UNA TUMBA PARA EL OJO

OLA DE ENCANTO

School of Senses [Érzékek iskolája] (András Sólyom, 1996)

School of Senses András Sólyom 1

Follow the Romany patteran
          Sheer to the Austral Light,
Where the besom of God is the wild South wind,
          Sweeping the sea-floors white.

The Gipsy Trail, Rudyard Kipling

Csokonai Lili cuenta diez y siete cisnes en un lago, pronto aprende a denominar la susodicha cantidad “número primo”. Tras débiles meditaciones, llega a la conclusión de que el cinco también entraría dentro de esta clasificación. Kéri Márton, el profesor transmisor de tal enseñanza, viaja por el mundo en calidad de agente comercial al servicio de la informática pujante, placas madre, la World Wide Web extendiéndose cual tela de araña sobre el orbe que las gitanas como Lili circundan. El hombre ama inconstante a diversas mujeres, a falta de un verbo mejor, unidimensional, furioso, tierno, creador de confusiones, centro de unos recuerdos invocados por la zíngara en una convalecencia frustrada desde la que el filme se proyecta. Despojados del nervio matriz o las extremidades primarias que nos posibilitaban poner patas arriba la tierra, ¿qué más podemos hacer sino escribir nuestras memorias en un húngaro a la moda/anticuado, más preciso, a nuestra medida? Eso hace Lili, y barrenando sus remembranzas asistimos una noche de noviembre al filme de Sólyom, canalizando una novela hasta ahora no traducida del aristócrata Péter Esterházy, conde juguetón, ascendencias crispadas. Tras un primer visionado y la certeza de haber alucinado estos años noventeros ya añorados con la imprecisión del heroinómano que no es capaz de elegir la zona donde la punta de la aguja deberá clavar su acribillada piel, hacemos pausa. Algunas reflexiones, un regreso fugaz a frases del diario de Lili. No basta. Debemos reintegrarnos al filme en esta primera persona imaginativa de un plural inexistente, pues soy yo el que lo ha visto, y no nosotros, disculpen si la noche me llena de comunidades invisibles. Así se mantiene mi horario últimamente, de 23:00 a 8:00, horas sagradas donde culminar las imposibilidades del día en lo más cercano que puedo llegar a cierto plano astral, mi donación al cosmos, pensamientos generosos, toca socializar. Lo dicho, segundo visionado.
          Deben de ser cerca de las 4:00. Madrugada. Perplejidad. Las imágenes, lentes entintadas de un celuloide hechizado por disoluciones violentas, suaves, veleidosas, de este a oeste, casi de alma corsaria, chalés al lado del mar, en playas donde un estancamiento vacacional aparenta abrir un horizonte de perspectivas, relanzan el pasado, hermanándose con esa visión fraternal de un Carlos Reichenbach fin de siècle, suspiran los días pendientes bailando lejos de rascacielos y hormigón, paréntesis, curva de aprendizaje, bajo la lluvia, al lado de los cisnes, la única cosa que importa son los pensamientos que uno tiene los cinco minutos antes de quedarse dormido. Conforman detenciones impúdicas, dudosas, en ellas los elementos y pasiones exaltan y dan más miedo de lo corriente, en su dudosa dualidad marcarán nuestra memoria y volveremos a ellas dándoles la vuelta si así el humor lo pretende, recordaremos cuando hicimos el amor y nos dio miedo llegar hasta el final. Ni Reichenbach ni Sólyom juegan con elementos de derribo, hacen alianza con la energía de las personas trocada por el punto más vital de revelaciones, una entrega primitiva a afectos que a ojos ajenos podrían parecer grimosos, exagerados, corazoneros, cuché, olvidando que la desvergüenza del iluminado bajo la luz de varias lunas, fugitivo, entre clases, encrucijado, en la expresión más sublime, adquiere un tinte aristocrático, lejos de lo que menos nos interesa del cine: la solemnidad monocromática del templado respetable. Queremos desborde lumpen, voluntad férrea de próceres valerosos obsequiando la tierra al conjunto de heredades. Añade este filme húngaro la experiencia de desmayos superpuestos destensando la intermitencia del fluir del día y lo noctívago encontrada en Falsa loura (2007), incorporando aquí, es conveniente añadir, una vista de becada, surcando el cielo en un viaje diarístico febril por pasados que comienzan en las tierras bajas de Csepel, un diecisiete de septiembre, deslealmente fiel, orfandad temprana, encuentro de su propia sexualidad, tras sobradas inundaciones, en la edad culminante de la pubertad. Ahí llega Kéri Márton. Las imágenes pasan ante mí en esta ocasión con una extraña calma que no había presentido la primera vez, señorío reposado de quien ya conoce el final de la historia, algo más también, la construcción de una lírica romaní, cuyos gestos de mujer exaltada van desde la revelación de Hanan Turk en la imperecedera Dunia (Jocelyn Saab, 2005) hasta la fatal mezcolanza del calor brasileño, comparable a unas entrañas expuestas en matanza de cerdo, causantes de envenenar la voluntad hasta el punto de hacerla blindarse a la luz del sol.
          El resto fue descontrol, éxtasis mundano. La noche podía terminar en termómetro de afectos rebasando la exosfera. Amanecía y ni siquiera resultaban quebrados los anhelos, el traspaso al desayuno conservaba una continuidad amazónica bestial, de tierra quemada, destello cegador antagonizando la caída hacia las formas demasiado concretas del día, entonadoras de su enfermizo marchar. Encaminar la ruta hacia el centro de la urbanización donde habito estas datas de transición, en búsqueda de un futuro cercano a un conato de mística por ahora informe, me hizo contactar travestido de hermano con el filme, las palabras rezumaban inquietas en mi cabeza, separaba su plasmación al papel una pequeña siesta, baño rigurosamente sentado, sin derroche, y la predisposición mental adecuada del día que ya no era siguiente ─la noche en vela confunde cualquier calendario─. Me aguardaba un ansioso sueño.

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AIRADA GUERRA DE DESTRUCCIÓN TOTAL

Perdonen la apresuración. El ardor del instante ha dado paso a algo cercano a la calma inquieta. Centrémonos en la alquimia obtenida del filme comentado, un sincretismo de montaje mantiene las constantes, afiliaciones, filias, de los años que lo vieron nacer, no hay aparente mesura en lentes entintadas de carmesí, blanco y negro, azul verdoso, un destello color sangre coagulada interrumpe un fotograma estableciendo un resquebrajamiento de retentiva bohemia cuya misión en esos días futuros pasa por recordar en forma de ola encantada los devaneos, prontos, culminaciones, prolapsos, que agrupados ahora acomodan un abanico de pigmentos proveídos por la sombra y llama de esta mente femenina hiladora, nobiliaria. La voz en off sobrepuesta a la moza, proporcionada por Kati Lázár, clara disarmonía en relación al cuerpo, cercana a los cincuenta años, timbre relatando los gozos y umbrías de una joven en la que se encarna, establece así una distancia amable, rarificadora, que ayuda a recibir la experiencia de Lili desde una engañosa serenidad, y a nosotros asumir su travesía como si estuviese narrada en un periodo remoto, a título de balada, cuyo solapamiento con la actualidad resuena y cruje los tintes y cortes del metraje. Mientras otros filmes de latitudes semejantes tienden a dejar escapar su desmesura en grandes angulares, folclore soez y suciedad indecorosa, esta Escuela de los Sentidos opta por limpiar, a la manera de Lili, el polvo, los despojos, con severidad romaní, una guerra contra el desorden (el feo maltrato a ojos ajenos), en tanto resida la esperanza de que la retirada de la porquería ayude al Reino de Dios a establecer asidero en este mundo. Nos llegan estas memorias de cisne imantado al lago, nostálgico por el calor del sur, surcadas de, repetimos, encanto, sugestión: una lectura de cartas, el reconocimiento recíproco de belleza en las manos de otra, un tercer personaje, apodado chica guapa, rubio, de cabello virando entre Monroe y la androginia, aficionada ella a grabar las circunstancias que la rodean, tres hijos violinistas, marido ocupado en asuntos de esquí durante pleno mayo, mes del amor, brindemos por él. Cuando la vida se disuelve entre las luces de una piscina y la primavera anuncia su fin, quizá tan solo unos espíritus ansiosos de plenitud consigan escurrirse y fundirse entretanto Lili y su amante hacen el amor ante este panorama, observados por la chica guapa; encontramos livianos estos primeros momentos de felicidad, mestizos, tan deudores de la atracción por las posibilidades estéticas de su año como de la fabulación entrecortada de una balada atávica. Aquí atesoran el cancionero de los errantes, pronto será atacado por las lentes deformantes de Samael. El momento llegará cuando un cuerpo solo no baste.
          El cine ha atravesado una violencia dúplice, ruborizada de sí misma, timorata y más segura que un trípode incapaz de desenroscar tuercas. Si había querencia por desatar anclajes y volverse luminosa la secuencia, desenfrenada, lo ha hecho cambiando de ropajes, canjea el estatismo dogmático del asceta por la exuberancia farisaica, también estática, del cineasta chic que firma sus iniciales con purpurina y colonia francesa. Reclamamos desde aquí, tras haber visto el filme de Sólyom y drogarnos con él, la verdadera desanudadura de cualquier miramiento, si queremos alumbrar con neones, hagámoslo lanzando la cámara al vuelo, adoptemos los ojos del halcón, tiñamos de negro nuestra voluptuosidad, no la disfracemos con vistas a exhibirla en folleto informativo asignado a fiestas del cine decadentes, ofrezcámosla como Lili, expuesta, paradójicamente cerrada al exterior y con un pequeño agujero desde el cual el resto de mirones pueden colarse y alzar el vuelo en colisión directa con la particular línea de tiempo que nos engarza y maldice. Si queremos usar luminiscencias, mandemos al traste la geometría y confundamos los elementos rítmicos, tornemos a Nuestra Señora de París, seamos patizambos y aturdamos las vidrieras casándolas. Se trata de introducir en la savia corrompida las pulsiones de asesinato que no nos abandonan, pues demasiado queremos ver morir, arder, quebrarse, fundirse con un último fuego en una suerte de fogata sincrética de recuerdos inmolados. Fruto de este proceso emerge el devenir último de la gitana.
          La envidia se cuela en las escenas retrospectivas impulsadas desde la convalecencia infructuosa, celos por la esposa rubia, la que siempre ha estado ahí porque quién no tiene esposa. Lili estaba dispuesta a permitirlo todo salvo su exclusión, la mera repetición de un gesto de cariño ─deslizamiento del dedo índice por la frente a modo de comienzo de genuflexión─ en dicha dama marcará el comienzo de su trayecto en el vagón de la bruja. El parte meteorológico anuncia vuelcos. No se trata de una peonza lo que supervisa la existencia de Lili, sino de una trompa, y se le están escapando sus vueltas, intenta remendar los desvaríos viajando por primera vez en un tren nocturno con literas, siendo masajeada tímidamente, una mano separa el dobladillo de sus bragas dejando ver la carne, permaneciendo solo un rato la extremidad ahí dentro, como si estuviera revisando. Al día siguiente, entre los dos pasajeros sospechosos, semejan tan formales que cuesta imaginarlos impúdicos. De ahí, la violencia no amenaza el poema, pero lo disloca, comienza a horadar la vegetación, a confundir el cielo con el subsuelo, la cruz, el solaz es negro, un desconcierto espacial cercano a la sobreabundancia de eternidad en el instante, cuyo bulbo nada debe a monigoterías del este europeo convertidas en mediocre, inofensivo aparataje simbólico-cinematográfico, aquí se retorna a la vanguardia, a otro tipo de experiencia de raíz, dado el giro al orden natural, construido tecnológicamente un nuevo estatuto de la naturaleza, su vértigo y el delirio resultante. John Cage enuncia: No la percepción de las proporciones de las cosas que están fuera de nosotros sino la experiencia de la identificación con lo que está fuera de nosotros (esto es obviamente una imposibilidad física; por eso es una responsabilidad mental). La cuestión es ir acercándose cada vez más a un televisor que videográficamente captura el momento del accidente en bucle, un coche desviándose de la calzada y dando vueltas por el cielo, con cada repetición, el accidente suma un milisegundo más, en la primera ronda solo lo vemos desviarse, en la última, con la cámara casi tocando el cristal, la explosión se ha completado. En la memoria el incendio debe encontrar su propio ritmo para manifestarse y tomar cuerpo. Constituye este momento el fallecimiento del encanto primigenio, ahora la silla de ruedas moviéndose maniacamente, siendo propulsada por Lili, deserta de su proxeneta griego, intenta dirigirse al punto donde encontrar el socorro celestial, los fotogramas destellantes atan flecos restantes de memoria en un agraciado patrón cadencioso que nos asoma a una oriental demencia lúcida, carente de piedad, apegada a terminar la composición métrica más que a redondear el amor o ceder un perdón a destiempo. Es aquí cuando vuelven los cisnes, diez y siete. Volver a pasar por el círculo, asunto de temerarios.

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Terminado el escrito, retorna la luna. Al estar en el confín del hacerse viejo, siento ya unos pequeños signos de “la fiesta ha terminado”, desatento a ellos sobrevivo el resto del día, recibiendo señales indistintas, confundo saludos, tomándolos por advertencias de estocada. Llego otra vez al dormitorio, la pequeña siesta casi parece dispuesta a irrigarme de flores singulares, una sintonía de serafines inclinados a calmar el cansancio acumulado. Poco dura, la necesidad rápida se colma, displicente al letargo. Me despierto antes de que el portero se quite los ajuares. Continúo solo, y después de una rápida ducha, tomada a regañadientes con el cuerpo en pie, apago las bombillas, tumbado ya en el colchón, tapado hasta el último centímetro del cuello. Así vino a mi mente el norte.

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‘¿Cómo has de andar bien? Esto debe comprenderse de dos maneras según la palabra del profeta que dice: «[Al llegar] la plenitud del tiempo, el Hijo fue enviado» (Gálatas 4, 4). [La] «plenitud del tiempo» existe en dos aspectos. Una cosa está «plena» cuando se halla en su punto final, así como el día está «pleno» cuando anochece. Del mismo modo, cuando todo el tiempo se desprende de ti, el tiempo está «pleno». El otro [aspecto] se da cuando el tiempo llega a su fin, es decir, la eternidad; porque entonces todo el tiempo termina, pues allí no hay ni antes ni después. Allí todo cuanto existe, se halla presente y es nuevo, y allí abarcas, en una contemplación presente, aquello que sucedió, y que habrá de suceder, en cualquier momento. Allí no existe ni antes ni después, allí todo está presente; y en esa contemplación presente estoy poseyendo todas las cosas. Esta es «plenitud del tiempo», y así ando bien encaminado y soy verdaderamente el hijo único y Cristo.

Que Dios nos ayude para que lleguemos a esa «plenitud del tiempo». Amén’.

