Forty Guns (Samuel Fuller, 1957)
por Roberto Amaba
Todo parece sacado de quicio en Cuarenta pistolas (Forty Guns, Samuel Fuller, 1957), tanto que es lo más parecido a un wéstern futurista que jamás se llegó a filmar. Y sin embargo una razón, una cordura explica por qué tanto arrebato queda bajo control. Es el estilo quien reconduce y transforma la energía hasta hacer de ella una flema y una necesidad, un discurrir de la luz que penetra y se adapta a las entrañas de la cámara para luego derramarse serena por las esquinas de una pantalla. En el ámbito de la estética moderna el estilo es definido, al margen del conjunto de ideas y rasgos representativos de un creador, como destreza múltiple y herramienta compleja, como acto que penetra, analiza y desarticula el mundo. Un concepto que, contra la creencia, no recompone ese mundo, que no genera una visión del mismo, sino nuevos mundos separados por una membrana permeable entre lo técnico y lo humano, entre lo real y lo imaginario. Gracias al estilo como mecano cognitivo, como neurosis y como instrumento que facilita la reaparición de las formas supervivientes, vislumbramos al artista y somos capaces de interpretar los intercambios y las vacilaciones entre la estetización de la vida, la entonación del arte y la llegada de la muerte.
Flotamos en el amplio salón de lo que ya no es rancho sino mansión. Un aire mortecino, de pompa fúnebre y ataúd gigante, domina la estancia. Alfombras, mobiliario abigarrado, flores y jarrones, cortinas, lámparas y esculturas, copas de cristal. Este remedo de civilización importada a carretazos desde la costa opuesta del país no puede esconder el mal gusto, la extravagancia, el kitsch, el hartazgo y, en última instancia, la decadencia del lugar y del sistema que no termina de cuajar. La síntesis es la de cierto absolutismo del espacio y del objeto donde la posesión y la ostentación son las formas de ejercer y comunicar el poder. Griff Bonell (Barry Sullivan) y Jessica Drummond (Barbara Stanwyck), mujer de látigo, cabeza de un dragón de cuarenta cabezas, déspota sin ilustrar, se sientan al piano. Un instrumento musical que prolifera en el género, pero no con esta particularidad de bien privado, de estatus y de aparente refinamiento cultural. No es una pianola, tampoco hay un alopécico miedoso y parlanchín sentado a sus teclas, ningún borracho se acerca a la escupidera que sucia se bambolea como un tentetieso junto a sus pedales de madera. Es un piano de cola y de duelo, otro ataúd tallado en lengua figurada, pulcro y pulido, sin agujeros de bala ni surcos de licor. Una artesanía de líneas esbeltas y atril calado cuya caja sugiere la misma curva e idéntico tributo que el camino de entrada: una fachada de inspiración colonial para otra muestra de la estética como estrategia de legitimación.
Esta civilización postiza y mortinata se levanta sobre el humus, sobre la inseguridad propia de los cimientos anclados en un cenagal, sobre huesos y lombrices, esto es, lo real: el relato y el retrato –los ojos muertos contra el cielo– de un asesinato. Y no uno cualquiera, el de un crío con el que no se tuvo piedad. La cámara, montada sobre una dolly, encuadra a la pareja en un travelling cadencioso hasta fijar una composición simétrica. La imagen ha pasado de plano general a primer plano y de un ángulo picado a otro enrasado con las miradas. La posición de los cuerpos, el desplazamiento de cámara y la geometría interna transmiten una sensación de calma y centralidad. Esta falsa quietud de la escena es la de un planeta que gira sobre sí mismo a más de mil kilómetros por hora y que pretende el sol a más de cien mil. La paz universal se mantiene durante treinta segundos de monólogo para, acto seguido, deslizarse.
