UNA TUMBA PARA EL OJO

JEAN O’MY HEART

ESPECIAL NOAH BUSCHEL

Glass Chin (2014)
The Man in the Woods (2020)
En el sendero, fuera de la ruta; por Gary Snyder
Interview – Noah Buschel
Entrevista – Noah Buschel

The Man in the Woods (Noah Buschel, 2020)

The Man in the Woods Noah Buschel 1

On Clinton St. the bars explode
with the salt smell of us like the sea, and the tide
of rock and roll music, live
humans floating on it
out over the crimes of the night. How
unlike such outwardness the clenching back
of a man into himself is,
several of us are our own fists
There! emphasizing on the tabletop.

Winter, Denis Johnson

El doctor Fancher camina engominado por los pasillos de un hospital de Pensilvania un 4 de diciembre de 1963, a la sombra de los acontecimientos acaecidos veinticuatro horas antes de sus pendoneos, cigarrillo en la boca, sin necesidad de agarre, al aire, gesticulando. No se le saca de las cuerdas vocales Smoky Places de The Corsairs, perfecta acompañante de este pateta acostumbrado a recetar Dianabol, terapias de electroshock, Mensajero del Alba, pintea la iconografía americana con aquello que le viene dado desde hace casi tres siglos: el aura rosa-luna, fuegos escoria desprendidos de cuatro acordes que hicieron un millón de dólares, todo Paul Robeson tiene su Tom Parker. Jean Fenny ha desaparecido en el bosque. Los padres están lejos. Un internado bien les vale a tres chavalas de oficina sabuesa a lo Samuel Spade. Comienzan la investigación Suzie, Lenore y Paula. A la madrugada le salen gibas, y de ella asoman los vagabundos recelosos, de uno u otro lado del escritorio, plano-contraplano, ligeramente oblicuo, penetrando la profundidad de campo, delimitando el campo de juego… Este lienzo imaginario de dos caras engaña, confunde, ¿quiénes son los fullbacks? ¿cuáles los policías? ¿ese de allá nos apunta con el rifle con alevosía o simplemente se defiende del hombre del bosque? ¿cuántos de ellos pertenecen a la Gran Logia de Pensilvania? Te contaré todos mis secretos, pero te mentiré sobre mi pasado, así que mándame a la cama para siempre.
          Lo que propone Buschel, levanta, rastrea con ilusorio fulgor, mana de una disposición concreta del corazón, nos concierne y envuelve, ya forma parte de nuestro entendimiento. Sus personajes habitan un mundo edificado alrededor de viveros vitrificados. Orbitan en torno al gran evento-detonador de sus vidas, fuerza centrífuga diegética, del que solamente somos partícipes a través de los restos de metralla: la infección de una última llamada (The Missing Person), una puerta impenetrable (Sparrows Dance), una caída impuesta (Glass Chin) o la orfandad del nuevo vástago americano (The Phenom). John Rosow y Eddie Soler ocupan sendos espacios de la cámara Gesell: el primero, ejerciendo la mirada furtiva del investigador privado; el segundo, recibiendo la arremetida escópica de la celebridad. La bola de cristal encapsula el paisaje tripofóbico de The Man in the Woods. En ese ejercicio de revisión desmitificadora acabamos chocando con el desierto. ¿Derruimos estatuas para erigir otras nuevas o hemos de aprender a convivir con ese espacio árido, vacío? A modo de respuesta, manteniendo el equilibrio de una postura Zen, Buschel deambula por los escombros pisoteando los tebeos de Gerónimo ─el apache más temido del Far West─ que moquetan el suelo de la caravana redneck; convierte en comunes nombres propios que justificarían la tradición cinéfilo-cultural de un filme como este. But they are not real. Los cómics del Oeste, comenta Sal a Buster en su roulotte, te inoculan en la cabeza el sueño de que tú solo puedes enfrentarte al sombrío paisaje americano. Obsesión insana del espectador con los espejos, los busca, intenta hacer de ellos metáfora, imposible aquí, la persona que está enfrente nos devuelve la tez en sus órbitas, miremos a donde miremos, no hallamos otra cosa que nuestro corazón, sospechas, ilusiones, pérdidas, electricidades dispuestas a derretirse con falsísimos neones. El espejo es una guerra civil. Nos adormimos en los contrastes de la noche, ciframos la conciencia en cada personalidad, imposible escapar de ellas, de uno mismo, poner zanjas separatorias. Examen de conciencia. La hora es propicia. Eliminada la otredad, los ensalmos, permanecen a nuestro lado los cantares neurasténicos de paria, tratemos con ellos. América, mal sueño, ilusión y frontera. Buick años sesenta, listas de control, récords de yardas en carrera enterrados en la vil historia nacional ─ahora pretenden superarlos directores de escuela masónicos, aprendices escayolados con rencor hacia estudiantes demasiado aromados de marihuana, la que les hace desdeñar la competición─, fútbol americano. Jean Fenny ha desaparecido en el bosque.
