UNA TUMBA PARA EL OJO

ROMERO: DOS VISIONES

ESPECIAL JOHN DUIGAN

Lawn Dogs (1997)
Winter of Our Dreams (1981)
John Duigan y Winter of Our Dreams – Entrevista
Romero: Dos visiones
Careless Love (2012)

Romero and Father Kieser” (Peter Malone) y extracto de “John Duigan: Awakening the Dormant” (Scott Murray), en Cinema Papers (noviembre de 1989, nº 76, págs. 35, 36, 37 y 77).

Asesinato-del-arzobispo-Óscar-Arnulfo-Romero
Asesinato del arzobispo Óscar Arnulfo Romero, el 24 de marzo de 1980 en la Capilla del Hospital de la Divina Providencia, San Salvador

1. EL PRODUCTOR

Romero y el Padre Kieser”

PETER MALONE INFORMA DESDE NUEVA YORK ACERCA DE LA VISIÓN Y TRABAJO DEL PADRE KIESER, PRODUCTOR DE ROMERO (JOHN DUIGAN, 1989).

Romero es la invención del productor Padre Ellwood P. (Bud) Kieser. Kieser es un sacerdote católico americano y, después de muchos años en la televisión, esta supone su primera aventura en el mundo de los largometrajes fílmicos. Parte del dinero para Romero provino de la orden religiosa a la que pertenece, los Paulistas, y de la Catholic Communications Campaign.
          Kieser ha trabajado en Los Ángeles desde 1956. Conoce la industria del cine bien. Los Paulistas son una orden americana, establecida en el siglo XIX por Isaac Hecker, un periodista preocupado de que el catolicismo no sea una religión meramente aislacionista, sino una que tenga confianza en sus creencias y coraje para transmitirlas en los medios de comunicación contemporáneos.
          Kieser produjo una serie religiosa para televisión, Insight. En producción desde 1960 a 1985, ganó seis premios Emmy para programas religiosos. Tenía una sucesión constante de estrellas de Hollywood, escritores, así como directores, en sus dramas de 30 minutos hechos para televisión cuyo “mensaje” religioso no siempre era explícito. La filosofía detrás de este tipo de producción televisiva era la opuesta al proselitismo de los evangelistas televisivos. Constituía la presentación de valores cristianos en el mercado a través del storytelling.
          Con la desregulación de la programación en los EUA durante los años 80, Kieser se dio cuenta de que los canales estaban menos dispuestos a emitir programas religiosos, a no ser que las iglesias pagasen una fortuna para poder patrocinar así los suyos propios. Aunque el domingo por la mañana se haya convertido en prime time, esto no ha detenido a los adinerados evangelistas (especialmente Robert Schuller y su Hour of Power desde la Crystal Cathedral) de continuar pagándose su camino. La Iglesia Católica apoya un talk show, presentado por el Cardenal John O´Connor de Nueva York, en la CBS a las 7.30 a. m. del domingo y una Misa en el Canal Nueve. No obstante, Insight y muchos otros programas religiosos aparecen regualarmente en canales de cable.
          La desregulación supuso que Kieser decidiese desplazarse a producciones televisivas que compitiesen en el mercado abierto. Produjo The Fourth Wise Man (Michael Ray Rhodes), un especial de una hora para ABC, en 1984.
          Su primera película producida para televisión fue We Are the Children, presentada a “Movie of the Week” en 1987 para ABC. En Australia se emitió como parte de “Wednesday Night at the Movies”, en mayo de 1986, por el Canal Nueve. Dirigida por Robert M. Young, a quien Kieser reconoció como alguien creativo y con el que resulta fácil trabajar, fue rodada en cuatro semanas. Las memorias de Kieser del equipo británico no son por entero felices ─todo un contraste, declara, con la colaboración sencilla entre americanos y australianos en Romero.
          We Are the Children contaba la historia del fotoperiodista que dio la noticia de la hambruna etíope a los medios de comunicación mundiales. Ted Danson la protagoniza como el periodista, Ally Sheedy es una joven doctora de Filadelfia y Judith Ivey desmiente el cliché hollywoodense de la monja como una hermana misionera con los pies vigorosamente sobre la tierra.
          Kieser se encuentra satisfecho con We Are the Children como un primer intento, pero siente que el corto tiempo para la filmación (amenazado en una etapa por oficiales hostiles de los gobiernos etíopes y kenianos reteniendo a la compañía, literalmente, a tiro de pistola) y la falta de experiencia de Sheedy minaron el impacto general.
          Romero fue primero concebida como una película para televisión. Ahora bien, los canales rechazaron la idea. Un arzobispo salvadoreño sin pelos en la lengua, asesinado, era demasiado controvertido. También demasiado deprimente. Y, además, no había un interés romántico. Kieser decidió convertirla en una película para cine.
          La muerte del arzobispo Romero ya había sido vista en la pantalla en Salvador de Oliver Stone (1986). Stone incluyó una secuencia donde Major Max, jefe de los escuadrones de la muerte, incitaba a sus seguidores a ofrecerse como voluntarios para matar al crítico arzobispo. La secuencia era reminiscente de la sugerencia de Enrique II a sus nobles para que se deshicieran de Thomas Becket, familiar a causa de Becket (Peter Glenville, 1964) y “Who will rid me of this troublesome priest?” de T.S. Eliot, de Murder in the Cathedral. Stone y el coguionista Richard Boyle hicieron que Woods, en la guisa de Boyle, atendiese la misa en donde el arzobispo se pronunció fuertemente en contra de la opresión militar en su sermón e hicieron que lo mataran mientras repartía la Comunión.
          Las audiencias australianas estarían familiarizadas con el telefilme Choices of the Heart (Joseph Sargent, 1983) y el documental (emitido en la televisión de la ABC) Roses in December (Ana Carrigan, Bernard Stone, 1982), que se centraba en Jean Donovan, la americana misionera laica (interpretada por Melissa Gilbert en Choices y Cynthia Gibb en Salvador) que fue violada y asesinada en El Salvador en 1980, un incidente que trajo los males del siglo a EUA, así como a los titulares mundiales y las noticias en prime time. Las audiencias australianas también estarían familiarizadas con el documental de David Bradbury acerca de los problemas nicaragüenses en Nicaragua, No Pasarán (1984).
          Kieser y su amigo escritor (de los días de Insight) John Sacret Young fueron a El Salvador en 1983 para hacerse una idea del país y sus problemas, aparte de investigar la vida de Romero y su trayectoria. Entrevistaron a colegas y hablaron con enemigos que condenaron a Romero como un embaucado por los comunistas, una marioneta de los jesuitas, y víctima de un lavado de cerebro por parte de un psicólogo en Costa Rica (declaraciones que fueron incorporadas al guion).
          Young [guionista del filme de temática nuclear Testament (Lynne Littman, 1983) y cocreador de la serie de televisión China Beach (1988-1991)] no es un católico, sino un episcopalista que admite una fascinación, pero también una relación de amor-odio, con la Iglesia. Kieser pensó que un outsider que pudiese tener una idea del mundo católico podría contar la historia para una audiencia más amplia que únicamente la religiosa. A Young le llevó varios años hasta que terminó con el último borrador del guion.
          Cuando Kieser estaba listo para embarcarse en la producción (ocho semanas en localizaciones mexicanas con dos semanas de ensayos), los directores americanos en los que estaba interesado no estaban disponibles. Amigos en Los Ángeles mencionaron a John Duigan. Kieser desayunó con él, y vio Winter of Our Dreams (1981) y Far East (1982). La última le fue de interés en la medida en que Duigan había abordado problemas sociales similares en las Filipinas del régimen de Marcos, quedándose impresionado con las misioneras, hermanas y laicas, de Manila en 1981. El guion de Far East tiene a una misionera laica que es torturada como uno de los principales personajes secundarios.
          A Kieser le gustó el filme pero sintió que a Bryan Brown le faltaba “corazón” (quizá no estando en la onda de los irónicos, lacónicos, pero sentidos antihéroes de Brown). Pero también vio The Year My Voice Broke (1987) y sintió que había muchísimo corazón, la cualidad que quería para Romero. Esto le persuadió de que Duigan debería ser el director en Romero.
          Duigan profesa una cierta creencia panteísta (que el universo entero está energizando, ecos de comentarios hechos por el personaje de Bruce Spence en The Year My Voice Broke acerca de los campos de fuerza). No obstante, Duigan también había mostrado interés por los problemas de justicia social en Centroamérica, en la cual la Iglesia Católica ha estado fuertemente involucrada.
          Kieser no quería una visión “santa” o “santurrona” de la Iglesia. Podía hacer la distinción entre la esencia de la Iglesia y su misión, y los rostros limitados, pecadores, de la gente de la Iglesia. Líneas como esta son incorporadas al guion, especialmente la crítica de parte del clero salvadoreño del Vaticano por nombrar al popular e insólito, conservador y reticente, Óscar Romero como Primado de El Salvador.
          Lo que emerge en Romero es un fuerte retrato de un sacerdote, nervioso, libresco, con amigos que van desde los sacerdotes socialmente activos hasta las aristocráticas familias salvadoreñas, que gradualmente vive de primera mano la brutal opresión militar, con su pisoteo del débil, y su tortura y asesinato. Se da cuenta de que las circunstancias y la providencia han conspirado para hacer de él el que debe hablar y protestar contra la injusticia y la crueldad. Partiendo de humilde sacerdote, se convierte en un líder franco de la Iglesia ─y mártir.
          Es interesante señalar que la mayoría de los principales directores australianos no han hecho filmes con temáticas o personajes explícitamente religiosos en su hogar. Fred Schepisi es la excepción. Aun así, cuando han ido a los EUA, han aceptado proyectos explícitamente religiosos: Bruce Beresford y los Bautistas de Texas en Tender Mercies (1983), o su épica bíblica, King David (1985); Peter Weir y los Amish en Witness (1985); Gillian Armstrong y la predicadora lectora de la Biblia Mrs. Soffel (filme homónimo, 1984); incluso Carl Schultz con anticristos en The Seventh Sign (1988). Y ahora tenemos a Duigan con el más explícito, especialmente en el guion de John Sacret Young, donde el paralelo con la figura de Cristo es dibujado tan explícitamente: Romero arrodillándose en agonía perpleja ante lo que debe hacer, siendo desnudado por los militares en la carretera, y disparado hasta la muerte mientras alza el cáliz, este derramándose mientras cae muerto.
          Kieser dice que el rodaje de Romero fue el más feliz de su carrera. Para promover un espíritu comunitario, celebró cuatro misas para la compañía durante el periodo de filmación. Pocos del equipo eran católicos, aunque Raúl Juliá, originario de Puerto Rico, era un inactivo pero educado católico. Con todo, el grupo asistió, incluso participando con la colocación de sus herramientas del oficio en el altar como parte de la Ofrenda. El rodaje terminó con una misa y una fiesta de despedida. Kieser tiene grandes elogios para los australianos y para Duigan y, especialmente, para el director de fotografía Geoff Burton y aquellos trabajando en la edición y supervisión del guion.
          Romero está basado en una historia real que ha tenido su impacto alrededor del mundo. En Melbourne, los grupos de justicia social católica celebran una misa en la Iglesia de San Francisco en el aniversario de la muerte de Romero. Kieser comenta que están presentes las libertades habituales tomadas al dramatizar a un personaje. Es un cineasta, no un periodista. Pero la validez es la clave en la apreciación de este tipo de filme, no la veracidad. El mismo argumento es dado en los filmes de Constantine Costa-Gavras, como Missing (1982). Ha sido observado que Romero tiene algo de Costa-Gavras.
          Romero no está destinada a ser un exitazo de taquilla. Probablemente se las apañará bien en los EUA en el mercado del vídeo. Este ya había sido el patrón en la respuesta estadounidense a Salvador. De todas formas, los críticos se han mostrado favorables.
          Kieser tiene varios proyectos en marcha. Manteniendo su visión cristiana y su deseo de hacer películas que desafíen a sus audiencias, la siguiente que quiere hacer tratará sobre la dinámica activista neoyorquina, Dorothy Day.
          Romero es la primera película mainstream con respaldo de la Iglesia [aunque la organización Billy Graham estaba detrás de películas como The Cross and the Switchblade (Don Murray, 1970), The Hiding Place (James F. Collier, 1975), Joni (James F. Collier, 1979)]. Pero Kieser ha establecido un patrón para la intervención de la Iglesia Católica en la industria del cine. Romero es uno de esos filmes sentidos, un trabajo de amor.

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Romero (1989)

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2. EL DIRECTOR

Extracto de “John Duigan: Despertando al durmiente” (Scott Murray)

ROMERO

¿Qué te atrajo al proyecto acerca de Romero?

La mayoría del material que se me ha ofrecido de América han sido esencialmente thrillers de serie B o C y comedias. Son probablemente guiones que se han filtrado desde las altas esferas de directores establecidos. Hubo dos de ellos, buenos, a los que estuve asociado, pero nunca se hicieron. Este fue financiado en el momento en el que fui contactado.
          Siempre he estado interesado de una manera distante en la política de Centroamérica y sabía una cantidad considerable de cosas acerca de Romero y El Salvador. Pensé que era un proyecto importante por un conjunto de razones, principalmente porque lidiaba con la Iglesia Católica y su rol en países como El Salvador. Dejaba bastante claro cómo la mirada tradicional de la Iglesia en el rol de una influencia estabilizadora entre la gente y el Estado de hecho ayuda a fortalecer y perpetuar algunos regímenes bastante terroríficos. Los componentes de la teología de liberación dentro de la Iglesia tienen una mirada muy diferente acerca de esto, y han creado tensiones extraordinarias dentro de las jerarquías de la Iglesia.
          Yo no soy un cristiano, pero conozco la Iglesia y es una fuerza extremadamente potente en esa parte del mundo. Lo que hace es muy significativo a nivel político, y pensé que el filme podría aportar una contribución útil a la hora de entender las tensiones dentro de la Iglesia y quizá señalar algunos caminos útiles para que los teólogos se puedan orientar a sí mismos. Por eso me atraía el proyecto.

¿Hasta qué grado ves a la Iglesia en aquellos países como algo negativo en vez de neutral? ¿En qué medida se ha convertido en parte del problema que la teología de liberación está intentando resolver?

En grado considerable. Su rol como fuerza moderadora se ha convertido en algo institucionalizado y cualquier capacidad para la reforma interna en muchos de los líderes de la Iglesia ha expirado. Hay una especie de letargo moral y una tendencia en sus líderes a identificarse con las aristocracias de estos países. Esto ciertamente mitiga que ellos puedan tener cualquier tipo de valoración realista acerca de las implicaciones de sus instituciones para el país en su conjunto.

Estás lidiando con un debate intelectual que no es parte de muchas vidas occidentales. ¿Estabais los productores y tú de acuerdo al respecto de a quién iba dirigido el filme?

Diría que hubo una cierta armonía a niveles morales en nuestras intenciones. Me acerqué al proyecto desde un punto de vista humanista, en vez de uno teológico. También estaba muy interesado en la política del mismo.
          Pero, sí, hubo algunas áreas de desacuerdo. Me gustaría haber dedicado más tiempo tratando con la implicación americana en El Salvador. Su productor, el Padre Kieser, consideró que debíamos ser muy cautelosos de aquello que pudiese ser considerado diatribas antiamericanas para que el filme llegase a una amplia sección transversal de público en los Estados Unidos. La audiencia habría desconectado completamente.
          También quería tener algo de cobertura de planos con respecto a la visita de Romero al Vaticano: lo visitó dos veces y tuvo audiencias con el Papa actual. El Padre Kieser pensó que el impulso de la historia era la transformación de un hombre bastante estético, libresco y poco mundano, quien a causa de una serie pesadillesca de revelaciones, encuentra dentro de sí mismo la autoridad moral para convertirse en el principal portavoz de los derechos humanos. Ese es sin duda el núcleo del filme, pero a mí me atraían por igual el rol y la política de la Iglesia.

Un aspecto interesante de tu filme acerca de Damien Parer, que mucha gente siente atípico, es su tratamiento de la fe religiosa de Parer. No te ves a ti mismo como cristiano, pero el cristianismo es un elemento muy fuerte de ambos filmes.

Absolutamente. Se me ocurrió en el momento en el que acordé hacer Romero que estaba realizando dos filmes seguidos acerca de cristianos. Pero en ambos casos eran piezas biográficas y era necesario estar en esa onda determinada. Esto es así claramente en Romero, pero también en Fragments (1988), donde la fe de Parer fue una parte muy importante de su vida y estaba reflejada en todo lo que hacía. Pero sí, esa área de interés es atípica.

Tanto Parer como Romero son asesinados por fuerzas represivas.

Sí, es cierto.

Romero-junto-al-pueblo

¿Cómo te encontraste a la hora de hacer tu primer filme americano?

