UNA TUMBA PARA EL OJO

INTERROGANDO AL INTERNACIONALISMO; por Kumar Shahani

“INTERROGATING INTERNATIONALISM” (Kumar Shahani, 1990) en The Shock of Desire and Other Essays, Tulika Books, 2015; págs. 319 – 335. Editado e introducido por Ashish Rajadhyaksha.

Una presentación improvisada realizada en el taller del Kasauli Arts Centre en “Dialogues on Cultural Practice in India: Critical Frameworks”. Primeramente publicada en Journal of Arts & Ideas, No. 19, mayo de 1990. En los tardíos 80 y primeros 90, Journal of Arts & Ideas y el Kasauli Arts Centre condujeron una serie de talleres titulados “Dialogues on Contemporary Cultural Practice”, concebidos por Geeta Kapur, involucrando a artistas, científicos sociales e historiadores. Estos talleres vieron dos números publicados en el periódico: No. 19 (mayo de 1990), titulado “Critical Frameworks”; y los Nos. 20-21 (marzo de 1991), titulados “Inventing Traditions”. Los editores transcribieron las cintas de los debates originales, y así el sabor del evento mismo fue mantenido. El presente texto de Shahani, que inauguró toda la discusión, estuvo en conversación con varios interlocutores clave: Geeta Kapur, Gulammohammed Sheikh, Vivan Sundaram, Sanjaya Baru, Susie Tharu, Sudipta Kaviraj, Arun Khopkar, Madan Gopal Singh, Kumkum Sangari, Anup Singh y otros.

Anoche Geeta me instó a romper el silencio que estamos todos disfrutando aquí.
          En tiempos recientes me he cruzado cada vez con más frecuencia con acontecimientos que semejan para mí apuntar una crisis del internacionalismo, y estos, en el cine en particular, parecen conectar con lo que estaba pasando inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial ─en la poesía primero, quizá, la poesía siendo el modo de discurso más común en las artes en el sentido de que todo el mundo está dotado para ser un poeta.
          El síntoma fue el del control de la imaginación. Y recientemente uno ha visto este síntoma aparecer en el cine: del esfuerzo para estandarizar y controlar la imaginación. Por ejemplo, directores de festivales de cine como Hubert Vals, que dirigía el Festival de Róterdam y secundaba que el cine que hablaba con una voz individual, sin forzar ningún tipo de determinación ideológica en la voz de la programación del festival, empezó a lamentarse de que ya apenas había un tipo de cine así en el mundo. Bals solía ver quinientos filmes cada año y hacía una selección para su festival, y el último año se vio mil filmes; dijo que le gustaron tres o cuatro. Esto naturalmente planteó un gran problema a la hora de organizar el festival, y cuando fui allí en enero de este año, lo encontré extremadamente apologético acerca del tipo del tipo de selección que estaba ofreciendo. Yo pienso que esta situación ha llegado a tal punto debido a una estandarización, una internacionalización del mercado junto con cadenas de distribución centralizadas como la televisión. Hay todavía una tremenda confusión, incluso entre nosotros, acerca de estos modos centralizados de distribución, y pienso que deberíamos lidiar con este problema de inmediato.
          Mucha gente cree, por ejemplo, que la televisión es un tipo de forma artística (incluso Godard dice algo a este efecto), lo cual no creo. La televisión es un medio de difusión, no es un medio para un discurso de cualquier tipo. Esta confusión inicial se agrava aún más por ciertas cosas a las que la televisión ha conducido, que son una “lectura” rápida de las imágenes, una que realmente conduce a la gente a creer que se ha convertido en más sofisticada visualmente. Creo que no ha sido así, creo que en vez de mirar a imágenes visuales, hemos empezado a “leerlas”, como señales cuya interpretación solo podrá realizarse en una cierta dirección, ciertas respuestas predeterminadas a los estímulos visuales. Así que una pintura de, por ejemplo, una madre e hijo, ha dejado de producir algo más que una imagen transparente, aunque sabemos que en la historia del arte, esto es meramente una substancia temática, que puede no tener nada que ver con el universo que la particular obra de arte atraviesa.
          Dicho hábito a menudo ha conducido a la abdicación del esfuerzo mismo de estructurar una imagen, de establecer enlaces entre acontecimientos diferentes, ya sean acontecimientos musicales o acontecimientos visuales o acontecimientos narrativos. Ha habido entonces una reacción a esto, en movimientos que han tomado bastante deliberadamente pasos retrógrados, oponiendo tal internacionalismo con un nacionalismo determinado geográficamente, articulado a través de la región, ya sean estas articulaciones visuales, filosóficas, narrativas o musicales. Si uno comienza con lo que sea que se “conozca” como una entidad geográfica, digamos India o Gran Bretaña, que empieza con el concepto de una nación-estado, llegas inmediatamente a identidades regionales que se contraponen con identidades nacionales, y, en lugares como el nuestro, identidades de casta, etc. Incluso las reacciones modernistas han arrojado una especie de lumpenismo retrógrado, como los punks en Inglaterra, que están reaccionando contra una estandarización de la estética y el comportamiento para proponer un grupo que desafíe lo dominante en un terreno prácticamente inexistente excepto el de ser escandalosos. En China tuvimos una Revolución Cultural que ahora ha sido vista como una manera altamente infantil de reaccionar en contra de las tradiciones que se desarrollaron a partir de grandes luchas y una gran cantidad de práctica a lo largo de cientos de años. Estos síntomas fueron, por supuesto, también una parte de cada cambio revolucionario o semirrevolucionario, pero solo ahora han empezado a obtener una base tan fuerte. Desde el Imperio Bizantino no habíamos tenido una centralización tan masiva y monolítica y una estandarización de la expresión como hoy en día.
          El problema es extremadamente real, no importa el modo de discurso que adoptes. Trabajando en el cine por ejemplo, tengo que trabajar con lentes; como Bazin señala, la lente es conocida en francés como objectif ─la lente se supone que te da una visión de la realidad objetiva, y la tecnología de la lente se ha desarrollado, lo sabemos, directamente de los esfuerzos de los pintores renacentistas. Así que ahora nosotros, como practicantes del cine, tenemos que idear subterfugios continuamente para trabajar contra la lente y de alguna manera restaurar las relaciones con la naturaleza que son a la vez más contemporáneas que aquellas propuestas por la lente misma y, al mismo tiempo, están relacionadas con la tradición dentro de la cual eliges operar. Lo que normalmente ocurre es que uno tiene que recurrir solo a las superficies decorativas de la tradición. Como resultado, en el cine en cualquier caso, lo que viene a conocerse como cine “senegalés” o incluso en el cine “africano” no es lo que se esconde detrás de la formulación de una imagen visual o una imagen sonora, sino lo que es presentado, como el vestuario que alguien lleva. Y no solo restaura la transparencia peligrosa de la imagen a la que nos hemos referido antes, también restaura la idea de una cultura del Tercer Mundo, una cultura “subdesarrollada” a la que se supone que un día tendrá que transformarse en cultura del Primer Mundo. Como las brujas de las épocas medievales, nosotros, los artistas, respondemos aceptando estas nociones inconscientemente, y a su vez comenzamos a enfatizar elementos como la etnicidad a través del vestuario y de patrones de conducta obvios. El problema de la autodeterminación solo se aleja aún más debido a tales presiones. Y me parece que toda la historia del internacionalismo en nuestros tiempos ha reforzado precisamente este tipo de respuesta de grupos a los que de hecho les gustaría trabajar hacia la autodeterminación, pero que terminan siguiendo una imagen de sí mismos, una que te es impuesta por una forma de patronazgo con la que empiezas reaccionando a la contra pero que terminas aceptando a través de saltos mortales despiadados.
          Creo que muchos movimientos comunistas en el Tercer Mundo han empezado a caer en esta trampa. El más reciente siendo la Revolución Cultural, pero incluso antes de eso, los amigos que hemos tenido, los profesores que hemos tenido, nos han enseñado que los problemas a los que se enfrentaron entonces no eran muy diferentes de los que encaramos ahora, aunque la línea táctica fuera quizá diferente en su respuesta. En la historia del cine indio, algunos de nuestros poetas y músicos y cineastas con más talento han tenido que hacer trabajo populista relacionándose con la cultura folclórica con un error inicial que no diferenciaba entre arte folclórico y arte urbano popular, los mecanismos vastamente diferentes que conforman a los dos, y las identidades que emergen de esas relaciones de producción. Esto no se examinó en absoluto. Y es una cosa curiosa notar que el tipo de impulso generado por una política bien definida de enviar a estos poetas y músicos a trabajar con “la gente” se ha convertido ahora en la política de una cultura claramente sostenida por el imperialismo. Uno solo tiene que ver cómo Occidente rechaza, la mayor parte del tiempo, cualquier cosa que pretenda ser contemporánea mientras lame todo lo que huele a etnicidad para entender la verdad de esta política. Esta situación confronta a uno todo el tiempo. No sé si un estudio es factible, pero uno debería examinar cómo las instituciones sostenidas por las agencias imperialistas, o con frecuencia simplemente el estado que sostiene a las agencias imperialistas, realmente intervienen en la cultura. Estoy seguro que esta tesis será apoyada.
          Pero los problemas para el artista practicante permanecerán no solo a nivel social, sino también, y substancialmente, en la práctica interna de cualquier forma con que él/ella elija trabajar. Esto es en parte debido a las tecnologías disponibles. He mencionado las lentes cinematográficas, pero incluso los pintores tienen que trabajar dentro de pigmentos manufacturados industrialmente que se prestan a ciertos tipos de colorido y a ciertas relaciones materiales con el trabajo que proponen. En un filme, tenemos este preciso problema en las emulsiones que usamos para hacer películas. La emulsión más versátil que tenemos es la hecha por Eastmancolour Kodak, y trabaja fundamentalmente con el principio de saturación. Me gustaría elaborar muchos de los problemas culturales y políticos a los que me he referido antes mostrando cómo se manifestarían en la práctica actual de la elaboración de filmes, expandiéndome en este principio de saturación.
          El principio de saturación ha sido un principio universal muy generativo, porque realmente ha sido abstraído de la práctica del arte, pero de hecho ni siquiera se aplica a la luz que uno encuentra en el norte de Europa. Incluso para capturar la luz del norte de Europa, no digamos ya el tipo de luz que encontramos en la India, uno tiene que trabajar contra el principio de saturación. Porque a diferencia del stock de Agfa, que no funciona con este sesgo, Eastmancolour afirma que la saturación es el primer principio de la composición del color, y en consecuencia, incluso los colores que no están saturados en realidad se vuelven sobresaturados en el filme. Una vez discutí este problema con los técnicos de Technicolour, Londres, y les pregunté si no había mucha diferencia en las emulsiones presentadas por las diferentes factorías Kodak. Dijeron que se imaginaban que la luz en Rochester se aproximaría quizá lo máximo posible a la luz en la India. Tal colonialismo cultural, que en este caso se remonta al Renacimiento, afecta incluso a los americanos, porque sus filmes, que están en stock de Rochester, difícilmente han superado el principio de saturación como un medio para definir la composición de color en su trabajo.
          El problema es tan difícil que cada vez que uno trabaja tiene que desarrollar estrategias nuevas de afrontarlo y lo más probable es que estas intervenciones no sean aceptadas como intervenciones de calidad. El único filme americano en el mainstream que hizo el esfuerzo, no hacia la desaturación sino hacia un viraje del principio, fue Rosemary’s Baby de Polanski. Siempre que este filme se discutía en Europa, la gente seguía describiéndolo como un experimento fallido, aunque uno fantástico. En Europa está por supuesto el trabajo de Antonioni, que no trabajó con el principio de saturación, reemplazándolo con colores más nítidos y luminosos, que podrían ser internalizados en vez de ser vistos solo como sensaciones. Los europeos se han sensibilizado a estos colores debido a la electricidad, creo, y es también importante que las obras más importantes de Antonioni tuvieron lugar en un tiempo donde la cultura hippie estaba en su esplendor.
          Permítanme profundizar en el principio de saturación un poco más explícitamente. Es más o menos el mismo principio que en pintura. Por ejemplo, cuando trabajo con el color, tengo dos puntos de referencia: las escalas que están realmente disponibles, y la experiencia de la luz de un lugar particular, que por supuesto no está disponible en una forma científica o codificada. He nombrado el principio de la composición de color como luminosidad para mi propio uso, pero puede que esto no sea así; puede ser solo una hipótesis que yo tengo. Ahora bien, las escalas, que por supuesto están muy elaboradas, están disponibles en gráficos. Kodak nos da un gráfico que nos muestra, digamos, el azul en todas sus variantes: la variante tonal, variantes de blanco y negro, todas ellas conducen a un determinado centro, uno azul que es descrito como el azul más puro, o, de la misma manera, el amarillo más puro o el rojo más puro. El libro acerca del color de Johannes Itten también nos proporciona estos gráficos. Uno usa los gráficos solo para pensar en estos como escalas, y son útiles para plantear el tipo de problemas correctos al camarógrafo. El camarógrafo trabaja siempre con estos gráficos, que por supuesto han evolucionado ellos mismos a través de centurias de práctica.  Una vez que tenga esta base, podría decirle a mi camarógrafo K.K. Mahajan, cuando hicimos Maya Darpan, que quería desaturar, que quería eliminar los azules, y fortalecer el calor de la piel humana. Mientras viro, entonces puedo comenzar a trabajar con las gradaciones de la luz que tenemos aquí. Uno puede violar algunas de las convenciones de exposición, y luego incluso seleccionar el material que se ha convertido tradicionalmente operativo en el cine.
          Naturalmente, tales intervenciones por parte del camarógrafo y el director comienzan a producir posibilidades que pocos reconocerían como innovadoras en absoluto. No hay ningún sistema de referencias evolucionado para ver si tal trabajo es innovador o no.
          Los pintores tendrían, similarmente, problemas surgiendo de la perspectiva científica propuesta por las lentes y por todo el gran arte hecho en Occidente desde el Renacimiento. Estos problemas, creo que está claro, no son solo los de la tecnología; residen tanto en la cualidad de la reacción sensual al mundo como en la manera en la que uno se abstrae de esa reacción sensual. El problema de la perspectiva científica es incluso más difícil de contrarrestar. En un nivel puramente formal, no es tan difícil si sabes que no puedes, digamos, imitar la miniatura de Mughal a través de la lente, sino que puedes reorganizar el formato de trabajo que te es dado dentro de la sección áurea de tal manera como para introducir relaciones proporcionadas, de volumen, de distancia, de foco, de color, que recordarán la experiencia de ver la pintura en miniatura o un fresco. Y que puedes usar el movimiento de cámara, y la relación entre la cámara y el actor/objeto, de tal manera como para destruir todo lo que conlleva la idea de la perspectiva científica (y es mucho lo que conlleva). Incluso los filósofos más conservadores de la historia de Occidente incluyen la contribución de los pintores renacentistas no solo en el área de la geometría, que es un área relativamente técnica, sino también en la formación misma de maneras de mirar el mundo. Todas estas preguntas a las que nos enfrentamos realmente se aproximan a maneras de mirar el mundo, e inevitablemente se interrelacionan con todas las otras áreas con las que tratamos en la práctica cultural, como la narrativa o la interpretación, y todo lo que la narrativa o la interpretación nos tienen que “decir”, todos los sistemas de significado que llevan aparejados.
          La gente considera normalmente poco verosímil cuando uno señala que el uso del color en una cierta manera, o de la profundidad de campo en una cierta manera, también afectan a las formas de actuar en un filme. Esta se convierte en el área más inaceptable de la filmación, posiblemente porque los acercamientos al discurso y a la actuación son considerados por muchos elementales, y han sufrido debido a esta cualidad elemental. La perspectiva científica, luego será evidente, trae con ella una cierta moralidad asimismo; ya que si piensas que el mundo es conocible de una manera fijada, aunque quizá hayas reemplazado un anterior modo de identificación religiosa, realmente estás replicando otro tipo de fijismo religioso. Vemos, alrededor nuestro, formas de ciencia que están todavía profundamente codificadas en la religión, en la idea de un Dios como una ley objetiva. Me parece que incluso en este mundo poscubista y post-Cézanne, cuando las perspectivas centrales y fijadas han sido reemplazadas por perspectivas cambiando en el tiempo, todavía sufrimos de la proposición de una ley, una que predetermina la realidad, simplemente sugiriendo que la realidad es conocible en una manera fija, determinada. Cuando uno discute el trabajo de Heisenberg con científicos, o las dos maneras diferentes en las que hemos aceptado cómo la luz viaja, la onda y la cuántica, uno inevitablemente les encuentra insistiendo que estas no incluyen el tipo de relaciones sujeto-objeto que los artistas, en Occidente al menos, han estado intentando proponer. La ciencia afirma un sistema de causalidad que conocemos a través de la práctica del arte como insuficiente para entender la intención artística.
          En el cine, curiosamente, muchos de los grandes cineastas que han tenido éxito a la hora de superar semejante determinismo científico han poseído una predisposición metafísica. Estos cineastas han sido tan exitosos que incluso han atraído hacia su forma a gente que de otro modo pertenecerían a una ideología antimetafísica. Me refiero por supuesto a Robert Bresson. En la mente de Bresson la moralidad que la perspectiva científica ha propuesto es un hecho, y Bresson triunfa al retener esa moralidad tanto en la manera en la que hace a sus actores interpretar y en la elección de las lentes de 50 mm (una que ha estado incorrectamente etiquetada como la lente Normal a causa de la creencia de que es la que más se aproxima al ojo; de hecho es una descendiente tecnológica directa de la convención usada en la pintura renacentista). Pero es en el movimiento fluido de una acción que inevitablemente se mueve más allá de lo estático hacia otra área, no solo de interpretación sino de significado en sí mismo ─ya que este significado incide en lo dado, la pregunta moral estática, para proponer las crisis y los traumas de nuestra época─, el que le lleva más allá de los fijismos de la ley objetiva que la tecnología trae consigo. El otro ejemplo obvio es el de Roberto Rossellini. Los dos han tenido discípulos y estudiantes de incluso grupos políticos radicales que se opondrían a cualquier cosa que sugiriera remotamente ideologías metafísicas o cualquier otro sesgo de derechas.
          Si uno comienza entonces por aceptar que cuando hay un cambio en el sistema formal, también hay inevitablemente un cambio en el sistema ético ─introduzco ahora lo ético, porque creo que a pesar de la preferencia de la mayoría de sociedades basadas en el cristianismo a reiterar la moral, de lo que están hablando y de lo que estamos hablando es de hecho lo ético─, luego se deduce que el cambio operará desde la narrativa; desde la pregunta de cómo comienzas a estructurar una secuencia de acontecimientos. Ahora en el cine e, imagino, también en el teatro, tal secuencia de acontecimientos, o lo que es convencionalmente llamado el “plot”, es gobernado de manera bastante desvergonzada por la causalidad mecánica. Me refiero a aquellas convenciones de la física que han sido arrojadas al principio de este siglo, de la acción determinando su propia reacción, etcétera, y por supuesto incluyo en esto a varias convenciones que han permanecido desde una era premecánica, como por ejemplo la falacia patética, que es usada repetidamente en el cine, normalmente en imitación cruda de las convenciones literarias. En Occidente, ha habido varios levantamientos artísticos importantes para fragmentar el lenguaje hasta un punto donde sería liberado de tales convenciones, como la Nouveau Roman en Francia, que intentó eliminar las metáforas de lenguaje que todavía contenían restos de la falacia patética, u otros esfuerzos modernistas para rearticular una forma ética. A pesar de estos esfuerzos, el arte todavía tiene que moverse más allá de estructuras impuestas por la causalidad mecánica, y no pienso que vaya a triunfar mientras las leyes de la física tengan el privilegio hasta el punto que lo poseen en nuestras sociedades. En las ciencias biológicas, parece, están empezando a surgir preguntas que ya han sido confrontadas por los artistas: preguntas de individuación, por ejemplo. ¿Cómo las células que son superficialmente similares unas a otras, e incluso funcionan de manera idéntica, crecen en un hígado o un bazo o un ojo o un dedo del pie?
          Con todo, a pesar de los problemas evidentes, el último par de décadas ha visto esfuerzos otra vez para estudiar la narrativa meramente a través de aplicaciones de sistemas binarios, una suerte de estructura computerizada de los elementos constituyentes de la narrativa, P-1, P-2, P-3 o lo que sea, cuya cualidad principal parece ser la de separar la narrativa de los problemas éticos a los que está atada. Tal estructuralismo me parece a mí está completamente en la pista equivocada, irrelevante tanto para la construcción de la narrativa como para responder a la narrativa. Creo que algunos de los estudios han mostrado por sí solos sus limitaciones, estudios que hablan sobre la degeneración de los mitos, i.e. mitos que se mueven desde oposiciones claras y articulaciones altamente estéticas, poseyendo formas que son fácilmente legibles y fácilmente ritualizadas, a formas que son aparentemente degeneradas pero que encuentran respuestas éticas dentro de sociedades particulares en etapas particulares de su historia. Pero si veo estas respuestas, no llamaría a los mitos degenerados en absoluto, sino formas que han emergido a través de la práctica y que retienen su foco tradicional de referencia, y completamente valiosas para articular una estructura narrativa.
          Creo que en áreas como estas mucho trabajo podría hacerse por aquellos que se encuentran fuera de las disciplinas dominantes normalmente aplicadas. Tal trabajo llevaría a investigaciones en la misma práctica del arte, para empezar, como también en la teoría de la práctica artística que tendría entonces que reformular la naturaleza de la naturaleza humana ─ya que automáticamente los artistas tendrían que tratar con problemas como la caracterización y la naturaleza de lo que ese personaje significa, de la palabra, la naturaleza de la naturaleza en sí misma─ y el privilegio del personaje o el “plot”, dependiendo de la urgencia de la necesidad para formular una interacción con el mundo entero, en vez de una limitada a un área geográfica particular. Todo esto llevará necesariamente a una resecuenciación i.e. a un entendimiento del elemento del tiempo diferente de lo que hemos estado haciendo generalmente.
          Cuando hablamos de tiempo, y especialmente de secuencia, necesariamente llegamos a la instancia de la música. Normalmente, cuando uno habla con europeos acerca de música, sugieren una historia unificada ─suelen creer que antes de que la música moderna se construyese, había polifonía; antes de la polifonía estaban los cantos; se retrotraerían a la melodía absoluta. Ahora nosotros en la India trabajamos por completo con sistemas melódicos, tanto en el norte como en el sur. Pero tendemos a hacer demasiado de meramente los elementos formales de esta práctica; por ejemplo, sabemos que no tenemos la estructura de una escala temperada con, por ejemplo, nociones de shruti reducibles a 22, 24 o 25 divisiones. Ahora [Pandit Sharadchandra] ha propuesto con bastante acierto que poseemos una escala continua, lo cual significa un número infinito de shrutis. Muy pocos músicos practicantes aceptarán este hecho, aunque lo revelen en su práctica. Creo que aquellos que han intentado proponer una metodología de la música india también han sufrido una ansiedad al proponer algo que iguale la sofisticación metodológica de la teoría musical occidental. Pero el hecho de que en el momento no tengamos acceso, digamos, a un sistema matemático para entender la música india no significa que tal sistema no exista; simplemente no tenemos acceso a él ahora mismo. Creo que hay bastante más acerca de la cuestión de la improvisación y la individuación que esta permite ─una cualidad de la música india que ha atraído a muchos músicos occidentales hacia ella─ de lo que cualquier teoría musical sugeriría. Hay más que eso porque cualquier experiencia al tocar o escuchar música india propone más que una simple manera de mirar a las cosas; cualquiera que haya tenido el placer de ir a una presentación de una bandish o raga verá que de hecho ensancha las maneras de aproximarse a la realidad en sí misma. Nos devuelve a la cuestión ética, así como a la cuestión anteriormente alzada de la perspectiva científica. Por el momento no tenemos maneras de articular esto, ya que buscamos congelar la tradición en varias formalizaciones, como hizo Bhatkhande, o llegamos a varias mistificaciones de puro sinsentido acerca de la práctica. El problema es en verdad que la práctica es en sí misma tan aparentemente contenida en su completitud que incluso da la impresión que no hay necesidad de renovar la tradición, y claramente la hay. Nuestros sistemas sugieren evidentes vínculos con la música uzbeka, con la música árabe, que nuestra historia también corrobora. Y es ridículo para nosotros limitar geográficamente nuestra tradición de la práctica musical, como también lo es imponer sistemas técnico-formales que no se relacionen con las cuestiones alzadas por la práctica en sí misma. Cuestiones que conducen a las relaciones de uno con la naturaleza, con la historia y con la ética.
          En nuestra música este tipo de investigación es particularmente vital, porque nuestra música ha sobrevivido la arremetida de muchas estrategias imperialistas diferentes; incluso aquellas que, aparentemente apoyando la música, no permiten la asimilación de otros tipos de música con los que de otro modo encontraríamos conexiones valiosas, ya provengan de Corea o Japón o del jazz afroamericano. Dicha asimilación es vital. Debemos asimilar todos aquellos sistemas con los que nos topemos o admitir la derrota. Y el mayor problema que debemos encarar es uno que se repite una y otra vez, de cómo podemos satisfacer nuestra necesidad de una identidad homogénea. Mientras muchas de nuestras literaturas y nuestras formas musicales y nuestras pinturas han emergido de la abstracción de una particular realidad sensual, y mientras que la realidad ha cambiado y ha conducido a nuevas formas de abstracción, este problema, esta necesidad, se repite: la necesidad de una identidad, una necesidad que está en cada uno de nosotros. Esta necesidad, una y otra vez, nos lleva de vuelta a formas tribales, a regresiones que amenazan la supervivencia de la identidad misma. Porque no nos dotan para encarar los desafíos que el mundo a nuestro alrededor nos plantea hoy en día.