          Estamos ante un filme que exige atención, que confía en la capacidad deductiva del espectador o, mejor, en la capacidad del espectador para atender mientras aguarda las revelaciones, aquellas que le concederán hilar escenas paralelas en dos días de intriga ─martes y miércoles, 3 y 4 de diciembre de 1963─, durante una noche interminable que se alarga. Alumbran las pocas luces más allá de las doce, el frío apremia, el retrato de Laurette Taylor emerge de la casa de Louise Roethke, profesora con predilección por desbaratar convicciones de inocentes chiquillos, cargada de amor por aleccionarles, mediante la poesía, sobre que 1+1 no siempre es igual a 2, que el todo es más que la suma de las partes, la futura hippie, sabe escuchar, quizá también sabe algo más que los demás: una luz entrecortada pasando por la luneta la desgaja en enigma. Pasajera consejera de las tres socias en el crimen, su extrarradio es cohabitado por otros pedazos de caracteres pensilvanos confinados medio voluntariamente a las proximidades del bosque: Sal Mancuso, Vivien Waldorf en sus cortas escapadas, Buster Heath, que por jugar con números ha quemado su expediente policial (escasas horas persisten de libertad). Marineros a la deriva en búsqueda involuntaria de curación, espíritu beat, el paquete sagrado, ritos mesoamericanos, salen a la foresta agarrados por la prisa y el temor de los rezagados, erigidos en guardianes fatuos de sus heredades. La oscuridad atávica despierta, quebrantado su silencio por las demencias de Ixachitlan, L’America, cantaba Jim Morrison, el tablero de Buschel esta vez lo componen una sucesión imparable de enroques y, claro, la barahúnda tiene pista libre. Ante el desbarajuste mental de los habitantes de Pensilvania, el cineasta, más claro que en ningún otro filme, nos ofrece los intercambios como inalterables tête à tête de monologuistas pasados de rosca, no conversan, enuncian sin ser marionetas pero tampoco entidades completas. Particular lío cerebral. Recuerden, ellos son ustedes, nosotros; no obstante, se permiten arrumacos aun en alarmante estado paranoico. Y bien, también los árboles son espacio para amantes, recordará la recién despedida maestra. Presteza, apuro, apremio, caen alusiones, hilan pistas, sospechan circunspectos, la caldera hierve por los bordes. Esto ocurre, carnestolendas anticipadas, la Nochebuena se prevé polémica, quién alzará la voz cantante, la próxima víctima de la silla eléctrica, el nuevo paciente del doctor Fancher, el destino del equipo de fútbol, el anexo récord. En paralelo, sones retumban sigilosos en las zonas rebeldes de la espesura, una llamada, un volver atrás, al silencio, a la desaparición, bajar al suelo nevado, Jean Fenny podría tener un futuro como diestra dramaturga, poca atención presta a la natividad de rigor, y nosotros continuamos desviando la mirada, a censuras pretéritas ─D.H. Lawrence y su Lady Chatterley’s Lover─, guerrillas, polémicas, no superadas ─Tropic of Cancer, Lee Harvey Oswald, comunistas, el cuerpo civil─. Las visiones de Johanna escapan y con ellas el mercurio conjurado.
          Recientemente, Noah Buschel tuvo la amabilidad de enviarnos algunos de los “storyboards” que realizó para The Man in the Woods. Nos sorprendieron. En sus dibujos y esbozos, de técnicas mixtas, puede apreciarse un proceso creativo que estaría más acá de imaginar la concepción de un filme sobre el papel como una parrilla, o un catálogo, donde prever el despliegue de un découpage. Recuerdan, en cambio, a las pinturas preparatorias que Akira Kurosawa se hacía para imaginar una escena de batalla, a los bocetos maestros a lápiz de Serguéi Eisenstein para Ivan Groznyy I (1944). A golpe de vista, podría decirse que los dibujos de Buschel recuerdan a ciertos expresionismos de Edvard Munch. En el tiempo que tarda en exponerse un daguerrotipo, la mente del artista bosquejando por medio de su mano una composición enfatizante, en ligero temblor de movimiento. Velas parpadeantes, la luz asediando en ondas. La perspectiva es dudable, todo se presenta en primer plano como formando parte de una misma convulsión. Estas composiciones sugieren un diletantismo polímata en Buschel, que se expresa de puro contento, como Alan Rudolph lo hace con la pintura, o un peldaño más arriba, por ser terreno más cultivado o cotizado, podrían ser ejemplo las obras multidisciplinares de David Lynch. Cineastas dotados de una visión que precede y rebasa el medio expresivo, hasta el punto que incluso podríamos hablar de cómo cada uno de ellos logra domesticar hacia sus pareceres, en variedad de estrategias, al aparato-cine. Deberíamos habernos imaginado un proceso mental creativo amplio, de esta índole, para lograr trasponer The Man in the Woods, un filme, por fin, del que en verdad puede hablarse de atmósfera. Y es que la atmósfera será sine exceptione un asunto mental, sea el caso de la mente impregnando el mundo exterior, sea el caso de un exterior que por su lugubridad o alegría de vivir impregne la mente.