Sermón XXIV, Maestro Eckhart

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LATENCIAS III

LATENCIAS I
LATENCIAS II

Forty Guns (Samuel Fuller, 1957)
por Roberto Amaba

Todo parece sacado de quicio en Cuarenta pistolas (Forty Guns, Samuel Fuller, 1957), tanto que es lo más parecido a un wéstern futurista que jamás se llegó a filmar. Y sin embargo una razón, una cordura explica por qué tanto arrebato queda bajo control. Es el estilo quien reconduce y transforma la energía hasta hacer de ella una flema y una necesidad, un discurrir de la luz que penetra y se adapta a las entrañas de la cámara para luego derramarse serena por las esquinas de una pantalla. En el ámbito de la estética moderna el estilo es definido, al margen del conjunto de ideas y rasgos representativos de un creador, como destreza múltiple y herramienta compleja, como acto que penetra, analiza y desarticula el mundo. Un concepto que, contra la creencia, no recompone ese mundo, que no genera una visión del mismo, sino nuevos mundos separados por una membrana permeable entre lo técnico y lo humano, entre lo real y lo imaginario. Gracias al estilo como mecano cognitivo, como neurosis y como instrumento que facilita la reaparición de las formas supervivientes, vislumbramos al artista y somos capaces de interpretar los intercambios y las vacilaciones entre la estetización de la vida, la entonación del arte y la llegada de la muerte.
          Flotamos en el amplio salón de lo que ya no es rancho sino mansión. Un aire mortecino, de pompa fúnebre y ataúd gigante, domina la estancia. Alfombras, mobiliario abigarrado, flores y jarrones, cortinas, lámparas y esculturas, copas de cristal. Este remedo de civilización importada a carretazos desde la costa opuesta del país no puede esconder el mal gusto, la extravagancia, el kitsch, el hartazgo y, en última instancia, la decadencia del lugar y del sistema que no termina de cuajar. La síntesis es la de cierto absolutismo del espacio y del objeto donde la posesión y la ostentación son las formas de ejercer y comunicar el poder. Griff Bonell (Barry Sullivan) y Jessica Drummond (Barbara Stanwyck), mujer de látigo, cabeza de un dragón de cuarenta cabezas, déspota sin ilustrar, se sientan al piano. Un instrumento musical que prolifera en el género, pero no con esta particularidad de bien privado, de estatus y de aparente refinamiento cultural. No es una pianola, tampoco hay un alopécico miedoso y parlanchín sentado a sus teclas, ningún borracho se acerca a la escupidera que sucia se bambolea como un tentetieso junto a sus pedales de madera. Es un piano de cola y de duelo, otro ataúd tallado en lengua figurada, pulcro y pulido, sin agujeros de bala ni surcos de licor. Una artesanía de líneas esbeltas y atril calado cuya caja sugiere la misma curva e idéntico tributo que el camino de entrada: una fachada de inspiración colonial para otra muestra de la estética como estrategia de legitimación.
          Esta civilización postiza y mortinata se levanta sobre el humus, sobre la inseguridad propia de los cimientos anclados en un cenagal, sobre huesos y lombrices, esto es, lo real: el relato y el retrato –los ojos muertos contra el cielo– de un asesinato. Y no uno cualquiera, el de un crío con el que no se tuvo piedad. La cámara, montada sobre una dolly, encuadra a la pareja en un travelling cadencioso hasta fijar una composición simétrica. La imagen ha pasado de plano general a primer plano y de un ángulo picado a otro enrasado con las miradas. La posición de los cuerpos, el desplazamiento de cámara y la geometría interna transmiten una sensación de calma y centralidad. Esta falsa quietud de la escena es la de un planeta que gira sobre sí mismo a más de mil kilómetros por hora y que pretende el sol a más de cien mil. La paz universal se mantiene durante treinta segundos de monólogo para, acto seguido, deslizarse.

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El alud siempre comienza con la inclinación de un copo y, dentro del copo, con la rotura de un cristal. La variación del ojo se activa al mismo tiempo que la del oído al coincidir con el cambio de tema en la conversación. Esta sincronía audiovisual es sibilina y afianza la puesta en escena. El movimiento es apenas perceptible pero convierte el viejo encuadre simétrico en otro de moderado desequilibrio. Y así queda, descentrado porque existe demasiado aire en la zona derecha del encuadre. De haber ocurrido al revés, de haberse acumulado el gas vital en la zona contraria, la pérdida de equilibrio, que no de armonía, habría sido compensada por el peso de las miradas. Si imagináramos la secuencia cinematográfica a la manera de un párrafo, diríamos que el plano consiente a regañadientes esta sangría francesa donde los protagonistas, tal es su potestad, se alinean en el margen izquierdo de la primera línea del texto. Esto sucede por la prevalencia del vector de lectura occidental y porque, a diferencia de la pintura, el cine es más sensible al desequilibrio en los primeros términos compositivos que en los segundos y terceros. Y en esta ocasión sucede en un lienzo apaisado, donde la relación entre la anchura y la altura del CinemaScope espesa la representación. ¿Qué pensaría Jean-Marie Straub de esta situación?

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La cámara se ha reorientado sobre su asiento, como si apareciera otro personaje por el segmento derecho al que prestar atención. Ese personaje es un candelabro. La inestabilidad alcanzada gracias a esa cámara retraída, al protagonismo del vacío y al escorzo de las figuras, encuentra su ser en el mundo cuando, desde la profundidad, desde ese espacio inerte y vacío, irrumpe un disparo. El proyectil sublima el cambio y desencadena el caos. El sonido retumba en la triple caja de resonancia, la del encuadre, la de la estancia y la del instrumento musical. La tensión previa era una latencia construida y solo insinuada mediante una operación cinematográfica donde la calidad material de los objetos ha estado actuando de manera taimada. La engañosa rigidez de las velas torcidas, la vibración impredecible del fuego, la caducidad de la cera. Lo lento es cálido, la pausa es fría, la temperatura es la del tiempo que no parece avanzar cuando la gramática del plano impone un todavía. El candelabro de cristal es una presencia que profundiza en la idea de contraste térmico y fragilidad. Por los prismas que amenazan con ahorcarse y por la transparencia del vidrio atisbamos el presagio, la fractura inminente, el péndulo de una verdad.
          Durante la secuencia los carámbanos han emitido un reflejo que no ha dejado de titilar sobre la superficie del piano. Una insidia y una emboscada, una luz sorda pero radiante que estaba actuando sobre nuestra percepción a la manera de un hipnotizador. Cuando segundos después descubramos los motivos, las palabras y los gestos del atentado, comprenderemos que, de nuevo, todo estaba justificado. El disparo eran los celos; el estallido, el ánimo del asesino frustrado. Ned (Dean Jagger), sheriff de juguete, poder castrado por la feminidad, confiesa su amor secreto, su pérdida de tiempo y su ganancia de vejez. Ya no le sirve aguantar, tener paciencia como le solicitaba su oscuro objeto de deseo. Oscuridad, Jessica es hosca, amazona enlutada que galopa el blanco y de la que se desprende solo cuando tiene motivos para hacerlo: la muerte de su hermano. Lo hará primero de busto y luego, a la carrera, de cuerpo entero.
          La planificación de la escena, modulada sobre el uso del picado, del formato apaisado, de la profundidad focal, del mesmerismo de los objetos, de la ausencia de corte y del movimiento lateral de la grúa, aparece en un tono más bajo que el dominante en el resto de la película. No obstante, sigue concordando con el conjunto. Podríamos pensarla como una variación más melódica de la escena del tornado y la choza. La conclusión es la siguiente: la violencia con la que se etiquetó a Samuel Fuller no era una falacia, pero tampoco una verdad compacta. Porque en sus imágenes es probable que, como en aquellas de Corredor sin retorno (Shock Corridor, 1963), sea la fuerza interna del cuadro la que se desmanda mientras la cámara, atónita, la aplaca. Más allá de su experiencia militar y de la influencia de otros maestros, siempre hubo un dejo oriental en Fuller, una elasticidad entre la cólera y la serenidad. Aquí, la discreción de los desajustes hace que la sorpresa funcione a un nivel más elevado que si estos hubieran sido explícitos. La puesta en escena adquiere una regularidad paradójica porque se somete al estilo, es decir, porque existe un impulso creativo que trasciende el terreno del arte para encontrarse con la exuberancia fugaz e indisciplinada de la vida. Asistimos a una operación donde la causa final puede ser brusca y sádica, irracional y supersónica porque cuenta con el sustento de un programa suave y compasivo, lento y cerebral.

ENCANTADO DE CONOCERTE AL FIN

ESPECIAL JOHN DUIGAN

Lawn Dogs (1997)
Winter of Our Dreams (1981)
John Duigan y Winter of Our Dreams – Entrevista
Romero: Dos visiones
Careless Love (2012)

Careless Love (John Duigan, 2012)

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«Only the great whore of Babylon rises rather splendid, sitting in her purple and scarlet upon her scarlet beast. She is the Magna Mater in malefic aspect, clothed in the colours of the angry sun, and throned upon the great red dragon of the angry cosmic power. Splendid she sits, and splendid is her Babylon. How the late apocalyptists love mouthing out all about the gold and silver and cinnamon of evil Babylon. How they want them all! How they envy Babylon her splendour, envy, envy! How they love destroying it all. The harlot sits magnificent with her golden cup of the wine of sensual pleasure in her hand. How the apocalyptists would have loved to drink out of her cup! And since they couldn’t, how they loved smashing it!»

Apocalypse, D. H. Lawrence

UNA TENDENCIA HACIA LA REVOLUCIÓN

En los últimos días de invierno, a mitad de recorrido en la filmografía de John Duigan, tras haber visto Lawn Dogs (1997), nos invadió una perspicacia: el pasado temprano del cineasta se adivinaba rellenado de problematizaciones políticas exteriorizadas, adjuntadas a diferentes movimientos y anhelos, prototípicos e intransferibles, acompañando los tardíos años sesenta, periodo de su formación y confirmación moral. Hubo un momento en el tiempo, pensamos, en el cual Duigan tuvo la oportunidad de casi ver trasplantada a su propio contexto una transvaloración de calado sentimental, en actos tan sencillos como el vagar juntos, la mostración y el juego con la piel propia y ajena, la redistribución de los besos y tanteos, renegando de leyes, despreciando asimismo con tristeza la restauración social subsiguiente, mediados de los años setenta, ochenta, cuyo desarrollismo acarrearía la hegemonía de una superestructura económico-ética basada en hedonismos y consumismos totalitarios ─tormento de época que acosó también a Pier Paolo Pasolini hasta el día de su asesinato, haciéndole llegar a abjurar en 1975 de su trilogía de la vida─, marcas estas lidiando, en el australiano, con un espíritu soterradamente punk, clandestino entre el cambio de la década y el deceso temporal de variadas revoluciones contraculturales, pero no sepultado.
          Aquello trasladado a las profundidades del cuerpo o de la tierra saldrá de nuevo a la luz si la ocasión propicia un rebajamiento del lujo, lo llamado con asiduidad “vuelta a las raíces”. Eso lo sentimos incluso antes de pasar por nuestras retinas Winter of Our Dreams (1981) o Mouth to Mouth (1978) ─en su periplo por la prostitución australiana de barrios marginales, Jeanie se permitía un margen de tiempo para pintar las uñas de un cliente dormido, color escarlata, gentileza provincial, pequeño jugueteo de rebelde tamiz en pleno infierno urbano─. Ahora con Careless Love, nos decíamos, la ocasión era propicia, ocho años habían pasado desde su último filme, y de la ambición escénica manifestada en el presupuesto inflado de Head in the Clouds (2004) ─Charlize Theron, Penélope Cruz, etc.─, volvemos a la Australia natal, treinta días de rodaje, equipo mínimo, billetes contados en menos tiempo del habitual. Hora de replantearse sin tanta cortapisa los términos de esa ética secular en la que el cineasta venía trabajando durante décadas, eterna promesa de manifestarse en forma literaria. Careless Love, última instancia hasta el momento de la trayectoria del cineasta, segunda década del milenio abriéndose en plena crisis económica, año 29 repitiéndose indigesto, dirá un cliente, mejor tener cuidado con los fondos bursátiles.
          Reina noche intempesta en el carácter sidneyés, bancos centrales alumbrando sus marcas en la madrugada, Emirates, sobre rascacielos cuyo influjo ya sobrepasa cualquier mirada; no constituyen una rejilla acristalada cercando el mar, a estas alturas han pasado a penetrar la urbe como una especie barbárica de inmensidad acuática, miremos a donde miremos, domina el hormigón, acero, luminarias de alto voltaje traspasando los vehículos, que salvan los obstáculos de aguaceros casuales, en taxi o con chófer. A esta última opción se acoge Linh Nguyên, australiana de ascendencia vietnamita, la acompaña Mint, tailandesa, y conduce Dion, irónico conductor cuyas bromas a costa de la profesión de sus compañeras denotan complicidad pasándose de la raya, cayendo manchadas justo al lado del afecto. Resulta fácil introducir frases hechas, risotadas soberbias, retahíla de condescendencias, al tratar con Mint y Linh, escorts, call girls, prostitutas, en sentido lato, trabajando para la agencia online Orient Express, a las órdenes de Martina, particular madama cuya presencia resulta capaz de sobrevolar tres vidas sin mostrar cuerpo alguno más que en unos pocos segundos. Manifiesta voz y órdenes mediante teléfono móvil. No semeja severa.
          Linh personifica a la heroína duiganiana llevada hasta consecuencias de translucidez racional con respecto a su propia conciencia, falsas elecciones bien delimitadas en su mente, precavida, sabia a la hora de manejar sentimientos y sexualidad de cara a los demás, en la urbe, ella corta el tráfico de apetencias comiéndosela con los ojos, desconcierta su charla coloquial no por explicitud de lenguaje, sino por la relativa poca importancia que infunde a los términos del parloteo alrededor de las transacciones sexuales. Capaz de simular cariño manteniendo una coraza que ningún cliente será capaz de traspasar quebrándola, no arruina el orgasmo de nadie, se presta a juguetes eróticos, tampoco acepta grupos, poco importa esta intimidad ingrata a la hora de la mostración directa, y menos aún en la mostración indirecta, plaga del cine en los últimos 20 años, fueras de campo a cada cual más despiadado, o insinuaciones de una crueldad omnipotente cuya grandiosidad subrayada en la sombra disminuye el centro del asunto: el chico, la chica, prostituida, cuya conciencia y preocupaciones bien locales deben jugarse, o así lo hace el australiano, en un campo algo más abstracto de aventajamientos a las continuas supuraciones de libido desafectado, aburridas inquisiciones en vidas ajenas, sintetizando, aquello que Duigan jamás ha buscado a la hora de infundir calor a un mundo en vías de congelamiento político, carnal, espiritual. Acogiéndonos a los hechos, Linh necesita dinero, punto, y de ahí surge su agudeza incrementada por las vacas flacas, un adueñamiento de las capacidades perceptivas y conversacionales, en pos de ayudar a sus padres y hermano, a kilómetros de la gran urbe, inmigrantes de existencia precaria, sin trabajo la figura paterna, desligada esta primera generación, fugitiva del país que la vio nacer, en el que el progenitor asistió a la decapitación de su propio padre a manos del Vietcong. Boat People los llaman, registrándolos, apartándolos en una vida de ultratumba terrena, experiencia de exiliado desfasado con el nuevo lenguaje, abocando despojado de maldad a la segunda generación a retomar, lucidez en cuerpo y exuberancia en mente, algo de la dignidad perdida.
          La protagonista cohabita una soledad intelectualmente compartida con el aula universitaria, su tutor ─el propio cineasta actuando, gustoso con retranca cándida y burlona al escuchar sire seguido de su nombre─, compañeros, y Luke, cliente de trato reciente, un marchante de arte cuyo pasado político lo convierte en el tercer exiliado del filme, junto a las dos escorts. Aun hoy, el trabajo acecha a Luke como una sombra dispositivizada en teleobjetivos, binoculares, desenfoques provenientes de un afuera cuya conciencia adquiere la categoría de “vetada” en una apariencia superficial. A través de este círculo social, Linh recibirá cancha y enunciará variados discursos preclaros, faltos de enrevesamientos académicos, alrededor de fanatismos religiosos, pequeños imperios del mundo contemporáneo con raíces atávicas, normas matrimoniales fundando la piedra angular de toda sociedad que marcha, persevera, que de uno u otro modo consigue volver a reproducir en su seno las condiciones esenciales de producción, reproducción, etc. La prostitución coyuntural, una especie de subversión no admitida en las conciencias, a pesar de contar incluso con legitimación jurídica, policial, sigue siendo estigma, huida terrible, cabe afrontarlo cara a cara frente al tribunal y exponer el propio caso, biografía inalienable, ver de qué manera choca este desorden particular con las existencias reglamentarias de los arquetipos multigeneracionales que Linh ha tenido la contingencia de tocar, besar, tratar, trabajar, cerrar la medianoche.
          El vestuario de Linh muda con ella según la hora asignada y el eventual contacto con clientes, trabajo, amigos, tutorías, universidad. A veces los vestuarios se inmiscuyen, en su cuerpo combina el entallado que pide no tocarse y a la vez que me desnuden porque aprisiona con la ropa deportiva más funcional. Su pintalabios brillante color nude para cualquier situación contribuye a propagar una confusión dulce, propicia que podamos entrever en varios contextos la fascinación que Linh, con su porte de natural atractivo autosuficiente, provoca en derredor a quien la observa. Sus armas no son tan versátiles como su armario, aun así su personalidad, que es múltiple a la vez que recta, goza de una adaptabilidad al momento guiada por la razón más severa. Linh es capaz de desatar para sí, y sobre los demás, procesos personales de escisión selectiva que refuerzan áreas de atomizaciones estratégicas, y es aquí, en el tête à tête, código de profesión, contienda irremediablemente frontal, donde la psique puede calcular variables futuribles, un sinnúmero de modos de personificarse, estableciendo un tiempo de retardo consciente para contestar a la situación adecuadamente ─salvo cuando se trata de mentir, cosa que nuestra protagonista, experta en elusiones, evita en la medida de lo posible, aunque, cuando se vea forzada a hacerlo, lo hará de carrerilla, tendrá su argumentario bien estudiado, chiquilla extranjera aplicada, lo soltará sonriente, puede hacerlo incluso mientras nos aguanta la mirada o dejando caer una risita; sin conocer el trazado de su biografía completa, imposible saber si estará diciendo la verdad (siempre lo parece)─, avanzando por la cuerda haciendo equilibrios, uno debe intentar sostenerse aunque la posibilidad de medrar siquiera encuentre horizonte. Esa universidad como institución propagadora del pensamiento de vanguardia que durante la segunda mitad del siglo XX propició algunos incendios, espacios de reunión, ingredientes para el caldo de cultivo intelectual en algunas luchas, hoy, ¿dónde se encuentra? Paradójicamente, los estudios de antropología social que cursa Linh le sirven a título individual de puesta a distancia. Mediante ellos, escala en la adquisición de una comprensibilidad trágica sobre el ser humano en general, se imbuye de la clemente serenidad que otorga el amor por el conocimiento, por el crearse marcos conceptuales en cierta medida justificadores ─la potencia pensante como redentora de la realidad provisional─, es decir, la mayor fábrica espiritual de ciudadanos estoicos, ascéticos, cuando los tiempos históricos se presentan convulsos, decadentes e individualistas. Linh sobrelleva con serenidad los acontecimientos contrarios a las exigencias de la regla de su utilidad inmediata porque se ha hecho consciente de haber cumplido, al menos hasta donde le ha sido posible, con su deber, tras asumir que su potencia no ha sido lo bastante fuerte como para evitarlos todos, y que ella misma es solo una parte de la colectiva naturaleza total, cuyo orden seguimos.
          Como buena practicante estoica, sin embargo, parece abrigar una esperanza y superioridad contraintuitivas, principalmente sobre aquellos que pasan sus días cursando grados de BusinessE-Commerce, lo que quizá les reporte tener el dinero suficiente como para contratar a chicas como ella, poco más; se nos hace adivinar que Linh busca otro tipo de triunfo sobre el resto: el moral, y creemos que llegaría a sentirse colmada si consiguiera que sus argumentos encontraran un hueco en la historia de la academia, que alguien con amor por la lectura como ella misma, a su vez, la leyera. Sentimos una insoslayable piedad por la chica ─piedad que Linh en ningún momento pide─ cuando la vemos racionalizar, escribir, los pensamientos sobre su situación en ordenador portátil al final del día, o contemplándola leer un libro de Michael Foucault, bien en la clasista biblioteca de la universidad, bien dentro del coche esperando su próxima cita. Duigan es capaz de captar la tristeza, cualidad de cárcel urbana, y al mismo tiempo, si nos acercamos a la costa o el cielo se deja entrever un relieve adyacente de majestuosa fuga. Entre madrugadas indistintas, revueltas, se toleran subsistir pequeños arcos con los clientes, los cuales sirven tanto como prolongación de la contextualización económica como de mostración de los distintos tipos de gratitud o desprecio personalizados. Al lidiar con temas de esta índole, imposible evitar la necesidad de airear un poco las perennes, simples, deplorables torpezas que pueblan las fantasías masculinas, como lo juzgó necesario mostrar Lizzie Borden en Working Girls (1986). ¿Cómo no iba a escapársele la risa a nuestra heroína cuando un cliente la hace vestirse de colegiala? Ironía de universitaria más consciente que cualquiera en lo referente a los procesos antropológicos y de poder que conlleva la inscripción.
          Anejado su físico a estos golpes sordos en los intercambios voluptuosos, deberemos empezar a meternos en la cabeza que una ecuanimidad farisaica no ha lugar en tales lides. El tiempo de pintar a los soldados de ambos frentes con un tinte intransferible ya pasó. De tantas gradaciones cromáticas, acabamos perdiendo de vista el corazón de la conflagración y ya no recordamos por qué estamos luchando. Contrarrestar la problemática conlleva tener claras las asunciones fantasmáticas que el grueso de la población asume para con el otro cuando este no le concierne en demasía, una común inecuanimidad que Duigan lleva acogiendo a contramano, hablemos de los acomodados amigos de Rob en Winter of Our Dreams, los habitantes presuntuosos de Camelot Gardens en Lawn Dogs o todos los personajes masculinos de Careless Love salvo Dion y Luke. Ninguno adquiere una verdadera tridimensionalidad tan poderosa como la que pueden poseer otros caracteres principales en las ficciones del australiano, algunos se pasan de naif, caso de Jack “Doolan”, otros de ridículos. Hay un grado de grosería en ocasiones, no lo dudamos: gracias a ello aún contemplamos una tenue línea divisoria, algunos cuantos manifiestos resistiendo los repliegues y humedades de las décadas, escritos cuya cualidad de eslogan provenía no de una manipulación pacata y resistente al arrojo en formas, sino de una voluntad por plantear una contienda abierta a los gritos pequeños que ansían borbotar, reventando los pechos de los habitantes del pueblo.
          Llamados a reírse en la cara del contraplano que amenaza con desposeer de vivienda al padre de Linh, un director bancario cuyo cinismo resulta inescapable, en apariencia. Tras ello, Duigan pintarrajea un grafiti sobre su pasado, el estado presente de la celosía ante la que rinde cuentas, presentando en plano detalle una bola de cristal con araña dentro, para luego devolverle la ironía al profesional cuando este proclame que ni los de su empleo poseen ninguno de esos objetos tan útiles para contemplar el futuro. Linh ojea la bola. Primera pulverización. Ya habituados al rostro del director bancario, después de introducírnoslo con un plano detalle de su boca, ahora conocemos su escritorio y enseres, Linh, en medio de las palabras más amablemente crueles, echará un vistazo a los diversos objetos que rodean al directivo captando nuestra atención, desviando las palabras, el tono impuesto a los vocablos, la necesaria disposición inecuánime que un conformista adopta para seguir el curso del día, en su mesa se apoyan fotografías de sus hijos, pasado, folletines bancarios, y una postal infantil que reza «I wish I weren’t an old man…». Segunda pulverización. Aquí es donde se da la vuelta a esa manipulación tan estropeada para teñir de imparcialidad a una obra, bien, la imparcialidad absoluta acarrea derrota, colores perdiéndose en la distancia de una memoria decrépita, la tarea del cineasta no conlleva ser justo, au contraire, Duigan habla a un estadio repleto aunque quizá permanezca vacío, da igual, él se lo imagina a rebosar, y mediante guitarrazos, saltos, gritos, susurros, intentará transmitir a la platea aquello que tiene de cargante, insoportable, maligna, la cara de la realidad que nos coarta, pero esperanzado, casi en retirada, ofrecerá al público algo más, una sinfonía en donde estas puestas en presente de la rejilla social, la simpleza de la gente, la charlatanería de los peores hombres, acaecerán unidas casi con infantil gracia a lo que las vio crecer, mantenerse, permanecer en la cresta de la ola. Un beso de mamá, tripas sonando cuando era hora de salir a la pizarra, ojos inorgánicos que contrainfluyen en el estado anímico de la sobriedad enlutada, cabello poco a poco construyendo impenetrables entradas, una risa ya no compasiva, generosa diríamos, de espíritu enorme, un “permanece precioso”, al enemigo no hay que redimirlo, nos llega con poner delante de sus ojos el plantel de acciones que poco a poco, en un futuro no lejano, terminará desactivando su opresión. Actuando en diagonal, este influjo no podría ser más letal. Quizá encontremos dentro de treinta fastidiosos años a uno de estos profesionales convertido en partisano después de renunciar al título «Oficial de la Orden del Imperio Británico». Duigan ha sido uno de los cineastas anglosajones más combativos del cine moderno debido a su vista de calado longevo. Observa siempre la tendencia donde la curva podría sufrir una bendita reversión.

