humor bajo ─la boquilla de una aspiradora atascada en la entrepierna de un hombre, una pequeña señora mayor con un gusto por la cocaína.
          Lo que fue más desconcertante de Roadie en su momento de estreno tenía menos que ver con su humor vacilante que con la aparente atrofia del estilo flexible, preciso, de Rudolph. El montaje rápido que, por la mayor parte, reemplaza los estudiados travellings y elegantes planos visuales de sus filmes anteriores, se acerca un poco a cierto lado descuidado, y la meditada organización conceptual que siempre caracteriza su proyectos independientes, autogenerados, no se encuentra por ningún lado. Muchas de las virtudes de Rudolph son de vez en cuando puestas en evidencia: la fascinación con una expresión convincentemente inescrutable, los giros inusuales que los personajes añaden a un diálogo que no parece invitarlos (como ese look a lo von Sternberg que Lola da al corpulento Travis mientras se entusiasma con Alice Cooper ─“Es tan flacucho”), los juegos verbales situados en un segundo término en los márgenes de los planos, a menudo suministrados por los compañeros roadies de Travis. Pero Rudolph nos da la impresión aquí de que es un director talentoso, no uno genial. Su siguiente filme, el pobremente promocionado Endangered Species, fue un poco más estable, pero no un retorno a la forma. Estrenado en el otoño de 1982 en Los Ángeles y el Medio Oeste (MGM/UA le dio aperturas someras más tarde en Nueva York y otras ciudades de la Costa Este), Endangered Species y los desenmascaramientos políticos que contenía eran claramente de gran importancia para Rudolph, que coescribió el guion con John Binder (antiguo supervisor de guion de Altman y director de la buena, no estrenada, UFOria) partiendo de una historia de Judson Kunger & Richard Woods. Pero su control sobre el estilo del filme es solo un poco menos incierto que en Roadie: el montaje entrecortado, desorientador, parece una ocurrencia tardía en vez de parte del plan estético, y sus muchos toques originales nunca conectan con una orientación estilística más profunda con el material. Uno puede en parte echar la culpa de estos problemas a la interferencia de MGM/UA con el proyecto, pero la cuestión real es más subterránea. Como muchos artistas fílmicos fundamentales, Rudolph parece necesitar un cierto tipo de material para liberar sus plenos poderes creativos. El atractivo de Roadie dependía de su humor tomado en sentido literal, y la importancia de Endangered Species dependía de su trama tomada en sentido literal. Rudolph lo hizo así en cada caso  ─debía hacerlo así, o del otro modo, empujar a los filmes cara el camp. Pero florece solo cuando puede rodear a sus sujetos en una distancia controlada; su arte toma forma en el espacio entre una urgencia emocional y la perspectiva elevada que hace a esa urgencia irrelevante.