Char Adhyay Kumar Shahani 1997
“Te han entregado su dolor, Somnath Hore, para que muevas tus manos y dejes trazos eternos de las heridas”. Char Adhyay (1997): el blanco-sobre-blanco citando directamente la serie de obras sobre papel “Wounds”, de Hore.
Khayal Gatha Kumar Shahani 1989
“Puedes reorganizar el formato de trabajo que te es dado dentro de la sección áurea de tal manera como para introducir relaciones proporcionadas, de volumen, de distancia, de foco, de color, que recordarán la experiencia de ver la pintura en miniatura o un fresco”. Khayal Gatha (1989): participando en convenciones de pintura en miniatura.

DEBATE

Gulammohammed Sheikh (GMS): Unas cuantas ideas al azar que me vienen a la mente, en respuesta a lo que Kumar ha dicho. Una cosa que me llama la atención inmediatamente es la proporción que estableces entre el arte del Renacimiento y el cine. Ya que esto concierne a la pintura, tiene por supuesto interés directo para mí; las superposiciones entre el cine y la pintura en el uso del color, por ejemplo. El asunto recurrente es que, dentro de la filosofía del Renacimiento, el mundo es retinal, ha sido apropiado por la retina. Y la lente de la cámara sostiene la retina; es de hecho la preocupación central detrás de la invención de la lente. Necesariamente, por lo tanto, cualquier artista usando el medio del cine tiene que oponer esta apropiación, por lo tanto yendo contra las propiedades del propio medio. Había este plano en Offret de Tarkovsky en el que Alexander se aproxima al espejo y solo ves una sombra, para darte cuenta, eventualmente, que se ha acercado a un espejo que está siendo filmado por la lente. Y al final llega una especie de marca que es como tocar la lente, una marca que desaparece gradualmente. Ves un esfuerzo aquí para ir casi más allá de la lente, por así decirlo.
          Lo que siento fuertemente acerca de la superposición entre la pintura y el cine es que mucho arte, en estas dos formas, ha adoptado posturas opuestas al naturalismo, o lo que podrías llamar perspectiva científica; ha revelado alternativas, cuestionado el sistema. Pero también se me ocurre que, a pesar de todo esto, tanto el cine como la pintura están finalmente circunscritos por esta limitación porque todavía define al medio; en el cine es la base de la tecnología. Utilizamos la retina para lidiar con la realidad, y luego meramente la reducción o elevación de ciertas tonalidades de color…

Kumar Shahani (KS): …no servirá de mucho. Muy cierto, razón por la cual uno tiene que enfatizar que las decisiones como las tonalidades de color implican decisiones en otras áreas, de composición en general. De hecho, muchos de nosotros en el cine estamos trabajando contra el privilegio del encuadre, en el conocimiento de que el encuadre solo refuerza las transformaciones retinales y nada más. Ahora tenemos que trabajar con la secuencia de estimulaciones retinales de tal manera como para anularlas y crear un diferente tipo de internalización que ya no sea dependiente de la retina. Y de ahí, todas estas proposiciones de narrativa y de secuenciación, y el uso de formas musicales y de maneras en las que haces que una persona actúe en frente de la cámara.

GMS: Entonces, tengo dos preguntas. Si tomas la retina, dos ojos que trabajan juntos y sugieren una convergencia estereoscópica, también podrías tener un mecanismo que traza el trabajo libremente, y así, en consecuencia, un tipo de trabajo que permite la libertad a aquellos que ven. Primero, ¿ha habido algún tipo de trabajo hecho que lidie con las funciones técnicas y mecánicas de la retina? Y segundo, ¿podría haber un sistema que realmente funcione fuera del sistema retinal, encontrando nuevos mecanismos para su funcionamiento? Por ejemplo, si la visión del mundo del Renacimiento alcanzó su pináculo en la invención de la cámara fotográfica y la lente, si podríamos haber inventado un dispositivo similar a una cámara para registrar la realidad con pináculos similares en la historia de nuestro arte. Cuando planteo la segunda pregunta, también estoy insinuando que el arte indio funcionó fuera del ámbito del sistema retinal y proveyó medios alternativos para la aprehensión del mundo.

KS: Con respecto a la primera pregunta, ciertamente ha habido intentos de actuar contra la convergencia, la convergencia con la que la perspectiva científica opera. Evidentemente todos los artistas, incluyendo artistas occidentales, han trabajado contra la convergencia ─el montaje fue un primer gran esfuerzo en esta dirección, en el trabajo de Eisenstein en particular. Vemos esto en sistemas que han sido opuestos por teóricos tardíos, que usarían la acción fluida y la cámara fluida para realmente usar la fluidez para negar la convergencia.
          Acerca de la segunda pregunta, me parece que la historia de nuestro arte y por lo tanto la historia de nuestra cultura tendrían que ser algo diferentes para producir incluso la idea de una lente. Tendría que tener una idea del modo de representación que no se aplique solo a la pintura sino a todos las ideas que convergieron en la pintura tan extraordinariamente en ese momento en Italia. Por supuesto, si nuestra historia hubiera tomado un rumbo diferente, desde la era budista en la que uno encuentra una práctica artística que se regocija en lo natural mismo ─si esto hubiera sido tomado por la historia que le siguió, no solo en artefactos obvios o maneras obvias de tratar con la escultura y la pintura, etcétera, sino en sistemas éticos reales, si la necesidad para tal objetividad hubiese sido articulada, quizá nosotros también hubiéramos desarrollado algo tan representativo como una lente. Todo esto por supuesto es enteramente hipotético, pues dada nuestra historia tal como es, no pienso que pudiéramos haber inventado nada como una lente.

Arun Khopar (AKh): Quizá esto es demostrado en los observatorios indios, que están localizados por un sistema completamente diferente que el de los observatorios occidentales vis a vis el universo en un punto en particular. Incluso la arquitectura ─los rayos de sol golpeando en un punto en particular─ construye el templo completo en vez de lo que haría un punto de observación, per se. La localización del observatorio indio es en sí misma crucial, no solo por la visibilidad sino por explicar el rango cósmico, como ves en Jantar Mantar.

Anuradha Kapur (AK): En el teatro el uso de la cortina parecería ser un intento real de enfocar pero de hecho este dispositivo conduce a todo lo contrario. A veces una mano emerge y/o la parte superior de la cabeza, pero mucho de lo que ocurre detrás de la cortina no es visible. Siempre está haciendo un desalineamiento entre lo que puedes ver y lo que se espera que veas como un espectador, y lo que por intervención de un dispositivo teatral puede que no veas. En otras palabras, colocas la representación, los objetos de esa representación y el conocimiento de esa representación de tal manera que siempre pone en duda tu habilidad para converger, o incluso la asunción de que puedes ver.

KS: Es bastante cierto, también encuentro esto en la mise en scène de la mayoría de nuestras formas tradicionales, que no permiten una convergencia sino que, por el otro lado, trabajando desde un centro, o a veces tres o cuatro centros, van hacia el exterior. Casi cualquier forma tradicional que tenemos usa estos dispositivos, y esto hace difícil para nosotros representar, por ejemplo, una obra teatral occidental “bien hecha” donde la proposición en sí misma es geométrica.

AK: Incluso vemos esto en el uso de la mirada en el teatro indio clásico, así que cuando un personaje dice, “Aquí viene Bhima” y mira hacia un lado, la entrada real podría ser desde otra parte. Así que no hay convergencia.

Madan Gopal Singh (MGS): No estoy de acuerdo con eso. Eso es meramente una convergencia desplazada, ahora estás posicionando a la convergencia como una ausencia. La problemática ciertamente permanece incluso aunque esté posicionada en otra parte. Creo que el problema es (me vuelvo a referir a Kumar), has mencionado el uso de Bazin del término objectif para la lente. Este término es semióticamente interesante porque, aunque sugiere una relación con el objeto, también sugiere un objetivo. Es como una cierta consciencia hacia la objetividad, como arrebatarle la lente a la naturaleza, que es de hecho como la lente es vista y usada. Hay un problema en ver naturalmente ─no puedes ver a través de una lente ligeramente. Y luego el problema de naturalizar un modo entero de convergencia, o de trazar el punto en el que la saturación del color tomó el giro ideológico que describías─ nada de esto es satisfecho por la idea de la convergencia desplazada─, porque la convergencia permanece, en todos los puntos, un referente activo.

KS: Eso es cierto, pero lo que Anuradha estaba sugiriendo es la posibilidad a través de tales formas de llegar también a una divergencia ─de la relación de la cortina con las partes del cuerpo, entre el personaje, la mirada y la audiencia. Incluso está persona que es tan central, que está, digamos, en este punto. y sobre la cual hemos convergido en este momento en el tiempo, puede estar configurada de tal modo como para alejarnos de esta convergencia. Ya que su convergencia también está individuada a través de la parafernalia alrededor suyo, algo que es un gran problema del teatro occidental ─ porque la individuación del personaje es tan completa que de hecho incluso reemplaza el acto de ver. Si solo estás habituado al sistema naturalista occidental, solo verás si Bhima está llegando, oirás a Draupadi diciendo que Bhima está a la vuelta de la esquina, verás a Bhima entrar con su brinco característico. Pero también deberías ver a Draupadi con todos esos gestos suaves…

AK: Haciéndose así invisible con esos gestos…

KS: Sí, pero finalmente la ves, ves a Bhima, te ves a ti mismo, cada uno actuando desde un centro. Esto es ya una enorme diferencia, incluso en determinar el objetivo. Si vemos tal sistema subvirtiendo las temáticas de objetividad y convergencia, lo que estamos viendo es también un sistema que subvierte las instituciones religiosas que proponen un conjunto singular de leyes para gobernar nuestras respuestas y comportamiento. Subvierte todo eso. Lo que ocurre es que, aunque percibas que cada yo diferente está posiblemente conectado, tienes que formar el vínculo. Y lo que quizá todavía tengamos que hacer es hallar cómo tiene lugar este vínculo, un vínculo no-convergente.

Geeta Kapur (GK): Creo que Madan estaba intentando señalar algo ligeramente diferente. Estaba sugiriendo que en vez de colocar la teoría de la perspectiva científica renacentista de manera tan de lleno en la pasión por el objetivo, y desde allí en la pasión de la religión, como has hecho, Kumar, otro sistema podría ser posible. Por ejemplo, manteniendo el referente activo dentro del esquema ─en una secuencia dada o en la totalidad de la narrativa─, un referente activo retransmitido a otro, podría conducir a una cima metafísica, el objetivo de la narración, que así sería diferente de las convergencias objetivas en el espacio sugeridas por la perspectiva renacentista. Creo que él estaba sugiriendo que las convergencias narrativas podrían por lo tanto ser de diferentes tipos y que no era necesario, quizá ni incluso posible, tomar una posición contra la noción misma de convergencia.

MGS: Lo que estaba sugiriendo puede quizá ser mejor iluminado por Arun, si explicara su analogía del observatorio.

AKh: Hay diferentes tipos de telescopios, por supuesto: por ejemplo, el radiotelescopio o el telescopio óptico, cada uno de los cuales tiene sus propios requisitos. El radiotelescopio tendría que ser instalado en un espacio donde haya las menores perturbaciones posibles a la onda de radio, así como para un telescopio óptico podrías necesitar una montaña y visibilidad clara, etcétera.
          Para el observatorio indio, sin embargo, ciertos acontecimientos son importantes ─que se repiten en el tiempo. Obviamente, qué acontecimientos son importantes y cuáles no es algo que ya introduce lo que Kumar menciona como la base ética para entender el cosmos. Ahora bien, incluso en la recurrencia, el científico occidental está más interesado en recurrencias periódicas en el pasado, por ejemplo, de cometas que son vistos solo una vez cada muchos años. Pero para el observador indio o chino, es la no-ocurrencia, la rotura en la periodicidad, lo que es mucho más significativo, y esto es un medio para predecir lo que vas a ver. Para el indio o chino, entonces, un acontecimiento que pueda ser observado por primera vez es menos probable que sea una sorpresa que para el observador occidental. Y lo interesante es que las predicciones chinas e indias y los cálculos astronómicos han sido a menudo mucho más exactos, a pesar de que Occidente tenga equipos más sofisticados para la observación.

