“Cima”. Esa es la palabra. De primeras, sonará ridícula. Muéranse con la carcajada, les damos permiso; incluso les dejaremos creer que parten con ventaja. Ya lo hemos vivido. La risa condescendiente de algunos amigos cercanos y otros indeseables seres con variados grados de resentimiento ejerce un soniquete tan, tan repetitivo que ha terminado convenciéndonos, urgencia, cita obligatoria, a aclarar el significado, más bien alcance pragmático, de la hermosa palabra a través de la cual canalizan su malbaratado sentido del humor. Los seguimos amando intensamente, incluso a enemigos claros, y nos proporciona más placer enunciarles como distinguidos diletantes por qué dicho término, su influencia en medianoches imparables, nos concierne, lo creemos digna causa, untuosa insolencia de dos personas, las aquí presentes, haciendo malabarismos al encarar los bostezos sedentarios de una horda de inapetentes. Intentaremos expandir su deseo, excitarles la sesión de titulares y exabruptos matutinos con los que ocupan su despreciado tiempo. La palabra en cuestión sale de nuestras bocas en un momento bien concreto: sucede que, habiendo acabado de presenciar un filme que nos ha entusiasmado, proferimos extasiados que acabamos de ver una “cima”. La tuerca no admite vuelta por ahora, el contrapelo tardío lo reclamaremos nosotros mismos cuando creamos conveniente ponernos contra las cuerdas, acto que planearemos con fruición y disfrute, prestos a saltar de nuevo al cuadrilátero con renovadas fuerzas para volver a enfrentar el propio reflejo.
A continuación, aclararemos para propios y extraños lo que queremos invocar al colocar en nuestros labios el vocablo maldito.
Alcance pragmático del sentido de la palabra “cima”: sería un filme en alguna medida necesario para reinterpretar la historia del cine, abordar la escritura de un canon paralelo o problematizar el existente. Hablamos de filmes que pueden ejemplificar, expandir, una tendencia o intuición, pero siempre enriqueciéndolas por algún flanco inesperado, nunca confirmándolas de plano (sesgos). Un filme obtendría este estatuto si logra problematizarnos como espectadores, en ocasiones demandando más de un visionado para augurar su calado, si respecto a nuestra percepción el filme nos ha pasado por encima o se nos ha escurrido por debajo. Un “filme-cima” es aquel que nos obliga a reajustar nuestras conexiones de percepción (todos los buenos filmes lo hacen). No nos referimos a una complicación superficial, sino a un efecto de efervescencia y guerra receptiva. Obra yendo más-allá de sucedáneos que recorren la vida de arriba abajo, con principio y fin, agotables, llenos de cualidades perfectamente adjetivables por cualquier bienintencionado espectador cuya capacidad de ver sigue aún esclavizada a la maldición de inmovilizar los acontecimientos de frontera, detener los fotogramas que perciben, y esto lo hacen en sus pensamientos, escritos, buscan una finalidad a las imágenes que acaban de espectar. La “cima” se lo impide, ante ella se sienten incómodos, la belleza de una cima ─quitamos ya las comillas, la representación del texto ha pasado al campo de la veracidad terrenal─ no es fácilmente captable si se busca superficial complejidad.
La inmutabilidad de ciertas instancias debe combatirse hasta la misma muerte, no solo centrándonos en la recepción del filme en presente por parte del espectador, sino en los filmes que elegimos, cine de experiencia en el que se enmarcan muchas cimas, donde el devenir, que combate sin tregua la monocausalidad y el aplastamiento de lo nuevo por lo viejo, tiene un papel fundamental en el índice de la historia expandiéndose sin cesar en una escritura de perfusión hacia el pasado y futuro de la vida hallada en cualquier mirada. Sabemos quiénes sois.
Nos atrevemos a afirmar que hay cientos y cientos de cimas, pues son cientos los filmes que se les escapan a la(s) historia(s) del cine y deberían estar ahí. No todos los filmes buenos, ni dignísimos, ni necesarios, acreditan la condición de cimas; por ejemplo, creemos que todos los largometrajes de Rohmer a partir de Ma nuit chez Maud (1969) lo son (aunque también “obras maestras”), y quizá Hal Hartley o Benoît Jacquot (entre 1990 y 2010) representan buenos ejemplos de cineastas contemporáneos sin ninguna película-cima transparente, pero aun así, su exquisita filmografía amerita serlo en su conjunto. A contrapelo de esto, escapando a su propia manera del vetusto polvo del archivo, nos encontramos con los huecos vacíos de la historiografía crítica, que ya no sabe ni quiere enfrentarse a filmes que no le conciernen, como todos aquellos realizados por James Bridges en los años 80.
“Obra maestra” nos parece una fórmula terrible, draconiana, porque soterradamente semeja presuponer cosas como que hay pocas y que un creador suele, con suerte, hacer solo una en su vida. En lo atañente al despliegue del concepto de cima y subrayando lo caduco de la “obra maestra”, no pretenderemos nunca ordenar ni enumerar las cimas obligatorias del séptimo arte, sino tratar de clarificar un itinerario personal, el nuestro ─e invitamos a que cada uno se construya el suyo, es gratis─, que desemboque en una existencia cinéfila alternativa y más feliz. Pensamos que quien encuentra, por fin, la “obra maestra”, sufrirá a su vez una parálisis balsámica: ensimismado como se halla con ese filme, podría darse el lujo de no ver cine por semanas, o lo mismo da, ver cine mediocre ─si puede ser actual─, a sabiendas, ya que desde entonces a esta parte goza de un tiempo regalado por la “obra maestra”, la sensación de haberlo visto ya todo, al menos hasta que la gran “obra maestra” haya sido efectivamente digerida. Más que pereza, de algún modo se tiene miedo de sentir demasiado con cada nuevo filme que se ve, miedo de labrarse uno mismo su propio camino de sentimientos. Así, para algunos, resultará tentador apartar la vista de la frontera y desembarazarse de la cima, ya que no colmó ni llenó las páginas de los conceptos que tenían apuntados en la libreta de la mesita de estar, ahí había poco que decir, escasa materia que apuntalar, decían. No son las cosas del filme considerado cima las que necesitan denominación, sino el propio movimiento intempestivo en el que aboca su transitar y, por ende, el nuestro, a un remolino que nos hunde en una espera de sentimientos aplacados, los allí filmados: estos irán resurgiendo y conversando cara a cara con aquel que quiera escuchar. Quizá se dé cuenta al prestar atención de la frágil impermanencia, peligro fatídico, inherente a la constitución de aquellos fotogramas; no deberá rendirlos al terrible rumbo del olvido, si pace las imágenes y las aloja en un acaecer que sobrepase la contingencia de ideas fijas, quizá salga rehabilitado. Palpamos al pasar las semanas la existencia de la cima en pasados que vagamente recordamos, su reformulación incesante en un futuro que deberemos conquistar o dejarlo invisible para el resto de la humanidad. Somos generosos, pretendemos instalar al mundo en un no-perentorio estado de disoluta inmortalidad, siendo las cimas aquellas instancias que le impedirán dividir en dos, multiplicar productivamente argumentos, hacer carrera, alejarse de las miles de intuiciones que rechazan convertirse en epígrafe de página con sangría.
Una cima provoca la sensación perceptiva de que, efectivamente, en ese filme está produciéndose algo que lo desliga de la coyuntura, una especie de fricción, similar a estar sucediéndose un movimiento tectónico en la base misma del cine. Quizá esto tenga que ver con estar abierto hacia un asombro primigenio, a poder uno llegar a creer en la sensación de estar viendo una y otra vez a True Heart Susie reencarnarse en cientos de películas. Divisar que la historia del cine, como la vida, no está hecha del todo para ser escrita, ni para teorizar sobre ella, siendo más bien un asunto de navegar y dejar que las olas del mar nos lleguen a la cara. Lo sabemos, la percepción actual, presente, y la memoria sobre el pasado son dos cosas bien distintas. Tanto lo son que mientras vemos un filme malo nos aburrimos, el tiempo pasa más lento, pero luego, en la memoria, aparte de un vago recuerdo fatigoso, pronto enterrado, será casi como si nada hubiera sucedido. Un mal filme es aquel que pasa por nuestras retinas sin hacernos un solo rasguño, como el sol cuando atraviesa el cristal. Igual de “fácil” que entró, el filme poco interesante es desalojado, imposible encontrarle anclaje en nuestra existencia terrena. Si durante una hora de nuestra vida nada nos ha conmovido, problematizado o absorbido, de esa hora en el futuro, simplemente, no recordaremos nada. Lo reflexionaba así John Steinbeck en East of Eden (1952), “de nada a nada no existe ningún tiempo”. En cambio, estos filmes que se atrincheran, que defienden una posición en nuestra mente, se conforman como apuntalamientos de la memoria, garitas abiertas con telescopio apuntando a la inmensidad del cosmos invitando a compartir la felicidad. Puestos de avanzada en medio de nuestras cronologías, acontecimientos en los que durante una hora y media o dos nuestras emociones se vieron trasquiladas, calentadas, heladas, intranquilizadas… Un lapso de tiempo donde supimos que intuíamos todo sobre ese filme y que nadie más podría presentir más clarividencias que nosotros mientras estábamos enfrente de la pantalla, en todo caso igualarlas. No se trataba de retórica, sino de una isla, como decíamos, avistada en el mar de la nada, que alumbró nuestra travesía lúgubre por un océano de rutina plana, la vimos y nos consumió la necesidad de decir a nuestros amigos, hermanos, amores, a todos aquellos con ganas de seguir dando brazadas hacia adelante, que tenían ahí un tesoro, un trozo de experiencia para ser habitada, un capítulo más en el curso de una vida que ambiciona apercibirse con plenitud.
Creemos haber exagerado pocas veces, ya sea con filmes como Falsa loura (Carlos Reichenbach, 2007), el cual estamos dispuestos a pelear tan convencidamente como si hablásemos de la obra más inspirada de William A. Wellman, o con otros como Somebody’s Xylophone (Yôichi Higashi, 2016), una película que mira a la cara de la gran tradición del mejor cine japonés, instituyéndose más vital en nuestra epistemología que cualquier otra de Hong Sang-soo, una zona esta última que con el tiempo nos proporciona demasiadas confirmaciones que deseamos ver ampliadas. Las formas evolucionan de forma extraña en la mente del espectador receptivo y reabsorben lo precedente sin jerarquizarlo, en pos de orillas nuevas. Por último, Dunia (Jocelyn Saab, 2005), otros filmes de Higashi, los de Hitoshi Yazaki, Peter Thompson, Rudolf Thome, Adoor Gopalakrishnan, y un buen número de obras de Alan Rudolph, Noah Buschel, Joan Micklin Silver, John Duigan, Victor Nunez, Jonathan Demme, Strangers in Good Company (1990) de Cynthia Scott, por decir algunas, son para nosotros de una grandeza tal que negarles la posibilidad de ser cimas indiscutibles del cine, a la altura del mejor filme de John Ford, indicaría un dogmatismo irremediable. Un acomodamiento en un Shangri-La cinéfilo demasiado contento de conocerse a sí mismo y sin disposición por cuestionarse más que dentro de sus estrechos márgenes. Traición descarada a Manny Farber, primero escribiendo en solitario y luego con Patricia Patterson, del cual sonsacamos un espíritu inconformista y problematizador tras leer sus obras completas, y no solo Negative Space, adquiriendo así las armas pertinentes para poner en tela de juicio filmes supuestamente intocables.
Trabajar y escribir de cara a estos incidentes de secuelas oceánicas en nuestros espíritus conlleva un método, una falta de método, muy diferente a cuando uno se enfrenta con aquello denominado “obra maestra”. Michael Almereyda hablaba de Happy Here and Now (2002) como un filme argumentando “en contra de cualquier idea de desolación absoluta”. Sostenemos que dicho filme también hace de las suyas para oponerse a cualquier idea de lucidez absoluta. Este oficio requiere no tener miedo hacia las revoluciones internas que uno pueda experimentar durante el trazado de su biografía, libro intransferible solapándose con las páginas derramadas de convulsiones de tantas otras personas que pudieron, en una etapa de su periplo, caminar, hacer el amor, respirar, perder alma y corazón por un filme. Solicita mantener las defensas bajas ante el derribo de evidencias, admitir que se ama la existencia y que se desean buscar cortocircuitos día tras día, huyendo de falsas intensidades, de adonismos… esta invitación náutica constituye un sellado a la carta que unifica estos guardacantones: el cine es, debería ser, el reino de la libertad (Francisco Umbral), el único donde podemos existir y derribar edictos, cuestionarlo todo, es solo un juego, decía Rivette, pero un juego donde apostamos lo que ni siquiera tenemos, un cara a cara nefasto en el que sonreímos ante la pseudorretórica de escritos que no entienden esta cosa como un ente vivo, perteneciente su cuerpo al que lo visiona, su transposición en palabras, una retribución tardía, un “he estado aquí, esta tierra les será grata”. En esa tierra, la totalidad del mundo está ocurriendo y a la vez nada es capturado. Una vez azotados por sus raíces, queremos seguir navegando hasta la siguiente parada, ansiosos por continuar apuntalando el año, densificándolo, llenándolo de visajes, balizas, colores que acompañen nuestra pesantez cotidiana haciéndola grandiosa. Nuestras cimas particulares llenan las páginas en blanco de un diario fatal, destrozan los espejos en los que los obramaestrados se miran, no dejan de mirarse, destruyendo con esas ojeadas cualquier atisbo de albedrío, empalando sus confirmaciones sobre ideas escupidas a los filmes, no afectándoles estas más que una ráfaga de viento a la Gran Pirámide de Guiza.
Nuestra memoria pesa a costa de haber construido, a la manera de falaces conquistadores poscolombinos, un mundo de instancias temporales donde supimos, y no olvidamos, que en un día cualquiera de un mes al azar, fuimos cambiados. Cima, sensación incesantemente perseguida, su crítica, una mera tentativa de sacar, despertar, las revoluciones que se nos pasaron por el estómago, haciéndolo arder, tras haber respondido a la llamada de lo salvaje.
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«El recuerdo de una cima alcanzada en el pasado ─el prado de margaritas, que era toda la naturaleza para tu infancia─ te conmueve hoy tan a fondo porque resulta símbolo de una gran experiencia, de toda aquella infinita suma de posibles experiencias que se anunciaba en la cima de entonces. Tú disfrutas ahora, al recordarlo, de un símbolo de todas las posibles experiencias, respiras la atmósfera de cima, y lo haces fácilmente, dada la comprensibilidad y la disponibilidad de este pequeño recuerdo. Símbolo significa esto. Objetivarse ante uno mismo, como en un anteojo invertido un vasto paisaje; disponer de él como de algo enteramente poseído e implícitamente alusivo a infinitas posibilidades.
Esto es válido para las creaciones fantásticas arcaicas, que son sencillas, humildes, infinitamente menos complejas que la vida que hoy vivimos y, sin embargo, arrebatan como genuina experiencia de cima».
Il mestiere di vivere, Cesare Pavese
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«Bueno, es que yo parto de que la literatura es el reino de la libertad. Y veo que hoy reproduce mi frase un joven escritor de no sé qué periódico, y a mí me gusta mucho ver que los jóvenes me leen y me reproducen, lo cual sí ocurre con mucha frecuencia… Y, entonces, la literatura es el reino de la libertad y no es una religión. Y es que hay gente que se aterroriza si uno dice que no le gusta Azorín o que no le gusta Baroja o que no le gusta Galdós, como si fueran santos. Es decir, que cada uno tiene su urna ya para siempre… los del 98 para atrás, incluso del 27 para atrás y ya son intocables. ¡No! Esto es la literatura, el único reino en el que podemos ser libres. Mucho más incluso que en la democracia, en estas democracias que estamos conociendo, ¿no? En toda Europa, en Estados Unidos con eso que han tenido ahora […]. La novela es un compromiso burgués que viene del XIX. Un compromiso con el lector para que compre y le guste y se divierta, un compromiso con el editor para que se haga rico, un compromiso con los grandes públicos, un compromiso con la sociedad del momento, con la situación (para expresarla a favor o en contra)… La novela es un compromiso burgués y eso hay que romperlo en la novela, que era uno de los objetivos de Mortal y rosa, para decirlo todo. Y creo que en Mortal y rosa se dice todo. En Las ninfas, que usted ha citado ─se lo agradezco mucho─ como libro que le gusta, todavía los personajes están muy comprometidos con la sociedad, con la pequeña sociedad burguesa de la pequeña ciudad. En Mortal y rosa ya no hay compromiso. Hay una ruptura absoluta con todo, con el cielo y con la tierra. Ahí debe llegar la novela y llegan algunas novelas como todos recordamos y como todos sabemos, desde Dostoyevski hasta Henry Miller».
Entrevista a Francisco Umbral (10 de enero de 2001)
20:00 h, Filmoteca de Catalunya; 7 Women en 35 mm, un cuarto de sala llena (hermandad de afortunados), nervios y expectación. Por fin, la gran pantalla, y no un pocho ripeo visto tres veces que, aparte de trocar tontamente el innegociable peso del grano por unos cuantos píxeles traficantes, disolventes ─arancel indefraudable del ripeo barato─, a la postre no va y se atreve ─el alma caritativa pirata y descuidada que lo compartió─, a merendarse sin vergüenza, a cortar, unos pocos valiosos centímetros de los márgenes arriba y abajo, cercenamiento fatal… 20:04 h; las luces apagan, se aparca el recuerdo del ripeo ignominioso, es hora de tensar el arco de la atención.
Dato de proyección: al parecer, se trata de una copia prestada de la Cinémathèque, raída (encanto), con subtítulos en francés incrustados (mal menor). Primer rifirrafe entre Agatha Andrews y la recién venida, primera manchita negra en la esquina superior derecha avisando que en nada cambia la bobina ─con ella el plano ¿preparados?─, desazón, advierto que a cada empalme se extravían unos diez segundos de la siguiente, y así por once veces (aprox. dos minutos, en total). Es tanto lo que se intuye nos perdemos que en la sufrida experiencia comprenderemos al instante lo aseverado por Pedro Costa sobre el cine de John Ford: indistintamente de la duración del plano, un gesto de tres segundos en sus filmes equivale a tres mil años.
Caballo estadounidense indomable de pelo corto, la Dra. Cartwright, Ford, el filme, alterna el trote del círculo al rebote, de pared interior a pared interior del decorado misión-evangelizadora-cristiana. Relato, relato y más relato, podría decirse aunque aburra ya. Pequeña ciudad intramuros ─no saldremos de allí (permeará la barbarie)─, rea del dogma, cuya «unidad» según Steinbeck puede desaparecer quedamente mientras ninguno perturbe su paz, quebrante sus muros o difiera con nadie ─la bizquedad inherente a semejante unidad (los críos mandarines escuchando estrábicos la plegaria en inglés). Sucederá justo lo funesto: la llegada de la revolucionaria doctora, el cólera y la viril violencia comandada por Tunga Khan, ante la que todas ─primero la joven Emma, luego el resto de espectadoras─ deberemos tomar partido. Un cuento que no progresa, no medra, sino que a cada encontronazo se desgaja. Ni coordinándose en cien ardides los ojos lograrán estrangular el lazo corredizo arrestando un fotograma. Como las mujeres y los civiles chinos, la ley narrativa del relato es llevada al paroxismo, al Terror de la línea quebrándose que sin embargo persevera con la intachable legal crueldad de una recta, contienda fraguada en telegrama de plano general, librada en histérico plano medio; en otras palabras: son los orgullosos estertores reafirmativos de un cine donde dos más dos siempre habían venido siendo igual a cuatro. Un matiz a la resobada categoría de “relato”: «reactores de la ficción», así es como Bergala se refiere, sin asomo de ánimo valorativo, a lo que en ocasiones se apaga, suspende o interrumpe en el cine de Jean-Luc Godard; al contrario, en 7 Women no se ceja de echar carbón a la locomotora Ficción (ningún filme de Ford había llegado a correr tan raudo), efecto de esto: casi ni rastro de eso que se ha venido llamando lirismo. Los motivos son variados: para empezar, el director está en una edad que dirige, que corta al cambio de cuadro, con la facilidad con que el provecto jugador de póker, asiduo a las cantinas, adjudica cartas a sus rivales (chac, chac, chac). Reparte con la veterana sapiencia de quien asume que tras cada repartida y breve juego habrá de recomenzarse, que la partida son en realidad partidas, conformadas por muchas manos, pocos ases, y alargadas desde el atardecer hasta que anochece. Ganar entonces será atraerse, secuencia a secuencia (plano a plano), solo algunas fichas, hacer crecer lentamente el montante y volver a re-partir hasta la buena hora del retirarse. Cada encuadre de 7 Women es naturalmente extraído-de y devuelto-a su origen, la ficción. Quien despluma y aniquila rivales mano tras mano (plano tras plano) seguro oculta cartas en la manga, y el cineasta estadounidense de ascendencia irlandesa sabemos odiaba a los tramposos: hemos visto más veces al sheriff desenmascarando a un truhan profesional del póker que entregando la placa estrellada al nuevo. Por otra parte, durante el transcurso de la proyección constataremos que al menos son un par las cosas que Ford nunca perdió de vista: la ficción y que el genocidio está en todas partes, que es «common place» en nuestras vidas (entrevista para la BBC, 1968). La guerra, los fuertes, el hambre, los terratenientes, la Ley, etc. generaciones que vienen cuando otras se van (perecen), el ferrocarril y la Gran Depresión arrasan sin compasión, como el héroe. Despiadadas fuerzas y agresividades laten contenidas en la naturaleza de la comunidad organizada, la riada nómada y hasta del hombre abandonado a sí, aguardando una rencilla, la excusa de turno o el recuerdo de una ofensa inveterada para movilizarse, ratificarse demoliendo, intentando sacar provecho por cualquier medio o procurándose encontrar su sitio (un hogar). Circunstancialmente, la intención puede que sea noble ─la caravana mormona en Wagon Master (1950)─, otras, la ratificación consistirá directamente en purgar lo irreductible ─Henry Fonda en Fort Apache (1948)─, en fin, responderá Ford airado a quien le pregunte por enésima: es su (nuestra) naturaleza. Lo excepcional es que a la vez que se señala tan preclara pesimista comprensión de lo que somos, brincará de improviso desde el fondo del plano, cual casquillo y humo dispersándose, por acá un fugitivo gesto tierno, por allá una pizca de solidaridad, la ancha sonrisa de un indio, un mejicano, una mujer o un negro. Una misantropía chistosamente alegre (la pelea popular que cierra The Quiet Man, 1952). ¿Quién no prestará atención a la lección si se imparte con tal regocijo? ¿Quizá esa sea la lección, esa alegría, las canciones y bailes de júbilo al pie de la iglesia, la taberna o el cuartel ─edificios fundadores de innumerables pueblos─ que la muerte decreta enmudecer? Por último, en 7 Women se adivina la legítima hartura de Ford con todo (cf. la carta a Tag Gallagher), cansado de dramatizar y de dar explicaciones.