          Aun así, todo el estilo del mundo no podría solucionar los problemas estructurales de Endangered Species. En un nivel ─para sus creadores, probablemente el nivel más importante─ trata acerca de una racha de mutilaciones de ganado que han tenido lugar en el Medio Oeste desde 1969, cuando el gobierno prohibió las pruebas de armas químicas y biológicas. (El compromiso político de Rudolph puede quizá inferirse de los muchos roles no estereotipados que ofrece a negros y mujeres en todos sus filmes, pero Endangered Species es el único ejemplo de la política moviéndose al primer plano en su trabajo). Trabajando desde hechos disponibles, los cineastas postulan una organización de derechas no gubernamental, determinada a preservar la capacidad de los Estados Unidos de tomar parte en la posesión de armas químicas y biológicas, que usa al ganado para pruebas y deja los restos mutilados quirúrgicamente detrás. En otro nivel, el filme es un estudio de personajes atractivo centrado en el expolicía Ruben Castle (Robert Urich), alcohólico pero desecado, que toma a su hija distanciada Mackenzie (Marin Kanter) en un viaje por todo el país. Parándose para visitar a un amigo en Barron County, Colorado, empieza un romance tambaleante con la sheriff del condado (JoBeth Williams), que está perpleja por todos estos cadáveres de ganado mutilado ensuciando su jurisdicción. Castle, en particular, es muy divertido, un extravagante reaccionario de la ley y el orden que dicta su biografía a lo Spillane a un grabador (“Textualmente, dije, ‘Tiene derecho a permanecer en silencio, amigo, si piensa que puede aguantar el dolor’”) y que cultiva su personaje con solo un toque de divertida autoconsciencia rudolphiana. Pero, no importa cuán interesantes sean los personajes, no guardan relación con la estructura del filme; existen para llenar los minutos antes de que el misterio político acumule impulso, y una vez que lo hace sus conflictos y emociones se desvanecen en una racha de acción mecánica. Rudolph intuye este problema y previene a la interacción entre personajes de asumir una prominencia inapropiada, tajando las escenas de personajes fuera con cortes prematuros y espaciándolas con interludios de avance de la trama. Del mismo modo, intenta dar un lugar al drama político desarrollándose lentamente, construyendo anticipación con un número tremendo de sobrecogedoras señales musicales y muchos planos de transición de animales muertos y vivos, luces destellando en el cielo, y actividad tecnológica misteriosa. El efecto global es curioso y lejos de ser satisfactorio. El shock del drama de los personajes cediendo a la acción y la revelación política es minimizado, y algún tipo de balance rítmico es conseguido; pero estos son pequeños triunfos. La contrapartida es que la acumulación del misterio se convierte en autoritaria en una etapa muy inicial. Es interesante que una semblanza de coherencia formal significa más para Rudolph que el atractivo de sus personajes o la eficacia de su mecanismo de suspense; con un poco más de perspectiva en su material, podría haber evitado esa dura decisión con cambios estructurales radicales.
          El género lleva a Rudolph a unas pocas convenciones infelices: una carrera de coches poco original, una escena de encubrimiento paranoico sacada de stock, incluso el temido plano de acción a cámara lenta. En general, sin embargo, es sorprendente cómo raramente se posa en un cliché; casi cada decisión que toma es imaginativa y original, incluso (quizá especialmente) en el reino desconocido de la acción pura. Desconectado de la inspiración por una pobre elección de tema a tratar, se repliega en lo ingenioso y salva más planos y escenas de las que tendría derecho.
          Carolyn Pfeiffer, productora de Roadie y Endangered Species, se convirtió en presidenta de la compañía de producción y distribución recién formada Island Alive en 1983, y uno de los primeros estrenos de la compañía fue Return Engagement, un buen documental de Rudolph sobre el debate de Los Ángeles entre Timothy Leary y G. Gordon Liddy. Terminado a comienzos de 1983 y estrenado más tarde ese año: entrevistas con Liddy y Leary conducidas por la personalidad de la radio Carole Hemingway; sorprendemente relajadas y cordiales conversaciones sociales entre los hombres y sus mujeres; Liddy montando y charlando con una banda de moteros que sirvieron tiempo con él; ambos hombres dando conferencias a una clase de estudiantes de instituto. Liddy, por lo menos, se nos aparece como una personalidad fascinante, grandilocuente, trabajada, y condescendiente como un orador público pero callada y reflexiva, incluso un poco tímida, en cualquier entorno informal. Leary, por contraste, da a sus actuaciones en el escenario veinticuatro horas al día, y la interacción del hombre se conforma con una rutina cómica confortable, con Leary el pícaro, tábano casquivano constantemente empujando al imperturbable pero entretenido Liddy. El enfoque visual suelto que tal documental requiere naturalmente milita contra la precisión y la complejidad de los filmes de ficción de Rudolph, pero el control no siempre es una virtud en este formato. Como uno podría esperar de su decisión en un tema tan dualista, Rudolph esencialmente evita las técnicas manipulativas, derivadas de la ficción, que desfiguran tantos documentales, dando una razonable cantidad de juego a las ideas y numeritos de ambos combatientes. Como un retrato, el filme está bien redondeado y a menudo es revelatorio; como un vehículo para el discurso intelectual, cubre sus defectos (la total incompatibilidad de los debatientes, la falta de claridad de Leary) simplemente creando un contexto en el que las ideas estén abiertas al desafío, un logro tristemente inusual para un documental moderno.
