Pilgrimage (John Ford, 1933)
por Roberto Amaba
Existe, es real y fue firmado por Walter Whitehead en 1918. Me refiero al cartel que acompaña, desde el fondo, a los enamorados de Peregrinos (Pilgrimage, John Ford, 1933). Un dibujo y un rótulo que exhortan a comprar bonos de guerra emitidos por el gobierno estadounidense durante la Primera Guerra Mundial. Un soldado norteamericano, a bayoneta calada, se yergue sobre el cadáver de otro alemán cuya culpabilidad inherente queda inscrita en una mano animal y desproporcionada, en una garra, en la irracionalidad simiesca y prensil, en la maldad explicada. Documento de barbarie, iconografía superviviente que soporta el peso y asume la cesura de cuarenta siglos (Estela de Naram-Sin) de representaciones regadas de sangre, la imagen toma posesión y posición en el presente. No se hacen prisioneros, la leyenda es simple y directa porque ni el género, ni el formato ni el contexto admiten deriva: «¡Adelante! Compre más bonos de la Libertad». Todo queda a la intemperie, expuesto como un campo de batalla donde la lucha entre dos mundos se dirime entre sus símbolos: dos yelmos. El bien y el mal, las piezas de metal que no sabemos si protegen o si obstaculizan la sede del pensar. Un casco Brodie contra un pickelhaube, qué cabeza cae y qué cabeza se sostiene dentro de una imagen cuya inmediatez oscila como un péndulo alrededor del poder semántico de la emblemática.
El cartel se emplaza en un lugar público y de tránsito: una estación de ferrocarril de Arkansas. Su trabajo principal es la visibilidad. Sin ella, su materia y su mensaje carecen de función y de valor. Es ahí, en la invitación a mirar y a comprar, en la exposición popular a la secreción sureña donde la pareja se reencuentra y se despide. Todo a la vez, tres minutos de parada como celebración del no lugar, como actos indisociables y resumidos de la vida y de la muerte. Lo hacen en un aparte, en la intimidad propiciada por la arquitectura de madera y el cierre del plano. La imagen se acorta y el efecto es de vislumbre, de puerta entornada, de respeto por los asuntos privados a los que no queda más remedio que asistir. Tan íntimos como la confesión y no una cualquiera, mas la del embarazo. El espectador observa esa eficacia del amor con el mismo pudor que años más tarde guardará en la vista de un capote doblado. El hombre ha de marchar al frente sabiendo que deja a su hijo en ciernes, recién intuido en el interior de la mujer, justo pegado a su vientre, en la distancia mínima de una capa de piel y de un abrazo. La narración abortará al padre, que jamás podrá tocarlo; el niño nacerá, pero él nunca volverá.
No lo hace porque ha sido en ese instante cuando hemos contemplado la guerra en directo y a la muerte trabajando. La madre, suegra y abuela, recibirá la noticia una noche de tormenta, pero todo sucedió semanas antes en el andén de la estación. Abatido por una bayoneta, descabellado como una res, la imagen acompañante amortaja el cadáver. Así, mediante el montaje interno, el encuadre dinámico termina funcionando como flashforward estático. No obstante, en el cine hay ocasiones en las que resulta complicado discernir cuándo estamos ante lo obvio y cuándo ante lo obtuso. Este plano de John Ford y George Schneiderman habita en la linde, posee el armazón de una latencia, pero también las distinciones de una vehemencia. La presencia del objeto, sus dos dimensiones, su capacidad para hacer de la imagen una cadena de significados, la composición y su disposición en diferentes niveles de camuflaje, escamoteo, profundidad y superposición. Todo queda limitado por la intensidad del mensaje impreso. Demasiado cerca, demasiado aliento, estímulo dirigido, mirada condicionada, pulso inmediato, legibilidad perfecta que abruma y que nunca consigue operar por debajo del umbral de la conciencia. Es en este escenario donde se entrelaza lo sensible con lo inteligible, donde la imagen se esponja en el aire y un presagio se adhiere al párpado, donde se sustancia otra libertad siempre seducida por el lenguaje: la estética. Esto es, ¿permite la imagen adoptar formas verdaderas de elección?
Y sin embargo, durante gran parte de la secuencia, gracias al devenir continuo de la película, al saldo de la puesta en escena y a ese vértigo de la quietud que habita en el interior del fotograma, la superficie de las cosas se revuelve contra la inmediatez profética. Se desata entonces una lectura nada esotérica donde la naturaleza subversiva de la evidencia muta en ironía, en realidad tarda y negruzca, en silencio excavado, en sentido maltrecho y en imagen del desasosiego. ¿Qué es la muerte sino un énfasis elíptico? Estamos ante un buen ejemplo de la capacidad fordiana para convertir las pasiones simples en múltiples, la luz diáfana en postrada, la pulcritud de las virtudes en sensaciones turbias y las acciones rectas en contradictorias. Volver a Ford es enrolarse en el único ejército posible: el que se enfrenta al integrismo, a las esencias y al purismo. Con él vivimos la precariedad temporal y cerebral de la emoción, su imperfección, el tizne, las heridas, la tolerancia obligada al dolor. Las imágenes recorren el nervio óptico con la suavidad abrasiva del alcohol. La visión desaloja a la mirada y un gusto metálico se posa en nuestra lengua como si hubiéramos sido nosotros los terciados por el arma.
Porque en la relectura que propicia el movimiento de los cuerpos, la leyenda del cartel queda reducida a un enunciado que, como los amantes, se abraza a la aporía: «Compre Libertad». Un magnífico lema para la transacción de bienes tanto del esclavismo como del capitalismo. El delirio de un sistema económico y social convertido en culto. Bulas de indulgencia, anhelo del potentado, el rito de adquirir un patrimonio carente de precio que disuelva nuestros pecados. Encauzar la libertad, convertirla en eslogan hasta poder tasarla y hacerlo en medio del amor y de la guerra, los dos escenarios que con mayor destreza y celo la falsean.