El final, en este sentido, es proverbial, no se nos dejará plañir a la heroína: la Dra. Cartwright bebe el veneno que ha fulminado a Tunga Khan al ritmo de un ligero travelling de despedida raíles atrás, rapidísimamente, la escena se oscurece antes de caer el cuerpo, un “The End – Presented by Metro-Goldwyn-Mayer” sobreimpreso y veloz encadenado a créditos; hay que despertar del sueño, como se han encendido los reactores, apagarlos. De hecho, es la única muerte en el filme donde una esquirla de lirismo asoma para despeñarse contra los nombres de las actrices acreditadas y una melodía oriental. Se logra sintetizar, aunque pareciera imposible, dos destinos para la mujer (camafeos en principio incompatibles): el liriquísimo y digno fallecimiento de Mary ─en The Long Gray Line (1955)─ fundiéndose con el desangramiento de Chihuahua ─en My Darling Clementine (1946)─, que muere como mueren las hijas de Sodoma y Gomorra (expira en off), sin que ni la cámara las llore. El asesinato de Charles Pether en 7 Women, en su conversión de inútil a heroico mártir, es narrada por un civil al que tirotean momentos después de transmitir la noticia ─«las chicas gritaron pidiendo ayuda al Sr. Pether, salió del coche para ayudar a las chicas y lo acribillaron como a un perro, se rieron…»─, el metraje aniquila a hombres, mujeres y niños. Nada afecta al devenir implacable del relato en el filme, ni siquiera la violación de la protagonista. Escalofriante en verdad, pero es que una leyenda se mide por lo nada que se jacta de serlo ─el sheriff Tom Doniphon en The Man Who Shot Liberty Valance (1962). Si entiendo bien que lirismo sería algo así como que la ficción se permite darse un respiro o “coger aire”, otorgando al espectador tiempo regalado para que, hinchiendo su pecho, pueda constatar la grandeza de lo que está contemplando y ame a los personajes, digo que el penúltimo filme de Ford de esto solo jadea el final, la entrada de Agatha al cuarto de Emma y la conversación de la primera con la Dra. Cartwright al pie del árbol (permanecerá oscuro para siempre si confiesa las insuficiencias de Dios, lesbianismo reprimido o la frustración de perder el liderazgo, en cualquier caso, desmoronamiento de cualquier tipo de unidad). Del mismo modo que 7 Women, ni Stars in My Crown (1950) ni Wichita (1955) de Tourneur se sostendrían tan cortos si anduviéranse con alguna complacencia o estasis lirico. En la misma lógica, diré que un filme apisonadoramente narrativo como es Rio Bravo (Howard Hawks, 1959) no podría sobrevivirse tan largo sin que lo partiera a media hora de acabar el lirismo de Dean Martin, Ricky Nelson y Walter Brennan cantando My Rifle, My Pony and Me y Cindy mientras son observados durante cuatro minutos por un John Wayne enternecido.
Sobre las 21:15 h, predigo las escasas restantes secuencias para que la conclusión de 7 Women golpee en celuloide ─repito que vi tres veces el ripeo horrible─, y de una inesperada, extraña forma, sutura la relación del cine con la vida: a pesar de haber ido a la Filmoteca nosecuantasveces, se me explicita virgen en ese momento que la sala es un hueco debajo del demencial bazar multicultural que es el Raval, coágulo magnífico de la Smart City punto cero. A unos metros por encima de nuestras cabezas, mujeres en país extranjero ─como las del filme (pero no en 1935)─ ofreciéndose a turistas de droga, turistas de lujo y vecinos asustados. El suicidio no-acabado-de-ver de la heroína en pantalla grande me demuele más que nunca ─por suerte voy acompañado (Anna, Fran). 21:31 h; salgo y es el genocidio, no lo conduce ningún relato, a lo lejos, las aspas de un helicóptero policial fuerzan un lirismo impostado, huele a comida china, a orín y a contenedor quemado.
Appendix I: A Chronology, en Currents in Japanese Cinema. Essays by Tadao Satô, traducido al inglés por Gregory Barrett – Kodansha International/USA (1987, págs. 249-262).
Una cronología
1896
El quinetoscopio de Edison es importado a Japón.
1897
Son importados el cinematógrafo de los hermanos Lumière y el Vitascopio de Edison. Los filmes se proyectan en Japón con un narrador (benshi), un procedimiento que se mantiene hasta que el cine sonoro sustituye a las películas silentes.
1899
Se exhiben los primeros filmes japoneses. Tsunekichi Shibata registra las actuaciones de los actores kabuki Danjuro Ichikawa y Kikugoro Onoe en Maple Viewing (Momijigari), siendo este filme el más antiguo conservado en Japón. Se proyectó al público cuatro años después.
1900
Con el Levantamiento de los bóxers en el norte de China, se realizan los primeros noticiarios filmados.
1902
Se importa la película estadounidense Robinson Crusoe, suponiendo la primera proyección pública de un largometraje en Japón.
1903
Se construye la primera sala de exhibición cinematográfica permanente en Tokio.
1904
Los noticiarios de la guerra ruso-japonesa resultan ser muy populares.
1905
Los productores de cine japoneses se aventuran en extensas giras fílmicas por el sudeste asiático, con el resultado de que la palabra “nipón” (日本 – Japón) pasa a significar “películas” en Tailandia.
1906
Se proyecta en público la primera película en “color”, cuyo color viene dado del proceso de aplicar pintura sobre el celuloide.
1907
Se construye el primer cine en Osaka.
1908
Un director de teatro kabuki de Kioto, Shôzô Makino, comienza a realizar películas dramáticas de época con actores kabuki. Creó tantas superestrellas de este género que se lo considera su fundador.
1909
Matsunosuke Onoe, la primera estrella de cine de Japón, que apareció en más de 1000 filmes, hace su debut en Goban Tadanobu de Shôzô Makino. Onoe procedía del kabuki y estaba especializado en interpretar papeles de heroicos guerreros.
1911
El filme francés de detectives Zigomar Peau d’Anguille (Victorin-Hippolyte Jasset) cosecha un gran éxito. Algunos jóvenes japoneses imitan su comportamiento criminal, lo que provoca el inicio de una suerte de censura.
1912
Se funda el primer gran estudio cinematográfico, la compañía Nikkatsu, y la industria de cine japonesa comienza a producir en masa.
1913
Se realizan varias películas policiacas japonesas según el molde de Zigomar Peau d’Anguille.
1914
El filme Japonés Katyusha, basado en Resurrección de León Tolstói, atrae a grandes audiencias. La heroína es interpretada por la onnagata Teijirô Tachibana, ya que el cine siguió la tradición del teatro en hacer que los hombres interpretaran todos los papeles femeninos. Teinosuke Kinugasa, el renombrado director, comienza a entrenarse como onnagata con una compañía de Shinpa.
1915
Los seriales de acción estadounidenses ganan popularidad.
1916
El italiano drama histórico Cabiria (Giovanni Pastrone) es un gran éxito. Los intelectuales siguen prefiriendo los filmes foráneos a los japoneses, los cuales atraen a la gente común.
1918
Las “Bluebird Movies” estadounidenses, sentimentales historias de amor centradas en la vida campestre, se ganan al público japonés, al igual que los filmes de Charlie Chaplin. Los dramas sentimentales japoneses contemporáneos (Shinpa) son también populares. Norimasa Kaeriyama inicia un movimiento de reforma con dos filmes experimentales: Sei no kagayaki y Miyama no otome, ambos producidos, escritos y dirigidos por él. Uno de los objetivos del movimiento es reemplazar a los onnagata por actrices, otro es reducir el papel de los benshi insertando subtítulos. Los benshi más famosos insistirían en que los estudios hicieran películas con tomas más largas para poder hablar todo lo que quisieran, lo que a menudo contrariaba a los directores, quienes intentaban mejorar la técnica cinematográfica japonesa aumentando el tempo. Hasta entonces, hasta cuatro benshi podían encargarse de locutar las líneas en una película. Como los benshi son más populares que las estrellas de cine, no se les puede descartar tan fácilmente, y se conviene la práctica de un narrador acompañando el filme. Las dos películas de Kaeriyama animan a jóvenes cineastas progresistas y a los aficionados, pero como filmes son meras imitaciones de los moldes occidentales.
1919 Intolerance de D.W. Griffith y A Dog’s Life de Chaplin se convierten en éxitos. Durante la Primera Guerra Mundial, los filmes italianos, suecos y daneses cesan de ser importados, ocupando su lugar las películas estadounidenses. El cine japonés sigue siendo inmaduro y desdeñado por los intelectuales patrios, pero jóvenes como Yasujirô Ozu, que quedaron profundamente impresionados por las películas estadounidenses, llegan con el objetivo de liderar un movimiento para hacer progresar el cine japonés.
1920
Se produce Amateur Club (Amachua kurabu), un filme al estilo de las comedias estadounidenses, con Jun’ichirô Tanizaki a cargo del guion y el exactor de Hollywood Thomas Kurihara dirigiendo. El segundo gran estudio de Japón, Shochiku, comienza a producir. Utiliza actrices en vez de onnagatas e introduce nuevas técnicas bajo la orientación de Henry Kotani, anteriormente, camarógrafo en Hollywood. Nikkatsu comienza también a utilizar actrices, y los onnagata desaparecen completamente del mundo del cine en unos pocos años.
1921
El director Kaoru Osanai, figura destacada del teatro japonés que introdujo los dramas europeos modernos, forma un centro de investigación cinematográfica que produce los primeros trabajos experimentales, Souls on the Road (Rojô no reikion). Aunque inmaduros e imitativos, dos de los jóvenes implicados ─Minoru Murata y Yasujirô Shimazu─ se convierten pronto en directores de cine destacados y establecen un estándar de calidad artística.
1923
Jóvenes actores de teatro de época como Tsumasaburô Bandô aparecen en los filmes y devienen muy populares. En contraste con el estilo formalizado del esgrima de Matsunosuke Onoe, el de Bandô es violento y rápido. Los personajes representados por Bandô no son héroes kabuki, sino bandidos nihilistas que se rebelan contra la sociedad tradicional. Estos héroes son bien recibidos por los espectadores jóvenes y siguen siendo populares hasta principios de los años treinta, cuando se suprimen estos filmes. Sumiko Kurishima, que interpreta los papeles principales en los dramas sentimentales de la Shochiku, es la primera actriz que alcanza el estatus de estrella.
1924
Minoru Murata dirige Seisaku’s Wife (Seisaku no tsuma), una trágica historia de amor antibélica ambientada en un pueblecito agrario.
1925
La censura por parte del Ministerio del Interior se estandariza con los objetivos de mantener la dignidad de la familia imperial y la autoridad de los militares, de excluir los pensamientos de izquierda y de recortar las escenas de besos además de otras consideradas “eróticas”. Incluso se prohíben los noticiarios foráneos que tratan sobre los escándalos de la realeza europea. A finales de los años 20 las películas de izquierda se vuelven populares, pero con frecuencia se recortan tanto que se hacen ininteligibles.
1926
Teinosuke Kinugasa dirige una de sus obras maestras, A Page of Madness (Kurutta ippêji), un filme de vanguardia sobre los delirios de los dementes en un hospital psiquiátrico. Aunque no triunfa comercialmente, su nivel artístico, comparable al de los filmes extranjeros, es alentador. Los filmes de espadachines (chambara) sobre la lucha de los seguidores del emperador y los partidarios del régimen shogunal justo antes de la Restauración Meiji se hacen populares y constituyen el género más importante del drama de época hasta 1945. Mostrando a los partidarios del emperador como los “buenos”, estos filmes fomentaban el ultranacionalismo en forma de culto al emperador. The Woman Who Touched the Legs (Ashi ni sawatta onna), una exitosa comedia ligera levemente erótica modelada según los filmes estadounidenses, es realizada por Yutaka Abe, un actor que había trabajado previamente en Hollywood.
1927
La marca del modernismo estadounidense de Abe incrementa su popularidad con el estreno de Five Women Around Him (Kare wo meguru gonin no onna). Las tres partes del drama de época de Daisuke Itô, A Diary of Chuji’s Travels (Chuji Tabinikki Daisanbu Goyohen), se convierten en éxitos, ya que los espectadores más jóvenes apoyan a su héroe bandido (Denjirô Ôkôchi) en su lucha contra las autoridades.
1928
Ito continúa realizando exitosos dramas de época con Ôkôchi en el papel principal, entre los cuales se encuentra la serie Sazen Tange sobre un supersamurái tuerto y manco. A pesar de ello, los dramas de época generalmente suelen respaldar el pensamiento feudalista. La Pro Kino (que representa a la Liga Cinematográfica Proletaria de Japón) recibe el apoyo de los intelectuales, los estudiantes y los cineastas progresistas. Fundada por los críticos de cine izquierdistas Akira Iwasaki y Genjû Sasa, filma las manifestaciones del Primero de Mayo y las huelgas con cámaras de 16mm. Una proyección en el Auditorio Yomiuri atrae a tal multitud que muchos se quedan sin entrar, lo que da lugar a una manifestación ilegal improvisada.
1929
En el estudio Shochiku de Kamata, a las afueras de Tokio, bajo el liderazgo de Shirô Kido, directores como Ozu, Shimazu o Gozo crean la nueva corriente del “realismo cotidiano” (shomingeki), retratando a la gente común con humor y sentimiento. Shochiku es apodado “El reino de las actrices” por el número de actrices, como Kinuyo Tanaka, que promovió. El filme Metropolitan Symphony (Tokai kokyogaku), reputado como obra maestra, solo se exhibe públicamente tras haber sido severamente recortada por los censores.
1930
El filme izquierdista What Made Her Do It? (Nani ga Kanojo o sô saseta ka) de Shigeyoshi Suzuki es un éxito. El movimiento de izquierdas está ahora en su punto álgido y, como estos filmes hacen dinero, los estudios fomentan su producción.
1931
El filme de Gosho The Neighbor’s Wife and Mine (Madamu to nyôbô), con una partitura musical jazzística, es el primer éxito sonoro del cine japonés. La supresión política pone fin al Pro Kino y la popularidad de los filmes izquierdistas decae, mientras que empieza una moda de películas militaristas.
1932
Comienza la primera edad de oro del cine japonés. Ozu dirige I Was Born, But… (Otona no miru ehon – Umarete wa mita keredo), que describe el servilismo de la pequeña burguesía en tiempos de penuria. Tales filmes sobre la vida de los habitantes de la gran ciudad ganan popularidad.
1933
Ozu dirige Passing Fancy (Dekigokoro), una obra maestra sobre las vidas de la gente común.
1934
Shimazu dirige Our Neighbor Miss Yae Shimazu (Tonari no Yae-chan), una obra maestra del género del “drama doméstico”.
1935
El tercer mayor estudio, Toho (antes PCL), comienza a operar. Una de sus grandes estrellas de las comedias slapstick y musicales es Ken’ichi Enomoto (Enoken).
1936
Hiroshi Shimizu dirige Mr. Thank You (Arigatô-san), la primera de una serie de obras maestras líricas rodadas de manera improvisada totalmente en exteriores. Osaka Elegy (Naniwa erejî) y Sisters of the Gion (Gion no shimai) establecen el realismo en los filmes japoneses. Mansaku Itami dirige Capricious Young Man (Akanishi Kakita), una magistral comedia intelectual. Sadao Yamanaka dirige Priest of Darkness (Kôchiyama Sôshun), un drama de época rico en emociones. Ozu realiza The Only Son (Hitori musuko), un ejemplo de neorrealismo japonés. Sotoji Kimura dirige Older Brother, Younger Sister (Ani imôto), un poderoso drama neorrealista sobre la relación de amor-odio entre un hermano y una hermana de clase trabajadora. Bajo las órdenes de la Oficina de Propaganda, Kozo Akutagawa dirige numerosos documentales bellos y poéticos sobre Manchuria, tratando de justificar su colonización. El mejor acabado es Forbidden Jehol (Hikyô nekka).
1937
Con el inicio de la guerra sino-japonesa, el gobierno demanda la cooperación de la industria cinematográfica y prohíbe los filmes que representan al ejército de forma cómica o la crueldad de la batalla de forma realista, o que retratan la búsqueda de un placer “decadente”. Estas demandas no encuentran oposición, ya que los elementos antibélicos izquierdistas y liberales han sido ya suprimidos. Yamanaka realiza Humanity and Paper Balloons (Ninjô kami fûsen), una obra maestra pesimista que muestra a un samurái como un hombre patético y servil privado de trabajo.
1938
Las películas de guerra son producidas en abundancia. La primera famosa es Five Scouts (Gonin no sekkôhei) de Tomotaka Tasaka, la cual gana un premio en el Festival de Venecia. Kajirô Yamamoto dirige el semidocumental Composition Class (Tsuzurikata kyôshitsu), una descripción del día a día de las clases bajas, basada en las redacciones de una niña pobre en la escuela primaria. Hisatora Kumagai dirige su drama de época The Abe Clan (Abe ichizoku), una obra maestra que examina el espíritu samurái. Tasaka realiza A Pebble by the Wayside (Robo no ishi), sobre un joven pobre batallando contra la adversidad. Ante la amenaza de que la guerra sino-japonesa continúe durante algún tiempo, el gobierno intensifica sus demandas de películas más patrióticas y nacionalistas para contrarrestar la influencia individualista y liberal de las películas estadounidenses y europeas.
1939
Se aprueba la Ley del Cine, que pone a la industria completamente bajo el control del gobierno hasta el final de la guerra, en 1945. Todos los guiones deben ser aprobados por los censores, y actores y directores tienen que pasar un exámen para obtener una licencia que les permita trabajar de ello. Mikio Naruse dirige The Whole Family Works (Hataraku ikka), un tratamiento realista en clave menor sobre las penurias de la clase trabajadora. Hiroshi Shimizu realiza Four Seasons of Children (Kodomo no shiki), el mejor filme lírico sobre los niños que viven en el campo. Warm Current (Danryu), de Kôzaburô Yoshimura, es recibido favorablemente por los estudiantes que se sienten especialmente conmovidos por su versión occidentalizada del amor romántico. En Earth (Tsuchi), Tomu Uchida describe con realismo la vida de los campesinos más pobres. Mizoguchi dirige The Story of the Last Chrysanthemum (Zangiku monogatari), la tragedia de una mujer en el feudalista mundo del kabuki.
1940
Fumio Kamei dirige el documental Fighting Soldiers (Tatakau heitai), apoyando superficialmente el esfuerzo de guerra. Cuando los censores se apercibieron de sus ideas antibélicas, Toho lo retira y Kamei es arrestado al año siguiente. Shirô Toyoda dirige Spring on Lepers’ Island (Kojima no haru), filme sobre la devoción de una doctora por sus pacientes leprosos.
1941
Con el inicio de la Segunda Guerra Mundial se prohíben todos los filmes estadounidenses y europeos (excepto los alemanes). Kajirô Yamamoto realiza Horse (Uma), un bello y poético retrato de la vida en el campo, en parte, dirigido por su asistente de dirección, Akira Kurosawa. Yamamoto había logrado que el Ejército Imperial delegara en su estudio el proyecto de llevar a cabo el filme, y él, a cambio, entregaría una película patriota en la cual el potro criado por una campesina pobre acaba convirtiéndose en un caballo del ejército.
1942
En The War at Sea From Hawaii to Malaya (Hawai · Maree oki kaisen), un “National Policy Film” (kokusaku eiga), Yamamoto eleva a la categoría de héroes a los pilotos que atacaron Pearl Harbor.
1943
Kurosawa dirige su primer filme, Sanshiro Sugata. Hiroshi Inagaki dirige The Life of Matsu the Untamed (Muhomatsu no issho), uno de los filmes más humanistas de los tiempos de guerra. Un remake de 1958 ganará posteriormente el Gran Premio del Festival de Venecia.
1944
El tema de todos los filmes es el esfuerzo de guerra.
1945
Derrota. La carencia de equipamiento resulta en que la industria permanezca muy inactiva. Las empresas cinematográficas son puestas bajo las órdenes de las fuerzas de ocupación, que prohíben los filmes con temas de venganza o principios antidemocráticos.
1946
Como las escenas de lucha con espadas están prohibidas, las superestrellas de los dramas de época comienzan a esgrimir pistolas en lugar de catanas en películas modeladas según el patrón del cine estadounidense de gánsters. Las escenas de besos, alentadas por las fuerzas de la ocupación, son muy populares. Se confisca A Japanese Tragedy (Nihon no higeki), un documental que critica el sistema imperial. Pero la preocupación más urgente de los censores de las fuerzas de ocupación es evitar que el público conozca el alcance de los daños de las explosiones atómicas. En todas las compañías cinematográficas se producen conflictos laborales. En Toho el sindicato es lo suficientemente poderoso para obtener el derecho de participar en la planificación de los filmes y casi tener los estudios bajo su propia dirección. De este modo, solo se realizan allí algunas pocas obras potentes, como No Regrets for Our Youth (Waga seishun ni kuinashi) de Kurosawa, un filme de carácter algo izquierdista, y la producción de películas de entretenimiento de serie B prácticamente cesa. Algunos en Toho se opusieron al sindicato y se separaron para formar una nueva empresa llamada Shintoho.
1947
Toho continúa bajo el control del sindicato de los trabajadores y se producen obras de “ilustración democrática”, como por ejemplo Actress (Joyu) de Kinugasa.
1948
La dirección de Toho intenta despedir a varios miembros del sindicato, lo que genera una huelga y los miembros del sindicato ocupan los estudios. Para dispersarlos, se movilizan tanto la policía como las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos, estos últimos con tanques y aviones, y el sindicato es derrotado y sus líderes expulsados de Toho. El motivo de la reacción de los Estados Unidos podría haber sido que el sindicato de Toho era una de las bases más poderosas del Partido Comunista de Japón (PCJ), que se había desarrollado rápidamente con el fin de la guerra. Comenzaba la Guerra Fría, y aquel incidente fue probablemente la demostración necesaria de la supresión de los sindicatos influenciados por el Partido Comunista. La huelga y su resultado llevaron al público a creer que las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos aplastarían a la fuerza cualquier movimiento de izquierdas. Durante ese año, la severa realidad del Japón de posguerra se retrata en los siguientes filmes: Drunken Angel (Yoidore tenshi) de Kurosawa; Women of the Night (Yoru no onnatachi) de Mizoguchi; Children of the Beehive (Hachi no su no kodomotachi) de Shimizu; A Hen in the Wind (Kaze no naka no mendori) de Ozu. Inagaki dirige Children Hand in Hand (Te o tsunagu kora), una obra maestra sobre la educación de los retrasados mentales.
1949
Ozu dirige Late Spring (Banshun), una obra maestra sobre la apacible vida de una familia de clase media que hace a las audiencias sentir por primera vez que la paz ha llegado por fin a Japón.
1950
Tadashi Imai dirige Until the Day We Meet Again (Mata au hi made), la primera obra antibélica exitosa. Los melodramas mostrando el amor maternal y el sacrificio (haha mono) se vuelven populares. Kurosawa dirige Rashômon, un innovador drama de época con apuntes sexuales y psicológicos además de técnicas cinematográficas vanguardistas. Comienza la Guerra de Corea. El cuartel general del SCAP (Supreme Commander for the Allied Powers) ordena a las principales compañías cinematográficas que expulsen tanto a los comunistas como a los simpatizantes del comunismo. Cineastas como Kamei, Imai, Gosho y Satsuo Yamamoto pierden sus trabajos en esta gran purga roja.
1951
Los cineastas despedidos en el conflicto laboral de la Toho levantan productoras independientes y empiezan a realizar películas de nuevo. La primera es And Yet We Live (Dokkoi ikiteru) de Imai, muy influenciada por Ladri di biciclette (1948) de Vittorio De Sica. Rashômongana el Gran Premio en el Festival de Cine de Venecia, siendo la primera vez que un filme japonés se da a conocer internacionalmente. Mikio Naruse dirige Repast (Meshi) una obra maestra sobre la vida de un salaryman y su esposa. Sirviéndose de película en color marca Fuji, Keisuke Kinoshita realiza Carmen Comes Home (Karumen kokyô ni kaeru), el primer largometraje japonés en color.