          Choose Me, la primera producción dentro de la empresa de Island Alive, fue estrenada en el otoño de 1984 con la alabanza inmediata de la audiencia y los críticos; uno se imagina que Rudolph apreciaría el aspecto absurdo de este desarrollo tardío. El movimiento hacia la farsa que hizo su éxito posible requería solo el mínimo giro en el enfoque de Rudolph: las permutaciones sexuales de un casting artificialmente pequeño, un tema ya planteado por Rudolph, conduce naturalmente a los malentendidos y confusión que son el stock en comercio de la farsa. En Welcome to L.A. y Remember My Name Rudolph estaba demasiado absorto en sus fines trascendentes como para molestarse con los detalles de la desintegración social; aquí, se relaja lo suficiente como para admitir el la casualidad y el accidente en su universo, aunque su actitud hacia ambos es mucho más casual que la de la mayoría de los farsantes. En su transformación selectiva del género, Rudolph hizo de Choose Me en igual dosis una antifarsa como una farsa, tales distinciones finas no perturbaron a la mayoría de audiencias.
          La escena de apertura del filme, una set piece que crea una atmósfera concreta, esencialmente un número musical, anuncia enérgicamente el retorno de Rudolph al expresionismo romántico. En una calle nocturna estrecha, íntima, bañada en luz de neón y los compases de la canción homónima de Teddy Pendergrass, un hombre emerge de un bar y comienza una danza lenta primero con una, luego con otra de las mujeres que hacen la ronda en la avenida. Del fondo emerge Eve (Lesley Ann Warren), quizá una de las chicas de la calle, quien también se mueve calle abajo en un ritmo bailón sensual. La atmósfera mágica persiste a través del filme, aunque los personajes no vibren con ella tan fácilmente de nuevo. Esta escena es la representación más pura del País de Nunca Nunca Jamás de la ilusión romántica que los atrae a tantas relaciones desesperanzadas y no ideales, y la demostración más clara de la comprensión de Rudolph por los impulsos que debe deconstruir con su distanciamiento clarividente.
          El Los Ángeles de Choose Me tiene dos focos. Uno es la cabina de radiodifusión de la Dra. Nancy Love (Geneviève Bujold), la carismática psicóloga radiofónica cuyo show, “The Love Line”, provee consejo a millones. El otro es el bar empapado de atmósfera de la primera escena, perteneciente a Eve, una exprostituta cuyo exterior estridente vagamente esconde su vulnerabilidad. Dividida entre sus impulsos promiscuos y su necesidad por amor duradero, Eve derrama su angustia en llamadas hostiles a la Dra. Love ─quien, aunque Eve no lo sepa, es su nueva compañera de piso, una dama excéntrica que mira fijamente al lado de la habitación durante las conversaciones y siente un placer inexplicable en contestar el teléfono de Eve.
          El bar de Eve normalmente contiene unos pocos de sus amantes en cualquier momento dado, incluyendo a Billy Ace (John Larroquette), que sirve en el bar con Eve y aprende más acerca de su vida privada de lo que le gustaría. Comenzamos a percibir conexiones misteriosas entre los habituales del bar: Zack (Patrick Bauchau), un elegante gánster francés que se divierte con Eve entre sus asuntos de negocios; su mujer ausente, de incógnito, Pearl (Rae Dawn Chong), que invita a sus clientes a su poesía improvisada; y Mickey (Keith Carradine), un prófugo reciente de un hospital mental, donde había sido diagnosticado como un mentiroso psicopático. Exudando misterio romántico y contando una colección salvaje de relatos fantásticos que muestran una consistencia interna sospechosa, Mickey ejerce un movimiento rápido sobre Eve, abollando su cinismo habitual.