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«I didn’t end up shooting a lot of The Man in the Woods, for budget reasons. So some of those storyboards were never shot. The original script was 120 pages. The shooting script was 85 pages. Which is fairly typical. At least for me»

Jean Fenny ha desaparecido; quizá podríamos servirnos, de nuevo, del hombre del bosque como perfecto cabeza de turco. Utilizar el «ese no somos nosotros», utilizar lo indio, lo precolombino que hay en él. De forma oficial, sin embargo, deben borrarse las huellas, favorecer escolarmente al quarterback más veloz de la clase con el objetivo de lograr batir así sus récords (con alevosía, previamente menguados); por todos los medios hacer desaparecer su nombre del registro. Formalmente, el sentido del chivo expiatorio es bidireccional: apunta hacia lo señalado como al dedo por igual.
          En nuestra constelación mental de filmes, intuimos que The Man in the Woods se nos acabará posando en la misma estantería espiritual donde, tras meses, aún se nos remueven ─como insolentes libros encantados─ dos obras de Robert Kramer, Milestones (codirigida con John Douglas, 1975) y Route One USA (1989). Películas donde política y moral avanzan de la mano, películas afligidas, anegadas de dolor por los procesos de diglosia, por las hegemonías que hostilizan nuestro modus vivendi, conciencia, la nuestra, que se siente constantemente sitiada, por el pasado, por el presente, por el futuro… ¿tomar las instituciones? no sabríamos qué hacer con ellas: queda ser testigo de reparaciones históricas a deshora, tragar la piedra de la conciencia sobre las injusticias hasta que pese el alma.
          Formato apaisado (2.35:1), retomando la elección estética de su anterior filme ─The Phenom (2014)─, pero sensitivamente mucho más instituyente, sobrecargado. Cuanto más amplia es la lente macroscópica con la que Buschel elige mirar el derredor, los detalles adquirirán en consecuencia una cualidad sucinta extrema, recuerdos dolorosos, remanentes del imaginario en detalle, objetos alumbrándose negando la oscuridad, una grabadora, también la Taylor surgida del mutismo hollywoodense yendo a habitar el talismán hogareño. Paradoja inherente que retorna desde los tiempos en que Hollywood espectoraba Cinemascope como balazos inclementes en la Ruta Ho Chi Minh, desde ese rectángulo nos era más fácil obtener una vista más distorsionada del mundo y su decorado, si uno se sentaba en las primeras filas, era probable que su mente distorsionase por completo su estado duermevelado, engañosa claridad espacial, lo puedo abarcar todo con la palma de mi mano, la condensación y densidad narrativa la perdíamos más fácilmente al extender los ojos, intentando abrir el campo visual hasta achinarnos las pupilas. Eso ocurre con The Man in the Woods, el paisaje es transparente, aun oscurísimo: tratamos de lidiar con el bendito fastidio de tener la sensación de verlo todo y no saber nada. El derroche de información nos ataca cual humo tóxico desde una casa en llamas. Intentamos recopilar las pistas con el porte de un Fuckhead en los pequeños cuentos de Jesus’ Son (1992), epifanías momentáneas surgiendo del sucio enfangado de la noche. Nos sentimos tan subyugados por los ramajes del filme de Buschel como en los de Frank Borzage’s Moonrise (1948), un territorio donde se encierra la grandeza humana con todos sus achaques y certezas, con la infinita vanidad insana de todas las antorchas de nobleza. El contorno en blanco y negro suspira por virar en azafranado, incluso