1952
La segunda edad de oro del cine japonés comienza con el estreno de la obra maestra de Mizoguchi The Life of Oharu (Saikaku Ichidai Onna), Ikiru de Kurosawa y Mother (Okaasan) de Naruse. La Ocupación acaba, y el tema de la venganza es inmediatamente restituido en el drama de época, así como multitud de escenas de lucha con espadas. Lo más representativo de este periodo es Jirocho’s Tale of Three Provinces (Jirochô sangokushi: nagurikomi kôjinyama), en total una serie de nueve filmes realizados entre 1952 y 1954 por Masahiro Makino. En Children of Hiroshima (Genbaku no ko), Kaneto Shindô trata un tema hasta ahora tabú.
1953
Imai es invitado a realizar un filme en un gran estudio; resultando en Tower of Lilies (Himeyuri no tô), una película antibélica sobre las chicas de instituto que mueren durante la batalla de Okinawa, convirtiéndose en un gran éxito. Mizoguchi realiza Ugetsu y Ozu Tokyo Story (Tôkyô monogatari). El melodrama de amor What Is Your Name? (Kimi no na wa) establece un nuevo récord en taquilla. En Before Dawn (Yoake mae), Yoshimura presenta la Restauración Meiji desde el punto de vista de la gente común, con el héroe volviéndose loco cuando comprende que el nuevo gobierno no traerá necesariamente la felicidad a las masas.
1954 The Garden of Women (Onna no sono) de Kinoshita describe la lucha contra la estructura feudal de un colegio femenino; la sigue con su gran éxito, Twenty-Four Eyes (Nijûshi no hitomi), un sentimental filme pacifista. Kurosawa realiza TheSeven Samurai (Shichinin no samurai), uno de los mejores dramas de época. Cape Ashizuri (Ashizuri misaki), la obra maestra de Yoshimura, retrata a los jóvenes en el sombrío periodo de preguerra. Naruse dirige Late Chrysanthemums (Bangiku), un drama magistral sobre la psicología de las mujeres de mediana edad. Mizoguchi realiza Sansho the Bailiff (Sanshô dayû), basado en una leyenda medieval japonesa. El filme de monstruos Godzilla (Gojira) es un gran éxito y da lugar a una serie de películas.
1955
Dos obras maestras sobre el amor incondicional de una mujer por un hombre que no lo merece ─Floating Clouds (Ukigumo) de Naruse y Marital Relations (Meoto zenzai) de Toyoda─ son criticadas por los críticos progresistas al considerarlas “retrógradas”. Tomu Uchida dirige Bloody Spear at Mount Fuji (Chiyari Fuji), un buen drama de época dotado de lirismo, humor y emoción violenta. Kinoshita dirige You Were Like a Wild Chrysanthemum (Nogiku no gotoki kimi nariki), una bella y nostálgica historia de amor. Gosho dirige Growing Up (Takekurabe), un nostálgico filme sobre el Japón de la Era Meiji.
1956
Kon Ichikawa dirige The Burmese Harp (Biruma no tategoto), un filme antibélico con tema religioso. En Darkness at Noon (Mahiru no ankoku), Imai retoma un juicio por asesinato en curso, ataca al tribunal por su sentencia, y tanto el juicio como la sentencia se vuelven temas candentes que adquieren relevancia social. A partir de entonces la crítica a los tribunales, que antes era una práctica tabú, se vuelve legítima. Se realizan una serie de exitosas películas sobre el comportamiento delictivo de la “tribu del sol”, basadas en los sensacionales trabajos del joven novelista Shintarô Ishihara. Aunque estas películas encuentran fuertes rechazos entre algunos segmentos de la opinión pública, su popularidad continúa y se convierten en un género establecido, sustituyendo a los melodramas de amor, los cuales habían sido el género más popular anteriormente.
1957
Las películas más lucrativas son los drama de época realizados por la Toei, una compañía que convirtió las escenas de lucha con espadas en espectáculos con tal éxito en taquilla que Toei se pone a la altura de importancia de los grandes estudios cinematográficos. Kurosawa realiza Throne of Blood (Kumonosu-jô), un drama de época basado en Macbeth que incluye los modos de expresión del teatro Noh. Miyoji Ieki dirige Stepbrothers (Ibo kyoudai), una crítica a la naturaleza feudalista de un hogar habitado por una familia con tradición castrense en el Japón de preguerra. A Sun-Tribe Myth from the Bakumatsu Era (Bakumatsu taiyôden), de Yuzo Kawashima, dota de nuevas profundidades al humor tradicional.
1958
Yasuzô Masumura dirige Giants and Toys (Kyojin to gangu), una comedia satírica sobre la competencia sinsentido entre el empresariado japonés. Yûjirô Ishihara se vuelve popular como un joven rebelde tipo James Dean; en 1960, es la principal estrella. En este año el japonés medio fue a ver doce o trece películas, un récord histórico. El mercado japonés es monopolizado por seis estudios ─Toho, Shochiku, Daiei, Shintoho, Nikkatsu y Toei─, que producen cada uno alrededor de cien filmes anuales.
1959
Se estrenan la primera y la segunda parte de The Human Condition (Ningen no jôken), una tragedia ambientada en Manchuria en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Cuando la sexta parte es completada en 1961, se convierte en el filme japonés más largo, con una duración total de unas nueve horas. Nobuo Nakagawa dirige The Ghost of Yotsuya (Tôkaidô Yotsuya kaidan), basada en el clásico thriller. Kon Ichikawa dirige Fires on the Plain (Nobi), sobre soldados hambrientos en Filipinas que acaban consumiendo carne humana. Satsuo Yamamoto dirige Ballad of the Cart (Niguruma no uta), sobre una mujer que vive en una aldea agraria. Kihachi Okamoto dirige Desperado Outpost (Dokuritsu Gurentai) una sátira sobre el Ejército Imperial Japonés.
1960
Nagisa Ôshima crea un gran revuelo con el retrato de jóvenes rebelándose contra la moral establecida en Cruel Story of Youth (Seishun zankoku monogatari), y por retratar una disputa disruptiva dentro del movimiento estudiantil izquierdista en Night and Fog in Japan (Nihon no yoru to kiri). Los directores jóvenes que hicieron también sus primeros filmes en la productora Shochiku son apodados “Shōchiku nūberu bāgu”, ya que abogaban por reformas. Kinoshita dirige The River Fuefuki (Fuefukigawa), una obra maestra del realismo sobre las guerras medievales vistas a través de los ojos de los campesinos. Kon Ichikawa realiza su nostálgica Her Brother (Otôto). Kaneto Shindô realiza The Naked Island (Hadaka no shima), sin diálogos y con un presupuesto increíblemente bajo y un reparto y un equipo similar. A pesar de proyectarse en pequeñas salas y no en cines, gana el Gran Premio del Festival de Cine de Moscú y se convierte en el modelo para las pequeñas productoras cinematográficas autónomas.
1961
En Pigs and Battleships (Buta to gunkan), Shôhei Imamura describe humorísticamente las costumbres de los japoneses “colonizados” que viven cerca de un puesto naval estadounidense. En Bad Boys (Furyô shônen), Susumu Hani se sirve de delincuentes reales como actores, filmando su historia íntegramente puertas afuera del estudio. Kurosawa realiza Yojimbo (Yôjinbô), un drama de época rebosante de talento para el efectismo.
1962
En Ninja, a Band of Assassins (Shinobi no mono), Satsuo Yamamoto escruta los tiempos feudales a través de los ojos de los rebeldes y los campesinos. Kirio Urayama dirige Foundry Town (Kyûpora no aru machi), la historia de un niño y una niña que crecen finalmente sanos y salvos a pesar de su pobreza. Yoshishige Yoshida dirige Akitsu Springs (Akitsu onsen), sobre una apasionada y autodestructiva aventura amorosa. Una exitosa comedia sobre un astuto oportunista que medra en el mundo de los negocios, The Age of Irresponsibility in Japan (Nippon musekinin jidai), y que refleja el florecimiento económico japonés, se convierte en una serie que dura varios años. Las anteriores películas de trabajadores de cuello blanco los solían mostrar como figuras patéticas, por lo que este jovial y optimista filme es inusual en su género. Masaki Kobayashi dirige Harakiri (Seppuku), un poderoso y ortodoxo drama de época. En Zatoichi (Zatôichi monogatari), el actor Shintarô Katsu interpreta al masajista ciego que también es un afamado espadachín. El filme es tan exitoso que da lugar a una serie que dura unos diez años, con dos o tres filmes estrenados anualmente. Zatoichi recuerda a la serie Sazen Tange, la cual fue muy popular desde finales de los años 20 hasta los 30, lo que demuestra la popularidad de un héroe físicamente discapacitado en el drama de época.
1963
Comienza la moda de las películas modernas de yakuzas. Las películas de espadachines protagonizadas por yakuzas venían siendo un importante subgénero del drama de época desde los años veinte, pero estas modernas películas de yakuzas se distinguen por sus escenarios contemporáneos, una estética formalizada tipo kabuki intensificada por el uso del color y la crueldad de los asesinatos. Su popularidad dura unos diez años y los dramas de época tradicionales desaparecen casi por completo de las pantallas. A partir de A Glorious Life (Hana no shôgai), la televisión (NHK) comienza a producir largas series dramáticas de época. Los personajes principales suelen ser líderes políticos, y la visión de la historia es arrojada desde la clase alta, en directo contraste a los dramas de época de posguerra de Mizoguchi sobre la vida de las clases más bajas. Se realizan películas pornográficas de muy bajo coste, las llamadas películas “rosas”. Imamura dirige The Insect Woman (Nippon konchûki), que observa la vida de una prostituta tan microscópicamente como un entomólogo estudia un insecto.
1964
Imamura realiza Intentions of Murder (Akai satsui), una obra maestra que retrata la tenacidad y vitalidad de una mujer de clase baja. Masaki Kobayashi dirige Kwaidan (Kaidan), cuatro historias de fantasmas ejecutadas magníficamente. Hiroshi Teshigahara dirige la vanguardista Woman in the Dunes (Suna no onna), una simbólica descripción de la vida en circunstancias marginales. Uchida dirige A Fugitive from the Past (Kiga kaikyô), una poderosa película policíaca. Eiichi Kudô dirige The Great Killing (Dai satsujin), un drama de época que se asemeja a una moderna película de yakuzas a la vez que refleja el movimiento estudiantil de la época. Masahiro Shinoda dirige Assassination (Ansatsu), un carismático retrato de un samurái del campo. Las audiencias del cine siguen disminuyendo ante la competencia de la televisión.
1965
Se estrenan Tokyo Olympiad (Tôkyô orinpikku) de Ichikawa y Red Beard (Akahige) de Kurosawa.
1966
En las siguientes obras el sexo es el tema central: The Pornographers: Introduction to Anthropology (Erogotoshi-tachi yori: Jinruigaku nyûmon) de Imamura, Violence at Noon (Hakuchû no tôrima) de Ôshima, The Red Angel (Akai tenshi) de Masumura y Fighting Elegy (Kenka erejî) de Seijun Suzuki.
1967
Ôshima dirige A Treatise on Japanese Bawdy Songs (Nihon shunka-kô), sobre la represión sexual, pero que además es una investigación sobre la fantasía. Imamura dirige el documental A Man Vanishes (Ningen jôhatsu), donde la vida privada de una mujer es investigada a través de una cámara oculta. Kôji Wakamatsu dirige Violated Angels (Okasareta hakui), una magistral película “rosa” masoquista.
1968
Kosaku Yamashita dirige Big Time Gambling Boss (Bakuchiuci: Sôchô Tobaku), una de las mejores películas de yakuzas modernas. Impulsada por la vanguardista, antiestablishment, Death by Hanging (Koshikei) de Ôshima, la Art Theatre Guild (ATG) comienza a producir exitosos filmes experimentales de bajo presupuesto que han continuado hasta el día de hoy. Imamura dirige Profound Desires of the Gods (Kamigami no fukaki yokubô), una obra maestra ambientada en una isla remota y relatada desde cierto punto de vista de la antropología cultural. En la tragicomedia The Human Bullet (Nikudan), Kihachi Okamoto examina la psicología de los jóvenes pilotos kamikaze. Shinsuke Ogawa dirige el largometraje The Battle Front for the Liberation of Japan – Summer in Sanrizuka (Nihon Kaiho sensen: Sanrizuka no natsu), sobre la oposición de los campesinos a la construcción del aeropuerto internacional de Tokio en Narita. A medida que la Nueva Izquierda se vuelve más activa, aumenta el número de producciones independientes de documentales sobre movimientos estudiantiles, políticos, anticontaminación, etc.
1969
A finales de la década de los sesenta, los movimientos estudiantiles sufren una transformación en todo el mundo, y en Diary of a Shinjuku Thief (Shinjuku dorobô nikki), Ôshima describe el distrito de Shinjuku, el cual fue el centro de estas transformaciones en Tokio. En Double Suicide (Shinjû: Ten no Amijima), Masahiro Shinoda presenta el kabuki clásico con una dramaturgia de vanguardia. Yôji Yamada dirige It’s Tough Being a Man (Otoko wa tsurai yo), una comedia, y la primera y única en convertirse en una serie consistentemente exitosa durante los siguientes doce años de declive de la industria cinematográfica japonesa.
1970
Yoshishige Yoshida dirige Eros + Massacre (Erosu purasu gyakusatsu), una obra maestra vanguardista que versa sobre el problema del sexo y la revolución entre los anarquistas en la década de 1910. Imamura dirige el largometraje documental ambientado en un puerto naval estadounidense titulado History of Postwar Japan as Told by a Bar Hostess (Nippon Sengoshi – Madamu onboro no seikatsu), un retrato sin concesiones de la devoción servil de Japón hacia Estados Unidos y de la lujuriosa codicia del país por el dinero en los tiempos de posguerra. Ôshima describe el cisma entre las conceptualizaciones y la realidad en The Man Who Left His Will on Film (Tôkyô sensô sengo hiwa), donde el sexo y la violencia se convierten en abstracciones de la angustia que sufre el alma humana. Akio Jissôji dirige This Transient Life (Mujô), un potente y sensual tratamiento del incesto.
1971
Noriaki Tsuchimoto dirige Minamata: The Victims and Their World (Minamata: Kanja-san to sono sekai), un documental sobre las víctimas del envenenamiento por mercurio y su denuncia de las compañías empresariales que lo provocan. Shûji Terayama dirige Throw Away Your Books, Rally in the Streets (Sho o suteyo machi e deyô), un filme de vanguardia algo grotesco pero cómico y alegre. En The Ceremony (Gishiki), Ôshima compendia la historia japonesa de la posguerra en su descripción de la familia de un hombre provinciano que ostenta cierta categoría. Nikkatsu evita la bancarrota especializándose en filmes de bajo presupuesto, los llamados roman poruno.
1972 Sayuri Ichijo—Moist Desire (Ichijo Sayuri: Nureta yokujo) de Tatsumi Kumashiro, sobre la anarquista vida de una stripper, atrae la atención de la crítica; luego, el cineasta seguirá haciendo filmes porno nihilistas llenos de vida y libertad.
1973
La popularidad de las películas modernas de yakuzas toca a su fin para ser sustituidas por filmes violentos de batallas entre gánsteres, pero solo la serie Battles Without Honor and Humanity (Jingi naki tatakai) de Kinji Fukasaku llega a conseguir algún éxito de taquilla apreciable.
1974
Shûji Terayama dirige Pastoral: To Die in the Country (Den-en ni shisu), un filme de vanguardia de folclore erótico. Kumashiro dirige World of Geisha (Yojôhan fusuma no urabari), un magistral filme porno rico en emociones, anarquía y nihilismo.
1975
Fukasaku dirige Graveyard of Honor (Jingi no hakaba), una obra maestra en el género de los filmes violentos. Satsuo Yamamoto dirige Kinkanshoku, una exposición de los principales políticos de Japón, ninguno de los cuales protesta.
1976
Ôshima dirige In the Realm of the Senses (Ai no korîda), una obra maestra de la pornografía dura. El filme fue desarrollado en París, y la versión exhibida en Japón es recortada por los censores. Hasegawa dirige Young Murderer (Seishun no satsujinsha), un drama sobre un joven que mata a sus padres.
1977 The Yellow Handkerchief (Shiawase no kiiroi hankachi) de Yôji Yamada es un éxito. Su presentación del amor íntegro que se profesan un hombre y una mujer normales destaca en una época de sexo y violencia cinematográfica. La actriz Sachiko Hidari dirige The Far Road (Toi ippon no michi), un poderoso filme sobre los trabajadores del ferrocarril producido por el Sindicato Nacional de Trabajadores Ferroviarios. Kaneto Shindô dirige The Life of Chikuzan (Chikuzan hitori tabi), sobre la vida de un músico vagabundo y ciego que toca el shamisen.
1978
Yasuzô Masumura dirige Double Suicide of Sonezaki (Sonezaki shinju), basada en una obra kabuki sobre la pasión que termina en muerte.
1979
Imamura dirige Vengeance is Mine (Fukushû suru wa ware ni ari), un semidocumental sobre un hombre que comete una serie de asesinatos.
1980
Kurosawa dirige Kagemusha, una elegía épica sobre las grandes batallas medievales. Suzuki dirige Zigeunerweisen, una historia de fantasmas relatada a través de la decadencia estética.
1981
Kôhei Oguri dirige Muddy River (Doro no kawa), sobre la amistad en la infancia y el despertar prematuro a la realidad de los adultos. Kichitarô Negishi dirige Distant Thunder (Enrai), sobre un joven agricultor que persiste valientemente a pesar del declive de la agricultura en el Japón industrializado. Ambos directores jóvenes reciben elogios de la crítica, al igual que Suzuki por Heat Shimmer Theater (Kagerô-za), una bella historia de fantasmas moderna.
Sólo falta que alguno de los dos pronuncie una palabra completa para que de esta alcoba huya rápida la aventura y entre en ella de nuevo la ceniza.
Sara, extraído de Lugar siniestro este mundo, caballeros, Félix Grande
Mejor mantener los labios bien cerrados a la hora de mermar la historia de las formas. Este verano hemos vuelto a aprender la lección cuando, tras otra madrugada esperando algún tipo de milagro, nos topamos con la cristalización en retahíla de esos breves resoles emitidos por el cuerpo al verse colmado o desposeído entrando en contacto con los límites que su propio placer le puede proporcionar. Una turista japonesa, antigua colegiala anarquizada, se ve cercada de sombras, desligada del curso natural de la narración e inmovilizada en el vivero de la noche que la sume, una expedición turística con aquello que la viajera en secreto anhela, el contacto con la brutalidad del espacio que desposee, el flujo de las horas subvertido, efundida en el marjal vacacional, encuentra instancias de minutero, acontecimientos que la sobrepasan, vastedad de una semana cargada de emociones destrozando el caudal, no sabe cómo lidiar, la mujer juega a despistar, lejos de su marido en este periodo, disfruta por primera vez desnudándose enfrente de la señora que la observa desde la casa al otro lado de la acera, sienta bien, luego tiene fiebre, necesita paños sobre la frente, caen lágrimas por su cara a la mínima, suspira, ve a un niño andrógino darse placer entre el centeno, una anécdota más en el asueto, pero no olvida, y luego de cambiar de tacón, combatir con el pasado que no quiere pero sí desea ver volver, intentar revertir el presente, ver aviones de reacción despegar porque resulta erótico, un faro insistente como telón de fondo a miedos de treintañera, luego, decíamos, cuando llega el naufragio completo en el orgasmo, el placer que arropa y entenebrece, sabe que es cuestión de horas para que el viaje, y todo lo que en él tiende a la eternidad, dé fin, y de ahí vuelta a las luchas políticas, relaciones, placer y vida exangüe que ella recuerda de sobra. En el viaje, la banal subsistencia pretérita perfecta puede evocarse en una ducha de mal piso alquilado y, debajo de la alcachofa, mientras relatamos los aburridos infortunios del ayer, con la mente en el mañana, tenemos una fugitiva sensación, quizá ya no volvamos a ellos, la posibilidad de que este viaje los anule y adiós. Ahí salimos a la calle francesa y contemplando peatones desconocidos, tenderos, juventud, ancianidad… las ganas de partir en nomadismo de no retorno, pugnaces, se dan de bruces en rondas interminables con un paisaje que no logramos aprehender ni la mitad. No hay ansiedad más hermosa.
La Kyoko Oze de 1955 regresa a nosotros en fotografías discontinuas. Si duran tan poco como para quedarnos con la avidez de verlas mejor, llegan a doler. Hasta ese momento, su misión vitalicia la unía en virtud de camarada a Juzô Morii, movimientos políticos estudiantiles de los cuales el cine japonés hizo buen acopio, desafiando en inteligencia política, medios, al cine europeo, e incluso en irremediable visión de epílogo del conjunto de luchas que en el entonces tiempo presente se desarrollaban. Bajo la compañía de producción Art Theatre Guild, estas revueltas fueron registradas, papeles colgados incitando a la siguiente barricada, lazos efímeros entre dos personas que poco sabían de la intimidad ajena, el momento apremiaba, ni se cruzaba por las cabezas de Kyoko y Juzô la fantasía curiosona de saber cómo se mueven sin ropa espalda, trasero, hoyuelos de Venus que podrían inspirar y redirigir la hoja de ruta de algún que otro alzamiento. Han pasado diecisiete años, y ahora la mujer vive una existencia apacible, en apariencia, claro, caminando por las calles de París se le rompe la aguja del tacón ─confirmamos altivos la sospecha: un tacón roto al comienzo de una historia augura una ficción de altura─, va cojeando calle abajo, bebe tres copas de coñac en la extensión de un resuello; exánime, cumpliendo con las formalidades, lleva ya dos o tres años tomando pastillas que no la duermen pero la hacen eliminar los malos pensamientos. Se produce, claro, el reencuentro con Juzô, ahora fugitivo internacional, trabajando en nombre de una dudosa organización aglutinadora de varias rebeliones ─Black Panthers, Ejército por la Liberación de Palestina, nacionalismo surtirolés, Frente de Liberación de Quebec, grupos argelinos─, sin embargo, el asunto empezó en la escuela, otra vez, repartiendo boletines. Ya no, el recreo ha terminado, la cosa es a vida o muerte, y la mortalidad es la certeza que le queda, apátrida vagabundo autoexiliado, lleva ya dos o tres años incapaz de hacer el amor. Juntos, entrometen sus fauces en la semana que acabará por separarlos, un viaje bordeando la frontera franco-italiana, rozando San Remo, instalados en Menton, festival de música con varios nombres insignes. Hensôkyoku queda aún lejos de los filmes ATG de jóvenes con algunas ligeras inquietudes sobre su entorno, intuiciones no fructificadas y dilemas morales en apariencia bastante livianos y quebradizos, caso de Have You Seen the Barefoot God? [Kimi wa hadashi no kami wo mitaka] (Soo-Kil Kim, 1986). Su existencia a mediados de los 70 tampoco lo emparenta bajo modo substancial alguno en variantes de softcore que la nación nipona se vio abocada a filmar tras una desastrosa virada a nivel industrial. Los planos del filme subyacen con una materialidad de colores centelleando en el barullo del registro que tanto obsesionaba a la cinefilia, mas su concentración devocional en caprichosos arrebatos del revuelo ontológico ubicado en el centro de un área turística inopinada nos trae a la cabeza la tradición experimental norteamericana, coetánea, no por ambición estructural ni etiqueta estricta sino porque, en esencia, lo que recordamos de sus momentos de donaire evoca texturas, oleadas de entretantos, una ficción que se desenreda casi por intuición de linterna, ¿a dónde iluminar en el negro, entre el grano? La cámara circula coja y borracha en panóramicas rupestres y desenfoques, o pasos a negro cuya sensibilidad rítmica la maneja Nakahira en la apariencia de compases de espera circundados por alarmas, nos reclaman los signos de un desequilibrio trotamundos decaído.
