UNA TUMBA PARA EL OJO

A VUELTAS CON EL GRAND STYLE

Inoportunidades – Sam Peckinpah

2.35 : 1, encuadre de prosopopéyicos, o a eso tiende en sus peores manifestaciones.

Existen lapsos históricos evaluados con tal reverencia transgeneracional que uno sospecha si la devoción, al menos aquella heredada por jóvenes chavales, no tendrá algo de convencimiento forzado, a falta de encontrar su propia parcela donde madurar el decurso sincronizado de vidas descoordinadas. Sienta bien acomodarse a las preferencias de los antecesores, decirse a uno mismo “heredo esta jerarquía sin chirrido en la permuta”. Y luego, desenamorarse de aquello que ni siquiera se ha amado supone un doble esfuerzo: mantener la conciencia tranquila asumiendo que nos hemos mentido, y dar sonoro carpetazo con la intención de sustituir estimas. Como casi todos los cinéfilos, nosotros también hemos pasado por este forzado agenciamiento, pudiendo decir ahora que en realidad nunca llegamos a conectar el cable con aquellos filmes, las chispas surgen desde la memoria, a posteriori, engrandeciendo algo que hoy encontramos ajeno. El cineasta Sam Peckinpah, abarcador de pasiones faustas, nos vino a colación, como anillo al dedo, al elucubrar sobre manos ofrecidas que terminan hastiando por aprieto efusivo y entusiasmo engallado. ¿Qué pretendía ese New Hollywood enseñarle al viejo bajo las señas del Grand Style? Todavía no llegamos a comprenderlo. Al volver a Pat Garrett & Billy the Kid (Peckinpah, 1973), nos resultan glaciales esos cuentos de vaqueros crepusculares, retomando la relación de aspecto trabajada por los cineastas más interesantes que albergó Hollywood antes de los años 60, ¿y para qué? Peckinpah intenta llevar adelante una tradición narrativa a la que ya nadie cuestiona ni reevalúa, el corte, el tajo, suponen de por sí una osadía digna de intoxicación laudatoria, los actos de estos toros salvajes enmarcan las emociones en un presupuesto de partida, trabajo soslayado, el actor bastará, Steve McQueen para The Getaway (1972), las arrugas de un Randolph Scott comandando destellos de melancolía ojival ─Ride the High Country (1962)─, imponiendo las reglas de su juego. Peckinpah acopla este camposanto de actores semimuertos al orgullo del espectador que conoce sus héroes, asume que el relevo será doloroso y mira el cuadro desde fuera, apuntando.
          Las acciones no se renuevan, pervive un desacompasado sentido de desorientación melancólica cuyo avance por el cuadro antepone el humor, los subrayados formales, a la consecuencia descomunal pero silenciosa de ondas de pasado restrictivas que terminan convirtiendo la escena más sencilla en un remolino al que le bastan dos planos rebotando entre dos personas colocadas una frente a la otra para prender la emoción y que las naturales verbigracias del montaje dormilón se vayan a hacer puñetas, entrando sustitutas las muecas de actores encontrando su voz en un terreno que les predispone a no cerrar el futuro, las horas del ocaso aquí no preceden al fatalismo, no podría ser tan sencillo, la experiencia de Robert Duvall en Assassination Tango (2002) no es la del actor made in Uncle Sam retomando la traza perdida a causa del declive físico, sino la de un hombre necesitado de encontrar viajando fulgores humanos, off the cuff, que reconfirmen su pervivencia como agraciada, actualizada con pequeños movimientos de los huesos faciales que no percatamos entonces, hace treinta años. Aquí, en el borde fronterizo donde el habla hispana se injiere dentro de los variados acentos de cosmopolitas urbes anglosajonas, o directamente se pasa hacia el sur, renegando de cualquier “adiós muchachos”, se planta cara a la asimilación del falso presente prefabricado, ofreciendo su propio estado social, colocamos los contemporáneos habitantes del continente desde una óptica que se comunica con ellos sin prototiparlos mercantilmente, operación análoga a la de un Victor Nunez en Spoken Word (2009). Duvall y Nunez reclaman su parte del juego desde la esquina, the corner, su falta de hincamiento deja traslucir la en verdad esperanzada siguiente juventud ─jóvenes buscando sus propias formas de expresión, el monólogo free form, la preparación de cócteles de diseño reemplazando al viejo mezcal, sacos de boxeo, hípica sostenida por niñas bravas, Gardel uniendo generaciones─. Tanto Assassination Tango como Spoken Word ofrecen una óptica de cineastas en edad provecta ─Duvall, 71; Nunez, 64─, con arrugas y donaire muestran la parcela de continente más mallada y pisoteada por delirios de sentimentalismo improductivo, desteñida de apegos interesados o inclinaciones de viejo perro cínico, y al término conseguimos congraciarnos con las marcas vigentes, expresiones, de franjas de edades que creíamos ajenas. Vueltas a incrustar en la tradición, sin soslayar el salto, se establece un pacto de diplomacia precisa, sin babazas, el viejo sigue firuleteando, los jóvenes lidian con la vorágine que coarta su palabra hablada: ambos establecen una suerte de consanguinidad encubierta. En ningún plano del filme de Duvall se empotra una intención sofocante. Su tango despierta una luz sobre la América inmovilizada en pósteres clavados con cianoacrilato, hora de levantarse de la cama, los rifles han cambiado de manos, nos persiguen veinte años menos en forma de mujer, y deberemos lidiar con ellos en calidad de mensajeros cabales, la edad no excusa la tristeza.
          De hecho, las virtudes de Pat Garrett & Billy the Kid no son precisamente aquellas de Peckinpah que todo el mundo parece repetir en sugestionado eco, esa morbilidad ágil entre dos polos del control, entre aguantar el plano-contraplano conversacional y la expansividad total de ritmos, zooms, rupturas de eje, encuadres que contestan su energía dilatándose o condensándose, casi de un refinamiento arcaico innecesario, ya estaban en el cine de Corbucci más intuitivamente instaurados, y otro tanto sucede con la tan mentada “mitología crepuscular”, elementos presentes y hasta temáticas recurrentes en multitud de wésterns de los 50 y 60, en pocas palabras, nada de lo que vemos es nuevo (tampoco lo pedimos, solo intentamos quitar las mayúsculas del manifiesto), ni litigia o pacifica. Lo que menos nos seduce en Peckinpah acaba siendo esto, el alargamiento de escenas con el fin de aumentar el efecto exhibicionista de la narrativa sostenida con arcos de hierro en encuadres que realmente no mutan por mucho corte o zarpazo introducidos, esta herencia es la que recoge el peor Tarantino en Reservoir Dogs (1992), las calcomanías de los 90 y 2000 en revivals del New Hollywood, es algo que molesta, porque solo nos permite ver el aparataje de la escena construida por un supuesto director incorruptible y nos es imposible penetrar una emoción, verla evolucionar. La forma más sencilla de epatar, a falta de realidad, pasado de virtuoso. Esa insistencia pesada en hacer al espectador copartícipe del frenesí que produjo al cineasta conseguir sacar adelante la película, controlar la producción, rodar como quiso la escena. Scorsese y lo excesivo, Spielberg y su veta infantiloide, Woody Allen remando y remando por ser cansino. El gesto que inflaría las venas excitables del biógrafo no interesa cuando mandamos mitomanía y filias baratas más allá de Alfa Centauri. Nosotros, que siempre hemos sospechado de cualquier idea que sugiriera un presente suicida, decimos no, en esas escenas no hay pasado. El pasado no está allí aplacado, directamente no hay pasado, y cuando existe se apela a una mitología demasiado mallada o al cuerpo icónico de un actor que de por sí emana historia; una virtud en canalizar más que una voluntad por construir. Las dos mejores secuencias de Pat Garrett & Billy the Kid, al contrario, corresponden a cuando el encuadre y su comparsa eligen no decantarse en ampulosidades, sino sostenerse, sostenerse… los inextricables sentimientos de Pat Garrett, forajido reconvertido en sheriff renqueante, solo brotarán momentaneamente cuando jugando a disparar al borde del río casi acabe a tiros, por un prurito de honor salvaje, idiota, alzamiento del rifle amenazante, contra un desdichado colono asustado velador de su familia. Ellos solo querían proseguir en paz intranquila su camino en barca… Del mismo modo que esta escena, el sostenimiento de otra serie de planos, la muerte lenta de un pobre diablo al que Pat Garrett embaucó para acompañarlo a recibir un disparo, ahí está sentado, mientras se pone el sol, lo sigue su mujer, convocando la absurda metafísica humana de morir por un desierto… el que será Hollywood luego.
          Repetimos, 2.35 : 1.
Cuando Raoul Walsh estrenaba sin pena ni gloria A Distant Trumpet (1964), las posibilidades narrativas de esta relación de aspecto no apuntaban a la disociación dramática por exceso de ampulosidad a la que se llegó en el New Hollywood. Falta de atención y respeto en la continuidad. Incremento de los peores tics ejercitados por los directores menos talentosos de la época clásica.

Oportunidades – Ulu Grosbard

1.85 : 1, encuadre de humildes, o a eso tiende en sus mejores manifestaciones.

Como contracara enterrada de ese New Hollywood, Straight Time (Ulu Grosbard, 1978) ha supuesto en nosotros la confrontación deseada inconscientemente, volver a las cárceles, casas de reinserción, agentes de la condicional, tiempo extra del que pende el resto de nuestra libertad, herida magnífica, el hermanamiento de un belga con un cine de experiencia endeudado a base de tropiezos mudos ─la fábrica ensordece los agravios al orgullo─, transportando latas en bloque, acompañados del ingrato jefe. Este ladrón en provisional libertad, Max Dembo, asfixiador y asfixiado, se topa con un mundo cuya llave, ahora bajo su chaqueta, enfrenta la codicia del propio despeñamiento de actitudes difíciles de atajar, del trueno de un púlpito a los susurros de un amante, entonamos el redescubrimiento de un actor al que no habíamos acabado de cuadrar el trío finiquitando el calabrote que une su porvenir restaurado a cada minuto de tiempo mortal, escapando en la autopista, violentando un círculo social desfallecido, entre la admiración y la mirada ajena. Grosbard deporta camino de ultramar las titulaciones excesivas, incapaz de triturar sus laberintos contemporáneos debido a su cercanía de observador privilegiado, en dos películas, y tras haberlo tenido de ayudante en el proscenio teatral, reposiciona a Dustin Hoffman dentro de la memoria de un nuevo espectador, acordona en un recoveco doloroso el tiempo que aflige la audición de Barbara Harris en Who Is Harry Kellerman and Why Is He Saying Those Terrible Things About Me? (1971), que se pregunta adónde han ido sus años ante unos ojos que quieren pasar a la siguiente cosa, el calado dramático no solo emerge con inusitada madurez descuajeringada, también habla frontalmente a un adulto que ha visto una década pasar en su rostro, sus extremidades, y monologa ahora a un escenario que no quiere ni escuchar sus tres mejores notas, la canción se pierde y resitúa con la sapiencia desesperada de una vida incatalogable, yuxtapuestos los momentos donde nada marcó la historia sin dejar la carta boca arriba, expuesta, secreta, a ojos del jugador cuyo envite rememora desde el derrumbe de todos sus presentes, una inyección letal de la única tristeza por la que, sí, nos acabarán perdonando en limbos foráneos, la misma de Pippa Lee (2009) ideada por Rebecca Miller, indistinguible de los pasos antiguos, del súbito descenso de la temperatura marina, buzos viendo agua en tierra, en adoquinado, el cine de experiencia se hermana con el libro genealógico, estado de dicha, limitación terrena, si tiramos de una cuerda, se vendrán abajo el resto de afectos, quizá quedemos enterrados por una conmoción mortífera.

Straight Time Ulu Grosbard 1

Who Is Harry Kellerman and Why Is He Saying Those Terrible Things About Me? Ulu Grosbard

Cuando se resuelve en Straight Time una escena en un solo plano que altera su apertura al término de no pocos minutos ─la introducción de Harry Dean Stanton─, ni llega la terrible casuística a semejar precocinada, dispuesta a entregar sacrificio y valentonadas al tiroteo final, todavía no pensamos en eso, el lazo que nos ata con el lugar no destensa, si nos ponemos optimistas, arrebatamos poco más de un segundo a la sucesión de acciones que hará emerger los humores subyacentes de los personajes. El contrapunto a esta sobrecarga lo ofrece Theresa Russell, cypher, actriz principiante cuyo mareo proporciona concomitancias de superficie al drama cíclico, claro, la delicadeza de un tiempo derecho que no damos acomodado, y que sin embargo reside menesterosa en el lado inverso de las damiselas en apuros, su hogar, el término central por el que los chicos malos desaguados de oxígeno intentan pactar sin coartadas ni engaños. Russell y Dean Stanton encarnan personajes que imploran ser sacados de allí, de la morosa cotidianidad laboral, del anquilosamiento conyugal, haciéndonos conscientes de que en ninguno de estos ámbitos nos ha sucedido a nosotros tampoco nunca nada singular, que pudiéramos llamar con propiedad “singular”.
          Max Dembo lleva atada a la espalda cual molesta grupa una labilidad producto de enfrentarse a un entorno ingrato desde el cual sentimos cada noqueo a la dignidad, intenta hacer lo correcto, poner cara de cordero, vivir rectamente dentro de la sociedad, pero su código de conducta lo espolea a trabar pactos con tal de no alterar la felicidad general, un amigo que desea pincharse droga en su provisional residencia sería detonante de tres años más entre rejas, y cuesta decirle un sonoro “aquí ni se te ocurra”. Hoffman va incrementando su dosis de tolerabilidad hasta llegar a un punto que lo convierte en falible debido a anteponer la frontalidad sentimental, de principios, al soslayo de las propias intenciones en pos de resultar invisible de cara a las fuerzas que coartan y merman nuestra voluntad. Ese particular peñasco por el que termina resbalando la fachada inicial, bienintencionada, acaba abriendo una rozadura a través de la cual no dejamos de sangrar hasta el final del filme. No se trata, como en tantas intentonas del New Hollywood, de una serie de obstáculos colocados casi a modo de yincana. El desfase con la sociedad, en aquellos filmes, no se gana desde el propio despliegue del mundo en planos; otra vez, se presuponen grietas insalvables desde mitologías de antihéroe, o de loser romántico. Aquí, desde las directrices escénicas de Grosbard, lidiamos con las innumerables descortesías que van desde el más feo ademán individual a restricciones monopolizando continentes: ambas terminan por minar la conciencia y violentar al hombre no solo en arrebatos de clímax final, también, y esto es lo que, de nuevo, realmente lastima, en prácticamente cada mirada y paso dado mientras los segundos mueren. Quien vive en una guerra mental sabe, no se le escapa, que su comportamiento jamás podrá detenerse, no hasta que se reinstaure, o temporalmente encuentre, un sosiego sin fariseísmo. Este dolor vence la paz en los encuadres, y notamos amontonarse los síntomas, contagiados por secuelas de batallas olvidadas: el supervisor en la fábrica de latas mirándonos por encima del hombro, cuales bebés necesitados de brújulas extra, mujeres de exconvictos negándonos el pan y asilo, enredos cínicos que llegan para engrilletar nuestra mano izquierda ─el agente de la condicional─, convencimiento implícito de que todos menos dos nos tratan en calidad de algo mucho más barato que seres humanos. Estirpe atávica de jodientes profesionales y colección inacabable de minúsculos desplantes. Dembo derrocharía afabilidad sin demasiado problema, intuimos, pero los sinsentidos connaturales a los pobres hombres y mujeres de la ciudad americana terminan desesperanzando tanto que, entendemos, a uno le dan ganas de coger la pistola más barata del mercado y plantarse en la partida de póker, saquear el maldito dinero. Aun con todo, a Hoffman no le costará encontrar cómplices en este mundo tan mermado. Deshonor entre ladrones.
          La experiencia literal, haciendo pactos con la ficción, negocia este cara a cara con unos términos ineludibles: a cada vida su particular representación en el desprendimiento de tierra. El calor humano en Straight Time no proviene de incidir una particular reflexión sobre el cuerpo glorioso de unos actores y actrices principales, sino que se nos recoloca en la ciudad, junto a sus gentes, trabajadores de fábrica, existen luego de fondo en los bares, habitaciones de motel sin sábanas limpias que por sus escuetos servicios básicos no se diferencian mucho de una celda en la penitenciaría estatal. Y si durante la fuga en la autopista se daba importancia a una modulación pasmosa de la velocidad, con el objetivo de suponer un cambio de barranco existencial, derrape de forma abrupta, acaban gozando de muchísimo más calado sensorial y transmisión ética aquellas reducciones de marcha que nos permiten apreciar un desfile subyugado de rostros, cuerpos, las pocas pertenencias de que disponemos, nuestras malformadas uñas de los pies, personajes no ya secundarios, por poco tiempo compañeros de celda, con los que ni tenemos ánimos ni se nos permitiría mediar palabra, un triste balido, esto es lo que llanamente entendemos por “vidas cruzadas”, no otra cosa, los silencios que soportaremos hasta que uno de los dos desaparezca cuando le surja ocasión de huir, una melancolía inmensa, la desoladora contemplación del gran rebaño estadounidense siendo reinsertado en los ochenta por ladridos de dóberman no ha lugar a la romantización. El velo ha sido levantado, fuera la gasa, los años no engañan.
          Si nuestra memoria ha tenido a bien desenterrar junto a este filme de Grosbard ─conviene recordarlo, versado director teatral antes que de cine─ ciertas cuestiones que teníamos solo intuidas sobre cómo recibimos el control formal en Peckinpah, quizá haya sido, en un principio, sí, por motivos caprichosos. Difícil no contraponer el romanticismo bajo cero de Straight Time, filme de atracos, huidas, arrestos y prórrogas, con las ensoñaciones de McQueen en The Getaway, secuencias que recuerdan a los más dudosos ensamblajes kitsch de Frank Perry, abusando de zooms y efectos retro. Sin duda, la delicadeza no era el pan de cada día para los moguls del New Hollywood. Esa predominancia, esa insistencia, en una gama de colores poco interesante, marrones, beis o grises feos, hasta el punto de afectar desmoralizando la propia disposición receptiva, el sudor, moscas y frituras de postín, elementos que se encuentran también en el filme de Grosbard, en los filmes del Paul Newman cineasta, pero allí bajo una luz natural, ajada y serena. Luego, seguimos observando, ansiamos entender, nos apercibimos que mientras Grosbard manufactura en dirección, en plano, las informaciones y cadencias, las detenciones en Peckinpah son aceleramientos o bajadas de velocidad muy básicas en comparación, cambios de marcha donde los chavales ─da igual si jóvenes o viejos─ sabrán en todo momento cómo reaccionar, cómo asombrarse, cómo venirse arriba, abajo, Peckinpah se las conoce para con un solo corte malfollado importunar a la vez al espectador y al productor del filme, mareo precocinado, una adrenalina en horas bajas.
          Insistimos, 1.85 : 1. Straight Time.
Un atraco ha faltado a la cita con el exhibicionismo, mas no con la tensión, con el tiempo enajenado que licuándose desfigura los recuerdos, las sirenas reclaman su parte de presencia, los desperdicios no encarnan saltos de eje, remanencia insalvable de ajustarse al decurso, creer que su retrato presto, el obturador más exacto que nunca, sencillo en sus modos, atento a los pasos y no a la sinfonía, a las melodías y no al coro, valdrá al fin para poder librarnos de las luces cegadoras.

Straight Time Ulu Grosbard 2

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Los acontecimientos no son otra cosa que tiempos y lugares inoportunos, uno es colocado u olvidado en el lugar equivocado y entonces se es tan importante como una cosa que nadie recoge.

Tres mujeres, Robert Musil

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Ulu Grosbard (1929-2012); Barbara Harris (1935-2018)

EL FIN DE LOS INDIES, «DEATH OF THE SAYLES MEN»; por Jon Jost

«End of the Indies, Death of the Sayles Men» (Jon Jost), en Film Comment. Vol. 25, n° 1, enero-febrero de 1989, págs. 42-45.

Plain-Talk-and-Common-Sense-(uncommon-senses)-Jon-Jost-1987
Plain Talk & Common Sense (uncommon senses) (Jon Jost, 1987)

Ha pasado casi una década desde que el Independent Feature Project proclamó la existencia de un “nuevo cine americano”, una etiqueta colocada al lado de una cosecha de películas off-Hollywood que por entonces estaban siendo estrenadas: Alambrista! de Robert M. Young, Gal Young ‘Un de Victor Nunez, Northern Lights de Rob Nilsson [con John Hanson], y Return of the Secaucus Seven de John Sayles. Desde entonces, una larga lista de títulos ─que van desde los exitosos excéntricos Chan Is missing de Wayne Wang y Strangers Than Paradise de Jim Jarmusch a las iniciativas más tradicionales de Paul Bartel (Eating Raoul), o Young─ se han apretujado con una incluso más larga lista de productos salidos directamente de Hollywood (aunque “off-studio”) para reunirse bajo el mágicamente consagrado paraguas de lo “independiente”.
          Diez años después, compilados bajo la bandera indie, uno es más propenso a encontrarse con una lista de ejecutivos de estudio, abogados, distribuidores, y expertos en spin-off televisivos que a hacerlo con un verdadero cineasta, mientras que las discusiones circulan alrededor de variantes del tema preferido en las comilonas de poder de Hollywood ─la financiación creativa─ en vez de tratar la una-vez-importante estética, o ─Dios no lo quiera─ arte. Mientras nos acercamos a 1990, podríamos preguntarnos dónde se sitúan las preocupaciones indie a lo largo del continuum que va de los dólares y centavos al sentido fílmico.
          Mirando hacia atrás, la situación actual podría ser fácilmente predicha: la mayoría de los filmes promocionados por los abanderados y partidarios de la IFC fueron, desde el comienzo, filmes sólidos con un presupuesto modesto, inclinaciones liberales y mínimo estiramiento de alas artístico. Acumularon ─algunos de ellos─ un box office modesto, elogios liberales y palmaditas críticas en la espalda proporcionales a su atrevimiento artístico: solo tibiamente maravillosas. A la merced de estos filmes, el indie americano se habría esfumado, rápida y despiadadamente, a la manera del nativo americano.
          En cambio, una serie de peculiaridades ocurrió, interrumpiendo este guiso de papilla con sabor a PBS y convirtiendo a la escena indie en algo tan bizarro como la física de partículas subatómicas: en el espacio de unos pocos años, un puñado de filmes, cada uno con su propia historia encantada, emergió para obtener no solo reconocimiento crítico ─sobre todo en la América de Reagan─, también una distribución decente y un saneamiento del box office.
          Secaucus Seven de Sayles (1980), 75000 dólares en el presupuesto, se encontraba entre las iniciadoras que exitosamente conectaron con la nostalgia sesentera e hicieron vibrar el box office. Los magnates tomaron nota: Sayles iba viento en popa. Chan Is Missing de Wayne Wang, una comedia étnica de 25000 dólares, tuvo suerte de encajar en un espacio en la serie de New York’s New Directors, y recibió elogios del decano de la crítica, Vincent Canby. Conquistado el New Yorker, Wang estaba en su camino.
          En 1982, la sitcom tristona del SoHo Smithereens, de Susan Seidelman, dio resultado, y en la ola de interés que puso atención en esta New Wave, varios distribuidores nuevos tomaron cuerpo. En 1985, Jim Jarmusch, con apoyo financiero y crítico de Europa, intervino con Stranger Than Paradise, una comedia parboiled (1) formalmente refinada de pose hip Nueva York años ochenta. De nuevo, Canby derramó elogios, y Paradise recaudó 1.25 millones de dólares, ni hablar de las ganancias complementarias extraterritoriales y a causa de su lanzamiento en video. Esto para un filme que unos pocos años antes se habría languidecido en el marchito gueto de la universidad y el museo reservado para los “off-beaters” [“excéntricos”], como Variety invariablemente los etiquetaba. El indie estaba In, con el balance final ajustándose al ethos ochentero: ¡este rollo da dinero! Al tintineo de la pasta seria, los oídos y ojos del negocio giraron al sector indie.
          Naturalmente, la premisa de la expresión “filme independiente” adquirió un nuevo significado, del tipo que no solo atraía a los escritorzuelos hambrientos de tendencias de los medios, sino también a los profundos bolsillos de la industria. De repente, Seidelman viró de una autoproclamada “filmación de guerrilla” a tráileres de doce metros con Desperately Seeking Susan. La apuesta de Jarmusch fue aumentada de los 125000 dólares de Paradise al casi un millón y medio de Down by Law. Wang dio un salto desde las modestas proporciones de Dim Sum al lustre pulido hollywoodense de Slam Dance. Y con ellos, nuevos nombres, cada uno cuidadosamente envuelto en la bandera indie, acodado en las candilejas: Spike Lee y Robert Townsend, Alex Cox y Oliver Stone. De Hollywood al Lower East Side, del Bayou al Puget Sound, los filmes salían a chorros.
          Los presupuestos florecieron, y en iguales proporciones, asimismo los hurras promocionales. Uno difícilmente podía pasar una página impresa sin encontrarse con una descripción resplandeciente de otro “independiente” más en camino. Incluso las indigestas columnas del The Wall Street Journal asumieron la causa. Robert Redford, usando su estatus de estrella de alto perfil, osciló el foco hacia su Sundance Institute, que ofreció la hechicería técnica y profesionalismo de Hollywood al iniciado indie (así como una oportunidad de codearse con los hombres del dinero).
          Irónicamente, en el mismo momento que toda esta noción de “independiente” estaba mutando hacia un abrazo total de todas las cosas relacionadas con Hollywood, empezaron los cuervos antaño criados a sacar ojos. Incluso el dinero corporativo no fue suficiente para compensar guiones débiles y los proyectos de Lee, Seidelman y Wang cayeron en picado en el box office. Atravesados por los críticos y abandonados por las audiencias que ahora esperaban más a cambio de su dinero, los indies se tambalearon. Distribuidores cautelosos retrocedieron. La “independencia”, deformada y torcida por la Neolengua de la industria, se había convertido, en realidad (y usando jerga de Hollywood), en High Concept. Inflada con generalizaciones y vaguedades, su significado recayó en poco más que el corta y pega del artista del timo.
          Desde el comienzo, con su bautismo artificial bajo la égida de la IFP (que, en la mejor tradición de los mediocres de la publicidad, reconoció de forma bastante explícita la utilidad en cuanto a Relaciones Públicas en el uso de una etiqueta), se volvió evidente que el American Independent Feature ha sido poco más que un hijo bastardo de Hollywood, de pie ante las puertas, ansiando legitimidad. Mientras que sus formas embrionarias no han sido más que imitaciones enanas de los estudios, los partos más exitosos fueron enseguida arrebatados por los padres magnates. Demasiado rápido optaron Seidelman, Wang, Lee, Amos Poe, los hermanos Coen, et al. por el brillo de Sunset Strip, cediendo la jugada: la rúbrica de esta etiqueta manufacturada no era sino otra campaña de marketing del artificio inflado del legado Reagan, una farsa en la tarjeta de crédito cultural. Excepto en el más venal de los sentidos, poca de la ola indie americana circundó algo que pudiese legítimamente reclamar cualquier tipo de independencia con respecto al modelo estético hollywoodense, o la preponderancia de abogados, negociadores, y la charla del dinero, que llena aquellos seminarios salpicando el paisaje del mundo del cine.

1988: The Remake Rick Schmidt
1988: The Remake (Rick Schmidt, 1977)

A la moda de los últimos años ochenta, el tema real es el dinero: cómo recaudarlo, pedirlo prestado, gastarlo, ganarlo. Dejada muy atrás en la fiebre de este discurso está cualquier inquietud por el tipo de filme, estética o contenido. En el mejor de los casos, un murmullo tembloroso de las lenguas de la IFP menciona “humanismo”, esa palabra-vacía cajón de sastre para sentimientos que no se atreven a hablar en su nombre: liberalismo de izquierdas higienizado. No debe sorprender, entonces, que los filmes emanando de esta confluencia sean virtualmente inseparables de sus contrapartidas hollywoodenses. La envoltura “independiente” no es más que un subterfugio, un ángulo de Relaciones Públicas para los oscuros magos de la prensa, haciendo valer una diferencia que no está ahí. Excepto, quizá, en los dólares, el reclamo por la independencia comprará de Siskel & Ebert un guiño, que la MGM pagará con regalitos.
          ¿Y qué, entonces, más allá del alboroto del circo mediático del cine americano (incluso si está circunscrito al criterio “feature”), puede hacer un reclamo razonable por la “independencia”? Para aquellos que eligen no sucumbir al atractivo de los grandes billetes y su economía de mercado concomitante de ética y estética, el mural ─con un sentido ominoso de facilidad “natural”─ se ha oscurecido considerablemente. Mientras los 70 vieron la emergencia de un pequeño cuerpo de trabajos construidos tanto en el experimentalismo americano como en el “art film” europeo, y que circundó un espacio más allá de Hollywood (Yvonne Rainer, Jim Benning, Rick Schmidt, Mark Rappaport, yo mismo… pronto seguidos por Bette Gordon, Charles Burnett, Andrew Horn, Lizzie Borden, Jim Jarmusch, y Sara Driver, entre otros), los ochenta han sido testigos de su declive.
          Aunque esto pueda ser en parte atribuible al natural flujo y reflujo de las oleadas creativas, hay también más factores definibles. En el nivel más prosaico, el cambio drástico en la industria del filme de 16 mm, en la que el trabajo para subsistir de noticiarios de televisión, filmes industriales y educativos que han pasado a vídeo, ha resultado en la restricción de los materiales y servicios fílmicos disponibles. Por otro lado, los precios han aumentado, y la calidad del servicio se ha desplomado, todo esto dejando a los independientes con menos lugar en la habitación para maniobrar, tanto estética como fiscalmente. (Por ejemplo, efectos que son conseguidos fácil y económicamente  en reversal stocks ─como títulos sobreimpuestos en las imágenes─ se convierten en mucho más complejos y costosos en negativos originales). E incluso parece probable que en años cercanos los 16 mm colapsen como un medio viable.
          Simultáneamente, ha habido cambios en el circuito de exhibición con efectos negativos. La lista de museos, universidades y sociedades fílmicas que habían estado abiertos a tales trabajos se ha visto recortada por lo menos a la mitad. Y con el encogimiento incluso de este mercado marginal, los pocos distribuidores y cooperativas han clausurado o han sido reducidos a una presencia simbólica. Asimismo, aquellos mecanismos culturales que anteriormente habían acogido semejantes obras ─aunque solo fuese por el aliento de la copia en celuloide─ han cambiado sus atenciones. Así, James Benning lanzó Landscape Suicide (quizá su mejor filme), e Yvonne Rainer estrenó The Man Who Envied Women con apenas un aliento de comentario crítico fuera de las páginas de las más esotéricas revistas especializadas. Críticos antiguamente favorables se ocupan ahora con clichés retorcidos alrededor de la última basura de Hollywood o ensalzando la última carta de presentación hollywoodense como si se tratase de un verdadero genio creativo.
          La mentalidad del dinero que domina la producción fílmica ha afligido también a los Pooh-Bahs de la prensa, que presume de mantener la guardia en las puertas de la cultura. Un fiasco de 30 millones de dólares salido de Hollywood exigirá columnas de explicación en las páginas de The Village Voice, The New York Times o American Film, mientras que una obra maestra de 20000 dólares pasará completamente sin notificación previa. Y el mural solo parece empeorar: The National Endowment for the Arts, por ejemplo, en línea con la política Reagan, anunció recientemente una nueva subvención de 25000 dólares restringida a productores de trayectoria probada, ¡destinada a ayudar en la completitud de un paquete de producción de un filme para el lanzamiento en salas ─léase “comerciales”─! Un independiente real podría hacer un filme entero con ese dinero.
          Y así el viento sopla. Mientras los laboratorios eliminan gradualmente los 16 mm o en el mejor de los casos lo reducen a un formato solo-para-masoquistas, la elección pasa a 35 mm, con sus incrementos en costes y presiones en pos del “go commercial”, o, para bien y para mal, con el fin de trabajar en vídeo de nivel-consumidor donde los avances tecnológicos ofrecen ahora virtualmente estándares técnicos de nivel-profesional a precios humildes. Salvo que ocurra un cambio súbito en el clima cultural nacional parece seguro predecir que el pequeño nicho previamente ocupado por el cineasta verdaderamente independiente se reducirá a un punto de apoyo insostenible, con la producción dejándose caer en el filme ocasional de financiación europea ─como Down by Law de Jarmusch─ o el extraño producto típicamente americano hecho contra toda lógica.

