Mamma Roma (Pier Paolo Pasolini, 1962)
Un ángel solitario en la punta del alfiler
oye que alguien orina.
“Miedo”; Taberna y otros lugares, Roque Dalton
En 1961, tras un preámbulo de media década guionizando, aportando materiales (ideas, novelas) para historias que luego acabarían contando otros, Pier Paolo Pasolini escribe y rueda Accattone, demostrándose a la misma altura que colegas (con quienes había establecido colaboración a título menor) que desde los cincuenta ya contaban varios filmes en su haber, como eran Mauro Bolognini, Franco Rossi o Federico Fellini. Al año siguiente, con Mamma Roma, solo le quedaba emplazarse a la altura de sí mismo.
Las razones por, y mediante las cuales Pasolini logra un filme más devastador pero menos desamparado que Accattone son varias, atañendo la principal al refinamiento del punto de vista que se adopta, coronado aquí por Anna Magnani. Dos años antes de elegirla como protagonista para Mamma Roma, Pasolini contraponía, en el espacio crítico que le brindaba Il Reporter ─semanario derechista donde por corto tiempo pudo desarrollar una serie de lúcidas reflexiones en presente sobre el cine─, la universalidad de la actriz con el humor «localista», «particular», de un Alberto Sordi, quien en los cincuenta podía llegar a actuar anualmente en hasta seis producciones italianas:
«Analicémoslo: en el fondo, el mundo de A. Magnani es, si no idéntico, sí semejante al de Sordi: ambos romanos, ambos del pueblo, ambos dialectales, profundamente teñidos de un modo de ser muy particular (el modo de ser de la Roma plebeya, etc.). Sin embargo, Magnani ha alcanzado mucha fama incluso fuera de Italia; su particularidad ha sido pronto entendida y se ha convertido rápidamente en referente universal, patrimonio común de infinitos públicos. La mofa de la pueblerina de Trastévere, su risa, su impaciencia, su modo de alzar los hombros, su ponerse la mano en el cuello sobre los “senos”, su cabeza despeinada, su cara de asco, su pena, su sagacidad: todo se ha vuelto absoluto, ha perdido su color local y se ha convertido en valor de cambio, internacional. Es algo semejante a lo que sucede con las tonadas populares: basta transcribirlas, ajustarlas un poco, extraerles su parte selvática, el excesivo perfume de miseria, y están listas para el intercambio con otras latitudes».
Tiempo después, en una entrevista con Oswald Stack, el cineasta, reconociendo venirse sintiendo orgulloso, muy seguro, de todas sus elecciones actorales, sostendrá, sin embargo, que haber escogido a la Magnani para el papel de Mamma Roma fue un error. Al hijo descarriado, el debutante Ettore Garofolo, lo descubrió en la terraza de un restaurante. Con él, Pasolini pretendía proseguir la relación espontánea entre la extracción social del no-actor con la escena, como hizo con Franco Citti (Accattone) en su primer filme, también, en otro registro, con su hermano Sergio Citti, exalumno que empezó asesorándole sobre las peculiaridades del dialecto romano en el proceso de escritura de sus dos primeras novelas y que más tarde se convertiría igualmente en director. De Magnani, Pasolini necesitaba la encarnación de una tenaz aspirante a pequeñoburguesa, y aunque admite que durante el rodaje la actriz realizó un esfuerzo conmovedor por adaptarse sin lograrlo, se recuerda que tampoco él como cineasta al mando consiguió extirpar la verdadera pequeñoburguesa redomada que había en ella. Tanto los gestos de Accattone como los de Ettore participarían aún de una axiología preburguesa, provenientes de un mundo mítico, serían aptos para convocar la épica de la extinción. Nannarella en cambio trota, no sobrevive sino que se desvive, e incluso en los momentos de sosiego exterior sentimos que su cuerpo es recorrido por un impaciente escalofrío amoroso tendente a exudarse en aspavientos, astracanadas, apartando o rehuyendo, en cualquier caso rechazando, que se asiente en su semblante el mohín.
