Una tumba para el ojo

ENTRE BRUMAS

Loneliness of the Couple [Samotność we dwoje] (Stanisław Różewicz, 1969)

Samotność we dwoje Stanisław Różewicz 1

Samotność we dwoje resulta de una puesta en forma que blinda al filme por los cuatro costados. Parte de combinar un formato alargado Cinemascope con una fotografía en blanco y negro sin ningún miedo a exponerse tanto bajo el techo del interior más oscuro como en la montaña al aire libre, golpeando al personaje la luz frontal del sol. Pero es que dentro de la composición del propio plano, caben también distintas zonas, demarcaciones adyacentes, unas muy iluminadas hasta el blanco purísimo y otras de parduzca sombra, mediando entre ellas por lo menos tres mil matices de grises vibrantes, sensibles y levemente mortecinos. Es de notar que esta iluminación que otorga perspectiva a los planos tiene más que ver con cómo y dónde se plantó el aparato que con la seguro sobrada pericia técnica del director de fotografía, Stanisław Loth: se opta por poblar los planos de curiosos relumbros reflectantes, la vajilla, unos globos, junto a otros términos tupidos, las eternas ramas de árboles arrojando su sombra, o unos focos nada tímidos perfilando el primer término y deslustrando el fondo, y asimismo, con similares características, adivinamos, imaginándola como una jurisdicción tornasolada y tupida, la conciencia del pastor Hubina, quien pasea, sostiene, la precariedad existencial polaca pre-Segunda Guerra Mundial enguantado en su traje negro abismo, un atuendo que contribuye en demasía a resaltar el albar rigorismo de su cuello clerical. El quid de la cuestión en una escena: Hubina observa a su mujer, Edyta, tocar el piano, se conforma con ver en ella la pacífica, la beatífica, entrega de una esposa hacia la serena música conyugal, el pastor se embebe en sus propios pensamientos, ante tanta dicha, en confesión ─introduciéndose subjetiva una voz en off discrecional─, surgen los maduros frutos del miedo, su ideal familiar es el de vivir seguros, rogando a Dios, que ningún accidente nos suceda, pero con la mirada perdida en sus propios pensamientos el pastor se pierde una y otra vez la visión esencial de lo que con sus ojos y pequeñas muecas intenta transmitirle Edyta, ella otea a su marido con una cargada mirada cómplice, como diciendo, observa qué segura se siente tu esposa al piano, qué regia, mi cuerpo y mi rostro necesitan de ser destensados, observa, marido mío, lo capaz que soy de crear sensualidad con mis manos, mediante mis dedos, interpretando a Beethoven, Para Elisa, todavía me siento joven, y tu amor que solo me conduce a ser más tiesa. Samotność we dwoje deriva su historia en unos celos que brotan primero en prefiguración onírica para luego enraizarse, madurar, estimularse con malicia y deformarse, en secuencias-bisagra acumuladoras que cosa inusual en este tipo de historias sobre procesos mentales infernales no se adscriben de forma constante y brusca en trucajes claroscuros de la realidad de algún convenido cine psicológico.

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Samotność we dwoje Stanisław Różewicz 3

La luz en Europa Central cae templada, difusa. Ni el más hábil cineasta podría convertirla en candente o incluso en pincelada muy acusada sin traicionarla, imposible obviar su naturaleza, uniformemente blanda, sin caer en el truco de aplicar un filtro a las imágenes, en posproducción, o gelatinas de colores a los focos, durante el rodaje. Por su parte, Różewicz demuestra que a finales de los sesenta, como cineasta, ya había objetivado, hecho completamente suya, una estrategia al respecto de esta luz tan particular que inunda calmosa su patria, eligiendo tiros de plano en ligeras diagonales, el trípode bien clavado al suelo, añadiendo planos de profundidad dentro del plano, ligeros desenfoques, parapetos, marañas; cabiendo en su falsamente sosegada puesta en forma la consecución de planos-contraplanos conversacionales resueltos con una extrema pulcritud y seguridad. Caben además reminiscencias a la sucesión fatal de poses imaginarias en De man die zijn haar kort liet knippen (André Delvaux, 1965), reminiscencias a la materialidad humeante, doméstica, torrencial ─la más cierta─, de un cineasta tan en contacto con lo terrenal como lo fue Carl Theodor Dreyer. También llegamos a pensar en Hitchcock, en virtud de cómo Różewicz invoca la fragmentación, y no solo en el preclaro ejemplo de los retorcimientos de las extremidades recortadas cuando Edyta resbala secuencialmente hacia la bañera hirviendo. Son los espacios, la casa, la que mediante pivotamientos y recortes sucesivos podremos reconstruir diáfanamente: en el piso de abajo el despacho, un gran comedor alargado, arriba, el dormitorio, el cuarto de los críos, el de invitados y la salita del piano, no hay necesidad de esforzarnos, nos hacemos fácilmente a la contigüidad de las estancias, y más arriba, en las alturas, la buhardilla sirve para despejar el prejuicio adulto contra el cuento de hadas, donde los hijos se entretendrán con las palomas, los disfraces y mostrándose ingeniosamente crueles entre ellos. En el mundo de los mayores, los periódicos polacos ilustran: columnas del NSDAP marchan junto a pilas de libros ardiendo. Europa entera se alarma. En Alemania se está quemando a Heine. Sonrisa pícara, desafiante, de un profesor de piano nazificado con una voluntad de poder desmedida que como colofón aciago se inmiscuirá, por interesada recomendación de su mujer, en la casa del pastor, patentizando todavía más si cabe la impotencia del hombre. A pesar de la gravedad al borde del infarto de la situación espiritual de Hubina, el filme nunca nos introduce violentamente y sin permiso en su subjetividad, transformando en indecencia los poliédricos avatares del mundo sensible. Hay mucho de discreto, de ladino, de misterioso, en los gestos de los personaje de este filme, pero lo que el filme no se permitirá será saltar hacia ese gesto en plano detalle indicándonos tramposamente que quizá el pastor tuviera razón en cavilar sobre los infinitos disfraces que puede adoptar el diablo, o que toda su desgracia quizá pertenezca al plan de un castigo, o de una prueba para él, dejada caer entre las nubes por Dios mismo. El sacrificio de Isaac. No. Para desgracia del pastor, las escotadas ubres de la tabernera del pueblo no están registradas en grado alguno como algo diabólico, sino sumamente apetecible. Siguen acumulándose tañidos de distinta índole haciendo dudar a Hubina sobre si acercarse a la tabernera o alejarse.

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Introducirse en la filmografía de Stanisław Różewicz supone estar abierto a confrontar recónditos ecos y concomitancias maltrechas. Hubina se quedará pasmado ante la reproducción del grabado El caballero, la muerte y el diablo de Alberto Durero, una obra que junto Para Elisa volverá para exponer una conyugalidad delirante por otros medios en Aniol w szafie (1987). También el reverendo Konrad, en Rys (1982), quedaba prendado en algunos momentos capitales de San Agustín y el Diablo de Michael Pacher, una composición de tentación horrorífica que contribuye a su desiderátum de asesinar escudándose en ideas de martirio, en la defensa del partisanado, sotana horadando cabeza gacha entre los hombros las cuatro calles de un país en el que reina un clima de ocupación tan brutal que termina por sugestionar maremotos de enloquecimiento. Concurrencias secretas, rimas clandestinas, que nos acercan a Różewicz a la concepción que guardamos del cineasta ideal, aquel al que viene anejada una intrincada mundología.

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Loneliness of the Couple [Samotność we dwoje] (Stanisław Różewicz, 1969)
Loneliness of the Couple [Samotność we dwoje] (Stanisław Różewicz, 1969)
Aniol w szafie Stanisław Różewicz 1
Angel in the Wardrobe [Aniol w szafie] (Różewicz, 1987)

Rys Stanisław Różewicz 1

Rys Stanisław Różewicz 2
The Lynx [Rys] (Różewicz, 1982)

Drzwi w murze Stanisław Różewicz 1

Drzwi w murze Stanisław Różewicz 2

Drzwi w murze Stanisław Różewicz Tercera

Drzwi w murze Stanisław Różewicz 4

Drzwi w murze Stanisław Różewicz 5
The Wicket Gate [Drzwi w murze] (Różewicz, 1974)

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De repente, se nos viene a la cabeza el recuerdo de Jacques Rivette viendo por segunda vez Les dames du Bois de Boulogne (Robert Bresson, 1945) en la Cineteca del Barrio Latino parisiense, añadiendo suspenso al filme las continuas interrupciones que una tormenta había provocado en aquella proyección. Decimos que se nos viene a la cabeza, al arcón cinéfilo de la memoria, porque nos disponemos al visionado de Rys una noche donde un apagón eléctrico sin visos de reparación inminente subsume a nuestra urbanización en una oscuridad total de noche sin bombillas ni voltaje, a ráfagas el filme vuelve, temerosos esperamos el siguiente corte eléctrico, ansiosos en la penumbra imaginamos la vuelta de Polonia, la ocupación y el destino del reverendo. En esta oscuridad impalpable vamos labrando un destino ideal de partisanos serenos, pacientes; ni vitoreados ni gloriosos.
          Habituados a unas tendencias fílmicas de idiosincrasia polaca donde el público rara vez solía ser confrontado plano a plano, sino echado a un lado, apartado, expulsado de la sucesión de encuadres debido a una extenuante retórica cineasta-gobierno, leyes invisibles de censura que el espectador debía suponerle, aceptarle, descifrarle al régimen, y su particular menoscabo del ser individual, era difícil para nosotros defender con razón y corazón una obra por otro lado tan arrojada desde la tripa como Jak daleko stąd, jak blisko (1972), de Tadeusz Konwicki: donde otros aludían a esa vista de pájaro zumbado dando interminables vueltas medio ciego pero con conciencia de arúspice sobre la fatídica historia del país, nosotros solo veíamos ideas que no habían encontrado el sostén temporal necesario para establecerse firmes sobre un suelo al que llamar propio, de ahí que los animales sacrificados, las matanzas, bailes eternos de salón con decadencia artística enunciando subrepticiamente que el país no conoce otro destino que la condena, terminaran indigestándosenos, apelación a una estética del impresionamiento fatalista en la que es difícil quedar impresionado cuando no hay ni una mínima tentativa por establecer coordenadas alrededor de nuestras básicas nociones de aprehensión cardinal e histórica. Preferimos encontrar, remover archivos, y leer a Konwicki, sobre Konwicki, que ver su filme.
          Al revisitar ciertas corrientes, periodos del cine polaco, nos encontramos inmersos en el mismo poso de desencanto e indiferencia que duele cuando Daney asistía al dar comienzos los años 80 a las Jornadas de Gdańsk. Esperaba una mejor cosecha para el 81. En la Gazeta Festiwalowa se cocían unos découpages y unos debates más estudiados que en las propias películas que día tras día le eran echadas a los ojos, una dialéctica falsaria entre cineastas, astilleros y gobierno (con el factor Wałęsa y la ley marcial a la vuelta de la esquina). Reconocía, eso sí, la existencia de documentales muy buenos, lejos de la ficción más aparente, reaccionaria o insurgente, templada o centrista, encontrando algunos ejemplos ilustres como Zegarek (Bohdan Kosiński, 1977).
          Por todo esto quedamos sorprendidos al descubrir una historia paralela en la cinematografía polaca del clan Różewicz, al que acompañan históricamente dos hermanos partisanos y poetas, ambos habiendo batallado en el frente de la II Guerra Mundial, sin embargo solo uno, Tadeusz, salió con vida, ya que el otro, Janusz, sufrió un triste destino bajo la ejecución de una Gestapo adosando “actividades ilegales” a cualquier persona que permaneciera el tiempo suficiente frente a sus detestables narices. Esa ordalía partisana podría dar a los Różewicz el derecho e incluso el arrojo a filmar un cine basado en el rencor, descalabrado, confuso, sin embargo retornan a la experiencia traumática de su pasado, Stanisław como director y Tadeusz como coguionista en múltiples ocasiones ─en pareja con Kornel Filipowicz o su propio hermano, como en el filme que ocupa esta crítica─, bajo un prisma de intelectuales con las ideas claras sobre su emparentación y afinidad extrema con el proletariado y las fuerzas de represión sobreponiendo todo tipo de ecos coercitivos. La guerra no solo se libra en el frente, también el recuerdo de una delación piadosa que únicamente salvó vidas puede ser objeto de desesperación veinte años después del conflicto. Clima de enseres filmados en planos detalle cuyo aislamiento por su extrema valía y singularidad observamos en multitud de cartas, fotografías, objetos domésticos, cualquier tipo de marco o memento que acompañe el recuerdo de un instante pasado en compañía de los nuestros o el pacato acuerdo donde firmar una alianza temporal. Pensamos en esta experiencia de estudiantes interrumpiendo su ciclo educacional para unirse al frente partisano dentro del bosque, pasando por una serie de silenciosas refriegas y asesinatos mudos, clima pantanoso, visión tan limpia que se diría nos han rociado los ojos con un líquido antidilatador de pupilas, eso es lo que experimentamos al ver Opadły liście z drzew (1975). Luego de la monótona, nunca morosa, estancia con los combatientes, volvemos sin solución de continuidad a la universidad, en próximas lecturas nos aguarda Bergson, L’Évolution créatrice, indistinguible frontera en lo que respecta a formarse una mundología desde la que clarificar espacial e históricamente nuestro propio país, el pasado que no podremos anular pero al que retornar incesantemente dando cuenta, sin saldarla a destiempo. Entrelazado de guerrillería in situ e interés intelectual y artístico, el teatro, el ente al que regresamos en Drzwi w murze (1974) o Kobieta w kapeluszu (1985). Reseguir estas huellas polacas supone reconstruir un periplo histórico que se remonta hasta los intentos de independencia radical de un Edward Dembowski hasta las pequeñas heridas familiares de una huérfana de padre intentando ser algo más que una marioneta de la vanguardia, encarnando por fin a la Cordelia shakesperiana que equidistancia su presente.
          Diferentes ópticas no reconciliadas pero desde luego acompasadas en las que hacemos las paces con la regla de los 180 grados, con el maldito eje, que después de tantos rodeos alucinógenos necesitaban algo de calma y aprehensión de astrolabio para que un conjunto de vidas regionales de Europa Oriental calasen en nosotros como algo más que almas en deriva por un cielo negro, firmemente enclavados en un tiempo conquistado a riesgo de violar un tímido raccord de miradas o gestos ─rudeza de obrero que menoscabará sin vergüenza esa continuidad perfecta en pos de la ya mencionada capacidad de situarnos plano a plano─. Así, tenemos un axis formado por los remanentes insistentes del fascismo, anecdotado en relevo proletario o síntesis de pequeño, tímido acontecimiento, cuyas consecuencias podrían semejar tímidas a nivel nacional, mas al alejarnos kilómetros y kilómetros, no con la cámara hasta el cielo, sino con la mente al terminar el filme, no hacen otra cosa que aumentar, aumentar, y presentimos, cuando llega la noche, aquella en la que un apagón subsume a nuestra urbanización en oscuridad total, que en el futuro no solo tendremos como vía de liberación el recitar unos versos violentos sobre una tumba vacía, sino que podremos, de una vez y para siempre, empezar nosotros mismos a limpiar de cualquier egoísmo nuestras conciencias para ejercer de balines, inseparables de nuestro maquis, una vez que colmemos la próxima entrega incondicional al mundo que aguarda fuego. Las brumas deberán ser iluminadas.