Kyoko, semiconsciente de sus querencias lidiando con el éntheos, requiere un filme desapegado de los torpes tropiezos de ansia sexual del roman poruno, retozos inacabables pendiendo del hilo de una percepción degustando, en el mejor de los casos, el manejo inteligente de estos pasos en falso. Siete días, Kyoko, siete días, te muestras caprichosa, niegas la satisfacción ajena, tus devaneos son inciertos, adónde llevan tus giros de opereta, haces resaltar la cualidad fútil y gloriosa del mobiliario que te circunda, contrasentido del que no queremos huir, tus pies volverán a cojear tras amartelarse en un baile de parejas trivialísimo, pero en el que te dejas levantar la pierna derecha mientras domina la tránsfuga exaltación sexual. Comunicar luego el motivo de la cojera será medianamente satisfactorio. El viaje de la heroína de Nakahira la lleva desde el falso desentendimiento hasta una mirada melodrama Sirk extraños cuando nos conocemos, amante que se va, un coche se lo lleva, lluvia sobre París, 19 grados, ella tiene frío, bata blanca, le falta un candelabro. La canción que llevábamos escuchando el resto del filme comienza a herirnos un poco. Antes de la estampa final, Kyoko urgió dejarse corromper, corromper ella misma, probar los efectos del desnudo voluntario o del obligado, estar sin prendas, sentada, de pie, y ver traspasar en ella el conjunto de achaques masculinos que la anhelan más o menos carnalmente. Estas variaciones de escenas no se relacionan con una pulsión escópica o juego superficial con el espectador, olvidémonos de eso, Nakahira quiere llegar al plano, corte, que dé una idea concreta, a punto de emigrar pero fructificando, en unos segundos que bien podrían formar un bucle de pensiles dramatizaciones tangibles. La mirada súbita a una pareja practicando diversas posturas salvajemente, sin melindres, se funde en la mente de la mujer con la suite número 5 de Bach en C menor tocada por Rostropóvich al lado de la iglesia de Saint Michel. Desde un balcón, el deslizamiento de sus nuevos tacones conforma una de las imágenes más longevas en su concreción de cambio ladino que el cine ha ofrecido al siglo. Kyoko viajando, desacralización insaciable de un abandono compartido.
Juzô vuelve al peligro que lo avasalla, la dichosa organización, tan paranoica que ni comenzará a creer el motivo de la ausencia del miembro, al que vemos fallecer en el primer plano del filme, su destino sellado, no su traición, un reto que parece superar sin mayor complicación, denigrar la causa porque sí, si no podemos derribar la entereza de nuestras certidumbres en la cama con una mujer equitativa que nos pide decir “todo en lo que creo es falso”, no seremos dignos de alcanzar ningún ideal utópico. El amor en Hensôkyoku ve probadas sus lealtades con estos juegos, no es poca broma, diecisiete años de castidad revolucionaria dejan las normas conyugales en un desuso peligroso. La misión invisible del hombre cualifica sentir ese perenne recomenzar del que hablaba Pavese, con nuestra pareja, socia, compañera de trayecto, sin el cual estaremos malhadados a seguir actuando como necios. Camisetas más coloridas cuando Niza se acerca, volver a poner en práctica la seducción aunque no sirva para gran cosa, pero el empuje vacacional termina por reconectar a Juzô con las frases que, pronunciadas de su boca, hacen sentir a Kyoko espléndida. Y aun con esto seguirá volviendo el recuerdo del deber, la precariedad sentimental que lo llevaba anegando casi dos décadas. Conviene actuar y desbordarse con la persona querida, váyanse o no los malditos demonios. Ahí termina él, y ya es algo.
Poco más, los amantes estaban condenados desde el principio. La revisitación por los motivos de sus ritos esta vez ha sido expuesta ante el mareante sobrevenir del viajero: en sus clarividencias, forma una especie de enteomanía pagana, aquí capturada en ingravidez de vértigo.
Esta vez serán necesarios meses, si no años, sólo para despejar los cientos de troncos gigantes abatidos que se enmarañan en un inextricable pandemónium (aplastando los árboles jóvenes cuidados con tanto amor) y los enormes pies arrancados del suelo donde dejan boquetes como abiertos por las bombas de una increíble guerra relámpago que apenas duró media hora.
La reprise, Alain Robbe-Grillet
DEL GRITO AL SUSURRO
El 25 de diciembre de 2019, con los párpados atormentados por un pasado que solo encuentra secciones fragmentadas de larvas, confronto mi visión con unas imágenes que me retrotraen a una época donde todavía se podía elucubrar sobre gusarapos y pensar en el futuro, veinte años después, como un mundo contorneado de acuerdo a una hoja de ruta variable. Entelequias repetidas antes de la somnolencia, secuencias cinematográficas que, como pequeño infante, tocaba con las neuronas y retorcía con el espíritu. No sabía que, pocos años después, alguien comenzaría a romper lentamente el corazón de mi protectora, ofreciendo los votos en el campanario, destinando su vida a la remembranza de una celebración en donde, a día de hoy, veo muertos e inquina: incesto, mala praxis, labios obsesivamente torcidos, coches llegando para dejar estelas banales.
Sin embargo, a través del VHS y su enlentecimiento, contemplo lo que antes no llegaron a alcanzar lo que hoy son ojos ardiendo: registros con total claridad, y no es nada especial, salvo todo lo que protege la mente del caos o desconcierto, una serie de flores y gestos que se comunican, intentando encontrar en el intersticio de una mirada la mueca que haga sentir al otro la posibilidad de una vida futura transitada con algo de dignidad, un poco de amor. Siento dolores desde el interior de la córnea hasta mis pupilas, y no puedo hacer otra cosa que apenarme ante los rostros cuyo único vestigio son cicatrices. Antaño era diferente, la reciente licenciatura y el final de los estudios abría un horizonte de posibilidades encapsulado en filtros ajados, mientras un crío sin dientes sonreía y cierta bicha con aspecto de ramera rencorosa, vestida de rojo, sentía que aún podía romper los vínculos conyugales; nunca ocurrió nada impredecible, la constatación era evidente y, a pesar de ello, el mundo seguía de banquete en banquete, instaurándose el padrino y la madrina de manera militar al lado del novio y la novia. Durante treinta minutos de tiempo, una sonrisa, embrujo de veinteañera, ahora enterrada bajo libros de autoayuda y mentiras para la mente, poseía la grandeza intocable del deseante al que nadie, por mucho que lo intentase, lograría quitar las miles de máscaras, también escudos, que protegen el corazón y el decoro, un mínimo de moral para seguir viviendo, algo engañada, pero también estafando a los corruptos, despistando a los que usan el cinismo como forma de mantenerse en el mundo.
La nostalgia es eliminada de inmediato en el momento en el que los destellos abandonan los fotogramas y me quedan tan solo las paupérrimas miradas estrelladas de una suegra medio bruja y la desangelada inspección de un padre orgulloso de exiliar por divertimento a su descendiente. La nueva generación, ya plagada de desencanto, se inmiscuye en los últimos minutos de la celebración; me creo por completo sus sonrisas y la desubicación de la que hacen gala, porque no sé dónde están ahora, y en mi memoria existen como píxeles y fantasmas, no obstante, materializados en forma de canciones y recuerdos. Debe permitírseme que mi último deseo vaya encaminado hacia ellos y sus futuros casamientos, si todavía sus pies continúan pisando esta tierra.
DEL SUSURRO AL GRITO
La aristocracia infundada en tu mente, avaro espectador tentado por el mínimo resbalón de esas maneras radicando dentro de tu navaja imaginaria, podría ser una alternancia yendo y regresando, cuando te sientas en el bar a cinco kilómetros de tu portal y haces traslucir la ojeada de la camarera con el fin de mantenerla cerca de tus ojos, aproximándose un poco más a tu ridículo dedo índice levantado, porque quieres otro café con leche, estás saciado de nervio matutino, pero te falta rebasar el índice de grima ante el mundo, y dicha métrica invisible será allanada en el seno del local mientras vuestras escleróticas coqueteen los segundos que tú consideres necesarios para que ella ─tímida y presta, claro, a calumniarse de que no está ahí para servir aplanada repostería, está ahí deseando olvidarse de su propia objetividad─ inconscientemente sienta vahído encubierto de esputos hacia el primer cliente, tú, que tenga tal descaro como para mirarla y causar el patinar de la sangre hirviendo por sus mejillas rosadas.
Triunfo. La caballerosa incertidumbre ha dado su primer fruto, traspasado la pantalla de las cintas diarias, y te ha donado el empujón inapelable para mantener la fe en separar tu código vital de eso denominado asco, una palabra que no te atañe ni interesa, demasiado vulgar, concreta, fácil de tirar el dardo con ella inscripta hacia el primer marrano incapaz de ojear correctamente al chico dispuesto a creer en un estallido que incluso salido de esa boca masculina podría ser una fuente de deleite. Y es que la grima no conoce distinciones superfluas, cariños selectos por pura frigidez irritable del que se supone libertino; tú comprendes el ingrediente faltante en esas sesiones de chequeo nocturno conyugal que te han acabado hartando hasta el punto de elegir mirar por enésima vez la parroquia a comienzos del nuevo milenio, allí donde lo kitsch no dependía de lo ridícula que podría parecer la apreciación de dos seres acatando las mínimas normas del contrato social ya que urgían de ellas para luego transgredirlas lejos del campanario. Persianas entrecerradas para conocerse mejor, desaprendiendo con las latitudes impuestas el rasgado arte de hacer el amor, centelleados por astros morales hasta el vómito.
Estás de espaldas, ya en tinieblas, esta vez sin la compañía de imágenes contenidas en el bendito cuadrilátero televisivo, cortada su antena, VHS destrozado; te susurra al oído, suave, con la violencia anhelada, la luna en látex, obligándote a morder el polvo impalpable que maniata tus pasados, estrecha el presente sin darte, daros, tiempo para devoraros con la gentileza de dos bobos, adorables, dignos de elegía, pudientes habitantes de ciudades de provincia echadas a perder. La desazón amada, aquella cercana al puñetazo del mediodía siguiente, cuando reaparezca por la puerta el fulano que reclame a la que en tus brazos, esta noche, está implorando sentir miedo, y es que ha cultivado los placeres del temor, la grata neuropatía de cortarse al no saber uno qué demonios hacer con la muesca de su acompañante, y esta borbotea de señorío y teatro, un traje de convite cinco estrellas, dispuesta a corromperse con maldad deliberada. En esa buena hora, la derrota de vuestros contrincantes, aunque frágil, será real. La grima, aventurada compañera, ha jugado un doble recreo: a los amantes les brinda las ascuas, a los desapasionados el infierno. La novia se ha cobrado su vendetta.
***
Fotogramas pertenecientes a Man on the Street, sexto episodio de la primera temporada de Dollhouse (Joss Whedon, 2009-2010), y The Blood Oranges (Philip Haas, 1997)
It’s the fragment, not the day
It’s the pebble, not the stream
It’s the ripple, not the sea
That is happening
Not the building but the beam
Not the garden but the stone
Only cups of tea
And history
And someone in a tree
Someone in a Tree (de Pacific Overtures), Stephen Sondheim
1.GET TO WORK
Afirmamos que el primer y sexto capítulo de la primera temporada de The Nevers (Joss Whedon, 2021), ambos abriendo y cerrando una tanda, son lo mejor que puede darnos hoy la televisión; pero, ¿a quién le importa? A casi nadie, al parecer. Entran en juego varias cuestiones. Por un lado, el renombre innegable de Whedon como padre putativo de cierta serialidad de prestigio está ahí, desde principios de siglo al alcance. Se le reconoce su labor, su lucha, su impacto en la vida televisiva consciente o inconsciente de varios millones de personas. No obstante, aunque la ambición y creatividad de Whedon se mantengan aún inconmovibles, los años pesan, la televisión ha cambiado, pero no tanto en realidad. Quizá los que hemos cambiado seamos nosotros. Quizá en pleno siglo XXI tengamos demasiada poca inocencia como para jugar al pasatiempo peligroso que consiste en desligar la máquina del cuerpo. Porque hay una parte del cine que no cambia: la relación inquieta establecida entre la axiomática del dinero y la elaboración material de un filme, de un serial, siempre ha dado lugar a innumerables debates, tensiones y rupturas. Amistades quebradas, lazos inaugurados. Somos demasiado poco inocentes y, sin embargo, seguimos queriendo intentar recordar, hacernos eco de la transmisión cultural, conjurar el olvido. Debajo de las capas de entropía histórica, de materia y forma en movimiento, existen decisiones, simulacros perfectamente elaborados, dinero circulando incesantemente, rapidez, prisas, intervenciones… El cine y, no nos cabe duda, la televisión, han vivido desde su creación en una lucha constante con todo lo que habitaba su reverso: Wolfram & Hart, el traje sediento de dólares, la cadena devoradora de ratings, la multicámara televisiva como sorteadora barata de problemas (filmar puertas, ventanas, rostros, no retransmitirlos). A medida que estos enfrentamientos se acrecentaban, comenzamos a olvidarlo todo: la historia, los luchadores (Dennis Potter, Jean-Christophe Averty, David Nobbs, Gene Roddenberry, Sydney Newman…) y sus combates. Ni aun con estas perspectivas puede uno tratar de imaginarse los incalculables problemas de producción, las presiones, que esconderá una serie como The Nevers, virtualmente infinita en su ambición, quizá la medida de los cuales nos la pudiera dar el hecho de que Whedon rescindió inciertamente su andadura como showrunner al término de la primera tanda de episodios. El fin, la posibilidad de verse cancelado el serial, la cotidianeidad del trabajo creador, que sea o no sea, que marche su producción o no, deducen un fatalismo inseparable, digerido, en los humores de este cineasta amante de Shakespeare. Sí, decimos cineasta, aunque dicha etiqueta le quede a Whedon pequeña. Ejemplo preclaro: tiempo después de que la Fox decidiera cancelar Firefly (2002-2003) tras su primera temporada inacabada, cineasta, guionistas, productores, reparto e incondicionales apasionados seguían luchando, arrimando hombros para tratar de dar a la ficción serial un final digno. Tras muchos meses infructuosos, llegaron a preguntarse si lo que trataban de hacer era, más que una resurrección, un asunto de necrofilia. La oportunidad vino de Universal Pictures, el título del filme, Serenity, estrenado en un ya lejano año 2005.
Seguramente, Whedon será siempre más apreciado como creador que como cineasta, y la mayoría de sus recensiones historiográficas futuras continuarán dominadas por la perspectiva de los cultural studies, ya que en cierto modo no faltan razones para ello. A pesar precisamente de ello, con ánimo de contrapesar el hueco futuro faltante, desde la inocencia grata de quien busca solamente no olvidar la historia de las formas que nacen, acaecen, beligeran y mueren, nos complace observar, argumentar luego, por qué Serenity debería colocar a Whedon como uno de los cineastas contemporáneos más revolucionarios. Un revolucionario antiutópico, más bien. Pero detengámonos antes sobre algunos puntos de su visión que nos parecen esenciales.
Whedon es experto en darle la vuelta al guante. Por ejemplo, remendando que demasiado tiempo lleva la teoría cinematográfica obsesionada con la idea del silencio y el off. Voces susurrando fuera de campo, la invención del mutismo por parte del cine sonoro (Bresson), despachando a categoría menor, incluso siendo en ocasiones motivo de desprecio, la velocidad con la que se enuncian una serie de diálogos en secuencia. Estamos predispuestos, cinéfilamente aculturados, entonces, a prestar atención a la inflexión de las voces cuando existe un trabajo frontal sobre ellas, que a primeras puede provocar un entendible extrañamiento, terminando con una inmersión y amplitud de ondas sonoras longitudinales. Lo que parece haber pasado inadvertido, excepto milagrosamente en el screwball clásico, es la capacidad que pueden poseer estas velocidades fónicas sobre la propia ficción del filme, haciéndola cabalgar inexorablemente a su lado, forzándola a pillar carrerilla o medirse con ellas. Una parcela de cine donde aquello registrado, animado o simulado adquiere una pose de sumisa subyugada, como si se tratase de una huésped en los aposentos de Catherine Robbe-Grillet: confía en su compañera y se va adaptando, hasta que de modos variables llega un instante donde ambas, imagen y superposición de voces, se paralelizan y comienzan a batallar, fundando así un fuera de campo mental mucho más misterioso, el del encuadre chato que adquiere una dimensión metafórica al ser interpelado por la refriega vocal, la atención exigente al tono, timbre e intensidad de un grupo coral de lexías vocalizadas. Sin lugar a dudas, a la luz de la corta historia del cine, Whedon es probablemente uno de los cineastas que más horas de trabajo ha dedicado a la modulación del idioma inglés por medio de sus impulsos e inflexiones. Re-rodar, una y otra vez, una toma tras otra, porque los actores no enuncian la frase con la velocidad adecuada, la inflexión adecuada, el tono adecuado. Al oído, la mezcla de timbres y voces no suena como debería; desde el principio, ¡repetimos! Ahora las voces deben adecuarse las unas con las otras, después deben contraponerse, etc.
Aquí encuentra hogar la mente de Joss Whedon para armar su particular teatro isabelino, sumando dicciones, creando bandos que, a diferencia de otras intentonas respetables, van perdiendo su peso concreto para transmigrar en puras entidades dramáticas, complejas, autoconscientes, revolucionadas, nunca como vehículo de ocurrencias unidimensionales sobre lo que les rodea ─cada monema es sagrado, el desperdicio de una letra dolerá en el corazón del cineasta─, sino a la manera de campos de fuerza en los que una frase, una onomatopeya, dos palabras, podrán impactar sobre el corpus temático del tejido ficcional que habitan, y alterar su propio estatus como personajes, así como el de los que los circundan. Entes cuyo ingenio los hace frágiles, entregados, deseosos de romper varios cascarones, lanzarse a duelos de ingenio, Benedick y Beatrice, Much Ado About Nothing, trabajos de amor perdidos. Sus palabras caen sobre el suelo inestable de un universo cuya marcha imparable les exige apurarse, trabajar, ponerse a trabajar, ya, inmediatamente, aquí y ahora, porque el universo no les esperará, es más, será totalmente indiferente si con su devenir termina haciendo implosionar la escena que sus desdichadas bocas habitan. ¿El reto? Cualquiera que se haya enzarzado en alguna de estas batallas verbales lo conocerá, y sabrá también que no son asunto de broma, aunque se bromee. Skirmish of Wit. Outwit. He ahí la respuesta. Un verbo verdaderamente intraducible al castellano si queremos capturar la dimensión completa de lo que evocan esas seis letras. Si lo transformamos en una sola palabra, como “burlar”, estaremos quedándonos cortos. Si decidimos apostar por “ser más listo que”, quizá pequemos de infieles. Wit. Outwit. En el matiz del cambio morfológico se encuentra el quid de la cuestión, el sello del autor.
Un trabajo cuasi microscópico, un placer netamente muscular, el enunciativo ─tengamos presente que la lengua, pulmones, diafragma, envuelven en su ejecución y modulación fónica varios de los músculos más sutiles de nuestro cuerpo─, que encuentra su correlato molar en la expresión del movimiento muscular cuando este se desenvuelve, también, según modelos más expansivos: la traslación de una figura, su velocidad, en pasitos pequeños o exuberantes volteretas, caídas cada dos por tres, puñetazos, patadones, cálculo pormenorizado de movimientos según esta o aquella idea, quizá sugerida, ese mismo día, por las cualidades espaciales del set montado la tarde anterior. De nuevo, compromiso actoral: tres meses antes de comenzar el rodaje de Serenity, Summer Glau estaba ya practicando, entrenando, tonificando su cuerpo para el manejo de las espadas. De nuevo, re-rodar: «cada vez la toma era más rápida, había más movimientos, la toma once siempre era más rápida que la primera». Secuencias de refriega que llegan a encadenar 15, 20 movimientos. Intercambios o conversaciones que se deciden en contraataques al límite del silencio que declara vencedor. Un requisito del actor whedoniano es el de gozar de buena memoria física.
Situados en este escenario de movimientos e ingenios a la desesperada, una cuestión aploma, ronda la cabeza de cada personaje, mientras verbalizan equívocos, amenazas, ofensas al honor: What’s a life’s worth? Bien, tras andarse con rodeos, la pregunta sufrirá una ligera mutación: What’s a life’s work? La cuestión nuclear sustenta su sentido con la acumulación de una serie de metáforas y figuras contenidas en el progreso de frases, sílabas, súbitos pruritos o pensamientos no enunciados poniendo en jaque un carácter individual, afectando necesariamente este al resto de la familia, prácticamente nunca la relacionada con la consanguinidad, pues si algo aprendió Whedon de Nicholas Ray, o que podrá sacar a colación hablando de la troupe ambulante de John Ford, es el respeto ancestral a los lazos serendipitosos enhebrados en el camino de una vida charolada de rodajes. El sostén de dichas alianzas supondrá cuestión por la que batirse en duelo luego de un guateque, la recolección en presente que, tenida en cuenta, hace que el equipo decida seguir pateando las marcas del camino, y trabajar. Contra el sinsentido, arguciando agudos sin sentidos, abatiendo sufrimientos, aquí, ahora. Un desafío claro ante la informidad de cosmogonías desalentadoras, caprichosas y, finalmente, indiferentes. La mueca heroica transformará estos derredores en decorados épicos.
Sobre la tierra, esta fuerza centrífuga atrae las estuosas intuiciones primarias que subsisten por debajo de nuestra fachada de hombres civilizados, la particular velocidad y giros de lenguaje de Whedon en Serenity van atados a una autoconsciencia alejada por completo del carácter irritantemente metaficcional que acapara la ficción hoy en día, el autor la elige como un rasgo de estilo propio, enmascarando un posible defecto o limitación, y la extrapola para que los personajes tengan una total capacidad de definirse, por lo tanto aquí, como espectadores, podemos abarcar el espectro completo del desarrollo moral o magnificencia de un determinado carácter. No es que las palabras solo cuenten como meras notas de virtuoso echadas a los labios de actores hambrientos, sometidos a la estricta exigencia del flematismo, cavilamos más en relación con un artista necesitado de que cada personaje, de alguna manera, tenga una perspicacia, por pequeña que sea, del universo que habita y su rol en él. Whedon lo definía así:
«So I have a tendency to write the garbage man come in and go, This is what it means to be a garbage man. I’m the finest garbage man in all of garbage land. And part of that is I do honor everybody in my fiction».