The Man Who Envied Women Yvonne Rainer
The Man Who Envied Women (Yvonne Rainer, 1985)
Landscape Suicide James Benning
Landscape Suicide (James Benning, 1986)

Es probablemente justo, entonces, escribir en el muro el obituario del independiente americano en cualquier forma distinguible de Hollywood ─si no es hoy, mañana. Las energías que encontraron expresión allí tendrán que inclinarse ante las demandas del “mercado” o, más bien, trasladarse a otras formas más dispuestas para el artista-outsider. Mi propia apuesta estaría en una combinación de síntesis vídeo-ordenador, hecha con equipo doméstico como Super VHS, Beta ED, o formatos en vídeo 8 en interfaz con Amiga o Atari o la nueva generación de ordenadores Macintosh para gráficos y música. Estas herramientas, utilizadas con la misma mentalidad iconoclasta que distingue a los verdaderos independientes, ofrecen la misma elasticidad estética y espacio para creativos recortes de coste que antiguamente hicieron del filme en 16 mm un formato tan ventajoso. A medida que se produce este giro, indudables presiones para canales en desarrollo de distribución y exhibición darán lugar a equivalentes electrónicos a las cooperativas fílmicas de los sesenta. Y en el cambio hacia este formato diferente, la naturaleza de la relación entre el artista y el espectador también virará, con el artista genuino encontrando avenidas interesantes muy alejadas de la rutina de las cadenas de televisión o el flash de la MTV.
          Pensar que tal desarrollo ocurrirá autónomamente con respecto a la deriva general de nuestra cultura sería naif: el arte raramente se materializa desde un vacío. Y aunque pueda ser prematuramente optimista, uno intuye un cierto desaliento, una inquietud con las ofertas culturales (por no mencionar las sociales/políticas) de los años pasados y el presente. Todavía desenfocado e inseguro, esto promete no obstante una erupción futura de ideas y energías acumuladas. La acción, cuando llegue, se encontrará en algún lugar lejano de los cañones cínicos de L.A. O eso espera uno.

Nota de los traductores:

(1) Juego de palabras con hardboiled. Hardboiled como subgénero literario, a la vez ligado a la acepción “duro”. Parboiled, por lo tanto, “precocido”.

 

INFECCIÓN A BORDO DEL TRANS-SIBERIAN

Eastern Promises (David Cronenberg, 2007)

1. YUXTAPOSICIÓN DE ENCUADRES

Corte tras corte, que al menos algo haya cambiado entre el primer y el último plano: principal anhelo de cualquier espectador. Pero ¿dónde y cómo se inscribe esta permuta? y, sobre todo ¿bajo qué condiciones podría tener lugar? La única pista rastreable, traducible a cambio de inauditos peligros, es el diario rosa en cirílico de una madre muerta; cuando lo encontremos será ya demasiado tarde para resarcirla, todavía demasiado pronto para saber qué pasó, sin embargo, lejos de aceptar el inicuo estado de las cosas, entre temerosos e incautos, perseguiremos su eco, un en off esclavo capaz de avalancharse sobre la mismísima mafia rusa. El trabajo de una colectividad ─Peter Suschitzky, Denise Cronenberg, Steve Knight, Carol Spier, etc.─ se compartimentaría estancamente si no perseverara agrupado bajo una mirada, la de David Cronenberg, encargada de establecer el destino y modo en que cada cual debe enrolar sus fuerzas para lograr inscribir en la implacable sucesión de planos la lenta mudanza de los sentimientos. Desde el otro lado de la pantalla hacia el cuerpo del observador inerme, huésped del arco tensando, el venablo arrojado silbante, la hemoglobina borboteando de una imagen pretéritamente sana. «Filmar como acto criminal». Aunque consciente de las infinitas relaciones cualitativas que es capaz de establecer un encuadre con otro (cercano en el metraje, alejado…), Cronenberg conoce de la ineluctable primera norma del movimiento ensamblado: los trasuntos de la diosa yuxtaposición.
          También, del horror de un cuerpo a traspiés por la arista, el de Viggo Mortensen por ejemplo, de Tom Stall a Joey Cusack (A History of Violence, 2005), de ladrón en la ley a espía encubierto (Eastern Promises), de agente a paciente (A Dangerous Method, 2011); y a cada balanceo una flagelación, con su cicatriz, tatuaje y envilecimiento correspondientes. Por definición, la arista debe su ambivalencia a dos caras que han de ajustar cuentas ─yuxtaposición (plano medio, primer plano, detalle)─, mientras que el vértice ─o encuadre de situación (plano entero, plano general)─ goza aquí de un filo menor al suponer una especie de preparación del delito, armisticio a punto de conflagrar o provisional consenso metaestable entre los ángulos en pugna. La voracidad del espectador choca, es disipada, al encontrarse forzada a percibir los tortuosos parajes de Londres desde el interior de una abolladura.
          Tres espacios para comenzar a negociar el canje: la barbería de Azim, una farmacia y el Trafalgar Hospital, presentados con la inocente limpidez de un juguete precinematográfico, uno detrás de otro, caballo al paso sucesivamente. En cada uno, un pedazo maduro de realidad muere o se precipita al desvanecimiento (Soyka, Tatiana, Ekrem), pero también algo raquítico, necesitado de cuidados, contiende ambivalente por venir al mundo (la verdad, aún oscura, la neonata “Christine”, aún sin nombre). El match cut es canalizado por la sangre afluente, los compartimentos se inundan, y los objetos, anclados de concreción, no llegan a flotar porque no son brillantes extensiones implantadas tras los rostros, más bien órganos por derecho propio del animal que los posee. Corte de escena: de las piernas entumecidas de Tatiana, llenas de rojo, a la camilla del hospital azul en movimiento. En el pasillo solo tendrá lugar un plano, síntesis por eliminación de todo lo superfluo; este, a su vez, estará conformado por tres encuadres: la extracción del diario del bolso, la cara de Anna ─filmada por primera vez─, y el semblante decaído, con respiración asistida, de Tatiana, acariciado con prisa balsámica por la comadrona. Separando los tres encuadres, dos paneos verticales en dirección inversa. Se trata de condensar, en el menor número de planos posible ─y sin ceder a la provocación del exhibicionismo elíptico─, lo que muda en una escena, aquello mínimo que se traspasa, contagia o viraliza. Quince cortes ─la mayoría de ellos primerísimos planos que, no obstante, transmiten una idea fiel del hospital (sirviéndose de un uso preciso del aparataje médico y los atuendos)─ bastan para que en una misma sala Tatiana muera y su hija comience a respirar. Justo después, certificando el fenecimiento de la progenitora, Anna echará una mirada a la recién nacida y en moto se dirigirá volando al riesgo.
          La palabra, por sí sola, no basta para engendrar sentido fílmico. Debe estar inscripta en las fauces de la bestia. Voz, rostro y espacio acústico registrados en su plena articulación temporomandibular ─capaces de hacer presa─, mediante un despliegue de encuadres que oscilando, hermanándose o intercambiando energía irá conformando una suerte de coalición dentada; sistemática abierta donde el menor accidente programado podrá virar el rumbo de la serie. Nada separa el espacio de la bestia, el objeto de su garra. La ustura no es una pieza que pase de Azim a Ekrem, su sobrino, para rebanar el cuello a Soyka. La navaja es Ekrem: una vez encuadrado en plano detalle el traspaso, gestada la incertidumbre previa al gesto asertivo (el letrero de CLOSED, cortinas cerradas, dicción enlentecida), la hoja forma parte de su cuerpo deficiente mental. Una promesa y Ekrem abandona su ser romo, obtuso. Pasa a ser peligroso. De ahí en adelante, lo que quedará será breve, súbito, seco. Lógica condenatoria del traspaso donde alguien queda endeudado en la transacción, quizá, mejor decir manchado, infectado por el microbio inherente a la mano de quien ofrece la oportunidad de redención, el bien.
          Así, dependiendo de la colocación del plano detalle ─por cinegenia, siempre incisivo─, la función de este variará según donde se inserte en la escena. Deberíamos, sin miedo a la obviedad, hacer un pequeño apunte, ya que no es nuestro objetivo ejemplificar el propósito de una pieza-recurso trabajando en el interior de un acoplamiento; no hay aquí una finalidad unívoca, sino el juego continuo donde la recolocación de un elemento propicia que la energía intercambiada comience a circular, se encauce o explote. Alejándonos paulatinamente del encuadre de situación como método de inicio de escena, también el plano detalle puede colocarse como molécula de apertura, por ejemplo, el momento en que la (antigua) tarjeta del Trans-Siberian retorna de Anna a Semyon.
          Obsérvese el desarrollo:
el encuadre comienza con la mano de Anna, en plano detalle, sosteniendo la tarjeta; por la izquierda, se introducen los dedos de Semyon recogiéndola, y la mano de la mujer se retira de campo por la derecha. Interesante contraposición. La escena anterior terminaba con Semyon devolviendo un violín a dos crías, y ahora es él quien recibe de vuelta una cédula que le pertenecía ─«This is and old card, from before the renovations»─. Al cortar, abriendo a primer plano, percibimos la elipsis: hemos ido con ellos del comedor a la cocina (trastienda que incrementa la tensión). La tarjeta, cargada de pasado, vuelve con violencia queda al jefe del restaurante, antes confiable, ahora solo una máscara engañosa para Anna. Algo ha cambiado al cerrar y abrir el campo visual. La yuxtaposición que viene no será ya la misma, pues Semyon se ha tornado silenciosamente severo con un gesto en apariencia invisible, y Anna acusa el espasmo, dudando de la reacción. El siguiente detalle introducido en el découpage pertrechará un campo de fuerza, en forma de falsa calma, a punto de reventar: hablamos del borsch carmesí siendo removido por la cuchara de Semyon ─«Perhaps [Tatiana] she ate here once…»─.
          La inversión en el orden de tales planos detalle habría cambiado por completo el sentido de la escena. Cerrar el campo permite estatuir la yuxtaposición recontando los traspasos efectuados, impidiendo que el plano-contraplano canse, repita, pues asistimos, con cada contacto al detalle que los quiebra, a un aumento de su carga vírica. Los grandes cambios de la serie, entonces, se producirán a nivel microscópico, por una minucia, en un flash. Algo que se renueva o vicia cuando retorna la apertura, el primer plano de la bestia.

Eastern Promises David Cronenberg 1

Eastern Promises David Cronenberg 2

Eastern Promises David Cronenberg 3

2. VIOLENCIA DOMÉSTICA DEL PRIMER PLANO

Hay que captar atentamente el instante en que las cosas cambian, y el cineasta canadiense, transparente en su construcción, amable con el espectador, más que hacerle el trabajo al ojo busca disponerle del campo ideal para trabajar. De ahí que todos los cambios súbitos, en principio parvos, puedan captarse al primer golpe de vista.
          Huyendo del sistema, otro tipo de energía puede ser canalizada cerrando el campo que nada tendrá que ver con la violencia más explícita. Yendo en moto por ejemplo, acompañando a Anna, adentrándonos en un circuito lineal donde la presión ambiental es redistribuida por los cortes. El día a día enrarecido, primera víctima del homicidio mudo, contribuyendo a él, logística cotidiana de las relaciones coactivas que tensan la prole. ¿Dónde se emiten, susurran, gritan o lloran las palabras de la fauna acechada por la bestia? En la más absoluta domesticidad. Los estancos comienzan separados, pero, a través del desplazamiento de la materia por las concavidades del mapa, encapsulados los cuerpos en el encuadre (también prisión, nunca lo olvidemos), tenderán obligados a conmensurarse, acechantes, dudosos, desconfiados, sin opción.
          Abordando los quehaceres cotidianos de Kirill, lo sorprendemos hinchando globos con el tierno objetivo de entretener a una niña de la familia (está ayudando en la preparación de una fiesta). Dulcificando al hijo del capo, se nos brinda un conciso plano de la red del techo acogiendo la caída del globo recién lanzado. Acto seguido, un encuadre abre la siguiente escena después del interrogatorio en off a Semyon: es Kirill dando los últimos toques a un pavo relleno. Meras pinceladas de prosaica cotidianidad, ya que la labor diaria no puede quedar en fuera de campo si queremos conocer el avatar de un personaje. La atención a la comida o a los globos hinchables, gestos y labores que de manera natural se superponen a la dureza que trata de fingir Kirill y ensalzan su condición en unos pocos segundos, dándonos a ojear los frutos de sus actividades rutinarias, asuntos insignificantes en el devenir de cualquier trama.
          El terror que preludia la aparición del “siguiente plano”, del “encuadre que vendrá”, lo determina el casi saberlo, intuir el corte, sentirnos inmersos en un corredor de la muerte que transita de un general hacia el primer plano. Cuando se quiebra o prorroga este sistema, es aún peor, porque sabemos que llegaremos (el metraje es implacable), sin conocer el cuándo. La primera vez que Anna aparca frente al Trans-Siberian cruzará miradas con Nikolai y Kirill pero ni una palabra (Nikolai se va, ella llega y Kirill permanece). Antes de subirse al coche, Nikolai tiene tiempo de hacer a Kirill ─en clara superioridad numérica como rubrica el encuadre─ un comentario despectivo sobre la mujer. Llegados a tal punto, cualquier espectador avispado se apercibe, temblará ante la idea ─sentimos desprotegerse el rubio pelo de Anna al quitarse el casco─, de que los tres volverán a encontrarse. Los constantes resbalones de sus personajes nos inclinan a pensar en Cronenberg como un cineasta de drama, pero el conflicto es uno de cuerpos ─acotando el aforismo de George Bernard Shaw al gusto del director─, necesitados de desplazarse, de recorrerse en propagación para comenzar a infectarse, como así lo atestiguan todas las idas y venidas de Anna, de las afueras de Londres al céntrico Trans-Siberian. No interesa aquí mostrar una vista turística de la ciudad, sino tasar de qué manera el movimiento, contrapunteado por el rostro de la mujer comprimido en gafas motorísticas, redirige el drama. El vehículo no tardará en estropearse, desbaratando el recto desplazamiento, introduciendo la oportunidad para el choque de personalidades.
          Después de la paliza de Semyon a Kirill, correctivo aplicado por imprudente, por mal hijo, la salida de Nikolai del Trans-Siberian es acompañada con un travelling ligero, atraído por las exhalaciones de Anna, que le guiarán curioso hasta el callejón aledaño. Una vez situados los cuerpos ─uno a cada lado del vehículo─, expuesto claramente lo que Anna está haciendo ─tratando de arrancar la moto─, los personajes trabarán conocimiento mediante primeros planos escanciados por un par de detalles del pie de Anna, que patea el pedal infructuosamente. Rompiendo el esquema, Nikolai se acercará a la mujer en general para propiciar un corte que los englobe a ambos en plano americano. Le ofrece su ayuda, y aunque tampoco en detalle su pie conseguirá hacer arrancar la moto, algo consigue traspasarse en ese intento de jactancia; el final de su conversación será recogido en planos-contraplanos que reúnen a los dos, adosando en adelante sus suertes. Nikolai, finalmente, la convence para llevarla a casa. Plano desde la luna delantera del coche, Anna sentada detrás: vemos a Nikolai manejar y a ella hablándole de Tatiana, en encuadre frontal que solo se quiebra tres veces para mostrar la nuca de quien remarca su ocupación de conductor ─«I am driver. I go left, I go right, I go straight ahead. That’s it»─, revelando una opacidad inherente al plano subjetivo que pueda tener Anna por lo poco que de él sabe.
          La distancia que mide Cronenberg en su captura de los rostros deja un mínimo de aire por arriba, bastante a cada lado, exponiendo al descubierto el pecho porque al hablar elegantes o encrespados solemos gesticular levantando hasta ahí las manos. La fascinación la otorga el carácter, no la atracción febril de embeberse en un rostro hermoso; parangón osado: los visajes que registra el cineasta son filmados retirando la gasa, en inverso modo al procedimiento del cine clásico consistente en esfumar la luz que entraba por la lente intercediéndola con tejidos. Cabe reparar que en la cuestión del primer plano se juega además cómo registrar a una serie de stars (Viggo Mortensen, Naomi Watts, Vincent Cassel) poniéndolas al mismo nivel que a un director en horas bajas (Jerzy Skolimowski), ahuyentando, a falta de seda, cualquier atisbo de suntuosidad en los rostros y a Apolo de las complexiones, desechando asimismo la procacidad hiperrealista. Todos los cuerpos son víctimas de una misma conmoción más o menos reflejada, mejor o peor llevada, y el primer plano captura diligente los aspavientos antes de que el linde los embellezca o por el contrario el declive absoluto acabe empapando de náusea el gesto.

3. ESPACIOS LIMÍTROFES

Los aledaños de Eastern Promises no se representan exclusivamente en la curva emocional por la que los personajes se deslizan, también por los acordonamientos espaciales que disyuntan la cotidianidad de lo bronco, la bonanza de la tromba. Opuestos desde el momento previsto en que el cineasta opta por mostrar el hogar de los Khitrova casi únicamente desde el interior, sustrayendo cualquier fachada o punto de anclaje situacional; solo presentimos que está lo suficientemente alejado del Trans-Siberian como para que las fauces de la bestia no alcancen a corromper con su sombra la claridad matutina que riega los despertares de Anna, al mismo tiempo, demasiado cerca, pues los tejemanejes de la vor v zakone consiguen permear, enturbiando con un velo claroscuro, las cortinas por las que Helen se empeña en atisbar algún vestigio de la desaparición de Stepan.
          Un pseudoaxioma: no temer la identificación directa del aparato con el estado anímico del momento, siempre y cuando el gesto aplicado para introducir la contraposición no sea en demasía desquiciado. Cronenberg no apuesta a la dualidad basada en el equívoco, más bien se entrega a una simpleza de significación cuando opta por entintar con la luz de un amanecer cálido la última mañana de Anna, y elige, para bañar la muerte en el embarcadero, un viento proceloso. El clima acompasa la emoción, huyendo del artificio posmoderno de contrariar al espectador apilando lo opuesto. Lo limítrofe, el postrero confín, un embarcadero donde Kirill y Nikolai se disponen a tirar a Soyka ─la víctima de la ustura Azim-Ekrem─ al mar, confiados de que la marea lo mantendrá sumergido hasta después de la barrera. Aquí, uno de los planos más elevados del filme se introduce a la altura de una farola, con la cámara temblando ligeramente, dubitativamente fija, como mecida por la brisa de un viento que amenaza con incrementarse. Lo que seguirá a esto será un falso desvanecimiento. Soyka reaparecerá en la playa inglesa con una nota de Nikolai, para que el FSB (nueva KGB), encarnado por Yuri, abra el saco y lea la minuta del por ahora encubierto ─para nosotros─ “chófer”.
          Es necesario apuntar el retorno de este plano elevado en el clímax de la película, antepenúltima escena, cuando la noche ha sustituido al día y Kirill se prepara para arrojar al no difunto bebé, Christine, a las mareas inglesas. Rescate a última hora: Nikolai y Anna convencen al destartalado hijo de Semyon de la maldad del padre, y la intención del infanticidio se fuga de su mente perturbada al no verse capacitada su alma para arrastrar de por vida un crimen demasiado cruel. Kirill llega a esperanzarse, enajenado, columbrando un futuro mafioso al lado de su guardaespaldas que nunca llegará a materializarse. He aquí la reaparición del plano, con un temblor todavía más notorio, sucediendo al primer y último beso entre Nikolai y Anna, un beso que tarda instantes en resquebrajarse. Mostración, mediante el binomio, de lo que se rescata en el transcurso de noventa y nueve minutos: una vigilia infantil a la que se le concede un poco más de tiempo.

Eastern Promises David Cronenberg 4

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La frontera del filme se pone en escena a través de la brisa, las olas, el mar cuyo último destino es el anonimato de los muertos, las heridas limpiadas por las profundidades del Atlántico, el cerco, la valla, el embarcadero y sus escalones. En la misma ciudad pero al otro lado del mundo, el hogar de Anna, donde tres veces mañanea a lo largo del metraje. La primera, tras la muerte de Tatiana, con el germen de una incertidumbre, luego, pocas horas después de la desaparición de su tío Stepan, cerca del límite, y, para finalizar, Anna en el banco del jardín dando mimos a Christine, nacida sin madre oficial pero con una adoptiva. Al término de la duración (plano que cierra el filme), Nikolai está sentado en el comedor transiberiano jugando, como de costumbre, con la correa de su reloj, mientras el último camarero al fondo adecenta la barra para el día siguiente. A pesar de todo lo que rebota en el cuerpo de Nikolai ─ninguna trampa para escondernos su identidad, todo está ahí desde el primer plano en que aparece (arrojando un pitillo al suelo, con un chucho ladrando, en un breve plano entero… a espaldas suya, es Kirill el que ordena al perro callarse)─, lo desquiciado se ha implantado de forma tan aplacada en su rostro que bien podría pasarnos por una realeza algo trasnochada, en cualquier caso, lejos de la inseguridad de su protegido. Impávido e inquieto, el encuadre final descubre a Nikolai entre dos puntos, sumiso ante el engañoso término medio, en la cuerda floja, suave intermedio entre la dócil seguridad del hogar y el furioso raudal de una realidad abocada al homicidio silencioso. Impetuosidad y marcas tatuadas, cuyo irrevocable hado equivale a pudrirse bajo tierra, retornar al mar junto al resto de alimañas apátridas corrompiendo incluso más cruelmente que el hombre los cuerpos de los finados.
          Un estrellamiento íntimamente relacionado con el reverso oculto de una nacionalidad rusa deseosa por reconquistar algo de aristocracia y magnanimidad, de volver a pisar, legítimos, los pasillos del Hermitage, de vivir demostrando al mundo que con un fajo de billetes y algo de protocolo un gesto puede pasar de patético a imponente. Sin embargo, pocos lo consiguen, y descubrimos que el linaje no se debe únicamente a la relación de sangre, pues Kirill, hijo pródigo, brega durante todo el metraje por avituallarse de unas muecas que, aunque camufladas de espasmos, le vienen dadas a Nikolai, disfrazado de vor que encubre a un miembro de la FSB trabajando bajo la licencia del gobierno británico. Dos opuestos en los que la constitución natural tiene la última palabra. El capo Semyon, aunque pederasta, en comparación no sale tan mal parado, pues para acabar tenemos al cobarde de Azim, la típica rata que salva el pellejo engañando, atrayendo a sus paisanos hacia la picota.
          La trastienda del patetismo ruso amenaza los primeros planos, enfrentando al pasado histórico un presente pragmático: Stepan, tío de Anna, situado en el espectro de los personajes no-violentos, bebe insistentemente de su copita ─acto que ha contagiado a la sobrina (subrepticiamente le desplaza un poco de alcohol cuando lee el diario)─, y aunque de manera risible intente ratificar sus maneras aprehendidas, terminará sometido al reglamento policial de protección de testigos, apartándose en Edimburgo. «He´s old school. He understands situation. Exile or death». Un destierro temporal lacónico, sin traza alguna de romanticismo, despojado de epopeya, como acompañante silencioso de los pasos basculantes de cuerpos por la arista, también filo impalpable, sitiada de convulsiones, insistentemente registrada por la lente de un objetivo que nunca busca la crónica de los estertores en el hampa, sino tentar acercarse al canto más impuro de una serie de figuras antaño invariables, hoy en perpetua conversión ─desprovista de moraleja─, revelando por el camino que basta una rueda dentada para ensamblar de por vida al organismo con el escenario.

EL GOBIERNO DE LOS FILMES; por Jean-Claude Biette

“Le gouvernement des films” (Jean-Claude Biette), en Trafic (primavera de 1998, n° 25, págs. 5-14).

Los filmes del sueño

Están los filmes de consumo semanal ─los que hay que ir a ver en cuanto los críticos logran producir cada miércoles una cartografía ardiente, a veces conminatoria, de ellos, el análisis ingenioso y sobreexcitado, como si la necesidad de administrar pruebas candentes de la vitalidad incesante del cine contara por encima de todo, por la que los críticos se verían obligados, según una convención tácita y renovable, a lanzar regularmente una flamante pasarela, tejida con los más sólidos argumentos, para que cada semana miles de potenciales espectadores cruzaran el vacío de la incertidumbre y se comprometieran a ir a ver estas obras maestras que les esperan en la esquina de una sala;  y están los filmes que, bien porque tengan dificultades por obedecer al vasto sentimentalismo sociológico de origen y finitud audiovisual, o a los mandatos conquistadores de diversos formalismos técnicos o estructurales, o porque merodean y se toman su tiempo como les parece, expresan mal, o de una manera difícil de descifrar en el preámbulo de una semana, esa incesante vitalidad obligada del cine: estos son los filmes del sueño.
          A menudo los críticos de la presión semanal (y también de la presión mensual, e incluso, por desgracia, a veces de la presión trimestral) se avergüenzan de ello porque les falta tiempo para dejarlos dormir lo suficiente en ellos y sentirlos despertando lentamente. Estos filmes rara vez van de la mano con el discurso aunque ─como los otros─ necesitan ser iluminados bastante rápido si queremos dar cuenta de ellos: se olvida que exigen su tiempo de sueño. Los otros no tienen generalmente esta facultad, algunos de ellos quizá, después del ruido cegador que emiten, ganarán más tarde ese lugar adormecido por el cual ciertos filmes pueden escapar de la trituradora semanal y lograr, pasando por el largo camino de aquello hecho memoria, ponderar con su propio peso en nuestra historia singular por la que el cine nos llama.
          Más allá del placer inmediato de un consumo reconocible e identificable, que asegura su repetición regular en los filmes (de lo cual es fácil ver el grado de éxito alcanzado ─una lanzadera bastante generosa entre el cine ultracomercial de excepción y el autorismo de la industria, que construye el consenso), hay una vida después de la muerte a la que a veces llega un filme cuya grandeza se vislumbra finalmente, así como hay un subsuelo que algunos filmes, menos raramente, mantienen; y, por muy disímiles que sean, todos se reúnen en el mismo sueño. En presencia de tales filmes, de hecho, uno podría en cualquier momento dormir confiado en ellos: pues lo que uno se perdería, así como lo que uno sería llevado a encontrar intacto y a seguir de nuevo al despertar, no pertenece al orden de lo cuantificable, no consiste en una suma de efectos para ser vistos y oídos, o en una sucesión de episodios novelescos o plásticos, pero, incluso si todo esto estuviera en primer plano, por lo cual uno tendría que haberse perdido un poco a lo largo del camino, sería la sensación de que lo que avanza y así traza su ruta no teme lo relativo, admite lo efímero, puede exponerse sin modificaciones de daño, puede ser sustituida una secuencia por otra, en resumen, que tal filme manifiesta primero una cierta amplificación temporal que viene del mundo, y que tiene el primer efecto de calmar nuestro apetito de sensaciones. Nos hace redescubrir este sentimiento enterrado que el propio autor del filme ha atravesado, desde el momento en que empezó a soñar con ello hasta el momento en que pone un punto final a su reflexión.
          Ya no se trata de la simple (o muy compleja) capacidad de construir un filme ─como lo demuestran tantos filmes y algunos de los más célebres─ sino, en cierto modo, más raro, de dejarlo dormir en sí mismo para llegar más tarde, en este más allá o en este más abajo, a un logro cuantificable (por el que tantos filmes crecidos en la idea de la omnipotencia del cine se fermentan sobre el placer que dan o sobre el terror del poder que ejercen), a este placer impersonal del tiempo, con quien, ya sea el espectador despierto o dormido, consiente a su vez en soñar tal o cual momento del filme, sabiendo en el fondo que, más allá de su fluctuante materialización, el filme se dirige en su espectador al ser singular que es.
          Cuando lo esencial deja de residir en un avance narrativo, en una tensión dramática, en una organicidad formal (y en su resolución que, de un modo u otro, en cada filme se cumple), para convertirse momentáneamente en esta segunda ensoñación que no nace de ningún programa, entonces se despierta en nosotros la memoria del mundo a través del cual aparecen los filmes. Al postular la edificación de una forma de conocimiento por parte del mundo que invierten, los documentales eliminan de su registro esta ensoñación de la memoria. Solo la ficción, totalmente subjetiva y culpable (sin ella, ¿existiría el cine de Godard y los Straub?), es capaz de ser a veces absuelta por esta luz de la memoria.

El teatro del plano

A comédia de Deus (1995) había constituido, incluso antes de su estreno en los cines, un acontecimiento en proporción a lo que Monteiro había acumulado conscientemente en términos de audacias singulares: representándose a sí mismo─ actor central de una biografía sin fechas y limitada a la duración estirada de unos pocos días y noches─ en una especie de dios bufón (el nombre prestado de João de Deus es por el autor declarado como un acto de bautismo teatral de uno mismo), enviado a la tierra para dar un espectáculo, secuencia tras secuencia, de sus fantasías, sobre todo sexuales, como puro encantamiento, pero en un escenario trivial: el de una pequeña empresa (este dios hace helados) amenazada por la mítica competencia americana y por la más tangible competencia francesa con su aura del Grand Siècle. Este dios reina sobre sus empleados por un poder muy terrenal: una y otra vez en su lugar de trabajo mezcla sus exigencias sexuales con una profesionalidad confinada al higienismo, sus deseos personales con las necesidades objetivas del oficio. Aquí primero está la comedia. En la calle, el dios se convierte de nuevo en una especie de chivo expiatorio anónimo, de vuelta a casa, es un adorador sexual monástico. Frente a tal dios, los portadores de sus deseos son los capítulos vivos de su biografía: verdaderos creadores de secuencias. En A comédia de Deus, más aún que en O último mergulho (1992), son las chicas las que, por responder siempre visiblemente a una elección de deseo más que a la idoneidad de cualquier personaje para un papel, provocan esta imprevisible amplificación de las secuencias en el tiempo, una de las principales recurrencias estilísticas de los filmes de Monteiro. También aparece una mujer madura, como para recordarnos que fue un capítulo anterior de esta biografía. La edad ─vívido recordatorio de la existencia vivida─ reemplaza el deseo que ella ya no inspira en el dios y le confiere un estatus privilegiado como el doble femenino de João de Deus, tiránico, caprichoso y cómico como él.