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«En este punto, no obstante, terminaba la civilización. Hasta aquel momento habíamos estado seguros de dónde nos encontrábamos. Más allá de la batería había un pequeño tramo de una nada llena de hoyos producidos por las bombas: habíamos entrado en un vacío árido y devastador; en ese paisaje lunar descrito en las novelas de guerra y representado tan a menudo por docenas de pintores y dibujantes, yo incluido, con esa cualidad particular tan difícil de expresar. Esqueletos con muecas burlonas en el terreno gris, cráneos aún protegidos por los cascos metálicos; festones de alambre cubiertos de barro seco, cordilleras en miniatura de tierra color azafrán y árboles como patíbulos: este era el attrezzo del titánico reparto de actores moribundos y electrocutados, que cargaban el escenario de una electricidad romántica».

Blasting and Bombardiering, Wyndham Lewis

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Stanisław Różewicz (1924-2008); Tadeusz Różewicz (1921-2014); Janusz Różewicz (1918-1944)

CON EL DEBIDO RESPETO

Bálint Fábián Meets God [Fábián Bálint találkozása Istennel] (Zoltán Fábri, 1980)

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Cada noche, entregarnos al visionado de un filme, esa es la ley que nos gustaría sostener de por vida.
          Tenemos el filme preparado. Se acerca la hora. Temblamos. El deseo se lubrica y aguza. De nuevo, asoma la luna, llega el momento en que volvemos a querer trascender las particulares condiciones del paisaje socioeconómico que nos han cercado durante el día. Aquellos condicionantes que alientan la desaparición de lo que el paisaje, previamente amañado, tildaría como películas de fondo de catálogo, proporcionando así olvido, nulos puntos de referencia al observador habitual gustoso de merodear la urbe con la casi inconsciente perspectiva de hallar en su deriva un signo que le sitúe, a unos centímetros más acá de su entendimiento, el particular trazo que abarca la completa dimensión física y espiritual que el propio paseante arrastra consigo a cuestas. Tristemente, no nos extrañamos al cotejar que en el cine de hoy la consecución estética del logo ha ganado la batalla a la responsabilidad de conquistar la crónica, estamos ya muy lejos de los eslóganes rusos de 1918, año en el que da comienzo Fábián Bálint találkozása Istennel; otra noche juiciosa, merced un filme de Zoltán Fábri, objetivamos las oportunidades de toparnos con algo más que ejemplares destinados a un corto tiempo de supervivencia en el mercado de la “cultura”. Sobreviene entonces una sensación de malestar didáctico si uno quiere ir al encuentro del mentado cronista ─apenas existe algún estudio crítico sobre su obra, una puesta en contexto de sus filmes (la información resulta escasa)─, ahondar en la historia aneja que terminará concerniendo al futuro espectador y rebajará su implícito chovinismo que no alcanza siquiera a rebasar una penosa invasión exacerbada del mal gusto yanqui o nipón inundando las cuatro paredes del espacio doméstico, cada vez más lleno de aparatos, sucedáneos, juguetitos con los que matar un aburrimiento que quizá en otra época te habría conducido a preguntarte qué narices estaba sucediendo en Hungría al término de la I Guerra Mundial. Tal y como están las cosas, si uno quiere ir al encuentro, no le quedará más remedio que escarbar. Con este ejemplar de Fábri, nosotros lo hemos hecho, así que tal vez podamos sugerir algunas indicaciones precarias al astuto espectador que se interese por su filmografía, tan excelsa como poco estudiada:

Un soldado magiar terminaba su paso por la Gran Guerra a orillas del Isonzo, asesinando a un italiano, valiéndose del cuchillo de caza prestado por su amigo József, sargento fiel, hombre mesurado y cabal. En un pantano verdoso, húmedo, durante una emboscada que llega hasta la refriega con bayoneta, tiene lugar el asesinato, que retornará cada vez más demacrado y enlentecido durante las cuatro estaciones de 1919 en las que Bálint Fábián, el soldado, verá derrumbarse su entorno y su entera concepción del mundo. Reconocemos al actor que lo encarna, Gábor Koncz, debido a que lo habíamos visto ya con similares composturas en Magyarok (Zoltán Fábri, 1978). Ambos filmes adaptan obras literarias de József Balázs. Sin embargo, la intención de Fábri siempre fue comenzar desde el principio, y no con la narración de Magyarok, donde un grupo de húngaros durante la II Guerra Mundial son trasladados al norte de Alemania para ejercer diferentes trabajos cultivando la tierra mientras el conflicto mundial les pasa primero por al lado para luego sucederse enfrente de sus propias faces. Los estudios creyeron que la historia de este filme poseía connotaciones más universales, una avería en los circuitos de la comunicación y el pensamiento paradójico se toma por enseñanza, ya que en Magyarok choca, sorprende, cabrea, el que no se llegue a producir una verdadera sedición entre los campesinos en ningún momento, lo que quizá nos conduzca a la asunción de un entendimiento sobre la gravedad de una situación que no podría parecer más ambigua. Al cineasta no podía bastarle con esto. Con el éxito del filme, Fábri pudo retroceder en la historia y ascender en el linaje de la familia, pasando del hijo András que centralizaba Magyarok al padre Bálint, convirtiéndose Fábián Bálint találkozása Istennel, estrenado dos años después, en una verdadera precuela. El eslabón adicional en la crónica genealógica, pero también en la obra de un cineasta que no ha cesado de matizar, remachar, señalizar, trifurcar, la mayor parte de conflictos individuales y colectivos que asolaron la historia de su propio país desde comienzos del siglo XX hasta la implantación del comunismo goulash. Aun considerándose persona tendente a la seriedad y el drama, Fábri no descarta la inclusión de otros humores en su obra, y ciertamente observamos una tendencia, llegada la mitad de los años 60, a un deje satírico que alcanza en ocasiones un refinamiento de noble crueldad asociada al deshonroso decoro de noblezas, raleas, o incluso sin excluir las demás, el fascismo de salón. Construido su particular paisaje mitológico enraizado en un clima autóctono que conoce de sobra por biografía y experiencias, instala sus primeros filmes en diferentes periodos históricos donde algo está a punto de mutar o ha cambiado el pelaje ─1 de agosto de 1919 anunciando el final de la República Soviética Húngara al mismísimo inicio de Édes Anna (1958), situación enfermiza de contrarrevolución que comienza a excitar la sangre de los acaudalados cabrones que volverán loca a la criada protagonista homónima en los minutos sucesivos; la aviación rusa sobrevolando un campo de trabajos forzados en Ucrania, por ejemplo, al final de Két félidő a pokolban (1961), obligando a parar un partido de fútbol organizado por los germanos, escondiendo la esvástica y agachando cada cuerpo en estupor ante el ruido de los motores en el aire. Un intento de conseguir vislumbrar los vaporosos mecanismos que subyacen en el interior de una persona en esos instantes donde algo cambia, pero cambia madurando, golpes de estado que poco a poco dan la vuelta a las manecillas de la moral individual y confunden sentimientos, afectos y ética. El cine de su compatriota István Szabó también es uno de conciencia, pero en Szabó, al contrario, la conciencia se despierta usualmente de forma explosiva y catastrófica, perplejizante, suele devenir como la conciencia vertiginosa sobre nuestro relevo colaboracionista en la opresión. Los filmes de Fábri en cambio son más encubiertos, ninguno escapa a esta tenue, ligera, subrepticia, pérdida de valores calamitosa enfrentada al devenir histórico inaprehensible de un tiempo que acaba ejecutando sin demorarse derrotas lentas, implacables, silenciosas. Del otro platillo de la balanza, acompañaremos con la mirada una ligera felicidad de pintor impresionista, la otra gran pasión de Fábri, que terminaría declinando una vez asentado firmemente su rumbo alrededor del cinematógrafo, una felicidad que permea no pocas secuencias de sus primeros trece años de filmografía. La acotación espacial precisa, otorgando a la mirada un prendimiento fuerte de gentes y ambientes, deuda reconocida de Marcel Carné, al que Fábri contrarresta con fervor subversivo, incluso alegría e ilusión por el desarrollo del régimen que le era coyuntural, aun comentándolo bajo varias capas de subtexto problematizante excusado por las condiciones pretéritas de un periodo semiolvidado, al menos inofensivo.
          Desde 1965, e incrementándose su predilección hacia 1971, Fábri empieza a tocar cada uno de los palos de eso tan difuso que denominamos modernidad, estableciendo una doble distancia con respecto a los temas y tersura del mundo, las velocidades, detenciones, que la máquina-cine puede imprimir sobre la realidad, acompañadas de adquisiciones que llevará adjuntadas ya hasta el final de su obra, emparentando filmes como 141 perc a befejezetlen mondatból (1975) o Requiem (1982) con la vanguardia más puntera, no solo cinematográfica sino también literaria, permitiéndose aparte una melancolía satírica de cronista ganada a pulso tras insistir e insistir sobre periodos de entreguerras o contiendas finalizadas agridulcemente. Adaptando a Tibor Déry en el susodicho filme de 1975, el vínculo se hace claro, notorio. De ahí, retrazar la cronología nos llevaría a meter demasiados nombres dentro del saco, y uno podrá sentir concomitancias, afiliaciones, con apellidos tan dispares como Joyce, Cela, o el grupo OuLiPo, sin perder nunca de vista un cierto costumbrismo mitológico de crianza propia, volviendo a autores de notoria importancia nacional, como Ferenc Sánta o el que nos ocupa para el filme presente, József Balázs.
          Tras un punto de no retorno adaptando La frase inacabada de Tibor Déry hacía cinco años, habiendo probado y llevado más lejos las posibilidades del cine moderno y la capacidad dialéctica de este para representar la inacabable lucha de clases y adormecimiento de ricos, vesania singular y violenta de proletarios, Fábri retorna casi sin saltos en la cronología a un paisaje que ya se alejaba bastante de influencias francesas poético-realistas en Dúvad (1961) ─un importante filme bisagra de distancias límpidas y patetismo húngaro, en este caso manifestado bajo las figuras de una cooperativa relativamente amable en contraste con el irredimible enseñoreamiento de Ulveczki Sándor, otrora granjero independiente─. Allí Fábri aunque no renunciaba a la fragmentación, estilizaba su visión en una secuencia más continuada de acontecimientos, menoscabando algo la enorme especificidad de sus primeros filmes, la cual les daba un humor particularismo, en aras de una visión más contundente de las tierras labradas y gentes pateándolas sin demasiada escapatoria. El cineasta había pasado de los cuentos a la crónica, del retrato peculiar de una circunstancia melodramática o pseudocómica completa al consabido episodio nacional. Es esta particular inclinación la que retoma y anexa todos los descubrimientos expandidos en sus filmes anteriores durante el metraje de Fábián Bálint találkozása Istennel.