grana, los guantes de Jenny tocando la nieve del belén, su insistencia empecinada arrebata nuestros candelabros y así se quedan, negros de más; si queremos ver algo, habrá que prestar especial atención, oreja, al piano que pasa de extradiegético a diegético, a las tres versiones que suenan de Smoke Gets in Your Eyes, transportándonos de la nostalgia desgarrada a la emancipación atacante de Thelonious Monk ─Philip Larkin sonríe─, mediando entre ambas el Charlie Parker Quintet. De fondo, desconcertando, un letrero luminoso de Coca-Cola, sirviendo de sintonía obtusa al bloque evasivo que reina a mediados de metraje. Esto que se nos muestra ahora, esto que se nos hace oír, ¿en qué medida y a qué nivel es relevante? But the biggest Parker legend is his place in jazz itself. To the younger generation, jazz began in the Forties with Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Thelonious Monk and the rest: before that there was nothing but a desert of sentimentality and syncopation peopled with archaic figures such as Jelly Roll Morton and Benny Goodman. La sucesión de anécdotas que conforman este segmento de bar en The Mercy Lounge pasa por una prima andrógina, redadas canceladas a últimas horas y bromas sirviéndose de filmes tan variopintos como Captain January (David Butler, 1936) o The Naked City (Jules Dassin, 1948). Las referencias en este filme no están consignadas a modo de emolumentos, de citas culturales puestas a distancia, sino que funcionan como una pequeña muestra de los atravesamientos innumerables a los que nos exponemos por el mero hecho de existir.
          Sean ustedes bienvenidos a este mashup de ocho millones de historias trasnochadoras: aquí tienen unas cuantas decenas de ellas.

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A modo de epílogo:

Sigue dando vueltas por el hospital el doctor Fancher, ha amanecido, el porvenir funesto nubla los entendimientos; vislumbramos una pequeña luz asomarse a través de las rejillas de la persiana donde Jean, la de nuestro corazón, dormita. Se aproxima el prodigio, las cortinas se mecen. Al lado de la convaleciente, Lenore, Suzie y Hobey en formación militar, protegiendo a la rescatada, a punto de abrir los ojos, rodeada de luciérnagas. No necesito vuestra organización, he lustrado vuestros zapatos, he movido vuestras montañas y marcado vuestras cartas. Pero el Edén está ardiendo, o están dispuestos a la aniquilación o sus corazones habrán de tener coraje para el cambio de guardia. Jean por fin despliega los párpados, nos mira, retorna el color que un maltrecho quarterback le había arrebatado. Corte a negro. Formen filas. Repliéguense. Es hora de replantearse los términos de la batalla.

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«Mientras estudiaba las pinturas chinas sobre pergamino del museo de Seattle, [Gary] Snyder adoptó una continuidad narrativa lineal, donde todo pasaba a la vez: el peregrino con su cayado en la montaña, el puente sobre el arroyo, el bosque y el océano. Los fragmentos de sus diarios, las personas que nombraba, las conversaciones en los cafés de carretera, en los bares y las paradas de camiones, las oraciones y los cánticos, la sabiduría chamánica de los nativos y los mitos del lugar: todo disfrutaba del mismo énfasis y estatus. Su enunciación estaba diseñada para parecerse al habla natural, pero con un toque de humor de resolución lenta. Era un poeta experto en el campo, hermosamente situado a medio camino entre el trascendentalismo de frontera y la larga mirada de Asia».