En este viaje incesante a velocidad fatalista por los desfiladeros de producciones que, normalmente, le suelen ir en contra al cineasta, con el tiempo apremiando, y esa natural tendencia a multiplicar el número de amenazas, héroes, villanos, campos escénicos, para que el conflicto surja y reverbere en cada confín, la adrenalina no escupe en la cara de la creación, sentimos, como decíamos hace unas líneas, una barahúnda de estuosas intuiciones primarias, porque nos vemos atados de copilotos en una nave dirigida al centro de un núcleo concreto desde donde emanan las preguntas que hacen estallar las pugnas dramáticas, la cuenta atrás, y sin embargo, este conjunto de circunstancias no desperdicia, va recogiendo cada diminuta pizca de malbaratado ingenio residual proclamado ya sea por el comandante de la nave más importante de la Alianza o por el granjero que desde la distancia mira a los personajes principales y en una línea acuña su orgullo, una broma podrá servirles para elevar y marcar con tinta permanente su estela en el conjunto celeste de la galaxia que pueblan. En el universo de Whedon, la escenografía de su narrativa no alberga simplemente un coro griego que comenta distanciadamente las acciones del equipo primario, y si resulta que este coro sí elige hacer acto de aparición, terminará siendo retado a una batalla cósmica inescapable por el personaje que creíamos más necio, al cual en un lapso de tiempo que ahora nos produce vértigo recordar vimos convertirse en digno figurante de una hazaña mayor.
Los individuos desafían la propia máquina de ficción que los aboca al absurdo, a la vida banal que los enfrenta y confronta con un itinerario que deberán labrar, construirse ellos mismos. Incluso si el espectador decidiera ver este filme y nada más, descartando la serie que lo precedió, intuiría en Shepherd Book, el pastor, un código moral resoluto, fulgurando desde que anida el primer plano, con el mismo arrumaje de leyenda secular que el de cualquier secundario de un filme de Ford, y cuya entereza, sapiencia, sobre los sucesos actuales que acucian a los pasajeros de la Serenity, informa no solo sobre sí mismo. También recaen estas palabras en Mal, que empezará a vislumbrar la necesidad de adquirir una creencia, en lo que sea, para triunfar aunque la victoria sea amarga, pírrica. Y, por último, retornan las palabras de Book a las propias preguntas de Whedon y el tema dramático de la obra. Desafiando así a un capitán camorrista, la búsqueda conmocionada de un propósito veraz contrastará con la creencia resolutiva de The Operative, fuerza dramática opuesta al grupo, villano cuyo individualismo solícito en pos de circula a la contra de cada lazo que hace recia y arrojada a la tripulación de Mal. Negro samurái desterrado sin grado de codicia mas con suicida determinación en otro tipo de trabajo, clínico, letal, la consecuencia del cual cree que borrará la embarrada cara del mundo para instituir un nuevo paisaje libre de pecado (según sus predicciones, tras el logro, él ya no sería parte constituyente del atlas). Así, el circuito del dramaturgo se cierra. Vía de vasos comunicantes que termina desembocando, por medio de la agudeza de una mirada presta a reposar en detalles pasajeros ─proclamas breves que bien valdrían de aforismos para quinientos días de incierta supervivencia─, en el centro de nuestras agitaciones, enternecimientos, temores, amor lúdico por la aventura y el arrojar el guante. Hay una comunicación directa con el ánimo del público, que se ve arrollado por la tela enmarañada y translúcida de la particular cosmogonía de Whedon. Orson Scott Card lo intuyó rápido cuando descubrió el filme:
«Bien, no solo Serenity trata acerca de algo, también está extremadamente bien escrita. Joss Whedon ha inventado una especie de slang futurista que se mantiene perfectamente inteligible pero es diferente, con fragmentos de lenguajes extranjeros y palabras inglesas obsoletas que dejan claro que no es inglés ordinario lo que hablan.
El efecto de esto ─al menos en las diestras manos de Whedon─ es permitirse algo del tipo de lenguaje heroico que era posible para Shakespeare ─y para Tolkien. Le permite ser elocuente.
Y luego cambia de dirección y deliberadamente se contradice con alguna formulación humorosamente abrupta que nos hace reír por el mero sobresalto de la misma. Tal y como hacía Shakespeare, cuando se libraba del verso blanco para pasar a la tosquedad divertida de la prosa cómica».
2.HEROICIDADES DESDE EL ÚLTIMO PUESTO DE AVANZADA GALÁCTICO
Existentialism is all about the ecstasy, the complete experience, of the moment. [“Someone in a Tree”] deconstructs itself as it goes along, while at the same time being completely moving, never an academic exercise. It was the first time I had seen something that did that.
Joss Whedon: Absolute Admiration for Sondheim, Len Schiff
Serenity nos emplaza en el año 2517, y a nivel elemental, las cosas no han cambiado demasiado. Lejos de traer la paz a la Tierra, la alianza entre los gobiernos de EUA y China ha desembocado en una corporación totalitaria. Basta apuntar que nuestro territorio (Earth-That-Was) se vio desbordado por un exceso de población y, lanzándose al espacio en busca de nuevos astros practicando la terraforma, se topó con un sistema solar inédito, docenas de planetas, cientos de lunas. A partir de ahí, la civilización hizo sus pactos: Alianza ─parlamento interplanetario, planetas centrales─; luego, el borde. Resultan estas invectivas en guerra abierta, y en la Batalla de Serenity Valley el sargento Malcolm Reynolds verá la derrota en el contraplano más amargo. La guerra hace tiempo que ha terminado, dirá él años más tarde en oficio de pirata espacial. Sabemos que no es así. En la gnoseología espacial de Whedon, así como en la terrestre, uno no termina jamás de colgarse la medalla, batirse en retirada al museo de la memoria y glorias pasadas, al contrario, lucha asediado por la pregunta tercera que completará el círculo epistemológico del autor: Am I Worthy of the Life I Lead? Bien, la respuesta la hallamos en la sexta palabra de la cuestión, y retomando conceptos. Comprobar este dilema existencial conlleva hacerse a la idea de que la dignidad (worthiness) no se adquiere en un momento determinado de la acción, sino en todos ellos anexionados, y los que quedan… En fin, la dignidad implica el trabajo de toda una vida. He ahí el pathos. Tan amplio como los diez mil tiros prestos que acompañan al asedio inagotable de lo que nos cerca y coarta, o hace aumentar el sufrimiento ajeno: The First Evil (From Beneath You, It Devours) en Buffy, Wolfram & Hart en Angel, la Rossum Corporation en Dollhouse, el oscurantismo victoriano espejándose en los campos yermos del futuro, en The Nevers, midiéndose en cruzada abierta la Planetary Defense Coalition contra FreeLife… Minúscula muestra del slang engendrado por el Mal, o a su vez por el Bien defendiéndose. Ambos tienden a enredarse. Whedon como revolucionario antiutópico, decíamos. Revolucionario porque como cineasta todavía cree en cierta idea de esperanza cotidiana, una esperanza productiva, reflexiva y vital, antiutópico en el sentido de adivinar que cualquier utopía implica, por fuerza, cierto afán corporativista, y que el lenguaje de la corporación solo se deja expresar entre el chantaje, el soborno o la violencia. En Serenity la corporación es la Alianza, y el fruto malvado su intento químico por hacer a la gente… mejor. Tragedia, un diez por ciento del planeta viose transformada en salvaje, segadores. Reavers. Pax quebrada. Por momentos, avanzamos historia a través como a hombros de gigantes. En el personaje de River Tam encontraremos la diana, un centro sin amígdala, aprendizaje incierto, cobaya de todos: la Fénix Oscura, una de las aristas-eje que ejemplifican el paradigma whedoniano.
Recuperada para Firefly, Summer Glau, River, retorna al cascarón del que Fred había salido y comienza su ruta intergaláctica con las cenizas de una Jean Grey adoctrinada por el reverso salvaje de la ciencia civilizada, confiada, cuyo parangón con una posible idea de calma y mando acaba por hacer de la hermana del doctor Simon la perfecta máquina de guerra. Si oye el código, su cuerpo empezará a matar. En Serenity la apercibimos entre dos mundos, encarnando la levedad manifestada en dos pies que pisan el casco de la nave inspeccionando situaciones pasajeras, escuchando la plenitud, redefiniendo objetos en el espacio ─en su cabeza una curiosa ramita podría haber sido desde el principio una pistola letal, sin seguro y cargada─, ella acarrea la inocencia mortífera cuyo gesto de niña pequeña traiciona las miradas de cualquier hombre que se atreva a hacerle una pregunta condescendiente. Psíquica rebelde intentando hallar el enigma que tortura sus prevaricadas neuropatías. A Whedon esto le proporciona la ocasión de ver unos cuantos fuegos arder, revolver las fintas recíprocas que los habitantes del navío ejecutan en defensa propia, intentando explicarse, o zurciendo desatinos. Chocan, tienen un pasado común, la tripulación y ella están en guerra abierta con media galaxia, confederados sin uniforme. Encuentran balance en lo que les falta y otro les añade. River, la espectadora y contraparte de los tres actos. En Reynolds, el Capitán, Mal para sus camaradas, converge la desconfianza templada de un comandante harto de tener que acoger a pasajeros con un “Wanted” estampado en sus cabezas, empero, moralidad dudosa y generosidad no le faltan. Rechaza de su Mule ─en slang espacial: una aerodeslizadora terrestre─ a un inocente perseguido por los Reavers, porque acogerlo a bordo sería hacer peligrar demasiado la estabilidad del vehículo, acosado por decenas de asesinos, y entre el inocente, la seguridad de la tripulación y el dinero robado, en medio de la tempestad violenta, pondrá por delante a los dos últimos. Con River y Simon Tam no llega a tales extremos, los lazos sentimentales testarudos, escasamente admitidos, lo atan a los errantes. Aunque sean fuente de peligros, no podrá echarlos. Y una vez que Jayne le acucie ante la necesidad de deshacerse de ellos, Mal dirá que se le ha pasado por su mente. It’s crossed my mind. Acto seguido, Whedon parte la pantalla por medio de un suave efecto de disolución y veremos a River enunciar para sí las palabras del capitán, cabeza apoyada en el suelo enrejillado, porque River no está on the ship, sino in the ship, es la nave. Receptora de cada rencilla y pasión, acumula como una sorprendida y encandilada inocente las indirectas que luego formarán parte de las fogatas que la harán incendiarse interna y externamente, poniendo su sabiduría y sentires de más al servicio de una causa, más bien una creencia, compartida por el capitán.
Todos deben aprender algo de River, y ella se encuentra en un punto intermedio de dos polos magnéticos, posibles mentores letales, capítulo del bildungsroman en el que la virtud y la decencia llegarán a definirse y forjarse con destino a sellarse en el resto de la supervivencia futura. Sus ojos encarnan esa sensación de maravilla que redime a la ciencia ficción de ser algo más que cartón piedra y rayos vistosos, al hacer uso de las extremidades que algún dudoso Dios le concedió, aporta la poca broma que conlleva dar dos golpes cuando provienen del desenfreno desbocado, peligroso. El drama del personaje, lo que la hace escapar de un infortunio equidistante a la emersión de Illyria, conlleva, como es habitual en Whedon, fraternizar, sui generis, con los lazos dramáticos que, al terminar el día, la hacen seguir batallando sin olvidar las consecuencias. He ahí la serialización esencial en el autor, el rencor por la desmemoria. Si no mantenemos al día siguiente los rasguños y arañazos que el ayer nos ocasionó, ¿de qué sirve trabajar? ¿Con qué propósito continuamos luchando? Recordar, condena y virtud. En el fuero interno de cada personaje de Whedon se libra una particular lid, sus contendientes manifestándose en las diversas escapatorias que el resto de los tiempos anteponen al aquí y ahora, o a un mínimo desinterés y entrega por el prójimo. Sus personajes, en el mejor de los casos, acaban sobreponiéndose al embaucamiento con una rápida llamada que los convoca empujándolos, aviso tardío, asunción de culpas a última hora, ascenso de la madriguera del conejo, de vuelta a la orilla del río, de bruces con la realidad.
Hemos venido aquí para recorrer distancias astronómicas. A la velocidad del rayo. Con un solo plano de transición, o incluso sin mediación de él, hemos saltado de un planeta a otro, de la tierra a la nave o a la inversa. El régimen narrativo bajo el que nos cobija Whedon es uno particularmente económico, sucinto en su inmediatez, en el que, no obstante, los acontecimientos se suceden a decenas, varios también en paralelo, encadenando una inmediación exuberante: «And so one of the things I learned, and this was also pointed out by my wife Kai… the extraordinary fragility of things is revealed by how we go through them so specifically». Podría hablarse de depuración si dicha velocidad fuese parcelaria de tal o cual proceder narrativo contenido en la epistemología whedoniana, pero el caso es que esta velocidad lo engloba todo, es el principio conformador del todo, una posibilidad virtual de que en cualquier momento en apariencia calmo pueda lanzarse sobre nuestras espaldas un Reaver, el secuaz menor de un demonio, irrumpiendo con él a volumen atronador la música de combate. Esta cualidad de diligencia sorpresiva, como hemos dicho, es más propia en Whedon cuando el cineasta decide incardinarla en reversos donde batallen lenguaje e imagen, por ejemplo, entregándonos con tres afiladas líneas de diálogo y cuatro vistazos en pugna la unión que dará lugar a un chiste hilarante, a un acertijo, a cierto psicograma parcial pero importante sobre un personaje, etc. Sin embargo, la grácil velocidad viñetera propia del relato heroico, narración movediza, obligada a saltar de retablo en retablo, legándonos, por el camino, todo un vocabulario que dará lugar en nuestra mente a una teología cósmica, no pedimos encontrarla solo en Whedon, sino que más bien suponemos es lo mínimo que cualquier espectador espera ante un relato por naturaleza grandilocuente. En Jupiter Ascending (Lana & Lilly Wachowski, 2015) distinguimos también algo de esta ciencia ficción pilla, incontenible, que juega por debajo a combustionarnos las neuronas, imágenes cuya ocasional platitud de fondos renderizados se siente hasta necesaria para que, devocionalmente, podamos entregar atención presta a los numerosos giros del lenguaje, a los cambios de localización en un chasquido, a las genealogías familiares intergalácticas que se nos presentan y, en fin, a las desperdigadas metáforas naif revolucionarias que, de tan desperdigadas, de tan naif, de tan revolucionarias, se nos conceden apropiables, adolescentes y amplias como todo aquello que falta por cambiar en este mundo. Bajo una mirada desatenta, excesivamente segura de sí, ambos filmes, Jupiter Ascending y Serenity, pudieran pasar por lo que no son, siendo incluso posible encontrarlos disfrutables contemplándolos desde solo una vertiente, pero a poco que un espectador dispuesto se proponga escarbar más allá de su superficie, se sobresaltará como un pionero al dar de bruces con una larga lista de inferencias, términos, casuísticas, conexiones, que le requerirán una singular disposición imaginativa para reconstruirlas, deudora de una lógica inductiva aguijoneadora.
Lisa Lassek es la montadora de confianza ─hasta veinte años lleva colaborando con Whedon─ encargada de zurcir dichos viajes y gestionar estas alertas. En pequeños fragmentos de making-of podremos verlos trabajando en el montaje, imaginarlos a partir de allí horas y horas solos, en una habitación más bien pequeña, discutiendo frente a tres pantallas. Intuiremos también las discusiones apasionadas, ciertos rifirrafes, catfights, como ellos mismos admiten, porque ambos sienten la misma pasión por la película. Whedon: «The writer and director are now fighting with the editor»; Lassek: «We won’t resort to name-calling… Some dirty play, but it’s all for the good of the movie». Estamos seguros sobre que si se nos permitiera observar el proceso de montaje de Serenity no sentiríamos ni un ápice menos de placer que cuando vimos a Danièle Huillet y Jean-Marie Straub discutir el montaje de Sicilia! (1999) en Où gît votre sourire enfoui? (Pedro Costa, Thierry Lounas, 2001), convencidos de que entre Whedon y Lassek también hallaríamos alguna que otra controversia épica, callejón sin salida pronto superado, sobre el hado final de tan solo un puñado de fotogramas. Enconamientos que inevitablemente se producen cuando dos personas se toman el trabajo, las obras que van jalonando su vida, como algo estrictamente personal.
Respecto a la creación primordial de un universo, el cineasta junto a su equipo rebasa por mucho las ideas de cualquier ciencia ficción sosa, minimalista, esquemática, trabajando por añadir capas y capas de metal. El set principal de Firefly, la recreación del interior de la nave a escala 1:1, se cuenta como la ambientación de la que Whedon se siente más orgulloso. Pensarla, recorrerla rodaje tras rodaje significaba también recoger a su vez una fuente inagotable de ideas. Ideas que emanaban del propio decorado, conforme su comprensión sobre la propia construcción que ellos mismos habían creado los iluminaba: camarotes, salas de reunión, utilería, recovecos… El guion y su puesta en forma se encuentran en perpetuo estado permeable, decididamente comunicados con el exterior, abiertos a acoger los Objects in Space sustanciados. El re-build de la nave para Serenity obedeció a los mismos criterios de contigüidad espacial entre sets; así, Whedon podrá permitirse, mediante un plano secuencia de casi cuatro minutos y medio ─con pocos trucajes─, presentarnos de golpe, sin que nos apercibamos de los cortes, a los siete tripulantes principales, las estancias y sus esquemas de colores, acabando con un plano de River con grúa donde desde el primer momento supo Whedon que pondría su distintivo.
3. INOCENCIA GENUINA, O SOBRE LAS VIRTUDES DEL SENTIMENTALISMO
Soon, oh soon the light,
Pass within and soothe this endless night
And wait here for you
Our reason to be here
The Gates of Delirium, Yes
Algunos fervientes creyentes sostienen la idea de que en la aurora de los tiempos, antes de cobrar el ingenio estructura y pulpa, susurro enternecido, transitaba la tierra virtuosa una calma atávica, similar al estado de la vela antes de su llama verse alzada hasta el cénit, una candorosa demora, nueve niños contemplando la cera anticipando el esplendor que en unos segundos iluminará sus caras, los calentará en la noche primigenia, hará que puedan divisar sombras fugitivas de entes escurridizos esquivando la alameda, les dará no la timorata esperanza de la mejoría vaga ─eso no hará, la llamita, a modo de vigilante prudente al comando de unas cazadoras─, sino que les enfrentará con los agujeros cavados en los cultivos, conduciendo al motor que espolea cada ánima y vida borboteante rodeándolos. A esa madriguera cuya profundidad ni llegamos a vislumbrar se ha encaramado como hacia un canto de sirena la serie B desde su irrupción en América hace casi cien años. Como si en las cuevas, agujeros, fosos, con la condición de echar abajo al posible tirano durmiente, fuésemos a dar con un dicho brevísimo, cuatro palabras que ya no tienen relación unidireccional con el ingenio funesto y a la desesperada que practicábamos por la necesidad primordial de seguir surcando las estrellas con los justos grados de caballerosidad y esbelta empatía. Llega un momento en las cosmogonías de Whedon donde, ya sea después de que el delirio haya terminado, se encuentre en pie de guerra esperando la siguiente contienda, o en un segundo en el que todavía sus caracteres no han terminado de pasar por el tormento de la noche más triste, algo adquiere una manifestación inmediata, diáfana como la repentina herencia del destino en un infante al que los días aguardando se le aparecen uno junto al otro, en forma de ciempiés fotogramático, la simple contemplación del cual, destello que nos ciega para llenarnos de piedad y dulzura, conlleva ganar un par de proverbios incompletos que podrán desestabilizar la cruzada, cerrar la cubierta del libro de las lamentaciones. Serenity nos revierte a velocidad de crucero, cuando más cautelosos estamos, a esa vela primigenia, recordándonos que el ingenio cáustico no es cosa de espíritus nobles, y que la jerga, palabrería, mordacidad, mantienen una doble relación con un deseo infantil, genuino, de acaparar un sentimiento y lanzarlo al espacio, cual mensaje de esperanza en dudosa lanzadera-máquina del tiempo, hacia el porvenir. Insoportablemente naif, dirá Whedon. Pero es que, seguirá reflexionando, al fin y al cabo, nosotros no estamos tan lejos de esa mañana originaria, en cierto modo, hemos nacido ayer. Y ante este hecho no se puede jugar a la gracia holgada que los frívolos conceden a los idiotas. El cineasta, su alcance imperecedero, su particular revolución, se apuesta en ese súbito parón de la ironía, desligándola férreamente de cualquier zaherimiento, y confrontándonos con nuestra propia imagen cuando revertimos a la clase más noble de cómicos, aquella que hace reír a enfermos agónicos, la que reencuentra trabajos de amor y los entrega a la platea, sonriendo, cesión de ángeles.
La tormenta acecha en la última parada del navío capitaneado por Mal, ahora con River como experimentada copiloto, ella conoce los controles, los gráficos, diestra en el manejo del timón, digna sucesora de Wash, vedla volar como un pequeño albatros, pero River, la estrella danzarina, y en esto se iguala al resto de entidades ficcionales de Whedon, necesita de vez en cuando oír lo que ya sabe desde otros labios encandilados y tiernos, cuyo propósito atándolos a luceros y coterráneos ha sido renovado. Requiere oír a su capitán. Mal, puesta su borrasca a un lado, con orgullo ecuánime, da parte, recita para River: una nave necesita algo más que técnica y matemática, si uno se dispone a pilotar la Serenity sin añadir una pizca de amor, esta le sacudirá tan segura como el viraje de los mundos. River coloca sus pies sobre la silla y apoya su mentón en las piernas, está escuchando la historia surgir al calor de la vela, aun en la tormenta que surcarán lo suficientemente pronto, y ahí queda marcada la obra con términos que podrían dar fin a un juicioso cuento, reflejando la ternura incardinada en los tripulantes, el tema secreto del drama y un voto de súplica respecto a la posteridad, sin rebajarse hacia ella, la devoción de los críos que desean poder continuar su historia, pasar la página, retener lo leído.
Sí, viendo los minutos finales de Serenity sentimos una elevación mística que aplaca ofensivas y nos concede palabras cuya pronunciación evoca la cualidad sacrosanta del silencio. Y es aquí, en esta ascensión de la nave que cierra el filme, cuando retornan a nosotros aquellos momentos, suaves luminarias, rasgos de fútil y bendita clemencia, curiosidad, que dieron sentido a la travesía. Vienen, los sentimos envolvernos… River boca abajo observa a su hermano Simon ofrecer fogosamente ternura y afección, también antojo desmesurado, a Kaylee, por suerte en reciprocidad, este anhelo había hecho temblar su cuerpo con sobrados lunarios; su hermana mantiene el rostro abrasado por un fisgoneo carente de atisbo alguno de maldad, una zarabandista improvisando su próximo paso… Inara habla con Malcolm sobre los términos de su estadía en la nave, amantes armígeros, los únicos con futuro en las invenciones de Whedon, al final ella, con respecto al próximo hogar, no lo sabe… El capitán opina que la respuesta ha sido buena. Inara arma lenta pero animosa una sonrisa que deja a Mal dándose la vuelta, luego esta satisfacción femenina tornará en algo similar a una súbita asunción de la naturaleza del idilio, que la suelta rebasando los vientos, satisfecha, antes de la próxima contienda… Los supervivientes de la Serenity caminan en terreno baldío, Zoë porta una antorcha y recorre el camposanto donde los difuntos en combate han sido enterrados, hologramas alumbrando las tumbas, un cuarto ladeados, pequeño detalle sensible, miran con bondadoso reojo a los que permanecen pisando aún el desierto: Mr. Universe, Shepherd Book, Wash en pose tranquila, casi contando a un imaginario interlocutor cualquier pequeño descubrimiento tardío, traspasa este memento la arrebatada lágrima y llega hasta el calmoso pesar de los combatientes que, incluso fuera de la vida, continúan remontando el vuelo… Reynolds intenta infundir coraje a su camarada pastor segundos antes de desvanecerse, Book no cree ser uno de la tripulación, ni siquiera en ese instante y espacio insospechados donde nos volvemos sinceros sin mácula. Tanteando la desdicha y la rabia, el capitán sella su amistad, antes de morir el antiguo tripulante, comunicándole Yes, you are… La marinería reunida en el comedor de la Serenity, escuchando la arenga de Reynolds. Dignifica ver a Jayne beber alcohol hasta la garganta por algo más que gula, acto seguido pasa la botella a Simon, gesto silencioso de complicidad, después de tantos intentos ansiando la deserción de los hermanos…
La luz ilumina a Mal y River, el primero se da cuenta de que su creencia por fin adueñada involucra a la pequeña ave legendaria, hermana psíquica, particular energía eólica de su formación, él se niega a que otros continúen pervirtiéndola, ella acoge estas palabras y podemos ver el dolor acumulado, la miseria pasada cobrando forma con pruebas e historia. No volverá a ocurrir, tiene dos ojos que la vigilarán hasta el último aliento. Poco después, River estará dando vueltas en un celestial mareo, usando diestramente dos hachas, moviéndose con caótico gracejo, abrazando el potencial que la anidaba para lanzar una flecha desde su cuerpo hacia el que tenga el descaro, vileza, grosería, ruindad suficientes como para no saber quedarse quieto, asombrarse y dejar que el ímpetu insurrecto lo transporte a rumbo franco.