          Antes de los títulos de crédito, los cinco personajes principales (Billy Ace, el más estable y normal del montón, juega un rol marginal) se juntan en todos los emparejamientos heterosexuales posibles. La perfección antinatural de este esquema (o casi perfección ─Zack y Nancy nunca acaban de terminar en la cama) indica el mayor carácter juguetón con el que Rudolph se acercó a Choose Me, la mayor extensión de la que hace uso con respecto a las convenciones cómicas. El mecanismo de la farsa no cobra impulso hasta la segunda mitad del filme, pero desde el principio Rudolph nos prepara para una abstracción y reflexividad de diferentes tipos comparadas con las que ha lidiado en el pasado. Demasiado metafísico como para estar interesado en la coincidencia por sí misma, concibió el filme como una exageración dulce de las fantasías placenteras que sustentan la comedia romántica. El artificio elaborado de la trama y los conceptos de personajes extravagantes funcionan aquí de la misma manera que aquellos sets melancólicamente expresionistas: como una proyección comprensiva de nuestro idealismo romántico, contrapuesto por un calculado énfasis excesivo. El diálogo ornamentado (purple dialogue) que molesta a algunos espectadores (y que, ciertamente, podría haber estado mejor contextualizado una o dos veces en las escenas tempranas) es parte de su intento general de establecer el filme como una meditación en la ficción y el impulso ficcionalizador. Pauline Kael pensó en Lola de Jacques Demy en conjunción con Choose Me, y la comparación es en algunas maneras apta, aunque redactada en los habituales términos condescendientes de Kael. Pero, a diferencia de Demy, Rudolph no se entrega del todo a la urgencia de ficcionalizar, y la fantasía benevolente de Choose Me se apoya en la fundación inestable del distanciamiento intratable de su creador.
          Las preocupaciones cómicas establecidas de Rudolph se adaptan bien a la farsa. Su marcada preferencia por locos al margen de la sociedad, que pueden soltarse sin traicionar completamente su realismo psicológico, alcanza su pico aquí: todos los personajes son profundamente neuróticos (Eve), psicóticos (Nancy), psicopáticos (Zack) o en algún lado de este continuo a tres bandas. El menos predecible de los personajes, Nancy, es también la fuente más rica de comportamiento desplazado (como por ejemplo ella compartiendo su recién descubierto éxtasis sexual con su audiencia radiofónica perpleja), repetición inapropiada (dando consejo cuando tiene la fortuna suficiente de toparse con un teléfono sonando), y todas las otras manifestaciones consagradas de la comedia de conductas. Por supuesto, Rudolph es típicamente tierno con ella incluso cuando se pone lunática. Su momento más conmovedor, su defensa emotiva a Eve de su aventura amorosa con Mickey, es también el más divertido, mientras ella asocia de forma libre con gran euforia acerca de la influencia de gran alcance que sus avances sexuales tendrán, luego se contiene con un momentáneo y tardío destello de claridad, reservándose la trama controladamente ─“No quiero entrar en ese tema”─ antes de recaer en el olvido. Lo que es inusual en el contexto de la farsa romántica no es la característica comprensión de Rudolph hacia sus creaciones desequilibradas cómicamente, sino su rechazo a suavizar sus desórdenes mentales para un confortable desenlace. La fantasía en la superficie del filme nunca se echa abajo del todo, pero viaja en un terreno rocoso, y Rudolph divide nuestra atención entre el atractivo del mecanismo ficcional y los jalones que arroja a sus trabajos.