Sudipta Kaviraj (SK): Básicamente tengo un problema, Kumar, que se me repitió en varias de las observaciones que has hecho. Hay algo con lo que no estaba de acuerdo, pero estaba intentando abrirme paso alrededor suyo hacia algo más que concernía a tu presentación. Para ser breve, sentí que tu presentación tenía que ser recibida con un cierto grado de ironía. Señalas una cierta manera de ver el mundo que está determinada no solo en términos de ciencia, también específicamente en términos de instrumentación, que trazas hasta el Renacimiento. Al mismo tiempo, sin embargo, también reclamabas el derecho del arte a desempeñar un papel secundario en la ciencia, en la manera en que el arte juega sobre variaciones de lo real.
          ¿Pero dirías, como continuación, que la visión con la que estás jugando también debe ser vista en términos irónicos, en el sentido en que tú la requerirías como una historia, una suerte de telón de fondo, para retener la vitalidad y originalidad de lo que creas? Y si esto es así, si estoy en lo correcto al sugerir que esto es así, ¿qué hay entonces de las formas que has estado discutiendo, el teatro y demás, que no funcionan en los mismos términos de ironía? ¿Tendrías acceso a ellas de una manera no-irónica?

KS: Bien, creo que lo irónico ─como has elegido nombrarlo─ ciertamente tiene que jugar un rol, porque hay una historia específica de los instrumentos que usamos, y esto no puede ser evitado. Pero la pregunta más interesante es la otra, de cómo nos relacionamos entonces con las formas que nos son presentadas aparentemente sin el peso de la tradición ajena.

SK: ¿Sería posible para nosotros percibir estas formas de una manera no-irónica?

KS: Creo que lo es, y el intento ciertamente sería conseguirlo. Pero luego, para empezar, uno tendría que aceptar la realidad de lo que nombras irónico, y el mayor problema está justo ahí ─en la presión que todos los artistas encaran para creer que las formas indígenas, por virtud de su mera etnicidad, son, o deberían ser, automáticamente accesibles para nosotros. Y que, de hecho, la medida de la identidad de un artista es el grado por el que ella o él es capaz de apropiarse de un estilo de indigenismo cultural. Esta es por supuesto una posición apoyada por el imperialismo, y es mera basura en términos intelectuales.
          Lo primero que uno debe hacer es reconocer la realidad de sus propias limitaciones, ya sean las lentes o el material que estoy usando, y decir que esto es lo que ha pasado para construir mi trabajo.

MGS: Este argumento acerca de lo irónico lo encuentro fascinante. Porque lo irónico es algo que no existe por sí solo. Existe como una idea de algo. Y en este sentido me parece que si queremos hacer avanzar lo que Sudipta nombraría como una relación no-irónica con la tradición, entonces tendríamos que desarrollar algo conceptualmente tan poderoso como el realismo lo ha sido en Occidente. Y por esto no me refiero a un vástago del realismo. Todavía no estoy seguro acerca del realismo en sí mismo como un modo de práctica y lo que podría significar para otros hoy, pero si tuviéramos que plantear una alternativa no-irónica, tendría que ser algo tan conceptualmente rellenado como las tradiciones occidentales de representación. Esto es de hecho un problema central de nuestro cine, ¿cómo uno atraviesa la historia cuando la propia existencia de la misma, en un nivel u otro, permanece una ironía? La tensión es de hecho entre un estado no-irónico del ser y una historia irónica.

GK: Una de las razones por que las que me siento ligeramente infeliz acerca del uso del término “peso” de la tradición occidental, de la historia e ideología occidentales, es porque en este punto histórico ─y podríamos remontar varias décadas─, el problema es verse a uno mismo o su condición en una suerte de juego irónico con “Occidente”, en primera instancia, y luego explorar tradiciones alternativas con el grado de autonomía que uno realmente atribuye conceptualmente a la tradición occidental, en vez de ver a una desplazar a la otra.

KS: Sí, una no puede desplazar a la otra, y de hecho tenemos que aceptar Occidente ─el comienzo está en aceptar la tradición occidental─, que es en sí mismo una especie de mitología de la cual sabemos algo llegados a este punto. Incluso este argumento acerca de la saturación del color que desarrollé antes ─alguna forma de eso debe haberse desarrollado con los tintes de color que provenga de culturas diferentes. El rojo, por ejemplo, vino de la India, el índigo vino de la India, y la gente tuvo que trabajar con estas tonalidades, obviamente. Aparte de esto, sabemos ─aunque no haya habido trabajo suficiente acerca de esto por ahora─ que incluso las formas propuestas por los artistas del Renacimiento fueron asimiladas por otras culturas. Investigaciones recientes han mostrado que los cantos gregorianos, que preceden a todo lo demás en la música occidental, han sido influenciados por la llamada islámica, que está relacionada a su vez con otras formas de música oriental. Así que incluso las formas en Occidente se han desarrollado a través de vínculos con otras culturas; y cuanto más descubramos estos vínculos, más fácil será para nosotros trabajar.

GK: E incluso así no será un acto de destilación. No estamos interesados en destilar todo lo que ha ido a parar a la tradición occidental y en reclamar lo que es nuestro.

KS: Creo que hasta cierto punto tendríamos que hacer la destilación, porque sin ella podríamos ir de nuevo hacia otras formas de imitación.

Susie Tharu (ST): Fragmentar las tradiciones que heredamos…

GK: Fragmento, sí, estaría más inclinado a aceptar eso, pero no la destilación ─porque eso discute una esencia que estaba de algún modo intacta dentro de nuestras tradiciones; que tenemos que retornar a esa esencia. Esto es algo que estoy seguro Kumar no aceptaría.

Vivan Sundaram (VS): Me gustaría decir algo del enfoque metafísico alternativo en Piero della Francesca y el modo en que este enfoque fue admitido en la ideología dominante de la perspectiva científica. Uno se debe preguntar cómo esta actitud científica altamente desarrollada permitió una percepción paralela del tipo que ves en Piero. Esto es indicado en el lenguaje de la pintura misma ─por ejemplo, una cualidad desaliñada, inacabada en partes, informal, espontánea, oponiéndose de todas las maneras a las percepciones organizadas que formaban la ideología dominante. Solía preguntarme, ¿son estas meramente áreas inacabadas en la pintura? Pero la investigación actual, y también el modo en el que uno es capaz de ver estos trabajos, les da otros tipos de significado. Uno ve otros elementos que llegaron casi a pesar de los clásicos principios organizativos que Piero se suponía que debía seguir. De la misma manera, cuando uno mira a Vermeer hoy, estaríamos adoptando una posición extremadamente conservadora si dijésemos que estaba trabajando solo hacia principios de convergencia y nada más. Tendrías que ver hoy cómo los nuevos modos de ver que la perspectiva científica echó al aire también hicieron surgir nuevos modos de integrar lo metafísico, y no necesariamente en directa oposición a ello ─no solo para dar la vuelta al principio dominante, sino para ensancharlo. Creo que podemos tener una ligera tendencia a igualar todo lo “occidental” con una tendencia dominante en Occidente y no prestar atención suficiente a oposiciones que emergieron que ahora están integradas en él, que también son parte de la tradición occidental. De hecho, ves esto en algunos de los más grandes practicantes de arte occidental.
          Finalmente, en la manera en la que percibimos obras de arte del pasado, deberíamos ser capaces de mirarlas de maneras aparte a los términos en los que fueron hechas. Tendemos realmente a aprisionar esas obras dentro de sus propias ideologías. Por ejemplo, existe este brillante ensayo sobre Vermeer, The Artist’s Studio, que da muchos ejemplos para mostrar cómo Vermeer usa múltiples modos de ver, alternativas simultáneas y paralelas al principio de convergencia que está por supuesto allí. No debemos simplificar demasiado…

KS: Es cierto. De hecho, si estas obras de arte no tuvieran una gran complejidad, difícilmente hubieran sido seguidas por las grandes tradiciones que emergieron.

GMS: Mientras tanto quiero retornar a algo que he estado intentando formular, algo que llamaré la Otra Percepción. Si uno mira a las artes visuales indias, y la cuestión de la cámara que apunté antes, argumentaría que este no es por entero un problema hipotético. Fue interesante que, como Arun apuntó con la astronomía, hubo actualmente una dirección, una percepción diferente, que se intentó convertir en un sistema científico, un sistema avanzado.
          Lo que estoy proponiendo es examinar un modo de pintura que podría usar el movimiento del ojo y aun así funcionar fuera de la esfera de la “óptica” ─i.e. fuera de las convenciones del encuadre-como-ventana. Los pintores de Mughal, sabemos, han estado expuestos a la pintura del Renacimiento e incluso hay instancias suyas imitando esta forma de pintura porque se lo habían mandado. Pero vemos que no respondían a ciertos aspectos de la perspectiva naturalista ─no respondían al escorzo, ni a la sombra. Y lo que creo que querían hacer era mantenerse libres del aspecto instrumental, mecánico, de la óptica, mantenerse libres para manipular cada esquina del encuadre libremente.
          Y quiero saber la diferencia entre este sistema y, digamos, las instancias que Vivan dio antes de la pintura occidental, porque siento que aunque los pintores occidentales trabajaron hacia una multiplicidad de maneras de ver estaban aun así restringidos por los aspectos mecánicos del sistema óptico.

KS: Ciertamente, con respecto a los Mughals, había una manipulación real ─creo que es un uso muy feliz del término─, y ya sea un pintor occidental u oriental, tiene la opción de la manipulación, que el cineasta no tiene. Porque el cineasta tiene que trabajar con los ojos, tiene que usar la lente para organizar las transformaciones del material; y no hay manera de salir de eso, a no ser por supuesto que uno use técnicas de animación, como Arun podría sugerir, que no usan un idioma fotográfico en absoluto. Pero hay otros medios para elaborar sistemas en los que el cineasta no esté manipulando, donde aunque las manos no entren tanto en juego, haya una transferencia de ritmos corporales, no solo del actor sino también del camarógrafo. Si el cineasta puede hacer entrar en contacto estos dos ritmos corporales, el resultado puede ser explosivo. Puede superar por completo la perspectiva naturalista aunque esta exista en la lente. Porque se trata de introducir un nuevo tipo de tensión por completo. Creo que tales cuestiones están muy presentes en la consciencia de la gente en partes diferentes del mundo intentando echar abajo esta autoridad de la tecnología, entre gente que definitivamente está buscando alternativas.

FUEGOS EN CONTRA

The Codes [Szyfry] (Wojciech Has, 1966)

Szyfry Wojciech Has 1

Un cineasta continúa una obra de aparente ambición desmesurada con una pieza de ochenta minutos, casi un reflejo de palidez desalentadora, a la vez filmando Cracovia, su lugar de nacimiento, dejando notar que ya han pasado veintiún años desde la II Guerra Mundial, ahora el viaje no nos aleja de Polonia a Francia, como le pasaba a Felicja en Jak byc kochana (1962), esta vez el tren, anómalo, frío, no dado a las confidencias, devuelve el cuerpo desplazado a la zona este de Europa, confronta la desmesurada entropía de los archivos con dos miradas, la del protagonista, Tadeusz, que desea saber si su hijo, Jędrek, murió al terminar la contienda o si sigue vivo, en algún frente perdido, bajo tierra, empujando la lápida, y la de Wojciech Has, que ya no desea saber demasiada cosa porque intuye que la mayor parte de los catorce años que pasó en Cracovia antes de que los tanques arrasaran todo han quedado solo en su memoria, dos miradas que se superponen, dos sentimientos, estupor y melancolía, acompañados de un silencio antepuesto a cualquier mudez, pues aquí, en presente, todos hablan, pesquisan, responden, hacen ejercicios de gimnasia mental, desentierran códigos de guerra, pero no la heroica, la patriótica, sino la que se inmiscuye hasta tal punto en el día a día que llega a ocupar la cama de la habitación de enfrente, retoza en el mercadillo de la calle paralela con dos clientas, pide a gritos una resistencia encubierta, encuentros furtivos entre dos caras muy concretas que dos décadas después olvidaremos, pues podrían ser ya las de cualquiera, pidiéndonos el tique en el tren, pasando desapercibidas en la ciudad como dos paseantes más, el doctor que nos supervisa los dolores, el abogado que defiende sin furor nuestra causa perdida.
          Triste destino que tan alta sofisticación de resistencia acabe haciéndonos dudar, al desmantelarse los pelotones, de si el propio hijo desapareció a causa del bando propio. Wojciech Has comenzaba su trayectoria acompañado de otro maestro, Stanisław Różewicz, filmando la reconstrucción de Varsovia en 1947, hoy en día solo se le recuerda en esta parte del continente por dos filmes, el que precede al comentado, Rekopis znaleziony w Saragossie (1965), y la adaptación de Bruno Schulz a la que seguirían diez años de silencio fílmico, Sanatorium pod Klepsydra (1973). Ninguna de estas dos obras es representativa de la filmografía completa de Has, y mucho menos de su mal llamada primera etapa, pues tres cuartas partes de su obra se encuentran en ella, hasta Lalka (1968). Por mera comodidad, los que siquiera recuerdan a estos cineastas, se incluye toda esta gran etapa bajo la anexión cómoda a la Escuela Polaca de Cine, suponiéndole por ello una suerte de coyuntura que la alejaría de las dos obras más singulares y personales, aún proyectadas si la suerte alumbra en determinadas retrospectivas de cine polaco. Qué podemos decir, de qué vamos a sorprendernos, la voracidad cinéfila de aquellos que sí intentan desentrañar los pasos específicos, haciendo honor a la historia, a los códigos, encuentra hoy en este clima de una atmósfera empodrecida unos cuantos motivos para dar freno a su alimento constante de afectos en forma de emulsiones, de la nada pero con no poca razón les surge la pregunta ¿qué hacer con el cine? y luego continúa otra ¿qué lugar ocupa esta sucesión de emplazamientos que acaparan mi noche en relación al mundo, qué correlato obtengo de mi educación ética, humanística, al salir a la calle? Ante el freno de la vehemencia, adquirimos un semblante que intenta huir de la demagogia, los cuestionamientos majaderos que, al observar el cine como el problema contaminado menor, intentan hacer de él la parte por el todo, primero se resolverá el resto, luego, pasando a lo insignificante, llegaremos al cine, ante esto mejor callarse la boca, casi ni se puede hablar, casi ni se puede retrazar, más que no poder, dan ganas de mantener silencio, no hay interés ni del que se ha labrado una carrera de mirador profesional, tan atribulado por fuegos en contra, dejando atrás su pasado genuino donde comenzaba su mundo de cine con cimientos intransferibles pero felizmente compartidos para entregarse a la sucesión nostálgica de festivales y las malas camarillas prescriptoras. Esto es lo que queda de la rebelión, una larga sucesión de quejidos en retirada, la asunción de que comenzamos perdiendo. Un territorio de derrota humanística. Tal circunstancia debería hacer a esta cinefilia, por supuesto también a nosotros, especialmente receptiva a todos los filmes que Has filmó entre 1958 y 1966, pues pocos cineastas europeos se nos ocurren que hayan sabido registrar con mayor entropía revelada los cambios de statuo quo no necesariamente acompañados de cambios de humor, la ocupación alemana sucediendo a una elipsis fatal que nos emplaza directamente en la guerra, como okupas, en Pozegnania (1958), dentro de una casa en la que ni se puede respirar ante el agobio filmado no gratuitamente, ni con un punto intermedio donde es lícito sentir que no estamos ni demasiado cerca ni demasiado lejos, sino con una complejización en presente conculcando el humor y melancolía cracovianas por la sofisticación de un cineasta que contra más pobreza histórica confronta, menos se amilana a la hora de atacar con todos los recursos pesados que el cinematógrafo le proporciona para enlazar el pasado, realmente haciéndolo más claro, límpido, la sensación de que no hemos visto un regreso a casa con una modulación de la soledad, de las luces que alumbran una fiesta provincial, de las oportunidades que quizá nunca lleguemos a ver consumarse, como en Rozstanie (1962). Estos humores del hombre saliendo de la contienda, viéndola rematar o entre dos guerras, entre dos maneras de entender Europa, los ha filmado Has sin cesar, y esta faceta suya, la de cronista marginal del siglo XX ─pequeño por radiografiar siempre radios de acciones microscópicas en lo concerniente a las operaciones sentimentales adheridas a sucesos históricos siempre retomados en diagonal─, es la que no interesa reseñar, simplemente no hay tiempo que perder aquí, tengan en cuenta que el desencanto personal acumulado en forma de autoflagelo será incapaz de dañar en modo significativo alguno el curso de la historia del filme que ustedes olvidan. Otros se ocuparán de alumbrar las estrellas.
          Szyfry. 1966. Once fotografías de París. El tráfico incesante, los tirados en la calzada, el foco sobre el guardia con la porra, tenue sensación de calma, en contra nuestra, créditos sobreimpresionados, Penderecki musica, un patrón que no logramos captar a nivel temático aún pero sí sentir rítmicamente, la lente reencontrada, apuntando paciente, sin demora, otra arma. Hacia el final del filme volveremos a estos planos de la calle, ya en Cracovia, en movimiento, sin detenciones, y tras el transcurso de indagaciones en espiral de Tadeusz, el padre, por mucho que sonrían los pequeños seres seguramente todos muertos ya, a pesar de la aparente normalidad, nos encontramos perdidos, ubicados con el cuerpo, varados mentalmente, en un cine sin embargo atado a reglas que Europa se estaba empeñando en romper. Has, a lo largo de los cincuenta y sesenta, incluso en este, su filme más quebrado, nos propone experiencias de movimiento blindadas, refinador extremo de todos los logros del relato narrativo y dramático que se había quebrado al llegar algunos novatos al negocio, expulsados los viejos lobos de mar por puro interés crematístico, la modernidad de Has es reaccionaria a causa de sofisticar por la antigua vía, su empecinamiento extremo con las posibilidades de la profundidad de campo, su respeto ancestral por el raccord en estas obras 1.37 : 1, retorciendo habitaciones, dividiéndolas, creador de diferentes estratos de visión con el uso de dos tabiques, un espejo, dos rostros, incluso al limitarse, sujetarse a una dinámica de plano-contraplano, no desaparecen los pequeños rieles, los súbitos cambios en la apertura del encuadre, la posición del aparato, un cineasta que consigue aquí despojarse de peso muerto, pues el filme acusa sin culpa su condición de artefacto con costes mesurados, aprovecha esta mal llamada pobreza para acercarnos como jamás volvería a hacerlo a esos rostros impúdicos, enfermos, que han olvidado, o que no logran deshacerse de un recuerdo, la tos de Zbigniew Cybulski, el remilgo insoportable de Barbara Krafftówna, teces descompuestas, inmiscuidas en el flujo laboral, haciendo un parón para contarse, contar, recontar, a Tadeusz, algo más de la red de recuerdos que implican a su hijo perdido.
          Aquí los personajes reducen el supuesto psicologismo para conformarse en enunciadores de datos históricos repletos de ocultamientos, murmuraciones, desconfianza incluso de lo que uno mismo dice, inseguros del papel que les ha tocado representar al amainar el conflicto o demasiado colocados como para resultar preclaros, y aun con las mejores intenciones dos claridades suelen chocar en una colisión tan violenta que no permanece más que un lívido crepúsculo. Abundan esos momentos casi irreales donde la fuerza de los intercambios anubla el entorno y succiona la palabra en un tren de pensamiento centrípeto, y ahí podemos establecer un paralelismo con Kvarteret Korpen (Bo Widerberg, 1963), con la diferencia de que en la sueca encontrábamos incluso monólogos del proletariado pensándose a sí mismo. Szyfry no llega a ese aislamiento total salvo en la plasticidad de reconstrucción soñada, en la que se establece una pasarela entre dos tipos de fugacidades, la de los diálogos cuando pisamos la tierra y la de la niebla y los iconos al pasar en travelling por territorio sitiado, mientras oímos Anhelli, de Juliusz Słowacki, en recitación. Incluso aquí, el efecto vuelve a ser el de la desnudez, concentrando ladino los signos sustantivos con el mero pasaje tumultuoso entre objetos o fenómenos atmosféricos, figuras anónimas, que traban el primer término del encuadre, dando una ilusión de horizonte, una travesía del niño imaginado, Jędrek, en la que la huida pasa rápido a la pesadilla entrelazada de víctima y padre donde uno ya es objeto de cambio, mercancía entre bandos, sostén de una vela que no se apaga, los ojos como doncellas que cesan de trabajar por carencia de aceite en la lámpara vespertina. Esta superficie dramática convierte al filme en el más palpable de Has, incluso en su condición de duda moral mantiene abierto el ojo de la cerradura, dándonos la sensación de poder incorporarnos como uno más a la escena, lejos aún de la impenetrabilidad austera de los cuatro filmes de su última etapa, con un cálculo cuyo cerrazón y resolución nos expulsará como espectadores empáticos, aun admirando lo incorrupto del entramado. Hará falta la aparición de la metteuse en scène Hanna Mikuć en Nieciekawa historia (1983) para alumbrar la noche y embrujar la apatía tan fielmente chejoviana, dando pie al tozudo profesor, y por ende a nosotros, a desvariar el conjunto de futuros acechantes, y a Has, por supuesto, a flexibilizar sus encuadres, que por el mero influjo de la actriz terminan sacudidos, insuflados de una energía que ni tenía ni buscaba la obra en su parte diurna.
          Tropezamos con estos planos de calles cuya tranquilidad nos sorprende y no conseguimos asumir. Antes del malestar moral tipificado en gamas cromáticas de frialdad tacaña, se negociaba en Polonia, en zonas limítrofes, siluetas huyendo de Dios sabe qué ─Nikt nie woła (Kazimierz Kutz, 1960)─, el precio a pagar por ofrecer una tersura que nos invita a mirar a través de una espesa capa de eclipses, cuerpos conquistados. Poniendo en la balanza el descalabro, conseguimos vencer en exiguos fulgores una ansiedad fusiladora.