Como es bien sabido, durante los cuarenta y cincuenta un puñado de cineastas italianos supo otorgar el espacio necesario a la Magnani, los signos propicios, con los que ella pudiera fabricarse su propio arkhe. De Mario Mattoli (L’ultima carrozzella, 1943) a Luigi Zampa (L’onorevole Angelina, 1947), de Mario Camerini (Molti sogni per le strade, 1948) a Roberto Rossellini (L’amore, 1948); los visionados se demuestran solos, y Pasolini, íntimamente consciente de estar recortando sobre las siluetas de aquel cine, estaba advertido, como demuestra su artículo, respecto del tipo de mujer que con ella quería y no quería invocar. Por otro lado, subterráneamente, como poeta soñaba que también el cineasta quisiera hacer nacer los signos visivos en movimiento desde la víspera del mundo, como Pedro Salinas escribía, que sean las ciudades, puertos y minas ─¿de “carbón” o de “amapolas”?─ las que floten a la espera de que el cineasta diga “así” y “aquí”, y que al otro lado el espectador, aún por nacer, anheloso, con los ojos cerrados, rodeado de antiguas máquinas impacientes de sin destino, preparado ya el cuerpo para el dolor y el beso, con la sangre en su sitio, diga que se reconoce contemplando esos signos recién nombrados y que los ama, con un “¡Ya!”. Pero Magnani nunca hubiera podido recomenzar de cero. El cineasta, en ningún caso, achacará a la actriz algo parecido a gozar de una condición de “diva”, a lo sumo, dejaría insinuar que esta se recrea demasiado lúdicamente en todo aquello que la hace especial, comunicativamente efusiva, mayor de edad. Pasolini, ondeando su irracionalismo como un romántico, cifró siempre el valor de los esfuerzos propios en cuánto estos lograban distanciarse efectivamente del qualunquismo.
Así, en virtud de la subversiva presencia de Magnani el proyecto pasoliniano ve deliciosamente trastocada su armonía, y deviene felizmente, como escribía José Luis Guarner, un filme con vida propia que, como tal, acaba imponiendo sus leyes. A pesar de realmente haber crecido ambos en Trastévere, la actriz no parece madre legítima de Ettore ni Ettore parece su hijo. Entre ellos no consigue granjearse un solo proceso exitoso donde se alumbre una transmisión gestual o de carácter; y cada vez que se acomete un acercamiento, la mayoría propiciados por el originario e inagotable amparo de Mamma Roma, por ejemplo, cuando impele a Ettore a bailar el tango o al levantarlo de la cama en su primer día de trabajo, se produce ahí un choque de registros entre una vulcano y un perchero por donde se filtran una serie de desalineaciones que convierten el filme en multidireccional. Respecto al aparato, la Magnani conoce sus dominios y desarrolla familiarmente con él estrategias de frontalidad. Respecto al espectador, sin querer queriéndolo desplaza en él su precavida facultad de juzgar hacia el placer puro del mirar. La paradójica altivez, el orgullo desbordado con que esta campagnola entaconada responde al mundo para encubrir sus penas conquista una individualidad bigger than life (Guarner), más cinegética que histórica; independiente, el cuerpo de la actriz como accidente desdeña cualquier aspiración de lectura superestructural. Con sumo gusto, sin aparente reparo, cuando Nannarella entra en escena Pasolini se encomienda, consignándole acontecimientos, ritmo y lente. Ciertos travellings frontales hacia atrás, sabiéndola casi fuera, intentan recabar de ella la pasoliniana restitución polifónica, popular, de un equívoco hieratismo legendario. Sin embargo nunca menesterosa, Mamma Roma se esfuerza por apetecerse un poco fuera del resto.