American Smoke: Journeys to the End of the Light, Iain Sinclair

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LANG, EISENSTEIN, GODARD; por Jean-Pierre Oudart

Sauve qui peut (la vie) (Jean-Luc Godard, 1980)

“Lang, Eisenstein, Godard” (Jean-Pierre Oudart), en Cahiers du cinéma (noviembre de 1980, nº 317, págs. 34-39).

El cine de Godard siempre ha estado ocupado por Lang y Eisenstein, como se dice de un territorio que está ocupado por el enemigo. Y como Godard es el enemigo de casi todo el cine, nunca ha dejado de trabajar para hacer de Lang y Eisenstein sus máquinas de guerra, nunca ha cesado de reactivarlos en su cine. Esto es lo que me dio el deseo de escribir sobre Sauve qui peut (la vie) (1980).

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La línea general 

Una ciclista cruza un prado. Es una sobreimpresión. El instante anterior, ella pasaba por un campo cultivado, ahora se adentra en la bruma verde de otra imagen. Ella ha abandonado la ruta y se ha adentrado en esta niebla, en esta melancolía. Ella ha cambiado de lugar y de época, esta sobreimpresión y esta bruma han producido, de repente, un peso de pasado en la imagen. En Staroye i novoye (Serguéi Eisenstein, Grigori Aleksandrov, 1929), Marfa caminaba por un campo ondulado en un hermoso crepúsculo de verano. Escuchaba el coro armónico de la tierra: un sonido ya demasiado fuerte, una armonía saturada. Godard fabrica el silencio de una campiña suiza: el verdor es bello y el silencio de montaña, de nieve, de aire libre, como en los wésterns de Anthony Mann y mi amor por las montañas, pero, una y otra vez, vuelve ese silencio de hielo, de guerra fría, de crimen: el silencio de Lang.
          Una imagen de automóviles filmada de noche. Móviles muy lentos, cadena ralentizada, es, en el efecto amortiguador del movimiento, del ralentí en el ritmo (debido al ángulo de la toma), un blando empuje repetido, una congestión por este empuje extenuante e insistente. Algo así como un segundo cuerpo de Eisenstein, el cual se encontraba en su obsesión por el rumiar de bestias y hombres. Estos móviles lentos son algo así como la reactivación amortiguada de la violencia impulsiva, los ritmos sexuales-máquinicos cortados por el éxtasis de Staroye i novoye. Su reanudación de la afasia, algo así como la amortiguada vocalización de una frase de Pierre Guyotat («Edén, Edén, Edén»), de esta ventosidad sexual, de esta analidad irrumpiendo en la voz. En el filme de Godard, experimento el retorno de un peso de la mierda en el lenguaje.

La producción deseante

Eisenstein conectó una máquina de cine con una máquina de producción deseante, un proletariado nuevo, un cuerpo que experimentó el novedoso entusiasmo de estar acoplado a una máquina dentro de un escenario pulsional y mental de producción deseante. La máquina de antiproducción ya estaba en marcha, fue puesta a trabajar por esta máquina, pero se necesita tiempo para que el trabajo muerto se acumule. Se necesitó tiempo para que los proletarios soviéticos repararan en que ya no tenían nada que producir, que ya no trabajaban, salvo para reproducir indefinidamente su plan de trabajo. Eisenstein será siempre este escándalo: un día, y no importa dónde, la humanidad tuvo una meta, que realizó en el trabajo, y que, por un tiempo, superó en su disfrute, para descubrir, inventar, pensar y gastar impulsivamente y mentalmente. Una máquina deseante es siempre aquella que supera una meta. Llegados a este punto, podemos admitir que el esclavo moderno tiene inteligencia, sabe leer y escribir, es aculturable.
          Pero no tiene cuerpo: sería demasiado grave para este sujeto tener un cuerpo que pesa demasiado, que va un poco más allá de su condición de esclavo de la comedia del maestro. Una comedia que, en sus múltiples roles, siempre consiste en decir: yo pienso por ti, o pienso para ti (organización, codificación de roles, segregación), pero no en ti.