A comédia de Deus (João César Monteiro, 1995) - 1
A comédia de Deus (João César Monteiro, 1995)

Monteiro, que no transige con su deseo, puede haber encontrado agradable la comedia de un hombre que tan abiertamente mezcla el sexo con el trabajo. Y es aun más cómico pretender confundir a este pequeño tirano divino con el autor del filme prestándole no solo muchos de sus rasgos de carácter, gustos e ideas, sino también su cuerpo flaco y silueta de pájaro bebedor y su garganta revolcada con frases-guijarros. Raramente como en este filme un cineasta ha sacado tanto de sí mismo, un tema agresivo y ambiguo, los materiales de una comedia desviada, y llevado al límite más allá del cual la exposición maníaca de sus locuras íntimas podría, sin ningún retorno posible, provocar, no tanto al espectador de lo que se muestra tan elegantemente, como su capacidad de asimilarlo todo sin experimentar el aburrimiento que da un catálogo de manías, si no fuera por este distanciamiento insituable, esta teatralización del cine, que realiza, con la misma naturalidad que en Minnelli, una resolución, coreografiada en el espacio, de los gestos más comunes así como de las posiciones más innombrables de los cuerpos, una articulación, desatada y lúdica, de esas frases tan ávidamente afirmadas (esta es la parte Salvador Dalí del cineasta), las más doctas así como las más frívolas.
          La danza en sí misma se convierte en una marca de puntuación temporal importante (por ejemplo, en O último mergulho, las secuencias de danza clásica ─la admirable doble Danza de los siete velos en versión completa─ junto a las danzas más populares): es siempre el momento más poético, mientras que es lo que se filma más prosaicamente. En A comédia de Deus, muchos de los planos son de naturaleza ostentosa: es sobre todo de esta manera, marcando claramente la duración dentro de un espacio, que Monteiro teatraliza el cine y produce esa unidad coreográfica a la que los momentos de danza ya pertenecen por naturaleza. Son la expresión, en sus filmes, no de una gracia decorativa del arte, sino de la simple y anónima alegría de vivir. Si el criterio de sinceridad tuviera alguna legitimidad, se podría afirmar sin vacilación que muy pocos cineastas tienen una relación tan estrecha con la danza en sus filmes como Joâo César Monteiro.
          Le bassin de J.W. (1997) dejó perplejos a los que habían amado A comédia de Deus sin, como sucede a menudo, ganar nuevos amateurs en el cine Monteiro. Como si, aprovechando el hecho de que es menos brillante ─y también menos tiránico─, este filme se hizo para pagar por haber amado el anterior casi demasiado, y de una manera casi demasiado exclusiva. Dedicado a Danièle Huillet y Jean-Marie Straub, Le Bassin de J.W. se basa en una frase de Serge Daney que cita en los créditos: «Soñé que John Wayne meneaba maravillosamente su pelvis en el Polo Norte». Monteiro interpreta en su filme ya no un personaje central, sino varios: João de Deus, Max Monteiro, Henrique ─alusiones a personajes de sus filmes anteriores, así como a Enrique el Navegante. Se automargina hasta un momento tardío en que reaparece como el que señala de repente el verdadero hilo de la narración. Antes de esta última encrucijada, lo esencial no descansa nunca sobre los frágiles hombros de un solo personaje en torno al cual gira todavía un mundo femenino, sino que se distribuye uniformemente en los diferentes rincones de una estructura formal global (largas secuencias puntuadas esta vez por largos planos fijos) que dibuja la trayectoria de varios elementos de discurso a partir de materiales muy distintos: la representación de un extracto del Inferno de Strindberg, el texto de Pasolini sobre Strindberg, un paseo diurno por un puerto que retoma un capítulo nocturno de O último mergulho, un episodio sexual del que el cineasta es, en su propio cuerpo, el sujeto irrisorio, y, en la larga penúltima parte del filme, una lectura de la primera versión escrita de Le Bassin de J.W. como si se tratara de una obra de teatro ─discursos y materiales destinados a resonar entre sí sin que haya, sin embargo, la más mínima resolución armoniosa que se pueda esperar: estamos bien y verdaderamente en la gran tradición de audacia de los años setenta.
          Monteiro ha delegado en dos actores (Hugues Quester y Pierre Clémenti) la tarea de decir y hacer muchas de las cosas que él mismo interpreta en sus otros filmes. Aquí se condena a una división de su propio personaje en varios, de los cuales solo uno irá adquiriendo poco a poco la importancia: el que cumple su pasión admiradora por John Wayne al irse sin equipaje, casi abstractamente, con una chica y un burro al Polo Norte, después de una luminosa secuencia de entrevista televisiva (¿una cita fantasmal de La ricotta?), dejando a Europa al acecho del nazismo, proyectado como una sombra maligna.
          Ya no se trata, como en A comédia de Deus, de un brillante filme de conquista (sobre su público) basado en una máxima exposición de uno mismo en un encantamiento cómico, sino un filme a la vez más abandonado y más contenido: su estructura está diseñada para incluir tanto una reflexión política sobre Europa (y sobre el lugar de Portugal, como cabecera), una reflexión estética sobre el cine (cómo el cuerpo de John Wayne, con la singular forma de su pelvis, está en el origen de una forma única de girar la pierna, de la que Ford y Hawks fueron capaces de hacer un uso tan expresivo), y una triple relación entre la vida (es decir, el sexo, la política y la Historia), el cine y el teatro.
          Monteiro presenta primero el texto de Strindberg, interpretado como si se tratara de un ballet ralentizado de una comedia musical: una procesión de chicas jóvenes que van y vienen al capricho del cineasta que es él mismo el actor de obra ─aire ceremonial e irónico, sobre el que planea el recuerdo de Salò (1975). Se trata de un plano vasto, largo y fijo que registra toda la acción, y solo se interrumpe por la duración misma de una bobina de película (ya que se repetirá de forma idéntica, después de que un plano orientado perpendicularmente se haya deslizado entre ellos para servir de intermedio).

Le Bassin de J.W. (João César Monteiro, 1997)

Monteiro inaugura así este teatro del plano que establece en este filme desde la fijeza de la cámara, y en el que, pase lo que pase, los actores son y siguen siendo los ocupantes de un espacio mixto, tanto teatral como cinematográfico. La duración en sí contribuye a la teatralidad del filme ─los actores se mueven relativamente poco, hablan y se desplazan según una economía ritual del espacio que designa claramente el plano que ocupan. Esto no significa que la dimensión cómica esté ausente. Lo que está fijado aquí no está fijado. Monteiro incorpora la risa de su propio actor loco, grabada en la distancia del plano durante la representación de Inferno, como la verdad cinematográfica del teatro. Las reflexiones más tarde confiadas a los otros dos actores principales son enunciadas con la misma delectable ambigüedad que Monteiro expresa hablando en A comédia de Deus; a modo de segunda naturaleza de estos actores, no les corresponde ser escuchadas, como se haría con los pensamientos de los personajes con los que uno debe, incluso para la ocasión, identificarse, sino ser vistas como material de enunciación y articulación, escogido y reunido en primer lugar para hacer sonar mejor tal o cual plano, que debe ser cada vez un teatro, o una pequeña unidad teatral autónoma.
          El filme no está hecho solamente de estas mónadas teatrales: ciertos momentos también tienen su debilidad y dejan una impresión ya sea de una pérdida de certidumbre o de una toma deliberada de vacaciones (la escena complaciente de la jarrita), pero esto, que sucede en casi todos los filmes de Monteiro, no alcanza su línea vital, que permanece claramente trazada. Tales flotaciones, en estos filmes que no buscan ni la economía de la narración ni la coherencia dramática, no tienen ninguna consecuencia en la medida en que parecen expresamente construidas para ser demasiado largas: en ciertos grandes libros, uno está más inclinado a saltarse las páginas laboriosas porque otras han apasionado a uno. El equivalente al cine, donde no se puede saltar una secuencia, permite repensar por un momento las secuencias anteriores. En un filme de vocación digresiva, como Le Bassin de J.W., las pequeñas secuencias aproximadas se basan, pues, en las secuencias completas, e incluso a veces destaca la singularidad de las que percibimos rápidamente como los pilares y las bóvedas que albergan lo esencial: el teatro del plano. Y es precisamente este tipo de construcción temporal lo que predestina a tal filme a engrosar los rangos de los filmes del sueño, tan propicios para soñar despierto.
          ¿Cuál es el propósito de este teatro del plano? Establecer, sin decirlo, una especie de manifiesto en el que el teatro y el cine dialoguen e intercambien sus respectivos materiales para crear una perspectiva en la que todo pueda aún moverse, cambiar y contradecirse, como Strindberg, interpretado como un ballet erótico, como un fragmento de Lola Montès frente al cual la cámara tendría prohibido moverse y cortar, para que el ojo y el oído tengan la libertad de elegir dentro del ámbito del plano, para que más tarde un guion de Monteiro se convierta en la base de una obra teatral que, incidiendo a olvidar su origen, o al menos su destino, cinematográfico de acción continua, comprometa a los actores a inventar en un espacio de cine ─aquel del plano─ de gestos corporales y entonaciones vocales que un cine ordinario construido sobre la narración o la dramaturgia no querría.
          Las secuencias del puerto se reubican y se observan de acuerdo con esta ley del teatro del plano: de ahí este largo diálogo bajo el paraguas en la orilla del agua. Otro elemento, más técnico, contribuye también a la teatralidad, es el cambio de la intensidad de la luz durante el rodaje, realizado por manipulación del diafragma, varias veces en el filme (sobre todo en este diálogo bajo el paraguas), y que dramatiza no visualmente como un signo revelador del cine, sino abstractamente como lo haría un capricho de la luz natural, transcrito inmediatamente como un signo de teatro.
          Durante este filme también el baile tiene lugar: en una brasserie popular, las proyecciones de luz sobre un fondo de pared dan a la danza, por una elección precisa y limitada de cuadro, un espacio adicional de movimiento, como si esta danza se moviera hacia adelante en lugar de quedarse allí; más tarde, en la casa, durante el largo ensayo, dos actores empiezan, sobre la famosa canción de Jacques Brel, un vals que conducen, gracias a este teatro del plano y a las alteraciones de luz que requiere, hasta su perorata cumplida. Incluso el violinista que toca su instrumento mientras camina tiene un estatus de bailarín.
          Pero también son las cosas menos visibles las que componen la belleza de esta o aquella secuencia, cosas que escapan a la línea general de la construcción poética del sentido. De ahí la relación que se establece, durante el tiempo de un plano, entre Hugues Quester, un actor inmerso en una realidad con la que tiene que hacer borrón y cuenta nueva, y dos niños sentados solos en la brasserie, testigos de un mundo convertido en un teatro donde todo está ahí para ser mostrado: nazis, puros figurantes de un cabaret brechtiano, que desfilan y participan en un simulacro de violación, un mercado del sexo, un hombre que mea en el escenario, además de la animación habitual del lugar (consumo, encuentros y bailes). El cine, construido como en este filme, registra, dejando que ocurra y viva su tiempo de vida, lo que surge al borde del viaje: la expresión intimidada y asombrada del joven, elemento infinitesimal del plano y de la secuencia, se queda fuera de la atención demasiado fácil que uno da a un niño en un filme; es solo uno de los signos inscritos en la teatralidad del plano, que hay que ir a buscar por sí mismo. En esta secuencia de bloques heterogéneos (en los que la narración no es un elemento determinante), se plantean otras cosas más, pero no tienen más razones lógicas o estructurales para aparecer o eclosionar: así, en la secuencia de la entrevista televisiva, donde el cuadro dentro del cuadro, el blanco y negro, el rostro de la muchacha animado por el viento, el dispositivo abiertamente artificial del conjunto, el espacio blanco en la distancia que augura el Polo Norte, así como el contenido temático de la entrevista, se funden de repente para dibujar esta espléndida ilusión de vida que pocos filmes consiguen crear continuamente.

Le Bassin de J.W. (João César Monteiro, 1997)

Una regla de tres

En un filme en proceso de elaboración ─desde la vaga concepción hasta la fase final de mezcla, pasando por la escritura del guion, el découpage, la repartición de los actores, los encuadres, el diseño de sonido (directo o fabricado)─, sea cual sea el tema, hay tres elementos en conflicto entre sí, cada uno con buenas razones para querer prevalecer sobre los otros dos: la narración (récit), la dramaturgia (dramaturgie) y el proyecto formal (projet formel).
          Un filme, cualquier filme, se construye sobre la base de estas tres fuerzas, ya sea ficción o documental. Debido a que se concibe durante un periodo, se despliega, una vez completado, ante nosotros, durante un tiempo más o menos largo. Por lo tanto, ya se está obligado a tener en cuenta un elemento: la narración. ¿Qué episodios, en qué orden, qué cantidad de elementos incluir, en qué momento de una realidad ─sea de origen imaginario o bien real y extraída del mundo─ debe comenzar el filme, construir su itinerario y luego en algún momento detenerse? Estas son las preguntas que cualquiera que aborda un filme tiene que hacerse. Hay que encontrar respuestas precisas para medir, proyectar y dirigir este fragmento de tiempo que es un filme.
          La historia es algo que se oye a lo lejos, que se aprende por casualidad, que se lee, que se imagina, que se busca en la realidad, pero el filme debe transformar esta historia en una narración. Tomemos, por ejemplo, Before and After (1996) de Barbet Schroeder, tiene todos los diversos hechos, pero la narración comienza desde el momento en que el autor del filme decide atribuir a un personaje (la muchacha) la narración de esta historia: un asesinato ha tenido lugar, su hermano ha desaparecido, las sospechas se lanzan sobre él. La historia no se cuenta objetivamente, y es la narración la que le da su forma particular al confiarla al diario que lleva el personaje más humilde.
          Enfrentando la narración ─para que la historia sea encarnada, y no solo contada desde una distancia flexible─, los personajes aparecen. Pueden ser pura ficción, actores profesionales, actores aficionados, etc., o pueden venir de la realidad misma, ser convocados tal como son, decir lo que piensan, vivir, etc.: en cualquier marco en el que se inscriban, desde el más inventado hasta el más documental, en cuanto salen del fondo del plano para acercarse a nosotros, en cuanto ralentizan un poco la narración, se convierten en personajes.
          Porque tienen una cierta duración de vida, y un filme no puede dejar de reducir esta duración a unos pocos momentos (pequeños, grandes, ordinarios) característicos de estos personajes, en cuanto se filman, ya sea en movimiento o inmóviles, en cuanto hablan, aparece inmediatamente algo dramático ─como una acción instantánea de ellos mismos─ que expresa en el registro una materia prima con la que no se puede hacer nada, pero que la mayoría de los filmes utilizan, ya sean documentales o de ficción. Incluso antes de que el sentido de lo que hacen y dicen se establezca por el montaje, es decir, por la narración final (la narración inicial es en principio el guion), hay un dramatismo inmanente ─expresado por los seres filmados, ya sean actores de una ficción o de sus propias vidas─ que es el primer material a partir del cual el director construirá la dramaturgia demandada por el filme que aborda. Podemos ver así en Before and After cómo la dramaturgia tiene en cuenta el dramatismo inmanente de Edward Furlong (que preexiste en el filme) para dar al personaje del hijo su verdad expresiva, su feroz interioridad, de la misma manera, también tiene en cuenta el dramatismo de los demás actores (igualmente sensible en sus otros filmes) para construir, con la ayuda de su fuerza adquirida en el ejercicio del oficio, estos personajes de una madre, pediatra seria y responsable, un padre, artista hecho y derecho y torpe, o una hija cuya aparente banalidad le permite, por su borrado dramatúrgico, dar crédito a una parte del peso de la narración ─la que procede de una elección selectiva que permite transformar una historia en una narración y que consiste en primer lugar en abandonar algunos de sus elementos para mantener otros, según una lógica propia de toda narración en curso de formación, y luego en establecer una primera jerarquía escrita y provisional entre los personajes─, mientras que la otra parte de la narración es asumida por la dramaturgia lograda por lo que desde hace tiempo se llama mise en scène. Por lo tanto, es con la narración que la dramaturgia entra en juego aquí. Pero hasta que se alcanza el último plano, es en principio difícil establecer si es la narración, o la dramaturgia, o el proyecto formal, lo que gobierna un filme.
          La de Barbet Schroeder es una continuación de una tradición perdida de Hollywood, de la que la televisión se ha apoderado solo privándola de su complejidad: la tradición prosaica, basada tanto en la dramaturgia como en la narrativa. Al exponer el caso de conciencia que divide a una familia, a través de las emociones, acciones y palabras de cada personaje, devuelve al telefilme su propiedad original y construye una narración en la tradición premingeriana (en su problemática: ¿debemos decir la verdad o jugar el juego del sistema legal y la mentira?), a la que se enfrenta con una dramaturgia cuya tensión evoca a Richard Brooks, Ray o Minnelli. Esto es probablemente también lo que causó un escándalo (1), esta forma de volver a poner la división de una familia en medio del cine ─y de recordarnos, por un simple acto de presencia cinematográfica, que Hollywood fue esa generosa mezcla entre el espectáculo y el debate cívico, y que se ha vuelto heroico hacerlo considerablemente mejor que el insípido academicismo de un Sidney Lumet.

Before and After Barbet Schroeder 1996 1
Before and After (Barbet Schroeder, 1996)

¿Quién gobierna en Before and After? A primera vista se puede responder que es la dramaturgia. Una parte importante se deja a la expresión de los actores, según esta dramaturgia de una mezcla entre técnica y dramatismo inmanente, realzada por el découpage temporal y por una puesta a distancia preocupada por la visión que tiene nuestro espectador de la historia, que es obra de la mise en scène. Sin embargo, al final es la narración la que, a través de sus desarrollos legales que limitan el alcance de las emociones ─ciertamente responsables de eventos de gran incertidumbre─, gana a la dramaturgia. Es la fuerte razón de la narración la que establece esta particular respiración del filme y conduce a la armonía. El proyecto formal, por su parte, se contenta con seguir con flexibilidad las vicisitudes de esta lucha entre la narrativa y la dramaturgia.
          Fue cuando recientemente descubrí Some Came Running (1958) que se me ocurrió la idea del gobierno de los filmes según una regla de tres. En este filme, Minnelli somete tanto su proyecto formal como su narración a la dramaturgia, en la que las emociones son la vida misma de los personajes. Independientemente de lo que las conecta a la historia, son más importantes que las etapas de la narración, que la creencia de Minnelli en la estructura de su historia y que los rastros visibles de su proyecto formal, cuya intensidad es más marcada en otros filmes. Esta victoria de la dramaturgia es, como a menudo, el resultado de una lucha incierta entre las dos atractivas fuerzas mayores y una tercera fuerza, todavía activa, pero en un modo menor. Y en los filmes de Minnelli, es la narración el elemento menor, cuando la lucha tiene lugar, como aquí, entre la dramaturgia y el proyecto formal.
          Para tomar un contraejemplo, podemos decir que en los filmes de Eisenstein, Tati, Bresson, Sternberg, Oliveira, los Straub, y en solo una parte de la obra de Lang y la de Godard, el proyecto formal es casi siempre, de los dos elementos principales, el que gobierna; que si en uno de ellos la narración se mide por el proyecto formal, la dramaturgia será el elemento menor (Eisenstein, Straub, en donde se estabiliza de antemano el proyecto formal), y que si en el otro, la dramaturgia se mide por el proyecto formal, la narración será el elemento menor (Bresson, Godard ─excepto en Histoire(s) du cinéma, donde es la narración la que lucha con el proyecto formal, dejando a la dramaturgia la parte de los pobres enterrada pero presente). También en este caso, cada filme plantea un problema específico, y no se puede decir que un cineasta (en el sentido definido en el n° 18 de Trafic) tenga él mismo un enfoque idéntico para cada filme.
          En general, los filmes gobernados por la narración expresan los tiempos de la vida, dirigen su atención al sentido de las cosas, al destino individual, al deseo, y confrontan la Historia en la medida de la distancia particular que llevan consigo (Griffith, Murnau, Walsh, Pasolini, Buñuel, Welles, Hawks ─que casi la descarta─, Lang en su periodo americano). Los filmes gobernados por la dramaturgia inscriben a la humanidad en el centro del mundo, creen en la infinidad de emociones y sentimientos, expresan la opresión de la sociedad, los estragos de la Historia, acogen las zonas oscuras del ser, en lugar de preocuparse por el enigma de su sentido (Chaplin, Ford, Mizoguchi, Stroheim, Renoir, Dreyer). En cuanto a los filmes gobernados por el proyecto formal, tienen la particularidad de definir un cine fuertemente opuesto al de su época. Los cineastas de este tipo casi siempre reclaman objetividad: no inventan su proyecto formal, lo descubren. Y casi siempre es una forma poética abstracta que les permite interpretar el mundo regulando su representación.
          Para cualquier filme debería ser posible averiguar cuáles son las dos fuerzas que luchan, cuál es la que gana y gobierna, y cuál es la tercera, que sigue siendo menor. Pero se puede observar que los grandes filmes son también aquellos en los que el principio de gobierno es indecidible, y en los que las tres fuerzas son iguales. Así, en La règle du jeu (1939), para tomar solo un ejemplo, si uno tira del hilo de la narración, todo el filme viene con ella, al igual que si uno tira del hilo de la dramaturgia, al igual que si uno tira del hilo del proyecto formal, tan estrechamente han actuado las tres fuerzas en una relación dialéctica. Cada cineasta ofrece así un terreno favorable para el estudio de esta regla de tres, que puede proporcionar una visión muy clara de la evolución de los filmes que son la obra de toda una vida. Volviendo a Renoir, a quien estaría tentado de clasificar como partidario del principio de la dramaturgia, cómo no ver que el proyecto formal se esconde a menudo en él, y que es entre estas dos fuerzas que la lucha tuvo lugar, en su caso. Y que, en la obra de Griffith, se juega a menudo entre la narración y el proyecto formal, siendo la dramaturgia el elemento menor (cargado como está de clichés melodramáticos o soluciones de época), excepto en sus grandes filmes, cuando las tres fuerzas actuaban en estrecha relación dialéctica, y la dramaturgia de repente ya no es el elemento débil.
          Ya solo el misterio de los filmes que conocemos mejor nos saca de este sueño en el que razonamos. Cada uno lleva un enigma que habla a la memoria. Un pensamiento por filme. Esta regla de tres es solo una herramienta.

La règle du jeu Jean Renoir 1
La règle du jeu (Jean Renoir, 1939)

(1) A diferencia de otros filmes americanos de Barbet Schroeder, este se enfrentó a una fuerte oposición a su exhibición incluso en los Estados Unidos. Barbet Schroeder tenía derecho a la exhibición de una sola copia para uso “extranjero” durante un periodo limitado de un año.

DESHINCAR LA BASTARDA SUSTANTIVACIÓN DE LA EXPERIENCIA

Perfume (Michael Rymer, 2001)

Perfume Michael Rymer 1

As pine, beech, birch, ash, hackmatack, hemlock, spruce, bass–wood, maple, interweave their foliage in the natural wood, so these mortals blended their varieties of visage and garb. A Tartar–like picturesqueness; a sort of pagan abandonment and assurance. Here reigned the dashing and all–fusing spirit of the West, whose type is the Mississippi itself, which, uniting the streams of the most distant and opposite zones, pours them along, helter–skelter, in one cosmopolitan and confident tide.

The Confidence-Man: His Masquerade, Herman Melville

1. UNA NUEVA FORMA DE CONTROL

En su característica línea de parábolas dialécticas, Jean-Luc Godard distinguía entre dos formas de llevar a cabo el acto de creación de imágenes: por un lado, estarían aquellas imágenes que han venido al mundo para plasmar un pensamiento, quizá pretendiendo reflejar cierta “idea de justicia”, por el otro, estarían aquellas imágenes que, lejos de pretender ser la plasmación de un pensamiento, llegan a pensar por ellas mismas, nunca aspirando a ser un espejo pulido que manifestaría exactamente las distancias de un concepto, sino una superficie en movimiento que busca significarse en sus pretensiones de dar alcance a aquella “imagen justa”, precisamente por ser pensante, que introducirá asimismo en el espectador el germen del pensamiento.
          La dirección chata, nociva, improductiva, de creación que señalaba Godard (ir desde un “pensamiento justo” hacia lograr su pretendida imagen) la distinguimos claramente de la otra, afirmativa, transitiva, valiente, que reivindicaba: un pensamiento trabajando en acto que por el mero hecho de su estar en marcha, su mecha como fuerza inteligente, conciba, dadas las debidas gracias a la realidad material, un conjunto de imágenes que ya no lo representan unívocamente, a él, el coartífice, más bien comienzan a pensar, como decíamos, por ellas mismas, sea por una probable dispersión bien entendida de signos, sea por contraposición fortuita en forma de choque, reflexión esta última de Pierre Reverdy ─el poeta surrealista tan influyente en la práctica de Godard─:

«La imagen es una creación pura de la mente. No puede nacer de una comparación sino de una yuxtaposición de dos o más realidades diferentes. Cuanto más distante y verdadera sea la relación entre las dos imágenes yuxtapuestas, más fuerte será la imagen ─mayor será su poder emocional y su realidad poética».

En cualquier caso, en este terreno fértil donde la imagen comienza a crear signos propios, también el espectador encuentra un espacio para pensar con ella, divergente o confluentemente. Pocos filmes hemos encontrado en el cine americano independiente, entendido este término en las decenas de acepciones que se le han venido dando desde los tempranos años noventa, que nos hayan hecho circular el pensamiento de un modo más inopinado que Perfume, de Michael Rymer.
          Pero sabemos que nada de lo que existe ha sido creado ex nihilo. Sin embargo, en una primera recepción, tras un impacto demasiado fuerte, hay algunos filmes que pueden parecerlo. Regímenes de imágenes cuyos atributos, semejanzas, previsiones, no podremos capturar al vuelo, hasta diríamos no haberlos visto nunca, entonces, ¿de dónde diantres han salido?, ¿cómo habrían logrado, simplemente por medio de su fuerza motriz, espiritual, llegar a la existencia?, ¿acaso la intempestividad puede retomarse? Son preguntas que nos surgen, por desgracia, ante pocos filmes, y este ha sido el caso de Perfume, perteneciente a un hoy desconocido cineasta, según los escasos datos, desde hace once años realizador trabajando exclusivamente en episodios de TV. Hablamos de una película cuyo movimiento tendencial creemos inclasificable en dos categorías que han venido subyaciendo, más o menos teóricas, en la crítica y ensayos cinematográficos. Centrípeta y centrífuga. Otorgando las más de las veces, inconscientemente, unas cualidades de fortaleza moral, incluso de bienestar cerebral, mente limpia, al segundo de los términos. Lo centrífugo asociado a apertura de signos, planos y cortes generosos con sus aledaños, posibilidades expansivas de filmes desatados de un centro neurálgico caprichoso, el mismo que concentraría en la ordenación opuesta fuerza centrípeta suficiente como para hacer sentir que todo oscila hacia su dirección. Nosotros hemos encontrado filmes cuyo suceder hemos tenido a bien categorizar, lidiando retos cinéfilos introducidos en conversaciones encendidas, de “guerras receptivas”, un desacomodo de la percepción en la que el truncamiento, hincadura del diente en estrategias “a contrapelo”, nos abocaba a estar bien incómodos hasta pasado un rato de metraje, donde comenzábamos a distinguir los signos y al fin podíamos pensar en consecuencia. Entonces, tampoco los filmes de guerras receptivas centrípetas eran algo desconocido para nosotros, incluso queriendo problematizarlos en aras de un mayor entendimiento del aparato cinematográfico, podíamos llegar a conclusiones precarias pero idealmente sólidas. Quizá se trataba de un movimiento a medias intencional, tendencial, constante pero quebradizo, hacia un centro que irradiaba ruptura. Pensamos en algunos filmes de Andrzej Żuławski, tales como Mes nuits sont plus belles que vos jours (1989) o Cosmos (2015), con grandes angulares, Steadicam, recursos sustantivados en su hincapié que atesoran un acercamiento interesante al desacomodo del espectador, incluso logran captar en ciertos momentos, separando algunos planos de la sucesión artificial que los engloba a todos, perspectivas forzadas de urbanismo europeo que a nuestros ojos les resultan desafiantes. Su cine funciona, grosso modo, por adición, un suma, suma y suma donde al final nos acostumbramos a estar desacostumbrados. Y no es poco. Estos filmes de Żuławski, o Longing for the Rain (Tian-yi Yang, 2013), construyen una congruencia bien adjetivable, de una entereza resolutiva, solapados a la corriente de un río bravo. La revelación y, por tanto, el conjunto de imágenes resultantes del choque, tenderán a circular en una dirección que inmediatamente nos intentará traer de vuelta a su sucesión encomiable, rarificada.
          Destensemos entonces esta sofocante situación, demos las cámaras a un australiano llamado Michael Rymer y pidámosle que sea algo menos polaco, algo menos desesperado, llevémoslo a los Estados Unidos de América, sacado de su Melbourne natal, con casi tres semanas de rodaje, un reparto hormigueado de nombres aún por conocer, otros bien conocidos pero lejos de su esplendor, algunos en un punto intermedio donde su avidez les colocaba en una situación de entrega a proyectos sui generis. Veamos el resultado. El atrevimiento inicial consiste aquí en colocarnos in medias res de escenas salteando, retornando, sobre personajes a los que les une un hilo muy tenue: dedicarse al negocio de la moda en la ciudad de Nueva York. Fotógrafos, diseñadores, incluso estrellas del rap. La mayoría de situaciones, entenderéis, se encuentran concernidas por la charla empresarial, adulta, en tesituras movedizas, avezadas, donde la identificación protagonística no acaba de clarificarse. Varios personajes copan, reclaman el encuadre, y este a veces concede, a veces ignora, en planos perceptivamente asequibles que pronto se revelarán contenedores de demasiadas cosas. Atravesados, se nos otorga ver encargos laborales, relaciones fuera del trabajo, cargas imponderables de pasado, nada supone una ofuscación o congestión receptivas más de lo que puede serlo la pedestre realidad. No acaba de caber el histerismo, y si procede, se presenta, como queríamos, destensado, hay ruido de voces, pero de unas cuatro o cinco, las mismas que pueden encontrarse en cualquier sala de espera u edificio de oficinas. Su centro sigue para nosotros, de todas las maneras, difuso, nebuloso.
          Pasados los minutos tras el visionado del filme, y con algunos derrumbes demasiado cerca, recapturamos como podemos el conjunto de pensamientos que han ido anejados y aún no desprendidos de la obra. El entusiasmo confuso es considerable, no por ello despojado de señales clarividentes de apoderamiento emocional, dejadas tras la estela de un número de escenas fugaces cuyo recuento necesitaría menos dedos de los contenidos en una sola mano. Sentimos en Perfume la consecución de un giro epistemológico en nuestra manera de entender el medio. No menos revolucionario por no hacer ningún decoro a todos esos “en consecuencia” del cine que ansiábamos ver derrumbados. Semejante arrojo lo presentimos también con The Voice of Water (Masashi Yamamoto, 2014), esa posibilidad de ver desbaratado el curso natural de la sucesión de planos con un filme de una cualidad prolija, entendida en el sentido de una variabilidad de decisiones atañederas a la puesta en forma que fuese mutando los ritmos, velocidades, humores y, por extensión, la comunicabilidad certera de la obra con el espectador. No intuir o adivinar el curso del filme, su respiración y fisiología, una vez vistas las tres primeras escenas, pero tampoco meternos en la cabina de una noria descarriada con rumbo a ninguna parte, sudando y alcanzando la extrema rarefacción acaparadora de la propuesta al completo. Dicho filme japonés no lo conseguía aunque el intento se atisbaba. Sospechábamos que un metraje desligado de esos “en consecuencia” ya solo podríamos encontrarlo en producciones con unos medios tan mínimos como para que incluso nos chocase dulcemente el etalonaje de un plano tras pasar el corte. Perfume no opera bajo estas prerrogativas: con respecto a su presupuesto y unidad fotográfica, el filme entra sin hacer ruido en una tanda de obras bien afortunadas en lo que incumbe a momentos lumínicos, horas del día cuidadosamente sopesadas por cineasta y director de fotografía, Rex Nicholson. Su trabajo en estas lindes nos es grato y familiar. Nuestros ojos no luchan aquí en el sentido de “giro”.
          En los demás apartados, encontramos replanteamientos epistemológicos tan frontales, en parentesco con los problemas fundamentales de la ficción cinematográfica y su consecución en una sucesión de planos, que no podemos hacer más que delimitarlos y explorarlos. Replanteamiento, sí, de la relación de la cámara con los personajes, de la relación del tiempo del plano con el drama, de la forma en la que un grupo puede vivir este drama sin desligarse del conjunto pero conservando su individualidad. Perfume no es un filme caótico ni desordenado, al contrario, conforma su propio ruido, su propio orden, su propia jerarquía de personajes dentro del plano, y por tanto dentro de su comunicabilidad con los otros restantes y con nosotros mismos. El filme se unifica en una cierta música cuya amplitud de onda, expandiéndose o concentrándose, avistamos, incluso disfrutamos, a distancia, concedida por el pasado vivido, redefinida por el futuro. Esta amplitud, retomando un pensamiento anterior, a veces se concreta en momentos de fuego interno donde creemos, ahora sí, poder aprehender el filme, ser la ciudad, ser la puesta en forma, experimentar esos momentos de instancias emocionales singulares que nos ofrecen los filmes buscados sin pausa; a la larga, han sido concreciones localizables difusamente en un metraje que se dispersa y descentra con el paso de los minutos, sin embargo, y he aquí una de las características innatas e intransferibles, a escala humana.
          Perfume cambia su lógica emocional por completo en su transcurso, nos es difícil otear su tendencia (a nivel de escalas de plano, de temas, de grupos), y hace todo esto manteniéndose fiel a una trabazón subterránea y limpieza de planos que ligan estos cuerpos poblando el filme, sus aplacamientos emocionales, con un cine de experiencia salido de su mismo vientre.