***
Hay una manera segura de dar importancia y frescura a las máximas más comunes ─reflexionar sobre ellas en referencia directa a nuestro propio estado y conducta, a nuestro propio ser pasado y futuro.
Para restaurar una verdad común a su primer brillo poco común, necesitas traducirla en acción. Pero para hacer esto, debes haber reflexionado sobre su verdad.
Aforismos segundo y tercero, Aids to Reflection, Samuel Taylor Coleridge
El pasado enero descubrimos los filmes de Noah Buschel. Unido al sentimiento de euforia que transmite al espectador abordar una obra que le entusiasma, se unía por aquel entonces el desconcierto ante la casi total falta de discurso crítico alrededor de los filmes del cineasta en cuestión. Más allá de aportar unos cuantos textos reflexionando sobre su obra, sentimos que debíamos contactar con Noah y darle la oportunidad de explayarse. Cuando establecimos contacto, descubrimos a una persona atenta, generosa, con disposición a resolver cualquier tipo de duda e incluso a ofrecernos atención de más. Esperamos que nuestras preguntas sirvan como pequeña recolección de la trayectoria del cineasta. Por encima de todo, nuestro entusiasmo lo depositamos en el hecho de poder compartir la respuesta de Noah, una réplica unitaria a nuestras largas cuestiones que arroja luz sobre su propia obra y el presente que vivimos, dándole un espejo en el que mirarse. Al final os encontraréis con las preguntas originales.
RESPUESTA DE NOAH BUSCHEL
Al principio lo hice porque parecía precioso, rodar en lugares desiertos. Estábamos haciendo esta película sobre un internado y el centro estaba cerrado durante el verano. Día tras día me encontré a mí mismo tímidamente apartando a los extras. Tenía que susurrarle al asistente de dirección– “perdona, ¿puedes hacer que esos chicos se vayan a casa?” Era más interesante ver a los actores caminando a través de salas vacías y gimnasios y vestuarios. En el guion, los estudiantes eran como fantasmas merodeando a través del bardo. Filmar la escuela como una ciudad fantasma tenía sentido. Así es como probablemente describiría al instituto en general– fantasmas merodeando a través del bardo, entre cuerpos, entre vidas.
No hay mucho drama en mis películas. Pero si hay drama, pienso que viene de la soledad. Y por ello me refiero– la soledad es romántica, y es bonita, y es cool, y es quizá incluso apacible y confortable. Pero es también amenazadora. Las luces de Navidad en el exterior de una casa vacía. Un tren con casi nadie dentro. Una calle desolada. Los personajes en mis películas están casi siempre al borde de ser tragados por esta soledad. El aparentemente inocente estilo americano de los 50 que establezco en todas estas películas— neones zumbando, nieve cayendo en un diner, un camión de Coca-Cola reluciente y rojo– esa es la cualidad seductora de la soledad. Parece tan romántica al principio. Cuando tienes diecisiete años y fumando un cigarrillo y caminando por Broadway a las 3 AM. Incluso la locura y el insomnio parecen glamurosos al principio. Pero pienso que mis películas son realmente antiromance. Todas tienen estos clásicos tropos americanos, pero al final, el amor que nos salva es más mundano y práctico que eso. Como en Sparrows Dance. El amor que realmente la ayuda a salir de sí misma no es sentimentaloide en absoluto. Es el tipo de amor que detiene el suicidio. Es un amor ordinario que tiene sus pies firmemente plantados en el suelo. Es un amor que despierta a uno. Así, mis películas están destinadas a sentirse como sueños atemporales, como flotar en un baño caliente. Pero al final, dicen– ey, despierta. No te ahogues en el Sueño Americano. No caigas en la trampa. No seas cool. Abre tu corazón. Es un asunto de vida y muerte. Realmente estoy tratando de despertarme a mí mismo.
Ver nuestra propia sombra es el trabajo, supongo. Hacer la oscuridad consciente. Es el trabajo de un cineasta, de un actor, de un meditador, de un ser humano. Si llegamos a vislumbrar hasta nuestra propia sombra, se hace más difícil ir por ahí echando la culpa al gobierno, o culpando a Putin, o culpando a un examante, o culpando a un antiguo amigo que sentimos nos ha traicionado, o culpando a la NRA, o culpando a Hollywood, o culpando a la Cultura de la Cancelación, o culpando a Internet… Es empoderador dejar de acusar con el dedo. Todo lo que encontramos es nuestra propia mente, así que acusar con el dedo es algo absurdo. Pero porque somos tan valiosos para nosotros mismos, nos gusta pretender que las cosas turbias no tienen nada que ver con nosotros. Y luego podemos volver a nuestra rutinas santurronas. Es como andar por ahí con una actitud—“esta persona borracha y sin techo no soy yo, esa debutante de plástico no soy yo, esa pila humeante de mierda de perro no soy yo, ese exabrupto violento de la esquina no soy yo… oh, hay una rosa esplendorosa en la ventana de la floristería— ¡eso sí soy yo! Voy a tomar una foto de la rosa y postearla en Instagram. Y verdaderamente basar mi identidad alrededor suya”. O “oh, hay una foto de Martin Luther King en la ventana de la librería— ese soy yo. Y hay una foto de Trump en la portada del periódico— ese no soy yo”. Cuando negamos nuestra propia sombra, eso nos hace muy frágiles. Como una muñeca china de porcelana, nos volvemos fácilmente rompibles. Nadie pretende rompernos, es solo lo que ocurre cuando nos apreciamos tanto a nosotros mismos.
Por largo tiempo intenté separar lo bueno y lo malo, situando al santo en una esquina y al demonio en la otra. Fui por la vida intentando escoger y elegir con quien estaba conectado y con quien no lo estaba. Pero haciendo eso, solo terminé encadenándome a aquello que negaba. Dejar ir no es una negación, es una afirmación, un viraje hacia. Cuantos más enemigos bloqueemos, y cuantos más cabezas de turco sean objeto de nuestros tweets —menos sabremos quiénes somos. Me parece a mí. Terminamos viviendo nuestras vidas basándonos en el autoengaño de una proyección. Podrías llamar a esa proyección una película, imagino. En esa película, todas las partes desheredadas de nuestro ser emergen como el otro. Y llevamos por ahí esta narrativa de que estamos separados. Lo que conduce a dos maneras de reaccionar a todo. Eso está bien, lo quiero. Eso no está bien, no lo quiero. Todas las personas y todas las cosas son objetificadas, en cierta medida, si no nos damos cuenta que somos nosotros.
En el momento en el que una industria entera se concibe alrededor de la impermanencia del registro, va a haber mucha gente asustada que vaya en tropel. Gente que no quiere ver que básicamente esto es completamente impermanente y vacío. Puedes oír la desesperación en las voces de algunos preservacionistas fílmicos. Pero las películas no son para siempre. Incluso en Internet, que tampoco es para siempre. Eventualmente se desvanecerá. Quizá Scorsese será mostrado en Marte dentro de mil años a una multitud de mitad humanos/mitad robots, pero eso solo significa que su película tuvo un recorrido ligeramente más largo. Eventualmente su recorrido también habrá terminado.
Parcialmente entré en el cine por mi propio miedo a la impermanencia. No es blanco o negro– También fui inspirado por muchos cineastas y actores cuando era joven y tenía un amor genuino por las películas. Y por hacerlas. No hay nada como estar en un rodaje nocturno cuando eres libre y juegas y te olvidas de ti mismo. Luego, la grabación es simplemente una consecuencia. Pero pienso, en términos de mí mismo entrando en el mundo del cine y a menudo quejándome de él, pienso que hubo mucha proyección sucediendo allí. No quería ver mi propio miedo de… sí, mi propio miedo del gran vacío.
¿Conocéis este poema de Antonio Machado?
Nunca perseguí la gloria
ni dejar en la memoria
de los hombres mi canción;
yo amo los mundos sutiles,
ingrávidos y gentiles
como pompas de jabón.
Me gusta verlos pintarse
de sol y grana, volar
bajo el cielo azul, temblar
súbitamente y quebrarse.
El proyecto de Denis Johnson, Doppelgänger, Poltergeist, no lo voy a dirigir. No lo podría hacer como director incluso si quisiera. Solo puedes hacer un determinado número de filmes extraños y pretenciosos hasta que las agencias se dan cuenta, pero también, la última película que hice, The Man in the Woods— supe mientras la hacía que iba a ser mi última película como director. Mi primera película era un filme de internado, y también lo fue esta última. Nunca fui a un internado, pero es genial para escribir acerca de adolescentes, porque no tienes que tener escenas con padres. Como A Separate Piece y Catcher in the Rye— sin padres, simplificado. Pero de todas formas, concerniendo a Doppelgänger, Poltergeist, trata acerca de la reencarnación. Como también de muchas otras cosas: gemelos, Nueva York, 11 de Septiembre, enamorarte de fantasmas, cómo lidiamos con el suicidio de un ser querido, ser un artista outsider versus un artista mainstream… Simplemente es una historia increíble que me resultó muy familiar. Y la parte de la reencarnación era uno de los componentes que realmente hizo clic. Este es el día y la época de la identidad. Donde la gente se agarra a sus identidades y cosas como el género son extremadamente definitorias. Series de televisión y películas y carreras enteras están construidas alrededor del género. Pero en la historia de Denis Johnson, la identidad está más en flujo. Y leyéndola casi se sintió como medicina. Me recordó que agarrarse a la identidad es la raíz del sufrimiento. Cuando verdaderamente veo a alguien, parece estar transformándose entre la juventud y la vejez. Y son una mujer en un segundo y un hombre al siguiente. Ese, para mí, es uno de los signos de una gran interpretación. Cuando un actor se está transformando. Hay muchas interpretaciones de Gena Rowlands donde parece una mujer de mediana edad y luego un segundo después es una niña de cinco años. Y ni siquiera se ha movido. Solo está sentada en una cabina, Jill Clayburgh es así también algunas veces. Amy Wright, que ahora creo que enseña en HB Studio. Eijirō Tōno. Setsuko Hara. Richard Farnsworth. Garbo. Por supuesto, Brando. La escena del bar con Eva Marie Saint en On the Waterfront— ¿es un hombre o una mujer en esa escena? Bueno, en un tiempo de fundamentalismo y literalismo, es un hombre. Pero esa no es necesariamente la manera en que las cosas son. O cuando vemos a Dylan en Don’t Look Back en el Royal Albert Hall— cosas como la edad y el género simplemente no computan. Pero ese modo seco de ver— donde nuestra identidad superficial es tan definitoria— eso es un asunto capital. Mientras nos agarremos a nuestra identidad superficial, vamos a estar algo asustados y tensos. Y asustados y tensos es caldo de cultivo para consumidores leales, domesticados. Alguien que escribió muy elocuentemente sobre todo esto es Rita M. Gross, una genial escritora feminista. Construye un argumento bastante convincente de que el camino para terminar con la dominación patriarcal tiene que conducirnos más allá del género.
Cuando tenía ocho años fui a una clase de interpretación en HB Studio. Fue cosa de un fin de semana, la mayoría improvisación. Me encantó. Luego, alrededor de Navidad, recibí una llamada. Querían que leyese una cosa de Navidad con Herbert Berghof mismo. Solo yo y el viejo Herbert en un escenario frente a cientos de personas. Nunca volví a esa clase, nunca actué de nuevo. Solo quería hacerlo por diversión, no por la multitud. Creo que eso está bien. Hay tanto énfasis ahora en ser visto. Todo tiene que estar validado siendo visto. Está el miedo de quedar olvidado. O de desvanecerse. Pero gran parte del tiempo, cuanto más visible es algo, más realmente se desvanece. Por ejemplo, ¿cuándo fue la última vez que alguien vio verdaderamente a la Mona Lisa?
En retrospectiva, gasté un montón de tiempo intentando convertir a las estrellas de cine en monjes. A veces bastante literalmente. Escribí un guion sobre Maura O’Halloran, llamado Mu. Maura era una joven mujer irlandesa que fue a un templo en Japón y meditó noche y día. Tuvo algunas experiencias iluminadoras y justo después de eso, murió. Con veintisiete años en un accidente de autobús en Tailandia. De todos modos, durante años me toparía o hablaría por teléfono con varias actrices, jóvenes estrellas de cine, y charlaríamos a propósito de Maura O’Halloran. Había mucha confusión y miedo alrededor del proyecto. Recuerdo a una actriz diciéndome– “No lo entiendo, ¿cómo el viejo maestro japonés Zen supo que Maura sería capaz de hacer la práctica rigurosa con todos esos hombres japoneses?” Y yo decía– “es como un casting. Por ejemplo, cuando un director de casting te escoge en tu primer papel”. Recuerdo estar hablando a un agente en la CAA que intentaba que su cliente no interpretase a Maura, incluso aunque ella lo quisiese. Yo decía– “Escucha, ella va a ir a Japón, aprenderá algo de japonés, y se afeitará la cabeza– solamente afeitarse la cabeza le hará ganar premios de interpretación”. Era como un mal vendedor de coches. Y el agente de la CAA: “El único proyecto para el que va a afeitarse la cabeza es Daughter of Kojak”. La mayoría de las películas, en esencia, son hechas para reafirmar nuestro delirio de tener una identidad permanente, sólida. Hollywood está establecido para perpetuar ese mito y condicionamiento. Pero esta era una película donde el personaje principal se da cuenta de que en verdad no tiene identidad. Era algo difícil de vender. Finalmente, después de años de estar hablando con varias estrellas de cine sobre interpretar a Maura, me di cuenta de que realmente estaba intentando convencer a la estrella de cine dentro de mí para convertirse en un monje. Y por estrella de cine dentro de mí simplemente me refiero a mi ego. Fue un alivio real cuando me di cuenta de que de hecho no tenía que alistar a una actriz famosa para hacer este trabajo. No era necesario. Pero sí tuve que sentarme en un zafu y cruzar mis piernas y respirar. Eso fue necesario para mí, y sigue siéndolo.
Hay muchos guiones sentados en mi estantería, como le pasa a cualquiera que ha estado escribiendo guiones durante veinte años. Uno de ellos trata de Philip Guston, llamado Hoods. Es sobre la época en la que Guston pasó de la pintura expresionista abstracta a la pintura figurativa y cómo el mundo del arte lo condenó al ostracismo. El show de la Marlborough Gallery. Todavía tengo la crítica feroz para The New York Times de Hilton Kramer, titulada A Mandarin Pretending to Be a Stumblebum, fijada en mi escritorio. Guston estaba adelantado al Times. Pienso que Hilton Kramer probablemente se sintió amenazado y a la defensiva e incluso algo celoso. El nuevo trabajo de Guston era tan libre y encrespado y poco culto. Pero ¿qué es “poco culto”? Las tiras cómicas de Krazy Kat de George Herriman tienen más sentimiento e inteligencia que muchas de las novelas ganadoras del Premio Pulitzer. A corto plazo, la crítica de Kramer hirió la carrera de Guston. Pero a largo plazo, solo reveló a Kramer como un protector poderoso del statu quo.
Hay un guion acerca de ratas tomando Nueva York llamado Rats! Rats! Rats! Sabéis, como ratas gigantes, del tamaño de elefantes, deambulando por Macy’s. Hay un remake de la película de Rowdy Herrington, Jack’s Back. Todo tipo de guiones. Uno de mis favoritos es algo que escribí para que Andy Dick y Katt Williams lo protagonizasen. Se llama Brother from Another Mother. Su padre fallece y les deja un diner en un vecindario duro de Philly. Andy Dick y Katt Williams tienen que reunirse y proteger el diner. Es una película completamente inasegurable, pero en ocasiones simplemente tienes que escribir la cosa.
Recientemente escribí una descripción detallada/declaración de principios para un documental acerca del grande del béisbol, Eric Davis. Davis es un hombre negro de South Central. Llevé este proyecto a un director y productor afroamericano. Luego me disolví en el fondo– una persona blanca siendo la fuente creativa podría ser problemático para algunos. Demonios, The New York Times recientemente publicó un artículo diciendo que cualquier artista que se desplaza fuera de su propia cultura está cometiendo un acto de minstrelsy. Pero siento que es posible caminar en los zapatos de otros. No solo posible, sino necesario. Si no caminamos en los zapatos de otros, estamos destinados a caminar con miedo.
A veces es saludable no estar acreditado. Ser un escritor fantasma. Lo que queramos ser o lo que queramos tener, realmente no es posible porque todo está cambiando siempre. Es como agarrar el agua. Pero aun así queremos ser embaucados. Queremos ser engañados— “¡oh, ahí está mi nombre en los créditos!” O, “oh— me han publicado, eso debe significar algo”. O “oh, recibí este premio”. Genial, ¿ahora qué? Eventualmente renunciamos a obtener algo o convertirnos en algo. Nada puede ser nuestro. Ni siquiera nuestro propio nombre. Ni siquiera nuestra propia cara.
En términos del estado del cine independiente hoy, no tengo ni idea. Como cada vez se crea más y más contenido, es difícil saber siquiera de lo que estamos hablando. Uno no puede caminar por la calle sin ver cincuenta películas siendo rodadas en iPhone. Si tanta gente está rodando sus películas todo el tiempo, y editando sus películas todo el tiempo, es probablemente un buen momento para retornar a hacer cosas con nuestras manos. O para hacer teatro. Los nativos americanos eran supuestamente naif cuando pensaron que las cámaras faltaban al respeto al mundo espiritual y robaban alma. Pero quizá estaban teniendo una visión de nuestra desaparición futura. Cómo las cámaras nos consumirían. Cómo eventualmente mutilaríamos nuestros cuerpos con el fin de aparecer de una determinada manera para la cámara. En ese contexto, incluso hablar de películas ahora parece algo grotesco. Realmente nos estamos matando a nosotros mismos con cámaras en este momento. Entiendo que en algunos casos, como con las body cams de la policía, las cámaras realmente salvan vidas. Pero en su mayor parte parece que nuestra obsesión con grabarlo todo solo nos conduce más lejos de la realidad. Para mí es un buen momento para preguntar— ¿qué demonios son las películas de todos modos?
Ahora, si algún estudio se acercase a mí y me dijese “nos gustaría que dirigiese Doppelgänger, Poltergeist”, ¿me pondría tan condenadamente filosófico? Quién sabe. Creo que sí, no obstante. Genuinamente estoy quemado de dirigir. Y no soy muy bueno lidiando con la jerarquía. ¿Quién es el director, quién está arriba en la hoja de rodaje, quién tiene qué crédito de productor… a quién coño le importa? Ves las mismas cosas a veces con la religión. La gente empieza a tragarse lo de la jerarquía. Imagina lo que diría San Francisco de Asís si se fuese a reunir con el Papa Francisco en la Ciudad del Vaticano. Podría decir —“ey, Papa, tomemos un paseo en el bosque, saquémosle de todo este blanco”. Al mismo tiempo, entiendo, cuando alguien está yendo de set a set, año tras año, su posición se convierte en real para ellos. Incluso en un set pequeñito. Por eso intento tener perros en mis películas cuando es posible. Cuando hay un cachorro de labrador corriendo por el set y lamiendo a todos se hace difícil tomarse las cosas tontas seriamente.
Con The Man in The Woods, en realidad opté por no enviarla a los críticos cuando se me fue dada la opción. La pandemia justo había empezado y sentí que sería de mal gusto el simple hecho de lanzar una película, mucho menos promocionarla. El compromiso era lanzarla sin fanfarria, sin crítica, sin tráiler, sin nada… A veces amigos me pasan cosas diciendo cuán trágicamente poco vistas están mis películas, pero no es trágico para mí. Si lo fuese, habría trabajado más con las agencias de relaciones públicas. Y generalmente habría sido más aquiescente con mis agentes y mánagers. Pienso que mis películas han sido mal publicitadas por los distribuidores, pero eso también es parte del proceso. Hice estos poemas de comic book de bolsillo de 80 minutos con los actores con los que quería hacerlas y… ya sabéis, si más gente las viese, quizá habría sido más fácil hacer otras cosas, pero de nuevo, quizá no. Cuando miro a Francis Ford Coppola, Orson Welles, Val Lewton, Alejandro Jodorowsky, Sam Fuller, Hal Ashby, Nicholas Ray y todos los otros maravillosos cineastas que han luchado para conseguir que se hiciesen sus películas… Quiero decir, ¿quién soy yo para quejarme? Si quieres hacer un trabajo singular, personal, desde el corazón, no puedes esperar tener la alfombra roja desenrollada para ti. El sistema realmente está vigilando a ver si te vas a congraciar o no.
No he visto muchas películas nuevas. No sigo realmente las películas de Marvel o A24. Pero una película que vi recientemente por primera vez fue Mr. Smith Goes To Washington de Frank Capra. Cuando Claude Rains gritó “¡Expulsadme! ¡No estoy hecho para ser senador! ¡Expulsadme! ¡No soy apto para el cargo! ¡No soy apto para cualquier sitio de honor o confianza! ¡Expulsadme!”– aquello me dejó impresionado. Fue como oír una campana de expiación. En vez de la virtud señalando o escurriéndose del lado del marginado o retorciendo la historia para hacerse parecer a sí misma inocente, aquí había alguien que estaba diciendo– ¡soy yo! Soy responsable de toda esta catástrofe. Es mi codicia, y mi corrupción, y mi oscuridad. En medio de todo el ruido de fondo, sonó a verdad.