El trabajo muerto, la muerte del trabajo

En otro punto de la película, en una imprenta, está la cuestión del trabajo proletarizado, precisamente, en una imprenta, y qué tiempo hay en esta obra, qué esperanza de abrir el tiempo persiste en ella: hay tiempo para pensar en los gestos, los micro-montajes del cuerpo y la máquina. Apertura mínima y gasto de intensidades mínimas y necesarias. No parece mucho, pero reintroduce el deseo de pensar concretamente en el trabajo inmediato, y el placer que se deriva de este gasto, es decir, un pensamiento de trabajo relacionado con el cuerpo que no se filtra en esquizofrenia y tampoco se territorializa en la obsesión por la reproducción de gestos, en la rumiación del trabajo muerto. Un joven que juega al pinball después de la jornada de trabajo o se aburre, reproduce, en su acoplamiento a otra máquina, una máquina esquizofrénica, algo así como el montaje de la película de Eisenstein, ritmos corporales, intensidades, imágenes. Él gasta aquí parte del trabajo muerto que ha acumulado allí. Gasta para nada, pero produce algo que se puede relacionar con lo que los sociólogos del arte, que son los canallas intelectuales haciendo semiótica, llaman lumpen-cultura, y con lo que fue también, en los años 20, el cine máquina, el exceso coreográfico de la puesta en escena, Gance, Eisenstein. En comparación con estas máquinas, la película de Godard es un cúmulo de tiempos muertos, de duración obsesiva, de opresión ejecutada rítmica e impulsivamente. No todo el tiempo, pero sigue regresando, volviendo. Las máquinas desenfrenadas de Eisenstein se han convertido, en la película de Godard, en las intensidades de la muerte en el trabajo, en una fila de coches, en un taller, etc. Se trata de intensidades relativamente puntuales (diferenciales) que no cesan de escaparse en el filme, y de atrapar al espectador en un primer momento. La rumiación de un espacio-tiempo atascado, la muerte sorda que invade las sociedades postindustriales está en la película infligiendo al espectador una opresión, produciendo una memoria de la opresión, del mismo modo que Eisenstein produjo una memoria del deseo y del disfrute. El materialismo en el cine, es siempre algo así como el retorno de «La genealogía de la moral» de Nietzsche, una mnemotecnia: fabricar una memoria en el cuerpo.

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Lo kulak

Parodia: La secuencia del hotel, la mujer en la cama, un nuevo kulak. El kulak de Eisenstein comía pepinillos cuando llegó Marfa. Continuó rumiando mientras ella hablaba sobre la vaca muerta. Lo hizo expresamente. El hombre del hotel escudriña el culo de la prostituta mientras habla por teléfono de negocios. Esto y aquello. ¿Qué es lo que disfruta, entonces, en este paso por esta mirada y esta voz, en este doble montaje sincrónico? Tal vez, mientras mira el culo de la chica, está enculando a quien se encuentra al otro lado de la línea. Tal vez necesite fantasear sobre sí mismo a través del rol de un traficante de mujeres, de un déspota oriental, de un terrateniente, para activar su escenario propio de empresario. El disfrute patronal, ¿no es acaso así? Para galvanizar una voluntad de poder, para disfrutarla, para extender su imperio, uno debe estar incesantemente asegurado, tranquilizado por su dominio, mediante cuerpos, imágenes, escenarios, «scènes» que otros reproducen. Una máquina de antiproducción es en esencia teatral, extorsión entre bastidores y conversión en escena, plusvalor de ideal, de responsabilidades, de intereses superiores, etc. Y todo el poder es teatral. Lo importante no es jugar la fábrica contra el teatro, sino comprender cómo se involucra este, y también cómo el cine materialista, en su violencia, puede ser algo más que un teatro de figuras y escenarios extenuados, La Noche de los muertos vivientes que invade el cine de hoy.