Bueno, fue hecho en México y tenía un equipo mayoritariamente mexicano. Así que la experiencia real de primera línea del mismo fue probablemente muy diferente a la de hacer un filme americano en el sentido que el término es normalmente usado.
          Durante los periodos de preproducción y posproducción, a menudo estaba en desacuerdo con los productores, y ocasionalmente con el guionista. Por ejemplo, yo quería acortar bastante el guion. Rodamos bastante más de lo que hay en el filme final. Algunas cosas que fueron cortadas no eran particularmente cosas que quería cortar, y había otras cosas que no quería rodar. Obviamente, cuanto menos ruedes más tiempo tienes para lo que realmente quieres rodar. El guion era claramente de una longitud excesiva para mí, pero el punto de vista del productor consistía en darnos las máximas opciones en el montaje. Eso era un lujo que no podíamos permitirnos realmente.
          Mantengo una buena amistad con el Padre Kieser y fue a través de su tenacidad que el filme fue hecho. Asimismo, probablemente hay cosas que yo quería hacer que quizá no hubiesen funcionado, así como, igualmente, hay cosas sobre las que él insistió que no funcionan por entero. Una cierta cantidad de debate hablado a voz fuerte es, estoy seguro, muy sana, pero la situación no era tan creativamente ideal como otras que he vivido.
          Una de las diferencias era que el guion fue escrito por otra persona. No estoy acostumbrado a trabajar así. Soy un escritor y tengo ideas muy fuertes respecto al diálogo y el guion. Así que no fue ninguna sorpresa que hubiera bastantes cosas con las que estaba en desacuerdo.
          También era un proyecto que el Padre Kieser y John Sacret Young (el guionista) habían desarrollado juntos durante una serie de años. Era necesario para mí respetar el filme del Padre Kieser al menos tanto como el mío. No era algo como The Year My Voice Broke o Winter of Our Dreams o Mouth to Mouth (1978), que escribí desde cero y se los llevé a la gente para realizarlos. Prefiero una situación donde esté en control del guion y pueda hacer los cambios como yo quiera. Esta experiencia subrayó esto.
          Básicamente, es el director quien hace que el guion cobre vida. Es por lo tanto necesario que los guionistas cedan el control de la cosa en un determinado momento. Y si tengo que hacer una crítica de la situación allí, fue que el proyecto no fue cedido al director en el grado en el que yo me hubiera sentido más cómodo. Pero aparte de eso, siento que el filme consigue mucho de lo que me propuse aportar en términos de mi contribución.

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Monseñor-Romero-retrato-final

JOHN DUIGAN Y WINTER OF OUR DREAMS: ENTREVISTA

ESPECIAL JOHN DUIGAN

Lawn Dogs (1997)
Winter of Our Dreams (1981)
John Duigan y Winter of Our Dreams – Entrevista
Romero: Dos visiones
Careless Love (2012)

“John Duigan and Winter of Our Dreams” (Scott Murray), en Cinema Papers (julio-agosto de 1981, nº 33, págs. 227-229 y 299).

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Tom Cowan, director de fotografía, junto a John Duigan durante el rodaje de Mouth to Mouth (1978)

 

El premiado director de Mouth to Mouth (1978) conversa con Scott Murray acerca de las decepciones de Dimboola (1979) y el éxito anticipado de su próximo proyecto, Winter of Ours Dreams (1981), protagonizado por Judy Davis y Bryan Brown.

DIMBOOLA

En retrospectiva, ¿cómo te sientes acerca de Dimboola?

Dimboola confirmó en mí el deseo de trabajar en proyectos en los que escriba, o sobre los que tenga control final sobre el guion. Un problema importante con el filme fue que Jack Hibberd, el guionista, y yo teníamos conceptos diferentes. Habría sido mejor si alguien hubiese llegado y tomado control de la dirección, apegándose más al concepto de Jack, o si Jack liberase el control y yo lo hubiera hecho más mío. Comprensiblemente, como autor de la obra de teatro original, se resistió a hacer eso y terminamos haciendo concesiones.
          De todos modos, no comparto algunas de las reservas de los críticos acerca del filme. Siento que se acercaron a él con expectativas heredadas y no se permitieron aceptar las convenciones bajo las cuales operaba. Por ejemplo, fue ampliamente criticado por su teatralidad. Ciertamente, era larger than life, de la misma manera que las interpretaciones son a veces larger than life en filmes de ultramar, como aquellos de Federico Fellini. Pero eso era requerido por la escritura de Jack.
          Si tienes líneas como: “Australia se parece a dos nalgas geriátricas, es la grupa subterránea del mundo, como quien dice ─de ahí la pasión australiana por el filete”, no puedes hacer que se reciten naturalmente. Yo estaba pidiendo un nivel de interpretación elevada del reparto que coincidiera con el guion ─a los actores no se les debe culpar por cualquier exceso. De hecho, pienso que hubo unas cuantas grandes interpretaciones.

¿Crees que la percepción crítica errónea fue compartida con la audiencia?

La reacción de la audiencia fue extremadamente positiva durante las proyecciones antes de su lanzamiento. La distribuidora, GUO, se encontraba optimista acerca de sus posibilidades.

Por lo tanto, ¿fueron los críticos los que influenciaron a la audiencia?

Es una cuestión de grado. A ciertos filmes del extranjero les es dada una acumulación de publicidad tan gigante que triunfan independientemente de cómo los críticos reaccionen. A los filmes australianos que han tenido buenas recepciones críticas en el extranjero, por ejemplo, les ha ido casi invariablemente muy bien aquí.

¿Cuán difícil es para los cineastas australianos experimentar?

Si estás haciendo algo radicalmente diferente, harías bien en airear el filme en festivales extranjeros para intentar acumular una buena reacción crítica antes de que el filme se estrene aquí. Esto luego señalaría a los críticos en la dirección correcta. También, el público es indudablemente impresionable por la aclamación extranjera.

Aparte de tu resolución de hacer tus propios guiones en el futuro, ¿qué más te llevaste de Dimboola?

Cuando haces un filme que fracasa, necesitas intentar y separarte a ti mismo como persona del fracaso del filme en su conjunto. Como director del filme, legítimamente recibí mucha de la culpa. Ciertamente cometí un número de errores y cálculos erróneos que contribuyeron a su fracaso. Por otro lado, no te puedes tomar una paliza crítica como algo demasiado personal, de lo contrario, te convertirás en alguien amargado y paranoico bastante rápidamente.

¿Por qué te ha llevado tres años hacer un filme después de Dimboola?

Lo intenté con un número de proyectos, algunos de los cuales estaba preparando ya antes de que se me acercasen para hacer Dimboola. Envié algunos guiones después de que Dimboola estuviera terminada, pero supongo que el filme fue dañino para su recepción.
          Generalmente, los guiones trataban sobre temas políticos. Uno de ellos versaba sobre la épica de la violencia como arma política en las democracias occidentales avanzadas. Contaba la historia de una mujer que había estado involucrada en grupos como la Fracción del Ejército Rojo en Alemania, y que había llegado a Australia con un pasaporte falso después de que su amante fuese asesinado cuando una bomba que estaban colocando explotó prematuramente.
          La mujer era alguien que ya no creía en la utilidad o la validez épica de esa especie de táctica en la circunstancia particular de una democracia occidental próspera. Por lo tanto, estaba abrumada por haber participado en una acción que ahora consideraba inmoral, pero que había resultado en la muerte de alguien a quien amaba. Sin embargo, a pesar de esto, todavía estaba buscando una forma alternativa de expresión política.
          Ese era un proyecto para el cual fui incapaz de conseguir dinero. Se lo envié a un conjunto de órganos fílmicos e hice un buen acopio de versiones.

¿Hay algún tipo de resistencia a la hora de hacer filmes sobre problemas políticos?

Sí. No obstante, generalmente esta reticencia de los cuerpos del gobierno es expresada en términos tales como decir que el filme no es “comercialmente viable”. Pero había preparado el presupuesto a medida en una escala a lo Mouth to Mouth. Con ventas en Europa y un estreno moderado y ventas para televisión en Australia, habría recuperado el dinero. Así que no acepté ese argumento como legítimo.
          Tenía otro guion que trataba sobre una vivienda comunal luchando contra un concejo municipal que quería derribar un edificio en su calle. El edificio estaba siendo utilizado como un lugar de encuentro por un grupo de pensionistas y la juventud en el área como una sala de baile. Ese era otro filme de bajo presupuesto y también infructuoso a la hora de encontrar fondos.
          Luego, había un guion acerca del uranio que era un filme político más explícito. Hubo un periodo en que estaba desarrollando y escribiendo un conjunto de guiones. En total, presenté veinte solicitudes a varios cuerpos antes de que aceptasen Winter of Our Dreams.

Durante este periodo, dejaste Melbourne por Sídney. ¿Por qué este desplazamiento?

Sentí que había estado viviendo en Melbourne el tiempo suficiente. Quería un cambio y pensé en Sidney porque me gusta la playa. Hay beneficios adicionales, por supuesto, como el hecho de que los laboratorios y la mayoría de los servicios de alquiler de equipo se encuentren en Sídney. Las localizaciones son también variadas y Sídney es una ciudad más fotogénica que Melbourne.

No sentiste ninguna presión como cineasta al desplazarte a Sídney porque es más el centro de la industria…

Sí, probablemente fue así. La Australian Film Commission está aquí, y la New South Wales Film Corporation tiene un presupuesto mucho más grande que la Victorian Film Corporation. Esas cosas marcan una diferencia. También hay muchos más actores y técnicos aquí.
          Creo que habrá una tendencia a centralizar en Sídney. En la mayoría de los países probablemente hay solo un gran centro de filmación. En EUA, la mayoría tiene lugar en Los Ángeles, aunque una cierta cantidad ocurre en Nueva York.

WINTER OF OUR DREAMS

John-Duigan-junto-a-Judy-Davis-durante-el-rodaje-de-Winter-of-Our-Dreams-(1981)
John Duigan junto a Judy Davis durante el rodaje de Winter of Our Dreams (1981)

¿Sobre qué trata Winter of Our Dreams?

Trata acerca de la relación entre una prostituta y el propietario de una tienda de libros especializada, cuyas vidas se juntan por el suicidio de Lisa, una amiga mutua. El propietario de la tienda, Rob (Bryan Brown), era un líder estudiantil radical en los tardíos sesenta. Y Lisa, su novia durante aquellos días.
          En el curso de sus investigaciones, él conoce a Lou, una prostituta de Kings Cross, interpretada por Judy Davis. Lou había sido más o menos adoptada por Lisa en los últimos años de su vida, Lisa viendo en Lou a alguien que estaba siguiendo sus pasos.
          El filme entonces sigue la relación entre Rob y Lou y contrasta sus modos de vida. Lou tiene el diario que Lisa mantuvo de su relación con Rob diez años antes. Cuanto más lo lee Lou, más se identifica con Lisa y más su relación con Rob empieza a paralelizar la relación anterior. Rob es entonces confrontado indirectamente por las memorias de Lisa y el tipo de persona que era diez años atrás.
          En realidad, Winter of Our Dreams deriva de algunos de esos guiones tempranos. El personaje masculino, por ejemplo, está indirectamente relacionado con uno de los personajes en el guion del terrorismo. La cosa obtuvo un avance en otro guion que estaba escribiendo. Decidí que el personaje femenino principal debería morir al principio del filme, y que su presencia, o mejor dicho su muerte, sería el gatillo para los sucesos que luego acaecerían.

Parece haber una continuidad de caracterización en tu obra. Algunas personas, por ejemplo, ven en la Lou de Winter of Our Dreams muchas similitudes con la Carrie de Mouth to Mouth. ¿Es esta continuidad intencional?

Ambas son outsiders viviendo en el borde de la sociedad, pero por lo demás la similitud entre ellas se traduce solamente en términos de cómo se ganan la vida. Carrie estaba empezando a trabajar en salones de masaje en Mouth to Mouth ─aunque esa era una parte pequeña del lienzo del filme─ y Lou es una prostituta. Así, hay esa conexión ocupacional.
          Pero en términos de sus personajes, pienso que son bastante diferentes. Carrie tenía un sentido más fuerte de autopreservación y autorientación. Lou es más un mosaico de partes y piezas de comportamiento que ella ha observado en gente que le ha impresionado. Ella solda estos elementos en un todo amorfo y fluctuante. Carrie es más consistente y más dirigida por sus ambiciones. Acabaría de modo muy diferente a Lou, simplemente en términos del tipo de persona que es.

En el guion de Winter of Our Dreams, las fuerzas sociales, políticas y económicas tienen menos influencia en los personajes que en tus otros filmes. Pareces más preocupado por la interacción personal…

El comentario político en cines y libros puede tomar una variedad de formas. El guion que escribí acerca de la terrorista era obviamente bastante manifiesto en su acercamiento político. Este filme no lo veo menos político, aunque opere de una manera diferente.
          Lo que en parte estoy haciendo aquí es intentar examinar a miembros representativos de una generación que una vez fueron presuntamente radicales o que alguna vez prestaron compromisos de boquilla a ideas radicales, y ver hacia dónde se han dirigido. Por sus varias ventajas, tienen el mayor potencial para generar cambio social. Así que aunque el acercamiento es más indirecto no es menos político.

Hay mucho debate hoy en día acerca de si los radicales de los sesenta “se vendieron” o se dieron cuenta de que muchas de sus energías habían sido extraviadas, ya sea ideológicamente o pragmáticamente. Tu guion no parece tomar una postura firme…

Es demasiado fácil decir simplemente que la gente que asistía a las moratorias se ha vendido. El tipo de impulso que una sociedad como la nuestra tiene hace que sea muy complicado evaluarlo con precisión para la gente dentro de él. Es difícil distanciarse uno mismo lo suficiente para hacer balance de lo que uno está haciendo con su propia vida. De un modo, los acontecimientos del filme hacen que Rob haga justo esto: es sucintamente dislocado de la corriente principal de su vida y vislumbra su dirección. Hay una gran diversidad de presiones involucradas, y sería demasiado simple condenarle de entrada.
          Con Rob y Gretel, he intentado dibujar a gente que reflejara parte de la diversidad de influencias y presiones que han ocurrido en los pasados diez años. Es muy importante que a la audiencia les gusten, y que sean conscientes de que esta gente es compleja, sensible  y comprometida a su manera. Simplemente su compromiso, en cierto sentido, se ha desplazado.
          Si el filme funciona correctamente, debería haber un cambio gradual en las simpatías de la audiencia hacia Lou. Pero si es demasiado grande, el resto del filme colapsará.

Hay una escena que me parece que resume el tono del guion, y es cuando una chavala de dieciocho años está leyendo un libro caro en la librería de Rob y se queja acerca del precio con la esperanza de que él pueda rebajarlo: no lo hace. Diez años atrás, no obstante, si él hubiera estado en la posición de la chica, probablemente habría tirado el libro al propietario de la tienda…

Espero, por la manera en que los personajes han sido esbozados y la manera en que están interpretados, que la ironía de este tipo de comportamiento sea evidente para la audiencia sin necesidad de señalárselo pesadamente. Del mismo modo, el comportamiento de Rob y Gretel está lleno de ironía.
          Hay muchos filmes que han sido bastante poco exitosos en la tarea de hacer críticas realmente reveladoras de la clase media. Es muy fácil parodiar a la clase media y hacerla parecer ridícula, pero creo que uno tiene más probabilidades de tocar a la gente si puedes hacer que se identifiquen con personajes empáticos que exhiban algunas de las contradicciones e ironías que vivimos. Una audiencia tiene bastante más espacio para la examinación personal si le permites involucrarse a sí misma con los personajes que le gustan. Al mismo tiempo, también puede descubrir debilidades.

Gretel y Rob tienen affaires independientes y son abiertos acerca de ello. Y, excepto por un instante de diálogo, esta situación no es cuestionada. ¿Cómo ves su relación?

Quería representar a dos personas que estaban acometiendo esta decisión de trabajo y estilo de vida con razonable éxito. Se ha convertido, en un sentido, en una preocupación para ellos: es, por ejemplo, una parte más importante de su vida mental que cualquier cosa política. Elementos de envidia y malestar permanecen, no obstante.
          La gran diferencia entre Rob y Gretel es que Gretel es alguien que tiene una vida bastante exitosa y con metas específicas. Trabaja como una académica y le gusta su trabajo: tiene ambiciones que han sido cumplidas. Rob, por otra parte, no tiene tal trabajo gratificante. No parece particularmente interesado o entusiasmado llevando una librería.
          Al mismo tiempo, la relación de Rob con Lou revive las memorias del tipo de dirección que pudiera haber tomado si hubiera tomado decisiones diferentes cuando estaba involucrado con Lisa. Ahora Rob ha optado por un estilo de vida diferente, con su acercamiento al mundo cerebral y racional. Pero esto se apoya bastante incómodamente con la persona más emocional, intuitiva, que todavía recuerda de sus días universitarios, y que puede sentir aún dentro. Y cuanto más se identifica Lou con Lisa, más Rob es confrontado por aquellos elementos de su personalidad que ha puesto en una cámara frigorífica.

Cerca del final, después de que Rob se haya echado atrás en su almuerzo con Lou, Rob le dice a Gretel: “Creo que es bueno que no se haya acercado demasiado”. Interpreté eso tanto como un comentario acerca de los peligros de la relación de Gretel y Rob ─i.e. de aislarse uno mismo de los otros─ tanto como sobre Rob cerrando una puerta a un pasado incómodo…

Es ambas cosas. Rob en gran medida está tomando una decisión optando por una continuación de su estilo de vida presente y optando por una manera más seca de relacionarse con el mundo. Pero obviamente es golpeado en las tripas al ver a Lou desintegrándose enfrente suya. Uno podría igualmente especular que él, después de todos estos sucesos, tal vez elegiría tomar una dirección bastante diferente.