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Vuelta a casa, el soldado Bálint Fábián ha matado en la guerra, a sangre fría, a un italiano que murió mirándole fijamente a los ojos mientras se descomponía en las aguas del pantano, lo último que pasó por sus pupilas, ni su familia, ni su mujer, ni una flor demacrada, sino el rostro del embrutecido soldado Bálint Fábián, su asesino. Qué ridículo de refriega, preparación solemne, en el presente se nos escamotea con el terror de un enlentecimiento precedente a la carga del contingente enemigo, luego volveremos a ella a modo de diafonía, el recurso predilecto, bien mimado por Fábri, llevado a sus máximas consecuencias de disrupción narrativa en 141 perc, aquí delimitado sobriamente llegando a violentar casi con pobreza estilística, inútil condecorar con boato una acometida tan idiota, dos pobres hombres jugando a la muerte, victoria de absolutamente nadie. En este pueblo al que el soldado Bálint Fábián retorna se huelen las tumbas en el ambiente, balas en el esófago, cementerio de magiares, les robaron a todos los corazones, sobreimpresionando el camposanto unos versos de Attila József, de la misma manera que hacían acto de presencia en Magyarok o mientras un travelling acompañaba a los prisioneros dormidos bajo la supervisión nazi en Két félidő a pokolban. Pueblo fantasma donde Fábri reencuentra el amor por la estabilidad del aparato y las posibilidades de la panorámica o el zoom no necesariamente apresurado, pero sí demarcando la fuerza de un objeto o enfilando para el visionador poco a poco una conversación que va centrándose en plano medio. La crónica necesita en este particular episodio una sosegada calma, la sensación de que a la vuelta nos encontraremos con algunos seres humanos que poco a poco consumen la escasa vitalidad que les queda, caso de Anna, mujer del soldado Bálint Fábián, a quien sus dos hijos han tenido a buen favor no pedido por nadie asesinar al párroco con el que había mantenido relaciones tres años. Lo ahogaron en el río. Poco más que un cerdo insolente sin amor sincero, una afrenta al padre, cuando este vuelva la esposa no dejará de borrar las huellas sobre la tierra del rellano, huellas de sus propios pies, del soldado y cónyuge Bálint Fábián, huellas de cualquiera, borrar huellas compulsivamente, oír las campanas pensando que tocan por el amante. Pero no tañen bajo este pretexto, sino por la muerte de la madre del barón Ughy. Un breve periodo de tiempo alienta a los pueblerinos a llevar flores en la solapa, repartirlas incluso, algo se respira en el aire aparte de la putridez de los cuerpos bajo tierra, un cambio, otro de esos intervalos de ridícula duración donde otra idea de lo común comenzará a dominar los campos de cultivo, quizá de esta algunos aprovechen y saqueen harina, vino, vinaza, de la reserva privada del noble. El soldado Bálint Fábián ahora ha pasado a ser cochero del barón, y la revuelta de la brevísima República Soviética Húngara le aventaja por los ojos y el resto del cuerpo sin saber muy bien qué hacer con ella, con el debido respeto, no parará de proclamar en voz demasiado alta. ¿Ser sumiso? Parece un adecuado precio a pagar con el pretexto de que no se apilen más cadáveres. Sabemos lo último que vieron los ojos del soldado italiano asesinado: el rostro de Bálint Fábián. ¿Pero qué vió exactamente Bálint Fábián en el expirante rostro del soldado italiano? Una visión torturante que en última instancia le proporcionará algunas preguntas que según afirma solo puede responderle Dios. Fábri construye así un carácter fluctuante, apesadumbrado, y retoma desde la modernidad una estética consumida a mano de peores cineastas por la sobrecarga de ambientación de época, el peso muerto del diseño de producción, o la tacañería desagradecida que deja todo el trabajo a la imaginación del espectador. Los remanentes estéticos de un difunto imperio austrohúngaro y la mezcolanza de ideologías en conflicto permanente dan lugar al diseño exacto del ethos y el pathos húngaro en el que no podemos evitar ser seducidos por la variedad de banderas, eslóganes, de un pueblo excitado, paralizado o borracho por infringir alevosamente la propiedad de los toneles del terrateniente recientemente fermentados. Vuelta al barón y a su hermana menor, cuya condescendencia de compadecida una vez que irrumpa el Terror Blanco para cobrarse la venganza sobre el pueblo recuerda a los dejes de idiosincrática exageración y noble afectación burguesa de 141 perc. Terminada la época del realismo más lato, Fábri proporciona un triple fondo a los elementos del mundo, insertando una capa opaca de hermetismo no cambiarás este trozo de historia en cada habitáculo y tierra yerma o fértil, la crónica requiere un paisaje ligeramente imperturbable a revisionismos históricos. El estatuto de los cuerpos y objetos nos recordará al mejor cine de Manoel de Oliveira. Ya sabemos, el espacio reclama su independencia, impone su propia narración, y una ligera estilización puntuada, en verdad pura sensualidad sentimental, como luego comprobaríamos en Requiem, Fábri remata embrujando desde el presente unas tierras que no habíamos tenido ocasión de vislumbrar, rodeados de tantos eslóganes y tapaderas-subterfugio del poder renovando representantes. Estallan en llamas estos contrastes que han venido a definir la primera mitad de siglo en Hungría, y bajo una síntesis de elementos encomiable, llegamos a un refinamiento de un purismo nada dogmático, sintiendo más fuerte incluso la distancia insalvable del teatro que en los filmes históricos de Bresson que tanto amamos, donde llegamos a escuchar al autor más que la Historia, el peso cargante del estilo sobre la pura y simple crónica ─Lancelot du Lac (1974)─.
          No conviene infravalorar el peso de las cosas retornando. Magyarok (historia del hijo) y Fábián Bálint találkozása Istennel (historia del padre) son dos historias de retornos, ambos filmes, letanías circulares. El aparato completando el recorrido de una siniestra panorámica. Retorno al memento, a la fotografía funeral, el tren vuelve a cargarse con otra generación hacia la guerra. Del formato 1.85 : 1 se regresa al 1.37 : 1 tras trece años, con la excepción de Plusz-mínusz egy nap (1973) y Az ötödik pecsét (1976). Los húngaros como pueblo semivivo, son retornados a su condición de perdedores. Desde su formación como país, la historia se repite. Un campesino magiar, cuando escuchó que Hungría había entrado en la guerra del lado del Reich, aseguró saber inmediatamente que los alemanes iban a sucumbir ante los Aliados. Quien ose acompañar a Hungría en su historia, también él perderá. Finalmente, un actor retornando sobre su rol, rebajando su importancia en ligazón a ese idealizado modelo, el rostro y cuerpo de Gábor Koncz, prolijo bigote siendo empapado de vinaza, la relación ambigua pero en última instancia de entendimiento amargo que mantiene con aquellos que lo gobiernan y sustentan subyugado… Un cuerpo que retorna al pasado tras Magyarok y adquiere de repente un carácter de comediante, en el sentido más clásico del término, de arquetipo reformándose y matizándose ante los ojos de un espectador familiarizado, sensación tetralogía Tolstói (2000-2012) de Bernard Rose, en la que era posible dar la vuelta una y otra vez sobre Danny Huston encarnando una ligera variación de su particular y soberbio arlequín. Complejo hilo de memoria apilada en la mente del auditorio, al que azota sin rémora la tragedia de las muecas en ritornelo, aplazamientos y salidas de tono que como la situación de Hungría al término de la I Guerra Mundial nos resultan ya algo más que cercanas.

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Magyarok (Zoltán Fábri, 1978)

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LA VELOCIDAD DEL INGENIO

Serenity (Joss Whedon, 2005)

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It’s the fragment, not the day
It’s the pebble, not the stream
It’s the ripple, not the sea
That is happening
Not the building but the beam
Not the garden but the stone
Only cups of tea
And history
And someone in a tree