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Staroye i novoye (Serguéi M. Eisenstein, Grigori Aleksandrov, 1929)

 

El gran criminal, la soberana tontería

Retorno de Lang: el viaje de Isabelle Huppert por los pasillos fríos, hacia la secuencia prostitucional. Es una pequeña Irene en los subterráneos de la Tumba india, que se han convertido en calles, ciudades completamente desconocidas, un viaje interminable hacia lo desconocido. Finalmente reconocí los pasillos del hotel Louxor, y la secuencia tenía lugar en la guardia del Testamento del Doctor Mabuse, donde, en otro tiempo, otro filme, ya había ocurrido un crimen. El hombre sombrío estaba sentado en su escritorio: junto a él, una secretaria, un poco más adelante una mujer muy hermosa en traje de noche que miraba hacia otro lado. Pensé que había un pesado secreto entre estos tres personajes.  No recuerdo todo lo que pasó, hubo un gran silencio, el hombre hablaba en voz baja. No sé por qué el secretario se quitó los pantalones, ni qué hacía la chica debajo del escritorio. Es posible que el hombre le diera la orden de chuparla, no obstante, me pareció que se estaba masturbando mientras daba sus órdenes en voz baja. Él estaba ya muy asustado. No recuerdo cuándo se precipitó al suelo la mujer del vestido de noche, ni lo que les dijo. Ella gemía horriblemente. La secuencia es una suerte de parodia de Sade, donde, a través del olvido de Sade, de la escritura fantasmática y de la embriaguez colegiada de las situaciones, resurge para mí el recuerdo de Lang, por lo inimaginable en Sade: un tanteo de la imaginación, de cuerpos con los que no sabemos exactamente qué hacer, y, entre tanto, la inminencia de la tortura: una fantasía sádica que hace irrupción en esta demora silenciosa. El hombre sentado dictaba sus órdenes en voz baja, y ese silencio, que Lang había instalado en su filme, ese peso del silencio que, precediendo a cualquier escenario criminal, ya era el crimen, reactivó este dictado noir. En la guarida del Testamento, había una cortina que ocultaba un maniquí, no llegaba nada excepto la voz de un altavoz. El horror proviene, en la secuencia de Godard, en esta incesante espera, de la improbabilidad misma de lo sexual. No sabemos si lo que se organiza es una fiesta un tanto siniestra, o una tortura, o una masacre, esta secuencia es la ruptura de n escenarios organizativos que siguen sin encajar, y que producen una desproporción fantástica en una situación que también se asemeja, desde el comienzo, a una «scène» patronal ordinaria con un patrón irascible, deprimido y con un humor de perros. La secuencia oscila entre la risa enajenada y el terror, hasta que se aplica el pintalabios, que es una catástrofe de lo cómico y del horror retroactuando bruscamente sobre lo que precede: como si en ese toque de erotismo aberrante, en ese contexto cuyas expectativas son de lo peor, viniera este palo rojo de colorete a colocarse sobre esta boca como un dedo de silencio completamente angelical. Como si este rostro, último actor de la secuencia, viniera a silenciar los secretos criminales, y a exhibir alguna estupidez. Esta voz enlentecida: la misma que la de Himmler en la película de Syberberg; Hitler – ein Film aus Deutschland (1977). El cuerpo de Himmler masajeado, masturbando a un SS de ensueño. Siegfried, la Gran Alemania, y esa voz que dictaba la masacre entre dos consultas de astrólogo. También me vino a la mente el texto de Georges Bataille sobre Gilles de Rais, a causa de la insistencia con que Bataille trata de entender cómo se combinan la carnicería y las manías supersticiosas, los rituales diabólicos llevados a cabo con un temblor, un miedo infantil, y el angelismo de Gilles de Rais. Bataille habla de su “soberana estupidez”. Para mí, la máscara del burócrata definitivo es más o menos la cara de esta estupidez. No sé si el pensamiento del poder todavía tiene futuro. La ideología empresario-gerencial se ha convertido en un asunto de la Iglesia, es en nuestras sociedades el legado del fascismo, cuyas consecuencias están aún mal mesuradas. Una cosa es cierta, y es que pensar en el poder será a partir de ahora una cuestión más relacionada con la ciencia ficción que con la teratología. Que nadie venga a hablarme del inefable dolor de los maestros. El duelo que el poder hereda del fascismo es el rostro último de su estupidez, y la más perniciosa. En el filme de Godard, hay sufrimiento, no en los escenarios, sino en los intervalos, en esa suerte de “metafísica bestial” de la que habla Roland Barthes a propósito de la fotografía. Un sufrimiento sustentado en esta manera de hacer afluir la historia, el cine ancestral, un peso de humanidad perdida, y que nunca cesa de perderse, y un horror del cual nos decimos a nosotros mismos que llega todavía del porvenir. Un sufrimiento, y esta extrañeza, en esta película tan desértica: una mezcla de feroz júbilo intelectual, sin parangón con el resto, y esa soledad tan particular que es la de los filmes donde se viaja casi solitariamente, pero cuya profundidad histórica se compone de lenguaje, del tejido de lenguaje compartido con las demás gentes.