Szyfry Wojciech Has 2

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Szyfry Wojciech Has 4

Szyfry Wojciech Has 5

EL BAILE EN EL CINE; por David Vaughan

“Dance in the Cinema” (David Vaughan), en Sequence (invierno de 1948/9, nº 6, págs. 6-13).

La mort du cygne Jean Benoit-Lévy Marie Epstein
La mort du cygne (Jean Benoît-Lévy, Marie Epstein, 1937)

I

Al respecto de la estética del cine, muchos escritores han tenido la tentación de establecer una analogía entre el ballet y el cine. Aquí está Roger Manvell en su libro de Pelican, Film: “El ballet con una historia insinúa su narrativa a través de la mímica y el gesto, ante los que la música actúa precisamente con la misma capacidad subsidiaria que la banda sonora del filme”. Esta analogía es lo suficientemente válida dentro de lo que cabe ─llevada más lejos, los resúmenes paralelos más ingeniosos de las dos artes, que enlazan casi demasiado claramente, pueden ser hallados en el artículo de Anthony Asquith “Ballet and the Film” en Footnotes to the Ballet (1936). Pero no deberíamos aceptar las observaciones de Roger Manvell sin una examinación bastante más cuidada de las similitudes y disimilitudes entre los dos medios.
          De hecho, el filme es un medio solo superficialmente simpático al ballet. Una sugestión más sostenible, provisional, que la de Manvell, la hace George Balanchine en sus “Notes on Choreography” publicadas en Dance Index (febrero-marzo de 1945): “El baile está en movimiento continuo y cualquier posición singular del ballet se encuentra ante el ojo de la audiencia solo por un momento fugaz. Quizá el ojo no vea el movimiento, sino solo estas posiciones estacionarias, como fotogramas únicos en un filme, pero la memoria combina cada imagen nueva con la imagen precedente, y el ballet es creado por la relación de cada una de las posiciones, o movimientos, con las que le preceden o siguen”.
          En pocas palabras, la característica saliente del ballet es que la gente baila, y la característica saliente del cine es que la película completa se mueve. Es obvio que cualquier intento de combinar las dos artes implica el problema de unir dos tipos de movimientos rítmicos diferentes. Un compromiso será necesario, y podrá suceder que el coreógrafo o el director, o ambos, tengan que renunciar a algunas de sus ideas más preciadas. La única solución satisfactoria es una colaboración cercana y completa entre los dos hombres, cada uno preparado para hacer concesiones al otro. El coreógrafo debe recordar que no solo la cámara se puede mover alrededor y con los bailarines, sino que incluso otra otra dimensión cinética entra en juego con el montaje final del filme en secuencias que sostienen una relación rítmica con la otra: el director debe recordar que la estructura coreográfica está relacionada con una estructura musical, y que sus cortes no deben violar esta relación. No hay razón para que un ballet basado en un tema apropiado no sea hecho en este sentido, con una coreografía adaptada especialmente para el cine; algunos efectos útiles e interesantes podrían ser conseguidos también por trucajes fotográficos y el montaje, usados con moderación.
          En su artículo, Asquith describe de manera interesante la filmación de las secuencias de ballet en su filme Dance, Pretty Lady, con coreografía a cargo de Frederick Ashton, que parecerían haber cumplido todos estos requisitos. Pero uno podría pensar que había olvidado su anterior filme cuando hizo Fanny by Gaslight, en el que la corta secuencia de ballet estaba tratada de un modo muy pedestre, aparte de ser totalmente anacrónica en estilo. Tampoco el reciente remake de la historia de Compton Mackenzie, Carnival, mostraba alguna de la originalidad que caracterizó la versión de Asquith. Por otro lado, Champagne Charlie (1944), de Cavalcanti, contenía los tratamientos más exitosos del ballet teatral que he visto en cualquier filme. Coreografiados por Charlotte Bidmead, estos pastiches encantadores del ballet de music-hall victoriano estaban fotografiados bellamente, con un sentimiento sensible para la atmósfera de los teatros de la época con luz de gas.
          La actitud de Hollywood hacia  el ballet, en sus peores momentos, es tipificada en Spectre of the Rose (1946), de Ben Hecht. No solo cometía las faltas comunes hechas al filmar ballet, y unas pocas más de su propia cosecha, sino que su tratamiento de la vida entre bastidores era fantástica y cruda. Su punto álgido se alcanzó en una escena donde Judith Anderson, en el rol de una bailarina inglesa retirada llamada La Sylph, era mostrada tomando una clase. Algunos de los bailarines estaban en la barre, otros practicando pirouettes en una esquina: ocasionalmente, la Srta. Anderson alzaba la mirada desde su labor de punto hacia arriba, aplaudía con irritabilidad y daba un paso ─”Petits battements, delante y detrás”, dijo una vez ─que no interpretaron.
          Por el otro lado, La mort du cygne (1937), de Jean Benoît-Lévy y Marie Epstein, triunfó en la caracterización precisa de algunos aspectos de la vida del bailarín. Podremos excusar la coreografía sin gusto de Serge Lifar como típica del estilo tradicional de la Ópera de París. Como un retrato de la vida de una joven estudiante de ballet, el reciente filme británico The Little Ballerina fue mucho menos satisfactorio, y los dos ballets incluidos estaban carentes de todo interés, coreográfico o cinético. Steps of the Ballet (Muir Mathieson, 1948) no intenta más que ser un sencillo filme instructivo, pero es demasiado corto para abarcar su sujeto con el suficiente detalle. La corta secuencia en la que Elaine Fitfield y Michael Boulton demuestran los pasos básicos es, sin embargo, excelente. El ballet de Andrée Howard, el clímax de la película, está bastante bien fotografiado pero la coreografía es demasiado inquieta y detallada de más: los mejores bailes de la película están desperdiciados detrás de los títulos de crédito.
          Este fue un caso en el que el uso de un ballet bien conocido hubiese estado justificado ─el filme podría haber mostrado un paso, como un grand jeté, en su uso en el aula y luego tal y como se usa en, por ejemplo, Les Sylphides, siéndole dada significación expresiva a través de la variedad de acento, combinación con otros pasos, y así sucesivamente.
          Aparte de propósito instructivos, o para registrar un ballet (en la ausencia de un método satisfactorio de estenocoreografía), parecería ser un principio obvio que no puedes hacer un filme exitoso de un ballet existente que haya sido creado para el teatro: pero este principio es ignorado invariablemente. Esto lo confirma el fracaso de tales filmes como los dos hechos por Jean Negulesco en 1941 de los ballets de Massine, en el repertorio de los Ballets Russes de Monte Carlo, Gaîté Parisienne y Capriccio Espagnol. En el primero la danza es visible generalmente solo por debajo de las mesas, o reflejada en un espejo convexo, y los cortes no prestan atención a la lógica de la coreografía de Massine, amañando caprichosamente con primeros planos, medios y largos, que nos muestran primero una pierna, ahora una figura, ahora una cara, ahora un grupo. Pero, como John Martin ha apuntado, la música nunca es tratada de la misma manera en filmes como estos: “Se le es permitido, curiosamente, jugar a lo largo de la frase completa y la secuencia”. (Dance Index, mayo de 1945). Y las expresiones faciales de Massine en Gaîté Parisienne, que pretenden llevarse al fondo de la galería y son por supuesto admirablemente exitosas al hacerlo, aparecen en la pantalla como muecas espantosas y sin sentido ─así como la invención del primer plano en un punto decisivo de la historia del cine convirtió en obsoleta la técnica de la mímica que había sido usada previamente en el cine mudo.
          Estos dos filmes también plantean la importante pregunta del tipo de decorado que es apropiado para el ballet en el cine. El decorado y el vestuario son considerados justamente como una parte integral de cualquier ballet, aun así en la pantalla los bailarines, por lo general, están condenados a interpretar en un escenario construido con corte realista que pone trabas al movimiento, y en la superficie (aparentemente) de negro cristal pulido. Debería ser posible diseñar decorados que permanecieran dentro de las convenciones no realistas del ballet, que les permitieran a los bailarines el suficiente espacio y una superficie apropiada para bailar, y que con todo fuera apropiada para la filmación; pero hasta ahora nadie ha triunfado en esto.
          La tan comentada secuencia de ballet en The Red Shoes, por ejemplo, está completamente dominada por los diseños de Hein Heckroth. El efecto total no es mejorado por la debilidad de la coreografía de Helpmann, tal y como es. Esto se presenta en varios estilos diferentes: préstamos de ballets del propio Helpmann y de otros coreógrafos, pasajes en un estilo expresionista de movimiento dictado por los escenarios de Heckroth, y otros basados en un repertorio estricto de pasos clásicos ─mientras Massine contribuye con los personajes bien conocidos que nos ha dado en tantos ballets, que concuerdan de mala manera con otros elementos, como la extraordinaria preocupación de Helpmann con los sacerdotes. El fallo total del filme en conseguir un balance entre la realidad y la fantasía cristaliza en la secuencia de ballet, principalmente porque Powell y Pressburger (aparte de su vulgaridad creciente) son incapaces de hacer las distinciones necesarias entre lo que es apropiado para un ballet que supuestamente iba a tener lugar sobre un escenario, y una fantasía concebida en términos de cine, en la cual los experimentos con el decorado, tanto animados como estáticos, la iluminación y el montaje, puedan ser introducidos. Los varios fragmentos de ballets bien conocidos incluidos en The Red Shoes son demasiado cortos para ser otra cosa que simples.
          Sin duda, una razón por la que los filmes de ballet son casi siempre tan malos se debe a que los productores rara vez se toman el problema de contratar a un buen coreógrafo. El único coreógrafo de alguna importancia que trabajó frecuentemente para cine es George Balanchine, que en 1929 arregló un ballet para inclusión en un filme llamado Dark Red Roses, dirigido por Sinclair Hill en Teddington Studios, en el que aparecían Lopokova y Dolin. En 1938, llevó su propia compañía, el American Ballet, a Hollywood, para aparecer con Vera Zorina en Goldwyn Follies, para la cual hizo dos ballets muy interesantes. Uno era una versión satírica de Romeo and Juliet, en la cual los Capuletos eran balletómanos y los Montescos adictos al jazz; en un contrapunto característicamente balanchiano, los Capuletos hacían piruetas delante de los Montescos, que bailaban claqué. Y había algunos momentos bellos en el Ballet Water-Lily cuando los corps de ballet eran arrastrados por un huracán (la razón dramática se me olvida). Quizá porque le fue permitida mano ancha en la producción, su trabajo subsiguiente para la gran pantalla fue menos satisfactorio. Los dos ballets en el filme de On Your Toes (1939), La Princesse Zénobia (una parodia de Scheherazade) y el famoso Slaughter on Tenth Avenue, se comparan poco favorablemente con los musicales originales: inevitablemente, sutiles efectos cómicos y dramáticos fueron ampliados. Pero el pas de deux en ambos ballets retuvo algo de su original belleza sorpresiva. Para I Was an Adventuress (1940), en el que Balanchine mismo hizo una breve aparición, arregló varios extractos de Le Lac des cygnes, adaptando un adagio clásico al estilo Petipa-Ivanoff para la cámara con resultados que habrían sido más satisfactorios si no fueran arruinados por su vulgar presentación ─involucrando un decorado con un candelabro colgando en medio del bosque, un príncipe en cota de malla, algunos cisnes verdaderos y mucha agua. El número de Black Magic en Star Spangled Rhythm (1942) ─un solo para Zorina─ fue una parodia del genio de Balanchine. También comenzó ensayos para un filme previsto de The Life and Loves of Anna Pavlova que ha sido, quizá afortunadamente, archivado. Balanchine es el coreógrafo vivo más grande, y ha dado algo de pensamiento a los problemas del filme-ballet: es una pena que nunca le haya sido permitido poner todas sus ideas en la práctica. Tal y como está, los filmes que ha coreografiado están más cerca del éxito que cualquier otro.
          Si, en el futuro, el ballet va a estar integrado con más fortuna en el cine, lo más probable es que tenga que ser utilizado como un comentario a una situación, ya que el baile de otro tipo ha sido usado con éxito por Astaire y Kelly. Solo así los coreógrafos y directores podrán librarse convincentemente de las convenciones del escenario, las cuales, ya sean obedecidas demasiado servilmente o ignoradas demasiado flagrantemente, imponen limitaciones igualmente artificiales al ballet en el cine en el momento presente.

II

Desde los días más tempranos del cine ha habido diferentes tipos de baile ─etnológico, social y teatral. George Amberg ha compilado A Catalogue of Dance Films (Dance Index, mayo de 1945), que no pretende ser completo (omite películas comerciales en las que aparezcan secuencias de baile aisladas), y aun así lista 700 ítems, algunos de ellos realizados ya en 1897.
          Otras formas de baile aparte del ballet han sido tratadas con mucho mayor éxito en el cine. Knickerbocker Holiday, un por lo demás insípido musical, de repente se aceleró hacia la pasión y el fuego en un baile magníficamente fotografiado y totalmente irrelevante por la bailarina gitana española Carmen Amaya. The Song of Ceylon, de Basil Wright, contenía algunos planos excitantes de los bailarines de Kandyan, y una escena fascinante emplazada en una escuela de danza de un pueblo. El musical negro Stormy Weather tenía, aparte del fino claqué de Bill Robinson y los Nicholas Brothers, algún trabajo interesante de Katherine Dunham y su magnífico grupo, en el que la técnica de ballet ortodoxa estaba fundida con el movimiento “moderno”, y el estilo desarrollado por el coreógrafo en base de su documentación extensa en el baile etnológico negro. Había una escena original en The Great Waltz, de Duvivier, en la que no solo los bailarines, también la cámara misma, danzaban alelados al compás de Tales from the Vienna Woods de Strauss. Fue sorpresivo encontrar en They Were Sisters una reconstrucción brillantemente precisa de un thé dansant, circa 1919, en el que Anne Crawford bailaba un experto tango. El charlestón ha sido tratado elegantemente en filmes tan diversos como Margie y This Happy Breed; y hubo por supuesto una interpretación inolvidable de Joan Crawford del mismo en Our Dancing Daughters (1928). Y desde que la mímica es una importante subdivisión del baile, uno debería también mencionar las secuencias de mímica de Jean-Louis Barrault, particularmente la primera, en Les enfants du paradis, que trajeron vida nueva a una técnica volviéndose rápidamente moribunda. Finalmente, como un ejemplo de la manera en la que el baile puede usarse no por sí mismo sino para intensificar la tensión en un clímax, uno podría citar la secuencia de la tarantela en Lumière d’été, de Jean Grémillon.