Antónimo, su hijo Ettore, sustancialmente más dentro de su tiempo, guarda en el cuerpo la morosa verticalidad frágil de un castillo de naipes a la intemperie. Se agota, va vaciándose, como va menguando un paquete de cigarrillos (ver primera escena en que aparece). En comparación con Accattone, quizá por ser algo más joven y gozar aún de amparo, Ettore ostenta un embrutecimiento flácido, unas cualidades, respecto al primero, rebajadas. Porta el luto del neorrealismo, la resaca causada por la restauración pequeñoburguesa-clerical en Italia de la que el Gobierno de Tambroni y los manifestantes muertos en 1960 fueron solo una circunstancia. Merced sus cualidades rebajadas, gracias a la ventaja de tener en la mesa asegurado el plato, la correa de perro senequiana que hacía marchar a Accattone pegado al compás del carro material y social ─Viridiana (Luis Buñuel, 1961)─ se alarga ostensiblemente; la errancia preexiste siempre como probabilidad virtual para Ettore, pero también, aunque sombríos, los derroteros de algún posible y remoto milagroso anclaje. La falta de potencia, por naturaleza, de sus ademanes, se suma a cierta inexperiencia en lo concerniente a carecer completamente de recursos. Tiene al menos una madre y un traje, mal que haya perdido la mansa candidez de alguien como Domenico en Il posto (Ermanno Olmi, 1961), enfrentado por otra vía ─el funcionarismo─ a un destino igual de marchitante. El dubitante patetismo de Ettore, conducido por un tratamiento de la luz a espaldas de su figura, dirigiéndose quién sabe dónde cabeza gacha, a contraluz, es registrado similar al naufragio de Accattone (Tonino Delli Colli repite como director de fotografía). Sin embargo, mediante el cuerpo de Sergio Citti, reaparecido en Mamma Roma bajo el personaje de “Carmine”, sí podemos llegar a trazar una imaginaria historia alternativa donde Accattone, de no haber muerto, pudiera haber llegado a convertirse en el antiguo chulo que chantajea a Mamma. A Ettore le falta la soberbia de este ─su desgracia vendrá de intentar obtenerla─, y a ambos el pathos estelar de la Magnani, a cuya donosura basta un gesto para transportarla en carroza de oro de la anécdota a la categoría.
Definitivamente, esta cualidad de marcesible que reside en Ettore, su sensibilidad fría ante el embrutecimiento, en resumidas cuentas, su condición de contingente, es también donde habita el aliento del filme. Dos de los momentos más francamente bellos corresponden a sus tanteos con Bruna (Silvana Corsini):
En el primero, después de ser apartado por los amigos y su soberbia no estar a la altura, Ettore vaga entre los cascotes de unos muros descampados como no buscando pero en realidad esperando encontrar a Bruna ─lo sabemos porque revisa descuidado la cadenita de oro que se propone regalarle─, cuando ella llega, el plano-contraplano abierto que los enmarca a cada uno en general lo mantiene tímido, hasta que un paneo acompañando al joven dando el paso de regalar encuadra a ambos juntos momentáneamente; el plano-contraplano pasará, entonces, a aún más cerca, aunque subsiste una resistencia que se salvará cuando Ettore le proponga con cara de pillo: «¿…camminiamo un poquito, Bru?». Lo que sigue es un paseo negociado hacia el despertar sexual; Bruna jocoseando amablemente sobre la inexperiencia del chico, Ettore intentando mostrarse endurecido, no ansioso, escapándosele miradas de soslayo hacia la chica, ella, mesándose con descoco el pelo, revela por instantes la incitante pubescencia de sus axilas. Aunque Ettore solo parece estar pensando en una cosa, su cuerpo como que revela estar proyectando vagamente la vez siguiente: necesita hacerse con otra cadenita de oro o, en su defecto, con tres o cuatro mil liras que no tiene.