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La ciudad, la pintura

La ciudad de Sauve qui peut (la vie) estaba desierta y magnífica. Podría haber sido muy habitable, pero este filme de espacios urbanos, calles, transeúntes, ruidos, toma la apariencia de un síndrome: el asesinato está a la vuelta de la esquina en cualquier calle, escuchamos un silencio de guerra fría, n pequeñas máquinas de odio absolutamente compulsivas no cesando de tipearse unas sobre otras. Un espacio de masacre inminente, y el filme de una guerra de exterminio ya iniciada, los transeúntes huyen, automóviles transformados en tanques. Por aquí y por allá, momentos de milagrosa calma, soplos de aire fresco, un paisaje estrellado a plena luz del día. Como si la violencia fría y siempre un tanto ceremonial de los filmes de Lang se acelerara, deviniendo en una máquina infernal: aceleración del silencio, de los colores metálicos, del frío, de las irrupciones. Aceleración del efecto de muerte de estas imágenes, como en una pintura cuya desestabilización de los efectos de perspectiva (Mondrian) se jugaría en la sincronía de los movimientos: en este efecto de estrés y de conmoción que desfigura la profundidad, y crispa los movimientos, los cuerpos, los coches, en el instante de su irrupción, o en su ralentí. Se trataría de eso: una pintura cuya imaginación de la profundidad y el movimiento sería el sufrimiento (Van Gogh), y, en los momentos de calma, el encanto de una profundidad improbable, poblada por intensidades fulgentes (Klee: sus «Cuadrados Mágicos» son ciudades). Este trabajo es considerable, participa simultáneamente en un retorno de la obsesión por la pintura, con esta pregunta: ¿qué es la analidad, en la pintura y en el cine? En pintura, es siempre la exasperación de las intensidades explosivas-implosivas la que crispa y dinamiza la ficción en perspectiva desplazándola hacia n figuras de estasis como en Mondrian: el cuadrado dentro del cuadrado, n cuadrados que nunca cesan de desplazarse, en la imaginación de una suerte de coreografía sincopada en la que el juego de figuras no cesa de destruir la ficción perspectiva en el efecto de sobresalto de cada estasis («Victory Boogie-Woogie»). En el cine, en lo que podría llamarse el cine al cuadrado, ocurre un poco la misma cosa cuando el cineasta pone el acento sobre el estrés, sobre la crispación de un movimiento, sobre su conmoción en el lugar y como acto: Straub. Con Godard es más complicado en la medida en que el cineasta juega con la imaginación de una crispación muscular (sus ralentís: una especie de coreografía retenida en el lugar y como acto), o de una intrincación pulsional. Antes invoqué la frase de Guyotat, por los efectos de la ingurgitación de la deflación, de la descrispación hacia el efecto de bruma de la imagen: intricación del impulso oral-anal en ambos casos.  Pero, por supuesto, también hay los efectos de la extenuación de la pulsión.

Perplejidad

Para nada sé a dónde lleva esto, este regreso de la anatomía y los escenarios pulsionales en las imágenes. El cuerpo, en Godard, es objeto de una radical proscripción coreográfica. Erigido en su sufrimiento, con el acento de un marcha o muere, él lleva también la cruz de un odio inconmensurable. En el fondo, el único actor en la película es el odio, una magnífica ferocidad intelectual y una posición paranoica en relación a sus objetos: es más o menos el universo de Mabuse que Godard ha recompuesto, el monstruo en su antro, pequeños truhanes, prostitutas, y algunas sombras de hombres desaliñados à la six-quatre-deux. Entre dos terrores, algunas imágenes asombrosas, las dos chicas que hablan de sexo mientras comen, la loca del transistor en el hotel, ese canto de golpe tan desastroso, y esa extraña música sideral que vuelve, y la ausencia de Marguerite Duras que viene a hacernos escuchar, en el filme de Godard, ese mismo silencio de guerra fría que cae al final de Le navire Night (Duras, 1979): «una incertidumbre de orden general», dijo ella.

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