NUESTRAS PREGUNTAS ORIGINALES
1. Algo que nos obsesiona de tu obra, en lo que no paramos de dar vueltas desde que la descubrimos en enero de 2022, es la presencia interna de tus ansiedades, luchas, guerras mentales. En una entrevista, dejabas entrever que el concepto de auteur, así traspasado por los jóvenes turcos de Cahiers du cinéma al mundo del cine, podía parecer hoy en día superado, aludiendo a que Sidney Lumet lo categorizaba de pretencioso. Tú argumentabas que quizá sea así, pero que no hay nada como contemplar un filme cuya visión no haya sido alterada, mancillada, intoxicada por fuerzas ajenas. Sirva esto como pequeña justificación a lo que resta de pregunta. Atendiendo a los diferentes pasos que has tomado en tu carrera, a tu evolución como cineasta, podemos ver diferentes tonalidades, etapas: el niño neoyorquino leyendo una y otra vez Fear and Loathing in Las Vegas de Hunter S. Thompson, creyendo que no tiene nada que ver con Thich Nhat Hanh y su Plum Village. Poco a poco, la necesidad de canalizar, reconciliar esa ira Manhattan con tus crecientes preocupaciones, con las prácticas Zen, y cómo la cultura beat poco a poco fue coagulando, soltando sus amarras, en tus nuevas prácticas, el poco problema que te fue suponiendo con el tiempo relacionar las vivencias de Neal Cassady, Jack Kerouac o incluso Bob Dylan con el bodhisattva. En tus filmes existen estas diatribas belicosas, a medio camino entre la promesa de un respiro que quizá emerja en un pequeño gesto postrero, y preferimos no llamarlas dualidades. Las dos fuerzas que tiran de Hopper en The Phenom (2016), su padre y el Dr. Mobley, dos maneras distintas de entender la ética darwinista del deporte en EUA, también una suerte de pedagogía encarnada en el personaje de Giamatti. Encontramos esto también con Ellen en Glass Chin (2014), representada por tu habitual compañera de trabajo Marin Ireland, intentando como quien no quiere la cosa, pero sin ninguna doblez, comunicar algo a Bud, boxeador que no tiene tiempo, o más bien paciencia, para verdaderamente aprender a generar calor en el frío ─y no, no se trataba solo de una técnica respiratoria─. Manhattan acechando a Nueva Jersey, Los Ángeles cerniéndose sobre John Rosow, el montículo que aprisiona a Hopper.
Tras este rodeo, simplemente nos gustaría entender, en la medida de lo posible, de qué manera trabajar en el cine, establecer estos escenarios, supone también para ti un honesto ajuste de cuentas, contigo en primer lugar, con el mundo y su arrollador aceleracionismo y su inmoralidad luego. En medio de todo esto, no pueden faltar tus referentes, quizá víctimas o combatientes de luchas pasadas, como esos jugadores de béisbol que jalonan tus filmes, el recuerdo del fútbol americano en The Man in the Woods [2020] (todavía no logramos distinguir quién es el jugador que remata los créditos de dicho filme), viejos y geniales jazzmen como Fats Navarro, nombres que se sueltan y alumbran algo el tablero, como Paul Robeson. Nosotros te consideramos un cineasta cuya moral se puede ver derramada en cada plano, consciente o inconscientemente, langiano como solo un americano que ha vivido en Greenwich Village puede serlo. Nos da la sensación de que estás en el espectro contrario de la broma-codazo, de la risa cómplice, tu seriedad permea tus filmes sin por ello arrebatarles el mencionado calor. Lo dicho, y retornando a la cuestión del autor, ¿de qué manera todos estos referentes, mundología y epistemología personal se imbrican en la práctica diaria, tan coyuntural, de hacer cine?
2. Te hemos leído en varias declaraciones mostrándote muy crítico, combativo, incluso cabreado, sobre el estado del cine “independiente” estadounidense. Son unos cuantos los problemas que identificas: en primer lugar, el acomplejamiento de algunos cineastas noveles que asumen que deben realizar un filme indie para luego acabar haciendo trabajos de estudio ─como quien concibe un cortometraje como trampolín para acabar realizando un “largo”─, luego, percibes un anquilosamiento formal de los filmes entendidos como “independientes”, cierto estilo a imitar, por ejemplo el preciosismo fetichista o la frialdad de la Criterion Collection, también sueles enervarte con aquellos productos que por motivos industriales y de distribución interesa tildar de indies, cuando en realidad ocultan en su concepción procesos formulaicos, y en los peores casos, varios test screenings. En definitiva, filmes que parecen maquetados por el propio Festival de Sundance. Con estas palabras, recuperamos los diagnósticos que hacías más de diez años atrás. Así que, ¿cómo ves hoy el estado del cine independiente estadounidense? ¿Podrías hablarnos de cineastas o filmes que, en los últimos tiempos, te hayan interesado como ejemplos de cine indie, es decir, tal como este fue concebido a finales de los cincuenta, principios de los sesenta, como una forma emancipada que ataca desde el exterior para combatir a los estudios?
3. Durante el transcurso de tu filmografía has bregado por dignificar un tipo de pátina digital muy lejos de aquellos filmes que solemos ver realizados con este tipo de especificaciones técnicas. Empezaste tu carrera atreviéndote a filmar Bringing Rain (2003) en formato DV, con una Ikegami, Sparrows Dance (2012), Glass Chin y The Phenom son filmes realizados en Red Digital, mientras que para The Man in the Woods te pasaste a una ARRI. El pequeño proyecto que ideaste en 2014 junto a Liza Weil ─The Situation is Liquid─, con un presupuesto de no mucho más de 3000 $, optaste por abordarlo con una Blackmagic Pocket. Aunque cada vez más en boga en la industria cinematográfica, este es un equipo que solemos encontrar en producciones destinadas al streaming, que puede encontrarse en escuelas de cine, usualmente utilizado de forma poco consecuente, aberrante e incluso como una imagen de marca. En tu caso, admiramos la sutil posproducción que logras imprimir en tus filmes digitales. ¿Qué puedes decirnos del modo en que te sirves de estos instrumentos y cómo afectan estos procederes digitales a nivel presupuestario, de planificación, rodaje y posproducción de tus filmes?
4. Has tenido relación a lo largo de tu carrera con tres directores de fotografía diferentes. Yaron Orbach encargándose de dicha labor en Bringing Rain y Neal Cassady (2007), luego ocupando la zona troncal de tu trayectoria, hallamos a Ryan Samul, con el que compartiste trabajo en The Missing Person (2009), Sparrows Dance, Glass Chin y The Phenom, Robbie Renfrow en The Situation Is Liquid, para terminar con Nick Matthews en The Man in the Woods. Nos llama la atención el incremento de una mayor rigidez, sin estar reñida con la respiración de los planos ni la sensación de espontaneidad que tiene la recepción espectatorial ante el desarrollo dramático tan concomitante con el despliegue del découpage. A este respecto, no deja de sorprendernos cómo un filme tan preparado de antemano en su sucesión de planos como es Glass Chin se descubra tan desenvuelto, o que los planos-búnker de Sparrows Dance comiencen a liberar una suerte de energía expansiva a medida que avanza la relación entre Wes y la Mujer en el Apartamento, por muy atada que pueda estar la cámara al trípode; paradójicamente, ocurre lo contrario que en tantos filmes saneados por el Sundance de hoy ─en el que parece imposible encontrar revulsivos como High Art (Lisa Cholodenko, 1998) o What Happened Was… (Tom Noonan, 1993)─, donde esa cámara en mano termina por aprisionar cualquier atisbo de sentimiento sincero. Sin embargo, en The Phenom, encontramos una vertiente ya bastante alejada de la capacidad adaptativa del montaje de The Missing Person, sirviendo el plano como una especie de lente macroscópica que avanza con cautela, control y seguridad, permitiéndonos observar la situación con una posición que si llamamos distanciada, únicamente lo hacemos en el sentido de un Philip Marlowe inquisidor. Este control del plano, su duración alargada, y el juego con el zoom in milimétrico, llega a su tope en The Man in the Woods, donde por asfixia espacial se abren verdaderas brechas, como la irrupción del color, o ese flashback a intermitencias donde Paula revisa su trabajo sobre Red Damon.
¿Podrías desarrollar todo esto de la manera en la que te sientas más cómodo, intentando proporcionarnos una visión de conjunto sobre cómo ha evolucionado tu relación con los DPs y de qué manera estos han contribuido a moldear con cada película una relación más estable o afianzada del acto de filmar?
5. The Missing Person es tu filme con más tránsito, escenarios, movimientos locales. En los alojamientos, vehículos, en el asfalto y la tierra que pisotea Rosow resiguiendo la pista de Harold Fullmer, su deambulamiento mental encuentra una natural concomitancia. Merced sus recurrentes trayectos en taxi, por ejemplo, podremos identificar, en la sonrisa que se le dibuja a Rosow cuando por fin se suba al último ─el conductor negligente con el pitillo, la licencia desaliñada y caricaturizada, etc.─, que el protagonista guardaba en su fuero interno un acondicionamiento algo punk, y para comprenderlo, nos hicieron falta todos esos viajes donde se le quejaran de fumar los chóferes anteriores.
Cuando se estrenó la película, referiste cierto estrés en la producción, falta de tiempo, las dificultades inherentes a condensar la energía en el set cuando las prisas por cambiar de espacio acechaban; todo ello, sin embargo, por virtud de haberte sabido rodear de un equipo que no desfallece, llegó a buen puerto, en gran medida gracias al tesón del inagotable Michael Shannon. A partir de este filme, dices haber aprendido definitivamente que el modo en que más disfrutas y te sientes más cómodo haciendo cine es abrazando una tendencia dirigida a hacer decrecer los elementos a controlar. Aun pensando que The Missing Person es uno de tus mejores filmes, llegamos a la conclusión de que a partir de este tu cine ha dado un paso adelante en cuanto a conceptualización, en el buen sentido de la palabra, y que las guerras mentales de los personajes que llevas proponiendo a lo largo de toda tu filmografía han adquirido una concreción, un nivel de condensación, muy características. También has afirmado que, al menos según tu método de trabajo, es erróneo pensar que tus filmes surgen primero como historias, que eres un cineasta, no un storyteller. ¿Puedes explayarte en cómo se conecta ese aumento de la conceptualización con tu convicción de que tus filmes surgen de cierto estado de ánimo, atmósfera, o incluso de una imagen? ¿Cómo afecta este planteamiento al modo en que has ido financiando tus proyectos?
6. En tus filmes, salta a la vista el relativo aislamiento de los personajes; suelen constituir un islote apartado respecto a las multitudes, estas últimas, rara vez representadas ─las noches deshabitadas de Glass Chin─, fantasmalmente ausentes ─el mundo exterior en Sparrows Dance─, o conformando un bloque hostil o indiferente… que se opone al individuo ─en The Phenom, la nube de periodistas que atosiga a Hopper, los clientes de la cafetería donde conversa con Dorothy, mudos, al igual que los comensales del vagón-comedor en The Missing Person─. A veces nos invade la sensación de que el pueblo estadounidense se encuentra al completo encerrado en sus casas drogándose con algún sucedáneo, agorafóbico, perdido, siguiendo por televisión cualquier deporte o espectáculo televisivo. Percibimos también una ausencia de barullo sonoro, contagio o complemento de la composición de los encuadres, un silencio esencial que rodea a los personajes y los hace confrontarse más directamente con ellos mismos, sus pronunciamientos y los de los demás. ¿Podrías hablarnos un poco de la visión del mundo que sustenta estas decisiones formales?
7. No hace falta ser un gran cinéfilo para ser un gran cineasta, sin embargo, tenemos constancia de que tu trayectoria vital está marcada por visionados, filmes, que se imbricaron en tu existencia indeleblemente. Cuando tenías seis años, durante tu convalecencia por la varicela, presenciaste On the Waterfront (Elia Kazan, 1954) por televisión una y otra vez, como un sueño hipnótico, y no has dejado de volver a ella. Más tarde, tu fiebre cinéfila coincidió con un gran momento del cine independiente estadounidense, hacia finales de los noventa, donde podemos encontrar filmes que te encandilaron como The Whole Wide World (Dan Ireland, 1996), Lawn Dogs (John Duigan, 1997) o Whatever (1998), filme de Susan Skoog el cual te hizo prendarte de la actuación sin fingimientos de Liza Weil. Por otro lado, lamentas que directores independientes que se embarcan por primera vez en dirigir acaben redirigiendo sus proyectos formales hacia cuatro estilemas mal digeridos de John Cassavetes, Woody Allen o Jean-Luc Godard, sin haberse dado el espacio suficiente para rumiar sus referencias. ¿Cómo ves actualmente la salud cinéfila de los nuevos directores? ¿Puedes hablarnos de cineastas o filmes que hayan sido importantes para ti, que como una fuerza moral te hayan acompañado, formado, instruido, a lo largo de tu vida?
8. Del mismo modo que On the Waterfront no es un filme sobre el boxeo, nos resistimos, como tú, a pensar que Glass Chin lo sea, o que The Phenom trate directamente sobre el béisbol. No obstante, percibimos una ligazón fundamental entre estos dos filmes, en tu preocupación por unos protagonistas cuyo sometimiento espiritual obedece a cierta reglamentación deportiva, una severidad institucional con raíces culturales, tentáculos económicos, aspiraciones publicitarias, jaulas mentales prescriptivas que les impiden, por ejemplo, meditar los sabios consejos de sus compañeras. A veces, tanto Bud como Hopper dan la sensación de repetir como una letanía, con dudosa convicción, una visión del mundo amañada que a las claras les jugará a la contra. Como una insistente piedra en el camino de un país que intenta borrar, encubrir, sus brutalidades y genocidios, también en The Man in the Woods encontramos ese récord deportivo perpetrado por un nativo americano que se resiste a ser soterrado en la Historia de la nación. Y ya que citábamos a los beats, recordemos al Kerouac adolescente queriendo dedicarse al periodismo deportivo, redactando privadamente sus ligas de fantasy baseball, o en tu filme Neal Cassady, cuando le reprocha a Neal estar soltando su «young, damn football talk», y Neal insinúa que quizá solo le interesa su compañía para así conseguir material para sus escritos. ¿Qué es lo que te interesa de estos caracteres ─como Ellen le reprocha a Bud─ que achacan un condicionamiento ESPN en su visión del mundo? ¿Qué conexiones tienen para ti estas rigideces mentales inculcadas con las problemáticas psíquicas, históricas, de Norteamérica?
9. Marin Ireland hablaba con motivo de Sparrows Dance de tu querencia por usar actores que tuvieran un cierto background teatral y relacionaba esto con el gusto por la toma de larga duración, bastante translúcido en el filme mencionado. Sin embargo, esto no conculca la utilización de planos que duran escasos segundos, ni es un sistema que apliques al proyecto formal del filme. A los actores con los que trabajas, y no solo por lo que leímos a Marin, sino por nuestra propia sensación, parece excitarles esta manera de trabajar. Te decimos sin pizca de hipérbole que ver Glass Chin nos redescubrió salvajemente a Corey Stoll, sus réplicas, reacciones en planos frontales, esa personalidad dicharachera que domina al principio del filme para luego ir desgarrando aquellos condicionantes que le hacen inseguro, condenado a la retaguardia, viéndose encerrado entre sus aspiraciones y su moral. Su espontaneidad nos regala la vista y los oídos. Volvemos a encontrarnos con una actuación masculina en el cine americano que nos embelesa. Viendo Lawn Dogs, anteriormente mencionada, pudimos sentir algo similar en lo desbocado y apasionado de Sam Rockwell y Mischa Barton ─qué lejos de la pose, de lo relamido, queda su baile al son de Dancing in the Dark de Bruce Springsteen, una sinceridad americana dispuesta a arramblar con todo─. En fin, nos congratula que ese sentimiento al ver a Liza Weil en el filme de Skoog ahora lo tengamos nosotros con tus filmes, con Corey Stoll paseando con Kelly Lynch en Noche Buena mientras el mundo está a punto de venírsele abajo.
¿Cómo es tu relación con los actores en el set en el día a día? A pesar de su fama, has logrado sacar una verdad infalible de Michael Shannon, Paul Sparks, Stoll o numerosos intérpretes que nos dejamos; muchos directores con más pedigrí de pandereta no lo consiguen. En cambio, tú pareces haber desarrollado un método maleable en el que las ocasionales tomas largas, cambiantes o estáticas, los planos de reacción, la posibilidad de dejar a una actriz mirar al que habla o enunciar ella misma separada por el encuadre sus divagaciones sentimentales, conforman un campo con posibilidades inacabables. Nos gustaría que te explayaras sobre todo esto, simplificando, el continuo aprendizaje de cómo se trabaja con actores en un set, pero también antes de llegar a este, y el grado necesario de libertad que se les debe otorgar para que no solo, como tú dirías, sepan llorar bien, o pongan acentos con precisión de superdotados, sino para que contengan una verdad irrompible.
10. Hemos mencionado a Springsteen. Nos toca preguntarte por algo que lo incumbe ─aunque nos intrigan y nos hacen muchísima gracia las referencias jocosas que introduces con respecto a su persona en The Missing Person y Glass Chin─. Hubo un tema suyo, American Skin (41 Shots), que sabemos de particular importancia en tu viaje espiritual. Dicho tema concernía al brutal asesinato de Amadou Diallo por cuatro agentes de policía. La reverenda Pat Enkyo O’Hara sacó el tema en una charla Dharma, lo cual te dejó verdaderamente sorprendido y supuso el principio de una conmensuración, que te llevó a comprender que el budismo no se trataba de renunciar o dejar de lado la cultura en la que habías crecido ni en dejar de ser americano. Esto va en consonancia con la mayor asistencia a los zendos, la transformación de una rama del Zen disciplinada en América que evoluciona desde su aparición como fuerza contracultural a motivo religioso que se extiende y atrae a cada vez más devotos, inspirados por la cada vez mayor heterogeneidad de la propuesta, un proceso donde pierden importancia las jerarquizaciones del pasado. La charla particular con el hombre del bosque que necesita Bud cuando mira en un escaparate unos ejemplares de un libro de Pat Enkyo O’Hara, la que seguramente requerirían cantidad de personajes a la deriva en tus filmes. Sin embargo, tú la has tenido, en cierto sentido, y nos gustaría comprender un poco cómo evoluciona tu trayectoria en el mundo del budismo, desde Nepal a los programas Dharma dentro de centros carcelarios, pasando por la incorporación de la mitología americana, y culminando su inclusión en tu escritura, tanto literaria como fílmica. ¿De qué modo la práctica Zen ha influenciado tu manera de enfrentarte a un filme?
11. Terminamos esta entrevista con tu último filme hasta el momento, The Man in the Woods, un guion que, si no nos equivocamos, ya tenías terminado (más allá de futuras revisiones y reescrituras) en el año 2015, y al que tú mismo te referiste aquel año como quizá el único guion que hubieses escrito que fuese completamente sólido. Por lo tanto, hablamos de un proyecto que llevaba rondando tu mente años. El cambio ya mencionado de DP nos resulta significativo y, aun así, tu proyecto formal semeja una evolución clara del The Phenom, con ese énfasis secuencial en la construcción de las escenas, la vital importancia de los diálogos expansivos de a dos, donde una sutil abstracción dispara al filme a muchísimos lugares y momentos de la historia americana, como ocurre con, precisamente, un relato que creemos te gustaría adaptar, Doppelgänger, Poltergeist de Denis Johnson. Más que una reconstrucción de época apelando a la nostalgia en un sentido unívoco, un reto para el espectador. Las referencias culturales desbordan en su especificidad, la jerga es más compleja que nunca. Y sin embargo tu discurso es ardientemente político, un rodeo nocturno por diversos traumas abiertos, culpas escoradas, curaciones de última hora, dudosas logias masónicas, la obsesión con un récord de yardas, y aquellos manchados, victimizados, marginados, enloquecidos, por ese círculo de paranoia. Nos es inevitable establecer una relación natural entre tu último filme y el mencionado relato de Johnson. Por encima de todo, el casi total silencio crítico ante The Man in the Woods, la espeluznante falta de información sobre el filme, nos fastidian de verdad. ¿Nos puedes hablar de la concepción, rodaje, montaje y todo lo que vino después, una vez completado el filme, en tu vida a nivel de recepción ante la obra? ¿De qué modo ha sido inspiracional el trabajo de Denis Johnson en tu práctica artística?
Esperamos que siga en tu mente la adaptación de ese relato, o por lo menos cualquier otro proyecto, y que tus ánimos no decaigan por la situación actual. Como pudo presenciar Robert Grainier en Train Dreams, quizá esté próximo el momento en el que todo de pronto se vuelva negro y esta época desaparezca para siempre.
Un gran abrazo, Noah. Tus filmes nos han acompañado y trabado sincera amistad con nosotros. Toda la suerte del mundo.
Last January, we discovered the films of Noah Buschel. In addition to the feeling of euphoria that is transmitted to the spectator by an œuvre that enthuses him, at that time we were puzzled by the almost total lack of critical discourse around the films of the filmmaker in question. Beyond writing a few texts trying to reflect on his body of work, we felt that we should contact Noah and give him the opportunity to speak at length. When contact was established, we discovered an attentive, generous person, willing to solve any kind of doubt and even to offer us extra attention. We hope that our questions serve as a little recollection of the filmmaker’s journey. Above all, our enthusiasm lies in the fact of being able to share Noah’s answer, a unitary reply to our long questions that sheds light on his own œuvre and the present we live in, giving it a mirror to look into. At the end you will find our original questions.
NOAH BUSCHEL’S ANSWER
At first I did it because it seemed beautiful, shooting deserted places. We were making this boarding school movie and the school was shut down for the summer. Day after day I found myself sheepishly turning away extras. I’d have to whisper to the A.D.– ‘sorry, can you have those kids go home?’ It was more interesting to see the actors walking through empty halls and gymnasiums and locker rooms. In the screenplay, the students were kind of like phantoms wandering through the bardo. To shoot the school as a ghost town made sense. That’s probably how I would describe high school in general– phantoms wandering through the bardo, in between bodies, in between lives.
There’s not a lot of drama in my movies. But if there is drama, I think it comes from the loneliness. And by that I mean– the loneliness is romantic, and it’s pretty, and it’s cool, and it’s maybe even peaceful and comfortable. But it is also threatening. The Christmas lights outside a vacant house. A train with almost no one on it. A desolate street. The characters in my movies are always on the verge of being swallowed up by this loneliness. The seemingly innocent 1950’s American style that I establish in all these movies— neon buzzing, snow falling on a diner, a shiny red Coca-Cola truck– that is the seductive quality of loneliness. It seems so romantic at first. When you’re seventeen and smoking a cigarette and walking down Broadway at 3 AM. Even insomnia and insanity seem glamorous at the beginning. But I think my movies are really anti-romance. They have all these classic American tropes, but in the end, the love that saves us is more mundane and practical than that. Like in Sparrows Dance. The love that really supports her getting outside of herself is not starry-eyed at all. It’s the kind of love that stops suicide. It’s an ordinary love that has its feet firmly planted on the ground. It’s a love that wakes one up. So, my movies, they are meant to feel like timeless dreams, like floating in a hot bath. But in the end, they say– hey, wake up. Don’t drown in the American Dream. Don’t fall for it. Don’t be cool. Open your heart. It’s a matter of life and death. Really I’m trying to wake myself up.
Seeing our own shadow is the work, I figure. Making the darkness conscious. It’s the work of a filmmaker, of an actor, of a meditator, of a human being. If we even glimpse our own shadow, it becomes more difficult to go around blaming the government, or blaming Putin, or blaming an ex-lover, or blaming an old friend who we feel betrayed us, or blaming the NRA, or blaming Hollywood, or blaming Cancel Culture, or blaming the Internet… It’s empowering to stop finger-pointing. Everything that we encounter is our own mind, so finger-pointing is kind of absurd. But because we are so precious to ourselves, we like to pretend that the dark stuff has nothing to do with us. And then we can return to our self-righteous routine. It’s like walking around going—’that drunken homeless person is not me, that plastic debutante is not me, that steaming pile of dog shit is not me, that violent outburst on the corner is not me… oh, there’s a splendiferous rose in the flower shop window— that’s me! I’m gonna take a picture of the rose and post it on Instagram. And really base my identity around it.’ Or ‘oh, there’s a photo of Martin Luther King in the book store window— that’s me. And there’s a photo of Trump on the cover of the newspaper— that’s not me.’ When we deny our own shadow, that makes us very fragile. Like a china doll, we become easily broken. Nobody means to break us, it’s just what happens when we cherish ourselves so much.