2. «ALL DIALOGUE IMPROVISED BY THE ACTORS»

Pasemos ahora a la cuestión del grupo y el relato coral, afirmando, ya de entrada, que en ningún otro filme americano del siglo XXI creemos más pertinente hablar de polifonía. Voces conversando unas por encima de las otras, tropezando, mascullando; si uno ve el filme con subtítulos, llegará un momento en el que percibirá imposible ir a la par, no por una falta de sincronización, esta será perfecta y las palabras incluso podrán ser casi exactas, pero el diálogo improvisado ─siempre dentro de un marco general, una inteligencia que lo enmarca y delimita, acompasa─, la posibilidad de centrarnos en uno u otro personaje, la mayor atención que nos convocará uno u otro, hará que captemos las palabras y cosas enfrente del aparato hasta un cierto punto y basta. Nuestra percepción da sentido y emoción a un rango de elementos delimitado. Fuera de este rango, unos cuantos acordes suenan y nos llevan límpidos, mejor aún, poseídos de una gradación coherente, de personaje en personaje. En la gradación de Perfume nosotros encontramos, trasplantada desde otro paraje, un correlato directo con algunos filmes de Godard como Détective (1985), Nouvelle Vague (1990) o, mismamente, Hélas pour moi (1993), obra donde Alain Bergala veía en su corrillo o coro de no menos de ochenta personajes unas historias particulares desarrollándose a la par del eje principal: todos y cada uno de los secundarios, aunque contenidos en una frase, gozaban de su propio destino. En Perfume hay algo de esto: aparecen personajes que salen tres veces o cinco minutos ni siquiera en el término principal del plano: si vemos las tres escenas de un determinado actor o actriz que figure en la película habitando unos pocos planos, sin permanecer aislado de otros cuerpos interactuando con él o acompañándolo, seremos capaces de sacar algo de su presencia incluso aunque la totalidad de su charla haya tenido que ver con aspectos coyunturales del mundo de la moda, citas a las que no se podía faltar, talles que perfeccionar.
          Estos referentes están en la sombra. Latentes, inconscientes, si se los quiere llamar así. Hasta en el filme más ex nihilo hay algo rastreable. Una narrativa, unos arcos, distendidos, desligados de la congruencia. Primeramente, aquí no podemos encontrar a un Gérard Depardieu como ancla a la que volver, y negaremos que Jared Harris haga la función del actor francés, no hay un eje principal pero, y esto es lo verdaderamente sorprendente, tampoco una polifonía controlada en cuanto a histerismo modulado, algo que nos hace tener en estima insoslayable filmes tardíos de Robert Altman como Dr. T & the Women (2000). Recordemos la presión ambiental de este filme de Altman, totalmente opuesta a la distensión de Perfume: atendiendo al plano de entrada en la consulta del ginecólogo Richard Gere con cola interminable, créditos superponiéndose a medida que transcurre el incidente, encontramos el control a contrapelo característico del cineasta americano. Extras desmonopolizando el ingrato control supervisor de la escena por las estrellas. Al contrario que Daney ─aunque entendamos su postura y nos ayude a clarificar su encomiable itinerario como cinéfilo─, nosotros creemos ver más en los filmes de Altman que la mera dirección, y es que en ese histerismo modulado, pillándonos de improviso, torciendo las formas académicas hegemónicas, de las que se apropia y rarifica o hiperboliza rarificando, el cineasta llega a una suerte de sinceridad emocional en la que se establece como legítimo continuador de formas y tradiciones del cine de su país ─Jean-Marie Straub sobre Dr. T & the Women─, estableciendo verdaderos rompecabezas sentimentales, desasociando el zoom de su uso bastardo, mezclando una cantidad ingente de recursos cuyo uso y avance en lo que respecta a técnica y drama habían sufrido un parón en el frente más industrial de Hollywood una vez llegados los años sesenta, con los viejos clásicos siendo expulsados del sistema de estudios. Altman los retoma, y recoge con ellos un itinerario donde incluso llegamos a avistar en un filme la polisemia completa, innumerada, que resulta de recoger, compendiar y expandir el zoom con respecto a la mirada dentro y fuera del campo, caso de Come Back to the 5 and Dime, Jimmy Dean, Jimmy Dean (1982). Altman, también Alan Rudolph, traspasaron la modernidad cinematográfica como testarudos estudiosos, enamorados, de la historia que la precedió, difuminando taxonomías, haciendo avanzar las cosas. A finales de los años noventa, incluso el de Kansas City se podía permitir establecer su propio corro de celebrities divergentes, surcando la raya pseudolibertaria del país natal, estableciéndose transnacionales, en productos-semilla de los mamotretos endogámicos con los que la Costa Este iba a inundar en pocos años el vertedero hollywoodense. La culpa, evidentemente, la cargarán los sucesores. Las caras desconocidas y los extras seguían rebajando la dictadura del rostro icónico, Altman no atenuó jamás su particular democracia del plano, dictadura del director haciendo trastadas.
          Perfume, batallando en otras lides, no necesita a un figurante que nos haga desviar la mirada de Jeff Goldblum ─productor ejecutivo del filme─, encuentra en su disposición escénica polifónica un desbalance que inquieta de por sí el estatuto de la estrella, haciéndola vulnerable en su transitar por el plano, convirtiéndola en algo más que un cuerpo-función, algo menos que un modelo de altas miras, cada intérprete afina aquí una relación exclusiva con sus diversas contrapartidas, viéndose obligado a negociar el tiempo que le es concedido, saliendo fuera de sí mismo, redefiniendo incluso su intransferible modo de caminar, mirar y escuchar, una llamada sosegada a participar en un ejercicio que deberá distinguir del juego por la fuerza, de la yincana. El plano comienza y termina con el actor portando una disposición mental renovada, la democracia ha tenido lugar en un pacto previo, quizá susurrado, y el estupor, claro, nos lo llevamos nosotros al ver esta superación del viejo teatro, pavor vocinglero, aquí el espectador entra en contacto con un nuevo orden, estado de cosas, y la duda acechará; ante una balsa de aceite tomada con disimulo, las bambalinas no podrán vislumbrarse con facilidad, concernidas encontrará las alertas al escuchar una nota esperando tres, un silencio ansiando grito, una cesión extemporánea elucubrando ruptura. Las voces y cuerpos pivotan dentro de escenas cuya médula no requerirá aprender a ver en vez de leer, ese punto lo teníamos asimilado, ahora toca escuchar con los ojos y democratizar nuestras rígidas expectativas, jerarquías de atención perceptiva inhabituadas a que las cosas no se le contrapongan todo el rato, a que el despilfarro requiera otro término al no derrocharse las palabras una vez masculladas o entregadas.
          Convenimos pertinente clarificar un equívoco, y es que dentro de todas esas características asociadas a una malentendida modernidad, creemos ya demasiadas veces en un a priori donde la imagen de este cine nuevo, de signos trastocados, está por naturaleza desustantivada, y esto no ocurre aquí. El territorio del cine de experiencia, donde los signos existen en un territorio fronterizo habitado por verbos que arrastran con ellos al devenir y su tren de acontecimientos, nos atrevemos a decir, llega connatural con la explosión en el mundo de ciertos acontecimientos limítrofes, no tanto tras la II Guerra Mundial, sino con la expansión de la sensación Guerra Fría y la creciente ansiedad encarnada en desesperación, melancolía o estoicismo frente a los indicios de unas décadas solo un poco más acá de la historia oficial, allí donde se anotarán las causas de la siguiente gran barbarie inhumana. Perfume se encuentra rebasada esta tesitura, y su polifonía, por lo tanto, si bien incrustada a la fuerza en los anales del cine, estalla como una redefinición, desembocadura de río, una confidencialidad adulta que no todo espectador estará dispuesto a aceptar, quizá víctima de un egoísmo perceptivo. Nosotros batallamos su metraje con gusto. Esta charla empresarial que parece dominarlo todo está cargada de un pasado intimista indirecto, cuyo trazado sentimental no atraviesa una dinámica grupal encapsulable, acotable con el paso de los minutos. Este habla imparable puede replantearse sus velocidades, pasar de cinco a dos, y de repente las cuestiones a reconsiderar serán otras, sobre cómo afrontar un intercambio dual en el cine americano, con respecto a qué arquetipos deberemos trabajar, hasta dónde podemos llevar la noción de arquetipo, de dramatis personae, y con cuánta relevancia estos términos están imbuidos en relación a la propia biografía y existencia en presente del actor, la situación a tratar, también en tamaños de plano, ¿una ida y vuelta entre él y ella, con algún inserto en detalle por el medio?, ¿un recorrido más complejo donde juguemos con una serie finita de angulaciones? Trazado emocional de planos donde será complejo avistar su despliegue dentro de la escena, intuir, adivinar, dónde empieza y termina el siguiente, descentramiento que puede recordarnos a algunos filmes de Abel Ferrara como ‘R Xmas (2001), un no deber nada a la historia del cine, al menos un deber de boquilla, aunque sabemos que el cineasta del Bronx la tiene bien compartimentada en su memoria, sus planos bailan en una periferia extraña, y transmiten al espectador una sensación de anarquía controlada. Preguntas que ambos cineastas parecen hacerse a sí mismos. Los filmes de Ferrara, debemos decirlo, nos resultan aprehensibles hasta el extremo si los contraponemos al de Rymer. Así de osada resulta la apuesta con que estamos tratando.
          En Perfume, no obstante, recibimos una respuesta unitaria, en bloque, en un solo filme, a la vez, y su decibilidad compositiva, con un principio de exclusión claro, problematiza frontalmente este acercamiento inesperado al drama grupal. Hablando de cine, venimos recibiendo una respuesta dualista al sopesar la importancia del cuerpo del personaje en relación a la escena: identificación dramática o distanciamiento, y entre medias todos los niveles posibles. Es falsa. Solo una escala de relaciones como cualquier otra. El filme de Rymer niega estas dos posibilidades, al igual que la disgregación, aunque pase de grupo a grupo, de grupo a dúo, de dúo a actor, de actor a actriz, su confluencia tiene que ver más con una purificación que se articula a la manera de un relevo godardiano, polifónico, no tan francés, que afirmativamente se pronuncia: somos americanos, somos independientes, podemos probar que nuestra radicalidad es tanto más asertiva que la vuestra, camaradas franceses, en John Cassavetes tenéis la prueba del algodón, nos encontraréis dispuestos a batallar, como país de ciudadanos belicosos que somos, sobre cuál es la verdadera nacionalidad del cine. Love Streams (1984) resuena aquí cuando Robert Harmon vacía su casa de huéspedes, no tanto el comienzo con el corro de invitados, aunque cabe notar la confusión inicial en ambos filmes, que da paso en el caso de Cassavetes a una revelación sentimental mucho más acotada que en Perfume. Ya en un primer visionado, no obstante, e incrementándose en la rememoración,  existen momentos en la segunda mitad de ambas obras donde los lazos sentimentales empiezan a atravesarnos sin coartadas de cuerpos inundando el plano ─si bien en Perfume nunca lleguen a desaparecer─, difuminando lo que deseábamos ver arrasar la escena en decenas de pequeñas presas.
          Si el filme de Cassavetes se dirigía hacia el individuo desafiando en la noche lluviosa más intempestiva el caos emocional que le circundaba, el de Rymer se va conformando como una sinfonía de una ciudad, repetimos, a escala humana, con una asistematicidad abrumadora a la hora de presentarnos una escena, incluso a la hora de elegir cuál será la siguiente. No se trata del lugar común de imbricar una historia en la otra o de ejercer un virtuosismo sobre una narrativa de historias cruzadas, su paisaje no lo requiere, aunque todos aportan sentimentalmente algo al collage que no se sabe collage desde su propio trabajo, sin salirse de sus límites, aunque logremos ver, jerga mediante, algo de su modus operandi, cuestión hakwsiana. Abstengámonos de esperar encontrarnos aquí uno de esos finales-milagro donde la ficción, después de cogernos desprevenidos con su desbarajuste señalético, termina impensada a recogernos en una grata colchoneta, el personaje vuelve y lloramos. Era el caso de Love Hotel (Shinji Sômai, 1985). Si Perfume introduce a un nuevo actor en el plano, este podrá desaparecer cinco escenas más tarde y ni siquiera nosotros nos habremos dado cuenta de que esa era su última vez, solo al terminar el metraje, si lo repensamos, caeremos en la cuenta. Las idas y venidas no responden a una lógica narrativa de equilibrios argumentales, su orden se piensa, pero el fin que lo remata no puede ser remachado, solo terminar en corte abrupto, sus espejamientos nos hacen entrever una distancia tan grande como entre Marte y Júpiter.

3. PREGNANCIAS EN LA MECHA

No nos encontramos ante un manifiesto premeditado ─aun cuando sus raíces se remonten a las teorías de Sanford Meisner, bien aprendidas por Rymer a través de su actriz y acting coach Joanne Baron, ya puestas en práctica en Allie & Me (1997) junto a ella, filme rodado en nueve días, con 80000 dólares y ningún guion. Predecesor cuyo destino quedó incluso más fuera del radar que Perfume─, el deseo por apuntalar una nueva manera de entender el cine de ficción sobrepasa cualquier guerrilla o experimento contingente. Su propositividad bulle en alto grado. No ha tenido solución de continuidad, la falta habrá de recaer en el curso inclemente de la industria. Caso muy extraño, entonces, el de este proyecto, el de este cineasta, cuyos filmes anteriores ni posteriores explican o se miden en formas, espíritu, clemencia, y mucho menos en calidad ─nos hemos tomado la molestia de comprobarlo─ con la existencia intempestiva del que nos ocupa. Caso singularísimo. Si hemos visto, entonces, aquello que separa a Perfume de otros filmes, encontraremos con los minutos, y dejando la obra calar, un poso de experiencia desustantivada, respondiendo a un deseo de registrar relaciones, cuerpos, urbanización, en sintonía con los pellizcos de inconsciencia bruta de la vida. Y esta brutalidad posee su propio código. Recordemos la situación temporal, una ciudad neoyorquina en un mes cualquiera de principios de siglo. Veintiún días, quizá. Vistos ahora tras pasar por la moviola y el polvo del tiempo, se redescubren ante nosotros con una confidencialidad inaudita, que deberemos aprender a ver una vez acabado el filme, o a medida que se amontonen los minutos, y es probable que cada espectador se quede con tres momentos pregnantes a los que desee volver, en los que el filme se hizo translúcido a sus ojos. Perfume no nos enuncia un dato perdido en la cronología, nos descubre espacios contra-efectuados en los que tuvieron lugar unos cuantos intercambios de superficie, con un grupo de actores dispuestos a arriesgarse, pasar por ahí y ponerse a prueba, entregarse a las lógicas emocionales, reactivas, del otro. En ese enclave la emoción salpicará con una particular energía a cada espectador, siendo este el miembro faltante del círculo, el conminado indirectamente para dar una respuesta sensitiva al pase dialógico que le lanzan tres actores. La mecha del filme prende en un momento del visionado y desde ahí el ser humano receptor empezará a recopilar su propio circuito de sentimientos, traerá a la tierra lo que deambulaba en la sinfonía, vivirá su propio arco de cine de experiencia en un prendimiento cuyo fin no atisbará en profundidades ni alturas, sino en una parcela que le permitirá incluso relajarse observándola, repensándola, volviendo a ella, pero para esto primero debió de pasar por el necesario desaprendizaje, malas costumbres inculcadas. Y así se desvirtúan los linajes, se mezclan las clases, edades, el filme posibilita captar el movimiento legítimo de una actriz y apercibirse de esta captación en retrospectiva. Cuán acostumbrados estamos a trasladarnos dentro de las normas tácitas de un cierto tipo de ficción que necesitaremos una buena dosis de pensamiento extra para retornar al vientre del filme, de donde surgen esos sentimientos en arquetas que poco a poco se van distinguiendo de cualquier tipo de cacofonía, término que no debe nada a este metraje, ni interesa perseguir a sus miembros.
          Ejemplificamos: Perfume tiene a las estrellas, pero estas no han coagulado, incluso ahora, vistas tras su estallar dentro de la mutilada cultura contemporánea, nos siguen dando la sensación de atraparlas en un momento de confidencia pasmosa, pasado hecho carne de estudios culturales, con las Torres Gemelas a punto de caer; esta es la contingencia dichosa: recreación en el talle, etiqueta y esas pequeñas manías que dan al que pasea por Nueva York un aire de mágico absorbido. A Monica ─Morena Baccarin─ le sostenemos la mano, alcánzandola memoria mediante, y sentimos asistir a unos vídeos confiscados de hace veintiún años, donde todavía era la becaria de alguien, necesitaba llevar unos cuantos cafés, no conocía su lugar de más o menos preponderancia dentro del plano, estaba por allí, una más, perdida en su tímida gracia, cuatro seres humanos rodeándola, hablando cada uno de sus tareas, ella tenía varias misiones en la mente, y como ella otros tantos, en ese momento, no obstante, ella todavía no pertenecía al plano, el plano no le pertenecía a ella, nosotros todavía no contábamos con ella y ella no contaba con nosotros. Ubicados en tal circulación de insospechadas desposesiones, terminamos aprendiendo a ver y oír un desbalanceo cuyo principio y final no podremos tajar en una sucesión localizable traspasados diez minutos de metraje: la cualidad en bruto sobresale, no remacha, Monica desaparece y ni siquiera se enciende la sombra de una duda, no debe su retirada al arte del resabido del que luego decenas de discípulos harían gala indigestamente, véanse las entradas y salidas de plano en multitud de filmes corales con pacata moraleja. Monica abandona el taxi, entra en el ascensor, mira y tropieza sus palabras, intuimos, lo más cerca posible de Morena, y Morena debe tanto a Monica como Monica a la película. La cuestión del director en relación al personaje, por tanto, se destensa. Si efectuamos cinco brazadas más, cabe la probabilidad de retrotraer nuestra mirada al vídeo de una antigua graduación, quizá una fiesta de jóvenes actores abriéndose camino bajo algún Luxury Apartment. Ni siquiera el nombre de Jared Harris ─Anthony─ aparece en el afiche principal del filme. En este momento, la relación del actor con su nombre imaginario se ha convertido en intangible. El entusiasmo y la incertidumbre se lograrán captar detrás de las cámaras, e incluso corroborar si uno es lo suficientemente curioso. La pertinencia del fluir de Perfume nada debe a una congruencia rígida.
          El corte en esta hora cuarenta seis minutos treinta y cuatro segundos procede abruptamente sin querer constituirse abrupto, no disuelve, no enlaza, no concatena, sus emparejamientos nos dan la señal y luego caemos en un muelle avistado desde un ángulo en el que pocos norteamericanos pensarían comenzar una escena. Así, Halley ─Michelle Williams─ señala los habitáculos de la empresa donde trabaja su madre, como quien no apuntala el gesto, ni siquiera estamos seguros de que su apuntamiento tuviese un destino concreto, después de la pregunta pertinente de “¿por qué tanto tiempo separadas?”, el corte llega como si no quedase más metraje que añadir, la inteligencia residirá en otra cuestión, qué vendrá luego, y en esta confluencia la respuesta requerirá un pensamiento ágil, diligente, otra vez, el mosaico que no se sabe mosaico. La inteligencia infinitesimal de la que hace gala el filme supera al cineasta y equipo, el filme es más inteligente que su cineasta.

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La grabadora con las Torres Gemelas de fondo redefine la clásica entrevista godardiana, el ángulo que abre esta escena deslocaliza la congruencia rematada made in Żuławski, hinca el diente, pero unos segundos, no hace del hincamiento la clave de la sucesión de planos, es solo el cuadro inicial. Caben jump cuts ─planos saltarines─, un zoom in empezando y terminando que casi ni avistamos, un travelling… Escenas como esta desemplazan el espacio hegemónico de la entrevista de trabajo y convocan un sentimiento nuevo, propio del cine de experiencia. Aquí, los personajes se graban deseosos de preguntar y responder. Un nuevo tipo de corte, desacoplado de la sustantividad europea, repetimos, más congruente, lógica aun en su momento más ilógico ─Żuławski─, así Leese ─Mariel Hemingway─ y Darcy ─Mariska Hargitay─ conversan sobre un tejido de pashmina sobrevolando una tarde aireada, preguntas relamidas asimismo llevadas por el viento a transmutarse en algo así como huroneo grato, que se sinceren aún más bajo esta charla casual, también conocemos ese preciso instante en medio de la más bochornosa entrevista de trabajo, todas las entrevistas son de trabajo, ese segundo, redirección de intenciones, donde creemos y hasta nos concedemos el lujo de ser espontáneos, nos embarga la dudosa emoción de que el intercambio es sincero y terminamos siendo genuinos, con un pelotón de cuerpos militares circundando los cielos y subsuelo. Pocas emociones retornan con más fuerza en este filme, después de prostituirla bajo explotaciones de qualité [Star 80 (Bob Fosse, 1983)], Mariel reclama su independencia. Pañuelo verde al viento, la grabadora no logra incrustarse en la dinámica ochentera de frontalidad limítrofe, calculada con números de acero, intercambios profesionales encapsulados en montajes picados, engañosos y peligrosos en su frontalidad. Otra cualidad del cine de experiencia: registrar en movimiento los cuerpos ejerciendo una especie de revancha sobre el tiempo que los congeló.
          Retornamos a Godard en otra entrevista, esta vez con un plano-contraplano variable en escalas, cuya cualidad de fusil frontal interroga cara a cara, de ser viviente a ser viviente, en una relación de añorado (¡ay!) amour fou, cinco minutos de gloria donde, por una vez, la erección vehemente del entrevistador se termina contagiando a la fotografiada, así circulan las confesiones con todo el maldito staff fuera, entre Anthony y Leese/Jared y Mariel. Cuero sojuzgado, despachado, dando paso a la vestimenta natural, de andar por casa, y obviamente, más envidiable la apostura de Mariel que en cualquier otro filme previo, las venas de los pies cruzados circulando en el espacio acordonado de las vivencias laborales, al final terminando nosotros viendo el trasvase sin haberse realizado ninguno, a fuerza de amar la libre circulación de signos, esa que el cine americano tiene a bien recolocar unas pocas veces cada década: en 1980 lo había hecho Dennis Hopper con Out of the Blue.

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Perfume_(Michael_Rymer,_2001)

Aquí, ahora, después, ya familiarizados aunque analfabetos con la jerga y medio acondicionados al refinamiento rupestre del sucederse ex nihilo, un posado nocturno en Times Square de Estella Warren ─Arrianne─, visto o no visto por Halley, terminará funcionando como uno de los plano-contraplano más desarmantes que todo el cine anglosajón nos ha regalado en lo que lleva de centenario. Fuera de las oficinas, rechazada la oferta high standing por desmesurada procacidad, esta nadadora canadiense triangula el nacimiento de una nueva cultura, que ahora pervive en el disfrutar mirándose, la autoconsciencia desmesurada, embaucadora unión de expresión personal con intereses crematísticos. Solemne atrevimiento, el derrumbe de América comenzó al confundir un abrazo con la emancipación. El momento mantiene su emoción indefinible, desnudar la avenida, montar la sesión pública, depender de la fe ajena al posar, cientos de ojos queriendo desnudar el rojo. Todavía había una señal de Stop. Aquí la cámara sí se permite reflejar ligeras gotas de lluvia sobre el objetivo, deslizarse como en un photoshoot. El daño o su posible cantidad de desperfectos lo recibimos directo al corazón cuando pensábamos que no sabíamos casi nada de Estella, de Arrianne, y sí un poco más de Michelle, de Halley, la desposesión final, Times Square con respecto a nosotros, enfrente de la basura, vileza, los ojos y el fotógrafo fortuito. El saber-quererse de Estella activa el influjo terminal de poder femenino dentro del circuito de la moneda americana sobre los ojos de aquellos que todavía buscaban enjuagarse las carnosidades. Una última escaramuza ante los flashes en el centro de la ciudad.

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En nombre de la situación histórica de nuestro tiempo, que es quizá el único criterio que tenemos aquí para saber a quién nos enfrentamos, para establecer lo que somos, lo que debemos evitar ser de nuevo, en lo que somos capaces de convertirnos.

Roberte ce soir, Pierre Klossowski

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BIBLIOGRAFÍA

Behind the Scenes of Perfume

OLA DE ENCANTO

School of Senses [Érzékek iskolája] (András Sólyom, 1996)

School of Senses András Sólyom 1

Follow the Romany patteran
          Sheer to the Austral Light,
Where the besom of God is the wild South wind,
          Sweeping the sea-floors white.

The Gipsy Trail, Rudyard Kipling

Csokonai Lili cuenta diez y siete cisnes en un lago, pronto aprende a denominar la susodicha cantidad “número primo”. Tras débiles meditaciones, llega a la conclusión de que el cinco también entraría dentro de esta clasificación. Kéri Márton, el profesor transmisor de tal enseñanza, viaja por el mundo en calidad de agente comercial al servicio de la informática pujante, placas madre, la World Wide Web extendiéndose cual tela de araña sobre el orbe que las gitanas como Lili circundan. El hombre ama inconstante a diversas mujeres, a falta de un verbo mejor, unidimensional, furioso, tierno, creador de confusiones, centro de unos recuerdos invocados por la zíngara en una convalecencia frustrada desde la que el filme se proyecta. Despojados del nervio matriz o las extremidades primarias que nos posibilitaban poner patas arriba la tierra, ¿qué más podemos hacer sino escribir nuestras memorias en un húngaro a la moda/anticuado, más preciso, a nuestra medida? Eso hace Lili, y barrenando sus remembranzas asistimos una noche de noviembre al filme de Sólyom, canalizando una novela hasta ahora no traducida del aristócrata Péter Esterházy, conde juguetón, ascendencias crispadas. Tras un primer visionado y la certeza de haber alucinado estos años noventeros ya añorados con la imprecisión del heroinómano que no es capaz de elegir la zona donde la punta de la aguja deberá clavar su acribillada piel, hacemos pausa. Algunas reflexiones, un regreso fugaz a frases del diario de Lili. No basta. Debemos reintegrarnos al filme en esta primera persona imaginativa de un plural inexistente, pues soy yo el que lo ha visto, y no nosotros, disculpen si la noche me llena de comunidades invisibles. Así se mantiene mi horario últimamente, de 23:00 a 8:00, horas sagradas donde culminar las imposibilidades del día en lo más cercano que puedo llegar a cierto plano astral, mi donación al cosmos, pensamientos generosos, toca socializar. Lo dicho, segundo visionado.
          Deben de ser cerca de las 4:00. Madrugada. Perplejidad. Las imágenes, lentes entintadas de un celuloide hechizado por disoluciones violentas, suaves, veleidosas, de este a oeste, casi de alma corsaria, chalés al lado del mar, en playas donde un estancamiento vacacional aparenta abrir un horizonte de perspectivas, relanzan el pasado, hermanándose con esa visión fraternal de un Carlos Reichenbach fin de siècle, suspiran los días pendientes bailando lejos de rascacielos y hormigón, paréntesis, curva de aprendizaje, bajo la lluvia, al lado de los cisnes, la única cosa que importa son los pensamientos que uno tiene los cinco minutos antes de quedarse dormido. Conforman detenciones impúdicas, dudosas, en ellas los elementos y pasiones exaltan y dan más miedo de lo corriente, en su dudosa dualidad marcarán nuestra memoria y volveremos a ellas dándoles la vuelta si así el humor lo pretende, recordaremos cuando hicimos el amor y nos dio miedo llegar hasta el final. Ni Reichenbach ni Sólyom juegan con elementos de derribo, hacen alianza con la energía de las personas trocada por el punto más vital de revelaciones, una entrega primitiva a afectos que a ojos ajenos podrían parecer grimosos, exagerados, corazoneros, cuché, olvidando que la desvergüenza del iluminado bajo la luz de varias lunas, fugitivo, entre clases, encrucijado, en la expresión más sublime, adquiere un tinte aristocrático, lejos de lo que menos nos interesa del cine: la solemnidad monocromática del templado respetable. Queremos desborde lumpen, voluntad férrea de próceres valerosos obsequiando la tierra al conjunto de heredades. Añade este filme húngaro la experiencia de desmayos superpuestos destensando la intermitencia del fluir del día y lo noctívago encontrada en Falsa loura (2007), incorporando aquí, es conveniente añadir, una vista de becada, surcando el cielo en un viaje diarístico febril por pasados que comienzan en las tierras bajas de Csepel, un diecisiete de septiembre, deslealmente fiel, orfandad temprana, encuentro de su propia sexualidad, tras sobradas inundaciones, en la edad culminante de la pubertad. Ahí llega Kéri Márton. Las imágenes pasan ante mí en esta ocasión con una extraña calma que no había presentido la primera vez, señorío reposado de quien ya conoce el final de la historia, algo más también, la construcción de una lírica romaní, cuyos gestos de mujer exaltada van desde la revelación de Hanan Turk en la imperecedera Dunia (Jocelyn Saab, 2005) hasta la fatal mezcolanza del calor brasileño, comparable a unas entrañas expuestas en matanza de cerdo, causantes de envenenar la voluntad hasta el punto de hacerla blindarse a la luz del sol.
          El resto fue descontrol, éxtasis mundano. La noche podía terminar en termómetro de afectos rebasando la exosfera. Amanecía y ni siquiera resultaban quebrados los anhelos, el traspaso al desayuno conservaba una continuidad amazónica bestial, de tierra quemada, destello cegador antagonizando la caída hacia las formas demasiado concretas del día, entonadoras de su enfermizo marchar. Encaminar la ruta hacia el centro de la urbanización donde habito estas datas de transición, en búsqueda de un futuro cercano a un conato de mística por ahora informe, me hizo contactar travestido de hermano con el filme, las palabras rezumaban inquietas en mi cabeza, separaba su plasmación al papel una pequeña siesta, baño rigurosamente sentado, sin derroche, y la predisposición mental adecuada del día que ya no era siguiente ─la noche en vela confunde cualquier calendario─. Me aguardaba un ansioso sueño.