La desintegración de Lou es tan fuerte que uno espera continuamente su final del mismo modo que el de Lisa…

Bueno, puede serlo. La imagen que cierra el filme ata los elementos particulares y generales de una gran parte de la temática del mismo. Lou es vista en conjunción con este tipo de gente manifestándose contra el uranio. No tiene una comprensión real de lo que son, pero la canción que algunos de ellos están cantando parece hablarle directamente, aunque para los manifestantes es una canción acerca de la escritura y el cambio, y para los intelectuales inflexibles, quizá, está expresando algún tipo de “mensaje” amorfo naif.
          Pero el pequeño grupo de manifestantes lo están intentando y de todos modos, por muy cínico que sea uno de sus efectos posibles, el intento en sí mismo es importante. Para Lou, hay una sensación de pérdida personal ─de Lisa y Rob─ pero igualmente, está la pérdida del idealismo que Lisa sintió ─ella fue a la manifestación el día que se suicidó─ y que Rob ha reconocido en su escena final. En lo que respecta a lo que ocurrirá con Lou, está totalmente al filo de una navaja, aunque hay algo positivo en verla con el grupo.

También veo una tristeza en el hecho de que ella esté allí como parte del grupo. A través de la historia, uno está esperando por una resolución en un nivel de relación personal. Así que, aunque encontrando su unión al grupo positiva, de alguna manera también significa un fracaso a un nivel personal…

Lou es alguien que, por contraste con Rob y Gretel, opera a un nivel espontáneo y vulnerable emocionalmente. Está totalmente a la merced de un mundo que opera racionalmente y que está reduciendo cada vez más la piedad que muestra por la gente que no juega, o no puede jugar, en ese juego.

Así que, a pesar de los movimientos de los años sesenta y setenta, ¿piensas que cada vez es más difícil para gente como Lou?…

La polaridad teniendo lugar en Occidente se está incrementado. A nivel de titular está indicado en el giro a la derecha, con la elección de gente como Margaret Thatcher o Ronald Reagan. Está emergiendo un ambiente despiadado y un acercamiento bastante agresivamente autocentrado por aquellos que tienen el poder y aquellos que están en el trabajo.

También es verdad que este autocentramiento creciente ha conducido a un compromiso disminuido con los otros, una falta de voluntad para comprometerse por el bien de los demás en una relación…

Sí. Una de las cosas que ocurrieron en los sesenta fue el muy fuerte énfasis en el individuo contribuyendo al cambio social a través de actividades grupales. En los setenta la gente se volvió cada vez más preocupada por asuntos personales, como la salud y la sexualidad individual, y la exploración de religiones esotéricas. Era la época de explorar y construir tu pequeño mundo: obtener una parcela de tierra y todo lo demás.
          Aliado con esto, estaba un sentimiento de que las cosas se habían hecho tan grandes que los individuos no podían afectar ya a la manera en la que las cosas estaban sucediéndose. Más y más, oyes a la gente hablar en cenas festivas acerca de la inevitabilidad de un conflicto nuclear. Eso es sintomático no tanto de cinismo como de un sentimiento de que las actividades y acciones de los años sesenta fueron bastante naif en la cara de la enormidad de los problemas, y la maquinaria que está allá afuera.
          Hay muchas referencias a este tipo de asuntos esparcidas dentro del filme.

Como estas referencias permanecen en el fondo, ¿existe un peligro de la gente simplemente viéndolas como detalles introductorios de escenas y no algo de mayor relevancia?

Son simplemente una atmósfera en la que estamos viviendo, así que tienen su apropiada cantidad de tiempo y foco en el filme. El empuje del filme está simplemente ocurriendo dentro de este marco.

¿Por qué elegiste a Judy Davis y Bryan Brown?

Quería a Judy para Lou después de verla en Water Under the Bridge (Igor Auzins, 1980) y My Brilliant Career (Gillian Armstrong, 1979), aunque Winter of Our Dreams es un territorio muy diferente. Tiene un gran nivel de energía que hace que sea satisfactorio verla y es extremadamente versátil. Bryan ha estado involucrado en una cantidad de buenos filmes y he querido por un tiempo trabajar con él.
          Judy y Bryan tienen acercamientos a la interpretación muy diferentes, pero ambos poseen niveles maravillosos de concentración y entregarán interpretaciones sostenidas sobre muchas tomas, dando lo mismo en sus reversos fuera de campo como en sus líneas en pantalla ─lo que es genial para quien esté actuando enfrente suyo. Creo que eso revela mucho acerca de su profesionalidad. Judy, por ejemplo, también se desplazó a Cross y pasó una buena cantidad de tiempo dando vueltas por la zona hablando a prostitutas y heroinómanos.
          La otra actriz principal es Cathy Downes, que interpreta a Gretel. Hice pruebas bastante exhaustivas para este rol y es la primera aparición en un filme de Cathy. Es conocida por su retrato de Kathryn Mansfield en la obra de teatro del mismo nombre, que escribió e interpretó. Es un contraste realmente efectivo a Judy.

PREPARANDO LA PRODUCCIÓN

¿Tuviste a un productor involucrado cuando estabas escribiendo el guion?

No. Cuando llegué a Sídney al final del año pasado, acababa de terminar el guion y había decidido acercarme al productor. Hablé con Richard Brennan sobre quién estaba disponible. Ya que los productores con los que había trabajado antes estaban todos comprometidos. Richard me recomendó a Dick Mason ya que sintió que compartimos intereses similares, particularmente en el campo político. Afortunadamente, a Dick le gustó el guion.
          Luego Dick hizo despegar la cosa del suelo muy rápido. Tiene una contribución y un compromiso artístico muy fuertes que aportar al proyecto, así como su rol como administrador general, que desempeña muy bien.

Aparentemente, empezaste a filmar antes de lo previsto…

Sí. Necesitábamos entrar en la producción temprano por un buen número de motivos. Uno era la disponibilidad del reparto: tenían compromisos. Judy en particular.
          También estaba la disponibilidad del equipo. Éramos sensibles a esta súbita prisa en la producción, y si hubiésemos esperado, tendríamos que haber luchado para competir con las ofertas que algunos de los filmes de más grande producción habrían podido hacer a miembros de nuestro equipo.

Al hacer un filme de bajo presupuesto, ¿cuán difícil es reunir a un buen reparto y equipo?

Gente como Judy y Byran siempre aceptarían hacer un proyecto que les gustase y aceptarían el nivel de pago que la producción pudiese permitirse: ese es el tipo de personas que son. El equipo estuvo probablemente atraído hacia el proyecto por diferentes motivos. Algunos fueron atraídos por el guion y mostraron entusiasmo por trabajar con los intérpretes principales, otros eran viejos amigos de Dick Mason, y gente como Tom Cowan y Lloyd Carrick eran personas con las que había trabajado regularmente durante años. Aunque las cuantías de salario que ofrecíamos estaban, por supuesto, por encima del mínimo sindical, no eran nada en comparación a lo que se pagará en la mayoría de producciones este año.
          La decisión de los miembros del equipo para trabajar en Winter fue una expresión de compromiso al proyecto, y pienso en particular, a Dick Mason.
          La atmósfera generada por el equipo y el reparto fue terriblemente buena en este filme: la mejor que he vivido nunca. Espero tener la oportunidad de trabajar con muchos de ellos de nuevo. La mayor parte del equipo estará haciendo una producción tras otra durante el resto de este año. Pero pienso que disfrutaron de la intimidad que el tamaño de la unidad pequeña nos dio.
          Obviamente, hay razones creativas importantes para hacer un filme como este con un equipo pequeño. Quita un poco de presión a los actores produciendo una atmósfera más tranquila, menos maníaca, en la que puedan trabajar. En un filme como Winter of Our Dreams, que depende tan drásticamente de las interpretaciones, esto es de vital importancia.

¿Cómo compararías el trabajo del equipo en relación a aquellos con los que trabajaste antes?

Teníamos a cuatro personas más que en Mouth to Mouth, había una persona extra en el departamento de arte. Un unit runner, un segundo asistente, y un clapper-loader, tuvimos que rodar con bastante rapidez, ya que era un calendario apropiado para seis semanas. Pero, de nuevo, eso era una bonificación para mí, ya que rodé Mouth to Mouth en cuatro semanas, Dimboola en cinco y The Trespassers (1976) en cuatro. Pude dar una cobertura de planos mucho más detallada en comparación a lo que había hecho antes.

Dijiste en una entrevista anterior, después de terminar el rodaje de Mouth to Mouth, que todavía no sabías si había merecido la pena gastar veinticinco mil dólares extra para hacerla en 35 mm. ¿Cómo te sientes ahora al respecto?

Habría significado un extra de veinticinco mil dólares y eso era una barbaridad de dinero con respecto al presupuesto de aquel filme. Con un presupuesto como este de “trescientos sesenta y dos mil dólares”, la diferencia de veinticinco mil dólares o lo que sea es relativamente pequeña.
          Pero no creo que Mouth to Mouth se hubiera beneficiado de haber sido filmado en 35 mm porque me gustaba el tipo de grano adicional que obtuvimos con la conversión. Probablemente gasten un montón de dinero en Saturday Night Fever (John Badham, 1977) para conseguir el mismo look.
          Para un filme como Winter of Our Dreams los 35 mm son mucho más apropiados. La parte central del filme es en la casa de Rob y Gretel, que es una casa enorme en Birchgrove, con vistas al Harbour. El estilo de rodaje aquí es bastante diferente al utilizado en el mundo de Lou ─elegante, largos travellings. Necesita el look afilado, limpio, que le pueden dar los 35 mm.  

Penélope-Cruz-junto-a-John-Duigan-durante-el-rodaje-de-Head-in-the-Clouds
Penélope Cruz junto a John Duigan durante el rodaje de Head in the Clouds (2004)

VIETNAM – OUT NOW!

ESPECIAL JOHN DUIGAN

Lawn Dogs (1997)
Winter of Our Dreams (1981)
John Duigan y Winter of Our Dreams – Entrevista
Romero: Dos visiones
Careless Love (2012)

Winter of Our Dreams (John Duigan, 1981)

Winter-of-Our-Dream-John-Duigan-1981-1

I daresay it all comes down to a definition of happiness. And a definition of happiness I most certainly do not intend to attempt; but I can and will say this: to leave La Misère with the knowledge, and worse than that the feeling, that some of the finest people in the world are doomed to remain prisoners thereof for no one knows how long–are doomed to continue, possibly for years and tens of years and all the years which terribly are between them and their deaths, the grey and indivisible Non-existence which without apology you are quitting for Reality–cannot by any stretch of the imagination be conceived as constituting a Happy Ending to a great and personal adventure. That I write this chapter at all is due, purely and simply, to the, I daresay, unjustified hope on my part that–by recording certain events–it may hurl a little additional light into a very tremendous darkness….

The Enormous Room, E. E. Cummings

Sabemos de bastantes filmes cuya fuerza motora, cuya ficción, provendrían de sucesos acaecidos en el pasado, fuera de campo, de hecho, y pensándolo mejor, cómo no afirmar que en realidad son así todos, que a un filme siempre se llega quiérase o no malditamente tarde; es inevitable, no importará que el espectador se esmere delicado y cortés por llamar flojito a la puerta, como pidiendo permiso, ante la ambigua invitación a mirar: el toc-toc más minimal desmoronará la supuesta puerta, revelará que la entrada no era principio, sino ilusión de principio, las bisagras un mero artificio aparente, pues no había en realidad ninguna puerta, ni bienvenida, siquiera habrá un rellano, debemos entender bien a Bazin cuando decía que el rectángulo del cine era más bien una ventana ─el mundo estaba ahí fuera antes de que nosotros le arrojásemos la mirada. A Winter of Our Dreams nos asomamos así, con diez años de retraso, restándonos contemplar cómo aquellos niños que nunca nos presentaron han crecido, son hombres y mujeres hoy, observamos sus semblantes, su moverse, su actualidad, y tocará a nosotros descifrar cómo en su cuerpo han contendido materia y memoria hasta adquirir tal grado de malbaratada existencia. ¿Cuánto tiempo deberíamos haber pasado acodados sobre este alféizar para aprehender su vida íntegramente, para lograr constelar los puntos privilegiados, determinantes, de su biografía? La pregunta, es cierto, tiene mucho de tramposa. Porque en este cine de experiencia que nos propone Duigan los acontecimientos no son sino efectos, aprehensibles por los ojos solo como impactos de superficie, hechos difícilmente aislables que dirimen entre ellos funciones ambiguas de cuasi-causas: la transición es continua. Pero, precisamente porque cerramos los ojos sobre la incesante variación de cada estado psicológico, estamos obligados, cuando la variación ha devenido tan considerable que se impone a nuestra atención, a hablar como si un nuevo estado se hubiera yuxtapuesto al precedente.
          Rob ha efectuado sobre sí un corte psicológico de esta naturaleza. Ahora con su propia librería, los veranos del amor subsisten como fragmentos de recuerdos lejanos. El pasado no es reversible, pero sigue existiendo, se acumula. El antiguo hippie ha cedido ante la animal autoconservación que en cada ser humano implora. Con su propia mujer, con su propia casa, el amor libre sesentero ha dado paso a eso que quizá hoy se llamaría “relación abierta” o “poliamor”, diferencia la cual radicaría en una insubordinación en menor grado del amor al nomadismo, una aceptación forzosa de cierta legislación, toquecitos de respetuosa condescendencia débil, la escapatoria autorizada ante el estrechamiento numerario del espacio afectivo.
          Durante periodos colonialistas subterráneos, acostumbra la vida también a adaptarse subterráneamente; ante el peligro existencial, la vida se disimula, se minimiza, se encubre, finalmente para sobrevivir creerá necesitar también de subterfugios, allí, aquí, en esas tierras distribuidas por un invisible toque de queda, el silbato del sereno esparciendo tono, orden y volumen por el puerto, entablado desgastado del muelle, perfectas condiciones en las que practicar, para sobrevivir, una tímida vehemencia, los acomodados Rob y Gretel empatizan con nosotros contagiándonos su virus de tenistas apetecibles, las piernas de la fémina, dobladas en la cama, calcetines blancos, la marca que deja sobre unos exagerados calzones el miembro imponente de Rob, sexualidad insepulta, huésped amable que nos aloja a la manera de un país, Australia, que ya perdió su cara esclavista, le sigue igualmente el rímel del aplacamiento, subsidiario de los sueños de una noche de verano que acabaron recordándose como anécdotas, “nos divertimos, pero, en fin, esos días pasaron tocando las fibras menos sensibles de nuestro cuerpo”, eso decimos a los vecinos, eso nos decimos a nosotros mismos, guapeados, así de cobardes labramos el transcurso de las estaciones en esta década que recién comienza. Desnicharnos, tarea que no concierne a nadie. Verán, son esos tiempos de sintetizador Moog los que se prestan aun no queriéndolo a la rápida reabsorción del mundo descolorido ─la voluntad ha sido nuestra─, lleno de discursos, manifestaciones, teatro, iniciaciones con finalidades lícitas en el horizonte, alcanzado este con la intención de destruir la puerta; creíamos ir vestidos bajo el traje del próximo mesías, y predicábamos sobre Saigón, Camboya, alzando la voz, alzándonos, no había otra manera de llevar una vida digna, habría que ser un auténtico mezquino, gusano malparido… Así explicamos la multiplicidad de compromisos, Lisa Blaine vivió esos tiempos, pero cada acontecimiento le hacía marca, y esta no desaparecía, acumulaba lesiones en el sistema nervioso, presto a transformar en dolor somático cualquier tímido grado de desasosiego. Lisa daba su amor sin intención de que nadie se lo devolviera, Rob representaba al empático guapetón, sincero, sí, pero también de fácil adaptación sensorial una vez que el nuevo régimen sobreviniese.
          Duigan, entonces, entiende la paradoja de los tiempos, ha sobrevivido, el registro lo confirma, su cine de experiencia cumple la penitencia de saldar cuentas con una legión de cuerpos perdidos en la trinchera, rendirles tributo, colocar la flor inmarcesible en el cortejo funeral. Los pocos lineamientos críticos que se han ido trazando sobre el cine de Duigan suelen epitomizar su figura como un cineasta independiente, sin embargo, en Winter of Our Dreams sentimos que lo correcto sería hablar de estar más bien asistiendo a la confirmación de un verdadero cine underground, recargado: recordemos Mouth to Mouth (1978), pensemos en sus filmes subsiguientes, en cómo en The Year My Voice Broke (1987) registró las estepas de Australia demostrando ser un cineasta sobrecapacitado para negociar, en cada plano, una línea de horizonte (John Ford), la realidad aquietada en una capa, cómo asfixia poder existir solo en esa capa, pensemos en Romero (1989), un filme con un nivel de compromiso político inexpugnable, arrasador, donde veremos a los cuerpos gubernamentales de la seguridad pública salvadoreña empuñar los M16 contra un pueblo a quien se le quiere obligar a vivir perpetuamente en un estrato, sí, esas armas, esos mismos fusiles que vimos ataviados en los hombros y manos de tantos hijos soldado norteamericanos allí lejos en Vietnam, donde combatían desde el aire a un pueblo condenado a vivir bajo tierra… Pero hechas vistas de dicha frontera, Duigan, de nuevo, retornará a ejercer y a transmitirnos omnicomprensión, ya que un poquito legitimará, nos hará concebir, el honesto displacer que subyace debajo del desinterés de Rob, apetito sexual comedido y de mecha controlada, él elige quién y cómo le hará un masaje para exaltar lo erógeno de su cuerpo mastodonte, guardián de una efímera Casablanca ocupada por los nazis, el hogar poliamoroso de su culpa no sentida, haber dañado a una virgen, alejada la desesperación ajena de su complexión deseable. El diario de la damnificada así lo atestigua:

«16 de septiembre, 1970. La noche pasada, Robby finalmente vino. Como precaución, puse un viejo globo que no funciona en la lámpara de cabecera para que no pensase que era remilgada por querer apagarla. Nos sentamos en la cama, y estaba tan nerviosa que temblaba. Se debió dar cuenta, así que dije que tenía frío y nos metimos debajo de las sábanas. Fue muy dulce y ocurrió. Pero debí decir algo desesperanzador, o haber sido realmente boba y juvenil, porque se portó muy extraño después. Dijo, “Aquí estás. Al final no es para tanto, ¿o no?” Estaba muy tenso. Hablamos un rato, principalmente acerca de su discurso sobre Camboya. Luego se fue. Nunca me había sentido más sola».