The Great Waltz Julien Duvivier 1938
The Great Waltz (Julien Duvivier, 1938)
Lumière d’été Jean Grémillon 1946
Lumière d’été (Jean Grémillon, 1946)

III

Desde el advenimiento del sonido, el musical, con sus danzas basadas por lo habitual en técnicas de la comedia musical y de salón de baile, ha sido uno de los más populares y estereotipados tipos de filmes. Todos recordamos esos musicales espectaculares tan típicos de los años 30, de los cuales 42nd Street es quizá el mejor ejemplo, con sus canciones enérgicamente optimistas (I’m Young and Healthy, With Plenty of Money and You) y sus miríadas de coristas idénticos yendo mecánicamente a través de sus bien entrenados pasos. La destreza de Busby Berkeley, director de danza de muchos de estos filmes, yace en su habilidad de maniobrar enormes coros sobre vastos decorados, en vez de en cualquier genuino poder en formas de baile ─de hecho, sus chicas del coro a veces casi ni se mueven. Como Arthur Knight ha señalado en un artículo, Dancing in Films (Dance Index, 1947), “con cuerpos humanos él produjo formas tan abstractas como nunca se encontraron en los filmes más abstractos del avant-garde”.
          En un nivel superior, está la serie maravillosa de filmes de Fred Astaire-Ginger Rogers, desde Flying Down to Rio hasta The Story of Vernon and Irene Castle, que representan el logro singular más grande del cine en el campo de la danza. Los números de baile no solo estaban coreografiados excelentemente, también estaban filmados con imaginación ─por ejemplo, el número de Bojangles en Swing Time, con su contrapunto brillante entre Astaire y sus tres sombras. Las mejores danzas en los filmes de Astaire-Rogers siempre fueron concebidas en términos de cine, no de teatro ─tampoco eran interpretadas en sets tan grandes como aeródromos. Isn’t This a Lovely Day? en Top Hat se bailó en el quiosco de un parque, el Yam de Carefree en la pista de baile de un club. Este y otros muchos de sus bailes demuestran que es posible conseguir efectos originales por medio de coreografía inventiva y una cámara expresiva. Ninguno de los socios posteriores de Fred Astaire ha sustituido satisfactoriamente a Ginger Rogers, y en general sus últimos filmes han carecido de la alegría y encanto iniciales; aunque sus propios números en solitario, como el entusiasta Puttin’ on the Ritz en Blue Skies, no han disminuido en brillantez. Comenzando como el socio convencional de un equipo de danza, Astaire más tarde amplió su rango hasta que fue capaz de expresar bailando no solo la irresponsabilidad de un número como No Strings de Top Hat, también el humor casi elegíaco de Never Gonna Dance (en Swing Time) y One for My Baby (en The Sky’s the Limit): al mismo tiempo, ha continuado desarrollando su técnica de tal manera que ha sido capaz de trabajar con éxito con Eugene Loring, uno de los pupilos con más talento de Balanchine, que coreografió Yolanda and the Thief, de Minnelli, para Astaire. Su primer filme con Judy Garland, Easter Parade, es aguardado con algo de impaciencia, y son buenas noticias que Ginger Rogers volverá a bailar con él de nuevo, por fin, en The Barkleys of Broadway.
          De vez en cuando, trabajos por buenos bailarines solistas pueden encontrarse dentro del marco de un por otro lado musical convencional. Marc Platt, que se graduó en Hollywood desde el Ballet Ruso, a través de Oklahoma!, hizo su debut fílmico de esta manera, en Tonight and Every Night. Si triunfa al encontrar un estilo individual para los filmes su salida del ballet no habrá sido enteramente desastrosa, pero hay un peligro de que su talento se vea desbordado por trampas de technicolor ─sus bailes, al menos, en Down to Earth, han sido reducidos a un rol tristemente subsidiario. Paul Draper, cuyo única aparición fílmica previa, en uno de los vehículos menos notables de Ruby Keeler, no dio indicación de su talento altamente original, ahora obtiene éxito en el filme The Time of Your Life, de Saroyan, en el rol creado para Gene Kelly.
          Kelly apareció por primera vez en la pantalla en un rol menor en el filme Du Barry Was a Lady, de Cole Porter, y, luego de una serie de roles que no tenían que ver con el baile en otros filmes, en Thousands Cheer ─ninguno demasiado notable. No fue hasta que interpretó el papel principal junto a Rita Hayworth en Cover Girl cuando se encontró a sí mismo como bailarín en el cine. Aparte del trabajo de cámara de Maté, lo que distinguía a Cover Girl de la extravagancia rutinaria del technicolor era el baile, y particularmente el famoso baile de Kelly con su alter ego, que era más que una ingeniosa pieza construida alrededor de un truco fotográfico inteligente. Ya en los filmes de Astaire-Rogers, había bailes que evolucionaban naturalmente dentro de la historia: el baile de Kelly en Cover Girl llevó esta idea a su conclusión lógica, y dejó que la danza expresara y resolviera un conflicto en la mente del personaje que estaba representando. Otro número maravilloso fue el baile de Kelly, Hayworth y Phil Silvers, en el que la calle se convertía en el decorado para la danza, representando un irrefrenable joie de vivre. La próxima aparición importante de Kelly fue en Anchors Aweigh, en el que interpretó cuatro bailes extraordinarios: duetos con Frank Sinatra (I Begged Her), con un ratón animado (una combinación mucho más exitosa de figuras vivas y animadas que cualquiera hasta el momento efectuado por Disney), y con una niña pequeña llamada Sharon McManus; y un solo español tremendamente excitante en donde combinaba el taconeo español con la técnica de claqué moderna. Esto fue estropeado solo por el uso de música banal y las desafortunadas acrobacias a lo Tarzán en el clímax. En Living in a Big Way, una comedia encantadora y sin pretensiones, Kelly interpretó un baile con una estatua, el cual es una de sus mejores creaciones, y otro basado en juegos de niños (como en In and Out the Windows), que demuestran la verdad de la observación de Arthur Knight de que Kelly siempre hace bailar a la gente, expresando “su felicidad o dolor en términos del baile”. Es aquí donde reside su grandeza. Las propias palabras de Kelly sobre este tema del baile en el cine (citadas en la revista Dance, febrero de 1947) son reveladoras: “No mires a las películas, en su estado presente, para desarrollar las artes. Pero en el lado luminoso, míralas para popularizarlas y para aumentar el nivel de aprecio… Bailar para las películas… es muy estimulante para el bailarín individual. El espectáculo siempre entretendrá y atraerá a un cierto porcentaje de la gente, pero, en mi opinión, es la forma más baja y barata de exposición. El baile grupal y el divertissement siempre tendrán su lugar, pero nunca podrán, debido a las dificultades mecánicas, tener el interés de una caracterización de baile por un individuo en la pantalla”.
          La interpretación de Kelly en The Pirate es un tour de force en el que hace funambulismo y un poco de jiu-jitsu muy bien sincronizado en su paso, además de dar algunos de sus bailes más originales hasta ahora. En su número de Niña, por ejemplo, interpreta giros españoles que no son menos brillantes que los de Luisillo, y usa muchos “pasos” modernos, probando una vez más que es un experto en estas técnicas, como claramente lo es en la técnica del ballet.
          Vincente Minnelli, director de The Pirate, es el director de musicales más original en Hollywood. Cabin in the Sky y The Ziegfeld Follies eran ambas inusuales en sus diferentes maneras; y Meet Me in St. Louis es el único filme que hasta ahora ha adaptado con éxito a las necesidades del cine la nueva concepción del teatro lírico de reciente evolución en América, del cual Oklahoma! es el mejor ejemplo. Meet Me in St. Louis tuvo un éxito notable al integrar historia y baile: el número de Skip to My Lou en la escena de fiesta fue una danza concebida coreográficamente, una versión realzada del baile americano contemporáneo de corte social, que aportaba más a la atmósfera general de excitación y alegría de lo que una reconstrucción exacta y falta de imaginación de los bailes en cuestión habría hecho. La coreografía era de Charles Walters. Otros productores han hecho intentos poco entusiastas de repetir el éxito de Meet Me in St. Louis, como el gris Centennial Summer, y han fallado en capturar la originalidad y frescura del filme de Minnelli. Pero Summer Holiday, de Rouben Mamoulian, en un género similar, tiene un estilo propio. El director de baile es de nuevo Charles Walters: las dos secuencias de baile (ambas al aire libre) son simples pero efectivas.
          La tibia acogida dada a The Pirate por los críticos es tanto más sorpresiva ya que seguía muy de cerca a The Red Shoes, con respecto a la cual es muy superior. El virtuosismo deslumbrante de las grandes secuencias de baile, la completa confianza con la que Minnelli maneja grandes multitudes, la economía de los medios técnicos, y por encima de todo el uso del color y la iluminación, son especialmente llamativos en el ballet de The Pirate.
          En los filmes de Minnelli, la distinción ─siempre arbitraria─ entre el ballet y otras formas de baile, se vuelve más difícil de definir: un signo sano, ya que la tendencia a poner diferentes tipos de baile en casillas etiquetadas como “Ballet”, “Claqué”, “Moderno”, y demás, amenaza por todos lados con aniquilar el desarrollo del baile. En The Pirate, con un bailarín como Kelly con el que trabajar, Minnelli se ha acercado mucho a alcanzar el ideal de uno de un filme de baile ─es decir, un filme que baile todo el tiempo, y no meramente en sus set pieces espectaculares. Minnelli suele hacer un uso audaz del movimiento estilizado, que hace juego perfectamente con la fantasía deliciosa del argumento y el escenario. Es de esperar que continúe trabajando en esta línea ─trabajando con Kelly de nuevo: o quizá con Balanchine, o colaborando con Katherine Dunham en una revue de baile para la gran pantalla. Entonces veremos algo magnífico.

The Pirate Minnelli 1948 1

The Pirate Minnelli 1948 2
The Pirate (Vincente Minnelli, 1948)

KARAOKE

Some Kinda Love [Romansu] (Shunichi Nagasaki, 1996)

Some Kinda Love Romansu Shunichi Nagasaki 11

I saw you this morning.
You were moving so fast.
Can’t seem to loosen my grip
On the past.
And I miss you so much.
There’s no one in sight.
And we’re still making love
In My Secret Life.

In My Secret Life, Leonard Cohen

A determinadas horas de la noche, la ciudad adquiere un sospechoso despejado, retrocediendo la suerte, residuo del diseño, e instalándose un azar, fortuna de jugador, que verá puesta en jaque su especulación a la sombra inexistente de un paisaje horizontal, una despreocupación alcoholizada que al cine moderno le ha valido para desobstruir el tráfico incesante que se acumula hasta la mitad del día, momento de suprema actividad del avispado, luego, con la puesta de sol, se instalan los técnicos, despiertan los mullidos, vemos menos, sí, pero no podemos evitar albergar la paradoja, contradicción interior, de que es en esta lobreguez urbana, luego terreno periférico de apartamentos adosados, donde crear con nuestro querido cristalino una división, parcelación nítida, de los chantajes y magnetismos que dividen la ciudad al encenderse las farolas. Romansu aprovecha esta situación para hacer creíble, en su particular melodrama ilusorio, su concentración sintetizada de personas. Dos extraños de tenue vínculo tomando una copa, la mujer que entra por el rabillo del plano y comienza a arrojar una serie de meteoritos afectuosos, bajo forma de números de teléfono, zapatos dispersos, chaquetas carmesíes que echar de menos, en el espacio pactado que reúne a la pareja de cuerpos masculinos.
          Nos es complicado avistar esta falta de prejuicios, esta total centralización con derecho a fuga, en el cine francés moderno, también en el italiano, sin embargo hallamos ejemplos señeros en el alemán, portugués, americano, polaco y, por supuesto, japonés, inventores por derecho propio de la única soledad perdonable en el cine. Acaparando un terreno del que luego esperará sacar beneficio, el extraño A aminorará su aburrimiento contratando a prostitutas, para sí mismo, para su amigo, mientras que su anticenicienta, Kiriko, hace de la empresa que nos ocupa algo más que el relato de dos hombres, uno intentando ser más listo que el otro, y el restante viendo pasar las artimañas ajenas con un vago atisbo de curiosidad.
          Al disminuir la población y tratar con clases relativamente privilegiadas, se estratifican para el nervio óptico, aplanadas, extendidas, unas relaciones que tienden a aguardar un momento que nunca llega, en verdad la más grata satisfacción del hombre moderno, paseando en azoteas, organizando planes de retirada un fin de semana cuya ociosidad semeja holgada. De un lugar a otro, la carretera filmada en plano subjetivo, despejada, nos introduce lavándonos los ojos con la más engañosa de las drogas, en un tiempo alternativo, más y más adentro del túnel, del engaño, de esa supuesta claridad satisfecha de quien domina el singular terreno de parqué, mármol o cristal donde le ha tocado dormir, hacer el amor, escribir, dibujar, reírse de tonterías con dos casi desconocidos. En el contraplano, tres seres humanos en un coche, irrompible estampa surgida del atavismo de un cinematógrafo que parece acusar sus años con orgullo, conduce sin manos ella, con los ojos cerrados, excitación ante un ligero peligro, la posibilidad de no llegar a la cama, apagar el interruptor de la luna.
          Filmando esto con semejante perspicuidad, uno podría aducir de nuevo los dichosos acuarios, ortoedros marinos donde el remanente de humanidad entregada en barbitúrico entusiasmo a los puntos de encuentro nocturno localiza su trozo de arena, esta vez, empero, intentaremos hablar de playas casi desiertas, las que con suerte presenciaremos a solo unos pasos de casa, allí resulta sencillo divisar todo, el mar que se pierde, la línea separatoria marcando distancias con la tierra, la pareja a cielo abierto matándose a besos. Sí, debajo de una estrella de mar, hallamos un astrolabio con el cual Shunichi Nagasaki delinea un mapa fantasma, otro más de los  cineastas que no descuidan nada de la narración y el drama de los encuadres, a la vez que estos son de una asertividad significativa, sobre todo, dosificando la información de los susodichos encuadres, sobre todo, no poniendo nada sobrante. Una política del encuadre terso que nunca supera la decibilidad compositiva, donde domina, primordialmente, un pensamiento del découpage, pero decidido a que este nunca mate la materia con la que trabaja. Una teoría invisible que ha conformado, en las épocas más privilegiadas del cine moderno en celuloide, un cuerpo de cine variable, la pesantez de los medios de producción con los que se trabajaba beneficiando este anclaje del pensamiento y procederes de rodaje. El peso de los objetos abandonados, la carga de apariencia tensa, el zapato que parece encajar en el pie, ¿de qué nos sirve seguir tan bien el desarrollo mirada a mirada, corte a corte, hacernos este mapa fantasma, hacia qué punto nos dirigimos con la mente en otra noche de tragos y travesías inciertas en coches con sobrado kilometraje? Bien, aun no pudiendo enunciar una sencilla respuesta de primeras, sí damos cuenta de la chispa interna que nos asola al verse encender los arrebatos de planes a tiempo parcial, las súbitas decisiones de cambiar la cama donde despertarnos la noche siguiente, la charla que no va a ninguna parte, centrípetas palabras, energía derrochada en creencia de trío, de escuadrón, el que nunca muere, solo se evapora en un súbito estallido, la enigmática desaparición de los pudientes que nos dejan un recuerdo dudoso, un memento reluciente ─Manoel de Oliveira─, la jugada maestra desbaratada en tres movimientos letales ─David Mamet─.
          Los hombres más leales al escuadrón, sin descontar su prevaricación para con el resto de la sociedad, no querían que la cosa cambiase, deseaban que los demás permaneciesen fieles, no querían, en fin, que el amigo cambiase, ¿y qué más da si la cosa permanece igual si es tan preciosa? En vez de perseguir quimeras interminables, ellos aceptan la posibilidad de que estas ni les rocen siempre y cuando puedan divisar desde el suelo terrenal un cielo en el cual se pose, el día menos pensado, un objeto volador no identificado. Su hora favorita. Un desvanecimiento anhelado que poco tiene que ver con el suicidio melancólico en potencia, trágico desperdicio de juventud brutal, este juego en verdad es adulto hasta la médula, la diversión del funcionario, o planificador urbano, industrial, de la mujer del dentista… Un espionaje que ha admitido el cerco de los días, y que conforma su subversión con ligeros gestos de arresto y humorismo, claro, la tragedia no ha desertado esta falsa dualidad, y la felicidad inicial, en la cual creíamos poseer el secreto de las cosas al ver que el hombre nos hacía una promesa o la mujer se olvidaba el tacón, da paso a la tragedia de la mejor comedia, y es que en este trío de modelos de mudaje eterno en el cine y la ficción, hay tres caminos, tres personajes: la que decide redefinirse, más bien, reencarnarse, pues sabe que si bien es imposible cortar el tiempo, una puede seguir aspirando a acoplar la mayor cantidad de afectos posible, no dando cuentas a nadie, aspirando el mapa de otra ciudad, ascendiendo la próxima cima, este es el carácter más egoísta de los tres, también el que se salvará, luego nos topamos con el extraño B, el que ha jugado casi por arrastre, en calidad de espectador con disminuyente apatía inmiscuye su austeridad, problematiza su condición de abstemio, e indirectamente recibe los mayores cariños, al hacer en contraposición los menores esfuerzos, supuesto tímido, acaba narrando en off la historia al ver los restos del meteorito, seguirá escribiendo, también publicando, la novela, los relatos, las columnas, mecanografiados durante años, su tragedia era pequeña, un mínimo brete, por último, el indeseado corrupto, abandonando mujer, jugueteando por cada espacio público y privado de la demarcación en la que ejecuta operaciones, termina zarandeado, mirando ahora la noche como quien se tira sin trampolín en el astro más lejano a la Tierra y divisa su propia mortandad, al ser abandonado, es definitivo, no dinámico, esto lo deja sin que se lleve su cuestionable merecido, pero sí expuesto, tras toda la paranoia y obstinación en tornar las cartas a su favor, ya no queda más que un modelo perdido, el arlequín del que se ríen los necios en el karaoke, incapaz ya de buscar su propia adyacencia. Insólito y enfermo, creaba vínculos. Rotos estos, llega el final del filme. ¿En qué noche delirante, enferma, qué Goliaths me parieron tan grande y tan innecesario? La chispa se apaga y el crepúsculo pierde la magia que nos mantuvo sentados, renovando nuestra contenta cinefilia. En silencio, vamos sorteando una retirada completa hacia un aire enrarecido.

Some Kinda Love Romansu Shunichi Nagasaki 2

Some Kinda Love Romansu Shunichi Nagasaki 3

Some Kinda Love Romansu Shunichi Nagasaki 4

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La escarpa calcárea era perfecta para la fachada, aunque no midiese más que algunos metros cuadrados, pues no necesitaba mayor superficie; no tenía más que arrancar los bloques de eurita horadados y agrietados por las raíces. El taladro de hierro bastó al principio para este trabajo, pero al llegar a la base, Borg se vio obligado a colocar en la hendidura un cartucho de dinamita. Cuando estalló y vio volar los trozos de roca, sintió algo así como el deseo de aquel poeta que quería verter de una vez para siempre dentro de un volcán todas las municiones de los ejércitos permanentes para librar así a la humanidad de su existencia dolorosa y de su angustioso porvenir.

A orillas del mar libre, August Strindberg

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Acredito mis deudas con los técnicos de la noche aludidos en Molloy de Samuel Beckett, así como con los residuos del diseño que conforman la suerte, hechos canción por Strawberry Whiplash. Por supuesto, los Goliaths en parto pertenecen a Mayakovski

SEMPER FIDELIS

House of Games (David Mamet, 1987)

Ante la escenificación de la futura representación de una farsa, conviene predisponer de un proscenio diáfano para poder ver con minuciosidad las diferentes señales de los jugadores citados, se requiere calcular los balanceos elaborados por las extremidades, a la larga delatoras, retozando con objetos: la psicología se evalúa en el inserto, a modo de rápida tasación de conducta, el atisbo eficiente del chantajista. Pugnar, en consecuencia, se transforma en un modo de habitar el mundo, y a costa de este modus operandi metamorfosea indeseablemente lo íntimo con la defraudación. Si el espectador ha sido capaz de ver en medio del alboroto, cabría culpar gozosamente al continuo desplume de líneas sobrantes ante las cuales la dirección de los ojos terminaría enfangada, y también dar los honores al triángulo formado por tres ejes volubles, cuya enumeración no responde a la jerarquía y sí a la necesidad dramática, asociada irrevocablemente al aprendizaje corporal. Tríada de puntos desde donde observar la muerte de la pasividad, comenzando por la identificación rápida de un escenario acotado merced a una decoración espartana captada de una vez, siguiéndole los destellos de carácter ─el dedo acariciando el anillo─ y culminando con los movimientos unificando la figura, trasladándola hacia el volumen adyacente o aproximándola al objetivo. El placer reside en la capacidad de síntesis, obtenida al unirse los ejes mediante líneas, y la cámara, entonces, debe hacer el recorrido, caminar lentamente en sintonía con el ruido, a veces ínfimo, producido al superponerse el cuerpo ─en las antípodas de dispensar emoción sin filtro─ con las dispares etapas del procedimiento.
          La anécdota, el juego, lo incierto, asoman entre la superficie del tablero cuando el amateur, observando incesantemente, como nosotros, termina aseverando la lógica de la falsa tragedia y, empujado por una perversión sabia, se armoniza, en un periodo muy corto de tiempo, en tahúr a batir. El perfil de Margaret Ford, inicialmente reencuadrado sin proporcionar ni un solo rasguño al temeroso raccord, acostumbrado a las malas partidas, sufre una alteración, y en la continua interacción de los ojos y los detalles vislumbramos un cambio de moral, sin constituirse el filme en fábula. El metraje ha sido un trámite lícito, exigente, sinuosamente cristalino, a través del cual aprender un par de disciplinas: la acusación de anacrónico no ha lugar si en el transcurso de su despliegue el calumniado ha decidido meditar el tiempo de una frase, la vida de un plano, como si la eficacia de sus quehaceres pulcros estuviese a prueba; tampoco se antoja válido tildar a este ejercicio de laboriosidad presuntuosa, pues unos cómputos tan exactos provienen de la virtud del tacto, rezagada del exceso. Los tientos, sí, donde dos pieles se entrecruzan en el núcleo de una charada, y el cerco es una estratagema, la conducta una simulación, pero el marco del mirador externo respeta las reglas del pasatiempo, nuestros requisitos silenciosos en guisa de invitados empachados de riesgos pretéritos encubiertos por vértigo de postín. El arrebato no es cosa de arrojo en la sucesión de planos, sino de separaciones lo suficientemente intensas en su callada modulación como para primero entender, luego sentir, lo inminente del farol a punto de ser destapado, lo lejano del gesto prontamente hecho inerte por seis disparos vehementes. La jactancia del desenmascarado se ha ganado nuestro desprecio.