El alud siempre comienza con la inclinación de un copo y, dentro del copo, con la rotura de un cristal. La variación del ojo se activa al mismo tiempo que la del oído al coincidir con el cambio de tema en la conversación. Esta sincronía audiovisual es sibilina y afianza la puesta en escena. El movimiento es apenas perceptible pero convierte el viejo encuadre simétrico en otro de moderado desequilibrio. Y así queda, descentrado porque existe demasiado aire en la zona derecha del encuadre. De haber ocurrido al revés, de haberse acumulado el gas vital en la zona contraria, la pérdida de equilibrio, que no de armonía, habría sido compensada por el peso de las miradas. Si imagináramos la secuencia cinematográfica a la manera de un párrafo, diríamos que el plano consiente a regañadientes esta sangría francesa donde los protagonistas, tal es su potestad, se alinean en el margen izquierdo de la primera línea del texto. Esto sucede por la prevalencia del vector de lectura occidental y porque, a diferencia de la pintura, el cine es más sensible al desequilibrio en los primeros términos compositivos que en los segundos y terceros. Y en esta ocasión sucede en un lienzo apaisado, donde la relación entre la anchura y la altura del CinemaScope espesa la representación. ¿Qué pensaría Jean-Marie Straub de esta situación?
La cámara se ha reorientado sobre su asiento, como si apareciera otro personaje por el segmento derecho al que prestar atención. Ese personaje es un candelabro. La inestabilidad alcanzada gracias a esa cámara retraída, al protagonismo del vacío y al escorzo de las figuras, encuentra su ser en el mundo cuando, desde la profundidad, desde ese espacio inerte y vacío, irrumpe un disparo. El proyectil sublima el cambio y desencadena el caos. El sonido retumba en la triple caja de resonancia, la del encuadre, la de la estancia y la del instrumento musical. La tensión previa era una latencia construida y solo insinuada mediante una operación cinematográfica donde la calidad material de los objetos ha estado actuando de manera taimada. La engañosa rigidez de las velas torcidas, la vibración impredecible del fuego, la caducidad de la cera. Lo lento es cálido, la pausa es fría, la temperatura es la del tiempo que no parece avanzar cuando la gramática del plano impone un todavía. El candelabro de cristal es una presencia que profundiza en la idea de contraste térmico y fragilidad. Por los prismas que amenazan con ahorcarse y por la transparencia del vidrio atisbamos el presagio, la fractura inminente, el péndulo de una verdad.
Durante la secuencia los carámbanos han emitido un reflejo que no ha dejado de titilar sobre la superficie del piano. Una insidia y una emboscada, una luz sorda pero radiante que estaba actuando sobre nuestra percepción a la manera de un hipnotizador. Cuando segundos después descubramos los motivos, las palabras y los gestos del atentado, comprenderemos que, de nuevo, todo estaba justificado. El disparo eran los celos; el estallido, el ánimo del asesino frustrado. Ned (Dean Jagger), sheriff de juguete, poder castrado por la feminidad, confiesa su amor secreto, su pérdida de tiempo y su ganancia de vejez. Ya no le sirve aguantar, tener paciencia como le solicitaba su oscuro objeto de deseo. Oscuridad, Jessica es hosca, amazona enlutada que galopa el blanco y de la que se desprende solo cuando tiene motivos para hacerlo: la muerte de su hermano. Lo hará primero de busto y luego, a la carrera, de cuerpo entero.
La planificación de la escena, modulada sobre el uso del picado, del formato apaisado, de la profundidad focal, del mesmerismo de los objetos, de la ausencia de corte y del movimiento lateral de la grúa, aparece en un tono más bajo que el dominante en el resto de la película. No obstante, sigue concordando con el conjunto. Podríamos pensarla como una variación más melódica de la escena del tornado y la choza. La conclusión es la siguiente: la violencia con la que se etiquetó a Samuel Fuller no era una falacia, pero tampoco una verdad compacta. Porque en sus imágenes es probable que, como en aquellas de Corredor sin retorno (Shock Corridor, 1963), sea la fuerza interna del cuadro la que se desmanda mientras la cámara, atónita, la aplaca. Más allá de su experiencia militar y de la influencia de otros maestros, siempre hubo un dejo oriental en Fuller, una elasticidad entre la cólera y la serenidad. Aquí, la discreción de los desajustes hace que la sorpresa funcione a un nivel más elevado que si estos hubieran sido explícitos. La puesta en escena adquiere una regularidad paradójica porque se somete al estilo, es decir, porque existe un impulso creativo que trasciende el terreno del arte para encontrarse con la exuberancia fugaz e indisciplinada de la vida. Asistimos a una operación donde la causa final puede ser brusca y sádica, irracional y supersónica porque cuenta con el sustento de un programa suave y compasivo, lento y cerebral.