En 1981, esta angustia retorna en tránsito, la recién escindida del reino de los mortales Lisa enciende su mecha imperecedera en Louise, tierna, cansada, desesperada, impulsiva. Del verano, aún conserva unas pocas flores, y su olor, fragancia, color, llegarán a encender la pasividad amable de Rob, hasta el punto de crearle exasperación ante su desmemoriado y veleidoso vecindario. Llega una hora en que incluso el más dúctil de los seres humanos se harta de tanta frivolidad, tanta palabra seria lanzada al aire entre carcajadas. Lou encuentra su lineamiento de plata en las canciones de Lisa, reconcilia intempestivamente la interrupción de la fabulación, y al término de la transfiguración permanece picando piedra con los ojos, sumándose al conjunto de miradas cuya pérdida amontonada, sin futuro aunque los carteles enuncien lo contrario, constituye el paisaje, más bien la brecha, que divide Balmain, Sidney, Australia y, por extensión, el resto del mundo civilizado en la dualidad más certera, la que jamás negaremos que exista: los que siguen viviendo y aquellos tocados indefectiblemente por el trágico acaecer donde las sonrisas dejaron de ser genuinas. Esto les sume en un invierno implacable, noches de tétrica escapatoria, recuas de brutos, excrecencias de todo aquello que la maldad engendra para acrecentar el cansancio y rebajar la ternura de los pocos resistentes, debajo de la presa nuclear, policía supervisándolos, no reconciliados. Las escenas se expanden, pero hacia adentro, sentimiento de habitar una colonia presidiaria insular, los cambios de cuadro se sienten como pellizcos, se acompaña la subjetividad de los personajes desde al lado, en ocasiones insertándose un agolpamiento de tristezas cifrado en un plano de cualquier cosa que les caiga frente a los ojos (el cemento de la presa nuclear, el desidioso callejón trasero, la pared llena de totémicos dibujos heroinómanos…). Antes, la adición de una persona más al grupo suponía un aumento de posibilidades, de probabilidades, misión de derroque, hoy ya rebajamos las ilusiones, dudando como Lou al final, entre decidirse, actuar, o simplemente olvidarse de sí misma. Winter of Our Dreams termina haciéndonos llorar cada vez que volvemos a ella porque le subyace una ligera y sincera templanza, sobre que todavía es posible reconstruir la brecha en breves libraciones, aunque la coextensividad permanezca distanciada en un futuro, de momento, intocable. Despedimos la declaración de trastocamiento mundial y nos conformamos ya con el ligero desnervamiento de un régimen gestual desagradable, la acogida personal en contraposición a la formal, nota escrita a mano dejada porque no nos quedamos tranquilos faltando a la cita. Puentes que buscan recuperarse del incendio.

Winter-of-Our-Dream-John-Duigan-1981-2

***

My windblown grass
In fields of time
My love for you
It turns my life around
Through clouds of circumstance
Like morning leaves
That dim the trees
I hear your voice
Without a sound

So, we share
I’ve come and gone
And face the turmoil that surrounds
Till time brings change

Till Time Brings Change, Jeannie Lewis (composición y arreglos de Graham Lowndes)

***

02/10/2022 – QUIMERAS

The Man Who Had His Hair Cut Short [De man die zijn haar kort liet knippen] (André Delvaux, 1965)

De man die zijn haar kort liet knippen André Delvaux 1

Govert Miereveld, desde su vigilia caprichosa y entumecida por una abreviación tiralevitas de un nombre demasiado severo, vive el transcurso de los años con la cabeza permanentemente en la luna, despisando lugares mientras los transita, mirando de reojo aquello que debería concernirle ─festividades triviales de centros educativos, autopsias in situ enojantes para el mirante tranquilo, reuniones súbitas en un hotel, la rutina diaria de manicomios─, y nosotros, visionadores de los ojos, brazos y patas de Godfried, a fuerza del polo magnético que dirige su mirada, somos transportados hacia la periferia de una médula difusa. Tendente al esquivo es la práctica de la obcecación y, por descontado, aquel abatido al fin en la maraña de coqueteos imaginarios (un mínimo forcejeo es ya el segundo acto sobre el que cavilar seis meses) se encuentra, sin remedio alguno, forzado a caer de lado en lugares donde los demás miran de frente. Tormento del personaje, goce del cinéfilo.

De man die zijn haar kort liet knippen André Delvaux 2

La derivación final es de una ferocidad tal que cuesta encontrar moralismo en los pensamientos terminales del personaje. Los que alguna vez hayamos caído botines de un cuerpo sabemos de sobra lo mucho que impregna nuestro sistema nervioso la mera evocación de un dedo pulgar y otro medio chasqueando, un fragmento de espalda es capaz de turbar la mente… Tan fácil resulta embobarse con la inexistencia de una sustancia hurtada para el cerebro que igual se desploma uno ante la más mínima invasión de los circuitos nerviosos; narrativa bordada o realidad incuestionable, lo mismo da el modo de venirse abajo. Luego, la mayoría de las veces nos aferraremos a la sacrosanta materialidad de la vegetación, abandonada en pos de quimeras. Reconoceremos nuestros fracasos como ilusos soñadores y enviaremos cartas alucinadas a una familia que ya no está ahí, porque cuando hemos asesinado la ilusión, y cada desvío nos conduce al mismo punto de partida, somos enfrentados con lo mínimo, la unidad básica, en esencia un trozo de madera, la parte por el todo, una silla que quizá no necesite ser tallada, tan solo es nuestro cerebro, creador de fantasmas las horas previas, estéril resignado y rapado en la nueva alborada, con la imagen pura aplastada, el que murmura suave pero sin clemencia a unos oídos apesadumbrados: “Has fracasado, ¿y ahora qué?”.

De man die zijn haar kort liet knippen André Delvaux 3

TRENT AND DEVON, DEVON AND TRENT

ESPECIAL JOHN DUIGAN

Lawn Dogs (1997)
Winter of Our Dreams (1981)
John Duigan y Winter of Our Dreams – Entrevista
Romero: Dos visiones
Careless Love (2012)

Lawn Dogs (John Duigan, 1997)

Lawn Dogs John Duigan 1

La amistad que enraizándose hace avanzar a este filme atesora algunas características del cine de John Duigan: es intempestiva, secular, intergeneracional, problematizadora y expositora de interferencias. Rescata la forma sobrecogedora, hoy demasiado olvidada, de un cuento infantil cruel. No podríamos sentir sino lástima del pobre adulto que se jactaría de no haber conseguido embriagarse con Lawn Dogs, un equivalente a insinuar el haber madurado lo suficiente como para ya no poder sentirse conmovido hacia lo sombrío por un cuento de Hans Christian Andersen, por los bulbos antropomórficos de una mandrágora. Brotes fascinantes, galletas de jengibre con aderezo de moscas en lugar de pasas…                                        
          …Y es que érase una vez, en una urbanización securitaria bautizada con el nombre de Camelot Gardens, vivía una niña de diez años llamada Devon Stockard, de pelo color heno, rubita y guapa. Su corazón frágil, desacompasado, latía fuerte sin embargo en pos de nuevas aventuras. Una que comenzará a espaldas de sus padres cuando trabe inclinación por Trent, a ojos de todos los vecinos, el desarrapado jardinero. Así inicia Duigan una ensoñación anclada en escapadas, desniveles, bosques, suspicacias, una guerra contra el orden existente cuya anáfora maldita se cifra en la regularidad con que emergen los aspersores. Una suerte de declamación libertaria que encuentra su correlato en la que quizá sea la puesta en forma más elástica de cuantos filmes ha dirigido el australiano; en carrera, planos que en pocos segundos capturan y entregan una situación comprometida, relevándose al calor de intercambios dialógicos o traslaciones espaciales, otros de espera ligera, donde Trent se divierte por lo bajo y titubea sobre la conveniencia de pasar más tiempo con la niña, intimidantes, se nos abalanzan a ocasión los escorzos, las diagonales casi subjetivas, cámara en mano el horizonte temblando, perdiendo su principio rector, cuando el despotismo de clase y la violencia amedrentadora ponen en riesgo la continuidad de sabernos supervivientes. Contribuye a ello Elliot Davis, director de fotografía dotado de una versatilidad consecuente que habíamos apreciado, hace ya algún tiempo, en hasta cuatro de sus trabajos con Alan Rudolph. La flexible generosidad de Duigan para con el guion de Naomi Wallace nos hace intuir, ante el australiano, la figura resuelta de un cineasta nada egoísta, que tras sus primeros años ha ido moteando alternativamente las historias que anhelaba contar con ideas ajenas y propias. También asoma la ninguna reticencia con que Duigan plasma los desnudos, registrando por lo general con igual somaticidad ambos sexos, aquí, camiseta de tirantes resudada, cuerpo sin grasa del jardinero subalterno, fibrado al sol por el trabajo manual concediendo mostrar tras un baño de salto mortal su polla aguileña ─tentación extralímite de hijas e hijos de papás pudientes. Fue en Sirens (1994), película de inspiración prerrafaelita, donde el cineasta se mostraría en mayor grado expansivo a la hora de enmarcar compositivamente su visión de una sexualidad orientada a conmocionar las pasiones chatas, primaveral eclosión de un panteísmo sensual renacentista. Abreviando, aquel rescoldo erótico que calienta por debajo gran parte del cine de Duigan, un borrajo pequeño pero muy incandescente, cuidadoso en su pasional incendio controlado desde donde se evita calcinar los frágiles sustentos del tema.
          Bordeando la explanada de la infancia desatinada se encuentra Devon, muchacha dominada por el insomnio angelical de loba que aúlla descarnada en la madrugada a las puertas del cielo, un rencor soterrado, que ella misma no sabrá desdoblar entero. Nosotros lo olemos a distancia, y es turbulento, genuino, convoca a la entregada platea a odiar un poquito a los niñatos insoportables, dada su impotencia a la hora de escuchar con la complacencia de Trent, sin rodeos para enunciar un “The End, OK?” cuando llega la hora de que Devon ponga una pausa al cuento de Baba Yaga, avanzando a destellados trompicones por los atajos del relato, tiñendo sus entrañas con una advertencia dirigida a los guardianes de los límites del bosque: dejen en paz al que huye o el río y los árboles les cortarán el paso. La vieja eslava se quedará con un tronco estampándole la nariz. Pécora, meiga, pérfida. Algo de esto tiene el mundo de los adultos que rodea a la niña, a los que Duigan suele filmar emparedados con afectaciones de no dar crédito, redichos, aconsejadores hasta el hartazgo. De la cicatriz que parte en dos el torso de la invicta Devon, marca advirtiendo que el latido de su corazón suena singular, dividido en tres notas, ellos se quieren deshacer, eliminar su recuerdo. El padre sugiere cirugía. La idea de tocar dicha marca, pensarla, advertirla, le llena de asco. Al vagamundo Trent, aunque cauteloso al principio, no le importará avistar el cosido. Repite su “That’s cool” curioso, correligionario de compunciones, cuela la tierra más allá de las rejas de Camelot Gardens y llega a despertar eso que Duigan llevaba buscando desde hacía décadas filmando la Australia local que le vio nacer con espíritu de expatriado sentimental, su vanagloria da comienzo en el esquivo instante que surge de una desdicha movediza, tornando en pasatiempo, picardía, bondad, ganas de enseñar la luna mostrando la raja de las nalgas al alguacil.
          El encanto respirado a lo largo de Lawn Dogs proviene de un tinte minúsculo, del cual América no hace gala a menudo, empeñada en resguardarse tras la salita de estar ─risas enlatadas de pesada sitcom eructada, WRKA, colección de oldies─; candorosos, aplicamos este color rojizo a la putrefacción de AstroTurf y la extensión de césped cortado con el sudor de mozos como Trent. Así es, algunos poseen el césped, otros lo cortan. ¿Les suena simplificador? En caso afirmativo, pueden ir pillando el tren que más directamente les lleve a hacer puñetas. Ese es el panorama, y ante los acosadores, las vistas, no se puede hacer más que fabular, retornar al ansia infantil de frotarse entre las piernas con cualquier objeto metálico a disposición, bajar desnuda por la barandilla de casa. Devon no encuentra alivio en los chicos de su edad, dice que huelen a TV, necesita al Capitán Nemo tanto como la muchacha lidiando con la pubertad de una primavera sombría en Les jeux de la comtesse Dolingen de Gratz (Catherine Binet, 1981), incapaz de resistir el encrudelescido devenir de la vida, viéndose morir ardiendo de deseo nigromante ante un ciego argentino: su nobleza transparenta el joie de vivre de la niña Stockard, el descomedirse de Duigan. No hay duda, Devon se mueve en el afecto peleón y a punto de quebrarse, cómo no mostrar empatía, parece enunciar el paso de las horas, el corolario que deberemos aceptar forzosamente, aun con cincuenta años a nuestras espaldas no podremos evitarlo, lanzados hacia el tráiler del gun for hire… sí, huir de él no mostraría más que cobardía desacatada. Admitimos mofletes colorados, algo de pudor, no mucho… en fin, hay que decirlo ya, nos hemos enamorado de una niña de diez años, y figuramos encarnados bajo el guardapolvo más temido del pueblo. Quizá defender este sentimiento sobrevenga condena: ropas al río, consentiremos la condición de tránsfugas sin motosierra, escapando de un universo de hijos de perra que buscan matices en momentos donde un balazo no requiere de sutilezas. Una petición de Devon demanda arrojo, lanzarse a la jungla del desafuero, abrazar la comarca propuesta por E. T. A. Hoffmann en El niño extraño. Sean fieles al crío.
          Tras The Leading Man (1996), Duigan regresa a las barricadas de producción inglesa cambiando radicalmente el campo de acción. Allí, un Londres cuyo paisaje era escamoteado en favor del drama satírico concentrado en pulsiones maritales desgañitándose detrás del mobiliario aburguesado y acariciado por un Jon Bon Jovi esperando ir añadiendo puntos en su salseo primordial, caradura cursi con facilidad en el arte del morreo. Un año después, Trent y Devon enmarcan su amitié fou invocando memorias de hace cuarenta y siete abriles, en esa Guerra de Corea de la que aún no hemos aprendido a quemar la maldita bandera, mejor dicho, o como expresaría otro, el derecho a quemar la maldita bandera, si no, ¿para qué tuvo lugar la batalla? Las cosas siguen igual en el límite de la década confusa que acoge a Duigan filmando, lo escuchamos en las noticias de una televisión espantosamente colocada a bordo de una parrillada-mitin encubierto: cuantos más invitados mayor será la posibilidad de Morton, el papá de la cría, en lo que respecta a hacerse un hueco prominente en la Junta del Condado. Vende galletitas, hija de mi estirpe, sonríe, tu cara es la pianola puesta al día. Desde mitad del siglo XIX hasta hoy no ha dejado de refinarse la patente inicial, significándose en centenares de sucesos de la vida cotidiana continental, todos la reclaman, y apremian la urgencia, cual herencia vitalicia, de figurar en el largo listado confirmando una ligera variación al troquel. Así ha vuelto en jirones lo que tanto gusta a los sentimentales yanquis, entitlement, dengue, los soldados que han ido a Irak sienten la necesidad de llamar a mamá en cuanto se les retira la carabina, un linaje empobrecido progresivamente, lejos del aquí te pillo capaz de ocasionar, en cualquier momento en una soleada tarde, el embrutecimiento presto de un subsahariano traspasando con el dedo ─Trent lo hace con Sean─ un agujero en la camiseta cara ensamblada al cuerpo cobarde de un biennacido.