Someone in a Tree (de Pacific Overtures), Stephen Sondheim

1. GET TO WORK

Afirmamos que el primer y sexto capítulo de la primera temporada de The Nevers (Joss Whedon, 2021), ambos abriendo y cerrando una tanda, son lo mejor que puede darnos hoy la televisión; pero, ¿a quién le importa? A casi nadie, al parecer. Entran en juego varias cuestiones. Por un lado, el renombre innegable de Whedon como padre putativo de cierta serialidad de prestigio está ahí, desde principios de siglo al alcance. Se le reconoce su labor, su lucha, su impacto en la vida televisiva consciente o inconsciente de varios millones de personas. No obstante, aunque la ambición y creatividad de Whedon se mantengan aún inconmovibles, los años pesan, la televisión ha cambiado, pero no tanto en realidad. Quizá los que hemos cambiado seamos nosotros. Quizá en pleno siglo XXI tengamos demasiada poca inocencia como para jugar al pasatiempo peligroso que consiste en desligar la máquina del cuerpo. Porque hay una parte del cine que no cambia: la relación inquieta establecida entre la axiomática del dinero y la elaboración material de un filme, de un serial, siempre ha dado lugar a innumerables debates, tensiones y rupturas. Amistades quebradas, lazos inaugurados. Somos demasiado poco inocentes y, sin embargo, seguimos queriendo intentar recordar, hacernos eco de la transmisión cultural, conjurar el olvido. Debajo de las capas de entropía histórica, de materia y forma en movimiento, existen decisiones, simulacros perfectamente elaborados, dinero circulando incesantemente, rapidez, prisas, intervenciones… El cine y, no nos cabe duda, la televisión, han vivido desde su creación en una lucha constante con todo lo que habitaba su reverso: Wolfram & Hart, el traje sediento de dólares, la cadena devoradora de ratings, la multicámara televisiva como sorteadora barata de problemas (filmar puertas, ventanas, rostros, no retransmitirlos). A medida que estos enfrentamientos se acrecentaban, comenzamos a olvidarlo todo: la historia, los luchadores (Dennis Potter, Jean-Christophe Averty, David Nobbs, Gene Roddenberry, Sydney Newman…) y sus combates. Ni aun con estas perspectivas puede uno tratar de imaginarse los incalculables problemas de producción, las presiones, que esconderá una serie como The Nevers, virtualmente infinita en su ambición, quizá la medida de los cuales nos la pudiera dar el hecho de que Whedon rescindió inciertamente su andadura como showrunner al término de la primera tanda de episodios. El fin, la posibilidad de verse cancelado el serial, la cotidianeidad del trabajo creador, que sea o no sea, que marche su producción o no, deducen un fatalismo inseparable, digerido, en los humores de este cineasta amante de Shakespeare. Sí, decimos cineasta, aunque dicha etiqueta le quede a Whedon pequeña. Ejemplo preclaro: tiempo después de que la Fox decidiera cancelar Firefly (2002-2003) tras su primera temporada inacabada, cineasta, guionistas, productores, reparto e incondicionales apasionados seguían luchando, arrimando hombros para tratar de dar a la ficción serial un final digno. Tras muchos meses infructuosos, llegaron a preguntarse si lo que trataban de hacer era, más que una resurrección, un asunto de necrofilia. La oportunidad vino de Universal Pictures, el título del filme, Serenity, estrenado en un ya lejano año 2005.
          Seguramente, Whedon será siempre más apreciado como creador que como cineasta, y la mayoría de sus recensiones historiográficas futuras continuarán dominadas por la perspectiva de los cultural studies, ya que en cierto modo no faltan razones para ello. A pesar precisamente de ello, con ánimo de contrapesar el hueco futuro faltante, desde la inocencia grata de quien busca solamente no olvidar la historia de las formas que nacen, acaecen, beligeran y mueren, nos complace observar, argumentar luego, por qué Serenity debería colocar a Whedon como uno de los cineastas contemporáneos más revolucionarios. Un revolucionario antiutópico, más bien. Pero detengámonos antes sobre algunos puntos de su visión que nos parecen esenciales.
          Whedon es experto en darle la vuelta al guante. Por ejemplo, remendando que demasiado tiempo lleva la teoría cinematográfica obsesionada con la idea del silencio y el off. Voces susurrando fuera de campo, la invención del mutismo por parte del cine sonoro (Bresson), despachando a categoría menor, incluso siendo en ocasiones motivo de desprecio, la velocidad con la que se enuncian una serie de diálogos en secuencia. Estamos predispuestos, cinéfilamente aculturados, entonces, a prestar atención a la inflexión de las voces cuando existe un trabajo frontal sobre ellas, que a primeras puede provocar un entendible extrañamiento, terminando con una inmersión y amplitud de ondas sonoras longitudinales. Lo que parece haber pasado inadvertido, excepto milagrosamente en el screwball clásico, es la capacidad que pueden poseer estas velocidades fónicas sobre la propia ficción del filme, haciéndola cabalgar inexorablemente a su lado, forzándola a pillar carrerilla o medirse con ellas. Una parcela de cine donde aquello registrado, animado o simulado adquiere una pose de sumisa subyugada, como si se tratase de una huésped en los aposentos de Catherine Robbe-Grillet: confía en su compañera y se va adaptando, hasta que de modos variables llega un instante donde ambas, imagen y superposición de voces, se paralelizan y comienzan a batallar, fundando así un fuera de campo mental mucho más misterioso, el del encuadre chato que adquiere una dimensión metafórica al ser interpelado por la refriega vocal, la atención exigente al tono, timbre e intensidad de un grupo coral de lexías vocalizadas. Sin lugar a dudas, a la luz de la corta historia del cine, Whedon es probablemente uno de los cineastas que más horas de trabajo ha dedicado a la modulación del idioma inglés por medio de sus impulsos e inflexiones. Re-rodar, una y otra vez, una toma tras otra, porque los actores no enuncian la frase con la velocidad adecuada, la inflexión adecuada, el tono adecuado. Al oído, la mezcla de timbres y voces no suena como debería; desde el principio, ¡repetimos! Ahora las voces deben adecuarse las unas con las otras, después deben contraponerse, etc.
          Aquí encuentra hogar la mente de Joss Whedon para armar su particular teatro isabelino, sumando dicciones, creando bandos que, a diferencia de otras intentonas respetables, van perdiendo su peso concreto para transmigrar en puras entidades dramáticas, complejas, autoconscientes, revolucionadas, nunca como vehículo de ocurrencias unidimensionales sobre lo que les rodea ─cada monema es sagrado, el desperdicio de una letra dolerá en el corazón del cineasta─, sino a la manera de campos de fuerza en los que una frase, una onomatopeya, dos palabras, podrán impactar sobre el corpus temático del tejido ficcional que habitan, y alterar su propio estatus como personajes, así como el de los que los circundan. Entes cuyo ingenio los hace frágiles, entregados, deseosos de romper varios cascarones, lanzarse a duelos de ingenio, Benedick y Beatrice, Much Ado About Nothing, trabajos de amor perdidos. Sus palabras caen sobre el suelo inestable de un universo cuya marcha imparable les exige apurarse, trabajar, ponerse a trabajar, ya, inmediatamente, aquí y ahora, porque el universo no les esperará, es más, será totalmente indiferente si con su devenir termina haciendo implosionar la escena que sus desdichadas bocas habitan. ¿El reto? Cualquiera que se haya enzarzado en alguna de estas batallas verbales lo conocerá, y sabrá también que no son asunto de broma, aunque se bromee. Skirmish of Wit. Outwit. He ahí la respuesta. Un verbo verdaderamente intraducible al castellano si queremos capturar la dimensión completa de lo que evocan esas seis letras. Si lo transformamos en una sola palabra, como “burlar”, estaremos quedándonos cortos. Si decidimos apostar por “ser más listo que”, quizá pequemos de infieles. Wit. Outwit. En el matiz del cambio morfológico se encuentra el quid de la cuestión, el sello del autor.
          Un trabajo cuasi microscópico, un placer netamente muscular, el enunciativo ─tengamos presente que la lengua, pulmones, diafragma, envuelven en su ejecución y modulación fónica varios de los músculos más sutiles de nuestro cuerpo─, que encuentra su correlato molar en la expresión del movimiento muscular cuando este se desenvuelve, también, según modelos más expansivos: la traslación de una figura, su velocidad, en pasitos pequeños o exuberantes volteretas, caídas cada dos por tres, puñetazos, patadones, cálculo pormenorizado de movimientos según esta o aquella idea, quizá sugerida, ese mismo día, por las cualidades espaciales del set montado la tarde anterior. De nuevo, compromiso actoral: tres meses antes de comenzar el rodaje de Serenity, Summer Glau estaba ya practicando, entrenando, tonificando su cuerpo para el manejo de las espadas. De nuevo, re-rodar: «cada vez la toma era más rápida, había más movimientos, la toma once siempre era más rápida que la primera». Secuencias de refriega que llegan a encadenar 15, 20 movimientos. Intercambios o conversaciones que se deciden en contraataques al límite del silencio que declara vencedor. Un requisito del actor whedoniano es el de gozar de buena memoria física.
          Situados en este escenario de movimientos e ingenios a la desesperada, una cuestión aploma, ronda la cabeza de cada personaje, mientras verbalizan equívocos, amenazas, ofensas al honor: What’s a life’s worth? Bien, tras andarse con rodeos, la pregunta sufrirá una ligera mutación: What’s a life’s work? La cuestión nuclear sustenta su sentido con la acumulación de una serie de metáforas y figuras contenidas en el progreso de frases, sílabas, súbitos pruritos o pensamientos no enunciados poniendo en jaque un carácter individual, afectando necesariamente este al resto de la familia, prácticamente nunca la relacionada con la consanguinidad, pues si algo aprendió Whedon de Nicholas Ray, o que podrá sacar a colación hablando de la troupe ambulante de John Ford, es el respeto ancestral a los lazos serendipitosos enhebrados en el camino de una vida charolada de rodajes. El sostén de dichas alianzas supondrá cuestión por la que batirse en duelo luego de un guateque, la recolección en presente que, tenida en cuenta, hace que el equipo decida seguir pateando las marcas del camino, y trabajar. Contra el sinsentido, arguciando agudos sin sentidos, abatiendo sufrimientos, aquí, ahora. Un desafío claro ante la informidad de cosmogonías desalentadoras, caprichosas y, finalmente, indiferentes. La mueca heroica transformará estos derredores en decorados épicos.
          Sobre la tierra, esta fuerza centrífuga atrae las estuosas intuiciones primarias que subsisten por debajo de nuestra fachada de hombres civilizados, la particular velocidad y giros de lenguaje de Whedon en Serenity van atados a una autoconsciencia alejada por completo del carácter irritantemente metaficcional que acapara la ficción hoy en día, el autor la elige como un rasgo de estilo propio, enmascarando un posible defecto o limitación, y la extrapola para que los personajes tengan una total capacidad de definirse, por lo tanto aquí, como espectadores, podemos abarcar el espectro completo del desarrollo moral o magnificencia de un determinado carácter. No es que las palabras solo cuenten como meras notas de virtuoso echadas a los labios de actores hambrientos, sometidos a la estricta exigencia del flematismo, cavilamos más en relación con un artista necesitado de que cada personaje, de alguna manera, tenga una perspicacia, por pequeña que sea, del universo que habita y su rol en él. Whedon lo definía así:

«So I have a tendency to write the garbage man come in and go, This is what it means to be a garbage man. I’m the finest garbage man in all of garbage land. And part of that is I do honor everybody in my fiction».

En este viaje incesante a velocidad fatalista por los desfiladeros de producciones que, normalmente, le suelen ir en contra al cineasta, con el tiempo apremiando, y esa natural tendencia a multiplicar el número de amenazas, héroes, villanos, campos escénicos, para que el conflicto surja y reverbere en cada confín, la adrenalina no escupe en la cara de la creación, sentimos, como decíamos hace unas líneas, una barahúnda de estuosas intuiciones primarias, porque nos vemos atados de copilotos en una nave dirigida al centro de un núcleo concreto desde donde emanan las preguntas que hacen estallar las pugnas dramáticas, la cuenta atrás, y sin embargo, este conjunto de circunstancias no desperdicia, va recogiendo cada diminuta pizca de malbaratado ingenio residual proclamado ya sea por el comandante de la nave más importante de la Alianza o por el granjero que desde la distancia mira a los personajes principales y en una línea acuña su orgullo, una broma podrá servirles para elevar y marcar con tinta permanente su estela en el conjunto celeste de la galaxia que pueblan. En el universo de Whedon, la escenografía de su narrativa no alberga simplemente un coro griego que comenta distanciadamente las acciones del equipo primario, y si resulta que este coro sí elige hacer acto de aparición, terminará siendo retado a una batalla cósmica inescapable por el personaje que creíamos más necio, al cual en un lapso de tiempo que ahora nos produce vértigo recordar vimos convertirse en digno figurante de una hazaña mayor.
          Los individuos desafían la propia máquina de ficción que los aboca al absurdo, a la vida banal que los enfrenta y confronta con un itinerario que deberán labrar, construirse ellos mismos. Incluso si el espectador decidiera ver este filme y nada más, descartando la serie que lo precedió, intuiría en Shepherd Book, el pastor, un código moral resoluto, fulgurando desde que anida el primer plano, con el mismo arrumaje de leyenda secular que el de cualquier secundario de un filme de Ford, y cuya entereza, sapiencia, sobre los sucesos actuales que acucian a los pasajeros de la Serenity, informa no solo sobre sí mismo. También recaen estas palabras en Mal, que empezará a vislumbrar la necesidad de adquirir una creencia, en lo que sea, para triunfar aunque la victoria sea amarga, pírrica. Y, por último, retornan las palabras de Book a las propias preguntas de Whedon y el tema dramático de la obra. Desafiando así a un capitán camorrista, la búsqueda conmocionada de un propósito veraz contrastará con la creencia resolutiva de The Operative, fuerza dramática opuesta al grupo, villano cuyo individualismo solícito en pos de circula a la contra de cada lazo que hace recia y arrojada a la tripulación de Mal. Negro samurái desterrado sin grado de codicia mas con suicida determinación en otro tipo de trabajo, clínico, letal, la consecuencia del cual cree que borrará la embarrada cara del mundo para instituir un nuevo paisaje libre de pecado (según sus predicciones, tras el logro, él ya no sería parte constituyente del atlas). Así, el circuito del dramaturgo se cierra. Vía de vasos comunicantes que termina desembocando, por medio de la agudeza de una mirada presta a reposar en detalles pasajeros ─proclamas breves que bien valdrían de aforismos para quinientos días de incierta supervivencia─, en el centro de nuestras agitaciones, enternecimientos, temores, amor lúdico por la aventura y el arrojar el guante. Hay una comunicación directa con el ánimo del público, que se ve arrollado por la tela enmarañada y translúcida de la particular cosmogonía de Whedon. Orson Scott Card lo intuyó rápido cuando descubrió el filme:

«Bien, no solo Serenity trata acerca de algo, también está extremadamente bien escrita. Joss Whedon ha inventado una especie de slang futurista que se mantiene perfectamente inteligible pero es diferente, con fragmentos de lenguajes extranjeros y palabras inglesas obsoletas que dejan claro que no es inglés ordinario lo que hablan.
          El efecto de esto ─al menos en las diestras manos de Whedon─ es permitirse algo del tipo de lenguaje heroico que era posible para Shakespeare ─y para Tolkien. Le permite ser elocuente.
          Y luego cambia de dirección y deliberadamente se contradice con alguna formulación humorosamente abrupta que nos hace reír por el mero sobresalto de la misma. Tal y como hacía Shakespeare, cuando se libraba del verso blanco para pasar a la tosquedad divertida de la prosa cómica».

Much Ado About Nothing Joss Whedon 1

Much Ado About Nothing Joss Whedon 2
Much Ado About Nothing (2012)

2. HEROICIDADES DESDE EL ÚLTIMO PUESTO DE AVANZADA GALÁCTICO

Existentialism is all about the ecstasy, the complete experience, of the moment. [“Someone in a Tree”] deconstructs itself as it goes along, while at the same time being completely moving, never an academic exercise. It was the first time I had seen something that did that.