El segundo momento ─presumimos al día siguiente por la tarde─, tras conseguir Ettore el dinero para la cadenita casi comprometiéndose quedamente a delinquir, nos lo mostrará como siendo esta vez él quien aborda frontalmente a Bruna, con descafeinado atrevimiento. El découpage repite la operación plano-contraplano general del día anterior ─juntándolos mediante un paneo negociante cuando el chico se decide a entregarle la cadenita a la joven─, ganando, sin embargo, una variación precedente y consecuente: Ettore desvirgado ya, conquistando una pequeña gallardía, se emboba en plano detalle impudoroso con la camiseta senos sujetador de Bruna, plano que vuelve cuando ella, mostrando las axilas, se escota la cadenita de la Madonna, clarividente conclusión analfabeto-matemática del placer por venir.
Con diferencia, para el que escribe, el tercer y más bello momento es uno puramente cinetósico, solución formal del cineasta. Mediante tres enlentecimientos repartidos, Pasolini altera el movimiento de Mamma Magnani y Ettore buscando equilibrar, enlazando, la distinta rítmica de sus seres. Rozando el inicio del filme, mientras levanta girando en el aire al hijo de los recién casados, el de Magnani va primero; más adelante, previo al encuentro con Bruna, el caminar de Ettore se enlentecerá después de verse rechazado por los amigos; finalmente, cuando Mamma regale la moto a Ettore y ambos monten juntos, se dará, mientras cogen pequeñitos en un gran general la curva, la tercera disminución del diapasón, sellando entre ellos el más alto grado de maternofilial conjunción dichosa pleno de dramática ambigüedad.
Como contrapartida, el postrero destino inmovilizado de Ettore, crucificado en la sala subterránea de la prisión-manicomio; convulsionando, al igual que Accattone en comisaría, gritando socorro demente que lo dejen ir. El peligro del pesimismo o del fresco religioso amenazan ahí. No obstante, una noción banal del pesimismo será descartada si el espectador se abre a la concepción política, spinoziana, que Pasolini guarda sobre la esperanza ─contracara del miedo que puede fácilmente voltearse, continente de inclinaciones tristes (arma de las más eficaces con que cuenta la gobernanza)─, mientras que el bloqueo devocional que exige el símbolo religioso es discutido por una serie de travellings y cortes elípticos encerrados sobre el cuerpo de Ettore en paralela edición al sufrir de la madre.
Muchos años y bastantes filmes después (septiembre-octubre de 1974), Pasolini, ataviado con su embozo crítico, loaba de La nuit américaine (1973) la «extraordinaria armonía obtenida por Truffaut entre partitura y repertorio», mientras que a la vez, con premeditada ambivalencia, cuestionaba el camino que por necesidad había recorrido el cineasta para lograrla: una ligera «convencionalización» de los personajes intervinientes, de la «ejecución técnica». Según sus conclusiones, el ritmo pudo consagrarse como la fuerza dominante de La nuit américaine por tratarse de un filme concebido sobre todo en la moviola. Escribe: «a través de esta feliz convencionalización, Truffaut paga bien caro haber logrado su filme; porque precisamente esta convencionalización es también su límite, precisamente porque es miedo a la falta de límites». Dicha ilimitación, indagada por Pasolini con arrojado esmero tras Mamma Roma, dio lugar a sociológicos, socarrones, desenfados en celuloide, en retrospectiva (tomando en cuenta la comprometida calidad de sus dos primeros filmes), de valor relativo ─por ej. La rabbia (Pasolini, Giovanni Guareschi, 1963) o Uccellacci e uccellini (1966)─; también algunos en los que, quizá, una teoría menos enfardada lograría defender más asertivamente las principales fijaciones del cineasta: «el barro», «lo material», «la realidad», etc. ─por ej. Il Vangelo secondo Matteo (1964), Teorema (1968) o Porcile (1969)─. En el caso concreto de Mamma Roma, el límite lució como enseña el nombre propio de una actriz.
Periodista: «Aparte de las fallas, ¿cuál es el elemento que siente que tiene en común con Magnani?»