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AIRADA GUERRA DE DESTRUCCIÓN TOTAL

Perdonen la apresuración. El ardor del instante ha dado paso a algo cercano a la calma inquieta. Centrémonos en la alquimia obtenida del filme comentado, un sincretismo de montaje mantiene las constantes, afiliaciones, filias, de los años que lo vieron nacer, no hay aparente mesura en lentes entintadas de carmesí, blanco y negro, azul verdoso, un destello color sangre coagulada interrumpe un fotograma estableciendo un resquebrajamiento de retentiva bohemia cuya misión en esos días futuros pasa por recordar en forma de ola encantada los devaneos, prontos, culminaciones, prolapsos, que agrupados ahora acomodan un abanico de pigmentos proveídos por la sombra y llama de esta mente femenina hiladora, nobiliaria. La voz en off sobrepuesta a la moza, proporcionada por Kati Lázár, clara disarmonía en relación al cuerpo, cercana a los cincuenta años, timbre relatando los gozos y umbrías de una joven en la que se encarna, establece así una distancia amable, rarificadora, que ayuda a recibir la experiencia de Lili desde una engañosa serenidad, y a nosotros asumir su travesía como si estuviese narrada en un periodo remoto, a título de balada, cuyo solapamiento con la actualidad resuena y cruje los tintes y cortes del metraje. Mientras otros filmes de latitudes semejantes tienden a dejar escapar su desmesura en grandes angulares, folclore soez y suciedad indecorosa, esta Escuela de los Sentidos opta por limpiar, a la manera de Lili, el polvo, los despojos, con severidad romaní, una guerra contra el desorden (el feo maltrato a ojos ajenos), en tanto resida la esperanza de que la retirada de la porquería ayude al Reino de Dios a establecer asidero en este mundo. Nos llegan estas memorias de cisne imantado al lago, nostálgico por el calor del sur, surcadas de, repetimos, encanto, sugestión: una lectura de cartas, el reconocimiento recíproco de belleza en las manos de otra, un tercer personaje, apodado chica guapa, rubio, de cabello virando entre Monroe y la androginia, aficionada ella a grabar las circunstancias que la rodean, tres hijos violinistas, marido ocupado en asuntos de esquí durante pleno mayo, mes del amor, brindemos por él. Cuando la vida se disuelve entre las luces de una piscina y la primavera anuncia su fin, quizá tan solo unos espíritus ansiosos de plenitud consigan escurrirse y fundirse entretanto Lili y su amante hacen el amor ante este panorama, observados por la chica guapa; encontramos livianos estos primeros momentos de felicidad, mestizos, tan deudores de la atracción por las posibilidades estéticas de su año como de la fabulación entrecortada de una balada atávica. Aquí atesoran el cancionero de los errantes, pronto será atacado por las lentes deformantes de Samael. El momento llegará cuando un cuerpo solo no baste.
          El cine ha atravesado una violencia dúplice, ruborizada de sí misma, timorata y más segura que un trípode incapaz de desenroscar tuercas. Si había querencia por desatar anclajes y volverse luminosa la secuencia, desenfrenada, lo ha hecho cambiando de ropajes, canjea el estatismo dogmático del asceta por la exuberancia farisaica, también estática, del cineasta chic que firma sus iniciales con purpurina y colonia francesa. Reclamamos desde aquí, tras haber visto el filme de Sólyom y drogarnos con él, la verdadera desanudadura de cualquier miramiento, si queremos alumbrar con neones, hagámoslo lanzando la cámara al vuelo, adoptemos los ojos del halcón, tiñamos de negro nuestra voluptuosidad, no la disfracemos con vistas a exhibirla en folleto informativo asignado a fiestas del cine decadentes, ofrezcámosla como Lili, expuesta, paradójicamente cerrada al exterior y con un pequeño agujero desde el cual el resto de mirones pueden colarse y alzar el vuelo en colisión directa con la particular línea de tiempo que nos engarza y maldice. Si queremos usar luminiscencias, mandemos al traste la geometría y confundamos los elementos rítmicos, tornemos a Nuestra Señora de París, seamos patizambos y aturdamos las vidrieras casándolas. Se trata de introducir en la savia corrompida las pulsiones de asesinato que no nos abandonan, pues demasiado queremos ver morir, arder, quebrarse, fundirse con un último fuego en una suerte de fogata sincrética de recuerdos inmolados. Fruto de este proceso emerge el devenir último de la gitana.
          La envidia se cuela en las escenas retrospectivas impulsadas desde la convalecencia infructuosa, celos por la esposa rubia, la que siempre ha estado ahí porque quién no tiene esposa. Lili estaba dispuesta a permitirlo todo salvo su exclusión, la mera repetición de un gesto de cariño ─deslizamiento del dedo índice por la frente a modo de comienzo de genuflexión─ en dicha dama marcará el comienzo de su trayecto en el vagón de la bruja. El parte meteorológico anuncia vuelcos. No se trata de una peonza lo que supervisa la existencia de Lili, sino de una trompa, y se le están escapando sus vueltas, intenta remendar los desvaríos viajando por primera vez en un tren nocturno con literas, siendo masajeada tímidamente, una mano separa el dobladillo de sus bragas dejando ver la carne, permaneciendo solo un rato la extremidad ahí dentro, como si estuviera revisando. Al día siguiente, entre los dos pasajeros sospechosos, semejan tan formales que cuesta imaginarlos impúdicos. De ahí, la violencia no amenaza el poema, pero lo disloca, comienza a horadar la vegetación, a confundir el cielo con el subsuelo, la cruz, el solaz es negro, un desconcierto espacial cercano a la sobreabundancia de eternidad en el instante, cuyo bulbo nada debe a monigoterías del este europeo convertidas en mediocre, inofensivo aparataje simbólico-cinematográfico, aquí se retorna a la vanguardia, a otro tipo de experiencia de raíz, dado el giro al orden natural, construido tecnológicamente un nuevo estatuto de la naturaleza, su vértigo y el delirio resultante. John Cage enuncia: No la percepción de las proporciones de las cosas que están fuera de nosotros sino la experiencia de la identificación con lo que está fuera de nosotros (esto es obviamente una imposibilidad física; por eso es una responsabilidad mental). La cuestión es ir acercándose cada vez más a un televisor que videográficamente captura el momento del accidente en bucle, un coche desviándose de la calzada y dando vueltas por el cielo, con cada repetición, el accidente suma un milisegundo más, en la primera ronda solo lo vemos desviarse, en la última, con la cámara casi tocando el cristal, la explosión se ha completado. En la memoria el incendio debe encontrar su propio ritmo para manifestarse y tomar cuerpo. Constituye este momento el fallecimiento del encanto primigenio, ahora la silla de ruedas moviéndose maniacamente, siendo propulsada por Lili, deserta de su proxeneta griego, intenta dirigirse al punto donde encontrar el socorro celestial, los fotogramas destellantes atan flecos restantes de memoria en un agraciado patrón cadencioso que nos asoma a una oriental demencia lúcida, carente de piedad, apegada a terminar la composición métrica más que a redondear el amor o ceder un perdón a destiempo. Es aquí cuando vuelven los cisnes, diez y siete. Volver a pasar por el círculo, asunto de temerarios.

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Terminado el escrito, retorna la luna. Al estar en el confín del hacerse viejo, siento ya unos pequeños signos de “la fiesta ha terminado”, desatento a ellos sobrevivo el resto del día, recibiendo señales indistintas, confundo saludos, tomándolos por advertencias de estocada. Llego otra vez al dormitorio, la pequeña siesta casi parece dispuesta a irrigarme de flores singulares, una sintonía de serafines inclinados a calmar el cansancio acumulado. Poco dura, la necesidad rápida se colma, displicente al letargo. Me despierto antes de que el portero se quite los ajuares. Continúo solo, y después de una rápida ducha, tomada a regañadientes con el cuerpo en pie, apago las bombillas, tumbado ya en el colchón, tapado hasta el último centímetro del cuello. Así vino a mi mente el norte.

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‘¿Cómo has de andar bien? Esto debe comprenderse de dos maneras según la palabra del profeta que dice: «[Al llegar] la plenitud del tiempo, el Hijo fue enviado» (Gálatas 4, 4). [La] «plenitud del tiempo» existe en dos aspectos. Una cosa está «plena» cuando se halla en su punto final, así como el día está «pleno» cuando anochece. Del mismo modo, cuando todo el tiempo se desprende de ti, el tiempo está «pleno». El otro [aspecto] se da cuando el tiempo llega a su fin, es decir, la eternidad; porque entonces todo el tiempo termina, pues allí no hay ni antes ni después. Allí todo cuanto existe, se halla presente y es nuevo, y allí abarcas, en una contemplación presente, aquello que sucedió, y que habrá de suceder, en cualquier momento. Allí no existe ni antes ni después, allí todo está presente; y en esa contemplación presente estoy poseyendo todas las cosas. Esta es «plenitud del tiempo», y así ando bien encaminado y soy verdaderamente el hijo único y Cristo.

Que Dios nos ayude para que lleguemos a esa «plenitud del tiempo». Amén’.

Sermón XXIV, Maestro Eckhart

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POPEYE EMERGE; por Raymond Durgnat

“Popeye Pops Up” (Raymond Durgnat) en The Essential Raymond Durgnat – Edited by Henry K. Miller. British Film Institute (septiembre de 2014, págs. 237-261). Originalmente en: Films on Screen and Video, abril-mayo de 1982.

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1. ALTMAN A TRAVÉS DEL ESPEJO

Popeye esboza una historia para pintar un mundo. Sus detalles son su núcleo. Extiende su alma a través de su piel.
          Se trata de Popeye teniendo bíceps como sacos, pantorrillas como pistones, una mutilación que parece un guiño y pelo rojo como el capitán MacWhirr en el Typhoon de Conrad. Se trata de los andares larguiruchos de Olive Oyl y de sus pies arqueados en botas de Goofy, de su contorno espagueti, su cara de cebolla y su fragilidad avinagrada. Se trata de un fornido cocinero de hamburguesas que hace girar una espátula y entorna sus ojos cautelosos detrás de dedos delicadamente levantados. Se trata de un fornido villano que se chupa el pulgar mientras ronca, y de Popeye que busca a su hijo adoptivo secuestrado poniendo un mensaje en un biberón y lanzándolo por una rampa como si fuera un barco.
          Los pueblerinos se pavonean y corretean alrededor de la pantalla en una coreografía que reparte dividendos entre la danza y la actividad, la acrobacia y el simple gesto (Biomechanics Rules Okay). Es un molinete de detalle manguereado alrededor de la pantalla y desincronizado lo suficiente para dilatar y pasmar nuestra Gestalt visual y llevarnos a una Tierra Feliz que los lacanianos llaman el Imaginario y que la teoría estética mainstream llama, después de Ehrenzweig, “gestalt-percepción libre”.
          Extrañamente liberador para algunos, bastante aterrador para otros, dependiendo del temperamento y las expectativas, se explica por qué los espectadores asisten a Popeye con una especie de euforia, mientras que otros reaccionan como Mavis Nicholson entrevistando a Robert Altman en BBC Radio 4:

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«Fue un filme extraño en el que introducirse, si se me permite decirlo, porque encontré los primeros cinco minutos alarmantes. Quiero decir, es como ir al Infierno, honestamente. El set es tan extraño y la gente es grotesca. Y luego más o menos te aclimatas, yo lo hice… y lo que produce en mí es un efecto muy extraño, todavía medio sueño con él»

Su primer plano del mar granulado-reluciente es perfectamente realista, pero, como el mar real en ciertos ambientes, es luminoso y mágico. Pero no solo bonito: se aproxima al mar cuidadosamente irreal, chirriante-y-de-plástico, de Il Casanova di Federico Fellini (1976). Consolida lo que es realmente un nuevo lenguaje cinematográfico, que evoca el placer ampliamente compartido entre los pintores por el realismo extraño: Fotorrealismo, Realismo Mágico, Superhumanismo y el placer de la Hermandad de los Ruralistas neoprerrafaelitas por los detalles del mundo físico. A la inversa, a las portadas de los álbumes de rock les gusta interferir en las fotografías, mediante el realce gráfico y la especulación fantástica, y Helmut Newton prepara cuidadosamente fotografías para que sean tan “antinaturales” como las pinturas. Mientras que la pintura de bellas artes está saliendo del frío de medio siglo de creciente abstracción, el cine parece reanudar las luchas de la era Caligari contra las limitaciones del realismo fotográfico. Si los laboratorios lo permiten, podemos esperar que exploren cada vez más “enajenados” revelados y técnicas de impresión, así como cualquier otro medio de interpretación “pictórica”.
          La sensación de equívoco continúa con una bahía real, extrañamente formada como cualquier creación de un director de arte. Dentro de ella se encuentra Sweethaven, cuyas agujas y gabletes, las poleas y los tablones, sugieren el Gothick de Disney pero se quedan a buena distancia de este. Sigue siendo demasiado acentuado para ser probable; reparte dividendos entre un dibujo animado con sus connotaciones despreocupadas, y la visión con tintes de pesadilla de Our Town (Sam Wood, 1940).
          Esencialmente un set teatral, aprovecha al máximo el detalle cinematográfico (de los puntos de vista cambiantes de la cámara) y el espacio fílmico (que rodea a los personajes, y a nosotros, como un espacio-viviente, en lugar de estar remotamente escondido detrás de un proscenio). Los personajes son igualmente anfibios. Robin Williams logra un personaje caricaturesco gracias a una atención al detalle digna de Kazan o Cassavetes. Lejos de reducir a los actores de carne y hueso a los contornos de los dibujos animados (la gran tentación), Altman maquina híbridos, en los que las personas de carne y hueso hacen ocasionalmente las cosas imposibles que las personas-viñeta hacen constantemente, pero mantiene su kinestesia demasiado, demasiado sólida. Hay una extraña repulsa cuando Bluto mastica una taza de café. Da la sensación de ser un absurdo dibujo animado, aunque es un truco de teatro de variedades. En general, lo que comenzó como un dibujo animado se acerca a una solidez dickensiana (aunque sea fija).
          El filme tiene dos objetivos y medio a nivel de dimensión. La idiosincrasia arremolinada lo convierte en un bajorrelieve bailarín. Los conjuntos musicales son conjunciones extrañas de actividad dispar, con todo el mundo haciendo lo suyo en ángulos rectos y con la espalda vuelta hacia todos los demás. Hay poco del desfile al unísono, performance, o personalidad-proyección que los números musicales normalmente consagran. Más a menudo hay una suerte de introversión acrobática, y Popeye deambula por el agolpamiento como un bailarín a lo Alvin Ailey. Peor que rechazado, ignorado. Todo roza el Teatro Excéntrico y la estética bolchevique de los años 20.

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2. DEL REALISMO DELIRANTE A LA VERDADERA ASPEREZA

Popeye es un filme de planos largos. Es un lienzo de conjunto y, como ciertas pinturas, está repleto de los detalles de fantasía especulativa que aman los niños. Hay una doble especulación fantástica: el amontonamiento y el ritmo serían hiperrealistas incluso si los detalles no lo fueran. Allí donde el ojo roza, algo lo atrapa. Es un mundo de alta definición y también medio irreal. Es caricaturesco, pero se mantiene sólido.
          Tenniel y los ilustradores victorianos de libros infantiles sabían cómo la profusión de detalles podía dar a la fantasía un efecto de realidad. Los primeros dibujantes de tiras cómicas explotaban esa estrategia cuando apiñaban sus viñetas, que se salían del marco (afirmando su “realidad” al desafiar la forma). En términos relativos, los filmes de dibujos animados han ofrecido detalles muy empobrecidos como pasto imaginativo. La animación parcial y aparente de la televisión representa un nadir de la explotación mediática de la tolerancia de los niños. Sus narrativas cíclicas (incluso las de Tom y Jerry) se adelgazan con rapidez por el reflejo de la estereotipia.
          Popeye sigue la otra estrategia; las texturas de acción real reviven la imagen hecha a mano. La heroína de Images (1972) de Altman escribía para los niños esas entrañables historias (de hecho, escritas por la estrella del filme, Susannah York). Una nueva generación de ilustradores de libros, entre los que destaca Nicola Bayley, ha corrido paralela a la convergencia artística de la pintura y la fotografía. El medio (o más bien el proceso) importa menos que tejer un mundo donde el detalle logra “más realidad que lo real”, sólido y delirante. En algún momento, puede que se hayan aprendido lecciones de (por un lado) el arte psicodélico (los detalles brillantes, por fantásticos que sean, son alucinatorios, es decir, realistas) y (por otro) de Tolkien, que dotó al país de las hadas de una forma épica y una gravitas moral mediante la respetuosidad sobria de su estilo. Es como una respuesta casera a la ciencia ficción plástica. Pero las descomunales flotas espaciales están tan asombrosamente elaboradas como la arquitectura de Archigram [1]. Cada tuerca, tornillo y torreón tiene una precisión de cianotipo. Tomando prestada la distinción de Charles y Ray Eames en su bellísima Toccata For Toy Trains, George Lucas fusiona la precisión de la maqueta con la fantasía del juguete. Cada imagen tiene una curiosa manera de estar en un plano largo y en un primer plano al mismo tiempo (tira de tu atención entre perspectivas ultrapronunciadas, contornos extravagantes y detalles). La vastedad y la minuciosidad aturden la incredulidad. El realismo fotográfico no tiene nada que ver con esto, siendo simplemente un proceso de transmisión para una serie de construcciones mágico-realistas. Popeye disfruta de la textura, casi como si quisiera rivalizar con los nuevos libros pop-up de Jan Pienkowski.
          De una curiosa manera, una nueva especulación fantástica está recreando esa solidez victoriana de la imaginación que parecía casi extinta. En los dibujos animados de Disney alcanzó su punto máximo con Bambi, pero se ha alimentado cuidadosamente a través de sus fantasías de acción real, como The Absent-Minded Professor (Robert Stevenson, 1961) y Mary Poppins (Robert Stevenson, 1964) ─que, en consecuencia, fue defendida por algunos surrealistas parisinos. En este sentido, la aceptación por parte de Disney del punto de vista de Altman sobre Popeye es fiel a su mejor forma.
          Solo hay una fina línea entre dos acercamientos a la fantasía. El realismo literalista se contenta con neutralizar la incredulidad por los sucesos fantásticos, con efectos especiales que hacen mover a los caballos voladores tan naturalmente como caballos, o pieles de dragón semejar tan realistas como pieles de elefantes. Pero el ultrarrealismo de Popeye combina elementos literalistas con realces y desviaciones. Apuesta por la viveza alucinatoria en vez del realismo de tipo fotográfico ─o por encima suyo. Los dos tipos corresponden al modelo y al juguete, y, como apuntan los Eameses, el modelo corresponde a un clima espiritual donde la corrección normalmente corta las alas de la imaginación. Neutraliza el escepticismo pero no puede crear. Su reino supuso que cuando la ficción se tornaba en fantasía a menudo tenía que esconderse detrás del prefijo mágico “ciencia”. “Creerás que un hombre puede volar” es meramente ilusionista. Pero, si Superman permanece en el límite meramente realista del espectro estilístico, Star Wars se encuentra en el medio, y Popeye se opone a él, no una fantasía realista, sino un realismo fantástico. Como tantas “oposiciones” del estilo, cada extremo es impuro. La simplicidad de la tira cómica de Superman es demasiado ecuánime, posada, despojada, por no decir un poco antinatural, y esto le da un poquito de viveza irreal. Toda fantasía involucra elementos realistas, y todo realismo involucra ideas y conexiones que son visualmente tan irrealizables como las hipótesis y fantasías (las primeras siendo un tipo especial de las últimas). Por lo tanto nuestro espectro es indicativo, no definitivo, y aunque no puede ser usado para categorizar, sugiere cómo “oposiciones” aparentes surgen de combinaciones y proporciones diferentes de elementos comunes.
          Los estilos fílmicos han alentado el cambio. Técnicas vastamente mejoradas han permitido tal claridad de detalle que, con Pirosmani (Giorgi Shengelaya, 1969) en Rusia, Barry Lyndon (Stanley Kubrick, 1975) en Inglaterra, L’albero degli zoccoli (Ermanno Olmi, 1978) en Italia, y The Long Goodbye (Robert Altman, 1973) en los EUA, directores de todas partes han saboreado su nueva habilidad para numerar las vetas del tulipán, para apreciar los matices de un bol de frutas en una mesa iluminada por el sol, manteniendo su distancia, estructurando un tableau, envolviendo la historia en la escena. Haya o no una cita pictoricista ─como el arcoíris a lo Friedrich en The Duellists (1977)─, la “sintaxis” visual puede estar más cerca a la pintura-con-movimiento que a la “sintaxis del Hollywood clásico”. (No es que el montaje esté prohibido: pero el nuevo margen de maniobra para una mise-en-scène procinematográfica permitiría a un largometraje de un único-escenario, único-planteamiento, una-toma, toda la variedad visual requerida). El nuevo pictoricismo se extiende sobre el espectro, desde un recién realismo sensitivo a las construcciones “escultóricas” del Fellini-Satyricon (1969) e Il Casanova di Federico Fellini (1976). Las cuales no están tan lejos del Popeye de Altman-Jules Feiffer.
          El envolvimiento de la historia por la escena es asistido e instigado por una nueva tersura narrativa, alusividad, discontinuidad. Esto le debe mucho (como Hawks sugirió) a la saturación de la audiencia con las tramas, de modo que un detalle o fragmento puede decir ahora lo que solía necesitar una escena expositiva. Y quizá le deba algo a una cierta reducción de un lirismo centrado en el héroe por un nuevo sentido de relaciones incómodas ─con espacios sociales, y procesos, y los otros-como-alienígenas. En todo caso, “la historia” es ahora vista más fácilmente como una hebra en un lienzo social, y hay alguna evidencia (aunque eso correspondería a otro artículo) de un nuevo sentido americano de las intersecciones sociales y la soledad entrecruzada.
          Hubo un tiempo en que los directores normalmente tenían que dar forma a todo alrededor del flujo dramático. Ahora pueden ser más discursivos, desordenados, tangenciales, y trabajar para la escena así como para el empuje. Una vez el director tuvo que marcar el ritmo, espaciar y estructurar casi tan rigurosamente como un dramaturgo. Ahora puede trabajar de un modo más afín a la expansión de un novelista. Una vieja “lógica de la trama” ha ido permitiendo cada vez más espacio para patrones de detalles, que hacen eco el uno del otro a través de un desplazamiento de eventos más lento y suelto.
          Hay un cierto “puntillismo” de la trama. En Nashville (1975), por ejemplo, Altman solo necesita detenerse en un hombre con una funda de violín para que nosotros hayamos preescrito un escenario completo: tiene una ametralladora o un rifle de francotirador en ella, ¿y a quién está apuntando? Luego pensarlo dos veces provoca una reescritura: habrá un giro con respecto al giro, y algo muy diferente o incluso nada en él. Con el tiempo, obtenemos un giro con respecto a ambos giros: hay una pistola pequeña en ella. Una estructura clásicamente irónica, pero mucho más breve de lo que los viejos argumentos tendrían que ser. Otras cosas pueden ocupar ese espacio.
          La narrativa de Popeye está trenzada a través de semejantes sorpresas. Cuando Olive Oyl, petulante, empuja para abrir una puerta, ¿su inercia la propulsará por la ventana justo delante? No, en una especie de rebote retrasado, se desplomará sobre la cama, pero luego de una charla interviniente y por completamente otros motivos diferentes. El pionero de tales distensiones de perro peludo y risitas reflexivas, antiatronadoras, es Jerry Lewis, cuyo The Ladies’ Man (1961) parece cada vez más detallada a nivel ambiental, mágico-realista, y protoaltmaniana, mientras su vigésimo primer aniversario se acerca.