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Maine should be pleased that its animal
          is not a waverer, and rather
than fight, lets the primed quill fall.
          Shallow oppressor, intruder,
          insister, you have found a resister.

Apparition of Splendor, Marianne Moore

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VIETNAM – OUT NOW!

ESPECIAL JOHN DUIGAN

Lawn Dogs (1997)
Winter of Our Dreams (1981)
John Duigan y Winter of Our Dreams – Entrevista
Romero: Dos visiones
Careless Love (2012)

Winter of Our Dreams (John Duigan, 1981)

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I daresay it all comes down to a definition of happiness. And a definition of happiness I most certainly do not intend to attempt; but I can and will say this: to leave La Misère with the knowledge, and worse than that the feeling, that some of the finest people in the world are doomed to remain prisoners thereof for no one knows how long–are doomed to continue, possibly for years and tens of years and all the years which terribly are between them and their deaths, the grey and indivisible Non-existence which without apology you are quitting for Reality–cannot by any stretch of the imagination be conceived as constituting a Happy Ending to a great and personal adventure. That I write this chapter at all is due, purely and simply, to the, I daresay, unjustified hope on my part that–by recording certain events–it may hurl a little additional light into a very tremendous darkness….

The Enormous Room, E. E. Cummings

Sabemos de bastantes filmes cuya fuerza motora, cuya ficción, provendrían de sucesos acaecidos en el pasado, fuera de campo, de hecho, y pensándolo mejor, cómo no afirmar que en realidad son así todos, que a un filme siempre se llega quiérase o no malditamente tarde; es inevitable, no importará que el espectador se esmere delicado y cortés por llamar flojito a la puerta, como pidiendo permiso, ante la ambigua invitación a mirar: el toc-toc más minimal desmoronará la supuesta puerta, revelará que la entrada no era principio, sino ilusión de principio, las bisagras un mero artificio aparente, pues no había en realidad ninguna puerta, ni bienvenida, siquiera habrá un rellano, debemos entender bien a Bazin cuando decía que el rectángulo del cine era más bien una ventana ─el mundo estaba ahí fuera antes de que nosotros le arrojásemos la mirada. A Winter of Our Dreams nos asomamos así, con diez años de retraso, restándonos contemplar cómo aquellos niños que nunca nos presentaron han crecido, son hombres y mujeres hoy, observamos sus semblantes, su moverse, su actualidad, y tocará a nosotros descifrar cómo en su cuerpo han contendido materia y memoria hasta adquirir tal grado de malbaratada existencia. ¿Cuánto tiempo deberíamos haber pasado acodados sobre este alféizar para aprehender su vida íntegramente, para lograr constelar los puntos privilegiados, determinantes, de su biografía? La pregunta, es cierto, tiene mucho de tramposa. Porque en este cine de experiencia que nos propone Duigan los acontecimientos no son sino efectos, aprehensibles por los ojos solo como impactos de superficie, hechos difícilmente aislables que dirimen entre ellos funciones ambiguas de cuasi-causas: la transición es continua. Pero, precisamente porque cerramos los ojos sobre la incesante variación de cada estado psicológico, estamos obligados, cuando la variación ha devenido tan considerable que se impone a nuestra atención, a hablar como si un nuevo estado se hubiera yuxtapuesto al precedente.
          Rob ha efectuado sobre sí un corte psicológico de esta naturaleza. Ahora con su propia librería, los veranos del amor subsisten como fragmentos de recuerdos lejanos. El pasado no es reversible, pero sigue existiendo, se acumula. El antiguo hippie ha cedido ante la animal autoconservación que en cada ser humano implora. Con su propia mujer, con su propia casa, el amor libre sesentero ha dado paso a eso que quizá hoy se llamaría “relación abierta” o “poliamor”, diferencia la cual radicaría en una insubordinación en menor grado del amor al nomadismo, una aceptación forzosa de cierta legislación, toquecitos de respetuosa condescendencia débil, la escapatoria autorizada ante el estrechamiento numerario del espacio afectivo.
          Durante periodos colonialistas subterráneos, acostumbra la vida también a adaptarse subterráneamente; ante el peligro existencial, la vida se disimula, se minimiza, se encubre, finalmente para sobrevivir creerá necesitar también de subterfugios, allí, aquí, en esas tierras distribuidas por un invisible toque de queda, el silbato del sereno esparciendo tono, orden y volumen por el puerto, entablado desgastado del muelle, perfectas condiciones en las que practicar, para sobrevivir, una tímida vehemencia, los acomodados Rob y Gretel empatizan con nosotros contagiándonos su virus de tenistas apetecibles, las piernas de la fémina, dobladas en la cama, calcetines blancos, la marca que deja sobre unos exagerados calzones el miembro imponente de Rob, sexualidad insepulta, huésped amable que nos aloja a la manera de un país, Australia, que ya perdió su cara esclavista, le sigue igualmente el rímel del aplacamiento, subsidiario de los sueños de una noche de verano que acabaron recordándose como anécdotas, “nos divertimos, pero, en fin, esos días pasaron tocando las fibras menos sensibles de nuestro cuerpo”, eso decimos a los vecinos, eso nos decimos a nosotros mismos, guapeados, así de cobardes labramos el transcurso de las estaciones en esta década que recién comienza. Desnicharnos, tarea que no concierne a nadie. Verán, son esos tiempos de sintetizador Moog los que se prestan aun no queriéndolo a la rápida reabsorción del mundo descolorido ─la voluntad ha sido nuestra─, lleno de discursos, manifestaciones, teatro, iniciaciones con finalidades lícitas en el horizonte, alcanzado este con la intención de destruir la puerta; creíamos ir vestidos bajo el traje del próximo mesías, y predicábamos sobre Saigón, Camboya, alzando la voz, alzándonos, no había otra manera de llevar una vida digna, habría que ser un auténtico mezquino, gusano malparido… Así explicamos la multiplicidad de compromisos, Lisa Blaine vivió esos tiempos, pero cada acontecimiento le hacía marca, y esta no desaparecía, acumulaba lesiones en el sistema nervioso, presto a transformar en dolor somático cualquier tímido grado de desasosiego. Lisa daba su amor sin intención de que nadie se lo devolviera, Rob representaba al empático guapetón, sincero, sí, pero también de fácil adaptación sensorial una vez que el nuevo régimen sobreviniese.
          Duigan, entonces, entiende la paradoja de los tiempos, ha sobrevivido, el registro lo confirma, su cine de experiencia cumple la penitencia de saldar cuentas con una legión de cuerpos perdidos en la trinchera, rendirles tributo, colocar la flor inmarcesible en el cortejo funeral. Los pocos lineamientos críticos que se han ido trazando sobre el cine de Duigan suelen epitomizar su figura como un cineasta independiente, sin embargo, en Winter of Our Dreams sentimos que lo correcto sería hablar de estar más bien asistiendo a la confirmación de un verdadero cine underground, recargado: recordemos Mouth to Mouth (1978), pensemos en sus filmes subsiguientes, en cómo en The Year My Voice Broke (1987) registró las estepas de Australia demostrando ser un cineasta sobrecapacitado para negociar, en cada plano, una línea de horizonte (John Ford), la realidad aquietada en una capa, cómo asfixia poder existir solo en esa capa, pensemos en Romero (1989), un filme con un nivel de compromiso político inexpugnable, arrasador, donde veremos a los cuerpos gubernamentales de la seguridad pública salvadoreña empuñar los M16 contra un pueblo a quien se le quiere obligar a vivir perpetuamente en un estrato, sí, esas armas, esos mismos fusiles que vimos ataviados en los hombros y manos de tantos hijos soldado norteamericanos allí lejos en Vietnam, donde combatían desde el aire a un pueblo condenado a vivir bajo tierra… Pero hechas vistas de dicha frontera, Duigan, de nuevo, retornará a ejercer y a transmitirnos omnicomprensión, ya que un poquito legitimará, nos hará concebir, el honesto displacer que subyace debajo del desinterés de Rob, apetito sexual comedido y de mecha controlada, él elige quién y cómo le hará un masaje para exaltar lo erógeno de su cuerpo mastodonte, guardián de una efímera Casablanca ocupada por los nazis, el hogar poliamoroso de su culpa no sentida, haber dañado a una virgen, alejada la desesperación ajena de su complexión deseable. El diario de la damnificada así lo atestigua:

«16 de septiembre, 1970. La noche pasada, Robby finalmente vino. Como precaución, puse un viejo globo que no funciona en la lámpara de cabecera para que no pensase que era remilgada por querer apagarla. Nos sentamos en la cama, y estaba tan nerviosa que temblaba. Se debió dar cuenta, así que dije que tenía frío y nos metimos debajo de las sábanas. Fue muy dulce y ocurrió. Pero debí decir algo desesperanzador, o haber sido realmente boba y juvenil, porque se portó muy extraño después. Dijo, “Aquí estás. Al final no es para tanto, ¿o no?” Estaba muy tenso. Hablamos un rato, principalmente acerca de su discurso sobre Camboya. Luego se fue. Nunca me había sentido más sola».