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POBREZA SEXUAL; por Nagisa Ôshima

“SEXUAL POVERTY” (Nagisa Ôshima, 1971) en Cinema, Censorship, and the State: The Writings of Nagisa Ôshima, The MIT Press, 1992; págs. 240 – 248. Editado por Annette Michelson. Traductora: Dawn Lawson. Originalmente en: Perspectives (octubre de 1971).

Tenemos todo tipo de documentación sobre las protestas estudiantiles de 1968-69, pero hasta el momento, por lo que yo he visto, al menos, no hay nada que mencione las relaciones hombre-mujer detrás de las barricadas.
          Es una lástima. Definitivamente debería haber quedado documentación concerniendo las relaciones hombre-mujer y las actividades sexuales detrás de las barricadas. Información al efecto de que estaba teniendo lugar sexo rudo detrás de las barricadas ha sido filtrada por los enemigos de los estudiantes militantes, pero mientras que aquellos involucrados permanezcan en silencio, no será posible conocer la verdad. Mirando a mi alrededor, no obstante, veo las miradas ausentes de aquellos que participaron en las protestas y que ahora llevan vidas de ciudadanos medios. También veo las siluetas de grupos de estudiantes para los cuales ningún trazo de las barricadas permanece, pero que por el contrario han sido silenciosamente succionados de vuelta a los campus con cercas nuevas, más altas y carcelarias. Es entonces cuando quiero pensar que algo tuvo lugar detrás de esas barricadas después de todo. Y hubiera estado bien que fuese sexo rudo. De hecho, tuvo que haberlo sido.
          El otro día un amigo mío apareció en una reunión estudiantil que versaba sobre el tema de la libertad e hizo sentir incómodos a los jóvenes diciendo, “Tenéis todo aquí, pero no tenéis malestar”. Aparentemente él también de hecho pensó, “Tenéis todo aquí, pero no tenéis libertad sexual”, y esa noche se deslizó en la habitación de al lado de la chica de instituto, armando un revuelo y acabando representando una comedia en la que fue forzado a tomar una postura autocrítica.
          El otro día fui un invitado en un programa de televisión que reunía a 150 jóvenes y mujeres juntos para una discusión crítica del estado de las cosas. Una persona joven sugirió, “En vez de tener este ridículo debate, desabrochémonos nuestros pantalones…”. Puso su mano enfrente de sus pantalones y ni una sola persona reaccionó. No tuvo el coraje de hacerlo solo, así que terminó marchitándose allí en el acto. Juzgando por estos incidentes, pienso que no debió haber ni una insinuación de sexo rudo incluso en una situación tan cercana a la ideal como detrás de las barricadas. El sexo rudo probablemente elige su tiempo y lugar. Ese es precisamente el por qué de si hubo sexo rudo detrás de las barricadas es una pregunta importante.
          Estoy usando las palabras “sexo rudo” aquí porque quiero arriesgarme a ser sensacionalista; de todas formas, las palabras “sexo grupal” podrían ser sustitutas. Los momentos en los que el sexo grupal puede tener lugar son buenos momentos, y los lugares en los que el sexo grupal puede tener lugar son buenos lugares. ¿No habría sido el momento cuando hubo barricadas un buen momento y el lugar un buen lugar?
          Ahora estoy pensando en la abundancia sexual, porque habitualmente pienso en la pobreza sexual. Estamos inundados con información sobre el sexo, y hay descripciones exhaustivas de imágenes de abundancia sexual aparente, representadas con la mayor variedad posible. Por supuesto, como insinué cuando dije abundancia sexual “aparente”, la mayoría de esas imágenes son falsas. Quizá podamos llamar a la corriente principal de esas imágenes falsas “PNB sexual” o “arribismo sexual”.
          La cuestión del sexo ha sido restringida exclusivamente a un asunto de los órganos sexuales y el placer sexual. La mayoría de historias en los semanarios populares y revistas de novelas para gusto medianamente culto y las supuestas “páginas de educación sexual” que llenan las revistas de mujeres, todas se concentran en cuestiones completamente fragmentadas, como el tamaño de los órganos sexuales, la intensidad del goce sexual, y la frecuencia del sexo. Se otorgan elogios a aquellos que pueden acumular el mayor número de encuentros sexuales, incrementar su sensibilidad sexual, y tener los órganos sexuales más grandes; los esfuerzos para obtener estos objetivos son aplaudidos. Este es exactamente el mismo fenómeno manifestado en el Japón de la posguerra cuando dio un viraje incuestionablemente y con determinación hacia la prosperidad económica. Procediendo a ciegas hacia una prosperidad basada exclusivamente en números.
          Este PNB sexual o arribismo sexual es la otra cara de lo que debería ser llamado el militarismo sexual de la etapa de preguerra. Pienso inmediatamente en la sórdida historia que escuché durante mi infancia acerca del General Nogi, en la que dice, “Dejadme hacerlo ─por el bien de vuestro país”, y luego viola a su mujer. Esta historia es demasiado ingeniosa para ser cierta, y luego aprendí que en su juventud Nogi frecuentaba el distrito rojo con entusiasmo. De todas formas, el pensamiento de que realmente se hubiese comportado así con su esposa ha permanecido siempre fijado en mi mente. Así es como obtuve la idea de que toda la gente involucrada en el sexo es sucia y que es solo permisible cuando es por el bien del país ─cuando es llevado a cabo para fomentar el objetivo de procrear sujetos, particularmente soldados, que sirvan al país.
          Antes del periodo Meiji [1868-1912], este tipo de militarismo sexual consistía en imponer la moral de la clase guerrera a la gente en general. Es fácil ver cómo fue usado para implementar la estrategia política de Meiji de “Una Nación Rica y Una Nación Fuerte”. Podemos concluir que solo esto ha venido a dominar el modo en el que el sexo ha sido percibido en Japón desde entonces.
          ¿Significa esto que en el Japón pre-Meiji la gente pensaba diferente acerca del sexo y tenía una cultura sexual diferente? Durante el periodo Edo [1600-1868], una cultura sexual libre centrada en los distritos del placer y el entretenimiento, que eran el mundo de los ciudadanos, y una cultura de sexo comunal, existió también en las costumbres populares de las granjas de los pueblos. No siendo un investigador, no puedo producir evidencia definitiva de ninguno de estos aspectos, pero sobre todo, lo que sé es que ambas culturas sexuales fueron aplastadas en el proceso de modernización durante el periodo Meiji y más adelante.
          A pesar de esto, una cultura sexual como la que los ciudadanos del Edo tenían en sus distritos del placer y el entretenimiento ha logrado sobrevivir en una esquina de la sociedad japonesa como una institución legada del pasado, pero su existencia ha servido solo para reforzar la fachada del militarismo sexual. Mientras tanto, la cultura del sexo comunal de las granjas de los pueblos fue conscientemente emasculada a la vez que las granjas de los pueblos se convirtieron en la base más fuerte del militarismo de Japón.
          Con la derrota de Japón en la guerra, el militarismo sexual que había negado al sexo por completo fue expulsado sin ningún esfuerzo en una especie de levantamiento inevitable, fue suplantado por el PNB sexual, o el arribismo sexual, que afirmaron al sexo completamente. Que esta transformación de valores tuviese lugar sin una sola lucha ideológica por parte de los japoneses determinó la forma del PNB sexual o del arribismo de hoy. Aunque les fuese dicho que el sexo era bueno y que lo disfrutasen al máximo, los japoneses, que habían aprendido a pensar en el sexo solo negativamente, no supieron como disfrutarlo. Aquellos que afirmaban que en el pasado las granjas de los pueblos de Japón tenían una cultura sexual comunal y que el sexo libre floreció en el mundo de los distritos del placer de Edo estaban siendo francos a pesar de la atmósfera de conservadurismo sexual.
          En el medio de la modernización de la era Meiji y más tarde, sin embargo, esas cosas o ya no existían o solo lo hacían en una forma diferente y en una escala menor. La sociedad por lo tanto viró en cambio a modelos que no tenían conexión ninguna con el pasado. La gente imitaba a los occidentales, particularmente americanos, cultura sexual extremadamente superficial. Unos jóvenes japoneses que se volvieron depresivos y cometieron suicidios después de comparar el tamaño de sus órganos sexuales con aquellos de los hombres occidentales citados en el Informe Kinsey es un ejemplo simbólico. A causa de ser del todo ignorantes de que la cultura sexual es una cultura verdadera, los japoneses imitaron teorías de comportamiento sexual con una pasión enloquecida. Los japones son probablemente los estudiantes del sexo más fanáticos del mundo, también. Su perversión se parece a la de los estudiantes que se preparan para exámenes de ingreso, asistidos por sus “education mamas” [1]. La perversión de los medios de comunicación, que es la herramienta de la educación, es precisamente aquella de la education mama. Las novelas queridas por los medios de comunicación son notables por su crudeza extrema. El aspecto de la cultura Edo relacionado con el sexo tiene una elegancia y pureza que proporciona un contraste llamativo a la crudeza y la aspereza de hoy ─aunque podemos percibirlo de esa manera solo porque ha sobrevivido más allá de su tiempo. Hoy solo puede llamarse arribismo sexual.
          Porque soy del pueblo, no quiero usar palabras como “gente del pueblo” en una manera despectiva, pero imagino que la gente del pueblo que con toda seguridad habría sido recibida fríamente en Yoshiwara son los héroes sexuales de hoy [2]. Uso las palabras “gente del pueblo” para referirme a aquellos que no tienen consideración por los demás. Esa falta de consideración por los demás guarda un parecido cercano con la postura nacional de Japón, que es que mientras tenga su propio PNB, el desastre sufrido por los ciudadanos de un país vecino no importa. Esto es lo que llamo PNB sexual. Esto también se parece a la education mama que se preocupa solo de las notas de su hijo, no importa qué más suceda. La decadencia ideológica del Japón de posguerra, que incondicionalmente acepta las ideas de “mi coche” y “mi hogar”, ha alcanzado este punto. La idea depravada que debería ser llamada  “mi-sex-ismo” (“my-sex-ism”) es parte de esto.
          Quiero reírme con sorna de la pobreza de este “mi-sex-ismo” que esconde detrás una máscara de abundancia, pero estaría riéndome con sorna de mi mismo al mismo tiempo. La transformación del militarismo sexual en arribismo sexual tuvo lugar dentro de mí también, sin ningún tipo de crisis personal. Siguiéndome un amplio residuo de militarismo sexual, me comporté en la superficie como un campeón de la nueva edad sexual, como si no tuviese cicatriz alguna. Durante el cambio de valores que acompañó la derrota de Japón, me sentí con un curioso orgullo de pertenecer a una generación que era capaz de asimilar cosas nuevas con frescura.
          Con ese orgullo, menosprecie la manera en la que la gente de mi generación previa, que estaba entonces en mi universidad, se acercó al sexo. Casi todos ellos eran productos del viejo sistema de escuela superior. Semejaban pensar acerca de las mujeres de una manera extremadamente misteriosa. Sus citas de pasajes abstrusos de ensayos sobre la mujer en literatura y trabajos filosóficos extranjeros, por ejemplo, me estremecían. Incluso cuando estaban pensando acerca de la cuestión del sexo de un modo tan abstracto, de repente todos se juntaban para ir al distrito rojo. Sus reminiscencias del distrito rojo eran contadas sin vergüenza alguna como historias sucias. Despreciaba a esos antiguos amigos míos desde las profundidades de mi alma. No estaba solo: todos mis compañeros hacían lo mismo. Huelga decir que ese fue el otro lado de un sentimiento de inferioridad.
          Mis antiguos amigos eran claramente superiores a nosotros en el sentido de que tenían completamente absorbidas las costumbres sexuales de la élite intelectual que había vivido durante los días del militarismo sexual. Como resultado, no fuimos incluidos en sus historias sucias. Contábamos historias sucias entre nosotros que creíamos más elegantes. No hacíamos nada comparable a visitar el distrito rojo en un grupo. Por supuesto, los individuos pudieron haber ido en silencio por cuenta propia. Para nosotros, no obstante, no ser capaces de conseguir una mujer a no ser que fueses al distrito rojo era una fuente de vergüenza.
          Cada uno teníamos nuestra compañera habitual. No nos contábamos el uno al otro qué nivel de intimidad sexual habíamos alcanzado con esas “compañeras habituales”. Como mínimo diríamos algo como, “Lo hacemos, por supuesto”, o asumíamos una actitud de acuerdo con las líneas de, “Si quiero, lo puedo hacer en cualquier momento”. La verdad, sin embargo, debió haber sido lastimosa. Mientras los hombres arrastraban detrás de ellos la vieja idea de que el sexo era algo de lo que avergonzarse y mantener oculto, las mujeres estaban afianzadas en las ideas heredadas del arribismo sexual salido del militarismo sexual: la premiación de la virginidad y el miedo al embarazo. Porque las ideas de cada lado prescribían reglas para y atadas al otro, los autoproclamados campeones de la nueva sexualidad de la supuestamente nueva época vivían con una realidad interior que era miserable cuando se comparaba al esplendor de su apariencia externa y perspectivas proclamadas oralmente.
          Yo y otros como yo expusieron la noción de preguerra de que el sexo era algo de lo que avergonzarse y mantener escondido para mistificar el sexo. Con la pérdida de la guerra, cuando el poder de todas las cosas misteriosas estalló de bruces contra la realidad, el sexo fue una de ellas. Se nos enseñó por supuesto que el sexo debía ser glorificado y disfrutado a la perfección como el más misterioso acto de la realidad, pero, para mí al menos, el sentimiento de que algo anteriormente misterioso había sido expuesto a la clara luz del sol y revelado como una mera cosa derrotó esa lección.
          La gente a la que vi durante y después de la guerra, la imagen de las calles tal y como se me aparecían a mí en la forma de literatura y crónicas me enseñó que los seres humanos son una cosa y, por consiguiente, el sexo, que es una parte de ellos, es también una cosa. Podrías decir que menosprecié a todos los seres humanos, incluido yo. Menosprecié al sexo, y de esta manera menosprecié el sexo de mis amigas mujeres, los objetos de mi sexualidad. Ahora soy capaz, con pena, de entender esto, pero en su momento no le di ningún pensamiento. Estaba orgulloso de mí mismo por menospreciar el sexo, y ese orgullo me hizo seguir adelante.
          Precisamente por ese orgullo pude sobrevivir entre las ruinas de la derrota de Japón en la guerra. ¿Y no fue ese el mismo caso de muchos japoneses? El desprecio de uno mismo fue la única manera en la que el orgulloso japonés pudo sobrevivir a la realidad impactante de la derrota. Como animales hambrientos, los japoneses no tuvieron elección salvo menospreciarse a sí mismos para satisfacer ese hambre. Ese fue ya el mismo camino que llevó directamente al PNB; en un contexto sexual, tuvo un vínculo directo con el arribismo sexual.
          No obstante, la sociedad japonesa no carecía de un movimiento que buscase abrir una brecha en esa tendencia. Y yo también estuve presente en una esquina de ese movimiento. Las relaciones humanas en ese contexto ─las relaciones hombre-mujer para ser precisos─ estaban muy apartadas de este tipo de menosprecio, porque tenían que ser labradas en una base de respeto humano y libertad. Como mínimo, eso era superficialmente cierto con respecto a la cultura considerada sagrada por el movimiento. La realidad era diferente, sin embargo.
          Las trabas del militarismo sexual y arribismo sexual limitaron a los activistas en el movimiento incluso más firmemente de lo que lo hicieron en la vida diaria. Vi a mujeres dispuestas a lanzarse ellas mismas a aquellos en el poder dentro del movimiento y a hombres manteniendo a mujeres bajo pretexto de que eran líderes del movimiento. Cuando vi todo esto llevado adelante bajo el pretexto de “la protesta” o “la revolución”, supe intuitivamente que no podía ser posible ni una protesta ni una revolución mientras los males de la realidad presente fueran arrastrados inalterados dentro del reino de lo sexual.
          Pienso que fui algo idealista y un poco introvertido. Pensé que necesitábamos establecer una nueva lógica ─una que estuviese separada de las reglas de la realidad─ concerniendo las protestas, la revolución, y el sexo. La manera en la que lidié con el sexo en ese contexto fue indescriptiblemente pobre. La pobreza de esa comprensión ha permanecido inalterada hasta hoy en esta época de desborde de imágenes de abundancia sexual. Al mismo tiempo, en medio de esta abundancia está definitivamente la fragancia de la falsedad.
          El otro día, en una gran reunión de miembros acérrimos de la Federación Nacional de las Asociaciones de Autogobierno Estudiantiles, escuché que las mujeres activistas acusaban furiosamente a la comisión ejecutiva o a todos los activistas masculinos de discriminación contra las mujeres dentro del movimiento y denunciaban su falta de conciencia de esto. No estoy para nada estrechamente relacionado con esta organización, así que recibo toda mi información de segunda mano, pero cuando oigo palabras duras como “Pones vallas a tus propias mujeres. ¿Qué tiene de activista eso?”, siento una combinación de desesperación ─tal y como era veinte años atrás cuando estábamos en el movimiento, incluso el centro del movimiento hoy está secundado por los muchos males de la realidad que intenta derrocar─ y una esperanza queda de que una voz se alzase atacándolo.
          Aun así, es muy interesante que las acusaciones de las mujeres acerca del sexo lleguen en un momento cuando el movimiento está en decaída, porque pienso que el movimiento en su apogeo encarnaba incluso más imágenes de abundancia sexual.
          “Cuanto mayor sea tu labor de amor, más arrollador será tu deseo para la revolución. Cuanto más te reveles, más arrollador será tu deseo de tomar parte en una labor de amor”. Este grafiti, escrito en un muro de la Sorbona durante la Revolución de Mayo en Francia, es una expresión extremadamente concreta de esto. En tales momentos, la sexualidad de una persona se vincula a toda la humanidad. Una relación sexual con otro provoca una conexión con toda la humanidad: abrazando a una persona, eres capaz de abrazar a toda la humanidad. Incluso si no obtuve un goce perfecto, incluso si mi sensación estuvo algo distorsionada, experimenté algo parecido a eso. No puedo creer que ese tipo de cosas no tuvieran lugar detrás de las barricadas en 1968 y 1969. Pregunté con descaro acerca de eso cuando usé las palabras “sexo rudo”. ¿Es el sexo realmente una cuestión individual? El acto concreto de las relaciones sexuales definitivamente tiene lugar entre dos individuos pero creo que a través de la unión con otro individuo uno está intentando una unión con toda la humanidad y toda la naturaleza. Cuando uno cae presa del delirio de la esencia de la exclusividad del sexo ─porque en el momento de su unión los individuos son exclusionistas─, uno se convierte en un eterno prisionero de la estructura social detrás de una idea errada.
          Por casi cada momento de nuestras vidas diarias, somos ese tipo de patéticos prisioneros. Instintivamente, no obstante, la gente trata de escapar de las trabas de tal delirio. Anticipándose a eso, la sociedad crea rutas de escape puramente técnicas, tales como intercambiar socios y sexo fuera del matrimonio. En la medida en que estas rutas de escape no aspiran a abrirse paso a través del mito de la exclusividad y posesividad sexual, sin embargo, no tienen poder esencial.
          Echando la vista atrás, me pregunto si los ininterrumpidos relatos de historias sucias de mi grupo, nuestro dormir juntos como un grupo, y nuestras visitas al distrito rojo no eran una expresión distorsionada del deseo de la unión a través del sexo. La costumbre del sexo grupal que casi ciertamente existió en las granjas de los pueblos de Japón previos al periodo Meiji y la costumbre okinawense de “jugar en los campos” de los hombres y mujeres jóvenes debían haber sido formas menos distorsionadas de válvulas de seguridad, ofreciendo liberación de las trabas frustrantes del concepto de la exclusividad sexual.
          Hoy, también, muchos tipos de comunidades son instintivamente creadas por gente joven que presienten la falsedad del concepto de sexo impuesto socialmente en ellos. ¿Qué tipos de relaciones sexuales serán forjadas en estas comunidades? Cuando uno se distancia a sí mismo del arribismo sexual y de la posesividad mutua, las cosas pueden empezar de nuevo.
          ¿Podría ser posible, aun así, crear una comunidad sexual donde toda la humanidad fuese una? Siempre es fácil empezar algo, pero es difícil hacer que un momento especial dure. Incluso si extiendes el tiempo por medio de las drogas, ¿quién puede garantizar que la monopolización de la mujer por el hombre o del hombre por la mujer no ocurrirá? Si es así, ¿tenemos alguna oportunidad salvo estar perpetuamente renovando nuestras comunidades sexuales? El país en el que vivimos ahora no es ni siquiera una república.