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3. CONTRA LA FOTOGRAFÍA

Popeye se encuentra a caballo de una grieta notoria. La mayoría de teorías fílmicas enfatizan, aunque solo sea desconcertando, el continuum filme-fotografía-realidad-realismo-ilusionismo-persuasividad. Esto tiende a ir en contra de la artificialidad, en contra del filme no realista. Y aunque la cultura fílmica (como los cinéfilos) es mucho más ecléctica, las teorías tienden a ser puristas. Ya sean de tipo documental, neorrealistas, fotontológicas como Bazin, redentoras de la realidad como Kracauer, o semiológicas como Metz y Barthes, giran en torno a efectos de realidad y hacen al artificio parecer sospechoso.
          Dado que Metz y Barthes parten del sistema verbal, con sus códigos arbitrarios, su lógica debería empujarlos a rehabilitar lo artificial en el filme, pero simplemente porque su paradigma ha demostrado no ser de ayuda para analizar imágenes, y las ideas que surgen de las imágenes, y también porque han ignorado ciencias obviamente relevantes como la psicología perceptual y cognitiva, el proyecto cinesemiológico se rindió, aunque a regañadientes, a nociones vagas de “fotorrealismo”.
          Desde aproximadamente 1930, una variedad de factores favoreciendo el realismo de un tipo u otro (las luchas sociales de 1933-45, las exaltaciones del documental, neorrealismo, y el cinéma vérité) ha más o menos abrumado la tradición teórica contrastada. Esto supone que el filme es poderoso por semejarse a los despliegues audiovisuales de los sueños (Surrealismo) o al flujo de la conciencia. El filme es “realista” porque su despliegue es como el despliegue de la mente. Sin embargo, el hincapié en la viveza mental también sugiere una suerte de alucinación (al igual que el sueño) o ilusionismo, los cuales corren el riesgo de reintroducir el realismo. Y el “realismo” es siempre una palabra engañosa. Promueve todo tipo de confusión entre la realidad externa, la realidad física, los aspectos visibles de la realidad, aquellos aspectos de la realidad visible que son lo suficientemente locales como para permitir la fotografía, y los aspectos fotografiables de aquellas realidades locales; por no mencionar cualquier tipo de despliegue que recuerde a nuestro sistema perceptivo cómo escanea la realidad externa. Y el hecho de que algunos elementos de la realidad visible son más importantes para nosotros que otros.
          La cultura fílmica como un todo continuó siendo altamente escéptica de la teoría de la “fotorrealidad”, cuyas implicaciones habrían desterrado o marginalizado demasiado, desde Caligari a Disney, desde el star system al auteurismo, desde la música de fondo hasta la cámara caligráfica, desde Méliès a Busby Berkeley, desde la tradición decorativa de la Salome (1923) de Nazimova a Popeye.
          Aunque esta carga de evidencia fue muy decisiva para que el recurso a la teoría se sintiera innecesario, la irritación con la teoría de la “fotorrealidad” engendró una irritación excesiva con la teoría en general. Quizá la teoría debería comenzar con el hecho de que el filme es discurso; i. e., una realidad que nos retrotrae constantemente a otra realidad, en relación con la cual es una no-realidad. Además, la fotografía es un proceso, no una forma, y los tipos de forma que el proceso produce echan a perder la mayor parte de la realidad. El prestigio de la fotografía es establecido por (a) su conveniencia y por (b) ¡hablando de ello! Aunque este no es el lugar para delinear los argumentos, involucrarían la separación del filme, fotografía, realismo, realidad, ilusionismo y persuasividad para así ver cuán tenues las conexiones realmente son. Mientras la fotografía es de particular conveniencia al filme, ya no lo define más que las pinturas al óleo definen a la pintura. La teoría de la fotorrealidad olvida regularmente la claridad y precisión mayor de los dibujos pintados, que son rutinariamente preferidos no solo por los admiradores de la aviación, automóviles y maquinaria con mentalidad técnica, sino, por razones rigurosamente realistas por botánicos, zoólogos y doctores. La pintura había alcanzado el trampantojo mucho antes que la fotografía, y las simulaciones por computadora logran compromisos admirables entre un efecto de realidad y una claridad diagramática ¡logrando una suerte de “realismo mágico”!
          Por lo tanto los filmes no son interesantes por su grado de realismo en la imagen (ya que muchas imágenes completamente realistas son completamente aburridas, mientras otras son tan poco claras, o tan poco típicas de su sujeto, que se sienten completamente irreales). Más importante es la calidad y relevancia de las ideas que las imágenes sugieren (y sugieren rutinariamente más de lo que “contienen”). Para algunas ideas una realidad visual es necesaria o conveniente. Para otras, solo un grado suficiente de realismo, o algunos aspectos realistas, son necesarios. Y luego, la realidad es convenientemente actuada, escenificada o falsificada. Desde este ángulo la “esencia” del filme no es la fotografía, sino el estudio, i. e., la construcción de una situación que presenta la realidad visualmente o en performance. Esto puede conseguirse acudiendo a la realidad misma; una localización es un tipo especial de estudio. Pero la realidad habitualmente es cocinada (“Di patata”), o seleccionada, para así crear una suerte de despliegue clarificatorio que es por lo que un estudio existe para proveer. Un objeto real en una tribuna o fotografiado a través de un microscopio (como en los documentales científicos de naturaleza) es realidad, pero en un estudio virtual. Similarmente, las fotografías son normalmente rechazadas a no ser que posean alguna cualidad como diagrama (“es una buena foto de ella”).
          El diagrama se funde en la performance, y los aspectos visuales del filme se funden en los aspectos performativos (de ahí que el filme sea tan cercano al teatro que las películas han tenido problemas escapando de él). Las teorías de la “fotorrealidad” han florecido en esta (exagerada) reacción contra el teatro. Y contra las tempranas tentaciones de la fotografía hacia pobres imitaciones de la pintura. A menudo el artificio es necesario para el despliegue claro que las imágenes y la performance comparten y que el discurso requiere. Así, el filme es esencialmente un discurso en despliegue audiovisual. El discurso sugiere ideas que se encuentran fuera (“detrás”) del despliegue. El método de perfección es por completo diferente de la lectura de un texto verbal. Y su “sintaxis” (estructura de escaneo) está dominada por el lado derecho del cerebro, no el lado izquierdo. El fallo de la semiología basada en la lingüística fue inevitable por solo esos motivos, aunque la psicología perceptual inexorablemente lo implicitó desde 1950.
          Una vez que la idea del despliegue subordina a la “fotorrealidad” (por muy importante que esta sea), filmes que, como Caligari y Popeye, injertan lo poco realista en lo realista, cesan de semejar monstruos “artísticos”. Son un procedimiento completamente natural, tan natural que los niños los aceptan tan fácilmente como aceptan los documentales. El movimiento documental primero asimiló el realismo con realismo social, hasta un grado en el que la teoría del cine ha tenido problemas para escaparse. Fue Bazin quien los separó bastante de nuevo, porque, aunque estaba muy excitado por el neorrealismo de De Sica y Zavattini, su “fotontología” comienza con La Sábana Santa de Turín (que, incidentalmente, es una imagen enteramente no-fotográfica, ya que la luz no está involucrada). Bazin abrió una brecha entre el realismo y el realismo social, pero incrementó el hincapié en el proceso fotográfico confundido con la imagen fotográfica.
          Bazin apenas se refiere al artificio positivo, sino que tiende a despreciarlo. Sus restricciones en el montaje puede parecer que condenan la mayoría de las flaquezas de la realidad como interferencia o sustracción, en vez de como construcción y clarificación. Similarmente, subordina la mise-en-scène a un rasgo fotográfico (la profundidad de campo) y con bastante peculiaridad lo agrupa con la realidad en vez de con el artificio (¡colocando así en el mismo casillero a Wyler y a Rossellini!). Pero es más simple ver el montaje como una función normal del discurso, junto con otras formas de seleccionar y organizar (a) la mise-en-scène, y (b) las disposiciones de la cámara, “recortando” una imagen “fuera” del mundo.
          Bazin no es un puritano. Le gustan los artificios de perfil bajo que no sacuden su realidad, le intriga el destape y la omnipresencia del hecho no visto de Jane Russell en The Outlaw (Howard Hughes, Howard Hawks, 1943) ─que con su hincapié en lo invisible se convierte en una especie de filme bressoniano. Pero Kracauer es más puritano. O, al menos, se encuentra más influenciado por una oposición histórica: del estudio y glamur y las ensoñaciones de Hollywood versus las localizaciones, el neorrealismo y el materialismo. No descarta el artificio del todo, pero le gusta que sea realista en detalle y realistiquísimo en espíritu. Así, el claqué puede ser poco realista en términos de una diégesis particular, pero al menos depende de una representación realista de los movimientos físicos de un cuerpo real. ¿No habrían estado Bazin y Kracauer fascinados por Popeye?
          El argumento de Kracauer se lee más pomposo de lo que en realidad es. Por detrás de él hay un deseo a lo Walter Benjamin de afirmar la reproducción mecánica en contra de los esnobismos de las viejas bellas artes. Hay una aversión como la de Alison Gernsheim por la fotografía con pretensiones artísticas. Hay un cruce fascinante entre el Marxismo racionalista-moralista de la Escuela de Frankfurt y la Nueva Objetividad (un movimiento que el realismo pictoricista debería poner de moda de nuevo de un momento a otro). Pero ya que su argumento es más riguroso e implacable que las meditaciones de Bazin, sus debilidades pueden esconder sus cualidades. Infravalora la medida en que la mente humana puede ver y recordar lo que la cámara solo puede registrar. Aun así, los actores, decoradores, diseñadores de vestuario y directores de arte no solo pueden construir un artificio realista, sino construir un artificio que es diferente de, pero tan rico como, la realidad, y que usa aquellas diferencias para clarificar lo que la realidad visual omite o camufla. Desviaciones ─incluso ultrajes─ del realismo son una manera natural y conveniente (a menudo más conveniente que el montaje) de renderizar lo invisible visible. La realidad que vemos allá fuera consiste en gran medida de ideas de aquí dentro [2]. Rápidamente vemos lo que esperamos, y, a la inversa, lo que vemos programa nuestras expectativas. La percepción y la cognición están inextricablemente entrelazadas, y la intrafusión de lo visible por lo invisible supone que todo discurso visual es ante todo “pensamiento visible”. Para esto el realismo, como el representacionalismo, es meramente contributivo. Ya que la visión permite igualmente todo tipo de distorsiones (como la “constancia de visión” que se asegura que veamos una mecha como rectangular desde todos los tipos de ángulos extraños), las distorsiones visuales son a menudo perfectamente naturales al uso. Están presentes “en” la realidad como las ideas que tenemos acerca de la realidad, y ese es el porqué de que las distorsiones artísticas visuales puedan semejar más “reales que reales”.
          Todos los signos ─ya sean pictóricos o reales─ dependen de asociaciones que son bastante distintas de la forma del significante, y bastante distintas de la denotación del significante. Deben estar con la descripción, con el “conocimiento del mundo”, y con la “lógica de la implicación” de Mitry como el cemento semántico de las imágenes de un filme. La semiología ha tenido gran dificultad en entender esto, ya que el filme no es un lenguaje, sus significados no pueden ser divididos en denotaciones y connotaciones, y como la lingüística es una provincia de la semiología, también la semiología es una provincia de la semántica, que es una provincia de la psicología, que, como todo lo demás, está condenada a ser interdisciplinaria, y a no poder ser rigurosa de forma autónoma.
          Kracauer reaccionó exageradamente contra una tendencia de los filmes artificiales por contentarse con una textura visual bastante vacía ─ya sea porque apuntaban al glamur de la factoría de sueños o a un universo meramente retórico, o a un lirismo grandioso; o porque construir un mundo rico en textura rápidamente se convierte en algo más caro de lo que los mercados pueden soportar. Tal y como está, la fantasía cooptó por técnicas realistas (localizaciones reales, reacciones cuidadosamente verosímiles, etc.), tal y como Popeye coopta su mar extraño y su cala.
          No obstante, pertenece a ese pequeño pero delicioso género de filmes que logran una densidad de caricatura semejante a la realidad. Uno piensa en el Li’l Abner de Panama-Frank, en Red Garters (George Marshall, 1954) ─donde las casas de una ciudad de wéstern están construidas solo en esbozo, una idea simple que empero genera una fascinación continua─, en The Wizard of Oz (1939) de Victor Fleming, en The 5000 Fingers of Dr. T (1956) de Dr. Seuss, en los números de producción de Busby Berkeley en Small Town Girl (László Kardos, 1953), y muchos momentos en otros filmes, desde The Wiz (Sidney Lumet, 1978) a La petite marchande d’allumettes (1928) de Renoir. Pero de todos estos filmes Popeye es el que llega más cerca a emparejarse con el neorrealismo en la densidad de su sentido de liberación que intensifica la vitalidad del filme, así que es Infernal para algunos, eufórico-delirante para otros, o tonto o difícil para otros de nuevo. Así, en otra discusión de la BBC, los críticos se quejaban de que no era ni un dibujo animado como tal ni propiamente real. En efecto, los enormes brazos de Popeye pusieron a un crítico tan incómodo que se vio perseguido por la idea de que el pobre Robin Williams había sido despiadadamente inflado con esteroides. Esto condujo a una discusión enérgica sobre si uno podía discernir la unión entre los brazos reales del actor y las partes esculpidas, con la sugerencia de que era el deber del filme mostrarnos que los músculos eran artificiales y no una horrible deformación.
          La respuesta más normativa es probablemente disfrutar (a) el injerto del artificio con realismo, y (b) el hallazgo de Altman de que la linealidad de la tira cómica lejos de excluir en verdad deja aire para un populismo de feria barroca cariñosamente elaborado. Fugazmente, Popeye evoca a Murnau, otro experto en localizaciones ensoñadoras, superrealismo artificial y simbiosis siniestras de ambos. Sweethaven mezcla de una manera extraña espacios realistas con una especie de espacio a lo Toytown, como en Sunrise (1927) de Murnau, el trayecto en tren del bosque profundo al centro de la ciudad es tanto más lírico por cortar-y-comprimir un espacio real-visible. Las chabolas y las rampas de Sweethaven tienen una especie  de tipología del “acordeón”.
          Mientras que la teoría del filme opone regularmente fantasía y realismo, o por lo menos los trata como modos o géneros distintos, la práctica fílmica está mucho más matizada. En el momento en el que esta escisión aparece ¡se convierte en satisfactorio salvarla! Caligari es un caso fascinante. Fue escrito para un tratamiento realista normal, y funcionaría muy bien dado el caso. Tal y como es, depende de la incapacidad del espectador para distinguir el mundo real de las imágenes mentales de un lunático. A través del filme, tenemos que asumir que las distorsiones son una convención antirrealista. Solo in extremis obtenemos una “justificación” desde un punto de vista realista. Pero nunca necesitamos esa justificación para creer en el filme. Al contrario: nuestra suposición de que este es un idioma irreal es vital para camuflar el gran giro, de que todo esto ha sido una loca opticidad del héroe-narrador. El filme solo puede funcionar porque aceptamos espontáneamente lo salvajemente irreal como un equivalente de lo real.
          Es un caso fascinante de un rasgo extradiegético transformándose de repente en uno intradiegético. También ilustra los peligros de separar los dos y pensar que el término “diégesis” es más claro que “la acción”. Más extraño todavía, el marco “realista” es casi tan poco “realista” como las secuencias “locas”, así que su “realismo” es por entero nocional, y Caligari es expresionista hasta cuando pretende no serlo. Ciertamente hay una diferencia de estilo entre las dos partes, pero es una cuestión de gusto (estabilidad), no de realismo.
          La mayor parte del expresionismo alemán tenía un fuerte interés crítico-social que lo relacionaba con el neorrealismo. Der Letzte Mann (Murnau, 1927) es una historia perfecta de tipo Zavattini (el portero es desclasado sin su uniforme, al igual que el Ladri di biciclette necesita su bicicleta). Kracauer ve cuán cerca estaba el pensamiento de Zavattini del de Carl Mayer. Desesperadamente necesitamos una contrahistoria de los “estilos” y los “géneros” fílmicos, una que haga hincapié en sus hibridaciones, su dialéctica, en vez de sus diferencias y antinomias. Cada estilo, cada historia, es una aglomeración de rasgos, del mismo modo que nuestro pensamiento corriente entreteje elementos de cada “nivel”. Similarmente, las maneras de Altman con Popeye se parecen mucho a sus maneras con McCabe and Mrs. Miller (1971). Allí, tomaba el wéstern y lo neorrealizaba, de un modo viscontiano (o mejor, bologniniano). En Popeye, también, aprecia particularmente el ambiente, la atmósfera y la información. No exagera las cosas con una retahíla de imágenes desbocadas; se encuentra su habitual contención, moderación, incluso hosquedad. El filme se convierte en una fusión de cartoon, mito, neorrealismo y efectos de realidad por medio de detalles de fantasía especulativa muy consistente, muy estable pero muy pasmosa. Ya que la caricatura notoriamente se disuelve en el expresionismo, y Sweethaven tiene su lado “Nasty Bend”, concluimos con la ecuación asombrosa, Altman = 1/3 x Segar + 1/3 x Zavattini + 1/3 x Murnau. Que puede parecer increíblemente articulada al cuadrado y pensada al cubo. Pero es menos imposible de lo que suena, ya que no hay nada monstruoso acerca de los híbridos. Son tan cotidianos como los mestizos. Son los animales de pedigrí los que son tan antinaturales que tienen que estar arduamente segregados.

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4. LA LANZADERA ESPACIAL NEGATIVA

Hemos propuesto que el núcleo del filme es el pensamiento del “despliegue audiovisual”, no la “fotorrealidad”, y que la “densidad de especificación” (término de Henry James) alcanza lo que el “ilusionismo” erra. Y esto conduce directamente a la idea central de la conferencia en el MoMA de Manny Farber en 1979.
          Brevemente, Farber propuso el mirar a las películas por la riqueza de sus detalles concretos del mundo, por el tipo de tejido físico-experiencial mediante el que los pintores trabajan. Esto tiene su extensión psicológica (y, por lo tanto, social), incluyendo el temps-mort que enriquece el trabajo de Renoir en Toni (1935), pero que permea al cine irrespectivamente del “arte” o sus auteurs.
          Desde esta perspectiva, la intensidad de The Honeymoon Killers (1970) de Leonard Kastle provendría, no de su psicología (no alberga ninguna), y tampoco de su estructura dramática (es demasiado fría como para necesitar demasiado suspense y sentimos solo una especie de piedad distante, caústica, por las víctimas), sino del hecho de que es un fresco de habitaciones de motel despojadas, estandarizadas, de vidas sin familias o amigos, de la singularidad conjunta de los físicos de los amantes, del antojo de una mujer gorda por coger chocolates.
          Farber compara los vacíos insípidos de este filme de riqueza con la fe calurosa impregnando Man’s Castle (1933) de Frank Borzage, era de la Gran Depresión. La cocina con su bombona de gas, un santuario móvil de domesticidad, es tan sagrado como objeto como el libro de oraciones de la mujer sostenido despreocupadamente, o un gesto que revela, para ella, que el cielo está allá arriba; es físico también. Ya sea casualmente o no, el filme hace hincapié en un rasgo ahora casi olvidado de aquellos tiempos: la cortina transparente que dividía la jazzband negra del cantante blanco.
          Farber sugiere que Spanky, un Hal Roach de dos bobinas, pinta un cuadro mucho más vívido de la vida en el vecindario de los años 30, sus obsesiones, ansiedades y costumbres, la fisicalidad de las monedas y billetes, que los más “serios” (piadosos) filmes de arte de la misma década, y que esto fascinará, no solo a los historiadores sociales, también a los espectadores laicos, por atrapar la textura y espíritu de un tiempo ya desaparecido para vivir, para vivir otro conjunto de posibilidades humanas, de una manera que critica y hace extraño el de uno mismo.
          Dadas estas preocupaciones, la distinción entre arte y no-arte se disolvería, el auteur y su filosofía se convierten en un deus ex machina, o un extra de fondo, y el mundo del filme cesaría de ser metafórico o una visión privada, y así recobraría su rica autonomía. Las figuras de estilo permanecerían igual de significativas, por manifestar, no solo la “sensibilidad” de un auteur, sino, mucho más importante, el estilo, la textura, las experiencias que mucha gente compartieron y que constituyen una forma de vida en su relación con el mundo material. Como la elección de Farber por Spanky sugiere, tales detalles pueden ser reconstruidos, sin neorrealismo, pueden acomodar distorsiones de varios tipos.
          Así Farber afila la idea central subyacente de Kracauer, y mucha de la deriva de Bazin, pero las libera de sus fotontologismos paralizantes. Está en armonía con el respeto de Renoir por el artificio, y su escrupulosidad en su descripción del realismo como “un desvío a través de lo real”. Libera al realismo social de las piedades liberales, y para los marxistas recarga el realismo social al cual Lukács con razón opone a los sermoneos de Brecht. Vincula ciertos intereses documentales con la teoría del temps-mort y constituye una perfecta apología por la fascinación de Altman con las texturas ─materiales, sociales, psicológicas.

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5. POPEYE VERSUS TORO SALVAJE

La tira cómica de Popeye semeja terreno fértil para el camp y la nostalgia. O Sweethaven podría haber sido un Cielo populista, una heartland con grassroots. Camp aparte, una variedad de la nostalgia de fantasía especulativa siempre atraviesa el arte popular, desde Dogpatch de Al Capp a la Klopstokia de W.C. Fields ─en Million Dollar Legs (1932); en tal equipo, Popeye tendría unos bíceps de un millón de dólares─, desde los siete enanitos vinculados varonilmente de Blancanieves trabajando y lavándose en su casita hasta Pepperland.
          ¿No es Popeye una suerte de Sergeant Pepper, un marino que retorna a una especie de Nowhere-Man’s-Land, a algún mar de agujeros, solo para encontrar que “Liverpool” se ha convertido en la secuencia de “all the lonely people”, que Sweethaven ha sido renombrada Nasty Bend y vive aterrorizada por un Comodoro al que nunca ven (¡¡otro tipo de Nowhere Man!!) y cuyos secuaces son Bluto y un recaudador de impuestos tipo WASP?
          En un sentido, el filme de Altman es Al Capp afilado por Preston Sturges, con una estética a lo Hal Roach para cubrir el término medio. Ingenio de Broadway aparte, Sturges tenía fuertes intereses demóticos, y un oído fino para idiomas vernaculares, más o menos como la línea que todo el mundo recuerda de Popeye: “Wrong is wrong, even if it helps”. Es una línea pirada pero la podrías estudiar eternamente. Es anticamp porque solo su forma parece simplona. Y aunque Popeye no ve la broma, no es a costa suya. Se esparce sobre todas las formas más pulidas de decir la misma cosa. Tiene que ver con la manera en la que una gran abstracción es seguida tan velozmente por ese enteramente personal “helps”. Es un golpazo con el pie, pero no desmitificador. Y le da al error lo merecido, porque no pretende que “help” no sea “help”, como una fraseología más filosófica tipo “conveniencia” haría. Lo más extraño de todo, “help” sugiere que el mundo es un lugar donde el aura de help [sic] no es tan inusual. Es conmovedor, en vez de sentimental, porque Popeye no pasa por alto el dolor y el rechazo, sino que lo decide: “Thirty years of grudge is enough”. Leyendo los dibujos de Popeye, nunca se me ocurrió que hubiese perdido un ojo, pensé que simplemente estaba burlonamente cerrado. Pero el físico de Robin Williams sugiere una precuela: Cómo Popeye Perdió Su Ojo. Hace valer una reconciliación tardía, precaria. Nunca es tan tonto como es.
          Sweethaven evoca las soledades melancólicas o cascarrabias que embrujaban Our Town. No tiene el cementerio terroríficamente existencial, y si su textura se diluye y la fórmula cartoon se apodera una vez que llegamos a la cala, quizá es porque no es tierra de detalles prácticos. La pelea del alma por las espinacas está acorchetada por la pelea a puñetazos, en vez de viceversa. La combinación esqueleto-espinacas-pulpo no tiene lo inquietante de la planta, que, muy simétricamente, es huesos, zanahorias y pescado. “See da fishes on the bottom of da oceang. After ten weeks of carroks, I cud see thru flesh ─ look a man thru his bar bones! Ya can go too far wit a good t’ing. Even eye sike”. [5]
          La idea de abrir cosas ocultas tiene un giro más alegre, no obstante. Mientras el Comodoro abre su cofre del tesoro, resulta contener souvenirs sin valor ─reliquias piadosas─ de la infancia de Popeye. ¿Tornará su mirada en furia? No, no lo hace, y Papi ha combinado extrañamente el odio de Popeye con el fetichismo por los objetos. Por suerte incluye una lata de espinacas, la única cosa que el paciente Popeye aún no puede digerir. Sería demasiado fácil ponerse muy freudiano, especialmente con Olive Oyl simultáneamente atrapada dentro de la campana de un ventilador rojo (y gigantescos tentáculos de pulpo acercándose sigilosamente a sus piernas pataleando). Pero la caja con su trompeta está más en la vena de los juguetes de la infancia de Renaissance (1964) de Borowczyk que la caja de Un chien andalou (Luis Buñuel, 1929), con su baratija de adultos. Se trata de darse cuenta, a través de fetiches y nostalgia, del preciosismo de los estados transitorios (como la inocencia infantil) a pesar de (e incluso incluyendo) su lado cruel y su valor como incordio. Cuando Popeye quiere enseñar a su padre “wot a fine figger of a orphink I growed up into”, añade “widdout one whit o`his help whatsomuchever”. Y la última parte no es una cláusula de daños compartidos ─es un tributo a la fibra de su padre, parte de la cual le dio a Popeye mismo.
          A menudo la comedia depende de la misma distancia que la nostalgia, y si los dos modos van bien juntos (así que la comedia tiene tanto de perdón como de crítica), es porque la tolerancia de la comedia es su contrapunto al dolor de la tragedia.

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6. LAS ESPINACAS DE LA IRA

Contra California Split (1974), el coro de Sweethaven. En Three Women (1977), los huérfanos adultos, en Popeye “Even a orphink needs a father and a mother”. Las mujeres van juntas y comparten sus roles de padre e hijo; en Popeye, “I came here looking for my father and now I’m a mother”. En A Wedding (1978) un coro de gente pone nerviosamente su repertorio de roles en exhibición. Pero en Popeye el “I yam what I yam and that’s all that I yam’ is more” es más ─¿depresivo? ¿desafiante? ¿modesto?─ que “that’s what I yam”, lo cual es la versión habitual, o la recolección, de la letra del musical.
          El comodoro, como el malvado padre de Popeye y la imagen-esputo, no es solo un padre-edípico-esperma-alter ego estilo los años cincuenta, sino sociológico al estilo de los setenta, como los patriarcas dominando Peyton Place y Dallas. Al menos, él acudió por su odio “justo y recto”, como una frase reminiscente de The Empire Strikes Back (Irvin Kershner, 1980) sonando como cuando el senador Hayakawa celebró que “robamos justa y rectamente” el Canal de Panamá. Similarmente, el pulpo comparte un tono de piel enfermizo como el verde de las espinacas, las cuales salvan a Popeye in extremis, no a través de la magia macrobiótica sino por medio de algo más cercano a la persecución tónica celebrada en ese tema Country & Wéstern llamado “A Boy Named Sue”. Desde el punto de vista ideológico, hay un trecho muy pequeño entre hacer crecer a los niños por medio de gritos o a golpes de vara, y Popeye: La Inocencia Recobrada trata en parte sobre que Estados Unidos no se odia a sí mismo a pesar de una herencia de violencia, dirigida tanto externa como domésticamente. Celebra un arcaico populismo anarcoconservador, el cual trata a los Blutos y a los recaudadores de impuestos por igual, pero “Don’t think I blame ya, cause I doesn’t” (a Bluto) y “Nothing personal” (al Recaudador de impuestos). Popeye podría estar tranquilamente loco, por un lado como Harry Langdon, por el otro como muchos personajes de Altman, o para el caso, de Scorsese.
          Sweethaven ha sido comparada con un pueblo fronterizo, y Popeye con el vaquero solitario que lo limpia. Pero Altman no es muy dado a la tesis de la frontera, y Sweethaven resuena mucho más general, una suerte de ubicación de pequeño pueblo con su paseo marítimo urbano. Sus pecios, gradas y chabolas sugieren las extrañas escaleras de madera que dominan, no solo The Docks of New York (1928) de Sternberg, sino también Three’s a Crowd (1927) de Harry Langdon. Popeye no es exactamente un nómada y un perdedor de nacimiento, como lo son el “mono peludo” de Steinbeck, el fogonero de Sternberg o la tripulación pendenciera de The Long Voyage Home (John Ford, 1940), él pertenece al crisol de culturas, al trabajo manual, a América y a todos los mendigos de la vida y vagabundos, a sus familias ad hoc, a sus niños flotsam-and-jetsamThe Salvation Hunters (Sternberg, 1925), The Kid (Charles Chaplin, 1921), The Champ (King Vidor, 1931)─. Por el contrario, a Olive Oyl le encantaría ser una Magnificent Amberson, y una pizca de la estridencia de Agnes Morehead habita ya en ella. Olive Oyl, sin embargo, permite a Popeye llevar su equipaje a todas partes, y tiene las suficientes agallas como para casarse con alguien inferior a ella y saber que Bluto no está por encima suyo, sino que simplemente es enorme.
          En The Great Comic Strip Heroes, Feiffer celebra la generación de cruzados encapados de Superman. Pero Popeye es también un subhéroe, perteneciente a una generación más terrenal y humilde. Superman, como una amalgama plástica de Dios y policía, desciende sobre los malhechores (quienes tienden a hablar un inglés fracturado) desde una gran altura, como un misil teledirigido borrando del mapa la mayoría de las faltas de respeto dirigidas a los rascacielos de la ciudad. Mientras que Popeye ha sobrevivido a la ruda, cruda, dock-and-bowery América, la cual desapareció cuando Mickey Mouse medró lujosamente de vendedor de perritos calientes o patrón de remolcador (como la gente de Spanky) a padre de familia de los suburbios. Sin duda, el Popeye cartoon debe su supervivencia comercial a sus rasgos menos interesantes (la dulzura de Mickey Mouse sumada a la reyerta deseada por el Pato Donald). Pero Nasty Bend es una estructura social en la que Popeye adquiere un sentido tanto antiguo como moderno. Lo revuelve todo como hacía Al Capp en Dogpatch. Pero donde Al Capp es políticamente consciente, esto es América con esa K mayúscula, la cual significa Kafka, Krazy Kat y el Komodoro. De hecho, fue la vieja, caótica-burocrática Ellis Island la que inspiró la América de Kafka (y la China de Sternberg).
          Ahora que el sexo tiene el Sello de la Economía Doméstica Virtuosa, es la comida basura la que enarbola la bandera del funk, el autoabuso y la animalidad. El “Todo es Comida” destaca el sabor gastronómico de los nombres. Olive Oyl, Wimpy, Sweet Pea, Han Gravy, Oxblood Oxheart es una receta intrigante, y ciertamente debería figurar en el menú de cada restaurante Movie-Meal. Es alimento para un pensamiento lévistraussiano, y aún más nutritivo por tener todos estos nombres no-alimentarios a modo de forraje. ¿Los nombres caen en categorías? ¿Y qué significado oculto acecha tras el nombre de “Bluto”? Quizá hay una explicación Americana; quizá es bruto + Pluto (una explicación no demasiado oscura, siendo el nombre de un planeta y el nombre del Gato Negro de Poe). O quizá está pensado para sonar como algún alimento patentado, o a abrillantador de metales, o a detergente de almidón azul ─el tipo de substancia no-alimentaria que los niños piensan que deben comer y beber y que se encuentra a poca distancia de los alimentos en las tiendas de la esquina. En cualquier caso, todo se mezcla en una especie de ensalada à la crisol de culturas, en términos físico-punzantes encajando de lleno en el gusto de Altman por las texturas físicas. “Eres lo que comes” es demasiado espiritual, demasiado fastidioso, para esta América apiña-todo-dentro. La vida es una sopa goulash, que mezcla tanto lo amargo con lo dulce que todos seguimos teniendo que vomitar.