En 1981, esta angustia retorna en tránsito, la recién escindida del reino de los mortales Lisa enciende su mecha imperecedera en Louise, tierna, cansada, desesperada, impulsiva. Del verano, aún conserva unas pocas flores, y su olor, fragancia, color, llegarán a encender la pasividad amable de Rob, hasta el punto de crearle exasperación ante su desmemoriado y veleidoso vecindario. Llega una hora en que incluso el más dúctil de los seres humanos se harta de tanta frivolidad, tanta palabra seria lanzada al aire entre carcajadas. Lou encuentra su lineamiento de plata en las canciones de Lisa, reconcilia intempestivamente la interrupción de la fabulación, y al término de la transfiguración permanece picando piedra con los ojos, sumándose al conjunto de miradas cuya pérdida amontonada, sin futuro aunque los carteles enuncien lo contrario, constituye el paisaje, más bien la brecha, que divide Balmain, Sidney, Australia y, por extensión, el resto del mundo civilizado en la dualidad más certera, la que jamás negaremos que exista: los que siguen viviendo y aquellos tocados indefectiblemente por el trágico acaecer donde las sonrisas dejaron de ser genuinas. Esto les sume en un invierno implacable, noches de tétrica escapatoria, recuas de brutos, excrecencias de todo aquello que la maldad engendra para acrecentar el cansancio y rebajar la ternura de los pocos resistentes, debajo de la presa nuclear, policía supervisándolos, no reconciliados. Las escenas se expanden, pero hacia adentro, sentimiento de habitar una colonia presidiaria insular, los cambios de cuadro se sienten como pellizcos, se acompaña la subjetividad de los personajes desde al lado, en ocasiones insertándose un agolpamiento de tristezas cifrado en un plano de cualquier cosa que les caiga frente a los ojos (el cemento de la presa nuclear, el desidioso callejón trasero, la pared llena de totémicos dibujos heroinómanos…). Antes, la adición de una persona más al grupo suponía un aumento de posibilidades, de probabilidades, misión de derroque, hoy ya rebajamos las ilusiones, dudando como Lou al final, entre decidirse, actuar, o simplemente olvidarse de sí misma. Winter of Our Dreams termina haciéndonos llorar cada vez que volvemos a ella porque le subyace una ligera y sincera templanza, sobre que todavía es posible reconstruir la brecha en breves libraciones, aunque la coextensividad permanezca distanciada en un futuro, de momento, intocable. Despedimos la declaración de trastocamiento mundial y nos conformamos ya con el ligero desnervamiento de un régimen gestual desagradable, la acogida personal en contraposición a la formal, nota escrita a mano dejada porque no nos quedamos tranquilos faltando a la cita. Puentes que buscan recuperarse del incendio.

Winter-of-Our-Dream-John-Duigan-1981-2

***

My windblown grass
In fields of time
My love for you
It turns my life around
Through clouds of circumstance
Like morning leaves
That dim the trees
I hear your voice
Without a sound

So, we share
I’ve come and gone
And face the turmoil that surrounds
Till time brings change

Till Time Brings Change, Jeannie Lewis (composición y arreglos de Graham Lowndes)

***

TRENT AND DEVON, DEVON AND TRENT

ESPECIAL JOHN DUIGAN

Lawn Dogs (1997)
Winter of Our Dreams (1981)
John Duigan y Winter of Our Dreams – Entrevista
Romero: Dos visiones
Careless Love (2012)

Lawn Dogs (John Duigan, 1997)

Lawn Dogs John Duigan 1

La amistad que enraizándose hace avanzar a este filme atesora algunas características del cine de John Duigan: es intempestiva, secular, intergeneracional, problematizadora y expositora de interferencias. Rescata la forma sobrecogedora, hoy demasiado olvidada, de un cuento infantil cruel. No podríamos sentir sino lástima del pobre adulto que se jactaría de no haber conseguido embriagarse con Lawn Dogs, un equivalente a insinuar el haber madurado lo suficiente como para ya no poder sentirse conmovido hacia lo sombrío por un cuento de Hans Christian Andersen, por los bulbos antropomórficos de una mandrágora. Brotes fascinantes, galletas de jengibre con aderezo de moscas en lugar de pasas…                                        
          …Y es que érase una vez, en una urbanización securitaria bautizada con el nombre de Camelot Gardens, vivía una niña de diez años llamada Devon Stockard, de pelo color heno, rubita y guapa. Su corazón frágil, desacompasado, latía fuerte sin embargo en pos de nuevas aventuras. Una que comenzará a espaldas de sus padres cuando trabe inclinación por Trent, a ojos de todos los vecinos, el desarrapado jardinero. Así inicia Duigan una ensoñación anclada en escapadas, desniveles, bosques, suspicacias, una guerra contra el orden existente cuya anáfora maldita se cifra en la regularidad con que emergen los aspersores. Una suerte de declamación libertaria que encuentra su correlato en la que quizá sea la puesta en forma más elástica de cuantos filmes ha dirigido el australiano; en carrera, planos que en pocos segundos capturan y entregan una situación comprometida, relevándose al calor de intercambios dialógicos o traslaciones espaciales, otros de espera ligera, donde Trent se divierte por lo bajo y titubea sobre la conveniencia de pasar más tiempo con la niña, intimidantes, se nos abalanzan a ocasión los escorzos, las diagonales casi subjetivas, cámara en mano el horizonte temblando, perdiendo su principio rector, cuando el despotismo de clase y la violencia amedrentadora ponen en riesgo la continuidad de sabernos supervivientes. Contribuye a ello Elliot Davis, director de fotografía dotado de una versatilidad consecuente que habíamos apreciado, hace ya algún tiempo, en hasta cuatro de sus trabajos con Alan Rudolph. La flexible generosidad de Duigan para con el guion de Naomi Wallace nos hace intuir, ante el australiano, la figura resuelta de un cineasta nada egoísta, que tras sus primeros años ha ido moteando alternativamente las historias que anhelaba contar con ideas ajenas y propias. También asoma la ninguna reticencia con que Duigan plasma los desnudos, registrando por lo general con igual somaticidad ambos sexos, aquí, camiseta de tirantes resudada, cuerpo sin grasa del jardinero subalterno, fibrado al sol por el trabajo manual concediendo mostrar tras un baño de salto mortal su polla aguileña ─tentación extralímite de hijas e hijos de papás pudientes. Fue en Sirens (1994), película de inspiración prerrafaelita, donde el cineasta se mostraría en mayor grado expansivo a la hora de enmarcar compositivamente su visión de una sexualidad orientada a conmocionar las pasiones chatas, primaveral eclosión de un panteísmo sensual renacentista. Abreviando, aquel rescoldo erótico que calienta por debajo gran parte del cine de Duigan, un borrajo pequeño pero muy incandescente, cuidadoso en su pasional incendio controlado desde donde se evita calcinar los frágiles sustentos del tema.
          Bordeando la explanada de la infancia desatinada se encuentra Devon, muchacha dominada por el insomnio angelical de loba que aúlla descarnada en la madrugada a las puertas del cielo, un rencor soterrado, que ella misma no sabrá desdoblar entero. Nosotros lo olemos a distancia, y es turbulento, genuino, convoca a la entregada platea a odiar un poquito a los niñatos insoportables, dada su impotencia a la hora de escuchar con la complacencia de Trent, sin rodeos para enunciar un “The End, OK?” cuando llega la hora de que Devon ponga una pausa al cuento de Baba Yaga, avanzando a destellados trompicones por los atajos del relato, tiñendo sus entrañas con una advertencia dirigida a los guardianes de los límites del bosque: dejen en paz al que huye o el río y los árboles les cortarán el paso. La vieja eslava se quedará con un tronco estampándole la nariz. Pécora, meiga, pérfida. Algo de esto tiene el mundo de los adultos que rodea a la niña, a los que Duigan suele filmar emparedados con afectaciones de no dar crédito, redichos, aconsejadores hasta el hartazgo. De la cicatriz que parte en dos el torso de la invicta Devon, marca advirtiendo que el latido de su corazón suena singular, dividido en tres notas, ellos se quieren deshacer, eliminar su recuerdo. El padre sugiere cirugía. La idea de tocar dicha marca, pensarla, advertirla, le llena de asco. Al vagamundo Trent, aunque cauteloso al principio, no le importará avistar el cosido. Repite su “That’s cool” curioso, correligionario de compunciones, cuela la tierra más allá de las rejas de Camelot Gardens y llega a despertar eso que Duigan llevaba buscando desde hacía décadas filmando la Australia local que le vio nacer con espíritu de expatriado sentimental, su vanagloria da comienzo en el esquivo instante que surge de una desdicha movediza, tornando en pasatiempo, picardía, bondad, ganas de enseñar la luna mostrando la raja de las nalgas al alguacil.
          El encanto respirado a lo largo de Lawn Dogs proviene de un tinte minúsculo, del cual América no hace gala a menudo, empeñada en resguardarse tras la salita de estar ─risas enlatadas de pesada sitcom eructada, WRKA, colección de oldies─; candorosos, aplicamos este color rojizo a la putrefacción de AstroTurf y la extensión de césped cortado con el sudor de mozos como Trent. Así es, algunos poseen el césped, otros lo cortan. ¿Les suena simplificador? En caso afirmativo, pueden ir pillando el tren que más directamente les lleve a hacer puñetas. Ese es el panorama, y ante los acosadores, las vistas, no se puede hacer más que fabular, retornar al ansia infantil de frotarse entre las piernas con cualquier objeto metálico a disposición, bajar desnuda por la barandilla de casa. Devon no encuentra alivio en los chicos de su edad, dice que huelen a TV, necesita al Capitán Nemo tanto como la muchacha lidiando con la pubertad de una primavera sombría en Les jeux de la comtesse Dolingen de Gratz (Catherine Binet, 1981), incapaz de resistir el encrudelescido devenir de la vida, viéndose morir ardiendo de deseo nigromante ante un ciego argentino: su nobleza transparenta el joie de vivre de la niña Stockard, el descomedirse de Duigan. No hay duda, Devon se mueve en el afecto peleón y a punto de quebrarse, cómo no mostrar empatía, parece enunciar el paso de las horas, el corolario que deberemos aceptar forzosamente, aun con cincuenta años a nuestras espaldas no podremos evitarlo, lanzados hacia el tráiler del gun for hire… sí, huir de él no mostraría más que cobardía desacatada. Admitimos mofletes colorados, algo de pudor, no mucho… en fin, hay que decirlo ya, nos hemos enamorado de una niña de diez años, y figuramos encarnados bajo el guardapolvo más temido del pueblo. Quizá defender este sentimiento sobrevenga condena: ropas al río, consentiremos la condición de tránsfugas sin motosierra, escapando de un universo de hijos de perra que buscan matices en momentos donde un balazo no requiere de sutilezas. Una petición de Devon demanda arrojo, lanzarse a la jungla del desafuero, abrazar la comarca propuesta por E. T. A. Hoffmann en El niño extraño. Sean fieles al crío.
          Tras The Leading Man (1996), Duigan regresa a las barricadas de producción inglesa cambiando radicalmente el campo de acción. Allí, un Londres cuyo paisaje era escamoteado en favor del drama satírico concentrado en pulsiones maritales desgañitándose detrás del mobiliario aburguesado y acariciado por un Jon Bon Jovi esperando ir añadiendo puntos en su salseo primordial, caradura cursi con facilidad en el arte del morreo. Un año después, Trent y Devon enmarcan su amitié fou invocando memorias de hace cuarenta y siete abriles, en esa Guerra de Corea de la que aún no hemos aprendido a quemar la maldita bandera, mejor dicho, o como expresaría otro, el derecho a quemar la maldita bandera, si no, ¿para qué tuvo lugar la batalla? Las cosas siguen igual en el límite de la década confusa que acoge a Duigan filmando, lo escuchamos en las noticias de una televisión espantosamente colocada a bordo de una parrillada-mitin encubierto: cuantos más invitados mayor será la posibilidad de Morton, el papá de la cría, en lo que respecta a hacerse un hueco prominente en la Junta del Condado. Vende galletitas, hija de mi estirpe, sonríe, tu cara es la pianola puesta al día. Desde mitad del siglo XIX hasta hoy no ha dejado de refinarse la patente inicial, significándose en centenares de sucesos de la vida cotidiana continental, todos la reclaman, y apremian la urgencia, cual herencia vitalicia, de figurar en el largo listado confirmando una ligera variación al troquel. Así ha vuelto en jirones lo que tanto gusta a los sentimentales yanquis, entitlement, dengue, los soldados que han ido a Irak sienten la necesidad de llamar a mamá en cuanto se les retira la carabina, un linaje empobrecido progresivamente, lejos del aquí te pillo capaz de ocasionar, en cualquier momento en una soleada tarde, el embrutecimiento presto de un subsahariano traspasando con el dedo ─Trent lo hace con Sean─ un agujero en la camiseta cara ensamblada al cuerpo cobarde de un biennacido.

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El padre de Trent reflexiona de esta forma, ahí está la semilla de la actual mojigatería poblando los nosecuantos últimos cuatros de julio. Solo le falta sonarse los mocos en la bandera, y en cierto modo da algo de pena, no le quitamos un ápice de verdad, aferrado a su trozo de tela, lo único que la nación, según él, cree haberle regalado, nombres en el muro de los futuros difuntos, héroes sin tumba. Años antes los lloraba iracundo el doctor de Route One Usa (Robert Kramer, 1989). Esto no concierne a Devon, y a Trent directamente le espanta. Buen hijo, sigue donando una porción de su sueldo a sus progenitores. Al salir de la casa familiar, las barras y estrellas ondean al viento sostenidas por nuestra chiquilla desde la ventanilla del vehículo, acabando por soltarse, yendo a parar sobre el cemento de la carretera. Duigan entiende que este arrastre de la brisa no constituye un escupitajo sobre la triste memoria del soldado moribundo, desgastado por raciones gubernamentales de queso enlatado lleno de bacterias; con los años, esto ha sido el detonante de la decadencia en el linaje. Se conmina al espectador a ponderar cuál es el semblante del verdadero americano. Retorno de la pianola rota, de las notas emborronadas por la mala tinta de Truman. Si cuando suena Dylan aquí llegamos a conmovernos y a mínimamente entender el drama del americano medio, haremos los honores a la larga tradición de extranjeros que, desde fuera, han emigrado espiritualmente a este continente de tanta grandeza mancillada.
          Mezcla de cuentito y reflexión encandilada esta pequeña película. Unica Zürn y american girls. De las cenizas de la patente surge el sonido mercurial, la música, y de ahí va dejando descendientes como cantos rodados. Springsteen es uno de ellos, y así lo danzan Trent y Devon, Devon y Trent, sí, Dancing in the Dark, sobre la capota del coche, en el contraplano el padre y el alguacil. El paisaje sonoro reclama excitación momentánea al ritmo del country más llano de Dwight Yoakam, las ruedas del motor y los caminos de grava, salto mortal al río, Trent lo goza, detiene el tráfico, suenan las melosas guitarras eléctricas, aquí el americano encuentra su natural redención, bajo el influjo de las ondas ladean barras y estrellas, sí de nuevo, en este breve momento del tiempo en el que nos lanzamos a la carretera del trueno. Y luego una ópera estrafalaria, dislocada, a cargo de la directora de orquesta Devon, musicaliza la tétrica fritura de unos pollos robados, pronto ejecutados. Tambores que resuenan desde el mismísimo centro de la tierra. Tal cantidad de tonos y humores sónicos harían reclinarse a Tom Waits en su sótano. Pero no podrían actuar de otra manera los nativos con el semblante de la emancipación bajo las cicatrices que los acuñan. Reclaman su América, salida momentánea de la veranda, del porche, asomo del rifle. «Los hombres tienen casas, pero son verandas». El filme ve a la pareja peculiar adentrarse en la espesura del Far West, años más tarde, deberán volver al hogar durante unos meses, encontrarse consigo mismos. Mientras tanto, permanecerán sobreviviendo a medio camino entre el desierto y las esencias que les son propias.

ANEXOS

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«Estoy sentada aquí, en el zigurat, sabiendo que bailé porque era la única manera de matar a otro maniquí, cuyo nombre era “Sigo siendo bastante atractiva y moriré si no consigo algo de amor humano. Todos necesitamos amor, no importa la edad que tengamos. Además, si bailo lo bastante rápido, quizá incluso pueda liberarme de los Observadores”».