Joss Whedon: Absolute Admiration for Sondheim, Len Schiff

Serenity nos emplaza en el año 2517, y a nivel elemental, las cosas no han cambiado demasiado. Lejos de traer la paz a la Tierra, la alianza entre los gobiernos de EUA y China ha desembocado en una corporación totalitaria. Basta apuntar que nuestro territorio (Earth-That-Was) se vio desbordado por un exceso de población y, lanzándose al espacio en busca de nuevos astros practicando la terraforma, se topó con un sistema solar inédito, docenas de planetas, cientos de lunas. A partir de ahí, la civilización hizo sus pactos: Alianza ─parlamento interplanetario, planetas centrales─; luego, el borde. Resultan estas invectivas en guerra abierta, y en la Batalla de Serenity Valley el sargento Malcolm Reynolds verá la derrota en el contraplano más amargo. La guerra hace tiempo que ha terminado, dirá él años más tarde en oficio de pirata espacial. Sabemos que no es así. En la gnoseología espacial de Whedon, así como en la terrestre, uno no termina jamás de colgarse la medalla, batirse en retirada al museo de la memoria y glorias pasadas, al contrario, lucha asediado por la pregunta tercera que completará el círculo epistemológico del autor: Am I Worthy of the Life I Lead? Bien, la respuesta la hallamos en la sexta palabra de la cuestión, y retomando conceptos. Comprobar este dilema existencial conlleva hacerse a la idea de que la dignidad (worthiness) no se adquiere en un momento determinado de la acción, sino en todos ellos anexionados, y los que quedan… En fin, la dignidad implica el trabajo de toda una vida. He ahí el pathos. Tan amplio como los diez mil tiros prestos que acompañan al asedio inagotable de lo que nos cerca y coarta, o hace aumentar el sufrimiento ajeno: The First Evil (From Beneath You, It Devours) en Buffy, Wolfram & Hart en Angel, la Rossum Corporation en Dollhouse, el oscurantismo victoriano espejándose en los campos yermos del futuro, en The Nevers, midiéndose en cruzada abierta la Planetary Defense Coalition contra FreeLife… Minúscula muestra del slang engendrado por el Mal, o a su vez por el Bien defendiéndose. Ambos tienden a enredarse. Whedon como revolucionario antiutópico, decíamos. Revolucionario porque como cineasta todavía cree en cierta idea de esperanza cotidiana, una esperanza productiva, reflexiva y vital, antiutópico en el sentido de adivinar que cualquier utopía implica, por fuerza, cierto afán corporativista, y que el lenguaje de la corporación solo se deja expresar entre el chantaje, el soborno o la violencia. En Serenity la corporación es la Alianza, y el fruto malvado su intento químico por hacer a la gente… mejor. Tragedia, un diez por ciento del planeta viose transformada en salvaje, segadores. Reavers. Pax quebrada. Por momentos, avanzamos historia a través como a hombros de gigantes. En el personaje de River Tam encontraremos la diana, un centro sin amígdala, aprendizaje incierto, cobaya de todos: la Fénix Oscura, una de las aristas-eje que ejemplifican el paradigma whedoniano.
          Recuperada para Firefly, Summer Glau, River, retorna al cascarón del que Fred había salido y comienza su ruta intergaláctica con las cenizas de una Jean Grey adoctrinada por el reverso salvaje de la ciencia civilizada, confiada, cuyo parangón con una posible idea de calma y mando acaba por hacer de la hermana del doctor Simon la perfecta máquina de guerra. Si oye el código, su cuerpo empezará a matar. En Serenity la apercibimos entre dos mundos, encarnando la levedad manifestada en dos pies que pisan el casco de la nave inspeccionando situaciones pasajeras, escuchando la plenitud, redefiniendo objetos en el espacio ─en su cabeza una curiosa ramita podría haber sido desde el principio una pistola letal, sin seguro y cargada─, ella acarrea la inocencia mortífera cuyo gesto de niña pequeña traiciona las miradas de cualquier hombre que se atreva a hacerle una pregunta condescendiente. Psíquica rebelde intentando hallar el enigma que tortura sus prevaricadas neuropatías. A Whedon esto le proporciona la ocasión de ver unos cuantos fuegos arder, revolver las fintas recíprocas que los habitantes del navío ejecutan en defensa propia, intentando explicarse, o zurciendo desatinos. Chocan, tienen un pasado común, la tripulación y ella están en guerra abierta con media galaxia, confederados sin uniforme. Encuentran balance en lo que les falta y otro les añade. River, la espectadora y contraparte de los tres actos. En Reynolds, el Capitán, Mal para sus camaradas, converge la desconfianza templada de un comandante harto de tener que acoger a pasajeros con un “Wanted” estampado en sus cabezas, empero, moralidad dudosa y generosidad no le faltan. Rechaza de su Mule ─en slang espacial: una aerodeslizadora terrestre─ a un inocente perseguido por los Reavers, porque acogerlo a bordo sería hacer peligrar demasiado la estabilidad del vehículo, acosado por decenas de asesinos, y entre el inocente, la seguridad de la tripulación y el dinero robado, en medio de la tempestad violenta, pondrá por delante a los dos últimos. Con River y Simon Tam no llega a tales extremos, los lazos sentimentales testarudos, escasamente admitidos, lo atan a los errantes. Aunque sean fuente de peligros, no podrá echarlos. Y una vez que Jayne le acucie ante la necesidad de deshacerse de ellos, Mal dirá que se le ha pasado por su mente. It’s crossed my mind. Acto seguido, Whedon parte la pantalla por medio de un suave efecto de disolución y veremos a River enunciar para sí las palabras del capitán, cabeza apoyada en el suelo enrejillado, porque River no está on the ship, sino in the ship, es la nave. Receptora de cada rencilla y pasión, acumula como una sorprendida y encandilada inocente las indirectas que luego formarán parte de las fogatas que la harán incendiarse interna y externamente, poniendo su sabiduría y sentires de más al servicio de una causa, más bien una creencia, compartida por el capitán.
          Todos deben aprender algo de River, y ella se encuentra en un punto intermedio de dos polos magnéticos, posibles mentores letales, capítulo del bildungsroman en el que la virtud y la decencia llegarán a definirse y forjarse con destino a sellarse en el resto de la supervivencia futura. Sus ojos encarnan esa sensación de maravilla que redime a la ciencia ficción de ser algo más que cartón piedra y rayos vistosos, al hacer uso de las extremidades que algún dudoso Dios le concedió, aporta la poca broma que conlleva dar dos golpes cuando provienen del desenfreno desbocado, peligroso. El drama del personaje, lo que la hace escapar de un infortunio equidistante a la emersión de Illyria, conlleva, como es habitual en Whedon, fraternizar, sui generis, con los lazos dramáticos que, al terminar el día, la hacen seguir batallando sin olvidar las consecuencias. He ahí la serialización esencial en el autor, el rencor por la desmemoria. Si no mantenemos al día siguiente los rasguños y arañazos que el ayer nos ocasionó, ¿de qué sirve trabajar? ¿Con qué propósito continuamos luchando? Recordar, condena y virtud. En el fuero interno de cada personaje de Whedon se libra una particular lid, sus contendientes manifestándose en las diversas escapatorias que el resto de los tiempos anteponen al aquí y ahora, o a un mínimo desinterés y entrega por el prójimo. Sus personajes, en el mejor de los casos, acaban sobreponiéndose al embaucamiento con una rápida llamada que los convoca empujándolos, aviso tardío, asunción de culpas a última hora, ascenso de la madriguera del conejo, de vuelta a la orilla del río, de bruces con la realidad.
          Hemos venido aquí para recorrer distancias astronómicas. A la velocidad del rayo. Con un solo plano de transición, o incluso sin mediación de él, hemos saltado de un planeta a otro, de la tierra a la nave o a la inversa. El régimen narrativo bajo el que nos cobija Whedon es uno particularmente económico, sucinto en su inmediatez, en el que, no obstante, los acontecimientos se suceden a decenas, varios también en paralelo, encadenando una inmediación exuberante: «And so one of the things I learned, and this was also pointed out by my wife Kai… the extraordinary fragility of things is revealed by how we go through them so specifically». Podría hablarse de depuración si dicha velocidad fuese parcelaria de tal o cual proceder narrativo contenido en la epistemología whedoniana, pero el caso es que esta velocidad lo engloba todo, es el principio conformador del todo, una posibilidad virtual de que en cualquier momento en apariencia calmo pueda lanzarse sobre nuestras espaldas un Reaver, el secuaz menor de un demonio, irrumpiendo con él a volumen atronador la música de combate. Esta cualidad de diligencia sorpresiva, como hemos dicho, es más propia en Whedon cuando el cineasta decide incardinarla en reversos donde batallen lenguaje e imagen, por ejemplo, entregándonos con tres afiladas líneas de diálogo y cuatro vistazos en pugna la unión que dará lugar a un chiste hilarante, a un acertijo, a cierto psicograma parcial pero importante sobre un personaje, etc. Sin embargo, la grácil velocidad viñetera propia del relato heroico, narración movediza, obligada a saltar de retablo en retablo, legándonos, por el camino, todo un vocabulario que dará lugar en nuestra mente a una teología cósmica, no pedimos encontrarla solo en Whedon, sino que más bien suponemos es lo mínimo que cualquier espectador espera ante un relato por naturaleza grandilocuente. En Jupiter Ascending (Lana & Lilly Wachowski, 2015) distinguimos también algo de esta ciencia ficción pilla, incontenible, que juega por debajo a combustionarnos las neuronas, imágenes cuya ocasional platitud de fondos renderizados se siente hasta necesaria para que, devocionalmente, podamos entregar atención presta a los numerosos giros del lenguaje, a los cambios de localización en un chasquido, a las genealogías familiares intergalácticas que se nos presentan y, en fin, a las desperdigadas metáforas naif revolucionarias que, de tan desperdigadas, de tan naif, de tan revolucionarias, se nos conceden apropiables, adolescentes y amplias como todo aquello que falta por cambiar en este mundo. Bajo una mirada desatenta, excesivamente segura de sí, ambos filmes, Jupiter Ascending y Serenity, pudieran pasar por lo que no son, siendo incluso posible encontrarlos disfrutables contemplándolos desde solo una vertiente, pero a poco que un espectador dispuesto se proponga escarbar más allá de su superficie, se sobresaltará como un pionero al dar de bruces con una larga lista de inferencias, términos, casuísticas, conexiones, que le requerirán una singular disposición imaginativa para reconstruirlas, deudora de una lógica inductiva aguijoneadora.
          Lisa Lassek es la montadora de confianza ─hasta veinte años lleva colaborando con Whedon─ encargada de zurcir dichos viajes y gestionar estas alertas. En pequeños fragmentos de making-of podremos verlos trabajando en el montaje, imaginarlos a partir de allí horas y horas solos, en una habitación más bien pequeña, discutiendo frente a tres pantallas. Intuiremos también las discusiones apasionadas, ciertos rifirrafes, catfights, como ellos mismos admiten, porque ambos sienten la misma pasión por la película. Whedon: «The writer and director are now fighting with the editor»; Lassek: «We won’t resort to name-calling… Some dirty play, but it’s all for the good of the movie». Estamos seguros sobre que si se nos permitiera observar el proceso de montaje de Serenity no sentiríamos ni un ápice menos de placer que cuando vimos a Danièle Huillet y Jean-Marie Straub discutir el montaje de Sicilia! (1999) en Où gît votre sourire enfoui? (Pedro Costa, Thierry Lounas, 2001), convencidos de que entre Whedon y Lassek también hallaríamos alguna que otra controversia épica, callejón sin salida pronto superado, sobre el hado final de tan solo un puñado de fotogramas. Enconamientos que inevitablemente se producen cuando dos personas se toman el trabajo, las obras que van jalonando su vida, como algo estrictamente personal.
          Respecto a la creación primordial de un universo, el cineasta junto a su equipo rebasa por mucho las ideas de cualquier ciencia ficción sosa, minimalista, esquemática, trabajando por añadir capas y capas de metal. El set principal de Firefly, la recreación del interior de la nave a escala 1:1, se cuenta como la ambientación de la que Whedon se siente más orgulloso. Pensarla, recorrerla rodaje tras rodaje significaba también recoger a su vez una fuente inagotable de ideas. Ideas que emanaban del propio decorado, conforme su comprensión sobre la propia construcción que ellos mismos habían creado los iluminaba: camarotes, salas de reunión, utilería, recovecos… El guion y su puesta en forma se encuentran en perpetuo estado permeable, decididamente comunicados con el exterior, abiertos a acoger los Objects in Space sustanciados. El re-build de la nave para Serenity obedeció a los mismos criterios de contigüidad espacial entre sets; así, Whedon podrá permitirse, mediante un plano secuencia de casi cuatro minutos y medio ─con pocos trucajes─, presentarnos de golpe, sin que nos apercibamos de los cortes, a los siete tripulantes principales, las estancias y sus esquemas de colores, acabando con un plano de River con grúa donde desde el primer momento supo Whedon que pondría su distintivo.