Tôkyô sensô sengo hiwa Nagisa Ôshima 1

Tôkyô sensô sengo hiwa Nagisa Ôshima 2
The Man Who Left His Will on Film [Tôkyô sensô sengo hiwa] (Nagisa Ôshima, 1970)

[1] Nombre dado a las madres japonesas que se involucraban ellas mismas en las preparaciones de los exámenes de ingreso a escuelas hasta el punto de la obsesión.

[2] Localización del más famoso de los centros de prostitución en Japón, regulados por el gobierno desde los años tempranos del periodo Edo (1600-1868) hasta la mitad del siglo XX.

LA REPÚBLICA DE LOS SUEÑOS

Schwestern oder Die Balance des Glücks (Margarethe von Trotta, 1979)

Schwestern oder Die Balance des Glücks Margarethe von Trotta 1

Estamos pasando una época de enmiendas vitales. Nuestra propia historia acorrala las decisiones que debemos tomar sin demora para ajustar, de cualquier manera, la cotidianeidad circundante a los ideales que tanto ansiamos proteger, alcanzar. Años de grandes épicas privadas, ideas batiéndose en el terreno inmenso que separa a varios amigos ─manchegos, catalanes, gallegos─, intentando atenerse, ser fieles, a una palabra que ellos creen de posibilidades metamórficas inagotables: el tiempo, más bien el verbo, emitirá el último juicio sobre las contradicciones que nos cercan. Drogadictos de un diletantismo suicida, sabedores de los límites de humanismos cada vez más idealistas, perdiendo contacto la puesta en juego de valores estéticos con la trampeada realidad inmediata, manifiestos insobornables que no logran traspasarse a la construcción escaparatista del yo, de cara a los transeúntes, tirados en la calle, caminando por la acera, una voluntad de poder que finalmente no tendría otro remedio que pregonar a la indiferente ciencia, estamparse contra el vencimiento de una sociedad cuyas depresiones ni siquiera guardan el encanto romántico del malditismo, tan rodeadas como están ahora de electrodomésticos en miniatura con los que matarse la vista mientras se cosecha un enorme desamparo.
          Anna vive así, sumida en Hamburgo, ciudad idónea para encallar, revivir eternamente el libro de cuentos de la infancia, volver una y otra vez en travelling de avance incesante hacia el espesor del bosque mientras el diafragma se cierra, vertiendo las prosecuciones del pasado en rechazos convulsivos que enclaustran la violencia mental en páginas de diario. Uno quiere estar donde las cosas pasan. Al verse acorralada entre un innombrable deseo no cumplido, un sueño innúmero de noche extranjera, se corre el riesgo de tan solo conseguir ver belleza en tiznes de aquello que no sucedió, en las fotografías que conservamos en las cuales observamos aquellos primeros meses de feliz ignorancia, mirada de miedo dulce, sin pañales, cerrando los párpados ante el agua que nos echan sobre la cabeza, temerosos, curiosos ante el giro de la historia que no conocemos. En este Hamburgo surge un paisaje eminentemente nocturno, tendente hacia las horas plenas de la madrugada, aquellas que disfruta Klausen, portero de la empresa, bajo un trozo de cielo germano que divisará desde su retaguardia, ante él pasa Anna, mas solo en contadas ocasiones, pues es su hermana, Maria, la que horada el horario de oficina, secretaria constante, espléndida con la línea jerárquica, sobrepasando sus más inmediatas obligaciones. El drama comienza al colisionar los climas consanguíneos, la que obedece de día y la que se rebela de noche, la que intenta escapar a las cinco de la mañana en un suicida noctambulismo, haciendo caso omiso de consejos resabiados, fríos, los de la hermana intachable. El sacerdocio del trabajo, las monjas del sermón laboral, conscientes de que en un mundo de hombres no todas tendrán la misma predisposición, una vez acabada la tirana educación, a salir a la sociedad haciendo valer, desde cero, sus principios. ¿Y si con ello debemos olvidarlo todo? ¿No resulta insoportable recomenzar el andamiaje de veintiún años utópicos encauzados desde la segunda edad de la vida a desbaratar lo que más en secreto velábamos?
          Después de tantos filmes polacos y húngaros vistos en invierno y primavera coetáneos al que nos concierne, esta encrucijada de carácter europeo la sentimos más que nunca desde las posibilidades mediadoras del 1.66 : 1, cuesta apartar de uno la condición de espectador, de distancia insalvable ante una frontalidad quebrada, una relación de aspecto ideal en la que el cine de Europa Occidental ha intentado saldar su cuenta con el teatro, lejana la posibilidad de extender el curso de una experiencia sin corrosión de registro, sin temor a embellecer el mundo y ser fiel a sus vaivenes mentales, también leales a esa confianza en el cuello movedizo como único posible movimiento del cuerpo humano, manifestado en panorámicas rústicas, engarzados los planos unos a otros con empalmes donde casi logramos ver las junturas. La autarquía tan cultivada en los años 70, intentando reclamar para el cine el pedazo de realidad insobornable y terca, que supuestamente sus orígenes y estatuto merecían; hoy en día esos fueros de rigor por omisión, estatuas petrificadas viendo un plano desarrollarse de silencio a espasmo espontáneo, ya no guardan relación con el mundo recobrando significantes perdidos, ni con la instauración de una contrapolítica, más bien son ejercicios de ajados cinéfilos que han olvidado, tan seguros como están en su círculo de Cineclub Europeo, que una autarquía no es para siempre, que los términos de la batalla hay que reconsiderarlos, jugar a tricotar como Duras, a corrosionar como Pasolini, a dilatar como Akerman, pasados cuarenta otoños, ya semeja una adherencia a tiempos tan precocinados como los de cualquier gran cadena televisiva, una connivencia desagradable, cines vacíos donde esperar la próxima panorámica de 360 grados que rompa el insoportable sometimiento a una duración inexplicable, de un egoísmo tal que incapaces son de establecer un mínimo juego con los tamaños del plano, aunque sea para volver a concedernos, tan derrotados que estamos, la posibilidad de ver un rostro hermoso gesticular a algo más que apatía en profundidad de campo chata. Sí, “contra la ciencia”, dirán ellos, “al suicidio”, corregiremos nosotros, al seppuku, de un lado, la imposición, del otro, la autoimposición, en el medio, Von Trotta, a dos mundos, Anna.
          Volvemos a esta relación de aspecto, 1.66 : 1, porque es sencillo observar lo que de mediatizante puede alcanzar en potencia, manteniendo un proscenio desde el que nos situamos como espectadores, por lo tanto no abandonando una frontalidad que nos hace conscientes de la imposibilidad de escabullirnos por completo dentro de la escena, las posibilidades limitadas de los cuatro lados del rectángulo, del encuadre, ventana de luz, la tensión surge al comprobar la habilidad, querencia, de Von Trotta al mover el aparato, a través del entorno, entre los cuerpos, estableciendo relaciones que rebasan el sustantivo cambio unilateral, inclinación de cuello, una máquina introduciéndose en la representación, tirando de ella, alcanzando un punto intermedio de volubilidad de formas que lleva un paso más adelante lo que luego Raymonde Carasco no consiguió apuntalar en Rupture (1989), filme de mimbres dramáticos afines, de sonambulismos agrupables, que terminaba haciéndose pequeño en sus limitaciones, un facsímil de tiempos mejores, herencias sadianas puestas en escena quejumbrosamente, opacidades a medio cocer, y bastaba con desarrollar algo más la escena, deseo sincero de Pialat, convencido de la tozudez francesa en mantener ángulo, frontalidad, sin variaciones, no tomando el riesgo de recorrer el espacio, aun con la conciencia de la hosquedad muy presente. Von Trotta y Franz Rath ─director de fotografía─ acompañan, relacionan, avanzan, retroceden, varían la relación de los personajes con el objetivo en una misma toma, y a la vez su posición con respecto al fondo desenfocado o no, toman a los cuerpos de los pies a la cabeza tanto como de la testa a la cadera, y de una posición a otra viajamos en el transcurso de una escena, no necesariamente desde fuera, pero sí con esa pequeñísima conciencia de una frontalidad no desechada, un registro que sigue a flote, tanto es así que al ausentarse del apartamento, la oficina, pub, el exterior parece provenir del sueño más vívido, los colores adquieren una vibración evidente, y el contraste beneficia, connota el acuario precedente, hermanándose con la materia negra de otros filmes bien amados: cuando irrumpe el mar, la arboleda, el mal sueño, la pesadilla, huimos del teatro problematizado, del registro contravenido, entramos ya con ambages en la mente de un cine que nos subyuga y propulsa hacia un nuevo tiempo aun por ocupar, el tiempo que en los noventa hollaron Patricia Rozema, Rebecca Miller, Elaine Proctor, un poco antes Ann Turner, la filmación de una naturaleza brava que, luego de agotar todas las relaciones posibles entre cuatro paredes, aquí alemanas, urbanas, con olor a modernidad desfalleciente, invernadero asfixiante, protesta con su mero movimiento, su necesidad de ser filmada simplemente sucediéndose. Schwestern oder Die Balance des Glücks escapa por minutos a sus jaulas de cristal y madera, y permite pasar las olas, el aire, los árboles, la hierba, todo aquello que tras las ventanas impide ser colonizado bajo una cámara fija aumentando esta insoportable orfandad.
          Las épocas cambian, personas indecisas seguirán viendo la vida a través de los ojos de otros, hijas, amigas, proyectando el pasado que no tuvieron intentando manchar las quimeras del ser próximo, criando casi sin darse cuenta un matadero de embalsamados destinos en parálisis. Procuramos olvidar, seguir adelante, aun a riesgo de deslizarnos todavía más allá de un entorno que ya no soporta ver otra cosa que su propia imagen vomitada en espejos eléctricos, ay lo que haríamos, lo que llegaríamos a hacer, lo que llegaría Anna a hacer, lo que continúa haciendo, después del fin de su existencia, todavía actriz peligrosa dentro de una escena inacabada, el sobrante de la función no rematada, es ya la pesadilla de los otros, el rostro que aparece en noches con soga recordando que la cuenta todavía no se ha saldado.

Schwestern oder Die Balance des Glücks Margarethe von Trotta 2

Schwestern oder Die Balance des Glücks Margarethe von Trotta 3

Schwestern oder Die Balance des Glücks Margarethe von Trotta 4

***

A la cabeza de mis propios actos,
corona en mano, batallón de dioses,
el signo negativo al cuello, atroces
el fósforo y la prisa, estupefactos

el alma y el valor, con dos impactos
al pie de la mirada; dando voces;
los límites, dinámicos, feroces;
tragándome los lloros inexactos,

me encenderé, se encenderá mi hormiga,
se encenderán mi llave, la querella
en que perdí la causa de mi huella.

Luego, haciendo del átomo una espiga,
encenderé mis hoces al pie de ella
y la espiga será por fin espiga.

Marcha nupcial, César Vallejo

***

A Bruno Schulz

BIBLIOGRAFÍA

Police – Dossier: The Zebra’s Stripes

AMÉRICA. EL MUNDO

Heartbreakers (Bobby Roth, 1984)

Heartbreakers-Bobby-Roth-1984-1

Por mal que les pese a los yanquis, Norteamérica no es sinónimo del mundo, y sin embargo, el pequeño universo que consigue capturar Bobby Roth en Heartbreakers no nos importaría que fuera el nuestro. He aquí un filme para reconciliarse con el cine americano. Con la grandeza engañosa que puede suponer para la existencia del ser humano el simple acaparar diariamente una serie de espacios, pocos, pero suficientes para él: la cafetería predilecta donde recomenzamos el nuevo día con el resto de insatisfechos parroquianos, un apartamento en las afueras donde gozar nuestra individualidad desordenada, por fuerza un ámbito creativo, también lugar privado en el que invitar a relaciones esporádicas o en el cual sentirnos solos cuando nos haya abandonado la mujer de nuestra vida, en una calle secundaria, la galería de arte donde con algo de suerte expondremos cada cuatro años y quizá de carambola hasta vendamos algún cuadro, solo un puñado de espacios para uno, repetimos, pero que nunca nos alcanzarían a alienar. Junto a Blue, el pintor abandonado, y Eli, quien no sabe qué diantres ha hecho tanto tiempo malgastado en el negocio declinante de papá, apreciamos esta cualidad, neto patrimonio del cine americano, que nos otorga con recreación y limpiamente una colección de varios espacios medidos, en una serie de despliegues que nos hacen percibir lo que supone lidiar con los tránsitos de uno a otro con más facilidad de lo que sabemos por experiencia en realidad es. Nos encontramos a mediados de los ochenta, pervive aún la vaga sensación de un mundo hilado, ciudades en subjetiva tensión donde todavía se podía afrontar con dignidad la feliz e inconsecuente paradoja de estar vivos, cargados de deseo. Blue y Eli son dos personajes que se exponen al espectador, del mismo modo que entre ellos, sin ambages evidentes, en cambio, conforme avanza el metraje, vamos percibiendo, cuanto más tiempo pasamos en su compañía, que un velo de misterio que antes no habíamos percatado y que los envolvía va tornándose cada vez más tenue. “I’ve gotta change my life”, se repiten constantemente Blue y Eli. La cámara es arrostrada por los cuerpos; hasta que no acompañemos a nuestros protagonistas un buen rato durante sus escarceos, no sabremos hasta dónde están dispuestos a llegar en las lides del placer, la pillería y en sus divertimentos afrontados con un deje de ligero desespero.
          En Urban Cowboy (1980) o Perfect (1985) de James Bridges encarábamos con incorruptible ambivalencia y seriedad esos años ochenta donde el mundo del aeróbic, las liposucciones, los últimos días de la música disco y el embeleso country iban a cuestionarse con crueldad denostando el sostén existencial de millones de norteamericanos. Filmes misericordes en el buen sentido, radiografías equilibradas por la cruz y la cara, el soberbio e inmaculado cutis de Travolta, Bridges como el cineasta aventajado que disfruta haciendo malabares evitando que esa ambivalencia decaiga en ningún tipo de mirada que afeara su campo de estudio o hiciera tambalearse su objetivo. En Heartbreakers, por el contrario, ese disfrute neumático adquiere presencia no como prerrogativa de partida sino de modos más casuales, en el momento en que Blue y Eli intiman con Candy, le ayudan a cargar la compra, aceptan su invitación a cenar, dudamos con sinceridad sobre quién de los dos será capaz de aventurar más pujas con tal de llevarse el gato al agua. Al final, seremos los espectadores quienes nos llevemos la sorpresa: Candy ambiciona montárselo esta noche con los dos, y descubrimos que entre Blue y Eli las barreras de su masculinidad no estaban tan alzadas como creíamos, aceptan sin forzosidad el trío, intercambiando saliva con una mujer que alterna con procacidad los morreos, en un espacio más íntimo y menos aséptico que un gimnasio, tenue luz modulada, se introduce Transformation de Nona Hendryx y ahora sí nos dejamos invadir por el afecto sexual softcore de una pista electro-funk que se deja volar libre, un hombre aceptando el desnudo de otro, haciendo valer destrabado su erotismo, e inevitablemente nos surge la pregunta sobre por qué siempre ha costado tanto al cine americano y de allende poner en juego semejante situación entre dos machos y una hembra, cuando al contrario fuera muy común, habiendo existido los efervescentes años sesenta, los rabiosos años setenta, las ínfulas del amor libre, por qué se les antojó imposible, aunque fuese momentáneamente, llegar a semejante solución de conveniencia a los intelectos libertarios de Jules et Jim. Problematizando el fetiche, abundan en Heartbreakers los pechos sobredimensionados, las botas de tacón y la falsa inmovilización de la pin-up girl reseguida, perseguida, en los lienzos de Blue con cuidadosa artesanía, apetito inagotable, movimiento perpetuo y trance, como el que embarga a Eli, dos personajes a los que el filme priva durante un rato de gozo, de placer y de libertad para insinuarles que acaso la sociedad ha cubierto con falsos problemas materiales los verdaderos problemas del hombre, para evitarle que reconozca la melancolía de su destino o la desesperación de su impotencia, constante bregar la realidad que ambos afrontan con travesura, como el cineasta Bobby Roth, sin pizca de zafiedad, ni cursi, ni camp, más bien dotado de un romanticismo que tildaríamos de beso en la boca. Incluso un sentir nostalgia por un decoro que probablemente nunca existió, como el que añoraba Fred en Damsels in Distress (Whit Stillman, 2011).