Mi madre es una vaca, Leonora Carrington

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«detrás de las caras de la gente, a espaldas de cada porche, millares de casas perfectamente ordenadas, y vacías, piensa en el aire, en su interior, los colores, los objetos, la luz cambiante, todo lo que ocurre para nadie, lugares huérfanos, cuando podrían ser LOS LUGARES, los únicos verdaderos, pero ese curioso urbanismo del destino los ha concebido como los agujeros de la carcoma, cavidades abandonadas bajo la superficie de la conciencia, si piensas en eso, qué misterio, qué ha sido de ellos, de los lugares verdaderos, de mi lugar verdadero, dónde he ido YO a parar mientras estaba aquí defendiéndome, ¿nunca se te ha ocurrido preguntártelo?, ¿quién sabe cómo estoy YO?, mientras estás balanceándote ahí, reparando trozos de tejado, sacando brillo a tu rifle, saludando a los que pasan, de repente, te viene a la cabeza esa pregunta, ¿quién sabe cómo estoy YO?, sólo quisiera saber eso, ¿cómo estoy YO? ¿Alguien sabe si estoy bien, o viejo, alguien sabe si estoy VIVO?»

City, Alessandro Baricco

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«Así que, aunque no soy americano, ni ya muy joven, odio los coches y puedo comprender por qué tanta gente encuentra a Springsteen histriónico y grandilocuente (pero no por qué lo encuentran machista o patriotero o tonto: este tipo de juicios ignorantes ha atormentado a Springsteen durante la mayor parte de su carrera, y provienen de unos listos que en realidad son mucho más tontos de lo que él ha sido jamás), «Thunder Road» logra de alguna forma hablar por mí. Esto es, en parte –y quizás para mi bochorno–, porque un montón de canciones de Springsteen de ese período hablan de hacerse famoso, o por lo menos de alcanzar cierto reconocimiento público por medio del arte: si el último verso de la canción dice «Me largo de aquí para vencer», ¿qué otra cosa podemos pensar salvo que ha vencido, simplemente gracias a cantar la canción, noche tras noche, ante una cantidad de gente cada vez mayor? (Y ¿qué otra cosa tenemos que pensar cuando en «Rosalita» canta, con inocente, gracioso, conmovedor regocijo «que la compañía de discos, Rosie, acaba de darme un gran anticipo»?) Este sueño de la fama nunca es objetable ni repelente, porque procede de una impaciencia, un ansia artística incontrolable –sabe que le sobra talento y parece sugerir que la recompensa adecuada para eso serían los medios financieros que lo satisfagan–, más que del interés por la celebridad en sí misma. Presentar un concurso de televisión o asesinar al presidente no calmaría para nada esa comezón».

31 Songs, Nick Hornby

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LATENCIAS II

LATENCIAS I
LATENCIAS III

Drive a Crooked Road (Richard Quine, 1954)
por Roberto Amaba

Como en trágica correspondencia con los septenarios del Apocalipsis, en el séptimo minuto de La senda equivocada (Drive a Crooked Road, Richard Quine, 1954) Eddie sostiene una aceitera. Es decir, abre el sello, hace sonar la trompeta, liba y derrama el líquido de la copa. Igual que en el relato bíblico, los anuncios realizados por estos tres tipos de objetos repartidos en tandas de siete, se inician con una visión de gloria a la que sigue un río de catástrofes que desemboca en una apoteosis redentora. En el curso, sobre la sucesión de cataclismos que preludian la expiación, quedarán los huesos de la prostituta de Babilonia, la metáfora femenina que cabalga la bestia de siete cabezas. Todo esto acontece en la gran ciudad del acebo y del pecado, aquella donde la piedad es abolida, en la guarida y en la falsa esperanza de la mujer fatal del bosque de la colina. Eddie (Mickey Rooney), de blanco y cortado como el Cordero místico degollado, recibe la potestad para disponer el espectáculo, para abrir el sello y presidir los actos.

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Setenta minutos después, en el setenta y siete, Eddie sostendrá una pistola. Los sellos que lacraban las bobinas han ido saltando y no hay más historia que esta, la de una superficie sensible grabada con goce, mentira y desgracia hasta consumar el trueque. Una de las funciones inmediatas de la narración novelesca consiste en producir olvido. Una amnesia, casi una autolisis que persiste hasta que, por medio de una segunda venida, se renueva el motivo. Un transformación que se obra a la luz del día pero escondida y donde los extremos quedan plenamente justificados por la realidad física. En el primer escenario, Eddie es mecánico en un garaje; en el segundo, un hombre enamorado. La razón por la que una aceitera se convierte en pistola es simple y autosuficiente: la mujer. En la memoria cinéfila, el aforismo involuntario y resignado utilizado por el maestro de Kentucky para resumir la no evolución de los gustos del público. Ya en el periodo silente, en la noche sin estrellas, lo único que quería ver el espectador era el fulgor de la mujer y del arma. Enseñanza reciclada por Jean-Luc Godard quizá a través de Georges Sadoul, de René Clair o del menos célebre Paul Nougé.
          Hay en la tecnología de los medios y de los objetos un conflicto soterrado que alude al propio trabajo del hombre y de la imagen, o del hombre que en este caso habita la imagen. Eddie invierte la carga peyorativa del oficio de mecánico porque prácticamente es un artesano, un hombre dotado de manos que debe integrarse en la doble industria de los tiempos modernos: la del automóvil y la del cinematógrafo. Es ahí, en la capacidad humana para el gesto y en la paciencia del arreglo donde la permuta también adquiere sentido. En el desplazamiento y en la marginalidad, en ser incapaz de encontrar tu lugar, en habitar un mundo ajeno, en una rebeldía callada contra la horrible mecánica de un taylorismo convertido en credo. Richard Quine consideró, con astucia, que una aceitera poseía idéntica capacidad de fuego que una pistola. Y que esta no tenía por qué sostenerla una mujer, sino el mismo hombre apocado, un obrero con el camino y el trauma cicatrizados. La mascota de los compañeros de trabajo, el chico que almuerza en silencio, el tímido que se masturba con el olor de un pañuelo.
          Eddie habita el subsuelo mientras las mujeres, como en determinadas visiones de gloria escatológica, vienen y se dan a ver desde las alturas y desde el movimiento. This magic moment… Bárbara (Dianne Foster), la ramera fatal con remordimiento de clase y de género, cumple su cometido engatusando a un muchacho que, como síntesis de la masculinidad de Oz, necesita coraje, cerebro y corazón. Porque en sus manos, en su cuerpo menudo y en sus ojos hundidos nos conmueve la ingenuidad infantil del objeto. La aceitera nos emociona sin saberlo porque vulnera las etapas de madurez humana y porque trasciende las nociones de símbolo e iconicidad, esto es, las del grado de alusión y semejanza. Las tiene, las colma, pero no las explica y añade un valor complementario, una lubricación dual: la del hombre inofensivo y la de la mecánica del mundo. También la de la propia ficción que, desde este mismo instante, empieza a engranar una serie de acontecimientos que ya conocen su duelo.
          La aceitera es, por lo tanto, una visión de las causas finales, pero también una apertura; una latencia discreta. Una prefiguración maliciosa, pero también una prudencia. Una adivinación antes que una afirmación, un mirar con las pestañas quietas. Un mostrar lo que no se ve, un augurio comprendido sin la necesidad de médium y de glosa. En la contemplación inmediata del plano, con el ángulo de enfoque y encuadre precisos y durante los escasos segundos que alcanza su duración, comprendemos las estructuras básicas y profundas del guion cinematográfico. Aquellas que se distribuyen de acuerdo a un delicado equilibrio de fuerzas entre presentación e identificación, aparición y desaparición, continuidad y cambio, explicación y escamoteo. La imagen queda constituida como presencia donde la aceitera contiene la virtud del signo y el vicio del símbolo, es frugal y es opulenta porque en ella se sustancia la vida del personaje implícita pero completa. Y más que punctum es orificio, el ojo de la cerradura biológica que nos atrae y nos succiona para ver cómo danzan los ángeles y los demonios sobre las vísceras de una persona que, como todas, no puede ser únicamente buena.
          Vestido de blanco, confiando todavía en el poder de las legiones del bien, Eddie es dirigido por algo más que la aceitera. Aunque es esta, junto a su mirada, la que traza la dirección. Y toda dirección implica mandato: ascenso, erección, salida, nuevo nacimiento, quiebra del propio sometimiento. Las diagonales de la pintura refuerzan la impresión de destino, de orientación secreta, de renglón ya escrito. Eddie pierde perspectiva, pero gana profundidad porque acaba de adquirir las anteojeras de un caballo de carreras que solo contempla ir hacia el frente, conducir más deprisa que nadie, aferrarse al sueño, dejarse el aliento en alcanzar lo que había detrás del perfume de aquel pañuelo. El trayecto concluye en una playa negra, con el cielo tapizado de astracán, con el mundo boca abajo, con la tela del santo oficio y del cordero convertida en cuero, con la luz y la inocencia transformadas en violencia. Al otro lado del guion, en la cara oculta y en el reino de su sombra, Eddie no tiene más remedio que hacer uso de una pistola que comienza a rimar en nuestra memoria. La imagen métrica que concluida la estrofa regresa para susurrarnos en la orilla de los ojos que sigue siendo tan justa, tan necesaria y tan esbelta como una alcuza.

CATARSIS DIGITAL, BORDE DE LA CIUDAD

Mulher Oceano (Djin Sganzerla, 2020)

Mulher-Oceano-Djin-Sganzerla-2020-1

Quero amor, quero ardência! A ti me exponho.
Verão, sou toda fecundidade!
– O calor me penetra, o Sol me invade
o senso,
e tudo em torno a mim se torna mais extenso,
tudo em que os olhos ponho:
o céu, o oceano, a mata…
E enquanto em gestação a Terra se dilata,
Dilata-se minha alma à gestação do Sonho.

Verão, Gilka Machado

Uno de los movimientos privilegiados de la existencia cinéfila consiste en el rebote, en rebotar de un filme a otro ─entrenarse para ello. Suelo querer ver más de este cineasta que acabo de descubrir, pero a veces también quiero ver más de esta actriz, o más guiones así, más montajes acompasados así, porque me templan el alma, quizá hoy apetezco otra vez de espacios cuya luz sea modulada con aquellos irisados tonos, como los que ostentaba el filme supremo con el que lloré ayer noche… Comenzamos entonces a trasquilar entre bases de datos, y a veces nos encontramos exclamando: «¡Pero si Yoshiyuki Okuhara, el montador de Sweet Little Lies (Hitoshi Yazaki, 2010), lo fue también de hasta cuatro filmes de Shinji Sômai en la segunda mitad de su carrera!» o «¡Hala! Así que Yûji Ohshige, el comontador de Somebody’s Xylophone (Yôichi Higashi, 2016), lo fue también de Prisoner/Terrorist (Masao Adachi, 2007), qué interesante…». Vuelta a recomenzar la relación de nombres, confluencias, solitarios trabajos de inferencia, creeremos haber oteado atravesamientos singulares, líneas de demarcación, y es que «¿acaso soy el único que se ha fijado en esto?». Otras veces, quizá porque el olfato se encuentra ya entrenado, buscaremos un nombre preciso por intuición, y acertaremos. Rara vez, pero alguna acertaremos. Y cada vez acertaremos más, hecho improbable que probablemente se explique porque en nuestro enajenamiento con las imágenes en movimiento se produce un efecto bicondicional, inevitable al expandir onda, y es que nos interesan cada vez más parcelas del cine, al mismo tiempo que vamos encontrando otras poco a poco más carentes de certeros auspicios con los que sentir más ampliamente el mundo, es decir, filmes plenos de confirmaciones perceptivas. Llegamos a un punto en que nos interesa mucho casi todo. Ampliamos el perímetro si con ello conseguimos ir cerrando las puertas del cariño, eliminar el displacer, ser menos jeremías. Es lo que nos ocurrió al leer el nombre de Djin Sganzerla mientras repasábamos los créditos iniciales de Falsa loura (Carlos Reichenbach, 2007), «¿Sería esta “Djin” la hija del mítico cineasta brasileño Rogério Sganzerla?», «¿Cómo no habíamos leído antes el nombre de la actriz que interpreta a Briducha?», «¡Qué me dices! Aparte de actriz, ¿es asimismo directora de cine?», sobre este filme suyo de Mulher Oceano (2020) no conocíamos, y eso que viene siendo bastante reciente… ofrezcámonos entonces a él ─ya que tanto debemos al cine de Carlos Reichenbach y a sus desviaciones─ con las compuertas de los ojos muy abiertas. A ver qué ocurre. Vista la obra, es inevitable retrotraernos a la familia Sganzerla, ínclito linaje de cine brasileño, desde los filmes seminales del padre labrando el camino del más radical Cinema Novo, mano a mano con Helena Ignez ─luego directora por derecho propio, implicando en el proceso a Djin─. Un rico árbol genealógico donde cabe otra hermana, Sinai Sganzerla, las tres mujeres hablarán del esposo y padre con un respeto ancestral, algún aforismo suyo decorará el hogar familiar ─Fogo Baixo, Alto Astral (Ignez, 2020): “Cinema é inquietação, movimento interior, relação interna entre os personagens”─. El recuerdo del rodaje de O Signo do Caos (Sganzerla padre, 2005), con el progenitor al borde de la muerte a causa de un maldito cáncer, provocará en Djin una emoción acuciante, empática.
          Nadie esperaba, sin embargo, que mediante dicho azar electivo toparíamos con el filme que albergaba el mejor trabajo de fotografía digital del presente siglo. Hasta ahora, pensábamos que la dupla Hitoshi Yazaki (dirección) ─ Ishao Ishii (fotografía) eran el exponente máximo del peso espaciotemporal que puede llegar a imprimirse en una imagen digital por la luz trabajada. Observamos que en los filmes digitales de Yazaki la fotografía necesita, para triunfar soberanamente, de una disposición muy diáfana de los medios de rodaje, de una idoneidad material muy clara, incluso a nivel de trabajo actoral, empezando el director por haber instanciado escrupulosamente el découpage, acabando por concebir la vida concreta de cada plano como un pequeño recorrido estacionario con un principio y un final, trayecto sentimentalmente captable por el receptor, por el tiempo de sus ojos: solo así adquiere un sentido total la cuidadosa labor que realiza Ishao Ishii, fotómetro viviente cuyos dones de rango mutable sabemos pueden ir desde la delicada excelencia celuloidal de Sweet Little Lies a un digital oscilante, dubitativo, cámara al hombro, en el explorativo Still Life of Memories (2018). Al igual que en los mencionados filmes de la dupla japonesa, en Mulher Oceano resulta difícil distinguir hasta cuánto se solapan, aparejan, las tareas del cineasta y las del director de fotografía, en este caso André Guerreiro Lopes, a la vez operador de cámara realizando una labor fundamental de puesta en cuadro, también compañero habitual en el tránsito fílmico de la cineasta. Djin Sganzerla dirige, guioniza, produce, localiza y actúa, en la diégesis encarna a las dos protagonistas, Hannah Visser y Ana Bittencourt, así que en el rodaje comprendido como proceso podemos afirmar que acarreó las tareas de decenas. Es lícito hipotetizar, entonces, que el trabajo fotográfico sea delegado, por conveniencia, en manos hábiles: en el momento de filmación, la directora está actuando frente a la cámara, dirigiéndose a sí misma. Como pura idea, Mulher Oceano pasa por ser un filme de aquellos prestos a entregarse, y a entregarnos, a sensaciones totalizadoras; se nos presenta sumergido en la psicosis tenue de una escritora con habitación propia que siente una fijeza en ocasiones catatónica con el mar. Y es que lo diremos, estamos cansados de esas películas autorales que intuimos albergan una monoforma, un monotono, que se entregan a una visión, sí, al menos hay una mirada, pero se trata de una mirada acorazada, absorbente, apriorística, visión-céntrica, de aristas claras, usualmente, pausada, que buscando impregnar tan bestialmente el mundo material este deja de percibirse hasta su último tinte como realidad aparente, sentido común, etc. En Mulher Oceano esto no ocurre, pues desde el inicio la realidad psicológica se comercia y entromete como contrapeso al mundo material sin tentar subyugarlo, produciéndose un desposeimiento doble. Mis ojos instintivamente rechazan, en los filmes de sensación totalizadora, los encadenamientos de secuencias donde todo se mueve al mismo ritmo, en escenas, entre secuencias y dentro del cuadro de la misma imagen. Se nos vienen muchos filmes a la cabeza. En cambio, en el filme de Sganzerla vemos a la mujer esperar, pasear en las nutridas calles de Tokio, su cuerpo acuático se negocia como un guijarro en el río respecto al tráfico vibratorio de la ciudad, la vida que se desarrolla sobre el pavimento es acatada por el cuadro general en sus múltiples usanzas, también sentados con un amigo en la tranquilidad de un parque, pues el cuerpo de Hannah Visser/Ana Bittencourt está ahí siempre de modo contextual, el aparato nos sujeta a la mujer desde tres, seis metros, suele orillarla hacia una porción del encuadre, contrapone en plano general su figura entera no-centrada con decenas de destinos circulatorios individuales, japoneses a pie, brasileños en moto.
          Inmaculada en una particular convergencia gravitatoria, si bien el ruido y tañidos de los pasos subsiste y no los inundan esos zapatos de Hannah, la correlación del aparato sobre su figura proporciona fuegos inofensivos, bondadosos, delicados, captables. Sopesamos, por aquellos que se sitúen en una onda equivalente a la de la mujer, salir a pasear con los ojos, lanzados a la vibración de la avenida, plazas, ataviados con una música adosada a los oídos que casi funciona de tinte supraterrenal enviado desde la mirada de Djin hacia fugacidades sin dramatizar, plenas de sucederes, en humedecido adoquinado nipón. Sensitividad liviana retornada a las lentes. Niña generosa, altamente emocionable, no baja el volumen, escapa primero en su mente, luego en detonación silenciosa hacia un confín desenfocado. La cortedad de Hannah encuentra evidente sinceridad sentimental en Ana, su contrapartida fluminense, panspermia luchando por encontrar horizontes de aguas cuyo fin no alcance la vista a delimitar, huyendo súbita de rezos, padre, compañeros, y esas fortalezas mundanas que aprisionan suaves a incluso aquella que sabe transformarse en música. No es suficiente. Ana quiere sentirlo todo. Su dolencia transparenta la agitación de las olas en un cruce de estaciones, equinoccio encarnado, dispuesta a entregar brazadas y respiración sobrepasando medallas, numeraciones; salvación que ansiamos con ella, con una quietud que hasta nos inquieta, profusión femenina de unos ojos que traspasan cada cuerpo observado, lo miran calmos, generosos, y no llega, no, el transitar de los otros no llega, tampoco sabios consejos: la cámara, el personaje, desean, casi al borde de la lágrima, en ocasiones excediéndola, perder pie, mirar al fondo, manteniendo los ojos funcionales, un querer-padecer cincelado en la convivencia durante más de cuarenta años con aguas filtradas, desatadas, las que fueron dando forma a los contornos y avíos de nuestra particular sirena, oceánida mayestática en un círculo previo de su recorrido en este planeta que tanto nos quema.