Pasolini: «La angustia. Somos dos seres petrificados por la angustia. Por eso nuestro encuentro es cosa difícil, porque es el encuentro de dos angustias y, por lo tanto, de dos personalidades no modificables».
Como demostró tardíamente la debacle del sistema de estudios hollywoodiense, en ciertos momentos, ciertos cineastas, sacan lo mejor de sí acotados a los límites que les impone la profesión. Sin los procesos de identificación ─debidos a su declamatoria carrera─ que Nannarella pone naturalmente en juego ─o sea, si su latiente carne sufriente no trabajara para nosotros tan tornado como un dechado de contraplanos─, la serie de vistas desde las afueras de la ciudad ─hasta seis─ funcionarían similar a los insertos de la barriada-muro cuando su primer filme: aquellos nos impelían a considerar la desgracia de Accattone precipicio vertical, contemplación consistente en meditar la infinidad de glutinosos homicidios perpetrados por el paisaje (se nos viene encima), en cambio, Mamma Roma llorando la distancia evoca en nosotros un vértigo muy dispar, el cariz de la impotencia individual, compartida (hermosa solidaridad del dolor a la que Pasolini se entrega como articulador con animosa profesionalidad devota). La elección de piezas de Vivaldi, en vez de las de Bach, manifiesta un gran deseo de conmensuración autóctono (punto de vista).
Por recuerdos de Nico Naldini, sabemos que el poeta-escritor-crítico-cineasta hizo cuarenta quilómetros en bicicleta desde Cesara a Údine para ver Roma città aperta (Rossellini, 1945). Para finalizar, he aquí su crónica, escrita en algún momento entre 1955 y 1960 (prestar especial atención a las últimas siete líneas):
«Pero qué golpe al pecho cuando, a un desvencijado
cartel… me acerco, observo su color
ya de otro tiempo, que muestra el cálido rostro
oval de la heroína, la escuálida
heroicidad del pobre, opaco manifiesto.
Enseguida entro: agitado por un interno clamor,
decidido a estremecerme en el recuerdo,
a consumar la gloria de mi gesto.
Entro a la arena, al último espectáculo,
sin vida, con personas grises,
parientes, amigos, esparcidos por las gradas,
dispersos en la sombra en círculos distintos
y blanquecinos, en el fresco receptáculo…
Enseguida, al primer encuadre,
me trastorna y arroba… l’intermittence
du cœur. Me encuentro en las oscuras
calles de la memoria, en los cuartos
misteriosos donde el hombre es físicamente otro
y el pasado lo empapa con su llanto…
Con todo, experto a fuerza de insistir,
no pierdo el hilo: he aquí… la Casilina,
en la cual tristemente se abren
las puertas de la ciudad de Rossellini…
He aquí el épico paisaje neorrealista,
con los cables telegráficos, los adoquines, los pinos,
las paredes desconchadas, la mística
muchedumbre perdida en los quehaceres cotidianos,
las tétricas formas de la dominación nazi…
Casi un emblema ya, el grito de la Magnani,
bajo los mechones desordenadamente absolutos,
resuena en las desesperadas panorámicas,
y en sus miradas vivas y mudas
se densifica el sentido de la tragedia
es allí donde se disuelve y se mutila
el presente, y se ensordece el canto de los aedos».
A Manny Farber
BIBLIOGRAFÍA
GUARNER, José Luis. Pasolini. Ed: XXV Festival Internacional de Cine San Sebastián; Donostia, 1977.
PASOLINI, Pier Paolo. Las películas de los otros [recopilación crítica]. Ed: Prensa Ibérica; Barcelona, 1999.
SALINAS, Pedro. La voz a ti debida [¡Qué gran víspera el mundo!].
Pasolini e la Magnani, sulla via per “Mamma Roma” – L. Finocchiaro y S. Martín Gutiérrez
Traducción del poema por Isaac Feyner.