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3. INOCENCIA GENUINA, O SOBRE LAS VIRTUDES DEL SENTIMENTALISMO

Soon, oh soon the light,
Pass within and soothe this endless night
And wait here for you
Our reason to be here

The Gates of Delirium, Yes

Algunos fervientes creyentes sostienen la idea de que en la aurora de los tiempos, antes de cobrar el ingenio estructura y pulpa, susurro enternecido, transitaba la tierra virtuosa una calma atávica, similar al estado de la vela antes de su llama verse alzada hasta el cénit, una candorosa demora, nueve niños contemplando la cera anticipando el esplendor que en unos segundos iluminará sus caras, los calentará en la noche primigenia, hará que puedan divisar sombras fugitivas de entes escurridizos esquivando la alameda, les dará no la timorata esperanza de la mejoría vaga ─eso no hará, la llamita, a modo de vigilante prudente al comando de unas cazadoras─, sino que les enfrentará con los agujeros cavados en los cultivos, conduciendo al motor que espolea cada ánima y vida borboteante rodeándolos. A esa madriguera cuya profundidad ni llegamos a vislumbrar se ha encaramado como hacia un canto de sirena la serie B desde su irrupción en América hace casi cien años. Como si en las cuevas, agujeros, fosos, con la condición de echar abajo al posible tirano durmiente, fuésemos a dar con un dicho brevísimo, cuatro palabras que ya no tienen relación unidireccional con el ingenio funesto y a la desesperada que practicábamos por la necesidad primordial de seguir surcando las estrellas con los justos grados de caballerosidad y esbelta empatía. Llega un momento en las cosmogonías de Whedon donde, ya sea después de que el delirio haya terminado, se encuentre en pie de guerra esperando la siguiente contienda, o en un segundo en el que todavía sus caracteres no han terminado de pasar por el tormento de la noche más triste, algo adquiere una manifestación inmediata, diáfana como la repentina herencia del destino en un infante al que los días aguardando se le aparecen uno junto al otro, en forma de ciempiés fotogramático, la simple contemplación del cual, destello que nos ciega para llenarnos de piedad y dulzura, conlleva ganar un par de proverbios incompletos que podrán desestabilizar la cruzada, cerrar la cubierta del libro de las lamentaciones.
          Serenity nos revierte a velocidad de crucero, cuando más cautelosos estamos, a esa vela primigenia, recordándonos que el ingenio cáustico no es cosa de espíritus nobles, y que la jerga, palabrería, mordacidad, mantienen una doble relación con un deseo infantil, genuino, de acaparar un sentimiento y lanzarlo al espacio, cual mensaje de esperanza en dudosa lanzadera-máquina del tiempo, hacia el porvenir. Insoportablemente naif, dirá Whedon. Pero es que, seguirá reflexionando, al fin y al cabo, nosotros no estamos tan lejos de esa mañana originaria, en cierto modo, hemos nacido ayer. Y ante este hecho no se puede jugar a la gracia holgada que los frívolos conceden a los idiotas. El cineasta, su alcance imperecedero, su particular revolución, se apuesta en ese súbito parón de la ironía, desligándola férreamente de cualquier zaherimiento, y confrontándonos con nuestra propia imagen cuando revertimos a la clase más noble de cómicos, aquella que hace reír a enfermos agónicos, la que reencuentra trabajos de amor y los entrega a la platea, sonriendo, cesión de ángeles.
          La tormenta acecha en la última parada del navío capitaneado por Mal, ahora con River como experimentada copiloto, ella conoce los controles, los gráficos, diestra en el manejo del timón, digna sucesora de Wash, vedla volar como un pequeño albatros, pero River, la estrella danzarina, y en esto se iguala al resto de entidades ficcionales de Whedon, necesita de vez en cuando oír lo que ya sabe desde otros labios encandilados y tiernos, cuyo propósito atándolos a luceros y coterráneos ha sido renovado. Requiere oír a su capitán. Mal, puesta su borrasca a un lado, con orgullo ecuánime, da parte, recita para River: una nave necesita algo más que técnica y matemática, si uno se dispone a pilotar la Serenity sin añadir una pizca de amor, esta le sacudirá tan segura como el viraje de los mundos. River coloca sus pies sobre la silla y apoya su mentón en las piernas, está escuchando la historia surgir al calor de la vela, aun en la tormenta que surcarán lo suficientemente pronto, y ahí queda marcada la obra con términos que podrían dar fin a un juicioso cuento, reflejando la ternura incardinada en los tripulantes, el tema secreto del drama y un voto de súplica respecto a la posteridad, sin rebajarse hacia ella, la devoción de los críos que desean poder continuar su historia, pasar la página, retener lo leído.
          Sí, viendo los minutos finales de Serenity sentimos una elevación mística que aplaca ofensivas y nos concede palabras cuya pronunciación evoca la cualidad sacrosanta del silencio. Y es aquí, en esta ascensión de la nave que cierra el filme, cuando retornan a nosotros aquellos momentos, suaves luminarias, rasgos de fútil y bendita clemencia, curiosidad, que dieron sentido a la travesía. Vienen, los sentimos envolvernos… River boca abajo observa a su hermano Simon ofrecer fogosamente ternura y afección, también antojo desmesurado, a Kaylee, por suerte en reciprocidad, este anhelo había hecho temblar su cuerpo con sobrados lunarios; su hermana mantiene el rostro abrasado por un fisgoneo carente de atisbo alguno de maldad, una zarabandista improvisando su próximo paso… Inara habla con Malcolm sobre los términos de su estadía en la nave, amantes armígeros, los únicos con futuro en las invenciones de Whedon, al final ella, con respecto al próximo hogar, no lo sabe… El capitán opina que la respuesta ha sido buena. Inara arma lenta pero animosa una sonrisa que deja a Mal dándose la vuelta, luego esta satisfacción femenina tornará en algo similar a una súbita asunción de la naturaleza del idilio, que la suelta rebasando los vientos, satisfecha, antes de la próxima contienda… Los supervivientes de la Serenity caminan en terreno baldío, Zoë porta una antorcha y recorre el camposanto donde los difuntos en combate han sido enterrados, hologramas alumbrando las tumbas, un cuarto ladeados, pequeño detalle sensible, miran con bondadoso reojo a los que permanecen pisando aún el desierto: Mr. Universe, Shepherd Book, Wash en pose tranquila, casi contando a un imaginario interlocutor cualquier pequeño descubrimiento tardío, traspasa este memento la arrebatada lágrima y llega hasta el calmoso pesar de los combatientes que, incluso fuera de la vida, continúan remontando el vuelo… Reynolds intenta infundir coraje a su camarada pastor segundos antes de desvanecerse, Book no cree ser uno de la tripulación, ni siquiera en ese instante y espacio insospechados donde nos volvemos sinceros sin mácula. Tanteando la desdicha y la rabia, el capitán sella su amistad, antes de morir el antiguo tripulante, comunicándole Yes, you are… La marinería reunida en el comedor de la Serenity, escuchando la arenga de Reynolds. Dignifica ver a Jayne beber alcohol hasta la garganta por algo más que gula, acto seguido pasa la botella a Simon, gesto silencioso de complicidad, después de tantos intentos ansiando la deserción de los hermanos…
          La luz ilumina a Mal y River, el primero se da cuenta de que su creencia por fin adueñada involucra a la pequeña ave legendaria, hermana psíquica, particular energía eólica de su formación, él se niega a que otros continúen pervirtiéndola, ella acoge estas palabras y podemos ver el dolor acumulado, la miseria pasada cobrando forma con pruebas e historia. No volverá a ocurrir, tiene dos ojos que la vigilarán hasta el último aliento. Poco después, River estará dando vueltas en un celestial mareo, usando diestramente dos hachas, moviéndose con caótico gracejo, abrazando el potencial que la anidaba para lanzar una flecha desde su cuerpo hacia el que tenga el descaro, vileza, grosería, ruindad suficientes como para no saber quedarse quieto, asombrarse y dejar que el ímpetu insurrecto lo transporte a rumbo franco.

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Hay una manera segura de dar importancia y frescura a las máximas más comunes ─reflexionar sobre ellas en referencia directa a nuestro propio estado y conducta, a nuestro propio ser pasado y futuro.

Para restaurar una verdad común a su primer brillo poco común, necesitas traducirla en acción. Pero para hacer esto, debes haber reflexionado sobre su verdad.

Aforismos segundo y tercero, Aids to Reflection, Samuel Taylor Coleridge

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BIBLIOGRAFÍA

Isaac Barrow – Against Foolish Talking and Jesting

Orson Scott Card – Serenity

SCHIFF, Len. Joss Whedon: Absolute Admiration for Sondheim. En The Sondheim Review (11.4, verano de 2005).

«BECAUSE LIFE IS DULL, A GOOD FIGHT KEEPS IT INTERESTING»

Ned Rifle (Hal Hartley, 2014)