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En lo atinente al registro callejero, cuando hablamos del empedrado mojado de Mulher Oceano como algo extático, no nos estamos refiriendo a la práctica de un respeto irreflexivo, fijo, por parte de Djin y su camarógrafo, ante las manifestaciones duras de la realidad visible, tampoco de una postración ante la maravilla de cómo el mágico aparato-cine puede milagrosear, con buenos haceres y paciencia, la vida de una calle capturándola en su mundana contingencia, sino que este modo de paralelizar, por un lado, la tenue psicosis de Hannah Visser con el mar, por el otro, su existencia terrenal como escritora en Tokio + su existencia paralela como Ana Bittencourt en la novela, permite que la materia, el mundo material, de improviso, en cualquier espacio, pueda además suavemente adquirir una plasticidad líquida, evocadora, desde un segundo nivel que va arrullando la percepción infraconsciente. Entiéndasenos bien, pues nos referimos a meros pero sublimes juegos de escena donde el modo en que se nos aparece el mundo manifiesto, por ejemplo, la manera en que Hannah se mueve con su kimono azul marino ondeando, nos retrotrae (que no simboliza) al océano como persecución en olas sin armisticio, como Maelstrom central, o por ejemplo, cuando ella se encuentra entre ríos de gente, o por ejemplo, cuando un movimiento de cámara que la muestra dudosa en un bar consuma su movimiento reflejando su rostro en una rachola con brillante esmaltado acuoso: la sutil capacidad ilusionista de la realidad material al tenerse el valor de ─y la aptitud para─ sumergirla, resaltarla o acuarelarla un tanto. Esta capacidad conjuradora de las escena está escoltada, apoyada, por la introducción entre escenas de algunas catatonias perceptivas de Hannah con el mar. Planos cercanos, tirados con teleobjetivo, donde se nos revela el mar en sus distintos momentos de energía, azul mecido, activo, más tarde aplacado… luego remontando unas olas gigantescas que rompen como si cayera una montaña. ¿Asombros propios del cine primitivo, hoy, con el cine digital? Nos pasó con A Cappella (Yazaki, 2016), verbigracia, cuando Kyoko acude al encuentro con Wataru en el zoológico, entonces vimos a ese elefante al fondo registrado en un digital blindadísimo, imponente, sojuzgado, y queremos creer que sentimos una fascinación similar a cuando los primeros espectadores de los pases Lumière vieron por primera vez a un animal cinematografiado rugir, moverse, acechar; escalofríos así de fascinantes recorren nuestra percepción. Con algunas de las secuencias de Mulher Oceano nos sucedió similarmente: vemos su modo de encarar la filmación del agua y meditamos sobre la inquebrantable lealtad que le tenían a este elemento esencial para la vida ─incluida la vida psicológica─ cineastas como Jean Rouch, Henri Storck, Joris Ivens…
          Sería desagradecido datar el pequeño argumento, las pequeñas sorpresas formales, que contiene un filme como Mulher Oceano, pues incluso tras verlo, lo que más retendremos es haber sido expuestos a una tentativa regia de hipnotismo sobrenatural. Como decíamos, y retomando, sobre la fotografía y cuadros que establece André, aquí viene lo admirable, porque en los filmes de Yazaki-Ishii observamos que la estable densidad narrativa obedece siempre a un designio programático indestructible, si bien proclive a destensamientos y cambios en su relación con el registro (no cabía esperar menos de una trayectoria conjunta atravesando cuatro décadas); en Mulher Oceano, por contraste, esta se encuentra variablemente sometida a los cambios de caudal que puede tener un río, o a las cotas extremas en que le es legítimo encresparse a un mar; este digital parece querer, poder, filmarlo todo, se quiere capaz de disolver en su océano particular cada plano un poco, dejándolo flotar libre tras calarlo otro poco de salitre, procedimiento el cual desemboca en una coherencia fotográfica plena, de remolinos, fundidos, de aguadas cogitaciones. En ocasiones, cuando se filma el mar de cerca, no sabremos decir si el aparato se encuentra sobre tierra firme o meciéndose sobre una barca, tal es el mareo ligero que trata de inducirnos la película, mediante escarceos breves. Basta contemplar un plano secuencia de retroceso que nos muestra a Hannah y a su amigo japonés conversando, avanzando de frente, mientras pasean por los callejones tokiotas ─donde la mujer, con él, se encuentra y muestra más desinhibida, cercana que nunca─, para así presentir un vago desvariar sobre encontrarnos fluyendo, junto a ellos, en un afluente nocturno a estas altas horas manso. No hablemos, por favor, de cómo en dos planos se sintetiza la humilde estrechez carioca que habita el padre de Hannah, en una cálida escena familiar en conexión directa con el más sentido cine brasileño proletario, sí, dejamos ya de hablar, mejor verlo, las palabras adquirirán una multiplicación de sentido al retomarlas habiendo pasado antes por las cosas filmadas. Para terminar (¿por qué no?), aceptaremos que irrumpa también el carnaval y el rito, infusor de ritmos, futuro, asunciones oceánicas, retorno a Río de Janeiro, después de haber amansado espiritualmente la capital japonesa, tierra natal verdiamarilla, crioula, vislumbrada tras la vuelta sin sonrojo ni etnología expositiva-paradójico-crítica, Hannah necesita de buenos deseos oriundos para cruzar a nado desde Leme al Pontal da Barra; cuando llega el momento de las bendiciones, el filme se encuentra en un grado de chamanismo tal respecto al destino de la mujer que querremos surtirnos de cuanto quiera inundarnos los ojos. Un trance casi diríamos a cuentagotas de intensidad, cuya cualidad prolija se solidariza con las irresoluciones del carácter escindido femenino. Y no se trata de una mecha estableciendo una cuenta atrás en una guerra receptiva congruente, mortífera, confrontadora. Esto último ocurría en Longing for the Rain (Tian-yi Yang, 2013), ahogo de los cinco sentidos, un proclamar “maldita sea, el mundo me ha excedido tanto que ya no entiendo ni conozco los rituales a los que he ido a parar”, y de ahí tornar al principio, a la violencia del clímax, aunque sea en la frente del budismo, ordenación sacerdotal de un culto. En dicho filme, a los ojos no les atacaba el agua, ansiada en silencio, se trataba de una corriente sísmica progresiva atada a un montaje incesante en pausas, requiebros, recolocaciones, un recogernos para lanzarnos al viento aciago de la desubicación. Sganzerla conserva, debemos susurrarlo, algo de la visión de conjunto del padre, en cuyos filmes, por momentos, conseguíamos ver en panorámica el conjunto de un país, ya fuese a través del plano secuencia recorriendo los mosquitos y calor sudamericanos, infectados de pobreza y rabia, o retomando al Cristo del Corcovado en uno de los cortometrajes más bellos de los años 80, Brasil, lanzado cuando la década llevaba un año de trayecto rodado.
          Acoplarse al plano así como quien no quiere la cosa es cuestión de tedio, callejón sin salida, amarrarse al cuadro que se renueva, de la mano, agarraditos, paso a paso, invidentes de bastones infalibles, no nos caemos nunca, y a quienes escriben les gusta tropezar, no ser ciegos sino ver borroso en una gradación relativa, necesidad de apretar los párpados para avistar un poco más lejos, simulando con los ojos, inconscientes, la expresión de liberación perteneciente a aquellos que hacen el amor sin coartadas, eso es, el cuadro, el comienzo del plano, nos pilla por sorpresa en los mejores filmes, esto no representa una falta de entendimiento, un reubicarse racional en las coordenadas del planisferio. El filme, los planos, no van por delante nuestra de esa manera altanera, resabida. Estas décimas que se nos pierden y realcanzamos pelín después casi ganan el calificativo de imperceptibles, ahí también hallamos los apegos. A las personas que más nos seducen, invitan, marean, les pillamos el guiño, la mueca, una vez que ellas nos han atrapado y producido un inevitable retraso incuantificable. Después de adelantarnos, ya es tarde, nos han prendado: a partir de tan sedoso lanificio ocular se construye el hechizo que nos corresponde, cariños que perdieron el paralelismo de sus compases, y ahí unieron sus melodías. Mulher Oceano hace esto engañosamente, creemos al avistar su textura sedosa que Ana y Hannah podrían constituirse en hermanas de sangre, o lejanas primas segundas, imposible dar cuenta de la filiación exacta, ambicionando atravesar el puente de la ciudad, pisando la arena de la playa, viendo el mundo caerse encima del porvenir que colmará vacilante tales ansias de luciérnaga, bichos encendidos por la luz impactando sobre el Atlántico. Sganzerla esconde más secretos de los que intuíamos al conocer su personalidad desdoblada, y el proceso entonces voltea ya su marcha; aprender a reseguir los signos del que va delante se convierte en un descubrimiento. En nuestras propias irrealidades internas surge una disarmonía, la de la brasileña. Identificada ya, el proceso consistirá en atravesar un Hesitation Waltz, dos movimientos. Pausa y vacilación. Ana creía que quería ser poeta, pero en el fondo quería ser poema. La danza acuática tiene lugar en ese equívoco, por fin aceptado. De este modo, entendiendo nuestra querencia, acogemos la disarmonía hasta hacerla indistinguible a ojos ajenos. Poca ligazón con la desaparición, la mujer pasa a conformar el tiempo que el resto de paseantes o criaturas marinas deberán buscar.
          La familia Sganzerla parece tener una vocación de captar en la circulación de un metraje una panorámica, un afligir mapamundi, conjuraciones singulares, canalizadas desde el choque o la placidez más afín al sur. Pero no llevemos demasiado lejos esta cualidad sosegada, un contraplano en Mulher Oceano puede conducirnos fácilmente a la condición de tientaparedes, en medio de la playa al incrementarse la brisa o, peor aún, encallados en Campinas durante un febrero inclemente sin mar, horizonte ni carabelas.

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«Repito: quero é gente, não importa cor, idade, nacionalidade, estado de sanidade mental, burgueses, proletários, crianças, não importa, eu quero é gente e gente é que é importante, o sistema que se foda! Estou também bolando “trocas” mas sempre há um ritual tribal, ação e depois nada sobra.
          Isso não é uma carta mas sim um monstruoso vômito que, no dizer do García Márquez, atravessaria o Sena, se jogaria no oceano e jorraria da sua torneira. Te beijo muito e muito».

Carta de Lygia Clark a Hélio Oiticica. París. 17.5.1971

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Djin con su padre Rogério Sganzerla

BIBLIOGRAFÍA

Helena Ignez, Sinai Sganzerla e Djin Sganzerla comentam filmes de Rogério Sganzerla | Cinejornal

TERMITA DE FORMOSA

Happy Here and Now (Michael Almereyda, 2002)

Happy Here and Now Michael Almereyda 1

Nueva Orleans, a diferencia de muchos lugares a los que regresas para descubrir que su magia se ha esfumado, todavía conserva la suya. La noche puede engullirte, pero nada de eso te afecta. A la vuelta de cualquier esquina está la promesa de algo osado e ideal, y las cosas siguen su curso. Detrás de cada puerta se intuye cierta obscenidad festiva, o bien hay alguien llorando con la cabeza sobre el regazo. Un ritmo cansino palpita bajo el ambiente onírico, y la atmósfera está cargada de duelos pasados, amoríos de otra época, llamadas de auxilio de unos camaradas a otros. No lo ves, pero sabes que está allí. Siempre hay alguien que se hunde. Allí, parece que quien no desciende de alguna antigua familia sureña, es un extraño. No cambiaría nada de eso por nada.

Chronicles: Volume One, Bob Dylan

Las calles de Nueva Orleans surgen de las profundidades del Misisipi, por debajo del nivel del mar, y las acompañan residuos de ficción a punto de encontrarse con su compañera la ignición, caracteres sumergidos en los píxeles de una época incipiente que se aleja cada vez más de Francia, el Siglo de las Luces, historias que contar sirviendo de chófer para alguien que jamás ha estado en la ciudad, Amelia, chica canadiense, hacía tres años que Allan Moyle filmaba a la actriz, Liane Balaban, en New Waterford, y si en el filme del 99 Mooney Pottie realizaba un viaje desde su revoltosa promiscuidad intelectual rozando cada esperanza de escapar, aquí, en el metraje de Almereyda, la recién llegada a Big Easy comienza sin saberlo a elaborar el periplo inverso, busca algo, alguien, que ha desaparecido, su hermana, Muriel, cuyo último contacto conocido fue Eddie Mars, identidad de la naciente revolución digital, monstruo metamorfo de webcam, avatar tras el cual se esconde un tipo peculiar. Eddie, a secas. Poco más que un aspirante a fumigador honorable cuyo sueño pasa por filmar un filme pornográfico softcore sobre las correrías eróticas de un Nikola Tesla que sobrevivió en secreto a la II Guerra Mundial y buscó alianzas con la clonación en aras de prolongar su existencia. The Big Sleep, Alain Resnais, NOLA, corriente alterna, Manny Farber. El universo de Michael Almereyda se concreta en la conjunción borrosa de un enclave cultural, imaginario sensual, más apasionado que enjuto. Aquí los personajes nadan, buzos en la riqueza cultural lindando las calles entoldadas de la urbe. En cualquier rincón un DJ estará rememorando la formación de ensueño, rhythm and blues, su compañera de madrugadas radiofónicas intentará dar salida a ansias trastas participando en el filme de Eddie, con al menos sus ropas parcialmente despojadas. Por supuesto, en el nickelodeon novecento de Almereyda caben también las maravillosas aberraciones de Luisiana. Hannah, recién enviudada y con ojo cubierto de feo parche ─el láser se cobraba demasiadas víctimas─, ahora busca refugio en la profesión de su difunto, bombero, y para ser atraída después de las doce no aceptará bebidas de otro oficio. Hay que apagar fuegos si queremos seducir a Hannah. Baja por el tubo de descenso como la próxima heroína local. Para esta jauría second line parade, parece cristalino, un bacio è troppo poco.