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El padre de Trent reflexiona de esta forma, ahí está la semilla de la actual mojigatería poblando los nosecuantos últimos cuatros de julio. Solo le falta sonarse los mocos en la bandera, y en cierto modo da algo de pena, no le quitamos un ápice de verdad, aferrado a su trozo de tela, lo único que la nación, según él, cree haberle regalado, nombres en el muro de los futuros difuntos, héroes sin tumba. Años antes los lloraba iracundo el doctor de Route One Usa (Robert Kramer, 1989). Esto no concierne a Devon, y a Trent directamente le espanta. Buen hijo, sigue donando una porción de su sueldo a sus progenitores. Al salir de la casa familiar, las barras y estrellas ondean al viento sostenidas por nuestra chiquilla desde la ventanilla del vehículo, acabando por soltarse, yendo a parar sobre el cemento de la carretera. Duigan entiende que este arrastre de la brisa no constituye un escupitajo sobre la triste memoria del soldado moribundo, desgastado por raciones gubernamentales de queso enlatado lleno de bacterias; con los años, esto ha sido el detonante de la decadencia en el linaje. Se conmina al espectador a ponderar cuál es el semblante del verdadero americano. Retorno de la pianola rota, de las notas emborronadas por la mala tinta de Truman. Si cuando suena Dylan aquí llegamos a conmovernos y a mínimamente entender el drama del americano medio, haremos los honores a la larga tradición de extranjeros que, desde fuera, han emigrado espiritualmente a este continente de tanta grandeza mancillada.
          Mezcla de cuentito y reflexión encandilada esta pequeña película. Unica Zürn y american girls. De las cenizas de la patente surge el sonido mercurial, la música, y de ahí va dejando descendientes como cantos rodados. Springsteen es uno de ellos, y así lo danzan Trent y Devon, Devon y Trent, sí, Dancing in the Dark, sobre la capota del coche, en el contraplano el padre y el alguacil. El paisaje sonoro reclama excitación momentánea al ritmo del country más llano de Dwight Yoakam, las ruedas del motor y los caminos de grava, salto mortal al río, Trent lo goza, detiene el tráfico, suenan las melosas guitarras eléctricas, aquí el americano encuentra su natural redención, bajo el influjo de las ondas ladean barras y estrellas, sí de nuevo, en este breve momento del tiempo en el que nos lanzamos a la carretera del trueno. Y luego una ópera estrafalaria, dislocada, a cargo de la directora de orquesta Devon, musicaliza la tétrica fritura de unos pollos robados, pronto ejecutados. Tambores que resuenan desde el mismísimo centro de la tierra. Tal cantidad de tonos y humores sónicos harían reclinarse a Tom Waits en su sótano. Pero no podrían actuar de otra manera los nativos con el semblante de la emancipación bajo las cicatrices que los acuñan. Reclaman su América, salida momentánea de la veranda, del porche, asomo del rifle. «Los hombres tienen casas, pero son verandas». El filme ve a la pareja peculiar adentrarse en la espesura del Far West, años más tarde, deberán volver al hogar durante unos meses, encontrarse consigo mismos. Mientras tanto, permanecerán sobreviviendo a medio camino entre el desierto y las esencias que les son propias.

ANEXOS

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«Estoy sentada aquí, en el zigurat, sabiendo que bailé porque era la única manera de matar a otro maniquí, cuyo nombre era “Sigo siendo bastante atractiva y moriré si no consigo algo de amor humano. Todos necesitamos amor, no importa la edad que tengamos. Además, si bailo lo bastante rápido, quizá incluso pueda liberarme de los Observadores”».

Mi madre es una vaca, Leonora Carrington

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«detrás de las caras de la gente, a espaldas de cada porche, millares de casas perfectamente ordenadas, y vacías, piensa en el aire, en su interior, los colores, los objetos, la luz cambiante, todo lo que ocurre para nadie, lugares huérfanos, cuando podrían ser LOS LUGARES, los únicos verdaderos, pero ese curioso urbanismo del destino los ha concebido como los agujeros de la carcoma, cavidades abandonadas bajo la superficie de la conciencia, si piensas en eso, qué misterio, qué ha sido de ellos, de los lugares verdaderos, de mi lugar verdadero, dónde he ido YO a parar mientras estaba aquí defendiéndome, ¿nunca se te ha ocurrido preguntártelo?, ¿quién sabe cómo estoy YO?, mientras estás balanceándote ahí, reparando trozos de tejado, sacando brillo a tu rifle, saludando a los que pasan, de repente, te viene a la cabeza esa pregunta, ¿quién sabe cómo estoy YO?, sólo quisiera saber eso, ¿cómo estoy YO? ¿Alguien sabe si estoy bien, o viejo, alguien sabe si estoy VIVO?»

City, Alessandro Baricco

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«Así que, aunque no soy americano, ni ya muy joven, odio los coches y puedo comprender por qué tanta gente encuentra a Springsteen histriónico y grandilocuente (pero no por qué lo encuentran machista o patriotero o tonto: este tipo de juicios ignorantes ha atormentado a Springsteen durante la mayor parte de su carrera, y provienen de unos listos que en realidad son mucho más tontos de lo que él ha sido jamás), «Thunder Road» logra de alguna forma hablar por mí. Esto es, en parte –y quizás para mi bochorno–, porque un montón de canciones de Springsteen de ese período hablan de hacerse famoso, o por lo menos de alcanzar cierto reconocimiento público por medio del arte: si el último verso de la canción dice «Me largo de aquí para vencer», ¿qué otra cosa podemos pensar salvo que ha vencido, simplemente gracias a cantar la canción, noche tras noche, ante una cantidad de gente cada vez mayor? (Y ¿qué otra cosa tenemos que pensar cuando en «Rosalita» canta, con inocente, gracioso, conmovedor regocijo «que la compañía de discos, Rosie, acaba de darme un gran anticipo»?) Este sueño de la fama nunca es objetable ni repelente, porque procede de una impaciencia, un ansia artística incontrolable –sabe que le sobra talento y parece sugerir que la recompensa adecuada para eso serían los medios financieros que lo satisfagan–, más que del interés por la celebridad en sí misma. Presentar un concurso de televisión o asesinar al presidente no calmaría para nada esa comezón».

31 Songs, Nick Hornby

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LATENCIAS II

LATENCIAS I
LATENCIAS III

Drive a Crooked Road (Richard Quine, 1954)
por Roberto Amaba

Como en trágica correspondencia con los septenarios del Apocalipsis, en el séptimo minuto de La senda equivocada (Drive a Crooked Road, Richard Quine, 1954) Eddie sostiene una aceitera. Es decir, abre el sello, hace sonar la trompeta, liba y derrama el líquido de la copa. Igual que en el relato bíblico, los anuncios realizados por estos tres tipos de objetos repartidos en tandas de siete, se inician con una visión de gloria a la que sigue un río de catástrofes que desemboca en una apoteosis redentora. En el curso, sobre la sucesión de cataclismos que preludian la expiación, quedarán los huesos de la prostituta de Babilonia, la metáfora femenina que cabalga la bestia de siete cabezas. Todo esto acontece en la gran ciudad del acebo y del pecado, aquella donde la piedad es abolida, en la guarida y en la falsa esperanza de la mujer fatal del bosque de la colina. Eddie (Mickey Rooney), de blanco y cortado como el Cordero místico degollado, recibe la potestad para disponer el espectáculo, para abrir el sello y presidir los actos.

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Setenta minutos después, en el setenta y siete, Eddie sostendrá una pistola. Los sellos que lacraban las bobinas han ido saltando y no hay más historia que esta, la de una superficie sensible grabada con goce, mentira y desgracia hasta consumar el trueque. Una de las funciones inmediatas de la narración novelesca consiste en producir olvido. Una amnesia, casi una autolisis que persiste hasta que, por medio de una segunda venida, se renueva el motivo. Un transformación que se obra a la luz del día pero escondida y donde los extremos quedan plenamente justificados por la realidad física. En el primer escenario, Eddie es mecánico en un garaje; en el segundo, un hombre enamorado. La razón por la que una aceitera se convierte en pistola es simple y autosuficiente: la mujer. En la memoria cinéfila, el aforismo involuntario y resignado utilizado por el maestro de Kentucky para resumir la no evolución de los gustos del público. Ya en el periodo silente, en la noche sin estrellas, lo único que quería ver el espectador era el fulgor de la mujer y del arma. Enseñanza reciclada por Jean-Luc Godard quizá a través de Georges Sadoul, de René Clair o del menos célebre Paul Nougé.
          Hay en la tecnología de los medios y de los objetos un conflicto soterrado que alude al propio trabajo del hombre y de la imagen, o del hombre que en este caso habita la imagen. Eddie invierte la carga peyorativa del oficio de mecánico porque prácticamente es un artesano, un hombre dotado de manos que debe integrarse en la doble industria de los tiempos modernos: la del automóvil y la del cinematógrafo. Es ahí, en la capacidad humana para el gesto y en la paciencia del arreglo donde la permuta también adquiere sentido. En el desplazamiento y en la marginalidad, en ser incapaz de encontrar tu lugar, en habitar un mundo ajeno, en una rebeldía callada contra la horrible mecánica de un taylorismo convertido en credo. Richard Quine consideró, con astucia, que una aceitera poseía idéntica capacidad de fuego que una pistola. Y que esta no tenía por qué sostenerla una mujer, sino el mismo hombre apocado, un obrero con el camino y el trauma cicatrizados. La mascota de los compañeros de trabajo, el chico que almuerza en silencio, el tímido que se masturba con el olor de un pañuelo.
          Eddie habita el subsuelo mientras las mujeres, como en determinadas visiones de gloria escatológica, vienen y se dan a ver desde las alturas y desde el movimiento. This magic moment… Bárbara (Dianne Foster), la ramera fatal con remordimiento de clase y de género, cumple su cometido engatusando a un muchacho que, como síntesis de la masculinidad de Oz, necesita coraje, cerebro y corazón. Porque en sus manos, en su cuerpo menudo y en sus ojos hundidos nos conmueve la ingenuidad infantil del objeto. La aceitera nos emociona sin saberlo porque vulnera las etapas de madurez humana y porque trasciende las nociones de símbolo e iconicidad, esto es, las del grado de alusión y semejanza. Las tiene, las colma, pero no las explica y añade un valor complementario, una lubricación dual: la del hombre inofensivo y la de la mecánica del mundo. También la de la propia ficción que, desde este mismo instante, empieza a engranar una serie de acontecimientos que ya conocen su duelo.
          La aceitera es, por lo tanto, una visión de las causas finales, pero también una apertura; una latencia discreta. Una prefiguración maliciosa, pero también una prudencia. Una adivinación antes que una afirmación, un mirar con las pestañas quietas. Un mostrar lo que no se ve, un augurio comprendido sin la necesidad de médium y de glosa. En la contemplación inmediata del plano, con el ángulo de enfoque y encuadre precisos y durante los escasos segundos que alcanza su duración, comprendemos las estructuras básicas y profundas del guion cinematográfico. Aquellas que se distribuyen de acuerdo a un delicado equilibrio de fuerzas entre presentación e identificación, aparición y desaparición, continuidad y cambio, explicación y escamoteo. La imagen queda constituida como presencia donde la aceitera contiene la virtud del signo y el vicio del símbolo, es frugal y es opulenta porque en ella se sustancia la vida del personaje implícita pero completa. Y más que punctum es orificio, el ojo de la cerradura biológica que nos atrae y nos succiona para ver cómo danzan los ángeles y los demonios sobre las vísceras de una persona que, como todas, no puede ser únicamente buena.
          Vestido de blanco, confiando todavía en el poder de las legiones del bien, Eddie es dirigido por algo más que la aceitera. Aunque es esta, junto a su mirada, la que traza la dirección. Y toda dirección implica mandato: ascenso, erección, salida, nuevo nacimiento, quiebra del propio sometimiento. Las diagonales de la pintura refuerzan la impresión de destino, de orientación secreta, de renglón ya escrito. Eddie pierde perspectiva, pero gana profundidad porque acaba de adquirir las anteojeras de un caballo de carreras que solo contempla ir hacia el frente, conducir más deprisa que nadie, aferrarse al sueño, dejarse el aliento en alcanzar lo que había detrás del perfume de aquel pañuelo. El trayecto concluye en una playa negra, con el cielo tapizado de astracán, con el mundo boca abajo, con la tela del santo oficio y del cordero convertida en cuero, con la luz y la inocencia transformadas en violencia. Al otro lado del guion, en la cara oculta y en el reino de su sombra, Eddie no tiene más remedio que hacer uso de una pistola que comienza a rimar en nuestra memoria. La imagen métrica que concluida la estrofa regresa para susurrarnos en la orilla de los ojos que sigue siendo tan justa, tan necesaria y tan esbelta como una alcuza.

CATARSIS DIGITAL, BORDE DE LA CIUDAD

Mulher Oceano (Djin Sganzerla, 2020)

Mulher-Oceano-Djin-Sganzerla-2020-1

Quero amor, quero ardência! A ti me exponho.
Verão, sou toda fecundidade!
– O calor me penetra, o Sol me invade
o senso,
e tudo em torno a mim se torna mais extenso,
tudo em que os olhos ponho:
o céu, o oceano, a mata…
E enquanto em gestação a Terra se dilata,
Dilata-se minha alma à gestação do Sonho.