Se requiere una vasta independencia, búsqueda constante, desempolvar cada tanto las ganas de hacer cine, para parir una trilogía tan benditamente deslavazada como la conformada por Henry Fool (1997), Fay Grim (2006) y Ned Rifle (2014). Nueve años separan la primera de la segunda, ocho median entre la segunda y la tercera; el cómputo total arroja una empresa de diecisiete años. La primera se hizo con el premio al mejor guion en el Festival de Cannes, la tercera tuvo que financiarse por Kickstarter. Tras semejante designio solo puede estar Hal Hartley o el diablo, probablemente. Más aún cuando la continuidad entre las tres corre a cargo del mundo interior de los personajes (de las memorias que guarda el espectador) a la vez que, en cada entrega, Hartley se aviene a doblegarlos ─a los personajes (y con ellos, al espectador)─ hacia un proyecto formal distinto.
          Después de declinar, en Fay Grim, la morfología del encuadre digital hacia un sinfín de sus aberrantes posibles, Ned Rifle acaba concibiéndose a sí mismo como otro capítulo más, encomendándose del digital a su eficacia portátil. Cuestiones de economía, fílmica y extrafílmica. Con la red agujereada, trabajando a perpetuidad con presupuestos ajustados, Fay Grim debía decidir entre poner en escena tiroteos verosímiles, sirviéndose de coberturas narrativas y balas de fogueo, o confabular una producción oblicua, febril de amor, eminentemente dramática, rodando en unos Berlín, Estambul, Nueva York y París mitad reales-mitad recreados: Hartley se decantará por lo segundo. Posteriormente a Henry Fool ─con la cual Hartley alcanzaría su acmé en lo referente a prestigio crítico─, la trayectoria de largometrajes del cineasta iría espaciándose, topándose con la indiferencia, significando Fay Grim la puntilla. A partir de entonces solo cortometrajes, el cineasta oponiéndose a concebir sus obras en clave de feature films ─«I’d like to do something more than supply an anticipated product for a known market»─, aventuras todavía más independientes (La Commedia, 2014), trabajos para la televisión (My America, Red Oaks); considerado estrella fugaz de los noventa, en adelante cierto olvido. Lo más parecido a un largo sería Meanwhile (2011), donde, en menos de una hora, un neoyorkino maduro como Hartley está obligado a reinventarse. Y lo consigue.
          También Ned Rifle debió decidir: ¿proseguir las pesquisas digitales de la entrega anterior, tal vez intentar otro capítulo? De nuevo, lo segundo. El digital ecuánime, vaciado de ruido, de Meanwhile, desbrozaba el mismo viejo camino a transitar con otras herramientas, una bocanada. La tercera entrega ─autoproducida (Possible Films)─ de menos de 400.000 dólares medita sobre cómo extraer de un exiguo presupuesto no preguntas sino respuestas, una máxima claridad expositiva. ¿Acaso tendrá algo que ver que “Ned Rifle” corresponda al seudónimo utilizado por Hartley al acreditarse a sí mismo en la música de sus otros filmes? Si le preguntan sobre ello, se cuidará de replicar que no, no sea que alguien lo interprete a modo de testamento y se le dé aún más por muerto. Respuestas significa, además, no contribuir con un encuadre furioso a la confusión apocalíptica según la cual un cineasta talentoso como él no puede gozar hoy día de presupuestos medianos. Imaginemos que la base del cine independiente sería la aceptación, aun cuando pareciera imposible, de cuadrar serenamente las cuentas. Y aquí Hartley cuenta con la troupe; pues, respecto a la relación con sus actores, a efectos de comunicabilidad con ellos, advertiremos que el cineasta-productor ha hecho al menos eso siempre soberanamente bien, consiguiendo que le sigan esforzados, apegados proyecto tras proyecto, aviniéndose a cobrar el mínimo sindical si no queda más remedio (Thomas Jay Ryan, James Urbaniak, Martin Donovan, Parker Posey). Del filme, un ejemplo cristalino: relevándose con los créditos iniciales, a la vez que presenciamos cómo un funcionario saca a Fay esposada de un furgón, el sonido de presentador de telediario nos informa que la madre de Ned está siendo trasladada de una base secreta estadounidense a la penitenciaría federal, cuando la imagen, durante un par de segundos, se detiene; en el cambio de plano, entendemos que dicha detención se ha operado para que la imagen de Fay pase a formar parte de la esquina superior izquierda del noticiario, el presentador a la derecha, mostrando el programa a pantalla completa tal como si fuéramos los espectadores del directo. Dicha trasferencia ─de Fay al telediario, del telediario al cine─ sin pizca de rubor, perfectamente engrasada, desdibuja oposiciones, el intersticio se disuelve en un abrazo: a Hartley rodar en digital ya no le problematiza.
          El cineasta retorna al plano como centro neurálgico y unidad de medida. Aquellos desasosiegos locuaces que en ocasiones se traducían en encuadres digitales con pequeñas correcciones de seguimiento, tendentes a desequilibrar por no especificar desde el principio dónde acabarían los personajes, su relación con la escena y el cuadro, cuando llegara el corte, Hartley los aparca con ocasión de cerrar la trilogía. Aquí solo hay algunos movimientos cortos de la cámara sobre su eje, pequeños paneos que recogen a un personaje pasando de la calle a un interior, de una estancia a otra. También pocos deshilachados travellings de presentación, rápidamente despachados para dar a situar, en segundos, un primer plano o uno medio de los personajes. El resto es dominado por una fehaciente fijeza, una economía del encuadre modesta, pero profunda y expansiva (escuela Godard, promoción de los 80). Hartley cita consciente a Robert Bresson: «No muestres todos los lados de la cosa. Es la frescura del ángulo particular desde el que ves lo que dará vida a la cosa». Puesta en forma que, por un lado, reconecta con las preocupaciones del cineasta cuando aún se le permitía filmar en celuloide, mientras que por el otro rima con la determinación de Ned de asesinar por fin a Henry, su padre.
          Una de las misteriosas flaquezas del digital, respecto del celuloide ─cuestión digna de recibir minuciosos estudios técnicos y, en consecuencia, futuras soluciones tecnológicas─, puede tasarse en cuanto más en el primero respecto al segundo una pobreza indomada puede llegar a ofuscar la puesta en escena. Sin embargo, la concreción, el sometimiento de los personajes al encuadre firme, estrategias largamente trabajadas por Hartley y recuperadas con severidad en Ned Rifle, afianzan su valor; pertenecientes al verdadero cuerpo del cine, su vigencia se muestra a las claras en cualquier soporte. Pocos cineastas han sido tan precisos como él a la hora de poner en actor puesto en cuadro las libertades redentoras, anejas a sus correspondientes automatismos incorregibles, que concede el desclasamiento. También la palabra desclasada. Contra el automatismo discursivo primordial ─la herencia interior del presente cultural en su conjunto─, los personajes ejercen otro todavía más de superficie, una especie de contrarréplica espontánea al mundo que puede trabajarse (leyendo o escribiendo): dramatúrgicamente, ellos mismos se narran, recitan sus frases de seguidillo y muy rápido, devolviéndoselas unos a otros cual resorte, chispeadas a pedernal como de un fuero endógeno crepitante cuya mecha estuviera al alcance de la boca. Así, en un mundo tan maltrecho, la literatura se torna subversiva simplemente por oponerse al broadcasting. Palabra y movimiento tienen su momento, el pensamiento, la duda, tienen el suyo, y el cineasta se encarga constantemente de diferenciarlos en escena para capturar la resolución exacta en la que Ned, Henry, Susan, Fay y Simon viran su ser o se concretan.
          Tomando en la consideración que merecen las adaptaciones de Hartley al soporte digital, lo cierto es que de su primer filme (The Unbelievable Truth, 1989) al de momento último las formas se mantienen religiosa, tercamente constantes; otra cualidad bressoniana. En una entrevista aparecida en los Cahiers nº 178 (mayo de 1966), ejerciendo Godard de entrevistador, Bresson intentaba poner en palabras la intuitividad que domina la realización de sus filmes: idealmente, es la forma la que ocasionaría los ritmos, pero siendo los ritmos todopoderosos ─incluso en una crítica de cine, afirma─, se hace complicado dilucidar si estos no serán en realidad la materia primigenia con la que trabaja el cineasta en rodaje, teniendo la forma solo una existencia previa ─como síntesis instintiva hacia la que tender─ y posterior ─la síntesis efectiva. En el medio, la rampa hacia el espectador, que sería primero, sobre todo, un asunto de ritmo «que luego es un color, cálido o frío, y enseguida tiene un sentido, pero el sentido llega lo último» (Bresson). Por su parte, Hartley dice haber empezado a articular, después de Simple Men (1992) ─un filme con menos diálogo respecto de los anteriores─, su objetivo de fusionar el ritmo y la melodía del diálogo con el ritmo y la melodía de la actividad física, teniendo como prioridad el hacer trabajar juntas ambas instancias. Como principio rector de la puesta en escena, una disposición adicional compartida por los cineastas: al mismo tiempo que se deja lo más libre posible al espectador (dentro del laberinto), debe uno hacerse amar por él (el hilo de Ariadna). Con Amateur (1994), los dominios del proyecto formal, en el cine de Hartley, se ensanchan, concretándose la evolución en el retablo tríptico de Flirt (1995) ─para él, filme preferido de entre los suyos y el único en que aparece, junto a su mujer, como actor─, Henry Fool supondrá un recomienzo efímero, su particular Sauve qui peut (la vie).
          Si la resistencia del ambiente no fuera casi siempre tenaz, el yo no habría adquirido nunca conciencia de sí mismo. Dicha intuición, en un cineasta tan poco paisajístico como Hartley, se traduce en asimilar el ambiente sobre todo a las otras personas cerca, a los demás. De ahí procede asimismo su tono de comedia en voz baja, pues de buen grado reconoceremos que resulta más penoso engendrar el unísono con los demás que con un paisaje. Desde Trust (1990), donde por casualidad Maria era impelida por Matthew a atraerse el mundo con la ayuda de un diccionario, hasta la trilogía que cierra Ned Rifle, cuyo motor es la perversión desajustante y sus consecuencias que en cada uno de los personajes siembra Henry. A partir de este existencialismo del desfase que personajes y espectador enfrentan individualmente ─la des-memoria de Thomas en Amateur─, el par en adelante indisoluble se hará sensible de lo significativo de los objetos, de la dificultad de restañarse con el mundo, naturalizando el arrebato resuelto ─y por ello anticonvulsivo (la convulsión es lo que lo precede)─, de quien se percata y decide de forma inmediata por una realidad, entregándose a ella con la urgencia antiautoritaria de perdiendo un tren o policía en los talones.
          En la carrera, «there’s no such thing as adventure, there’s no such thing as romance. There’s only trouble and desire» (Simple Men). Paradójicamente, en el submundo puesto en marcha por Hartley son las asperezas las que acarician, encontrándose un placer disparatado en detener el in flujo de lo que lubrica lo social. Fricción del héroe, del santo y del mártir, pero también del sátiro, del malogrado y del sinvergüenza. Cada día, un puñado de oportunidades para imbuirse de fuerzas con las que combatir la futilidad del mundo (Ambition, 1991) o ayudar a alguien (Meanwhile), rebasando los barrotes. Las inconsecuencias de Susan Weber con el pintalabios ─incapaz de aplicárselo a derechas─, con Henry ─queriéndole matar con sus propias manos pero además acostarse con él, agradeciéndole el hecho de haberle descubierto a Lautréamont, Verlaine y Rimbaud cuando era menor de edad y no debía─, son las que hacen peligrosamente sexi a Aubrey Plaza. A riesgo de acabar como Simon Grim, haciendo stand-up de su propia visión y persona sin que nadie se digne a visitar su blog, Hartley seguirá haciendo «what humans do: try» (el final de The Girl from Monday, 2005). Conclusión: por su sentido extramoral y su terrorismo ilustrísimo, la trilogía que cierra Ned Rifle debería instituirse de obligatoria prescripción a toda juventud en edad de instituto.

 

Ned Rifle (Hal Hartley, 2014) - 1

Ned Rifle (Hal Hartley, 2014) - 2

Ned Rifle (Hal Hartley, 2014) - 3

Ned Rifle (Hal Hartley, 2014) - 4
«These self-satisfied pundits who themselves received master’s degrees for writing college papers on post-Marxist third generation feminist apocrypha or whatever, now have these high-paid tenured positions lock-step with college policy, pushing only commercially sustainable mass-cultural phenomena, proudly detailing the most profitably, impermanent trends as critically relevant societal indicators for the next really cool Facebook ad, et cetera. I mean, am I repeating myself?»

 

Ned Rifle (Hal Hartley, 2014) - 5
«God, I love it when you get all
fired up and indignant like this».

 

Ned Rifle (Hal Hartley, 2014) - 6
«Fuck me».

 

Ned Rifle (Hal Hartley, 2014) - 7

Ned Rifle (Hal Hartley, 2014) - 8

 

BIBLIOGRAFÍA

“In Images We Trust”: Hal Hartley Interviews Jean-Luc Godard

Cahiers du cinéma nº 178, entrevista a Robert Bresson (mayo de 1966). En castellano en La política de los autores. Ed: Paidós; Barcelona, 2003.

 

OTROS TEXTOS SOBRE HAL HARTLEY EN LA REVISTA

HAL HARTLEY, NOT SO SIMPLE
A MOVER AND A SHAKER

 

EL ÁRBOL DE LA CIENCIA

L’albero degli zoccoli (Ermanno Olmi, 1978)
por Roberto Amaba

En pleno sur bergamasco, en el sur más septentrión, seis kilómetros separan la granja comunal de la escuela más cercana. Este es el camino que el pequeño Minec cruza cada día por obra y gracia de un sacerdote que acertó a verlo espabilado. Sin prestar atención a las necesidades familiares y confiando en las buenas piernas del zagal, la autoridad decretó el estudio y Dios proveerá. Pero lo cierto es que Él ni proveerá ni despojará porque, como todos sabemos, su reino y su oficio, al igual que los de su hijo, no son de este mundo. Ahora, en mitad de una travesía donde los relejes simpatizan con el barro, Minec tiene que detenerse para arreglar su zueco. Ya lo había hecho al salir de la escuela, después de que un salto terminara por desbaratar el calzado. Este primer apaño tuvo lugar a hurtadillas, cuando las voces de los compañeros se desvanecían. Un acto donde se intuía el pudor no aprendido que guardan los niños y que solo pierden con la alborada hormonal. La lógica humana siempre tiene presente su amparo, pero rara vez advierte la capacidad innata del menor para ser a su vez protector. Cuando un niño disimula su zueco roto, lo hará con un deje indiscutible de vergüenza, pero también con una firme convicción de auxilio hacia los progenitores.

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La distancia focal es larga. El plano es breve y de mera transición, pero incorpora y comparte ese pudor visual. La hipótesis principal es que Ermanno Olmi era el cineasta pudoroso por excelencia, la hipótesis complementaria es que toda la fotografía en exteriores seguía idéntico patrón. Equipo ligero, un lugar que no consiente grandes infraestructuras y actores no profesionales que se desenvuelven así con mayor naturalidad. La cámara, en estas circunstancias, permanece a una distancia prudente, acercándose y alejándose con la ayuda del zoom a demanda de la acción. El resultado en nada se parece a otras obras de los años setenta que optaron por técnicas similares. Aquí, el peculiar contraste desvaído entre figura y paisaje que proporciona el teleobjetivo, valida la integración de la una en el otro. Una imagen que no olvida la crueldad del medio, pero tampoco la indisoluble pertenencia al mismo. Esta última condición, esencia misma de los contadini, será la que otorgue sentido dramático a la última acción de la película: el destierro. Acto final donde comprendemos que aquel ademán del niño ha evolucionado hasta alcanzar el brillo de una redención. La luz que pende de la carreta mientras esta se aleja en la oscuridad es, en palabras del director, una antorcha de voluntad, de lucha y esperanza.
          Minec (el no-actor Omar Brignoli) odiaba acudir al rodaje. No le gustaba, y si cumplía era por los regalos interesados que le hacía algún miembro del equipo. El niño también precisaba de ese aire que la logística del cine es experta en consumir. Por lo tanto ahí tenemos al niño, seguro que a regañadientes, encuadrado con, a ojo de buen cubero, un objetivo de 85mm. El sol perezoso, las sombras alargadas, la lluvia que ha sido, los árboles calvos y nudosos, los haces de leña apilados en la cuneta y el verde medroso de los campos no anuncian su catástrofe particular, solo la paciencia de los hielos. El camino dibuja una curva en ascenso que a nuestra vista queda distorsionada por la lente. No parece un obstáculo insalvable, pero en este momento donde las piedras parecen colmarse de maldad, la subida que nos ciega su salida adquiere una magnitud legendaria. Para un niño, aquella revuelta podría esconder el mismísimo fin del mundo.