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Napoleon House, construida para el homónimo conquistador en un siglo donde se tenía esperanzas de liberarlo de la Isla Santa Elena, reemplazar al farsante americano y traer al francés a América. No hubo suerte. Les quedan las cadenas de fast food, les queda Bud’s Broiler, una estatua del confederado Robert E. Lee que observa medio asombrado Tom, minutos antes de que el próximo incendio necesitado de aplaque amenace con fachadas cayéndole encima del casco. La gran explosión no se llevará su vida, sino la de Ritchie: he ahí la mujer de luto. En un trance al que parecen encaminarse los fotogramas, insaciables de mutar en otro material que sustituya al nitrato de celulosa, transitan estos sonámbulos, cuyos negocios son asunto del corazón descarriado, desorientado por cables, módems interconectados, Internet más próxima del circo sentimental cinco de la mañana al otro lado de la línea en esta conversación privada podré encontrar a mi salvador espiritual, lejos de cualquier secta fatigosa, concierne esto al filo del peligro que nos azotaba la espina dorsal cuando del siguiente mensaje dependía nuestro destino y, por ende, el sueño posterior a la sesión virtual. Envenenados de fugas, desvergonzados porque el siglo no ha inundado todo de filtraciones, aún confían sin coartadas en ese dejarse llevar que nos puede convertir en apariciones fantasmales, héroes en rescate de los desaparecidos, secundarios en una nueva obra de Jean Cocteau, les falta algo, un hueco apura la investigación, el hallazgo supremo de Happy Here and Now, sustituir ese algo por otra cosa que no podremos llamar alienación ni pesimismo digital; al subir las escaleras mecánicas y dar el paso al suelo, del otro lado nos puede estar esperando la presencia que nos tienda la mano para saltar y encontrar, quizá, aquello que como lectores diletantes de Pascal admitíamos a regañadientes que necesitábamos. Almereyda nos lo va entregando a nosotros en pequeñas dosis de barricadas contraculturales a malas horas, transmisiones piratas, y los personajes van cayendo en sus ficciones como víctimas e investigadores de Fantômas. Existe un legítimo placer en unir este embeleso medio peligroso de los ceros y unos emergiendo con los omnipresentes cementerios neoorleaneses. Se conjuntan y gustan en la danza, mezcolanza cultural; a la fiesta John Sinclair, también Ally Sheedy, rescatada del arte colocado/elevado de Lisa Cholodenko, establecida en lugareña cuyos lazos familiares no hacen sino concederle mayor carga de discreción gentil, veinte marchas por delante de cualquier tipo de indie, este no es el lugar que habitamos sintiéndonos otros, la geografía del filme viene hacia nosotros para cedernos la intuición de que pervive una manera no atalayada de hacer balance vital, reflexionar sobre el entorno, recapturar las desapariciones insistiendo en los nombres propios de la ciudad. Psicogeografía y, por tanto, algo de alquimia imbuida de optimismo puebla cada filme del oriundo de Kansas.

Louis Armstrong ilustra:

«Once the band starts, everybody starts swaying from one side of the street to the other, especially those who drop in and follow the ones who have been to the funeral. These people are known as ‘the second line’, and they may be anyone passing along the street who wants to hear the music. The spirit hits them and they follow along to see what’s happening».

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Los referentes escogidos funcionan a modo de pistas con las que recorrer el camino que nos aleja de Muriel, ensamblando el innegable ojo de documentalista, con afición al collage metropolitano, y los pequeños episodios fabulados, aquí pasados por la cualidad difusora de las cámaras Pixelvision: hombres enmascarados, rebeldes lanchas motoras, el tizne entrecortado de la vida disuelta en melodiosa penalidad, la juntura de dos lunas, el espectro europeo y los cowboys de ciudad. Queda despejado del anfiteatro teórico el término “espeluznante”. No podremos echar mano del adjetivo si prestamos la debida atención a la vivacidad filibustera de las bandas de metales, armónicas, armonías, el más rabioso panorama sonoro acechando las incertezas suaves de Amelia y el círculo que orbita a través de ella, conviviendo con los sonidos arcanos de ultratumba, los mismos que, si nos descuidamos, podrán sustraernos demasiado de la mezcla requerida para estar y vivir en este momento. Celadas cenizas echadas a volar bajo torres de alta tensión. Abierto así el horizonte de contingencias, el delta del río libera a los esclavos en un sueño postergado, en comunión oran con los bluesmen de las aceras, discutidos, radiados, bailados, emulados por la Generación X y los que crecieron durante la Gran Depresión, la Dustbowl expandiéndose ante sus ojos arenosos. Agrupados, consiguen emular una idea desemejante sobre el entorno que los vio rebelarse.

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«Cuando pienso en la breve duración de mi vida, absorbida en la eternidad anterior y siguiente, el pequeño espacio que lleno e incluso que puedo ver, abismado en la infinidad inmensa de los espacios que ignoro y que me ignoran, me espanto y me sorprendo de verme aquí en vez de allá, porque no hay ninguna razón de que esté aquí en vez de estar allá o ahora en vez de en cualquier otro momento».

Pensées, Blaise Pascal

Ha acompañado la creación de este texto la voz de Mina Mazzini

“OBRA MAESTRA”: CONCEPTO INDESEABLE Y DUDOSO

EPISTEMOLOGÍA:

I. LA VÍA TEÓRICA: LA CRÍTICA, VIEJA LENGUA FRANCA
II. LA VÍA MÍSTICA/ROMÁNTICA/NAIF: “OBRA MAESTRA”: CONCEPTO INDESEABLE Y DUDOSO

LANZAMIENTO DE LA PROPOSICIÓN “CIMA”

“Cima”. Esa es la palabra. De primeras, sonará ridícula. Muéranse con la carcajada, les damos permiso; incluso les dejaremos creer que parten con ventaja. Ya lo hemos vivido. La risa condescendiente de algunos amigos cercanos y otros indeseables seres con variados grados de resentimiento ejerce un soniquete tan, tan repetitivo que ha terminado convenciéndonos, urgencia, cita obligatoria, a aclarar el significado, más bien alcance pragmático, de la hermosa palabra a través de la cual canalizan su malbaratado sentido del humor. Los seguimos amando intensamente, incluso a enemigos claros, y nos proporciona más placer enunciarles como distinguidos diletantes por qué dicho término, su influencia en medianoches imparables, nos concierne, lo creemos digna causa, untuosa insolencia de dos personas, las aquí presentes, haciendo malabarismos al encarar los bostezos sedentarios de una horda de inapetentes. Intentaremos expandir su deseo, excitarles la sesión de titulares y exabruptos matutinos con los que ocupan su despreciado tiempo. La palabra en cuestión sale de nuestras bocas en un momento bien concreto: sucede que, habiendo acabado de presenciar un filme que nos ha entusiasmado, proferimos extasiados que acabamos de ver una “cima”. La tuerca no admite vuelta por ahora, el contrapelo tardío lo reclamaremos nosotros mismos cuando creamos conveniente ponernos contra las cuerdas, acto que planearemos con fruición y disfrute, prestos a saltar de nuevo al cuadrilátero con renovadas fuerzas para volver a enfrentar el propio reflejo.
          A continuación, aclararemos para propios y extraños lo que queremos invocar al colocar en nuestros labios el vocablo maldito.
          Alcance pragmático del sentido de la palabra “cima”: sería un filme en alguna medida necesario para reinterpretar la historia del cine, abordar la escritura de un canon paralelo o problematizar el existente. Hablamos de filmes que pueden ejemplificar, expandir, una tendencia o intuición, pero siempre enriqueciéndolas por algún flanco inesperado, nunca confirmándolas de plano (sesgos). Un filme obtendría este estatuto si logra problematizarnos como espectadores, en ocasiones demandando más de un visionado para augurar su calado, si respecto a nuestra percepción el filme nos ha pasado por encima o se nos ha escurrido por debajo. Un “filme-cima” es aquel que nos obliga a reajustar nuestras conexiones de percepción (todos los buenos filmes lo hacen). No nos referimos a una complicación superficial, sino a un efecto de efervescencia y guerra receptiva. Obra yendo más-allá de sucedáneos que recorren la vida de arriba abajo, con principio y fin, agotables, llenos de cualidades perfectamente adjetivables por cualquier bienintencionado espectador cuya capacidad de ver sigue aún esclavizada a la maldición de inmovilizar los acontecimientos de frontera, detener los fotogramas que perciben, y esto lo hacen en sus pensamientos, escritos, buscan una finalidad a las imágenes que acaban de espectar. La “cima” se lo impide, ante ella se sienten incómodos, la belleza de una cima ─quitamos ya las comillas, la representación del texto ha pasado al campo de la veracidad terrenal─ no es fácilmente captable si se busca superficial complejidad.
          La inmutabilidad de ciertas instancias debe combatirse hasta la misma muerte, no solo centrándonos en la recepción del filme en presente por parte del espectador, sino en los filmes que elegimos, cine de experiencia en el que se enmarcan muchas cimas, donde el devenir, que combate sin tregua la monocausalidad y el aplastamiento de lo nuevo por lo viejo, tiene un papel fundamental en el índice de la historia expandiéndose sin cesar en una escritura de perfusión hacia el pasado y futuro de la vida hallada en cualquier mirada. Sabemos quiénes sois.
          Nos atrevemos a afirmar que hay cientos y cientos de cimas, pues son cientos los filmes que se les escapan a la(s) historia(s) del cine y deberían estar ahí. No todos los filmes buenos, ni dignísimos, ni necesarios, acreditan la condición de cimas; por ejemplo, creemos que todos los largometrajes de Rohmer a partir de Ma nuit chez Maud (1969) lo son (aunque también “obras maestras”), y quizá Hal Hartley o Benoît Jacquot (entre 1990 y 2010) representan buenos ejemplos de cineastas contemporáneos sin ninguna película-cima transparente, pero aun así, su exquisita filmografía amerita serlo en su conjunto. A contrapelo de esto, escapando a su propia manera del vetusto polvo del archivo, nos encontramos con los huecos vacíos de la historiografía crítica, que ya no sabe ni quiere enfrentarse a filmes que no le conciernen, como todos aquellos realizados por James Bridges en los años 80.
          “Obra maestra” nos parece una fórmula terrible, draconiana, porque soterradamente semeja presuponer cosas como que hay pocas y que un creador suele, con suerte, hacer solo una en su vida. En lo atañente al despliegue del concepto de cima y subrayando lo caduco de la “obra maestra”, no pretenderemos nunca ordenar ni enumerar las cimas obligatorias del séptimo arte, sino tratar de clarificar un itinerario personal, el nuestro ─e invitamos a que cada uno se construya el suyo, es gratis─, que desemboque en una existencia cinéfila alternativa y más feliz. Pensamos que quien encuentra, por fin, la “obra maestra”, sufrirá a su vez una parálisis balsámica: ensimismado como se halla con ese filme, podría darse el lujo de no ver cine por semanas, o lo mismo da, ver cine mediocre ─si puede ser actual─, a sabiendas, ya que desde entonces a esta parte goza de un tiempo regalado por la “obra maestra”, la sensación de haberlo visto ya todo, al menos hasta que la gran “obra maestra” haya sido efectivamente digerida. Más que pereza, de algún modo se tiene miedo de sentir demasiado con cada nuevo filme que se ve, miedo de labrarse uno mismo su propio camino de sentimientos. Así, para algunos, resultará tentador apartar la vista de la frontera y desembarazarse de la cima, ya que no colmó ni llenó las páginas de los conceptos que tenían apuntados en la libreta de la mesita de estar, ahí había poco que decir, escasa materia que apuntalar, decían. No son las cosas del filme considerado cima las que necesitan denominación, sino el propio movimiento intempestivo en el que aboca su transitar y, por ende, el nuestro, a un remolino que nos hunde en una espera de sentimientos aplacados, los allí filmados: estos irán resurgiendo y conversando cara a cara con aquel que quiera escuchar. Quizá se dé cuenta al prestar atención de la frágil impermanencia, peligro fatídico, inherente a la constitución de aquellos fotogramas; no deberá rendirlos al terrible rumbo del olvido, si pace las imágenes y las aloja en un acaecer que sobrepase la contingencia de ideas fijas, quizá salga rehabilitado. Palpamos al pasar las semanas la existencia de la cima en pasados que vagamente recordamos, su reformulación incesante en un futuro que deberemos conquistar o dejarlo invisible para el resto de la humanidad. Somos generosos, pretendemos instalar al mundo en un no-perentorio estado de disoluta inmortalidad, siendo las cimas aquellas instancias que le impedirán dividir en dos, multiplicar productivamente argumentos, hacer carrera, alejarse de las miles de intuiciones que rechazan convertirse en epígrafe de página con sangría.

La-fille-seule-(Benoît-Jacquot,-1995)
La fille seule (Benoît Jacquot, 1995)
Bright Lights, Big City James Bridges 1988
Bright Lights, Big City (James Bridges, 1988)

Una cima provoca la sensación perceptiva de que, efectivamente, en ese filme está produciéndose algo que lo desliga de la coyuntura, una especie de fricción, similar a estar sucediéndose un movimiento tectónico en la base misma del cine. Quizá esto tenga que ver con estar abierto hacia un asombro primigenio, a poder uno llegar a creer en la sensación de estar viendo una y otra vez a True Heart Susie reencarnarse en cientos de películas. Divisar que la historia del cine, como la vida, no está hecha del todo para ser escrita, ni para teorizar sobre ella, siendo más bien un asunto de navegar y dejar que las olas del mar nos lleguen a la cara. Lo sabemos, la percepción actual, presente, y la memoria sobre el pasado son dos cosas bien distintas. Tanto lo son que mientras vemos un filme malo nos aburrimos, el tiempo pasa más lento, pero luego, en la memoria, aparte de un vago recuerdo fatigoso, pronto enterrado, será casi como si nada hubiera sucedido. Un mal filme es aquel que pasa por nuestras retinas sin hacernos un solo rasguño, como el sol cuando atraviesa el cristal. Igual de “fácil” que entró, el filme poco interesante es desalojado, imposible encontrarle anclaje en nuestra existencia terrena. Si durante una hora de nuestra vida nada nos ha conmovido, problematizado o absorbido, de esa hora en el futuro, simplemente, no recordaremos nada. Lo reflexionaba así John Steinbeck en East of Eden (1952), “de nada a nada no existe ningún tiempo”. En cambio, estos filmes que se atrincheran, que defienden una posición en nuestra mente, se conforman como apuntalamientos de la memoria, garitas abiertas con telescopio apuntando a la inmensidad del cosmos invitando a compartir la felicidad. Puestos de avanzada en medio de nuestras cronologías, acontecimientos en los que durante una hora y media o dos nuestras emociones se vieron trasquiladas, calentadas, heladas, intranquilizadas… Un lapso de tiempo donde supimos que intuíamos todo sobre ese filme y que nadie más podría presentir más clarividencias que nosotros mientras estábamos enfrente de la pantalla, en todo caso igualarlas. No se trataba de retórica, sino de una isla, como decíamos, avistada en el mar de la nada, que alumbró nuestra travesía lúgubre por un océano de rutina plana, la vimos y nos consumió la necesidad de decir a nuestros amigos, hermanos, amores, a todos aquellos con ganas de seguir dando brazadas hacia adelante, que tenían ahí un tesoro, un trozo de experiencia para ser habitada, un capítulo más en el curso de una vida que ambiciona apercibirse con plenitud.
          Creemos haber exagerado pocas veces, ya sea con filmes como Falsa loura (Carlos Reichenbach, 2007), el cual estamos dispuestos a pelear tan convencidamente como si hablásemos de la obra más inspirada de William A. Wellman, o con otros como Somebody’s Xylophone (Yôichi Higashi, 2016), una película que mira a la cara de la gran tradición del mejor cine japonés, instituyéndose más vital en nuestra epistemología que cualquier otra de Hong Sang-soo, una zona esta última que con el tiempo nos proporciona demasiadas confirmaciones que deseamos ver ampliadas. Las formas evolucionan de forma extraña en la mente del espectador receptivo y reabsorben lo precedente sin jerarquizarlo, en pos de orillas nuevas. Por último, Dunia (Jocelyn Saab, 2005), otros filmes de Higashi, los de Hitoshi Yazaki, Peter Thompson, Rudolf Thome, Adoor Gopalakrishnan, y un buen número de obras de Alan Rudolph, Noah Buschel, Joan Micklin Silver, John Duigan, Victor Nunez, Jonathan Demme, Strangers in Good Company (1990) de Cynthia Scott, por decir algunas, son para nosotros de una grandeza tal que negarles la posibilidad de ser cimas indiscutibles del cine, a la altura del mejor filme de John Ford, indicaría un dogmatismo irremediable. Un acomodamiento en un Shangri-La cinéfilo demasiado contento de conocerse a sí mismo y sin disposición por cuestionarse más que dentro de sus estrechos márgenes. Traición descarada a Manny Farber, primero escribiendo en solitario y luego con Patricia Patterson, del cual sonsacamos un espíritu inconformista y problematizador tras leer sus obras completas, y no solo Negative Space, adquiriendo así las armas pertinentes para poner en tela de juicio filmes supuestamente intocables.
          Trabajar y escribir de cara a estos incidentes de secuelas oceánicas en nuestros espíritus conlleva un método, una falta de método, muy diferente a cuando uno se enfrenta con aquello denominado “obra maestra”. Michael Almereyda hablaba de Happy Here and Now (2002) como un filme argumentando “en contra de cualquier idea de desolación absoluta”. Sostenemos que dicho filme también hace de las suyas para oponerse a cualquier idea de lucidez absoluta. Este oficio requiere no tener miedo hacia las revoluciones internas que uno pueda experimentar durante el trazado de su biografía, libro intransferible solapándose con las páginas derramadas de convulsiones de tantas otras personas que pudieron, en una etapa de su periplo, caminar, hacer el amor, respirar, perder alma y corazón por un filme. Solicita mantener las defensas bajas ante el derribo de evidencias, admitir que se ama la existencia y que se desean buscar cortocircuitos día tras día, huyendo de falsas intensidades, de adonismos… esta invitación náutica constituye un sellado a la carta que unifica estos guardacantones: el cine es, debería ser, el reino de la libertad (Francisco Umbral), el único donde podemos existir y derribar edictos, cuestionarlo todo, es solo un juego, decía Rivette, pero un juego donde apostamos lo que ni siquiera tenemos, un cara a cara nefasto en el que sonreímos ante la pseudorretórica de escritos que no entienden esta cosa como un ente vivo, perteneciente su cuerpo al que lo visiona, su transposición en palabras, una retribución tardía, un “he estado aquí, esta tierra les será grata”. En esa tierra, la totalidad del mundo está ocurriendo y a la vez nada es capturado. Una vez azotados por sus raíces, queremos seguir navegando hasta la siguiente parada, ansiosos por continuar apuntalando el año, densificándolo, llenándolo de visajes, balizas, colores que acompañen nuestra pesantez cotidiana haciéndola grandiosa. Nuestras cimas particulares llenan las páginas en blanco de un diario fatal, destrozan los espejos en los que los obramaestrados se miran, no dejan de mirarse, destruyendo con esas ojeadas cualquier atisbo de albedrío, empalando sus confirmaciones sobre ideas escupidas a los filmes, no afectándoles estas más que una ráfaga de viento a la Gran Pirámide de Guiza.
          Nuestra memoria pesa a costa de haber construido, a la manera de falaces conquistadores poscolombinos, un mundo de instancias temporales donde supimos, y no olvidamos, que en un día cualquiera de un mes al azar, fuimos cambiados. Cima, sensación incesantemente perseguida, su crítica, una mera tentativa de sacar, despertar, las revoluciones que se nos pasaron por el estómago, haciéndolo arder, tras haber respondido a la llamada de lo salvaje.