Verão, Gilka Machado

Uno de los movimientos privilegiados de la existencia cinéfila consiste en el rebote, en rebotar de un filme a otro ─entrenarse para ello. Suelo querer ver más de este cineasta que acabo de descubrir, pero a veces también quiero ver más de esta actriz, o más guiones así, más montajes acompasados así, porque me templan el alma, quizá hoy apetezco otra vez de espacios cuya luz sea modulada con aquellos irisados tonos, como los que ostentaba el filme supremo con el que lloré ayer noche… Comenzamos entonces a trasquilar entre bases de datos, y a veces nos encontramos exclamando: «¡Pero si Yoshiyuki Okuhara, el montador de Sweet Little Lies (Hitoshi Yazaki, 2010), lo fue también de hasta cuatro filmes de Shinji Sômai en la segunda mitad de su carrera!» o «¡Hala! Así que Yûji Ohshige, el comontador de Somebody’s Xylophone (Yôichi Higashi, 2016), lo fue también de Prisoner/Terrorist (Masao Adachi, 2007), qué interesante…». Vuelta a recomenzar la relación de nombres, confluencias, solitarios trabajos de inferencia, creeremos haber oteado atravesamientos singulares, líneas de demarcación, y es que «¿acaso soy el único que se ha fijado en esto?». Otras veces, quizá porque el olfato se encuentra ya entrenado, buscaremos un nombre preciso por intuición, y acertaremos. Rara vez, pero alguna acertaremos. Y cada vez acertaremos más, hecho improbable que probablemente se explique porque en nuestro enajenamiento con las imágenes en movimiento se produce un efecto bicondicional, inevitable al expandir onda, y es que nos interesan cada vez más parcelas del cine, al mismo tiempo que vamos encontrando otras poco a poco más carentes de certeros auspicios con los que sentir más ampliamente el mundo, es decir, filmes plenos de confirmaciones perceptivas. Llegamos a un punto en que nos interesa mucho casi todo. Ampliamos el perímetro si con ello conseguimos ir cerrando las puertas del cariño, eliminar el displacer, ser menos jeremías. Es lo que nos ocurrió al leer el nombre de Djin Sganzerla mientras repasábamos los créditos iniciales de Falsa loura (Carlos Reichenbach, 2007), «¿Sería esta “Djin” la hija del mítico cineasta brasileño Rogério Sganzerla?», «¿Cómo no habíamos leído antes el nombre de la actriz que interpreta a Briducha?», «¡Qué me dices! Aparte de actriz, ¿es asimismo directora de cine?», sobre este filme suyo de Mulher Oceano (2020) no conocíamos, y eso que viene siendo bastante reciente… ofrezcámonos entonces a él ─ya que tanto debemos al cine de Carlos Reichenbach y a sus desviaciones─ con las compuertas de los ojos muy abiertas. A ver qué ocurre. Vista la obra, es inevitable retrotraernos a la familia Sganzerla, ínclito linaje de cine brasileño, desde los filmes seminales del padre labrando el camino del más radical Cinema Novo, mano a mano con Helena Ignez ─luego directora por derecho propio, implicando en el proceso a Djin─. Un rico árbol genealógico donde cabe otra hermana, Sinai Sganzerla, las tres mujeres hablarán del esposo y padre con un respeto ancestral, algún aforismo suyo decorará el hogar familiar ─Fogo Baixo, Alto Astral (Ignez, 2020): “Cinema é inquietação, movimento interior, relação interna entre os personagens”─. El recuerdo del rodaje de O Signo do Caos (Sganzerla padre, 2005), con el progenitor al borde de la muerte a causa de un maldito cáncer, provocará en Djin una emoción acuciante, empática.
          Nadie esperaba, sin embargo, que mediante dicho azar electivo toparíamos con el filme que albergaba el mejor trabajo de fotografía digital del presente siglo. Hasta ahora, pensábamos que la dupla Hitoshi Yazaki (dirección) ─ Ishao Ishii (fotografía) eran el exponente máximo del peso espaciotemporal que puede llegar a imprimirse en una imagen digital por la luz trabajada. Observamos que en los filmes digitales de Yazaki la fotografía necesita, para triunfar soberanamente, de una disposición muy diáfana de los medios de rodaje, de una idoneidad material muy clara, incluso a nivel de trabajo actoral, empezando el director por haber instanciado escrupulosamente el découpage, acabando por concebir la vida concreta de cada plano como un pequeño recorrido estacionario con un principio y un final, trayecto sentimentalmente captable por el receptor, por el tiempo de sus ojos: solo así adquiere un sentido total la cuidadosa labor que realiza Ishao Ishii, fotómetro viviente cuyos dones de rango mutable sabemos pueden ir desde la delicada excelencia celuloidal de Sweet Little Lies a un digital oscilante, dubitativo, cámara al hombro, en el explorativo Still Life of Memories (2018). Al igual que en los mencionados filmes de la dupla japonesa, en Mulher Oceano resulta difícil distinguir hasta cuánto se solapan, aparejan, las tareas del cineasta y las del director de fotografía, en este caso André Guerreiro Lopes, a la vez operador de cámara realizando una labor fundamental de puesta en cuadro, también compañero habitual en el tránsito fílmico de la cineasta. Djin Sganzerla dirige, guioniza, produce, localiza y actúa, en la diégesis encarna a las dos protagonistas, Hannah Visser y Ana Bittencourt, así que en el rodaje comprendido como proceso podemos afirmar que acarreó las tareas de decenas. Es lícito hipotetizar, entonces, que el trabajo fotográfico sea delegado, por conveniencia, en manos hábiles: en el momento de filmación, la directora está actuando frente a la cámara, dirigiéndose a sí misma. Como pura idea, Mulher Oceano pasa por ser un filme de aquellos prestos a entregarse, y a entregarnos, a sensaciones totalizadoras; se nos presenta sumergido en la psicosis tenue de una escritora con habitación propia que siente una fijeza en ocasiones catatónica con el mar. Y es que lo diremos, estamos cansados de esas películas autorales que intuimos albergan una monoforma, un monotono, que se entregan a una visión, sí, al menos hay una mirada, pero se trata de una mirada acorazada, absorbente, apriorística, visión-céntrica, de aristas claras, usualmente, pausada, que buscando impregnar tan bestialmente el mundo material este deja de percibirse hasta su último tinte como realidad aparente, sentido común, etc. En Mulher Oceano esto no ocurre, pues desde el inicio la realidad psicológica se comercia y entromete como contrapeso al mundo material sin tentar subyugarlo, produciéndose un desposeimiento doble. Mis ojos instintivamente rechazan, en los filmes de sensación totalizadora, los encadenamientos de secuencias donde todo se mueve al mismo ritmo, en escenas, entre secuencias y dentro del cuadro de la misma imagen. Se nos vienen muchos filmes a la cabeza. En cambio, en el filme de Sganzerla vemos a la mujer esperar, pasear en las nutridas calles de Tokio, su cuerpo acuático se negocia como un guijarro en el río respecto al tráfico vibratorio de la ciudad, la vida que se desarrolla sobre el pavimento es acatada por el cuadro general en sus múltiples usanzas, también sentados con un amigo en la tranquilidad de un parque, pues el cuerpo de Hannah Visser/Ana Bittencourt está ahí siempre de modo contextual, el aparato nos sujeta a la mujer desde tres, seis metros, suele orillarla hacia una porción del encuadre, contrapone en plano general su figura entera no-centrada con decenas de destinos circulatorios individuales, japoneses a pie, brasileños en moto.
          Inmaculada en una particular convergencia gravitatoria, si bien el ruido y tañidos de los pasos subsiste y no los inundan esos zapatos de Hannah, la correlación del aparato sobre su figura proporciona fuegos inofensivos, bondadosos, delicados, captables. Sopesamos, por aquellos que se sitúen en una onda equivalente a la de la mujer, salir a pasear con los ojos, lanzados a la vibración de la avenida, plazas, ataviados con una música adosada a los oídos que casi funciona de tinte supraterrenal enviado desde la mirada de Djin hacia fugacidades sin dramatizar, plenas de sucederes, en humedecido adoquinado nipón. Sensitividad liviana retornada a las lentes. Niña generosa, altamente emocionable, no baja el volumen, escapa primero en su mente, luego en detonación silenciosa hacia un confín desenfocado. La cortedad de Hannah encuentra evidente sinceridad sentimental en Ana, su contrapartida fluminense, panspermia luchando por encontrar horizontes de aguas cuyo fin no alcance la vista a delimitar, huyendo súbita de rezos, padre, compañeros, y esas fortalezas mundanas que aprisionan suaves a incluso aquella que sabe transformarse en música. No es suficiente. Ana quiere sentirlo todo. Su dolencia transparenta la agitación de las olas en un cruce de estaciones, equinoccio encarnado, dispuesta a entregar brazadas y respiración sobrepasando medallas, numeraciones; salvación que ansiamos con ella, con una quietud que hasta nos inquieta, profusión femenina de unos ojos que traspasan cada cuerpo observado, lo miran calmos, generosos, y no llega, no, el transitar de los otros no llega, tampoco sabios consejos: la cámara, el personaje, desean, casi al borde de la lágrima, en ocasiones excediéndola, perder pie, mirar al fondo, manteniendo los ojos funcionales, un querer-padecer cincelado en la convivencia durante más de cuarenta años con aguas filtradas, desatadas, las que fueron dando forma a los contornos y avíos de nuestra particular sirena, oceánida mayestática en un círculo previo de su recorrido en este planeta que tanto nos quema.

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En lo atinente al registro callejero, cuando hablamos del empedrado mojado de Mulher Oceano como algo extático, no nos estamos refiriendo a la práctica de un respeto irreflexivo, fijo, por parte de Djin y su camarógrafo, ante las manifestaciones duras de la realidad visible, tampoco de una postración ante la maravilla de cómo el mágico aparato-cine puede milagrosear, con buenos haceres y paciencia, la vida de una calle capturándola en su mundana contingencia, sino que este modo de paralelizar, por un lado, la tenue psicosis de Hannah Visser con el mar, por el otro, su existencia terrenal como escritora en Tokio + su existencia paralela como Ana Bittencourt en la novela, permite que la materia, el mundo material, de improviso, en cualquier espacio, pueda además suavemente adquirir una plasticidad líquida, evocadora, desde un segundo nivel que va arrullando la percepción infraconsciente. Entiéndasenos bien, pues nos referimos a meros pero sublimes juegos de escena donde el modo en que se nos aparece el mundo manifiesto, por ejemplo, la manera en que Hannah se mueve con su kimono azul marino ondeando, nos retrotrae (que no simboliza) al océano como persecución en olas sin armisticio, como Maelstrom central, o por ejemplo, cuando ella se encuentra entre ríos de gente, o por ejemplo, cuando un movimiento de cámara que la muestra dudosa en un bar consuma su movimiento reflejando su rostro en una rachola con brillante esmaltado acuoso: la sutil capacidad ilusionista de la realidad material al tenerse el valor de ─y la aptitud para─ sumergirla, resaltarla o acuarelarla un tanto. Esta capacidad conjuradora de las escena está escoltada, apoyada, por la introducción entre escenas de algunas catatonias perceptivas de Hannah con el mar. Planos cercanos, tirados con teleobjetivo, donde se nos revela el mar en sus distintos momentos de energía, azul mecido, activo, más tarde aplacado… luego remontando unas olas gigantescas que rompen como si cayera una montaña. ¿Asombros propios del cine primitivo, hoy, con el cine digital? Nos pasó con A Cappella (Yazaki, 2016), verbigracia, cuando Kyoko acude al encuentro con Wataru en el zoológico, entonces vimos a ese elefante al fondo registrado en un digital blindadísimo, imponente, sojuzgado, y queremos creer que sentimos una fascinación similar a cuando los primeros espectadores de los pases Lumière vieron por primera vez a un animal cinematografiado rugir, moverse, acechar; escalofríos así de fascinantes recorren nuestra percepción. Con algunas de las secuencias de Mulher Oceano nos sucedió similarmente: vemos su modo de encarar la filmación del agua y meditamos sobre la inquebrantable lealtad que le tenían a este elemento esencial para la vida ─incluida la vida psicológica─ cineastas como Jean Rouch, Henri Storck, Joris Ivens…
          Sería desagradecido datar el pequeño argumento, las pequeñas sorpresas formales, que contiene un filme como Mulher Oceano, pues incluso tras verlo, lo que más retendremos es haber sido expuestos a una tentativa regia de hipnotismo sobrenatural. Como decíamos, y retomando, sobre la fotografía y cuadros que establece André, aquí viene lo admirable, porque en los filmes de Yazaki-Ishii observamos que la estable densidad narrativa obedece siempre a un designio programático indestructible, si bien proclive a destensamientos y cambios en su relación con el registro (no cabía esperar menos de una trayectoria conjunta atravesando cuatro décadas); en Mulher Oceano, por contraste, esta se encuentra variablemente sometida a los cambios de caudal que puede tener un río, o a las cotas extremas en que le es legítimo encresparse a un mar; este digital parece querer, poder, filmarlo todo, se quiere capaz de disolver en su océano particular cada plano un poco, dejándolo flotar libre tras calarlo otro poco de salitre, procedimiento el cual desemboca en una coherencia fotográfica plena, de remolinos, fundidos, de aguadas cogitaciones. En ocasiones, cuando se filma el mar de cerca, no sabremos decir si el aparato se encuentra sobre tierra firme o meciéndose sobre una barca, tal es el mareo ligero que trata de inducirnos la película, mediante escarceos breves. Basta contemplar un plano secuencia de retroceso que nos muestra a Hannah y a su amigo japonés conversando, avanzando de frente, mientras pasean por los callejones tokiotas ─donde la mujer, con él, se encuentra y muestra más desinhibida, cercana que nunca─, para así presentir un vago desvariar sobre encontrarnos fluyendo, junto a ellos, en un afluente nocturno a estas altas horas manso. No hablemos, por favor, de cómo en dos planos se sintetiza la humilde estrechez carioca que habita el padre de Hannah, en una cálida escena familiar en conexión directa con el más sentido cine brasileño proletario, sí, dejamos ya de hablar, mejor verlo, las palabras adquirirán una multiplicación de sentido al retomarlas habiendo pasado antes por las cosas filmadas. Para terminar (¿por qué no?), aceptaremos que irrumpa también el carnaval y el rito, infusor de ritmos, futuro, asunciones oceánicas, retorno a Río de Janeiro, después de haber amansado espiritualmente la capital japonesa, tierra natal verdiamarilla, crioula, vislumbrada tras la vuelta sin sonrojo ni etnología expositiva-paradójico-crítica, Hannah necesita de buenos deseos oriundos para cruzar a nado desde Leme al Pontal da Barra; cuando llega el momento de las bendiciones, el filme se encuentra en un grado de chamanismo tal respecto al destino de la mujer que querremos surtirnos de cuanto quiera inundarnos los ojos. Un trance casi diríamos a cuentagotas de intensidad, cuya cualidad prolija se solidariza con las irresoluciones del carácter escindido femenino. Y no se trata de una mecha estableciendo una cuenta atrás en una guerra receptiva congruente, mortífera, confrontadora. Esto último ocurría en Longing for the Rain (Tian-yi Yang, 2013), ahogo de los cinco sentidos, un proclamar “maldita sea, el mundo me ha excedido tanto que ya no entiendo ni conozco los rituales a los que he ido a parar”, y de ahí tornar al principio, a la violencia del clímax, aunque sea en la frente del budismo, ordenación sacerdotal de un culto. En dicho filme, a los ojos no les atacaba el agua, ansiada en silencio, se trataba de una corriente sísmica progresiva atada a un montaje incesante en pausas, requiebros, recolocaciones, un recogernos para lanzarnos al viento aciago de la desubicación. Sganzerla conserva, debemos susurrarlo, algo de la visión de conjunto del padre, en cuyos filmes, por momentos, conseguíamos ver en panorámica el conjunto de un país, ya fuese a través del plano secuencia recorriendo los mosquitos y calor sudamericanos, infectados de pobreza y rabia, o retomando al Cristo del Corcovado en uno de los cortometrajes más bellos de los años 80, Brasil, lanzado cuando la década llevaba un año de trayecto rodado.
          Acoplarse al plano así como quien no quiere la cosa es cuestión de tedio, callejón sin salida, amarrarse al cuadro que se renueva, de la mano, agarraditos, paso a paso, invidentes de bastones infalibles, no nos caemos nunca, y a quienes escriben les gusta tropezar, no ser ciegos sino ver borroso en una gradación relativa, necesidad de apretar los párpados para avistar un poco más lejos, simulando con los ojos, inconscientes, la expresión de liberación perteneciente a aquellos que hacen el amor sin coartadas, eso es, el cuadro, el comienzo del plano, nos pilla por sorpresa en los mejores filmes, esto no representa una falta de entendimiento, un reubicarse racional en las coordenadas del planisferio. El filme, los planos, no van por delante nuestra de esa manera altanera, resabida. Estas décimas que se nos pierden y realcanzamos pelín después casi ganan el calificativo de imperceptibles, ahí también hallamos los apegos. A las personas que más nos seducen, invitan, marean, les pillamos el guiño, la mueca, una vez que ellas nos han atrapado y producido un inevitable retraso incuantificable. Después de adelantarnos, ya es tarde, nos han prendado: a partir de tan sedoso lanificio ocular se construye el hechizo que nos corresponde, cariños que perdieron el paralelismo de sus compases, y ahí unieron sus melodías. Mulher Oceano hace esto engañosamente, creemos al avistar su textura sedosa que Ana y Hannah podrían constituirse en hermanas de sangre, o lejanas primas segundas, imposible dar cuenta de la filiación exacta, ambicionando atravesar el puente de la ciudad, pisando la arena de la playa, viendo el mundo caerse encima del porvenir que colmará vacilante tales ansias de luciérnaga, bichos encendidos por la luz impactando sobre el Atlántico. Sganzerla esconde más secretos de los que intuíamos al conocer su personalidad desdoblada, y el proceso entonces voltea ya su marcha; aprender a reseguir los signos del que va delante se convierte en un descubrimiento. En nuestras propias irrealidades internas surge una disarmonía, la de la brasileña. Identificada ya, el proceso consistirá en atravesar un Hesitation Waltz, dos movimientos. Pausa y vacilación. Ana creía que quería ser poeta, pero en el fondo quería ser poema. La danza acuática tiene lugar en ese equívoco, por fin aceptado. De este modo, entendiendo nuestra querencia, acogemos la disarmonía hasta hacerla indistinguible a ojos ajenos. Poca ligazón con la desaparición, la mujer pasa a conformar el tiempo que el resto de paseantes o criaturas marinas deberán buscar.
          La familia Sganzerla parece tener una vocación de captar en la circulación de un metraje una panorámica, un afligir mapamundi, conjuraciones singulares, canalizadas desde el choque o la placidez más afín al sur. Pero no llevemos demasiado lejos esta cualidad sosegada, un contraplano en Mulher Oceano puede conducirnos fácilmente a la condición de tientaparedes, en medio de la playa al incrementarse la brisa o, peor aún, encallados en Campinas durante un febrero inclemente sin mar, horizonte ni carabelas.

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«Repito: quero é gente, não importa cor, idade, nacionalidade, estado de sanidade mental, burgueses, proletários, crianças, não importa, eu quero é gente e gente é que é importante, o sistema que se foda! Estou também bolando “trocas” mas sempre há um ritual tribal, ação e depois nada sobra.
          Isso não é uma carta mas sim um monstruoso vômito que, no dizer do García Márquez, atravessaria o Sena, se jogaria no oceano e jorraria da sua torneira. Te beijo muito e muito».

Carta de Lygia Clark a Hélio Oiticica. París. 17.5.1971

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Djin con su padre Rogério Sganzerla

BIBLIOGRAFÍA

Helena Ignez, Sinai Sganzerla e Djin Sganzerla comentam filmes de Rogério Sganzerla | Cinejornal

TERMITA DE FORMOSA

Happy Here and Now (Michael Almereyda, 2002)

Happy Here and Now Michael Almereyda 1

Nueva Orleans, a diferencia de muchos lugares a los que regresas para descubrir que su magia se ha esfumado, todavía conserva la suya. La noche puede engullirte, pero nada de eso te afecta. A la vuelta de cualquier esquina está la promesa de algo osado e ideal, y las cosas siguen su curso. Detrás de cada puerta se intuye cierta obscenidad festiva, o bien hay alguien llorando con la cabeza sobre el regazo. Un ritmo cansino palpita bajo el ambiente onírico, y la atmósfera está cargada de duelos pasados, amoríos de otra época, llamadas de auxilio de unos camaradas a otros. No lo ves, pero sabes que está allí. Siempre hay alguien que se hunde. Allí, parece que quien no desciende de alguna antigua familia sureña, es un extraño. No cambiaría nada de eso por nada.