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A nivel sentimental, habitamos un mundo eminentemente nocturno, en el cual las transacciones o los sucesos realmente importantes tienen lugar durante la noche. Jugando a ráquetbol tras un reenganche al salir de la discoteca, para saldar cuentas, pues las horas de la madrugada hinchen el reborde de las cosas no dichas ni expresadas, acumulándose hasta un hipotético amanecer donde la luz, siempre invasora, fuente de dolor, crea efluvios de conturbaciones finalmente manifestadas físicamente: a golpizas entre amigos, confesiones a lágrima viva. Y es que estos biorritmos con los que el mejor cine americano consigue engañarnos, impregnando de convicción-acción sintética lo que entendemos por esa esfera incólume y dorada formada por la celestial mitad de la vida en acomodo con la semicircular cáscara de la existencia (Rilke), precisan también de un ligero cuestionamiento; los cineastas que más nos interesan no rompen del todo el embrujo ─asumimos la paradoja─, terminan cediendo a su particular elementalidad vital, días marcados, engarces de contagiosa consecución. Herencia del wéstern, incuestionable sensación de la vida como campo de batalla, uno puede enamorarse, sufrir las suficientes traiciones o requiebros amicales, acumular la cantidad pertinente de alcohol en el hígado, en fin, participar de la sociedad en tanto que potenciales moldeadores concernientes del juego de sus ímpetus. En esto Norteamérica ha perdido ya al rey, la dama y las torres, malvive ahora malvendiendo idiotas sentimentales en un paisaje de batallas que quedan lejos, y el drama no se traba entre el saloon y el diner, autopista mediante; la posibilidad de una vida cerrada, autárquica, ejemplarizante incluso en cuanto acción completa, ha borrado sus huellas, dejando a su público persiguiendo espejismos, quimeras, de una ilusión de conducta que ni en sueños conseguirá aprehender. Educada la juventud de los ochenta en esta ley de la calle, los desperdicios de dicha praxis escolástica los notamos chocando contra el asfalto cada vez que entablamos conversación con alguno de estos hijos bastardos de Norteamérica, europeos desbaratados.

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NOSOTROS

ESPECIAL ALBERT BROOKS

Lost in America (1985); por Dave Kehr
Lost in America (1985)
Defending Your Life (1991)

Defending Your Life (Albert Brooks, 1991)

Si crees complicitar enteramente con una persona, date a ver en su compañía un filme de Albert Brooks: si se da el caso que lográis anticiparos mutuamente cuándo el otro va a reír, o va a dudar de si reírse, pues muchas felicidades, os es concedido a ambos el morir en paz, casi que suicidaos, ya que en adelante podréis abrigar la certeza de que al expirar abriréis de la mano unidos las puertas del cielo. En cambio y afortunadamente, planos de una hechura tan diáfana como los de Brooks siempre incitarán al espectador a tomar partido por su propia individualidad terrenal, carnalidad perceptiva. Al modo de un jurado popular, se espera que cada cual haga regir su opinión, se aferre al mimbre que crea más conveniente, lance el suyo, una vez arrojado desde las alturas hacia encuadres de ancha llanura emocional pero sin pistas de aterrizaje apreciables. Sonrisas y lágrimas saltarán a destiempo, no enlatadas, irreconciliables. Por cada gozo privado, un prurito de temor compartido. Contra menos te conozco más te quiero conocer, más te amo (la risita pilla de Meryl Streep). Cine purgante, romances sincréticamente modernos. Según Brooks, tampoco será culpa nuestra del todo no habernos llegado nunca a conocer (yo a ti, uno a uno mismo), pues aquí en la Tierra median tapias como la publicidad, la posición social, indigestiones por comer, el crudo dinero. Así, cada espectador se calzará su propio running gag, las dos condiciones son hacerlo solo (sin ayuda) y a la pata coja (imitando los humores del gag). Decía “afortunadamente” porque esta carrera de sacos desigual, consistente en gozar en presente juntos pero según el temperamento a destiempos, certifica un desajuste que nos recorre en tanto espectadores probándonos contingentes, distintos, inconmensurables, aún por conocer, en una palabra: redivivos.
          Para lograr esta espaciosa temida libertad, este acomodo embarazoso, ¿qué carencia constitutiva abraza el montaje de Brooks? Yo diría: la falta casi total de descargas. Ordenados los comediantes de más a menos electrizantes, dichas descargas se encuentran por igual repartidas en Jerry Lewis, Buster Keaton, Pierre Étaix, Charlie Chaplin… incluso, es forzoso admitirlo, en Jacques Tati ─aunque tal descarga languidezca como lento pierde el aire un cojín que se pee. Lost in America (Brooks, 1985) tienta medirse con The Long, Long Trailer (1954) de Vincente Minnelli pero a voltaje negativo, es decir, sin echar al barro a Julie Hagerty y sin la canción de la cucaracha. Como en las demás, en Defending Your Life las sorpresas que achaca Daniel nunca llegarán al desastre, pues suelen caer, en el peor de los casos, del lado de la decepción absoluta, tratándose en el mejor de una especie de alivio ansiolítico. Mientras el cuerpo intenta a duras penas recomponerse, los cortes, los travellings de seguimiento, los múltiples paralelepípedos que conforman el mundo perseveran en su geométrica solidez. Aquí, los insertos sucintos que se introducen del rostro de Brooks al acusar un chasco inopinado funcionan como verdaderos pillow shots. Su cara hace las veces de almohada hundida por un puñetazo. Muy breve, se nos da a ver esta superficie mullida y desbravada intentando rehacerse ególatra, defendiendo su vida, pretendiendo volver a su forma; pero ante el estupor, Brooks siempre corta antes.

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Defending Your Life (Albert Brooks, 1991)

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The Long, Long Trailer (Vincente Minnelli, 1954)

EL CINE; por Virginia Woolf

“EL CINE” (Virginia Woolf, 1926) en Horas en una biblioteca, Seix Barral, 2016; págs. 323 – 330. Traductor: Miguel Martínez-Lage. Originalmente en: The Nation and Athenaeum (3 de julio de 1926).

Dice la gente que el buen salvaje ha dejado de existir en nosotros, que estamos en una fase terminal de la civilización, que ya todo está dicho, que es muy tarde para tener ambiciones. Estos filósofos seguramente se han olvidado del cine. Nunca han visto al buen salvaje del siglo XX cuando este va a ver una película. Nunca se han sentado ante la pantalla grande, ni han pensado en que por muy vestidos que vayan, por gruesa que sea la alfombra en la que han plantado los pies, ninguna distancia los separa de aquellos hombres desnudos, de ojos ardientes, que golpeaban una con otra dos barras de hierro y oían en el clangor un preanuncio de la música de Mozart.
          En este caso, cómo no, los barrotes están forjados, y tan cubiertos por un cúmulo de materia ajena que resulta sumamente difícil oír nada con una cierta claridad. Todo es barullo, ruido de fondo, caos. Nos asomamos al borde de un caldero en el que parece que bullen fragmentos de todas las formas y sabores; de vez en cuando cuaja en la superficie algo de gran vastedad, que parece a punto de rebosar del caldero. Sin embargo, a primera vista, el arte del cine parece simple, casi estúpido. El rey estrecha la mano de todo un equipo de fútbol; aparece el yate de Sir Thomas Lipton; Jack Horner se alza con el triunfo en el Grand National. El ojo todo lo absorbe simultáneamente, y el cerebro, gratamente excitado, se acomoda a contemplar cómo suceden las cosas sin tomarse la molestia de pensar en nada. El ojo normal y corriente, el ojo poco o nada estético de los ingleses, viene a ser un sencillo mecanismo que se cuida de que el cuerpo no caiga por la trampilla de una carbonera, que proporciona al cerebro juguetes y chucherías para mantenerlo tranquilo, y que es de fiar, porque habrá de comportarse igual que una doncella competente cuando el cerebro llegue a la conclusión de que ya va siendo hora de despertar. ¿Qué sentido tiene, pues, excitarse de golpe en plena somnolencia, y todo para pedir auxilio? El ojo está en aprietos. El ojo necesita socorro. El ojo dice al cerebro: «Está pasando algo que yo no entiendo ni de lejos. Se te necesita aquí». Juntos, contemplan al rey, contemplan el barco, contemplan el caballo, y el cerebro ve de inmediato que han adquirido una cualidad que no se corresponde con la fotografía del natural. Se han convertido en algo no más bello en el sentido en que lo son las imágenes, sino, digamos (nuestro vocabulario es precariamente insuficiente), más real, o real quizá, pero con una realidad distinta, ¿seguro?, de la que percibimos en la vida cotidiana. Los contemplamos como son cuando no están. Vemos la vida como si no tuviéramos ningún papel en ella. Mirando la pantalla, nos parece estar lejos de las mezquindades de la existencia real. El caballo no va a soltarnos una coz. El rey no nos dará un apretón de mano. La ola no nos mojará los pies. Desde tal punto de vista, observando las extravagancias de nuestros semejantes, tenemos tiempo de sentir a la vez la compasión y la diversión, de dotar a un solo hombre de todos los atributos de la raza. Ver cómo navega el barco y cómo rompe la ola nos permite disponer del tiempo de abrir la mente a la belleza y de registrarla por encima de la extraña sensación que supone: esa belleza seguirá intacta, florecerá siempre, tanto si se contempla como si no. Por si fuera poco, todo esto sucedió hace una decena de años, o eso se nos dice. Contemplamos un mundo que se han tragado las olas. Las recién casadas salen de la abadía, pero ahora ya son madres. Los allegados se muestran ardientes, pero hoy han callado. Las madres, llorosas; los invitados, contentos. Se ha ganado, se ha perdido, se ha terminado. La guerra abrió su abismo a los pies de toda esta inocencia, de toda esta ignorancia, pero de tal modo que bailamos, hicimos piruetas, bregamos, deseamos, de modo que brillara el sol y corriesen las nubes, y así hasta el final.
          En cambio, los cineastas parecen insatisfechos con tan obvias fuentes de interés como es el caso del paso del tiempo y la sugestión que la realidad desprende. Desprecian el vuelo de las gaviotas, los barcos en el Támesis; desprecian al príncipe de Gales, Mile End Road, Piccadilly Circus. Desean mejorar, alterar, crear un arte propio. Es natural; parece que es mucho lo que entra en su espectro. Son muchas las artes que parecen dispuestas a prestar ayuda. Diríase que todas las novelas famosas del mundo, con sus personajes y escenas de sobra conocidos, están a la espera de encontrar la película que las refleje. ¿Hay algo más fácil, más simple? El cine cae sobre su presa con rapacidad inmensa, y hasta este momento subsiste sobre todo gracias a los despojos de su infortunada víctima. Pero los resultados son desastrosos para ambos. La alianza es contra natura. Ojo y cerebro se desgarran de un modo despiadado cuando en vano tratan de funcionar en pareja. Dice el ojo: «He aquí a Ana Karenina». Aparece una voluptuosa señora con vestido de terciopelo negro y collar de perlas. El cerebro, en cambio, dice: «Esa es tan Ana Karenina como podría ser la reina Victoria». Y es que el cerebro conoce a Ana Karenina casi en la totalidad de su espíritu: su encanto, su pasión, su desespero. El énfasis que pone el cine recaerá en sus dientes, sus perlas, su terciopelo negro. Entonces, «Ana se enamora de Vronski», esto es, la dama del terciopelo negro cae en brazos de un caballero de uniforme, y se besan con suculencia enorme, con gran intención, con gesticulación infinita, en un sofá de una biblioteca extremadamente oportuna, mientras un jardinero a la sazón siega el césped de la entrada. Así vamos y venimos a tirones a lo largo de las novelas más famosas del mundo. Así las manifestamos en una sola sílaba, escrita, por qué no, con la caligrafía de un chiquilicuatre analfabeto. Un beso es el amor. Una taza rota son los celos. Una sonrisa es la felicidad. La muerte es un féretro. Ninguna de estas cosas guarda la más mínima conexión con la novela que escribió Tolstói, y solo cuando renunciamos a relacionar las imágenes del libro con las escenas accidentales que nos llegan ─por ejemplo, el jardinero que siega el césped─ colegimos de qué sería el cine capaz si se le dejase a sus anchas.
          Ya, claro, pero ¿cuáles son esos recursos que tiene? Si dejara de ser un parásito, ¿cómo caminaría erguido? En la actualidad, solo a partir de indicios puede uno formarse una conjetura. Por ejemplo: el otro día, en un pase del Doctor Caligari apareció una sombra en forma de renacuajo en una de las esquinas de la pantalla. Se fue hinchando hasta alcanzar un tamaño descomunal, retembló, se sobró, volvió al cabo a ser inexistente. Por un instante, pareció encarnar una imaginación monstruosamente enferma en el cerebro de un lunático. Por un momento pareció que pudiera ser transmitida con más eficacia por medio de la forma que por medio de las palabras. El monstruoso, temblequeante renacuajo parecía ser la encarnación misma del miedo, y no la proclama de «Tengo miedo». De hecho, la sombra era mero accidente, el efecto no era intencionado. Pero si una sombra en un momento determinado puede llegar a sugerir tanto más que los gestos y palabras reales de los hombres y mujeres que son presa del miedo, parece evidente que el cine tiene en su poder innumerables símbolos de la emoción que hasta el momento no han encontrado el cauce de expresión más idóneo. Además de sus formas habituales, el terror tiene la forma de un renacuajo: se hincha, prospera, tiembla, desaparece. La cólera deja de ser tan solo despotricar y retórica, caras coloradas, puños cerrados. Tal vez sea una línea negra que culebrea sobre una sábana blanca. Ana y Vronski ya no tienen que hacer muecas. Tienen a su entera disposición… ¿el qué? ¿Hay acaso, nos preguntamos, un lenguaje secreto que sentimos y vemos, que nunca decimos? En tal caso, ¿puede ser visible? ¿Hay alguna característica que posea el pensamiento y que pueda plasmarse visiblemente sin ayuda de las palabras? Tiene velocidad y tiene lentitud; tiene las virtudes de una flecha, a la par que una circunlocución vaporosa. Pero también tiene, especialmente en los momentos de emoción, el poder de plasmarse en imágenes, la necesidad de cargar su pesado fardo sobre otros hombros, de que una imagen corra a su lado. Por algún motivo, la semejanza del pensamiento es más bella, más comprensible, más asequible, que el pensamiento mismo. Como todo el mundo sabe, en Shakespeare las ideas más complejas forman cadenas de imágenes a lo largo de las cuales ascendemos, cambiamos, bajamos, hasta llegar a la luz del día. Pero es evidente que las imágenes de un poeta no se han de forjar en bronce, no se han de perfilar a lápiz. Son un compendio de millares de sugerencias, de las cuales la visual es solo la más obvia, o la superior. Hasta la imagen más sencilla, «Mi amor es como una rosa roja, rojísima, que ha brotado en junio», nos ofrece una sensación de humedad y de calor, y el resplandor del carmesí, y la suavidad de los pétalos, mezcladas de manera indisoluble, tendidas sobre una rima que es en sí la voz de la pasión y del titubeo del amante. Todo esto, que es asequible a las palabras, y solo a las palabras, es lo que el cine tiene que evitar.
          Con todo y con eso, si es tan grande la parte de nuestro pensamiento y sentimiento relacionada con la vista, algún residuo de emoción visual, que no le sirve de nada al pintor, ni al poeta, tal vez aún aguarde al cine. Es muy probable que tales símbolos sean asaz distintos de los objetos reales que vemos ante nuestros propios ojos. Una abstracción, algo que exige muy poca colaboración de la palabra o de la música para ser inteligible, si bien las usa de manera ancilar… de tales abstracciones con el tiempo es posible que terminen por estar hechas las películas. Claro que cuando se halle un símbolo nuevo para expresar el pensamiento, el cineasta dispondrá de una riqueza enorme. La exactitud de la realidad, su sorprendente poder de sugestión, estarán al alcance de su mano en un visto y no visto. Hay Anas Kareninas y Vronskis a porrillo. En carne y hueso. Si a esas realidades consigue insuflar emoción, y si sabe animar la forma perfecta con el pensamiento, su botín será incalculable. A medida que el humo se disipe en las laderas del Vesubio, tendríamos que poder ver el pensamiento en su estado puro, en toda su belleza, en su rareza, vertiéndose sobre los hombres que se han acodado a una mesa, sobre las mujeres con los bolsos en el suelo. Tendríamos que ver esas emociones entremezclándose, de modo que se afecten unas a las otras. Tendríamos que ver, a ser posible, violentos cambios de emoción producidos por la colisión entre todas ellas. Los contrastes más fantásticos podrían centellear ante nuestros ojos con una velocidad tras la cual el escritor solo podrá desvivirse en vano, y la arquitectura de ensueño de los soportales y los baluartes, las cascadas, los enhiestos surtidores de las fuentes, que a veces nos visitan en sueños, o se forman en las habitaciones en penumbra. Todo ello podría materializarse ante nuestros ojos desvelados. No habría una sola fantasía excesiva, ni carente de sustancia. El pasado podría desplegarse ante nuestros ojos, aniquilarse las distancias, y esos abismos que dislocan las novelas (por ejemplo, cuando Tolstói tiene que pasar de Levin a Ana, y en esa transición se le desencuaderna el relato, y desacuerda toda nuestra simpatía) bien podrían, gracias a la igualdad del telón de fondo, a la repetición de una escena, pasar inadvertidos.
          A día de hoy, nadie sabría decirnos cómo ha de intentarse todo esto, y menos aún cómo podría lograrse. Tenemos vislumbres solamente en el caos de las calles, tal vez cuando una momentánea mezcla de colores, de sonido, de movimiento, sugiere la existencia de una escena a la espera de quedar fijada. A veces también los tenemos en el cine, en medio de su inmensa destreza, de su enorme resolución técnica, en las cortinillas, cuando contemplamos, a lo lejos, cierta belleza desconocida e inesperada. Pero solo ha de durar un instante, porque ha ocurrido algo extraño: así como todas las demás artes nacieron desnudas, esta, la más joven, ha nacido vestida de cuerpo entero. Puede decirlo todo antes de tener nada que decir. Es como si la tribu del buen salvaje, en vez de hallar dos barrotes de hierro con los que tañer un clangor, hubiera encontrado a la orilla del mar los violines, las flautas, los saxofones, las trompetas, los pianos de cola que fabrican Erard y Bechstein, y como si hubiera principiado con una energía increíble, pero sin saber una sola nota, a aporrearlos todos ellos a la vez.

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The Kreutzer Sonata (Bernard Rose, 2008) [2.ª parte de la Tetralogía León Tolstói]