Dunia-Jocelyne-Saab-2005
Dunia (Jocelyn Saab, 2005)

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«El recuerdo de una cima alcanzada en el pasado ─el prado de margaritas, que era toda la naturaleza para tu infancia─ te conmueve hoy tan a fondo porque resulta símbolo de una gran experiencia, de toda aquella infinita suma de posibles experiencias que se anunciaba en la cima de entonces. Tú disfrutas ahora, al recordarlo, de un símbolo de todas las posibles experiencias, respiras la atmósfera de cima, y lo haces fácilmente, dada la comprensibilidad y la disponibilidad de este pequeño recuerdo. Símbolo significa esto. Objetivarse ante uno mismo, como en un anteojo invertido un vasto paisaje; disponer de él como de algo enteramente poseído e implícitamente alusivo a infinitas posibilidades.
          Esto es válido para las creaciones fantásticas arcaicas, que son sencillas, humildes, infinitamente menos complejas que la vida que hoy vivimos y, sin embargo, arrebatan como genuina experiencia de cima».

Il mestiere di vivere, Cesare Pavese

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«Bueno, es que yo parto de que la literatura es el reino de la libertad. Y veo que hoy reproduce mi frase un joven escritor de no sé qué periódico, y a mí me gusta mucho ver que los jóvenes me leen y me reproducen, lo cual sí ocurre con mucha frecuencia… Y, entonces, la literatura es el reino de la libertad y no es una religión. Y es que hay gente que se aterroriza si uno dice que no le gusta Azorín o que no le gusta Baroja o que no le gusta Galdós, como si fueran santos. Es decir, que cada uno tiene su urna ya para siempre… los del 98 para atrás, incluso del 27 para atrás y ya son intocables. ¡No! Esto es la literatura, el único reino en el que podemos ser libres. Mucho más incluso que en la democracia, en estas democracias que estamos conociendo, ¿no? En toda Europa, en Estados Unidos con eso que han tenido ahora […]. La novela es un compromiso burgués que viene del XIX. Un compromiso con el lector para que compre y le guste y se divierta, un compromiso con el editor para que se haga rico, un compromiso con los grandes públicos, un compromiso con la sociedad del momento, con la situación (para expresarla a favor o en contra)… La novela es un compromiso burgués y eso hay que romperlo en la novela, que era uno de los objetivos de Mortal y rosa, para decirlo todo. Y creo que en Mortal y rosa se dice todo. En Las ninfas, que usted ha citado ─se lo agradezco mucho─ como libro que le gusta, todavía los personajes están muy comprometidos con la sociedad, con la pequeña sociedad burguesa de la pequeña ciudad. En Mortal y rosa ya no hay compromiso. Hay una ruptura absoluta con todo, con el cielo y con la tierra. Ahí debe llegar la novela y llegan algunas novelas como todos recordamos y como todos sabemos, desde Dostoyevski hasta Henry Miller».

Entrevista a Francisco Umbral (10 de enero de 2001)

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Dunia-Jocelyne-Saab-2005

NO DESFALLECE LA FICCIÓN (16/10/2019)

7 Women (John Ford, 1966)

20:00 h, Filmoteca de Catalunya; 7 Women en 35 mm, un cuarto de sala llena (hermandad de afortunados), nervios y expectación. Por fin, la gran pantalla, y no un pocho ripeo visto tres veces que, aparte de trocar tontamente el innegociable peso del grano por unos cuantos píxeles traficantes, disolventes ─arancel indefraudable del ripeo barato─, a la postre no va y se atreve ─el alma caritativa pirata y descuidada que lo compartió─, a merendarse sin vergüenza, a cortar, unos pocos valiosos centímetros de los márgenes arriba y abajo, cercenamiento fatal… 20:04 h; las luces apagan, se aparca el recuerdo del ripeo ignominioso, es hora de tensar el arco de la atención.
          Dato de proyección: al parecer, se trata de una copia prestada de la Cinémathèque, raída (encanto), con subtítulos en francés incrustados (mal menor). Primer rifirrafe entre Agatha Andrews y la recién venida, primera manchita negra en la esquina superior derecha avisando que en nada cambia la bobina ─con ella el plano ¿preparados?─, desazón, advierto que a cada empalme se extravían unos diez segundos de la siguiente, y así por once veces (aprox. dos minutos, en total). Es tanto lo que se intuye nos perdemos que en la sufrida experiencia comprenderemos al instante lo aseverado por Pedro Costa sobre el cine de John Ford: indistintamente de la duración del plano, un gesto de tres segundos en sus filmes equivale a tres mil años.
          Caballo estadounidense indomable de pelo corto, la Dra. Cartwright, Ford, el filme, alterna el trote del círculo al rebote, de pared interior a pared interior del decorado misión-evangelizadora-cristiana. Relato, relato y más relato, podría decirse aunque aburra ya. Pequeña ciudad intramuros ─no saldremos de allí (permeará la barbarie)─, rea del dogma, cuya «unidad» según Steinbeck puede desaparecer quedamente mientras ninguno perturbe su paz, quebrante sus muros o difiera con nadie ─la bizquedad inherente a semejante unidad (los críos mandarines escuchando estrábicos la plegaria en inglés). Sucederá justo lo funesto: la llegada de la revolucionaria doctora, el cólera y la viril violencia comandada por Tunga Khan, ante la que todas ─primero la joven Emma, luego el resto de espectadoras─ deberemos tomar partido. Un cuento que no progresa, no medra, sino que a cada encontronazo se desgaja. Ni coordinándose en cien ardides los ojos lograrán estrangular el lazo corredizo arrestando un fotograma. Como las mujeres y los civiles chinos, la ley narrativa del relato es llevada al paroxismo, al Terror de la línea quebrándose que sin embargo persevera con la intachable legal crueldad de una recta, contienda fraguada en telegrama de plano general, librada en histérico plano medio; en otras palabras: son los orgullosos estertores reafirmativos de un cine donde dos más dos siempre habían venido siendo igual a cuatro. Un matiz a la resobada categoría de “relato”: «reactores de la ficción», así es como Bergala se refiere, sin asomo de ánimo valorativo, a lo que en ocasiones se apaga, suspende o interrumpe en el cine de Jean-Luc Godard; al contrario, en 7 Women no se ceja de echar carbón a la locomotora Ficción (ningún filme de Ford había llegado a correr tan raudo), efecto de esto: casi ni rastro de eso que se ha venido llamando lirismo. Los motivos son variados: para empezar, el director está en una edad que dirige, que corta al cambio de cuadro, con la facilidad con que el provecto jugador de póker, asiduo a las cantinas, adjudica cartas a sus rivales (chac, chac, chac). Reparte con la veterana sapiencia de quien asume que tras cada repartida y breve juego habrá de recomenzarse, que la partida son en realidad partidas, conformadas por muchas manos, pocos ases, y alargadas desde el atardecer hasta que anochece. Ganar entonces será atraerse, secuencia a secuencia (plano a plano), solo algunas fichas, hacer crecer lentamente el montante y volver a re-partir hasta la buena hora del retirarse. Cada encuadre de 7 Women es naturalmente extraído-de y devuelto-a su origen, la ficción. Quien despluma y aniquila rivales mano tras mano (plano tras plano) seguro oculta cartas en la manga, y el cineasta estadounidense de ascendencia irlandesa sabemos odiaba a los tramposos: hemos visto más veces al sheriff desenmascarando a un truhan profesional del póker que entregando la placa estrellada al nuevo. Por otra parte, durante el transcurso de la proyección constataremos que al menos son un par las cosas que Ford nunca perdió de vista: la ficción y que el genocidio está en todas partes, que es «common place» en nuestras vidas (entrevista para la BBC, 1968). La guerra, los fuertes, el hambre, los terratenientes, la Ley, etc. generaciones que vienen cuando otras se van (perecen), el ferrocarril y la Gran Depresión arrasan sin compasión, como el héroe. Despiadadas fuerzas y agresividades laten contenidas en la naturaleza de la comunidad organizada, la riada nómada y hasta del hombre abandonado a sí, aguardando una rencilla, la excusa de turno o el recuerdo de una ofensa inveterada para movilizarse, ratificarse demoliendo, intentando sacar provecho por cualquier medio o procurándose encontrar su sitio (un hogar). Circunstancialmente, la intención puede que sea noble ─la caravana mormona en Wagon Master (1950)─, otras, la ratificación consistirá directamente en purgar lo irreductible ─Henry Fonda en Fort Apache (1948)─, en fin, responderá Ford airado a quien le pregunte por enésima: es su (nuestra) naturaleza. Lo excepcional es que a la vez que se señala tan preclara pesimista comprensión de lo que somos, brincará de improviso desde el fondo del plano, cual casquillo y humo dispersándose, por acá un fugitivo gesto tierno, por allá una pizca de solidaridad, la ancha sonrisa de un indio, un mejicano, una mujer o un negro. Una misantropía chistosamente alegre (la pelea popular que cierra The Quiet Man, 1952). ¿Quién no prestará atención a la lección si se imparte con tal regocijo? ¿Quizá esa sea la lección, esa alegría, las canciones y bailes de júbilo al pie de la iglesia, la taberna o el cuartel ─edificios fundadores de innumerables pueblos─ que la muerte decreta enmudecer? Por último, en 7 Women se adivina la legítima hartura de Ford con todo (cf. la carta a Tag Gallagher), cansado de dramatizar y de dar explicaciones.

Carta_de_John_Ford_a_Tag_Gallagher_2

El final, en este sentido, es proverbial, no se nos dejará plañir a la heroína: la Dra. Cartwright bebe el veneno que ha fulminado a Tunga Khan al ritmo de un ligero travelling de despedida raíles atrás, rapidísimamente, la escena se oscurece antes de caer el cuerpo, un “The End – Presented by Metro-Goldwyn-Mayer” sobreimpreso y veloz encadenado a créditos; hay que despertar del sueño, como se han encendido los reactores, apagarlos. De hecho, es la única muerte en el filme donde una esquirla de lirismo asoma para despeñarse contra los nombres de las actrices acreditadas y una melodía oriental. Se logra sintetizar, aunque pareciera imposible, dos destinos para la mujer (camafeos en principio incompatibles): el liriquísimo y digno fallecimiento de Mary ─en The Long Gray Line (1955)─ fundiéndose con el desangramiento de Chihuahua ─en My Darling Clementine (1946)─, que muere como mueren las hijas de Sodoma y Gomorra (expira en off), sin que ni la cámara las llore. El asesinato de Charles Pether en 7 Women, en su conversión de inútil a heroico mártir, es narrada por un civil al que tirotean momentos después de transmitir la noticia ─«las chicas gritaron pidiendo ayuda al Sr. Pether, salió del coche para ayudar a las chicas y lo acribillaron como a un perro, se rieron…»─, el metraje aniquila a hombres, mujeres y niños. Nada afecta al devenir implacable del relato en el filme, ni siquiera la violación de la protagonista. Escalofriante en verdad, pero es que una leyenda se mide por lo nada que se jacta de serlo ─el sheriff Tom Doniphon en The Man Who Shot Liberty Valance (1962). Si entiendo bien que lirismo sería algo así como que la ficción se permite darse un respiro o “coger aire”, otorgando al espectador tiempo regalado para que, hinchiendo su pecho, pueda constatar la grandeza de lo que está contemplando y ame a los personajes, digo que el penúltimo filme de Ford de esto solo jadea el final, la entrada de Agatha al cuarto de Emma y la conversación de la primera con la Dra. Cartwright al pie del árbol (permanecerá oscuro para siempre si confiesa las insuficiencias de Dios, lesbianismo reprimido o la frustración de perder el liderazgo, en cualquier caso, desmoronamiento de cualquier tipo de unidad). Del mismo modo que 7 Women, ni Stars in My Crown (1950) ni Wichita (1955) de Tourneur se sostendrían tan cortos si anduviéranse con alguna complacencia o estasis lirico. En la misma lógica, diré que un filme apisonadoramente narrativo como es Rio Bravo (Howard Hawks, 1959) no podría sobrevivirse tan largo sin que lo partiera a media hora de acabar el lirismo de Dean Martin, Ricky Nelson y Walter Brennan cantando My Rifle, My Pony and Me y Cindy mientras son observados durante cuatro minutos por un John Wayne enternecido.
          Sobre las 21:15 h, predigo las escasas restantes secuencias para que la conclusión de 7 Women golpee en celuloide ─repito que vi tres veces el ripeo horrible─, y de una inesperada, extraña forma, sutura la relación del cine con la vida: a pesar de haber ido a la Filmoteca nosecuantasveces, se me explicita virgen en ese momento que la sala es un hueco debajo del demencial bazar multicultural que es el Raval, coágulo magnífico de la Smart City punto cero. A unos metros por encima de nuestras cabezas, mujeres en país extranjero ─como las del filme (pero no en 1935)─ ofreciéndose a turistas de droga, turistas de lujo y vecinos asustados. El suicidio no-acabado-de-ver de la heroína en pantalla grande me demuele más que nunca ─por suerte voy acompañado (Anna, Fran). 21:31 h; salgo y es el genocidio, no lo conduce ningún relato, a lo lejos, las aspas de un helicóptero policial fuerzan un lirismo impostado, huele a comida china, a orín y a contenedor quemado.

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Barcelona, 18 de octubre de 2019