          Las convenciones de la farsa que Rudolph subvierte revelan tanto de su personalidad como aquellas que adopta. La historia entrecruzada le presenta oportunidades de oro para complicar la trama con trucos de identidad errónea, pero Rudolph o desatiende estas oportunidades por completo o se burla de ellas con astucia (Eve nunca se entera de que Mickey es inocente de los cargos de maltratador de mujeres y perversión, pero su romance alcanza fruición igualmente). Es lo bastante perceptivo como para entender que la convención ficcional de la separación artificial está basada en un concepto dudoso, ilusorio, de que el romance florece en la ausencia de barreras externas, y que esta convención es inapropiada en su universo, donde los amantes pueden siempre encontrar más que suficientes buenas razones para separarse sin que el guionista manufacture ninguna. Si Rudolph hubiera obedecido la regla del género, Choose Me estaría en peligro de convertirse en una fantasía en vez de un filme acerca de la fantasía. Con la misma contención, Rudolph siempre sacrificará un gag o un momento feliz si amenaza la gravedad subyacente de los personajes o la ironía triste de su perspectiva. Cuando, por ejemplo, Nancy debe desconectar la llamada emocional de Eve hacia su programa para una interrupción publicitaria, al gag obvio acerca de la indiferencia institucionalizada no se le presta atención: la terminación de Nancy de la llamada es lenta, grave, y teñida de melancolía. La hilarante escena central del filme ─el descubrimiento de Nancy de la evidencia absurda pero incontrovertible de que Mickey fue en verdad un poeta, un soldado, un aviador, un fotógrafo, y un espía─ es bellamente oscurecida por cortes a primeros planos del impasible Mickey en la habitación de al lado, incluso más misterioso ahora que no tiene secretos. Y hasta el abrazo climático en la azotea que junta a Eve y Mickey es puntuado por un solo y tirado al paso plano general del melancólico Billy Ace levantando la vista, finalmente privado de la chica de sus sueños.
          Las películas fundamentales de Rudolph comparten muchas características visuales, pero ninguna de ellas duplica las estrategias de los filmes que la precedieron. La cámara en Choose Me se mueve en semejante cantidad a Remember My Name, pero el movimiento está menos conectado a la trama o acción, más juguetón y autónomo. Rudolph está todo el rato haciendo travellings o paneos a través de habitaciones o bajo calles oscurecidas; normalmente usa un plano espejo en una escena de interior solo para darle un segundo foco visual con el que panear, hacia él o desde él. La moción para él parece más importante por sí misma que antes, como es apropiado para el filme en el cual está más distanciado de la ficción. Visto en términos de tensión entre inmersión y distanciamiento en los filmes de Rudolph, Choose Me concede bastante al lado de la inmersión: los personajes con frecuencia hablan melodrama en vez de ironía autoconsciente, y la historia bien orquestada es tan ilusoria como la melancólica iluminación romántica. Así que parece necesario que la cámara tense la cuerda con su desacoplamiento extremo del drama. Por el mismo principio, Welcome to L.A., con un personaje central filosóficamente distanciado y una historia abstracta, casi inexistente, presenta el estilo de cámara más directo y estable de cualquier filme de Rudolph.

Choose Me Alan Rudolph 1

Choose Me incorpora tantos elementos aparentemente dispares y se mueve en tantas direcciones diferentes que se queda ligeramente por debajo de la cualidad de totalidad sin costuras que caracteriza Welcome to L.A. y Remember My Name (aunque el primer filme encierra problemas conceptuales de los que Choose Me escapa). Por el otro lado, la variedad de Choose Me brinda sus propias recompensas ─como las tres maravillosas escenas de lucha entre Mickey y Zack, tan seguras de sí mismas y originales como la comedia del filme y superiores con mucho a la dirección de acción respetable en Endangered Species. Uno se pregunta qué circunstancias permitirían a Rudolph hacer un filme de género entero tan potente como estos extractos de género.