Chronicles: Volume One, Bob Dylan

Las calles de Nueva Orleans surgen de las profundidades del Misisipi, por debajo del nivel del mar, y las acompañan residuos de ficción a punto de encontrarse con su compañera la ignición, caracteres sumergidos en los píxeles de una época incipiente que se aleja cada vez más de Francia, el Siglo de las Luces, historias que contar sirviendo de chófer para alguien que jamás ha estado en la ciudad, Amelia, chica canadiense, hacía tres años que Allan Moyle filmaba a la actriz, Liane Balaban, en New Waterford, y si en el filme del 99 Mooney Pottie realizaba un viaje desde su revoltosa promiscuidad intelectual rozando cada esperanza de escapar, aquí, en el metraje de Almereyda, la recién llegada a Big Easy comienza sin saberlo a elaborar el periplo inverso, busca algo, alguien, que ha desaparecido, su hermana, Muriel, cuyo último contacto conocido fue Eddie Mars, identidad de la naciente revolución digital, monstruo metamorfo de webcam, avatar tras el cual se esconde un tipo peculiar. Eddie, a secas. Poco más que un aspirante a fumigador honorable cuyo sueño pasa por filmar un filme pornográfico softcore sobre las correrías eróticas de un Nikola Tesla que sobrevivió en secreto a la II Guerra Mundial y buscó alianzas con la clonación en aras de prolongar su existencia. The Big Sleep, Alain Resnais, NOLA, corriente alterna, Manny Farber. El universo de Michael Almereyda se concreta en la conjunción borrosa de un enclave cultural, imaginario sensual, más apasionado que enjuto. Aquí los personajes nadan, buzos en la riqueza cultural lindando las calles entoldadas de la urbe. En cualquier rincón un DJ estará rememorando la formación de ensueño, rhythm and blues, su compañera de madrugadas radiofónicas intentará dar salida a ansias trastas participando en el filme de Eddie, con al menos sus ropas parcialmente despojadas. Por supuesto, en el nickelodeon novecento de Almereyda caben también las maravillosas aberraciones de Luisiana. Hannah, recién enviudada y con ojo cubierto de feo parche ─el láser se cobraba demasiadas víctimas─, ahora busca refugio en la profesión de su difunto, bombero, y para ser atraída después de las doce no aceptará bebidas de otro oficio. Hay que apagar fuegos si queremos seducir a Hannah. Baja por el tubo de descenso como la próxima heroína local. Para esta jauría second line parade, parece cristalino, un bacio è troppo poco.

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Napoleon House, construida para el homónimo conquistador en un siglo donde se tenía esperanzas de liberarlo de la Isla Santa Elena, reemplazar al farsante americano y traer al francés a América. No hubo suerte. Les quedan las cadenas de fast food, les queda Bud’s Broiler, una estatua del confederado Robert E. Lee que observa medio asombrado Tom, minutos antes de que el próximo incendio necesitado de aplaque amenace con fachadas cayéndole encima del casco. La gran explosión no se llevará su vida, sino la de Ritchie: he ahí la mujer de luto. En un trance al que parecen encaminarse los fotogramas, insaciables de mutar en otro material que sustituya al nitrato de celulosa, transitan estos sonámbulos, cuyos negocios son asunto del corazón descarriado, desorientado por cables, módems interconectados, Internet más próxima del circo sentimental cinco de la mañana al otro lado de la línea en esta conversación privada podré encontrar a mi salvador espiritual, lejos de cualquier secta fatigosa, concierne esto al filo del peligro que nos azotaba la espina dorsal cuando del siguiente mensaje dependía nuestro destino y, por ende, el sueño posterior a la sesión virtual. Envenenados de fugas, desvergonzados porque el siglo no ha inundado todo de filtraciones, aún confían sin coartadas en ese dejarse llevar que nos puede convertir en apariciones fantasmales, héroes en rescate de los desaparecidos, secundarios en una nueva obra de Jean Cocteau, les falta algo, un hueco apura la investigación, el hallazgo supremo de Happy Here and Now, sustituir ese algo por otra cosa que no podremos llamar alienación ni pesimismo digital; al subir las escaleras mecánicas y dar el paso al suelo, del otro lado nos puede estar esperando la presencia que nos tienda la mano para saltar y encontrar, quizá, aquello que como lectores diletantes de Pascal admitíamos a regañadientes que necesitábamos. Almereyda nos lo va entregando a nosotros en pequeñas dosis de barricadas contraculturales a malas horas, transmisiones piratas, y los personajes van cayendo en sus ficciones como víctimas e investigadores de Fantômas. Existe un legítimo placer en unir este embeleso medio peligroso de los ceros y unos emergiendo con los omnipresentes cementerios neoorleaneses. Se conjuntan y gustan en la danza, mezcolanza cultural; a la fiesta John Sinclair, también Ally Sheedy, rescatada del arte colocado/elevado de Lisa Cholodenko, establecida en lugareña cuyos lazos familiares no hacen sino concederle mayor carga de discreción gentil, veinte marchas por delante de cualquier tipo de indie, este no es el lugar que habitamos sintiéndonos otros, la geografía del filme viene hacia nosotros para cedernos la intuición de que pervive una manera no atalayada de hacer balance vital, reflexionar sobre el entorno, recapturar las desapariciones insistiendo en los nombres propios de la ciudad. Psicogeografía y, por tanto, algo de alquimia imbuida de optimismo puebla cada filme del oriundo de Kansas.

Louis Armstrong ilustra:

«Once the band starts, everybody starts swaying from one side of the street to the other, especially those who drop in and follow the ones who have been to the funeral. These people are known as ‘the second line’, and they may be anyone passing along the street who wants to hear the music. The spirit hits them and they follow along to see what’s happening».

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Los referentes escogidos funcionan a modo de pistas con las que recorrer el camino que nos aleja de Muriel, ensamblando el innegable ojo de documentalista, con afición al collage metropolitano, y los pequeños episodios fabulados, aquí pasados por la cualidad difusora de las cámaras Pixelvision: hombres enmascarados, rebeldes lanchas motoras, el tizne entrecortado de la vida disuelta en melodiosa penalidad, la juntura de dos lunas, el espectro europeo y los cowboys de ciudad. Queda despejado del anfiteatro teórico el término “espeluznante”. No podremos echar mano del adjetivo si prestamos la debida atención a la vivacidad filibustera de las bandas de metales, armónicas, armonías, el más rabioso panorama sonoro acechando las incertezas suaves de Amelia y el círculo que orbita a través de ella, conviviendo con los sonidos arcanos de ultratumba, los mismos que, si nos descuidamos, podrán sustraernos demasiado de la mezcla requerida para estar y vivir en este momento. Celadas cenizas echadas a volar bajo torres de alta tensión. Abierto así el horizonte de contingencias, el delta del río libera a los esclavos en un sueño postergado, en comunión oran con los bluesmen de las aceras, discutidos, radiados, bailados, emulados por la Generación X y los que crecieron durante la Gran Depresión, la Dustbowl expandiéndose ante sus ojos arenosos. Agrupados, consiguen emular una idea desemejante sobre el entorno que los vio rebelarse.

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«Cuando pienso en la breve duración de mi vida, absorbida en la eternidad anterior y siguiente, el pequeño espacio que lleno e incluso que puedo ver, abismado en la infinidad inmensa de los espacios que ignoro y que me ignoran, me espanto y me sorprendo de verme aquí en vez de allá, porque no hay ninguna razón de que esté aquí en vez de estar allá o ahora en vez de en cualquier otro momento».

Pensées, Blaise Pascal

Ha acompañado la creación de este texto la voz de Mina Mazzini

“OBRA MAESTRA”: CONCEPTO INDESEABLE Y DUDOSO

EPISTEMOLOGÍA:

I. LA VÍA TEÓRICA: LA CRÍTICA, VIEJA LENGUA FRANCA
II. LA VÍA MÍSTICA/ROMÁNTICA/NAIF: “OBRA MAESTRA”: CONCEPTO INDESEABLE Y DUDOSO

LANZAMIENTO DE LA PROPOSICIÓN “CIMA”

“Cima”. Esa es la palabra. De primeras, sonará ridícula. Muéranse con la carcajada, les damos permiso; incluso les dejaremos creer que parten con ventaja. Ya lo hemos vivido. La risa condescendiente de algunos amigos cercanos y otros indeseables seres con variados grados de resentimiento ejerce un soniquete tan, tan repetitivo que ha terminado convenciéndonos, urgencia, cita obligatoria, a aclarar el significado, más bien alcance pragmático, de la hermosa palabra a través de la cual canalizan su malbaratado sentido del humor. Los seguimos amando intensamente, incluso a enemigos claros, y nos proporciona más placer enunciarles como distinguidos diletantes por qué dicho término, su influencia en medianoches imparables, nos concierne, lo creemos digna causa, untuosa insolencia de dos personas, las aquí presentes, haciendo malabarismos al encarar los bostezos sedentarios de una horda de inapetentes. Intentaremos expandir su deseo, excitarles la sesión de titulares y exabruptos matutinos con los que ocupan su despreciado tiempo. La palabra en cuestión sale de nuestras bocas en un momento bien concreto: sucede que, habiendo acabado de presenciar un filme que nos ha entusiasmado, proferimos extasiados que acabamos de ver una “cima”. La tuerca no admite vuelta por ahora, el contrapelo tardío lo reclamaremos nosotros mismos cuando creamos conveniente ponernos contra las cuerdas, acto que planearemos con fruición y disfrute, prestos a saltar de nuevo al cuadrilátero con renovadas fuerzas para volver a enfrentar el propio reflejo.
          A continuación, aclararemos para propios y extraños lo que queremos invocar al colocar en nuestros labios el vocablo maldito.
          Alcance pragmático del sentido de la palabra “cima”: sería un filme en alguna medida necesario para reinterpretar la historia del cine, abordar la escritura de un canon paralelo o problematizar el existente. Hablamos de filmes que pueden ejemplificar, expandir, una tendencia o intuición, pero siempre enriqueciéndolas por algún flanco inesperado, nunca confirmándolas de plano (sesgos). Un filme obtendría este estatuto si logra problematizarnos como espectadores, en ocasiones demandando más de un visionado para augurar su calado, si respecto a nuestra percepción el filme nos ha pasado por encima o se nos ha escurrido por debajo. Un “filme-cima” es aquel que nos obliga a reajustar nuestras conexiones de percepción (todos los buenos filmes lo hacen). No nos referimos a una complicación superficial, sino a un efecto de efervescencia y guerra receptiva. Obra yendo más-allá de sucedáneos que recorren la vida de arriba abajo, con principio y fin, agotables, llenos de cualidades perfectamente adjetivables por cualquier bienintencionado espectador cuya capacidad de ver sigue aún esclavizada a la maldición de inmovilizar los acontecimientos de frontera, detener los fotogramas que perciben, y esto lo hacen en sus pensamientos, escritos, buscan una finalidad a las imágenes que acaban de espectar. La “cima” se lo impide, ante ella se sienten incómodos, la belleza de una cima ─quitamos ya las comillas, la representación del texto ha pasado al campo de la veracidad terrenal─ no es fácilmente captable si se busca superficial complejidad.
          La inmutabilidad de ciertas instancias debe combatirse hasta la misma muerte, no solo centrándonos en la recepción del filme en presente por parte del espectador, sino en los filmes que elegimos, cine de experiencia en el que se enmarcan muchas cimas, donde el devenir, que combate sin tregua la monocausalidad y el aplastamiento de lo nuevo por lo viejo, tiene un papel fundamental en el índice de la historia expandiéndose sin cesar en una escritura de perfusión hacia el pasado y futuro de la vida hallada en cualquier mirada. Sabemos quiénes sois.
          Nos atrevemos a afirmar que hay cientos y cientos de cimas, pues son cientos los filmes que se les escapan a la(s) historia(s) del cine y deberían estar ahí. No todos los filmes buenos, ni dignísimos, ni necesarios, acreditan la condición de cimas; por ejemplo, creemos que todos los largometrajes de Rohmer a partir de Ma nuit chez Maud (1969) lo son (aunque también “obras maestras”), y quizá Hal Hartley o Benoît Jacquot (entre 1990 y 2010) representan buenos ejemplos de cineastas contemporáneos sin ninguna película-cima transparente, pero aun así, su exquisita filmografía amerita serlo en su conjunto. A contrapelo de esto, escapando a su propia manera del vetusto polvo del archivo, nos encontramos con los huecos vacíos de la historiografía crítica, que ya no sabe ni quiere enfrentarse a filmes que no le conciernen, como todos aquellos realizados por James Bridges en los años 80.
          “Obra maestra” nos parece una fórmula terrible, draconiana, porque soterradamente semeja presuponer cosas como que hay pocas y que un creador suele, con suerte, hacer solo una en su vida. En lo atañente al despliegue del concepto de cima y subrayando lo caduco de la “obra maestra”, no pretenderemos nunca ordenar ni enumerar las cimas obligatorias del séptimo arte, sino tratar de clarificar un itinerario personal, el nuestro ─e invitamos a que cada uno se construya el suyo, es gratis─, que desemboque en una existencia cinéfila alternativa y más feliz. Pensamos que quien encuentra, por fin, la “obra maestra”, sufrirá a su vez una parálisis balsámica: ensimismado como se halla con ese filme, podría darse el lujo de no ver cine por semanas, o lo mismo da, ver cine mediocre ─si puede ser actual─, a sabiendas, ya que desde entonces a esta parte goza de un tiempo regalado por la “obra maestra”, la sensación de haberlo visto ya todo, al menos hasta que la gran “obra maestra” haya sido efectivamente digerida. Más que pereza, de algún modo se tiene miedo de sentir demasiado con cada nuevo filme que se ve, miedo de labrarse uno mismo su propio camino de sentimientos. Así, para algunos, resultará tentador apartar la vista de la frontera y desembarazarse de la cima, ya que no colmó ni llenó las páginas de los conceptos que tenían apuntados en la libreta de la mesita de estar, ahí había poco que decir, escasa materia que apuntalar, decían. No son las cosas del filme considerado cima las que necesitan denominación, sino el propio movimiento intempestivo en el que aboca su transitar y, por ende, el nuestro, a un remolino que nos hunde en una espera de sentimientos aplacados, los allí filmados: estos irán resurgiendo y conversando cara a cara con aquel que quiera escuchar. Quizá se dé cuenta al prestar atención de la frágil impermanencia, peligro fatídico, inherente a la constitución de aquellos fotogramas; no deberá rendirlos al terrible rumbo del olvido, si pace las imágenes y las aloja en un acaecer que sobrepase la contingencia de ideas fijas, quizá salga rehabilitado. Palpamos al pasar las semanas la existencia de la cima en pasados que vagamente recordamos, su reformulación incesante en un futuro que deberemos conquistar o dejarlo invisible para el resto de la humanidad. Somos generosos, pretendemos instalar al mundo en un no-perentorio estado de disoluta inmortalidad, siendo las cimas aquellas instancias que le impedirán dividir en dos, multiplicar productivamente argumentos, hacer carrera, alejarse de las miles de intuiciones que rechazan convertirse en epígrafe de página con sangría.

La-fille-seule-(Benoît-Jacquot,-1995)
La fille seule (Benoît Jacquot, 1995)
Bright Lights, Big City James Bridges 1988
Bright Lights, Big City (James Bridges, 1988)