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7. BÍCEPS SOBRE LA CIUDAD

Li’l Abner, otra fuente de energía inocente, es más complaciente que Popeye. Dogpatch no es una School of Hard Knocks,  sino casi un suburbio de la federación sindical AFL-CIO, pergeñado como el perezoso Sur Profundo, al igual que los Picapiedra levantan Suburbia en la Edad de Piedra. La mente New Deal de Al Capp dota a Dogpatch de pixelizaciones sociopolíticas cuya máxima prueba es The Schmoo, una parábola sobre los medios de producción. La ecología espiritual de Popeye es más arcaica, más cercana a Krazy Kat que a los Hermanos Marxistas, aunque creo que podría hacerse un “Popeye se une al Sindicato” y llegar a convertirse en un divertido filme de dos bobinas (después de todas esas películas sindicalistas que pulularon en los 70 de Scorsese, Ritt, Widerberg, Schrader, Ashby…).
          La venada antisistema en Popeye es algo más. El sistema es corrupto, y Olive Oyl está exenta de cualquier tipo de impuesto (sin duda incluso del impuesto-a-la-exención-del-impuesto, formulario de declaración nº 1040). Pero este favoritismo personalizado amplía la verdadera banda de frecuencia del filme, la calidad de la vida privada, que es el terreno común donde estampan su sello tanto Feiffer como Altman. Hay una superposición retorcida con Woody Allen ─Sleeper (1973) es otra sociedad de fantasía especulativa─. Three Women tiene un lado Woody Allen, y Carnal Knowledge (Mike Nichols, 1973) y Little Murders (Alan Arkin, 1971), ambas de Feiffer, dan en el blanco de una manera mezquina mientras que Woody apunta hacia cualquier otro lado (farsesco o solemnemente bergmaníaco). El estilo discursivo de Altman conjura espacios cambiantes entre los diálogos, como las rendijas mentales entre las distintas viñetas de un cómic.
          Si estos silencios evocan ocasionalmente a Antonioni, sus etéreas derivas-esquizo son reemplazadas por algo mucho más apegado a la tierra. Antonioni es cerebral y ascético mientras que Altman, por muy antonionianos que sean sus personajes ─Three Women está cerca de Il deserto rosso (1964)─, mantiene la partitura en un modo sala-de-bar-de-ojos-vidriosos. Antonioni nació bajo el signo del aire, Altman bajo el signo de la tierra. Un espectro Antonioni-Altman-Allen no es tan extraño al fin y al cabo. Ellos no son solo A’s (de Alienación), sino que el cine moderno está dominado por un género inadvertido, el filme de observación psicosocial de trama escasa; crítico, compasivo, irónico.
          A medida que las tres mujeres componen, o fingen, una familia juntas, su vida en común huele más a un juego de roles restringido que a una convivialidad común. La calidez parece haberse perdido con, o detrás, de la generación parental, en algún lugar en Sweethaven del que esta Shelley Duval nunca se escapa ─y tan bien, porque ella encuentra tanto su dosis saludable de alienación (con Popeye) como su responsabilidad parental, dentro de ella. Cuando ella y Popeye riñen sobre el sexo del bebé bajo un parasol junto a la embarcación, la escenografía boceta una suerte de hogar al aire libre, como la vida con los Joads, o una pareja de De Sica. El aserradero lo repetirá más tarde. Para Altman (como para Renoir) un hogar es definido por dos cuerpos, o dos mentes, estando seriamente juntos por un tiempo o por alguna razón. Son sus empujones y embrollos los que constituyen el Man’s Castle. Los edificios pronto se convierten en telarañas, y no mantienen el espacio vacío afuera, por eso, los filmes de Altman abundan en inusuales anudados o claros espaciales, ya que los interiores se extienden como los exteriores y los exteriores se embobinan alrededor de las personas a modo de interiores.
          Popeye acaba de modo extraño; Bluto (quien sigue viendo rojo ─la vie en rouge) se vuelve amarillo. Es como si ni el rechazo de Bluto, ni el romance familiar, puedan llevarse a casa y esparcirse. Sweethaven se ha convertido realmente en Nasty Bend, la cual sea quizá solo una “curva desagradable” que América, o todos nosotros, debemos acabar girando. O quizá cada nombre sea tan verdadero como el otro, al igual que Our Town está infiltrada con nuestros alienígenas (los muertos). Una ciudad con cualquier otro nombre…

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8. DADA SABE LO QUE CONVIENE

Aunque los críticos buscan demostraciones, el arte, como el pensamiento, trabaja por sugestiones. De ahí que los filmes raramente completen una estructura, más bien mezclan partes de muchas estructuras, y no pueden ser analizados en términos de ninguna. Los filmes de Altman atajan por todos los géneros familiares y los Grandes Temas simplemente manteniéndose cerca de lo personal. Continúan haciendo malabarismos con conjuntos escénicos de pequeños detalles, pequeños medios, pequeñas expectaciones, que los entertainers siempre han entendido, pero sobre los que Antonioni, con Il deserto rosso, y Buñuel, con Le fantôme de la liberté (Buñuel, 1974), empezaron a cargar realmente los pesos principales una vez confiados solo a los puntos de la trama. Altman, también, está interesado en estas “pequeñas cosas” y los enigmas en que pueden derivar. Pero su interés es más descriptivo. Contempla la mezcla de motivos, disfraces, y emociones “suspendidas” que conforman la vida pero no aportan nada a la historia. El viejo Hollywood escribiría una escena para establecer que un personaje posee varios parámetros amplios y varias posibilidades. Altman simplemente lo mira caminar hacia alguna parte. Y no es un caminar tipo wéstern; nos deja observar todo tipo de detalles acerca de él; es como un párrafo descriptivo de Henry James. Henry James sin palabras es un tipo muy interesante de despliegue.
          Cuando Altman corta entre (a) Popeye mirando la foto de su Papá, y (b) Bluto, furioso mirando su ventana desafiante al toque de queda, avanzando hacia ella, la sensación de la acción paralela à la D.W. Griffith fragmenta en dos direcciones. Mientras Bluto primero desciende a la toldilla, luego se esfuerza por llegar a una barca de remos, luego se arrastra por la orilla, las imágenes nocturnas contrapuntean el suspense. Y no solo el humor de Popeye, sino el gag de “Me Poppa”, también rompe la concentración, para que olvidemos-y-recordemos lo que una comedia de trama habría concentrado en un avance continuo. El sintagma se trastoca a sí mismo. El gag meramente se convierte en la cereza, o más bien, en la oliva, en un ambiente que amañan dos nocturnos melancólicos (el esfuerzo engañado de Bluto). Estamos a medio camino entre los paisajes nocturnos de Edward Hopper y los paisajes-a-través-de-la-ventana-y-los-tejados de René Clair (que también eran conmovedores por contener caricaturas que se sentían extrañamente como personajes ─lo cual es magia de teatro de marionetas). Sin embargo, la atmósfera rechaza una suerte de lirismo europeo porque el músculo americano lo sacude.
          Retexturizando un tipo familiar de gag lento de slapstick, Altman le otorga una suerte de extensión-y-discontinuidad. Es una suerte de Gestalt que no he visto nunca antes, pero acorde con la economía puntillista de la Nueva Narrativa. Con muchos más detalles para interesarnos, es menos claro cuál se convertirá en narrativo y cuál no. Y aunque el énfasis o la repetición antes o temprano nos organicen, la incerteza inicial nos “iguala” la trama y la no-trama de una manera cuidadosamente confusa. La Vieja Narrativa podría explotar una ambigüedad similar también, como cuando la “planta” hecha punto argumental surge de una manera “natural” o “lógica”. En efecto, la historia detectivesca dependía de enterrar las pruebas entre los detalles circunstanciales, i. e., las descripciones enterraban la mitad de la trama. Pero aunque los detalles siempre se pudiesen mover de un “nivel a otro” (porque una trama no es un nivel en absoluto; es una línea de puntos), parecía haber una claridad (en las historias detectivescas conocías las reglas). La Nueva Narrativa fragmenta la trama, y ensancha los detalles, y tu interés es extendido a través de la superficie de un modo más extraño y más lleno.
          En Three Women, un pequeño y brillante rincón de un vestido, atrapado en la puerta de un coche, revolotea como una señal de auxilio, aun así no dice nada claro (como las banderas en el barco de Il deserto rosso). Así que Popeye está lleno de incomprensión, desde el murmullo sotto voce de Popeye al muy entrañable gag donde habla y besa (i. e., la trata como a una persona presente) la fotografía que resulta ser solo las palabras “Me Poppa” en grafiti. Es una broma semiótica. “La fotografía no es la persona” es continuado por “La Denotación no es la representación”. El primero tiene una analogía exacta en la teoría Semántica (“el mapa no es el territorio”) y el segundo tiene un predecesor exacto en el celebre telegrama enviado por Rauschenberg (“Este es un retrato de Iris Clert si se me permite decirlo”). La broma general tiene otros componentes también: las bromas fotográficas se intersectan con bromas temporales. “Hello, Poppa. Soon you and me, we’ll be togedder: thirty years ain’t dat long! Besides next Wednesday’s our anniversary.” El tiempo presente (“Hello”) colisiona con un tiempo de duración prolongada (hace treinta años), que colisiona con un tiempo de duración eterna (treinta años no es “más que un momento en mi mirada”), que colisiona con un tiempo de tipo local (el próximo miércoles), que colisiona con un tiempo del tipo cumpleaños-de-niño (los aniversarios son especiales incluso cuando no son diferentes). Así, el tiempo mecánico es descompuesto profundamente por una duración de tipo bergsoniana. Es una versión encapsulada de la versión favorita de Resnais, de ser fiel a uno mismo a pesar de las escisiones temporales. Se trata del amour fou por tu padre y mantener la fe, baby, que sobrevive a través de ─detalles─ como la sonrisa beatífica extendiéndose sobre la cara de Popeye, a pesar de la boca rígida, la vena en la frente, el ojo perdido, el inglés fracturado, y todo el resto del daño que se le inflige a los perdedores.
          ¿Es este gag de Altman o Feiffer, o qué mezcla, quién podría decirlo? Ya constituya un gag de proporciones geniales o no, sus incongruencias dependen de una muy fina afinación semántica. Es bastante difícil de analizar, pero la intuición opera efectivamente a niveles subliminales, registra cada arruga y ciertamente monitoriza algunos matices lo suficientemente fuertes como para que nos apetezca reír. Los de diez años lo entenderán, y no solo eso; en la proyección del London magazine, el 20% de los críticos estuvieron de repente inundados de lágrimas.
          De similar manera, es ligeramente interesante que Popeye haya colgado una hamaca sobre la cama en la que Olive rezaba a los cielos y sin demora se aplasta en ella. Es tan consistente con ser un marinero que es simplemente un detalle medioambiental de pequeña sonrisa, un gag anti-puaj. Pero el humor no es un ingrediente que exista en un gag, como el alcohol aromatizado con algo más. Es generado por la colisión no-demasiado-seria de ideas serias.
          En un extremo, Popeye le dice a la foto de su padre, “Stay alive, that’s all I ask”, y eso es un gag porque es tan pesimista que no pone requisitos, posee No Expectation (título de los Rolling Stones). En el otro extremo, Olive se alborota por (o bajo) sus extravagantes sombreros: “It’s ugly! I think it’s a conspiracy! Why would they manufacture deliberate ugliness unless they wanted me to look ugly! If we find that out, we find out everything!”.
          Bonito contraste de filosofías: el existencialismo fundamental de Popeye, sin paranoia. Olive: vanidad natural, paranoia. El filme es una alternancia peculiar de lo intrincado y lo lapidario, cada uno afilado por la yuxtaposición con el otro. El discurso de Olive resume espléndidamente las teorías de la conspiración (¿Quién disparó a J.F.K.? ─ Lo Hizo Padre Kafka), que extrañamente pero de forma natural mezcla egocentrismo con una sensación de los sistemas fuera de control. Pero también hay buenos motivos para ello. La petulancia de Olive no es meramente una broma esnobista de antiproducción en masa, o una  broma de teoría conspiratoria. Es también una broma autorreflexiva, porque sabemos quién es el Gran Ellos ─es su director, que la quería hacer parecer tan extraña, y cuyo tipo físico en el filme es Bluto. Cuestionado acerca de su cariño por incluir a Shelley Duvall, Altman respondió “Simplemente me gusta la manera en que camina por una habitación” (o palabras a tal efecto). Y es una respuesta perfecta, y la clave a su estética completa. Simplemente mira, pero con una diligencia que cede ante ti a esa persona sintiéndose ella misma en esa habitación y viendo esa habitación alrededor de ella.
          El mismo desplazamiento impele a Popeye lanzar su biberón. Una botella para un bebé se convierte en una botella a un bebé; lanzar un barco con una botella se convierte en lanzar una botella como un barco; una botella  particularmente importante necesita ser lanzada como un barco; de algún modo el bebé leerá el mensaje, y así sucesivamente. Ninguna metáfora ni metonimia, es una verdadera recombinación de ideas y un gag completamente estructuralista, obtenido mediante el pensamiento lateral.
          Pocos de los gags son tan ajustados como este, algunos son recargados y completamente absurdos, como “Oxblood Oxheart” (galofantemente repetitivo nombre), llamar a un encuentro de boxeo “Max and Sons Square Garden”. Son bromas de no-bromas, como minihistorias de Shaggy Dog, y dislocan la textura verbal tanto como las pelucas falsas y los bigotes dislocan la textura visual. Hal Roach es el maestro pasado de tales gags subliminales, su locus classicus siendo el “Hard boiled eggs and nuts!” del County Hospital (James Parrott, 1932).
          P.D. ─ Todas estas bromas me las han jugado. Primero, confundo las bromas con pequeñas grotesquerías que te animan pero que no son exactamente bromas. Segundo, existe un sentido en “Max and Sons” ─desacredita a “Madison”, o, al menos, lo sustituye por algo mucho menos grandioso. Y puedes conseguir una dosis de la broma de los huevos y frutos secos imaginándote esperando para morder uno y encontrando que es el otro y recordando las trayectorias perdidas. ¡Cuán pobremente la mente seria capta la imagen, comparada con la mente riente!

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9. UN HOMENAJE A HAL ROACH

No solo las comedias de Laurel y Hardy, sino las dos bobinas de Charley Chase y Edgar Kennedy, todas aprecian la grotesquería del subgag, la rareza sinsentido: Stan y Ollie simplemente permaneciendo de pie juntos. Olli colocándose el ala del sombrero o recogiéndose la corbata, la combustión lenta de Edgar Kennedy calmándose en un tempsmort, el lumpen-cretinismo de los tres chiflados. Es un arte de vodevil (o artesanía) que se convierte extrañamente en intelectual en W. C. Fields. Las comedias de Joe McDoakes son el lío final, con los gags acelerados para no demorarse demasiado por detrás de la velocidad de Tom y Jerry, lo cual es mucho más abstracto, más impaciente. Los dibujos animados tienen que ver con el impulso, las dos bobinas tienen que ver con los agravantes de la vida diaria.
          Cuando el Recaudador se disculpa a Olive Oyl por no reconocerla por la espalda, es una broma física en la tradición de Laurel y Hardy, como todas las posturas de rodilla-zancuda que Altman confecciona para, o con, su actriz principal. Popeye debe muy poco a los dibujos animados y mucho más a las dos bobinas, a las que recuerda o reinventa o ambas, y, en cualquier caso, mejora (pero no eleva). Las renueva completamente, aproximadamente como renueva la comedia de situación televisiva en M*A*S*H. Elaboró la textura, igualó las bromas a su nivel, y recargó todo con el infradrama amargo que predomina sobre la comedia en A Wedding y Nashville.
          Pero otras pixelizaciones del género luego seguirían. A Wedding es una “comedia sofisticada” por tener ese entorno social y sutileza y por ser muy divertida aunque es a menudo también dramática y demasiado auténtica para ser divertida. Pero su operación es muy simple. Es como ser capaz de caminar alrededor de una función, llegar al ático y detrás de las escenas, y disfrutar del privilegio de un vistazo largo y considerado. De ahí que continúe evocando al cine directo ─por ejemplo, Model (1980) de Wiseman─, mientras se mantiene la riqueza de la estructura ficcional. Smile (1975) de Michael Ritchie efectúa la continuidad de manera bastante clara. Aparentemente géneros dispares pueden ser abiertos uno sobre el otro mediante la sencillez.
          Uno puede mirar A Wedding como una descendiente de la Nueva Narrativa de la comedia sofisticada à la George Cukor, y de la screwball de clase baja como Hal Roach o W.C. Fields. Pero como mucha de la comedia de los años 30 se encuentra intranquila dentro de clasificaciones habituales como “sofisticada”, “slapstick”, “screwball”, Sturges y Capra son a menudo ─¿qué?─ ¿populistas, políticos? Christmas In July (Preston Sturges, 1940) y The Miracle of Morgan’s Creek (Sturges, 1944) mezclan extrañamente a Hal Roach con Paddy Chayefsky, y lo disfrutan. Similarmente, Popeye, el sujeto más “naif” de Altman, tiene a un muy sofisticado escritor, cuyas tiras cómicas son “comedias altamente sofisticadas”, y cuyo Carnal Knowledge se vuelve salvaje (y finalmente obsceno), como el Stroheim de la era plástica.
          Todo esto puede parecer muy complicado si uno asume que los géneros son moldes, permitiendo solo variaciones menores a filmes que sin embargo existen “dentro” de ellos, o que el pensamiento está condenado a seguir paradigmas codificados con los que hacen falta “deconstrucciones” arduas para analizarlos y escapar. Pero incluso los entertainers no auteurs a menudo piensan como autores, esto es, siguen su historia particular a donde quiera que la lógica la conduzca, disfrutando sus cambios y conmutaciones de estado mental, atravesando géneros como si no existiesen, o siendo intrigado por equívocos y alusiones. E incluso cuando trabajan de acuerdo a fórmulas, a menudo piensan en las fórmulas como ingredientes en vez de moldes. No producen en serie gelatinas sino que cocinan un estofado que puede mezclar todo tipo de formas y sabores (expectativas). Y aquí hay una supçon de cartoon, aquí hay un pedazo de sátira, y ahora un bocado sólido de drama…
          Altman no es el único director en mostrar cómo los viejos géneros se han disuelto, y aunque nuevos híbridos hayan aparecido, pueden cristalizar y disolverse de nuevo bastante libremente, así que, más que nunca, no solo una lógica de recombinaciones, sino una fluidez no atada al género, están a la orden del día. Altman subvierte, no solo géneros, sino las expectativas generalmente, sin perder la coherencia necesaria para que una nueva autenticidad rompa viejos ritmos, surcos y moldes en conjunto.

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[1] Fe de erratas: ‘arquitextura’.

[2] En términos de Wittgenstein: “ver-cómo”. Pero la psicología cognitiva y perceptiva abunda en ejemplos de un proceso que solo los filósofos encuentran dificultoso. La mente teórica es más lenta todavía. Pero la lógica de estos ejemplos es que la connotación, lejos de ser veleidosa y elusiva, nos conduce a asociaciones compartidas y establecidas y a elementos en las descripciones que involucran conocimiento del mundo y la lógica de la implicación, esto es, una teoría semántica. Esto está elaborado en mi artículo ‘The Quick Brown Fox Jumps Over the Clumsy Tank (On Semantic Complexity)’, Poetics Today, Vol. 3. No. 2, primavera de 1982.

[3] Que los fotogramas no pueden capturar. Depende de cómo el montaje y la cámara nos han mantenido moviéndonos, en cómo el fondo se mueve en relación al primer término, etc.

[4] Es cierto que Caligari es a menudo imposible tanto como verosímil, mientras que Popeye es a menudo inverosímil más que imposible. Pero las dos categorías están fascinantemente entremezcladas. ¡A veces lo imposible es plausible!

[5] Diálogo de la novela de la película de Richard J. Anobile. (Avon Books, 1981, $9,95). Parece haber versiones variantes del filme en circulación, con cortes conspicuos entre el pase de prensa inglés y su estreno.

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ANOTACIONES

* No es ningún accidente si Popeye se aproxima al mar cuidadosamente irreal, chirriante-y-de-plástico, de Il Casanova di Federico Fellini; los dos filmes fueron fotografiados por Giuseppe Rotunno, responsable de otros filmes de Fellini como de Carnal Knowledge (1971), también escrita por Jules Feiffer.

* Dogpatch de Al Capp era la localización de Li’l Abner.

* El “mono peludo” es probablemente el protagonista fogonero de la obra teatral de Eugene O’Neill (1922), The Hairy Ape, una de las favoritas de Steinbeck. 

* Las películas sindicalistas de los 70 incluyen Boxcar Bertha (Scorsese, 1972); Norma Rae (Ritt, 1979); Joe Hill (Widerberg, 1971); Blue Collar (Schrader, 1978); Bound for Glory (Ashby, 1976).

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LATENCIAS III

LATENCIAS I
LATENCIAS II

Forty Guns (Samuel Fuller, 1957)
por Roberto Amaba

Todo parece sacado de quicio en Cuarenta pistolas (Forty Guns, Samuel Fuller, 1957), tanto que es lo más parecido a un wéstern futurista que jamás se llegó a filmar. Y sin embargo una razón, una cordura explica por qué tanto arrebato queda bajo control. Es el estilo quien reconduce y transforma la energía hasta hacer de ella una flema y una necesidad, un discurrir de la luz que penetra y se adapta a las entrañas de la cámara para luego derramarse serena por las esquinas de una pantalla. En el ámbito de la estética moderna el estilo es definido, al margen del conjunto de ideas y rasgos representativos de un creador, como destreza múltiple y herramienta compleja, como acto que penetra, analiza y desarticula el mundo. Un concepto que, contra la creencia, no recompone ese mundo, que no genera una visión del mismo, sino nuevos mundos separados por una membrana permeable entre lo técnico y lo humano, entre lo real y lo imaginario. Gracias al estilo como mecano cognitivo, como neurosis y como instrumento que facilita la reaparición de las formas supervivientes, vislumbramos al artista y somos capaces de interpretar los intercambios y las vacilaciones entre la estetización de la vida, la entonación del arte y la llegada de la muerte.
          Flotamos en el amplio salón de lo que ya no es rancho sino mansión. Un aire mortecino, de pompa fúnebre y ataúd gigante, domina la estancia. Alfombras, mobiliario abigarrado, flores y jarrones, cortinas, lámparas y esculturas, copas de cristal. Este remedo de civilización importada a carretazos desde la costa opuesta del país no puede esconder el mal gusto, la extravagancia, el kitsch, el hartazgo y, en última instancia, la decadencia del lugar y del sistema que no termina de cuajar. La síntesis es la de cierto absolutismo del espacio y del objeto donde la posesión y la ostentación son las formas de ejercer y comunicar el poder. Griff Bonell (Barry Sullivan) y Jessica Drummond (Barbara Stanwyck), mujer de látigo, cabeza de un dragón de cuarenta cabezas, déspota sin ilustrar, se sientan al piano. Un instrumento musical que prolifera en el género, pero no con esta particularidad de bien privado, de estatus y de aparente refinamiento cultural. No es una pianola, tampoco hay un alopécico miedoso y parlanchín sentado a sus teclas, ningún borracho se acerca a la escupidera que sucia se bambolea como un tentetieso junto a sus pedales de madera. Es un piano de cola y de duelo, otro ataúd tallado en lengua figurada, pulcro y pulido, sin agujeros de bala ni surcos de licor. Una artesanía de líneas esbeltas y atril calado cuya caja sugiere la misma curva e idéntico tributo que el camino de entrada: una fachada de inspiración colonial para otra muestra de la estética como estrategia de legitimación.
          Esta civilización postiza y mortinata se levanta sobre el humus, sobre la inseguridad propia de los cimientos anclados en un cenagal, sobre huesos y lombrices, esto es, lo real: el relato y el retrato –los ojos muertos contra el cielo– de un asesinato. Y no uno cualquiera, el de un crío con el que no se tuvo piedad. La cámara, montada sobre una dolly, encuadra a la pareja en un travelling cadencioso hasta fijar una composición simétrica. La imagen ha pasado de plano general a primer plano y de un ángulo picado a otro enrasado con las miradas. La posición de los cuerpos, el desplazamiento de cámara y la geometría interna transmiten una sensación de calma y centralidad. Esta falsa quietud de la escena es la de un planeta que gira sobre sí mismo a más de mil kilómetros por hora y que pretende el sol a más de cien mil. La paz universal se mantiene durante treinta segundos de monólogo para, acto seguido, deslizarse.

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El alud siempre comienza con la inclinación de un copo y, dentro del copo, con la rotura de un cristal. La variación del ojo se activa al mismo tiempo que la del oído al coincidir con el cambio de tema en la conversación. Esta sincronía audiovisual es sibilina y afianza la puesta en escena. El movimiento es apenas perceptible pero convierte el viejo encuadre simétrico en otro de moderado desequilibrio. Y así queda, descentrado porque existe demasiado aire en la zona derecha del encuadre. De haber ocurrido al revés, de haberse acumulado el gas vital en la zona contraria, la pérdida de equilibrio, que no de armonía, habría sido compensada por el peso de las miradas. Si imagináramos la secuencia cinematográfica a la manera de un párrafo, diríamos que el plano consiente a regañadientes esta sangría francesa donde los protagonistas, tal es su potestad, se alinean en el margen izquierdo de la primera línea del texto. Esto sucede por la prevalencia del vector de lectura occidental y porque, a diferencia de la pintura, el cine es más sensible al desequilibrio en los primeros términos compositivos que en los segundos y terceros. Y en esta ocasión sucede en un lienzo apaisado, donde la relación entre la anchura y la altura del CinemaScope espesa la representación. ¿Qué pensaría Jean-Marie Straub de esta situación?

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La cámara se ha reorientado sobre su asiento, como si apareciera otro personaje por el segmento derecho al que prestar atención. Ese personaje es un candelabro. La inestabilidad alcanzada gracias a esa cámara retraída, al protagonismo del vacío y al escorzo de las figuras, encuentra su ser en el mundo cuando, desde la profundidad, desde ese espacio inerte y vacío, irrumpe un disparo. El proyectil sublima el cambio y desencadena el caos. El sonido retumba en la triple caja de resonancia, la del encuadre, la de la estancia y la del instrumento musical. La tensión previa era una latencia construida y solo insinuada mediante una operación cinematográfica donde la calidad material de los objetos ha estado actuando de manera taimada. La engañosa rigidez de las velas torcidas, la vibración impredecible del fuego, la caducidad de la cera. Lo lento es cálido, la pausa es fría, la temperatura es la del tiempo que no parece avanzar cuando la gramática del plano impone un todavía. El candelabro de cristal es una presencia que profundiza en la idea de contraste térmico y fragilidad. Por los prismas que amenazan con ahorcarse y por la transparencia del vidrio atisbamos el presagio, la fractura inminente, el péndulo de una verdad.
          Durante la secuencia los carámbanos han emitido un reflejo que no ha dejado de titilar sobre la superficie del piano. Una insidia y una emboscada, una luz sorda pero radiante que estaba actuando sobre nuestra percepción a la manera de un hipnotizador. Cuando segundos después descubramos los motivos, las palabras y los gestos del atentado, comprenderemos que, de nuevo, todo estaba justificado. El disparo eran los celos; el estallido, el ánimo del asesino frustrado. Ned (Dean Jagger), sheriff de juguete, poder castrado por la feminidad, confiesa su amor secreto, su pérdida de tiempo y su ganancia de vejez. Ya no le sirve aguantar, tener paciencia como le solicitaba su oscuro objeto de deseo. Oscuridad, Jessica es hosca, amazona enlutada que galopa el blanco y de la que se desprende solo cuando tiene motivos para hacerlo: la muerte de su hermano. Lo hará primero de busto y luego, a la carrera, de cuerpo entero.
          La planificación de la escena, modulada sobre el uso del picado, del formato apaisado, de la profundidad focal, del mesmerismo de los objetos, de la ausencia de corte y del movimiento lateral de la grúa, aparece en un tono más bajo que el dominante en el resto de la película. No obstante, sigue concordando con el conjunto. Podríamos pensarla como una variación más melódica de la escena del tornado y la choza. La conclusión es la siguiente: la violencia con la que se etiquetó a Samuel Fuller no era una falacia, pero tampoco una verdad compacta. Porque en sus imágenes es probable que, como en aquellas de Corredor sin retorno (Shock Corridor, 1963), sea la fuerza interna del cuadro la que se desmanda mientras la cámara, atónita, la aplaca. Más allá de su experiencia militar y de la influencia de otros maestros, siempre hubo un dejo oriental en Fuller, una elasticidad entre la cólera y la serenidad. Aquí, la discreción de los desajustes hace que la sorpresa funcione a un nivel más elevado que si estos hubieran sido explícitos. La puesta en escena adquiere una regularidad paradójica porque se somete al estilo, es decir, porque existe un impulso creativo que trasciende el terreno del arte para encontrarse con la exuberancia fugaz e indisciplinada de la vida. Asistimos a una operación donde la causa final puede ser brusca y sádica, irracional y supersónica porque cuenta con el sustento de un programa suave y compasivo, lento y cerebral.

ENCANTADO DE CONOCERTE AL FIN

ESPECIAL JOHN DUIGAN

Lawn Dogs (1997)
Winter of Our Dreams (1981)
John Duigan y Winter of Our Dreams – Entrevista
Romero: Dos visiones
Careless Love (2012)

Careless Love (John Duigan, 2012)

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«Only the great whore of Babylon rises rather splendid, sitting in her purple and scarlet upon her scarlet beast. She is the Magna Mater in malefic aspect, clothed in the colours of the angry sun, and throned upon the great red dragon of the angry cosmic power. Splendid she sits, and splendid is her Babylon. How the late apocalyptists love mouthing out all about the gold and silver and cinnamon of evil Babylon. How they want them all! How they envy Babylon her splendour, envy, envy! How they love destroying it all. The harlot sits magnificent with her golden cup of the wine of sensual pleasure in her hand. How the apocalyptists would have loved to drink out of her cup! And since they couldn’t, how they loved smashing it!»