          Inmediatamente después de terminar Choose Me, Rudolph fue a trabajar en Songwriter de Tri-Star, tomando los mandos en poco tiempo (“Recibí una llamada el sábado y llegué el domingo”) tras Steve Rash (The Buddy Holly Story, Under the Rainbow), que abandonó tras dos semanas de trabajo debido a “diferencias creativas”. Por su tema centrado en la música country, el filme fue inaugurado en el Sur, finalmente llegando a Los Ángeles a remate de 1984 con poca fanfarria. Basado en un guion de Bud Shrake (Kid Blue, Tom Horn), Songwriter es una evocación afectuosa de la vida en el circuito de la música country, centrándose en el legendario Doc Jenkins (Willie Nelson), y su compinche y a veces socio Blackie Buck (Kris Kristofferson). Doc ha firmado un mal contrato con el grosero gánster del norte Rodeo Rocky (Richard C. Sarafian) que en lo esencial le condena a servidumbre eterna a menos que pueda llevar a cabo una estafa implicando a una joven cantante prometedora llamada Gilda (Lesley Ann Warren, a quien le toca interpretar al loco característico de Rudolph esta vez). La trama no emerge por bastante rato, e incluso cuando lo hace nunca deja una muesca demasiado notoria en el filme, el cual está principalmente entregado a la jovialidad de carretera, payasadas de buenos muchachos, y muchas escenas de concierto imaginativamente filmadas.
          Uno se da cuenta rápido de que Songwriter no es uno de los filmes que enfocan por completo el talento de Rudolph. Aun así, se acerca más que Roadie o Endangered Species a forjar un estilo surgido del montaje entrecortado y el tempo rápido que caracterizan a sus proyectos menos personales. Rudolph socava la historia veloz desequilibrando cada escena internamente y arrojando fragmentos juntos de forma tan abrupta que incluso conexiones de historia lógicas se transforman en bruscas y desconcertantes. Mucho antes de que la trama se desarrolle, no sabemos qué esperar de ella, y nuestra atención está dirigida a las muchas observaciones graciosas e idiosincráticas que Rudolph amontona en los márgenes. Toques pequeños, poco dramáticos, ninguno de ellos demasiado llamativo en sí mismo, se mezclan amablemente: un juego sádico administrado por el empresario Dino McLeish (Rip Torn, en una actuación agradablemente desquiciada) que demuestra ser más amenazador que lo que la cámara despreocupada de Rudolph jamás insinuó; la alejada mujer de Doc, Honey Carder (Melinda Dillon), ella misma una veterana del circuito musical, casualmente invitando a un autobús entero de música a su casa; la hebilla de cinturón de rodeo real que el músico de apoyo de Gilda, Arly (Mickey Raphael), lleva puesta, señalada en un plano tirado al paso.
          Con todas sus virtudes, Songwriter prueba ser un affaire sorpresivamente irregular para Rudolph. Pequeñas aberraciones estilísticas e inconsistencias abundan: uno se puede ajustar a la comedia acelerada en un filme de Rudolph, ¿pero cómo puede uno justificar la narración de Kristofferson que se retira tras unos pocos jirones de exposición, o la manera en la que las disoluciones reemplazan a los por lo demás omnipresentes cortes abruptos durante una tardía secuencia de montaje transicional? (Algunas de estas decisiones pueden haber sido forzadas durante el periodo de posproducción inestable del filme). Un problema más central es la subtrama subdesarrollada y bastante ordinaria del anhelo de Doc por una vida casera con Honey y sus niños, resultando en escenas prolongadas que interrumpen los ritmos de prontitud del filme sin proporcionar demasiado en compensación.