Una cima provoca la sensación perceptiva de que, efectivamente, en ese filme está produciéndose algo que lo desliga de la coyuntura, una especie de fricción, similar a estar sucediéndose un movimiento tectónico en la base misma del cine. Quizá esto tenga que ver con estar abierto hacia un asombro primigenio, a poder uno llegar a creer en la sensación de estar viendo una y otra vez a True Heart Susie reencarnarse en cientos de películas. Divisar que la historia del cine, como la vida, no está hecha del todo para ser escrita, ni para teorizar sobre ella, siendo más bien un asunto de navegar y dejar que las olas del mar nos lleguen a la cara. Lo sabemos, la percepción actual, presente, y la memoria sobre el pasado son dos cosas bien distintas. Tanto lo son que mientras vemos un filme malo nos aburrimos, el tiempo pasa más lento, pero luego, en la memoria, aparte de un vago recuerdo fatigoso, pronto enterrado, será casi como si nada hubiera sucedido. Un mal filme es aquel que pasa por nuestras retinas sin hacernos un solo rasguño, como el sol cuando atraviesa el cristal. Igual de “fácil” que entró, el filme poco interesante es desalojado, imposible encontrarle anclaje en nuestra existencia terrena. Si durante una hora de nuestra vida nada nos ha conmovido, problematizado o absorbido, de esa hora en el futuro, simplemente, no recordaremos nada. Lo reflexionaba así John Steinbeck en East of Eden (1952), “de nada a nada no existe ningún tiempo”. En cambio, estos filmes que se atrincheran, que defienden una posición en nuestra mente, se conforman como apuntalamientos de la memoria, garitas abiertas con telescopio apuntando a la inmensidad del cosmos invitando a compartir la felicidad. Puestos de avanzada en medio de nuestras cronologías, acontecimientos en los que durante una hora y media o dos nuestras emociones se vieron trasquiladas, calentadas, heladas, intranquilizadas… Un lapso de tiempo donde supimos que intuíamos todo sobre ese filme y que nadie más podría presentir más clarividencias que nosotros mientras estábamos enfrente de la pantalla, en todo caso igualarlas. No se trataba de retórica, sino de una isla, como decíamos, avistada en el mar de la nada, que alumbró nuestra travesía lúgubre por un océano de rutina plana, la vimos y nos consumió la necesidad de decir a nuestros amigos, hermanos, amores, a todos aquellos con ganas de seguir dando brazadas hacia adelante, que tenían ahí un tesoro, un trozo de experiencia para ser habitada, un capítulo más en el curso de una vida que ambiciona apercibirse con plenitud.
          Creemos haber exagerado pocas veces, ya sea con filmes como Falsa loura (Carlos Reichenbach, 2007), el cual estamos dispuestos a pelear tan convencidamente como si hablásemos de la obra más inspirada de William A. Wellman, o con otros como Somebody’s Xylophone (Yôichi Higashi, 2016), una película que mira a la cara de la gran tradición del mejor cine japonés, instituyéndose más vital en nuestra epistemología que cualquier otra de Hong Sang-soo, una zona esta última que con el tiempo nos proporciona demasiadas confirmaciones que deseamos ver ampliadas. Las formas evolucionan de forma extraña en la mente del espectador receptivo y reabsorben lo precedente sin jerarquizarlo, en pos de orillas nuevas. Por último, Dunia (Jocelyn Saab, 2005), otros filmes de Higashi, los de Hitoshi Yazaki, Peter Thompson, Rudolf Thome, Adoor Gopalakrishnan, y un buen número de obras de Alan Rudolph, Noah Buschel, Joan Micklin Silver, John Duigan, Victor Nunez, Jonathan Demme, Strangers in Good Company (1990) de Cynthia Scott, por decir algunas, son para nosotros de una grandeza tal que negarles la posibilidad de ser cimas indiscutibles del cine, a la altura del mejor filme de John Ford, indicaría un dogmatismo irremediable. Un acomodamiento en un Shangri-La cinéfilo demasiado contento de conocerse a sí mismo y sin disposición por cuestionarse más que dentro de sus estrechos márgenes. Traición descarada a Manny Farber, primero escribiendo en solitario y luego con Patricia Patterson, del cual sonsacamos un espíritu inconformista y problematizador tras leer sus obras completas, y no solo Negative Space, adquiriendo así las armas pertinentes para poner en tela de juicio filmes supuestamente intocables.
          Trabajar y escribir de cara a estos incidentes de secuelas oceánicas en nuestros espíritus conlleva un método, una falta de método, muy diferente a cuando uno se enfrenta con aquello denominado “obra maestra”. Michael Almereyda hablaba de Happy Here and Now (2002) como un filme argumentando “en contra de cualquier idea de desolación absoluta”. Sostenemos que dicho filme también hace de las suyas para oponerse a cualquier idea de lucidez absoluta. Este oficio requiere no tener miedo hacia las revoluciones internas que uno pueda experimentar durante el trazado de su biografía, libro intransferible solapándose con las páginas derramadas de convulsiones de tantas otras personas que pudieron, en una etapa de su periplo, caminar, hacer el amor, respirar, perder alma y corazón por un filme. Solicita mantener las defensas bajas ante el derribo de evidencias, admitir que se ama la existencia y que se desean buscar cortocircuitos día tras día, huyendo de falsas intensidades, de adonismos… esta invitación náutica constituye un sellado a la carta que unifica estos guardacantones: el cine es, debería ser, el reino de la libertad (Francisco Umbral), el único donde podemos existir y derribar edictos, cuestionarlo todo, es solo un juego, decía Rivette, pero un juego donde apostamos lo que ni siquiera tenemos, un cara a cara nefasto en el que sonreímos ante la pseudorretórica de escritos que no entienden esta cosa como un ente vivo, perteneciente su cuerpo al que lo visiona, su transposición en palabras, una retribución tardía, un “he estado aquí, esta tierra les será grata”. En esa tierra, la totalidad del mundo está ocurriendo y a la vez nada es capturado. Una vez azotados por sus raíces, queremos seguir navegando hasta la siguiente parada, ansiosos por continuar apuntalando el año, densificándolo, llenándolo de visajes, balizas, colores que acompañen nuestra pesantez cotidiana haciéndola grandiosa. Nuestras cimas particulares llenan las páginas en blanco de un diario fatal, destrozan los espejos en los que los obramaestrados se miran, no dejan de mirarse, destruyendo con esas ojeadas cualquier atisbo de albedrío, empalando sus confirmaciones sobre ideas escupidas a los filmes, no afectándoles estas más que una ráfaga de viento a la Gran Pirámide de Guiza.
          Nuestra memoria pesa a costa de haber construido, a la manera de falaces conquistadores poscolombinos, un mundo de instancias temporales donde supimos, y no olvidamos, que en un día cualquiera de un mes al azar, fuimos cambiados. Cima, sensación incesantemente perseguida, su crítica, una mera tentativa de sacar, despertar, las revoluciones que se nos pasaron por el estómago, haciéndolo arder, tras haber respondido a la llamada de lo salvaje.

Dunia-Jocelyne-Saab-2005
Dunia (Jocelyn Saab, 2005)

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«El recuerdo de una cima alcanzada en el pasado ─el prado de margaritas, que era toda la naturaleza para tu infancia─ te conmueve hoy tan a fondo porque resulta símbolo de una gran experiencia, de toda aquella infinita suma de posibles experiencias que se anunciaba en la cima de entonces. Tú disfrutas ahora, al recordarlo, de un símbolo de todas las posibles experiencias, respiras la atmósfera de cima, y lo haces fácilmente, dada la comprensibilidad y la disponibilidad de este pequeño recuerdo. Símbolo significa esto. Objetivarse ante uno mismo, como en un anteojo invertido un vasto paisaje; disponer de él como de algo enteramente poseído e implícitamente alusivo a infinitas posibilidades.
          Esto es válido para las creaciones fantásticas arcaicas, que son sencillas, humildes, infinitamente menos complejas que la vida que hoy vivimos y, sin embargo, arrebatan como genuina experiencia de cima».

Il mestiere di vivere, Cesare Pavese

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«Bueno, es que yo parto de que la literatura es el reino de la libertad. Y veo que hoy reproduce mi frase un joven escritor de no sé qué periódico, y a mí me gusta mucho ver que los jóvenes me leen y me reproducen, lo cual sí ocurre con mucha frecuencia… Y, entonces, la literatura es el reino de la libertad y no es una religión. Y es que hay gente que se aterroriza si uno dice que no le gusta Azorín o que no le gusta Baroja o que no le gusta Galdós, como si fueran santos. Es decir, que cada uno tiene su urna ya para siempre… los del 98 para atrás, incluso del 27 para atrás y ya son intocables. ¡No! Esto es la literatura, el único reino en el que podemos ser libres. Mucho más incluso que en la democracia, en estas democracias que estamos conociendo, ¿no? En toda Europa, en Estados Unidos con eso que han tenido ahora […]. La novela es un compromiso burgués que viene del XIX. Un compromiso con el lector para que compre y le guste y se divierta, un compromiso con el editor para que se haga rico, un compromiso con los grandes públicos, un compromiso con la sociedad del momento, con la situación (para expresarla a favor o en contra)… La novela es un compromiso burgués y eso hay que romperlo en la novela, que era uno de los objetivos de Mortal y rosa, para decirlo todo. Y creo que en Mortal y rosa se dice todo. En Las ninfas, que usted ha citado ─se lo agradezco mucho─ como libro que le gusta, todavía los personajes están muy comprometidos con la sociedad, con la pequeña sociedad burguesa de la pequeña ciudad. En Mortal y rosa ya no hay compromiso. Hay una ruptura absoluta con todo, con el cielo y con la tierra. Ahí debe llegar la novela y llegan algunas novelas como todos recordamos y como todos sabemos, desde Dostoyevski hasta Henry Miller».

Entrevista a Francisco Umbral (10 de enero de 2001)

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Dunia-Jocelyne-Saab-2005

NO DESFALLECE LA FICCIÓN (16/10/2019)

7 Women (John Ford, 1966)

20:00 h, Filmoteca de Catalunya; 7 Women en 35 mm, un cuarto de sala llena (hermandad de afortunados), nervios y expectación. Por fin, la gran pantalla, y no un pocho ripeo visto tres veces que, aparte de trocar tontamente el innegociable peso del grano por unos cuantos píxeles traficantes, disolventes ─arancel indefraudable del ripeo barato─, a la postre no va y se atreve ─el alma caritativa pirata y descuidada que lo compartió─, a merendarse sin vergüenza, a cortar, unos pocos valiosos centímetros de los márgenes arriba y abajo, cercenamiento fatal… 20:04 h; las luces apagan, se aparca el recuerdo del ripeo ignominioso, es hora de tensar el arco de la atención.
          Dato de proyección: al parecer, se trata de una copia prestada de la Cinémathèque, raída (encanto), con subtítulos en francés incrustados (mal menor). Primer rifirrafe entre Agatha Andrews y la recién venida, primera manchita negra en la esquina superior derecha avisando que en nada cambia la bobina ─con ella el plano ¿preparados?─, desazón, advierto que a cada empalme se extravían unos diez segundos de la siguiente, y así por once veces (aprox. dos minutos, en total). Es tanto lo que se intuye nos perdemos que en la sufrida experiencia comprenderemos al instante lo aseverado por Pedro Costa sobre el cine de John Ford: indistintamente de la duración del plano, un gesto de tres segundos en sus filmes equivale a tres mil años.
          Caballo estadounidense indomable de pelo corto, la Dra. Cartwright, Ford, el filme, alterna el trote del círculo al rebote, de pared interior a pared interior del decorado misión-evangelizadora-cristiana. Relato, relato y más relato, podría decirse aunque aburra ya. Pequeña ciudad intramuros ─no saldremos de allí (permeará la barbarie)─, rea del dogma, cuya «unidad» según Steinbeck puede desaparecer quedamente mientras ninguno perturbe su paz, quebrante sus muros o difiera con nadie ─la bizquedad inherente a semejante unidad (los críos mandarines escuchando estrábicos la plegaria en inglés). Sucederá justo lo funesto: la llegada de la revolucionaria doctora, el cólera y la viril violencia comandada por Tunga Khan, ante la que todas ─primero la joven Emma, luego el resto de espectadoras─ deberemos tomar partido. Un cuento que no progresa, no medra, sino que a cada encontronazo se desgaja. Ni coordinándose en cien ardides los ojos lograrán estrangular el lazo corredizo arrestando un fotograma. Como las mujeres y los civiles chinos, la ley narrativa del relato es llevada al paroxismo, al Terror de la línea quebrándose que sin embargo persevera con la intachable legal crueldad de una recta, contienda fraguada en telegrama de plano general, librada en histérico plano medio; en otras palabras: son los orgullosos estertores reafirmativos de un cine donde dos más dos siempre habían venido siendo igual a cuatro. Un matiz a la resobada categoría de “relato”: «reactores de la ficción», así es como Bergala se refiere, sin asomo de ánimo valorativo, a lo que en ocasiones se apaga, suspende o interrumpe en el cine de Jean-Luc Godard; al contrario, en 7 Women no se ceja de echar carbón a la locomotora Ficción (ningún filme de Ford había llegado a correr tan raudo), efecto de esto: casi ni rastro de eso que se ha venido llamando lirismo. Los motivos son variados: para empezar, el director está en una edad que dirige, que corta al cambio de cuadro, con la facilidad con que el provecto jugador de póker, asiduo a las cantinas, adjudica cartas a sus rivales (chac, chac, chac). Reparte con la veterana sapiencia de quien asume que tras cada repartida y breve juego habrá de recomenzarse, que la partida son en realidad partidas, conformadas por muchas manos, pocos ases, y alargadas desde el atardecer hasta que anochece. Ganar entonces será atraerse, secuencia a secuencia (plano a plano), solo algunas fichas, hacer crecer lentamente el montante y volver a re-partir hasta la buena hora del retirarse. Cada encuadre de 7 Women es naturalmente extraído-de y devuelto-a su origen, la ficción. Quien despluma y aniquila rivales mano tras mano (plano tras plano) seguro oculta cartas en la manga, y el cineasta estadounidense de ascendencia irlandesa sabemos odiaba a los tramposos: hemos visto más veces al sheriff desenmascarando a un truhan profesional del póker que entregando la placa estrellada al nuevo. Por otra parte, durante el transcurso de la proyección constataremos que al menos son un par las cosas que Ford nunca perdió de vista: la ficción y que el genocidio está en todas partes, que es «common place» en nuestras vidas (entrevista para la BBC, 1968). La guerra, los fuertes, el hambre, los terratenientes, la Ley, etc. generaciones que vienen cuando otras se van (perecen), el ferrocarril y la Gran Depresión arrasan sin compasión, como el héroe. Despiadadas fuerzas y agresividades laten contenidas en la naturaleza de la comunidad organizada, la riada nómada y hasta del hombre abandonado a sí, aguardando una rencilla, la excusa de turno o el recuerdo de una ofensa inveterada para movilizarse, ratificarse demoliendo, intentando sacar provecho por cualquier medio o procurándose encontrar su sitio (un hogar). Circunstancialmente, la intención puede que sea noble ─la caravana mormona en Wagon Master (1950)─, otras, la ratificación consistirá directamente en purgar lo irreductible ─Henry Fonda en Fort Apache (1948)─, en fin, responderá Ford airado a quien le pregunte por enésima: es su (nuestra) naturaleza. Lo excepcional es que a la vez que se señala tan preclara pesimista comprensión de lo que somos, brincará de improviso desde el fondo del plano, cual casquillo y humo dispersándose, por acá un fugitivo gesto tierno, por allá una pizca de solidaridad, la ancha sonrisa de un indio, un mejicano, una mujer o un negro. Una misantropía chistosamente alegre (la pelea popular que cierra The Quiet Man, 1952). ¿Quién no prestará atención a la lección si se imparte con tal regocijo? ¿Quizá esa sea la lección, esa alegría, las canciones y bailes de júbilo al pie de la iglesia, la taberna o el cuartel ─edificios fundadores de innumerables pueblos─ que la muerte decreta enmudecer? Por último, en 7 Women se adivina la legítima hartura de Ford con todo (cf. la carta a Tag Gallagher), cansado de dramatizar y de dar explicaciones.

Carta_de_John_Ford_a_Tag_Gallagher_2

El final, en este sentido, es proverbial, no se nos dejará plañir a la heroína: la Dra. Cartwright bebe el veneno que ha fulminado a Tunga Khan al ritmo de un ligero travelling de despedida raíles atrás, rapidísimamente, la escena se oscurece antes de caer el cuerpo, un “The End – Presented by Metro-Goldwyn-Mayer” sobreimpreso y veloz encadenado a créditos; hay que despertar del sueño, como se han encendido los reactores, apagarlos. De hecho, es la única muerte en el filme donde una esquirla de lirismo asoma para despeñarse contra los nombres de las actrices acreditadas y una melodía oriental. Se logra sintetizar, aunque pareciera imposible, dos destinos para la mujer (camafeos en principio incompatibles): el liriquísimo y digno fallecimiento de Mary ─en The Long Gray Line (1955)─ fundiéndose con el desangramiento de Chihuahua ─en My Darling Clementine (1946)─, que muere como mueren las hijas de Sodoma y Gomorra (expira en off), sin que ni la cámara las llore. El asesinato de Charles Pether en 7 Women, en su conversión de inútil a heroico mártir, es narrada por un civil al que tirotean momentos después de transmitir la noticia ─«las chicas gritaron pidiendo ayuda al Sr. Pether, salió del coche para ayudar a las chicas y lo acribillaron como a un perro, se rieron…»─, el metraje aniquila a hombres, mujeres y niños. Nada afecta al devenir implacable del relato en el filme, ni siquiera la violación de la protagonista. Escalofriante en verdad, pero es que una leyenda se mide por lo nada que se jacta de serlo ─el sheriff Tom Doniphon en The Man Who Shot Liberty Valance (1962). Si entiendo bien que lirismo sería algo así como que la ficción se permite darse un respiro o “coger aire”, otorgando al espectador tiempo regalado para que, hinchiendo su pecho, pueda constatar la grandeza de lo que está contemplando y ame a los personajes, digo que el penúltimo filme de Ford de esto solo jadea el final, la entrada de Agatha al cuarto de Emma y la conversación de la primera con la Dra. Cartwright al pie del árbol (permanecerá oscuro para siempre si confiesa las insuficiencias de Dios, lesbianismo reprimido o la frustración de perder el liderazgo, en cualquier caso, desmoronamiento de cualquier tipo de unidad). Del mismo modo que 7 Women, ni Stars in My Crown (1950) ni Wichita (1955) de Tourneur se sostendrían tan cortos si anduviéranse con alguna complacencia o estasis lirico. En la misma lógica, diré que un filme apisonadoramente narrativo como es Rio Bravo (Howard Hawks, 1959) no podría sobrevivirse tan largo sin que lo partiera a media hora de acabar el lirismo de Dean Martin, Ricky Nelson y Walter Brennan cantando My Rifle, My Pony and Me y Cindy mientras son observados durante cuatro minutos por un John Wayne enternecido.
          Sobre las 21:15 h, predigo las escasas restantes secuencias para que la conclusión de 7 Women golpee en celuloide ─repito que vi tres veces el ripeo horrible─, y de una inesperada, extraña forma, sutura la relación del cine con la vida: a pesar de haber ido a la Filmoteca nosecuantasveces, se me explicita virgen en ese momento que la sala es un hueco debajo del demencial bazar multicultural que es el Raval, coágulo magnífico de la Smart City punto cero. A unos metros por encima de nuestras cabezas, mujeres en país extranjero ─como las del filme (pero no en 1935)─ ofreciéndose a turistas de droga, turistas de lujo y vecinos asustados. El suicidio no-acabado-de-ver de la heroína en pantalla grande me demuele más que nunca ─por suerte voy acompañado (Anna, Fran). 21:31 h; salgo y es el genocidio, no lo conduce ningún relato, a lo lejos, las aspas de un helicóptero policial fuerzan un lirismo impostado, huele a comida china, a orín y a contenedor quemado.

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Barcelona, 18 de octubre de 2019