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La cámara salta a un plano cercano. La ropa le viene holgada por pura previsión crecedera. Sin embargo, no se discute la pulcritud. Lo cierto es que este desajuste entre la ropa y la anatomía despierta una simpatía espontánea. Gracias a ella, Minec puede recordarnos a un pastorcillo del belén o a un pícaro de Murillo. Ninguna prueba respalda esta filiación, aunque diríase que estamos ante una supervivencia estética de la infancia menesterosa. Este acercamiento del plano no era necesario para conocer la circunstancia, pero sí para contemplar su desenlace. El remiendo ha cedido, la suela del zueco se ha emancipado y Minec debe descalzarse para realizar el resto del trayecto con el pie izquierdo desnudo. Nobleza obliga, el calcetín de lana es convenientemente recogido en otra muestra mínima pero admirable de esa conciencia infantil que contempla la protección de los suyos. Porque en casa, sin él saberlo, hay otra boca que alimentar. Minec se levanta con el morral al hombro y comienza a caminar. Lo hace primero de puntilla, con el tiento y el miedo de la piel sobre la tierra, pero enseguida planta el resto de la extremidad. Un nuevo gesto de resolución, como el que tuvo para convertir el cinturón –una tira de esparto– en la materia prima del remiendo. Todo en Minec es propio de un niño con ojos grandes, por mucho que en el trance olvide la correa multifunción.

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Acompasado con el movimiento ascendente del niño, la cámara retrocede y se dispone a seguirlo con una suave panorámica. Desplazamiento, pues, óptico, no mecánico. El pudor no regresa, es que nunca se ha ido. El campo de visión queda suspendido de manera intermitente por dos de los seis plátanos que delimitan la orilla izquierda del camino. En los quince segundos transcurridos entre que Minec echa a andar y el fin de la secuencia, su figura desaparece, reaparece y vuelve a desaparecer engullido y expulsado por el tronco de los árboles. Un atraer y un repeler del cuerpo como si el mundo estuviera imantado, como si la polaridad de la carne cambiara a cada paso del pequeño. Es esta intermitencia la que nunca ha dejado de generarme una emoción indescifrable. Escribir sobre este magnetismo es el último intento de conceder sentido a lo que tal vez no lo necesite. Esta imagen o esta serie de imágenes es, para mí, una evidencia y un misterio. Es corteza y duramen, es el apogeo de lo obvio y de lo obtuso. Es el árbol de los zuecos en su desnuda literalidad, es el título en la marquesina y el neón que no deja de parpadear en la oscuridad.
          Y es ella, la oscuridad, la necesidad de su existencia para hacer sensible el parpadeo, la que parece succionarme. En esta situación, escribir se vuelve un mirar con los dedos y mirar un palpar con los ojos. Un lugar incómodo donde la escritura es la extensión sincrónica de la mirada, nunca un complemento o una actividad diferida. Ante la peripecia de Minec, se trata de escribir dispuesto a recibir un tajo en el rostro, con la mirada al tiempo desplegada (percepción) y replegada (cognición). Teclear de manera atlética, jadeante, aporreando la corteza decadente de los plátanos como un picapinos, aleteando alrededor hasta dar con el lenguaje nativo de quienes vivan en su interior.
          Al invocar la oscuridad en el reino de la luz, la dialéctica sube al escenario. Y no me refiero a una oscuridad del orden de lo simbólico, ni siquiera de lo estructural (nervio del fotograma), mas de su preludio tangible: la penumbra. Augurio andante, Minec es atravesado por la sombra del árbol de acuerdo a una sucesión donde la naturaleza, las figuras, los objetos y los astros se han distribuido con lógica celeste. Terra madre, campesinos al albur de la intemperie. A partir de este razonamiento llegaríamos a una explicación ortodoxa del sobreencuadre como prisión o, en términos más abstractos, como facilitador de una semántica reconcentrada; y estaríamos simplificando. No podemos congelar a Minec, el sobreencuadre no miente y sin duda que ejerce su influencia en la imagen, pero tampoco nos dice toda la verdad. Hablamos de zuecos, hablamos de caminar y de hacerlo descalzos. La acción –prolongación de la materialidad de la película– invalida tanto la detención como cualquier estética de la demora que construyamos a partir de ella. Decía que el cuadro sugiere una dialéctica porque no admite detención, síntesis o conciliación. El devenir de Minec es una suma de conflictos donde los elementos de la imagen adquieren el carácter de una fulguración. Con Walter Benjamin en el recuerdo, esta imagen relampagueante tiene la capacidad de recuperar el pasado, de presentar un dilema y de anunciar una salvación que solo podrá ser consumada sobre lo perdido.

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Minec desaparece en dos ocasiones, la primera para reaparecer y la segunda para clausurar la escena. El acto de la desaparición establece, al menos, dos correlatos que conviven en riguroso desacuerdo: la amenaza y la identificación. El árbol que devora al niño, el árbol que adopta al niño. Secuestro y liberación, providencia y expolio, crianza y abandono. No hay apaciguamiento posible en una imagen que lo es todo a la vez, que muestra lo oculto en lo visible, que contiene una desaparición al tiempo que la da a ver. La primera desaparición habilita entonces la creencia. La materia ausente dispara este mecanismo evolutivo, esta suerte de narración biológica alimentada por el ansia cerebral de consuelo y predicción.

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La segunda desaparición sella el destino. El corte último, ejecutado cuando el volante del blusón se funde en color y en forma con el perfil del árbol, es el momento decisivo de la secuencia. Lo es porque esta no concluye con Minec saliendo de cuadro. Entre el segundo árbol y el segmento izquierdo del encuadre, aguarda un nuevo espacio para la aparición que no será transitado. Y en la vida, de suyo tan poco inclinada al regalo, cuando algo sobra es obligatorio preguntarse el porqué. Así, en lugar de aprovechar las migas de esa polenta, saltamos a una imagen del padre surgiendo de entre las sombras para traspasar –para quebrantar– el umbral físico y alegórico de la granja. Con este vínculo recién arrojado a los ojos, solo cabe hablar de un afán, de un propósito orgánico y de parentesco, es decir, de montaje. En concreto, del montaje como ejercicio capaz de engendrar “la vida fisiológica no ya de la película, sino de la obra entendida como criatura”. Cuando Olmi habla tan a las claras sobre la dimensión biológica de la estética, sobre el poder ejecutivo del corte o cuando hace referencia a los peligros de “sucumbir ante la belleza”, debemos escucharle.

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Todo esto ha sido posible porque el cineasta ha permitido una serie de libertades que, de no mediar, habrían limitado los acontecimientos. Olmi aseguraba no mirar por el objetivo, y que de hacerlo debería dejar abierto el ojo desocupado para contemplar la realidad aludida; la más amplia. Ver solo a través del objetivo, privilegiar la mirada sobre la visión o el cuadro sobre el campo, era la principal alienación del cine: “No preparo el encuadre, dispongo la acción, dejo que eche a andar y solo entonces comienzo a rodar”. Esta declaración contiene una mentira y una verdad. Olmi preparaba los encuadres, pero también permitía que la acción echara, de nuevo con literalidad, a andar. Lo que nunca se permitió, y aquí tenemos una muestra radiante, fue convertir el encuadre en un fin en sí mismo, y por lo tanto, en una frustración.
          Antes de fallecer (se acaban de cumplir dos años), Olmi era uno de los cineastas vivos que más me interesaban y de los que más esperaba. Otro de ellos es Eugène Green, con el que el italiano guarda no poca relación. En uno de sus escritos, esa prosa poética, irónica y en última instancia precisa que parece mezclar con total confianza el animismo del primer Jean Epstein y la severidad de Robert Bresson, Green incide en la idea de presencia real, esto es, en la capacidad del cine para iluminar el fondo espiritual de la materia, para tornar aprehensible la energía interior de los seres y para transformar, en definitiva, la imagen en icono. Se podría decir que Green es monista en el aspecto de considerar materia y energía dentro de una misma unidad, el “uno en sí mismo” o principio unificador donde el cine, en tanto forma mística, juega un papel determinante. Pero en el fondo no deja de ofrecer una vuelta al dualismo esotérico de la revelación que tanto ha marcado la teoría del cine desde los años veinte del siglo pasado. Así, cuando Green habla de filmar un árbol, destaca la necesidad de liberar su realidad. Solo entonces el retrato se convertirá en imagen, y esa imagen se convertirá en plano integrante de un filme que deviene icono.
          “Al filmar un árbol, el cineasta puede dar a ver la corteza, y la savia, y la dríada”. A partir de esta sentencia de Green, podemos deducir que Olmi consiguió filmar la presencia real del árbol. Pero lo hizo con la ayuda inestimable del niño y del espectador. Es bastante probable que Olmi no hubiera leído los versos de Rilke en la primavera tardía de Muzot, pero descubrió una enseñanza similar. En aquella estrofa, el poeta hablaba de que el espacio “empieza en nosotros y traduce las cosas”, y que “para lograr la existencia de un árbol” era necesario compartir nuestro espacio interno, el más íntimo, el esencial, siendo generosos y arrojándolo sobre él sin perder el recato. Cuando Olmi planifica esta escena parece ser consciente de este poder anímico del árbol siempre y cuando cuente con nuestra colaboración, pues como apostillaba Rilke: “sólo en la forma dada en tu renuncia se hace árbol verdadero”. Olmi, además de creer en las personas con cierta altura espiritual, también creía en Dios, pero añadía que sería una irresponsabilidad “aceptarlo incondicionalmente”. La secuencia viene a ilustrar esta postura cristiana condicionada, es decir, la de una profunda espiritualidad atravesada por una sensualidad panteísta.
          Lo que quiero conseguir tirando de la lengua a los tres poetas, es averiguar si es factible filmar la realidad anímica, la metafísica de los árboles por la que se preguntaba Alberto Caeiro. En sintonía con el pastor portugués, considero que se debe aceptar la posibilidad no ya del fracaso, ni siquiera de su imposibilidad, mas de su inutilidad. Tener fe y volcarla sobre la imagen no es la cuestión, el Papa podría filmar un árbol y nadie de los presentes sería capaz de apreciar su alma en forma de ninfa o de arcángel. Si Olmi logró traspasar la corteza de los plátanos para vislumbrar al dios en las cosas, fue porque manipuló universales narrativos, grandes arquetipos y metarrelatos. El cineasta hurgó en la biología ancestral de la memoria. Al paso del pequeño Minec sale, primero, la religión y el relato adscrito a las sagradas escrituras. El árbol de la ciencia que no contiene la necesidad, pero sí la tentación, el pecado y el castigo. El destierro final en la ficción no dejaría de ser nuestra enésima expulsión del paraíso. Segundo, el relato mitológico, aquel donde los seres también responden a los deseos de la imaginación. Aquel donde el árbol se despliega como axis mundi reciclando su fecundo pasado ritual y totémico. A su lado, Minec debería jugar un papel ambivalente respecto a la protección de las dríades y a la tragedia de las ninfas. Espacio mítico donde al padre le sería impuesto el castigo de, por ejemplo, un Eresictón. Tercero, el relato sociopolítico donde la lucha y la conciencia de clase, la fraternidad, la propiedad, la desigualdad, el dominio y la explotación de los unos por los otros, devuelven el mensaje oportuno.

En conclusión, si estas imágenes siempre me han conmovido, quizá no fuera por su celo a la hora de guardar un secreto. Porque Olmi desconfía de cualquier atisbo de fascinación y disuelve el instante épico en la exposición de la historia. Así, el presunto arcano termina siendo presentado “con la claridad cegadora del mediodía”. El criterio que, según Green, distingue a los misterios verdaderos.

 

PS.: Mientras escribía, me pregunté en varias ocasiones qué habría sido del pequeño Minec. Busqué una fotografía actual y me fijé en sus zapatos. Los mocasines de ante apenas podían retener unos pies gruesos y fuertes. Como en la película, su vecina de imagen era la viuda Runk, encanecida y apuntalada sobre una muleta, pero con la misma determinación en el gesto que en sus días de lavandera. Dispuesta a resucitar, si es menester, a cuantas vacas lo necesiten.

 

IMÁGENES

L’albero degli zoccoli (El árbol de los zuecos, Ermanno Olmi, 1978)

BIBLIOGRAFÍA

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