          El guion de Shrake probablemente pueda ser culpado de muchas de las cualidades insatisfactorias del filme, que destacan más prominentemente cuando adopta una visión de conjunto. Songwriter no es un filme de arte con un escenario de música country; fue diseñado para el consumo de audiencias de buenos muchachos, y puede ser acusado de consentirlos un poco. El pavoneo y el donjuanismo burlón de la mayoría de los personajes es en esencia aprobado, y Doc Jenkins es glorificado con una franqueza que hace más para calentar los corazones de los admiradores de Willie Nelson que para promover un desarrollo de personaje valioso. Aunque la trama no sea asertiva, también se vuelve problemática a medida que avanza inevitablemente hacia el éxito de Doc y la estafa de Blackie, una victoria que parece más engreída porque el filme la absorbe muy casualmente. Rudolph no creó estos problemas, pero tampoco trabajó para disminuirlos; uno asume que el tono hipness chistoso del guion, mucho menos complejo que los puntos de vista de sus mejores filmes, tocó una fibra sensible en él. Es todavía poco claro si Rudolph puede trabajar en una capacidad de pico creativo dentro de estudios muy importantes.
          Felizmente, esta cuestión parece menos urgente de lo que era antes del éxito de Choose Me. Rudolph aún contempla proyectos de estudio futuros, pero su posición dentro de la industria es sin duda más fuerte que antes, y su poder para acumular los presupuestos modestos que necesita para proyectos independientes se ha incrementado substancialmente. En abril de 1985, terminó de rodar Trouble in Mind, una producción Island Alive con su propio guion, descrita como un misterio contemporáneo influenciado por los filmes de gánsters de los años cuarenta. El reparto  es una mezcla fascinante de rostros familiares de Rudolph (Kristofersson, Carradine, Bujold) y colaboradores por vez primera (Lori Singer, Joe Morton, George Kirby, Divine). Después de eso espera filmar su proyecto soñado desde hace muchos años, The Moderns, ambientado en el París de los años veinte y protagonizando Carradine como un aristócrata en quiebra y Mick Jagger como un miembro de los nuevos ricos. Ningún proyecto suena similar del todo a nada que Rudolph haya hecho antes; los resultados imprevisibles de su nuevo estatus crítico y comercial deberían proporcionar uno de los espectáculos cinematográficos más fascinantes de la segunda mitad de los años ochenta.

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FILMOGRAFÍA DE ALAN RUDOLPH

Nacido en 1944 en Los Ángeles. Su padre es el director de cine y televisión Oscar Rudolph. Vivió en Nueva York durante un año a la edad de ocho, luego volvió a Los Ángeles. Graduado en Birmingham High School y UCLA con un Bachelor ‘s Degree in Business (Licenciatura en Negocios). Tomó varios trabajos en estudios de películas; entró en el Assistant Director Training Program of the Directors Guild of America en 1967, y trabajó como asistente de director en televisión y películas hasta 1970. Casado con la fotógrafa Joyce Rudolph, que ha trabajado en muchos de sus filmes.

[Los créditos como asistente de director en la filmografía están incompletos y no se distingue entre los trabajos de primer asistente de director, segundo asistente de director, y trainee (aprendiz)].

mediados de los sesenta: cientos de filmes cortos en Super-8
1969: Riot (asistente de director)
1969: The Big Bounce (asistente de director)
1969: The Great Bank Robbery (asistente de director)
1969: The Arrangement (asistente de director)
1969: Marooned (asistente de director)
1970: The Traveling Executioner (asistente de director)
1972: Premonition (director, guionista)
1973: The Long Goodbye (asistente de director)
1974: Terror Circus aka Barn of the Naked Dead (director [codirector no acreditado: Gerald Cormier])
1974: California Split (asistente de director)
1975: Nashville (asistente de director, trabajo de guion no acreditado)
1975: Welcome to My Nightmare (TV) (coguionista)
1976: Buffalo Bill and the Indians (coguionista)
1976: Welcome to L.A. (director, guionista)
1978: Remember My Name (director, guionista)
1980: Roadie (director, cohistoria)
1982: Endangered Species (director, coguionista)
1983: Return Engagement (director)
1984: Choose Me (director, guionista)
1984: Songwriter (director)
1985: Trouble in Mind (director, guionista)

FUENTE ORIGINAL

Alan Rudolph, 1985