Apocalypse, D. H. Lawrence

UNA TENDENCIA HACIA LA REVOLUCIÓN

En los últimos días de invierno, a mitad de recorrido en la filmografía de John Duigan, tras haber visto Lawn Dogs (1997), nos invadió una perspicacia: el pasado temprano del cineasta se adivinaba rellenado de problematizaciones políticas exteriorizadas, adjuntadas a diferentes movimientos y anhelos, prototípicos e intransferibles, acompañando los tardíos años sesenta, periodo de su formación y confirmación moral. Hubo un momento en el tiempo, pensamos, en el cual Duigan tuvo la oportunidad de casi ver trasplantada a su propio contexto una transvaloración de calado sentimental, en actos tan sencillos como el vagar juntos, la mostración y el juego con la piel propia y ajena, la redistribución de los besos y tanteos, renegando de leyes, despreciando asimismo con tristeza la restauración social subsiguiente, mediados de los años setenta, ochenta, cuyo desarrollismo acarrearía la hegemonía de una superestructura económico-ética basada en hedonismos y consumismos totalitarios ─tormento de época que acosó también a Pier Paolo Pasolini hasta el día de su asesinato, haciéndole llegar a abjurar en 1975 de su trilogía de la vida─, marcas estas lidiando, en el australiano, con un espíritu soterradamente punk, clandestino entre el cambio de la década y el deceso temporal de variadas revoluciones contraculturales, pero no sepultado.
          Aquello trasladado a las profundidades del cuerpo o de la tierra saldrá de nuevo a la luz si la ocasión propicia un rebajamiento del lujo, lo llamado con asiduidad “vuelta a las raíces”. Eso lo sentimos incluso antes de pasar por nuestras retinas Winter of Our Dreams (1981) o Mouth to Mouth (1978) ─en su periplo por la prostitución australiana de barrios marginales, Jeanie se permitía un margen de tiempo para pintar las uñas de un cliente dormido, color escarlata, gentileza provincial, pequeño jugueteo de rebelde tamiz en pleno infierno urbano─. Ahora con Careless Love, nos decíamos, la ocasión era propicia, ocho años habían pasado desde su último filme, y de la ambición escénica manifestada en el presupuesto inflado de Head in the Clouds (2004) ─Charlize Theron, Penélope Cruz, etc.─, volvemos a la Australia natal, treinta días de rodaje, equipo mínimo, billetes contados en menos tiempo del habitual. Hora de replantearse sin tanta cortapisa los términos de esa ética secular en la que el cineasta venía trabajando durante décadas, eterna promesa de manifestarse en forma literaria. Careless Love, última instancia hasta el momento de la trayectoria del cineasta, segunda década del milenio abriéndose en plena crisis económica, año 29 repitiéndose indigesto, dirá un cliente, mejor tener cuidado con los fondos bursátiles.
          Reina noche intempesta en el carácter sidneyés, bancos centrales alumbrando sus marcas en la madrugada, Emirates, sobre rascacielos cuyo influjo ya sobrepasa cualquier mirada; no constituyen una rejilla acristalada cercando el mar, a estas alturas han pasado a penetrar la urbe como una especie barbárica de inmensidad acuática, miremos a donde miremos, domina el hormigón, acero, luminarias de alto voltaje traspasando los vehículos, que salvan los obstáculos de aguaceros casuales, en taxi o con chófer. A esta última opción se acoge Linh Nguyên, australiana de ascendencia vietnamita, la acompaña Mint, tailandesa, y conduce Dion, irónico conductor cuyas bromas a costa de la profesión de sus compañeras denotan complicidad pasándose de la raya, cayendo manchadas justo al lado del afecto. Resulta fácil introducir frases hechas, risotadas soberbias, retahíla de condescendencias, al tratar con Mint y Linh, escorts, call girls, prostitutas, en sentido lato, trabajando para la agencia online Orient Express, a las órdenes de Martina, particular madama cuya presencia resulta capaz de sobrevolar tres vidas sin mostrar cuerpo alguno más que en unos pocos segundos. Manifiesta voz y órdenes mediante teléfono móvil. No semeja severa.
          Linh personifica a la heroína duiganiana llevada hasta consecuencias de translucidez racional con respecto a su propia conciencia, falsas elecciones bien delimitadas en su mente, precavida, sabia a la hora de manejar sentimientos y sexualidad de cara a los demás, en la urbe, ella corta el tráfico de apetencias comiéndosela con los ojos, desconcierta su charla coloquial no por explicitud de lenguaje, sino por la relativa poca importancia que infunde a los términos del parloteo alrededor de las transacciones sexuales. Capaz de simular cariño manteniendo una coraza que ningún cliente será capaz de traspasar quebrándola, no arruina el orgasmo de nadie, se presta a juguetes eróticos, tampoco acepta grupos, poco importa esta intimidad ingrata a la hora de la mostración directa, y menos aún en la mostración indirecta, plaga del cine en los últimos 20 años, fueras de campo a cada cual más despiadado, o insinuaciones de una crueldad omnipotente cuya grandiosidad subrayada en la sombra disminuye el centro del asunto: el chico, la chica, prostituida, cuya conciencia y preocupaciones bien locales deben jugarse, o así lo hace el australiano, en un campo algo más abstracto de aventajamientos a las continuas supuraciones de libido desafectado, aburridas inquisiciones en vidas ajenas, sintetizando, aquello que Duigan jamás ha buscado a la hora de infundir calor a un mundo en vías de congelamiento político, carnal, espiritual. Acogiéndonos a los hechos, Linh necesita dinero, punto, y de ahí surge su agudeza incrementada por las vacas flacas, un adueñamiento de las capacidades perceptivas y conversacionales, en pos de ayudar a sus padres y hermano, a kilómetros de la gran urbe, inmigrantes de existencia precaria, sin trabajo la figura paterna, desligada esta primera generación, fugitiva del país que la vio nacer, en el que el progenitor asistió a la decapitación de su propio padre a manos del Vietcong. Boat People los llaman, registrándolos, apartándolos en una vida de ultratumba terrena, experiencia de exiliado desfasado con el nuevo lenguaje, abocando despojado de maldad a la segunda generación a retomar, lucidez en cuerpo y exuberancia en mente, algo de la dignidad perdida.
          La protagonista cohabita una soledad intelectualmente compartida con el aula universitaria, su tutor ─el propio cineasta actuando, gustoso con retranca cándida y burlona al escuchar sire seguido de su nombre─, compañeros, y Luke, cliente de trato reciente, un marchante de arte cuyo pasado político lo convierte en el tercer exiliado del filme, junto a las dos escorts. Aun hoy, el trabajo acecha a Luke como una sombra dispositivizada en teleobjetivos, binoculares, desenfoques provenientes de un afuera cuya conciencia adquiere la categoría de “vetada” en una apariencia superficial. A través de este círculo social, Linh recibirá cancha y enunciará variados discursos preclaros, faltos de enrevesamientos académicos, alrededor de fanatismos religiosos, pequeños imperios del mundo contemporáneo con raíces atávicas, normas matrimoniales fundando la piedra angular de toda sociedad que marcha, persevera, que de uno u otro modo consigue volver a reproducir en su seno las condiciones esenciales de producción, reproducción, etc. La prostitución coyuntural, una especie de subversión no admitida en las conciencias, a pesar de contar incluso con legitimación jurídica, policial, sigue siendo estigma, huida terrible, cabe afrontarlo cara a cara frente al tribunal y exponer el propio caso, biografía inalienable, ver de qué manera choca este desorden particular con las existencias reglamentarias de los arquetipos multigeneracionales que Linh ha tenido la contingencia de tocar, besar, tratar, trabajar, cerrar la medianoche.
          El vestuario de Linh muda con ella según la hora asignada y el eventual contacto con clientes, trabajo, amigos, tutorías, universidad. A veces los vestuarios se inmiscuyen, en su cuerpo combina el entallado que pide no tocarse y a la vez que me desnuden porque aprisiona con la ropa deportiva más funcional. Su pintalabios brillante color nude para cualquier situación contribuye a propagar una confusión dulce, propicia que podamos entrever en varios contextos la fascinación que Linh, con su porte de natural atractivo autosuficiente, provoca en derredor a quien la observa. Sus armas no son tan versátiles como su armario, aun así su personalidad, que es múltiple a la vez que recta, goza de una adaptabilidad al momento guiada por la razón más severa. Linh es capaz de desatar para sí, y sobre los demás, procesos personales de escisión selectiva que refuerzan áreas de atomizaciones estratégicas, y es aquí, en el tête à tête, código de profesión, contienda irremediablemente frontal, donde la psique puede calcular variables futuribles, un sinnúmero de modos de personificarse, estableciendo un tiempo de retardo consciente para contestar a la situación adecuadamente ─salvo cuando se trata de mentir, cosa que nuestra protagonista, experta en elusiones, evita en la medida de lo posible, aunque, cuando se vea forzada a hacerlo, lo hará de carrerilla, tendrá su argumentario bien estudiado, chiquilla extranjera aplicada, lo soltará sonriente, puede hacerlo incluso mientras nos aguanta la mirada o dejando caer una risita; sin conocer el trazado de su biografía completa, imposible saber si estará diciendo la verdad (siempre lo parece)─, avanzando por la cuerda haciendo equilibrios, uno debe intentar sostenerse aunque la posibilidad de medrar siquiera encuentre horizonte. Esa universidad como institución propagadora del pensamiento de vanguardia que durante la segunda mitad del siglo XX propició algunos incendios, espacios de reunión, ingredientes para el caldo de cultivo intelectual en algunas luchas, hoy, ¿dónde se encuentra? Paradójicamente, los estudios de antropología social que cursa Linh le sirven a título individual de puesta a distancia. Mediante ellos, escala en la adquisición de una comprensibilidad trágica sobre el ser humano en general, se imbuye de la clemente serenidad que otorga el amor por el conocimiento, por el crearse marcos conceptuales en cierta medida justificadores ─la potencia pensante como redentora de la realidad provisional─, es decir, la mayor fábrica espiritual de ciudadanos estoicos, ascéticos, cuando los tiempos históricos se presentan convulsos, decadentes e individualistas. Linh sobrelleva con serenidad los acontecimientos contrarios a las exigencias de la regla de su utilidad inmediata porque se ha hecho consciente de haber cumplido, al menos hasta donde le ha sido posible, con su deber, tras asumir que su potencia no ha sido lo bastante fuerte como para evitarlos todos, y que ella misma es solo una parte de la colectiva naturaleza total, cuyo orden seguimos.
          Como buena practicante estoica, sin embargo, parece abrigar una esperanza y superioridad contraintuitivas, principalmente sobre aquellos que pasan sus días cursando grados de BusinessE-Commerce, lo que quizá les reporte tener el dinero suficiente como para contratar a chicas como ella, poco más; se nos hace adivinar que Linh busca otro tipo de triunfo sobre el resto: el moral, y creemos que llegaría a sentirse colmada si consiguiera que sus argumentos encontraran un hueco en la historia de la academia, que alguien con amor por la lectura como ella misma, a su vez, la leyera. Sentimos una insoslayable piedad por la chica ─piedad que Linh en ningún momento pide─ cuando la vemos racionalizar, escribir, los pensamientos sobre su situación en ordenador portátil al final del día, o contemplándola leer un libro de Michael Foucault, bien en la clasista biblioteca de la universidad, bien dentro del coche esperando su próxima cita. Duigan es capaz de captar la tristeza, cualidad de cárcel urbana, y al mismo tiempo, si nos acercamos a la costa o el cielo se deja entrever un relieve adyacente de majestuosa fuga. Entre madrugadas indistintas, revueltas, se toleran subsistir pequeños arcos con los clientes, los cuales sirven tanto como prolongación de la contextualización económica como de mostración de los distintos tipos de gratitud o desprecio personalizados. Al lidiar con temas de esta índole, imposible evitar la necesidad de airear un poco las perennes, simples, deplorables torpezas que pueblan las fantasías masculinas, como lo juzgó necesario mostrar Lizzie Borden en Working Girls (1986). ¿Cómo no iba a escapársele la risa a nuestra heroína cuando un cliente la hace vestirse de colegiala? Ironía de universitaria más consciente que cualquiera en lo referente a los procesos antropológicos y de poder que conlleva la inscripción.
          Anejado su físico a estos golpes sordos en los intercambios voluptuosos, deberemos empezar a meternos en la cabeza que una ecuanimidad farisaica no ha lugar en tales lides. El tiempo de pintar a los soldados de ambos frentes con un tinte intransferible ya pasó. De tantas gradaciones cromáticas, acabamos perdiendo de vista el corazón de la conflagración y ya no recordamos por qué estamos luchando. Contrarrestar la problemática conlleva tener claras las asunciones fantasmáticas que el grueso de la población asume para con el otro cuando este no le concierne en demasía, una común inecuanimidad que Duigan lleva acogiendo a contramano, hablemos de los acomodados amigos de Rob en Winter of Our Dreams, los habitantes presuntuosos de Camelot Gardens en Lawn Dogs o todos los personajes masculinos de Careless Love salvo Dion y Luke. Ninguno adquiere una verdadera tridimensionalidad tan poderosa como la que pueden poseer otros caracteres principales en las ficciones del australiano, algunos se pasan de naif, caso de Jack “Doolan”, otros de ridículos. Hay un grado de grosería en ocasiones, no lo dudamos: gracias a ello aún contemplamos una tenue línea divisoria, algunos cuantos manifiestos resistiendo los repliegues y humedades de las décadas, escritos cuya cualidad de eslogan provenía no de una manipulación pacata y resistente al arrojo en formas, sino de una voluntad por plantear una contienda abierta a los gritos pequeños que ansían borbotar, reventando los pechos de los habitantes del pueblo.
          Llamados a reírse en la cara del contraplano que amenaza con desposeer de vivienda al padre de Linh, un director bancario cuyo cinismo resulta inescapable, en apariencia. Tras ello, Duigan pintarrajea un grafiti sobre su pasado, el estado presente de la celosía ante la que rinde cuentas, presentando en plano detalle una bola de cristal con araña dentro, para luego devolverle la ironía al profesional cuando este proclame que ni los de su empleo poseen ninguno de esos objetos tan útiles para contemplar el futuro. Linh ojea la bola. Primera pulverización. Ya habituados al rostro del director bancario, después de introducírnoslo con un plano detalle de su boca, ahora conocemos su escritorio y enseres, Linh, en medio de las palabras más amablemente crueles, echará un vistazo a los diversos objetos que rodean al directivo captando nuestra atención, desviando las palabras, el tono impuesto a los vocablos, la necesaria disposición inecuánime que un conformista adopta para seguir el curso del día, en su mesa se apoyan fotografías de sus hijos, pasado, folletines bancarios, y una postal infantil que reza «I wish I weren’t an old man…». Segunda pulverización. Aquí es donde se da la vuelta a esa manipulación tan estropeada para teñir de imparcialidad a una obra, bien, la imparcialidad absoluta acarrea derrota, colores perdiéndose en la distancia de una memoria decrépita, la tarea del cineasta no conlleva ser justo, au contraire, Duigan habla a un estadio repleto aunque quizá permanezca vacío, da igual, él se lo imagina a rebosar, y mediante guitarrazos, saltos, gritos, susurros, intentará transmitir a la platea aquello que tiene de cargante, insoportable, maligna, la cara de la realidad que nos coarta, pero esperanzado, casi en retirada, ofrecerá al público algo más, una sinfonía en donde estas puestas en presente de la rejilla social, la simpleza de la gente, la charlatanería de los peores hombres, acaecerán unidas casi con infantil gracia a lo que las vio crecer, mantenerse, permanecer en la cresta de la ola. Un beso de mamá, tripas sonando cuando era hora de salir a la pizarra, ojos inorgánicos que contrainfluyen en el estado anímico de la sobriedad enlutada, cabello poco a poco construyendo impenetrables entradas, una risa ya no compasiva, generosa diríamos, de espíritu enorme, un “permanece precioso”, al enemigo no hay que redimirlo, nos llega con poner delante de sus ojos el plantel de acciones que poco a poco, en un futuro no lejano, terminará desactivando su opresión. Actuando en diagonal, este influjo no podría ser más letal. Quizá encontremos dentro de treinta fastidiosos años a uno de estos profesionales convertido en partisano después de renunciar al título «Oficial de la Orden del Imperio Británico». Duigan ha sido uno de los cineastas anglosajones más combativos del cine moderno debido a su vista de calado longevo. Observa siempre la tendencia donde la curva podría sufrir una bendita reversión.

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Maine should be pleased that its animal
          is not a waverer, and rather
than fight, lets the primed quill fall.
          Shallow oppressor, intruder,
          insister, you have found a resister.

Apparition of Splendor, Marianne Moore

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ROMERO: DOS VISIONES

ESPECIAL JOHN DUIGAN

Lawn Dogs (1997)
Winter of Our Dreams (1981)
John Duigan y Winter of Our Dreams – Entrevista
Romero: Dos visiones
Careless Love (2012)

Romero and Father Kieser” (Peter Malone) y extracto de “John Duigan: Awakening the Dormant” (Scott Murray), en Cinema Papers (noviembre de 1989, nº 76, págs. 35, 36, 37 y 77).

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Asesinato del arzobispo Óscar Arnulfo Romero, el 24 de marzo de 1980 en la Capilla del Hospital de la Divina Providencia, San Salvador

1. EL PRODUCTOR

Romero y el Padre Kieser”

PETER MALONE INFORMA DESDE NUEVA YORK ACERCA DE LA VISIÓN Y TRABAJO DEL PADRE KIESER, PRODUCTOR DE ROMERO (JOHN DUIGAN, 1989).

Romero es la invención del productor Padre Ellwood P. (Bud) Kieser. Kieser es un sacerdote católico americano y, después de muchos años en la televisión, esta supone su primera aventura en el mundo de los largometrajes fílmicos. Parte del dinero para Romero provino de la orden religiosa a la que pertenece, los Paulistas, y de la Catholic Communications Campaign.
          Kieser ha trabajado en Los Ángeles desde 1956. Conoce la industria del cine bien. Los Paulistas son una orden americana, establecida en el siglo XIX por Isaac Hecker, un periodista preocupado de que el catolicismo no sea una religión meramente aislacionista, sino una que tenga confianza en sus creencias y coraje para transmitirlas en los medios de comunicación contemporáneos.
          Kieser produjo una serie religiosa para televisión, Insight. En producción desde 1960 a 1985, ganó seis premios Emmy para programas religiosos. Tenía una sucesión constante de estrellas de Hollywood, escritores, así como directores, en sus dramas de 30 minutos hechos para televisión cuyo “mensaje” religioso no siempre era explícito. La filosofía detrás de este tipo de producción televisiva era la opuesta al proselitismo de los evangelistas televisivos. Constituía la presentación de valores cristianos en el mercado a través del storytelling.
          Con la desregulación de la programación en los EUA durante los años 80, Kieser se dio cuenta de que los canales estaban menos dispuestos a emitir programas religiosos, a no ser que las iglesias pagasen una fortuna para poder patrocinar así los suyos propios. Aunque el domingo por la mañana se haya convertido en prime time, esto no ha detenido a los adinerados evangelistas (especialmente Robert Schuller y su Hour of Power desde la Crystal Cathedral) de continuar pagándose su camino. La Iglesia Católica apoya un talk show, presentado por el Cardenal John O´Connor de Nueva York, en la CBS a las 7.30 a. m. del domingo y una Misa en el Canal Nueve. No obstante, Insight y muchos otros programas religiosos aparecen regualarmente en canales de cable.
          La desregulación supuso que Kieser decidiese desplazarse a producciones televisivas que compitiesen en el mercado abierto. Produjo The Fourth Wise Man (Michael Ray Rhodes), un especial de una hora para ABC, en 1984.
          Su primera película producida para televisión fue We Are the Children, presentada a “Movie of the Week” en 1987 para ABC. En Australia se emitió como parte de “Wednesday Night at the Movies”, en mayo de 1986, por el Canal Nueve. Dirigida por Robert M. Young, a quien Kieser reconoció como alguien creativo y con el que resulta fácil trabajar, fue rodada en cuatro semanas. Las memorias de Kieser del equipo británico no son por entero felices ─todo un contraste, declara, con la colaboración sencilla entre americanos y australianos en Romero.
          We Are the Children contaba la historia del fotoperiodista que dio la noticia de la hambruna etíope a los medios de comunicación mundiales. Ted Danson la protagoniza como el periodista, Ally Sheedy es una joven doctora de Filadelfia y Judith Ivey desmiente el cliché hollywoodense de la monja como una hermana misionera con los pies vigorosamente sobre la tierra.
          Kieser se encuentra satisfecho con We Are the Children como un primer intento, pero siente que el corto tiempo para la filmación (amenazado en una etapa por oficiales hostiles de los gobiernos etíopes y kenianos reteniendo a la compañía, literalmente, a tiro de pistola) y la falta de experiencia de Sheedy minaron el impacto general.
          Romero fue primero concebida como una película para televisión. Ahora bien, los canales rechazaron la idea. Un arzobispo salvadoreño sin pelos en la lengua, asesinado, era demasiado controvertido. También demasiado deprimente. Y, además, no había un interés romántico. Kieser decidió convertirla en una película para cine.
          La muerte del arzobispo Romero ya había sido vista en la pantalla en Salvador de Oliver Stone (1986). Stone incluyó una secuencia donde Major Max, jefe de los escuadrones de la muerte, incitaba a sus seguidores a ofrecerse como voluntarios para matar al crítico arzobispo. La secuencia era reminiscente de la sugerencia de Enrique II a sus nobles para que se deshicieran de Thomas Becket, familiar a causa de Becket (Peter Glenville, 1964) y “Who will rid me of this troublesome priest?” de T.S. Eliot, de Murder in the Cathedral. Stone y el coguionista Richard Boyle hicieron que Woods, en la guisa de Boyle, atendiese la misa en donde el arzobispo se pronunció fuertemente en contra de la opresión militar en su sermón e hicieron que lo mataran mientras repartía la Comunión.
          Las audiencias australianas estarían familiarizadas con el telefilme Choices of the Heart (Joseph Sargent, 1983) y el documental (emitido en la televisión de la ABC) Roses in December (Ana Carrigan, Bernard Stone, 1982), que se centraba en Jean Donovan, la americana misionera laica (interpretada por Melissa Gilbert en Choices y Cynthia Gibb en Salvador) que fue violada y asesinada en El Salvador en 1980, un incidente que trajo los males del siglo a EUA, así como a los titulares mundiales y las noticias en prime time. Las audiencias australianas también estarían familiarizadas con el documental de David Bradbury acerca de los problemas nicaragüenses en Nicaragua, No Pasarán (1984).
          Kieser y su amigo escritor (de los días de Insight) John Sacret Young fueron a El Salvador en 1983 para hacerse una idea del país y sus problemas, aparte de investigar la vida de Romero y su trayectoria. Entrevistaron a colegas y hablaron con enemigos que condenaron a Romero como un embaucado por los comunistas, una marioneta de los jesuitas, y víctima de un lavado de cerebro por parte de un psicólogo en Costa Rica (declaraciones que fueron incorporadas al guion).
          Young [guionista del filme de temática nuclear Testament (Lynne Littman, 1983) y cocreador de la serie de televisión China Beach (1988-1991)] no es un católico, sino un episcopalista que admite una fascinación, pero también una relación de amor-odio, con la Iglesia. Kieser pensó que un outsider que pudiese tener una idea del mundo católico podría contar la historia para una audiencia más amplia que únicamente la religiosa. A Young le llevó varios años hasta que terminó con el último borrador del guion.
          Cuando Kieser estaba listo para embarcarse en la producción (ocho semanas en localizaciones mexicanas con dos semanas de ensayos), los directores americanos en los que estaba interesado no estaban disponibles. Amigos en Los Ángeles mencionaron a John Duigan. Kieser desayunó con él, y vio Winter of Our Dreams (1981) y Far East (1982). La última le fue de interés en la medida en que Duigan había abordado problemas sociales similares en las Filipinas del régimen de Marcos, quedándose impresionado con las misioneras, hermanas y laicas, de Manila en 1981. El guion de Far East tiene a una misionera laica que es torturada como uno de los principales personajes secundarios.
          A Kieser le gustó el filme pero sintió que a Bryan Brown le faltaba “corazón” (quizá no estando en la onda de los irónicos, lacónicos, pero sentidos antihéroes de Brown). Pero también vio The Year My Voice Broke (1987) y sintió que había muchísimo corazón, la cualidad que quería para Romero. Esto le persuadió de que Duigan debería ser el director en Romero.
          Duigan profesa una cierta creencia panteísta (que el universo entero está energizando, ecos de comentarios hechos por el personaje de Bruce Spence en The Year My Voice Broke acerca de los campos de fuerza). No obstante, Duigan también había mostrado interés por los problemas de justicia social en Centroamérica, en la cual la Iglesia Católica ha estado fuertemente involucrada.
          Kieser no quería una visión “santa” o “santurrona” de la Iglesia. Podía hacer la distinción entre la esencia de la Iglesia y su misión, y los rostros limitados, pecadores, de la gente de la Iglesia. Líneas como esta son incorporadas al guion, especialmente la crítica de parte del clero salvadoreño del Vaticano por nombrar al popular e insólito, conservador y reticente, Óscar Romero como Primado de El Salvador.
          Lo que emerge en Romero es un fuerte retrato de un sacerdote, nervioso, libresco, con amigos que van desde los sacerdotes socialmente activos hasta las aristocráticas familias salvadoreñas, que gradualmente vive de primera mano la brutal opresión militar, con su pisoteo del débil, y su tortura y asesinato. Se da cuenta de que las circunstancias y la providencia han conspirado para hacer de él el que debe hablar y protestar contra la injusticia y la crueldad. Partiendo de humilde sacerdote, se convierte en un líder franco de la Iglesia ─y mártir.
          Es interesante señalar que la mayoría de los principales directores australianos no han hecho filmes con temáticas o personajes explícitamente religiosos en su hogar. Fred Schepisi es la excepción. Aun así, cuando han ido a los EUA, han aceptado proyectos explícitamente religiosos: Bruce Beresford y los Bautistas de Texas en Tender Mercies (1983), o su épica bíblica, King David (1985); Peter Weir y los Amish en Witness (1985); Gillian Armstrong y la predicadora lectora de la Biblia Mrs. Soffel (filme homónimo, 1984); incluso Carl Schultz con anticristos en The Seventh Sign (1988). Y ahora tenemos a Duigan con el más explícito, especialmente en el guion de John Sacret Young, donde el paralelo con la figura de Cristo es dibujado tan explícitamente: Romero arrodillándose en agonía perpleja ante lo que debe hacer, siendo desnudado por los militares en la carretera, y disparado hasta la muerte mientras alza el cáliz, este derramándose mientras cae muerto.
          Kieser dice que el rodaje de Romero fue el más feliz de su carrera. Para promover un espíritu comunitario, celebró cuatro misas para la compañía durante el periodo de filmación. Pocos del equipo eran católicos, aunque Raúl Juliá, originario de Puerto Rico, era un inactivo pero educado católico. Con todo, el grupo asistió, incluso participando con la colocación de sus herramientas del oficio en el altar como parte de la Ofrenda. El rodaje terminó con una misa y una fiesta de despedida. Kieser tiene grandes elogios para los australianos y para Duigan y, especialmente, para el director de fotografía Geoff Burton y aquellos trabajando en la edición y supervisión del guion.
          Romero está basado en una historia real que ha tenido su impacto alrededor del mundo. En Melbourne, los grupos de justicia social católica celebran una misa en la Iglesia de San Francisco en el aniversario de la muerte de Romero. Kieser comenta que están presentes las libertades habituales tomadas al dramatizar a un personaje. Es un cineasta, no un periodista. Pero la validez es la clave en la apreciación de este tipo de filme, no la veracidad. El mismo argumento es dado en los filmes de Constantine Costa-Gavras, como Missing (1982). Ha sido observado que Romero tiene algo de Costa-Gavras.
          Romero no está destinada a ser un exitazo de taquilla. Probablemente se las apañará bien en los EUA en el mercado del vídeo. Este ya había sido el patrón en la respuesta estadounidense a Salvador. De todas formas, los críticos se han mostrado favorables.
          Kieser tiene varios proyectos en marcha. Manteniendo su visión cristiana y su deseo de hacer películas que desafíen a sus audiencias, la siguiente que quiere hacer tratará sobre la dinámica activista neoyorquina, Dorothy Day.
          Romero es la primera película mainstream con respaldo de la Iglesia [aunque la organización Billy Graham estaba detrás de películas como The Cross and the Switchblade (Don Murray, 1970), The Hiding Place (James F. Collier, 1975), Joni (James F. Collier, 1979)]. Pero Kieser ha establecido un patrón para la intervención de la Iglesia Católica en la industria del cine. Romero es uno de esos filmes sentidos, un trabajo de amor.

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Romero (1989)

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2. EL DIRECTOR

Extracto de “John Duigan: Despertando al durmiente” (Scott Murray)

ROMERO

¿Qué te atrajo al proyecto acerca de Romero?

La mayoría del material que se me ha ofrecido de América han sido esencialmente thrillers de serie B o C y comedias. Son probablemente guiones que se han filtrado desde las altas esferas de directores establecidos. Hubo dos de ellos, buenos, a los que estuve asociado, pero nunca se hicieron. Este fue financiado en el momento en el que fui contactado.
          Siempre he estado interesado de una manera distante en la política de Centroamérica y sabía una cantidad considerable de cosas acerca de Romero y El Salvador. Pensé que era un proyecto importante por un conjunto de razones, principalmente porque lidiaba con la Iglesia Católica y su rol en países como El Salvador. Dejaba bastante claro cómo la mirada tradicional de la Iglesia en el rol de una influencia estabilizadora entre la gente y el Estado de hecho ayuda a fortalecer y perpetuar algunos regímenes bastante terroríficos. Los componentes de la teología de liberación dentro de la Iglesia tienen una mirada muy diferente acerca de esto, y han creado tensiones extraordinarias dentro de las jerarquías de la Iglesia.
          Yo no soy un cristiano, pero conozco la Iglesia y es una fuerza extremadamente potente en esa parte del mundo. Lo que hace es muy significativo a nivel político, y pensé que el filme podría aportar una contribución útil a la hora de entender las tensiones dentro de la Iglesia y quizá señalar algunos caminos útiles para que los teólogos se puedan orientar a sí mismos. Por eso me atraía el proyecto.

¿Hasta qué grado ves a la Iglesia en aquellos países como algo negativo en vez de neutral? ¿En qué medida se ha convertido en parte del problema que la teología de liberación está intentando resolver?

En grado considerable. Su rol como fuerza moderadora se ha convertido en algo institucionalizado y cualquier capacidad para la reforma interna en muchos de los líderes de la Iglesia ha expirado. Hay una especie de letargo moral y una tendencia en sus líderes a identificarse con las aristocracias de estos países. Esto ciertamente mitiga que ellos puedan tener cualquier tipo de valoración realista acerca de las implicaciones de sus instituciones para el país en su conjunto.

Estás lidiando con un debate intelectual que no es parte de muchas vidas occidentales. ¿Estabais los productores y tú de acuerdo al respecto de a quién iba dirigido el filme?

Diría que hubo una cierta armonía a niveles morales en nuestras intenciones. Me acerqué al proyecto desde un punto de vista humanista, en vez de uno teológico. También estaba muy interesado en la política del mismo.
          Pero, sí, hubo algunas áreas de desacuerdo. Me gustaría haber dedicado más tiempo tratando con la implicación americana en El Salvador. Su productor, el Padre Kieser, consideró que debíamos ser muy cautelosos de aquello que pudiese ser considerado diatribas antiamericanas para que el filme llegase a una amplia sección transversal de público en los Estados Unidos. La audiencia habría desconectado completamente.
          También quería tener algo de cobertura de planos con respecto a la visita de Romero al Vaticano: lo visitó dos veces y tuvo audiencias con el Papa actual. El Padre Kieser pensó que el impulso de la historia era la transformación de un hombre bastante estético, libresco y poco mundano, quien a causa de una serie pesadillesca de revelaciones, encuentra dentro de sí mismo la autoridad moral para convertirse en el principal portavoz de los derechos humanos. Ese es sin duda el núcleo del filme, pero a mí me atraían por igual el rol y la política de la Iglesia.

Un aspecto interesante de tu filme acerca de Damien Parer, que mucha gente siente atípico, es su tratamiento de la fe religiosa de Parer. No te ves a ti mismo como cristiano, pero el cristianismo es un elemento muy fuerte de ambos filmes.

Absolutamente. Se me ocurrió en el momento en el que acordé hacer Romero que estaba realizando dos filmes seguidos acerca de cristianos. Pero en ambos casos eran piezas biográficas y era necesario estar en esa onda determinada. Esto es así claramente en Romero, pero también en Fragments (1988), donde la fe de Parer fue una parte muy importante de su vida y estaba reflejada en todo lo que hacía. Pero sí, esa área de interés es atípica.

Tanto Parer como Romero son asesinados por fuerzas represivas.

Sí, es cierto.

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¿Cómo te encontraste a la hora de hacer tu primer filme americano?

Bueno, fue hecho en México y tenía un equipo mayoritariamente mexicano. Así que la experiencia real de primera línea del mismo fue probablemente muy diferente a la de hacer un filme americano en el sentido que el término es normalmente usado.
          Durante los periodos de preproducción y posproducción, a menudo estaba en desacuerdo con los productores, y ocasionalmente con el guionista. Por ejemplo, yo quería acortar bastante el guion. Rodamos bastante más de lo que hay en el filme final. Algunas cosas que fueron cortadas no eran particularmente cosas que quería cortar, y había otras cosas que no quería rodar. Obviamente, cuanto menos ruedes más tiempo tienes para lo que realmente quieres rodar. El guion era claramente de una longitud excesiva para mí, pero el punto de vista del productor consistía en darnos las máximas opciones en el montaje. Eso era un lujo que no podíamos permitirnos realmente.
          Mantengo una buena amistad con el Padre Kieser y fue a través de su tenacidad que el filme fue hecho. Asimismo, probablemente hay cosas que yo quería hacer que quizá no hubiesen funcionado, así como, igualmente, hay cosas sobre las que él insistió que no funcionan por entero. Una cierta cantidad de debate hablado a voz fuerte es, estoy seguro, muy sana, pero la situación no era tan creativamente ideal como otras que he vivido.
          Una de las diferencias era que el guion fue escrito por otra persona. No estoy acostumbrado a trabajar así. Soy un escritor y tengo ideas muy fuertes respecto al diálogo y el guion. Así que no fue ninguna sorpresa que hubiera bastantes cosas con las que estaba en desacuerdo.
          También era un proyecto que el Padre Kieser y John Sacret Young (el guionista) habían desarrollado juntos durante una serie de años. Era necesario para mí respetar el filme del Padre Kieser al menos tanto como el mío. No era algo como The Year My Voice Broke o Winter of Our Dreams o Mouth to Mouth (1978), que escribí desde cero y se los llevé a la gente para realizarlos. Prefiero una situación donde esté en control del guion y pueda hacer los cambios como yo quiera. Esta experiencia subrayó esto.
          Básicamente, es el director quien hace que el guion cobre vida. Es por lo tanto necesario que los guionistas cedan el control de la cosa en un determinado momento. Y si tengo que hacer una crítica de la situación allí, fue que el proyecto no fue cedido al director en el grado en el que yo me hubiera sentido más cómodo. Pero aparte de eso, siento que el filme consigue mucho de lo que me propuse aportar en términos de mi contribución.

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