For a long time I tried to separate the good and the bad, placing the saint in one corner and the demon in the other. I went through life trying to pick and choose who I was connected to and who I wasn’t connected to. But in doing that, I just ended up chaining myself to that which I denied. Letting go isn’t a negation, it’s an affirmation, a turning towards. The more enemies we block, and the more scapegoats we tweet about— the less we know who we are. It seems to me. We end up living our lives based on the delusion of a projection. You could call that projection a movie, I guess. In that movie, all of the disowned parts of our being emerge as the other. And we carry this narrative around that we are separate. Which leads to two ways of reacting to everything. That’s nice, I want it. That’s not nice, I don’t want it. Everyone and everything is objectified, to some extent, if we don’t realize they are us.
Anytime an entire industry is set up around recording impermanence, there are going to be a lot of scared people who flock. People who don’t want to see that basically this is all completely impermanent and empty. You can hear the desperation in the voices of some film preservationists. But movies aren’t forever. Even on the internet, which is also not forever. Eventually it will all vanish. Maybe Scorsese will be shown on Mars in a thousand years to a crowd of half humans/half robots, but that only means his movie had a slightly longer run. Eventually even his run will be done.
I partially went into movies because of my own fear of impermanence. It’s not black or white– I was also inspired by many filmmakers and actors when I was younger and have a genuine love of movies. And of making them. There is nothing like being on a night shoot when you’re free and playing and you forget yourself. Then the recording is just a byproduct. But I think, in terms of my going into film and often complaining about the film world, I think there was a lot of projection going on there. I didn’t want to see my own fear of… yeah, my own fear of the great emptiness.
Do you know this poem by Antonio Machado?
I have never yearned for immortality,
nor wanted to leave my poems
behind in the memory of men.
I love the subtle worlds,
delicate, almost without weight,
like soap bubbles.
I enjoy seeing them take the color
of sunlight and scarlet, float
in the blue sky, then
suddenly quiver and break.
The Denis Johnson project, Doppelgänger, Poltergeist, I’m not directing it. I couldn’t get it made as the director even if I wanted to. You can only make so many weird, arty farty films with name actors till the agencies catch on. But also, the last movie I made, The Man in the Woods— I knew while I was making it that it was my final movie as a director. My first movie was a boarding school flick, and so was this last one. I never went to boarding school, but it’s great for writing about teens, because you don’t have to have parent scenes. Like A Separate Peace and Catcher In The Rye— no parents, streamlined. But anyways, regarding Doppelgänger, Poltergeist, it’s about reincarnation. As well as many other things. Twins, New York, September 11th, falling in love with ghosts, how we deal with the suicide of a loved one, being an outsider artist versus being a mainstream artist… It’s just an amazing story that was very familiar to me. And the reincarnation part was one of the components that really clicked. This is the day and age of identity. Where people cling to their identities and things like gender are extremely defining. TV shows and movies and entire careers are built around gender. But in Denis Johnson’s story, identity is more in flux. And reading it almost felt like medicine. It reminded me that clinging to identity is the root of suffering. When I really see someone, they seem to be morphing in and out of old age and youth. And they are a woman one second and a man the next. That, to me, is one of the signs of great acting. When an actor is morphing. There are a lot of Gena Rowlands performances where she looks like a middle-aged lady and then a second later she’s a five-year-old kid. And she hasn’t even moved. She’s just sitting in a booth. Jill Clayburgh is like that too sometimes. Amy Wright, who I think now teaches at HB Studio. Eijirō Tōno. Setsuko Hara. Richard Farnsworth. Garbo. Of course Brando. The bar scene with Eva Marie Saint in On The Waterfront— is he a man or a woman in that scene? Well, in a time of fundamentalism and literalism, he’s a man. But that’s not necessarily the way things are. Or when we watch Dylan in Don’t Look Back at Royal Albert Hall— stuff like age and gender just don’t apply. But that dry way of seeing— where our surface identity is so defining— that’s big business. As long as we are clinging to our surface identity, we’re gonna be somewhat scared and uptight. And scared and uptight makes for loyal, domesticated shoppers. Someone who wrote really eloquently about all this is Rita M. Gross, a great feminist writer. She makes a pretty convincing case that the path to ending patriarchal domination has to lead us beyond gender.
When I was eight-years-old I went to an acting class at HB Studio. It was a weekend thing, mostly improv. I loved it. Then around Christmas time, I got a call. They wanted me to read some Christmas thing with Herbert Berghof himself. Just me and Ol’ Herbert on a stage in front of hundreds of people. I never went back to that class, never acted again. I just wanted to do it for fun, not for a crowd. I think that’s okay. There’s such an emphasis now on being seen. Everything has to be validated by being seen. There is the fear of being forgotten. Or of fading away. But a lot of the time, the more visible something is, the more it is actually fading away. Like, when is the last time anyone truly saw Mona Lisa?
In retrospect, I spent a lot of time trying to get movie stars to be monks. Sometimes quite literally. I wrote a screenplay about Maura O’Halloran, called Mu. Maura was a young Irish woman who went to a temple in Japan and meditated night and day. She had some enlightenment experiences and then right after that, she died. At twenty-seven years old in a bus accident in Thailand. Anyways, for years I would meet or get on the phone with various young movie star actresses and we would talk about Maura O’Halloran. There was so much confusion and fear around the project. I remember one actress saying to me– ‘I don’t understand, how did the old Japanese Zen master know Maura would be able to do the rigorous practice with all those Japanese men?” And I said– “It’s like casting. Like, when a casting director casts you in your first part.” I remember talking to an agent at CAA who was trying to get his client to not play Maura, even though she wanted to. I said– “Listen, she’s gonna go to Japan, learn some Japanese, and shave her head– shaving her head alone will win her acting awards.” I was like a bad car salesman. And the CAA agent replied: “The only project she’s gonna shave her head for is Daughter of Kojak.” Most movies, in essence, are made to reaffirm our delusion of having a permanent, solid self. Hollywood is set up to perpetuate that myth and conditioning. But this was a movie where the main character realizes that she actually has no self. It was a tough sell. Finally, after years of talking to various movie stars about playing Maura, I realized that really I was trying to convince the movie star inside of me to turn into a monk. And by movie star inside of me, I just mean my ego. It was a real relief when I realized that I didn’t actually have to enlist a famous actress to do this work. It wasn’t necessary. But I did have to sit down on a zafu and cross my legs and breathe. That was necessary for me. And remains so.
There are a lot of screenplays sitting on my shelf, like anyone who has been writing scripts for twenty years. One of them is about Philip Guston, called Hoods. It’s about the time where Guston moved from abstract expressionist painting into figurative painting and how the art world ostracized him. The Marlborough Gallery show. I still have Hilton Kramer’s New York Times hatchet job, titled A Mandarin Pretending to Be a Stumblebum, posted over my desk. Guston was so far ahead of the Times. I think Hilton Kramer probably felt threatened and defensive and maybe even a little jealous. Guston’s new work was so free and wonky and lowbrow. But what is lowbrow? George Herriman’s Krazy Kat comic strips have more feeling and intelligence than many Pulitzer Prize-winning novels. In the short term, Kramer’s review hurt Guston’s career. But in the long term, it only revealed Kramer to be a fearful protector of the status quo.
There’s a script about rats taking over New York called Rats! Rats! Rats! You know, like huge rats, the size of elephants, roaming through Macy’s. There’s a remake of the Rowdy Herrington movie, Jack’s Back. All kinds of scripts. One of my favorites is something I wrote for Andy Dick and Katt Williams to star in. It’s called Brother From Another Mother. Their father passes away and leaves them a diner in a rough neighborhood in Philly. Andy Dick and Katt Williams have to come together and protect the diner. It’s a completely uninsurable movie, but sometimes you just have to write the thing.
Recently I wrote an in-depth outline/vision statement for a documentary about the baseball great, Eric Davis. Davis is a black man from South Central. I took this project to an African-American filmmaker and producer. I then faded into the background– a white person being the creative source might be problematic for some. Heck, The New York Times recently printed an article saying that any artist who goes outside their own culture is committing an act of minstrelsy. But I feel that it is possible to walk in each other’s shoes. Not just possible, but necessary. If we don’t walk in each other’s shoes, we’re bound to walk in fear.
Sometimes it’s healthy to not be credited. To be a ghost writer. Whatever we want to be or want to have, it is actually not possible because everything is always changing. It’s like grabbing at water. But still we want to be duped. We want to be tricked— ‘oh there’s my name in the credits!’ Or ‘oh— I got published, that must mean something.’ Or, ‘oh I got this award.’ Great, now what? Eventually we give up on getting anything or becoming anything. Nothing can be ours. Not even our own name. Not even our own face.
In terms of the state of independent cinema today, I have no idea. As more and more content is created, it’s hard to know what we are even talking about. One can’t walk down the street without seeing fifty movies being shot on iPhones. If so many people are shooting their movies all the time, and editing their movies all the time, it’s probably a good moment to go back to making stuff with our hands. Or to do theater. The Native Americans were supposedly naive when they thought that cameras disrespected the spiritual world and stole soul. But maybe they were having a vision of our future demise. How cameras would consume us. How eventually we would mutilate our bodies in order to appear a certain way for the camera. In that context, even talking about movies now seems sort of grotesque. We are really killing ourselves with cameras at this point. I understand that in some instances, like with police body cams, cameras are actually saving lives. But for the most part it seems like our obsession with recording everything just leads us further away from reality. For me it’s a good time to ask— what the hell are movies anyway?
Now, if some studio came to me and said ‘we’d like you to direct Doppelgänger, Poltergeist,’ would I be so darn philosophical? Who knows. I think so though. I’m genuinely burnt out on directing. And I’m not very good at dealing with hierarchy. Who’s the director, who’s at the top of the call sheet, who’s got what producer credit…. who gives a shit? You see the same stuff sometimes with religion. People start to buy into the hierarchy. Imagine what Saint Francis of Assisi would say if he was to go meet with Pope Francis in Vatican City. He might say— ‘hey, Pope, let’s go take a walk in the woods, get you out of all this white.’ At the same time, I understand, when someone is going from set to set, year after year, their ranking becomes real to them. Even on a dinky indie set. That’s why I try to have dogs in my movies whenever possible. When there’s a Labrador puppy running around the set and licking everyone, it makes it difficult to take silly stuff seriously.
With The Man in the Woods, I actually opted to not submit it to the critics when I was given that option. The pandemic had just started and I felt that it was in poor taste to put a movie out at all, much less promote it. The compromise was to put it out with no fanfare, no reviews, no trailer, no nothing… Sometimes friends forward me stuff saying how tragically under-seen my movies are, but it’s not tragic to me. If it were, I would have worked with PR agencies more. And generally just been more acquiescent with my agents and managers. I do think that my movies have been misadvertised by distributors, but that too is par for the course. I made these pocket-sized 80 minute comic book poems with the actors that I wanted to make them with and… ya know, if more people saw them, it might have made it easier to get other stuff made, but then again, maybe not. When I look at Francis Ford Coppola, Orson Welles, Val Lewton, Alejandro Jodorowsky, Sam Fuller, Hal Ashby, Nicholas Ray and all the other wonderful filmmakers who have struggled to get their movies made… I mean who am I to complain? If you want to make unique, personal work from the heart, you can’t expect to have the red carpet rolled out for you. The system is really watching to see if you will ingratiate yourself or not.
I haven’t seen many new movies. I don’t really follow Marvel or A24 movies. But one movie I recently saw for the first time was Frank Capra’s Mr. Smith Goes To Washington. When Claude Rains yelled out “Expel me! I’m not fit to be a senator! Expel me! I’m not fit for office! I’m not fit for any place of honor or trust! Expel me!”– it blew me away. It was like hearing a bell of atonement. Instead of virtue signaling or weaseling onto the side of the underdog or twisting the story to make himself look innocent, here was someone who was saying– it’s me! I’m responsible for this whole catastrophe. It’s my greed, and my corruption, and my darkness. In the midst of all the white noise, it rang true.
OUR ORIGINAL QUESTIONS
1. Something that obsesses us about your work, something we’ve been thinking about since we discovered your films in January, 2022, is the internal presence of your anxieties, struggles, mental wars. In an interview, you hinted that the concept of auteur, carried over by the Young Turks of Cahiers du cinéma into the world of motion pictures, could seem surpassed at the present time, reminding us that Sidney Lumet thought that the auteur theory was pretentious. You argued that maybe that “maybe so, but there’s nothing like watching a movie where the director’s vision isn’t tampered with or watered down”. Let this serve as a little justification to the rest of the question. As we look at the different steps you’ve taken in your trajectory, your evolution as a filmmaker, we can see different tonalities: the New York boy reading over and over again Fear and Loathing in Las Vegas by Hunter S. Thompson, believing that it has nothing to do with Thich Nhat Hanh and his Plum Village. Little by little, the necessity of canalize, reconcile that Manhattan angst with your growing concerns, Zen practices, and how Beat culture gradually was coagulating, loosening its moorings, in your new practices, how natural it became for you over time to relate the experiences of Neal Cassady, Jack Kerouac and even Bob Dylan with the bodhisattva. In your films there are these bellicose diatribes, halfway between the promise of a respite that may emerge in a tiny last gesture, and we prefer not to name them dualities. The two forces that pull from Hopper in The Phenom (2016), his father and Dr. Mobley, two different ways of understanding the Darwinist ethic of sports in the USA, also a kind of pedagogy incarnated in the character of Giamatti. We find this too with Ellen in Glass Chin (2014), played by your regular work partner Marin Ireland, trying without insisting too much, without duplicity, to communicate something to Bud, a boxer with not enough time, or rather patience, for truly learning to generate heat in the cold ─and no, it wasn’t just a breathing technique─. Manhattan looming over New Jersey, Los Angeles casting its shadow over John Rosow, the mound that imprisons Hopper.
After this detour, we would simply like to understand, as far as possible, in which way working in cinema, establishing these scenarios, supposes for you too an honest settling of scores, with yourself in the first place, with the world and its overwhelming accelerationism and its immorality then. In the middle of this, your models cannot be missed, maybe victims or combatants of past fights, like those baseball players that spread across the landscape of your films, the remembrance of American football in The Man in the Woods [2020] (we still cannot distinguish the player that appears at the end of the credits in that movie), old and brilliant jazzmen like Fats Navarro, names dropped out, emitting a certain light in the board, like Paul Robeson. We consider you a filmmaker with a moral that can be seen spilled in each shot, consciously or unconsciously, à la Fritz Lang like only an American that has lived in Greenwich Village can be. We get the feeling that you’re on the other side of the joke-wink, accomplice laughter, your seriousness permeates your films without stripping them of their heat. Long story short, and returning to the subject of the author, how do they intertwine all these referents, worldly experience and personal epistemology in the daily practice, so conjunctural, of making movies?
2. We’ve read you in various sites (interviews, articles) being very critical, combative, even angry, about the state of “independent” American cinema. There are several problems that you identify: in the first place, the complexes of some inexperienced filmmakers that must shoot an indie film in order to end up making studio jobs ─like someone who conceives a short film as a springboard for a feature film─, and then, you also perceive a formal stiffness in films called “independent”, certain style to imitate, for example the fetichistic preciousness or coolness of the Criterion Collection, they tend to get on your nerves those products that, due to industrial and distribution reasons, it is in the interest of everyone to label them as indies, when in fact they cover in their conception formulaic processes and, in the worst cases, various test screenings. In short, films that seem packaged by the Sundance Festival itself. With these words, we bring back diagnostics that you made more than ten years ago. So, how do you see today the state of independent American cinema? Could you talk about filmmakers or movies that have caught your attention in recent times as examples of indie cinema, that is to say, as this term was conceived at the end of the fifties, early sixties, an emancipated form attacking from the exterior to fight the studios?
3. During the course of your filmography you have struggled to dignify a type of digital patina that’s so far away from those movies we used to see realized with this kind of technical specs. You began your career by daring to film Bringing Rain (2003) in DV format, with an Ikegami, Sparrows Dance (2012), Glass Chin and The Phenom are films made with a Red Digital, whereas for The Man in the Woods you chose an ARRI. The little project that you devised in 2014 with Liza Weil ─The Situation is Liquid─, with a budget of no more than 3000 $, you chose to shoot it with a Blackmagic Pocket. Although increasingly in vogue in the film industry, this is an equipment we use to find in productions destined for streaming, in film schools, usually handled in inconsistent ways, aberrant, even as a brand image. In your case, we admire the subtle postproduction that you manage to instill in your digital films. What can you say to us about the way you handle these instruments and how these digital procedures affect your films on a budgetary level, but also in terms of shooting and postproduction?
4. You’ve had relations along your career with three different directors of photography. Yaron Orbach took the job in Bringing Rain and Neal Cassady (2007), then in the neuralgic center of your trajectory, we find Ryan Samul, with whom you worked in The Missing Person (2009), Sparrows Dance, Glass Chin and The Phenom, Robbie Renfrow in The Situation Is Liquid, finishing with Nick Matthews in The Man in the Woods. It draws our attention the increase of a higher rigidity, without being in conflict with the breathing of the shots or the sensation of spontaneity that has the spectatorial reception of the dramatic development so concomitant with the display of the découpage. To this respect, it doesn’t cease to amaze us that a film so prepared beforehand in its succession of shots as Glass Chin discovers itself enormously freewheelin’, or that the bunker-shots of Sparrows Dance begin to liberate a sort of expansive energy as the relation between Wes and the Woman in the Apartment progresses, however tied it may be the camera to the tripod; paradoxically, it occurs the opposite in a lot of sanitized films by the Sundance of today ─in which it seems impossible to find revulsives like High Art (Lisa Cholodenko, 1998) or What Happened Was… (Tom Noonan, 1993)─, where that hand-held camera ends imprisoning any glimpse of sincere sentiment. Nevertheless, in The Phenom, we find an aspect already far away from the adaptative capacity of the montage in The Missing Person, serving the shot as a sort of macroscopic lens moving forward with caution, control and security, allowing us to observe the situation with a position that if we call distanced, we’re only doing so in the sense of an inquisitor Philip Marlowe. This control of the shot, its extended duration, and the play with the millimetric zoom in, reaches its top with The Man in the Woods, a film that opens true breaches due to spatial asphyxia, like the irruption of colour, or that intermittent flashback where Paula revises her work on Red Damon.
Could you develop all of this in the manner you’re most comfortable with, trying to provide us with a general vision on how your relationship with your DPs has grown and in which way these persons have contributed to mold with each film a more stable or assured relation with the act of filming?
5.The Missing Person is your film with more transit, scenarios, local movements. In the lodgings, vehicles, in the asphalt and the earth that tramples Rosow following the tracks of Harold Fullmer, his mental wandering finds a natural concomitance. Thanks to his recurrent cab rides, we will be able to identify, in the smile that is drawn on Rosow when he, at last, takes the last ─the negligent driver with the cigarette, the scruffy and caricatured license, etc.─, that the leading man kept deep down inside a somewhat punk conditioning, and to comprehend this, it took us a lot of rides where the previous drivers complained to him about smoking.
When the film was released, you referred to certain stress in the production, lack of time, the inherent difficulties in condensing the energy on the set when the hurry to change spaces lurked; however, all of that, by virtue of knowing how to surround yourself with a team that does not falter, came to fruition, largely due to the tenacity of the inexhaustible Michael Shannon. Since this film, you claim to have learned definitely that the way you most enjoy and feel comfortable with making cinema has to do with embracing a tendency aimed at decreasing the elements to be controlled. Even if we think that The Missing Person is one of your best films, we come to the conclusion that since this movie your cinema has given one step ahead in terms of conceptualization, in the good sense of the word, and that the characters’ mental wars you have been proposing in the whole of your filmography have acquired a concreteness, a level of condensation, very characteristic. You have also affirmed that, at least in your method of working, it’s a mistake to think that your films arise firstly as stories, that you’re a filmmaker, not a storyteller. Can you elaborate on how it connects that increase of conceptualization with your conviction that the films come to life from a certain mood, or atmosphere, even from an image? How does this approach affect the way you have been financing your films?
6. In your films, it is clear the relative isolation of the characters; they tend to constitute a small island remoted from the crowds, the latter, rarely represented ─the uninhabited nights of Glass Chin─, phantomly vacant ─the exterior world in Sparrows Dance─, or conforming a hostile or indifferent block… that opposes the individual ─in The Phenom, the cloud of reporters that pester Hopper, the café clients where he and Dorothy chat, as well as guests of the wagon in The Missing Person─. Sometimes we’re overcome by the sensation that the American people remains completely locked up in their houses getting high with some ersatz, agoraphobic, lost, following on TV any sport or TV spectacle. We perceive too an absence of sonorous racket, contagion or complement of the composition of the frames, an essential silence surrounding the characters, making them confront more directly their own selves, their statements and those of others. Could you tell us about the vision of the world that supports these formal decisions?
7. You don’t need to be a great film buff to be a great filmmaker, however, we’re aware that your vital trajectory is marked by viewings, films, that have imbricated in your existence indelibly. When you were six years old, during your convalescence due to chickenpox, you attended On the Waterfront (Elia Kazan, 1954) on TV over and over, like a hypnotic dream. Later, your cinephile fever coincided with a great moment of American independent cinema, towards the end of the nineties, where we can find films that dazzled you like The Whole Wide World (Dan Ireland, 1996), Lawn Dogs (John Duigan, 1997) or Whatever (1998), a film by Susan Skoog that got you hooked on the performance without pretendings of Liza Weil. On the other side, you lament that independent directors embarking themselves for the first time in the task of directing end up rerouting their formal projects towards four style elements poorly digested by John Cassavetes, Woody Allen or Jean-Luc Godard, without giving themselves enough space to ponder their references. How do you see in the present day the cinephile health of the new directors? Can you talk to us about filmmakers or films that have been important to you, those that, like a moral strength, have accompanied, formed, instructed you, in the course of your life?
8. Just as On the Waterfront is not a film about boxing, we resist, like you, to think that Glass Chin is, or that The Phenom deals directly with baseball. Nevertheless, we perceive a fundamental bond between these two films, in your concern for a set of leading characters whose spiritual subjugation obeys certain sporting regulations, an institutional severity, with cultural roots, economic tentacles, advertising aspirations, mental and prescriptive cages that prevent, for example, meditating on the wise counsels of their sentimental partners. Sometimes, both Bud and Hopper give the sensation of repeating like a litany, with dubious conviction, a vision of the world, rigged, that clearly will play against them. Like an insistent stone in the way of a country that tries to erase, cover, its brutalities and genocides, we find also in The Man in the Woods that sports record perpetrated by a Native American that resists to be buried in the History of the nation. And while we were talking about the beats, let’s remember the adolescent Kerouac wanting to dedicate himself to sports journalism, redacting privately his leagues of fantasy baseball, or in your film Neal Cassady, when he reproaches Neal for chatting about his «young, damn football talk», and Neal insinuates that maybe Kerouac is only interested in his company in order to get stuff for his writings. What interests you about these personalities ─like Ellen reproaches Bud─ that display a sort of ESPN-conditioned version of the universe? What connections do they have for you these inculcated mental rigidities with the psychic, historic, problematics of North America?
9. Marin Ireland spoke, in relation to Sparrows Dance, about your habit of using actors who had a certain theatrical background and linked this with a fondness for long takes, pretty translucent in that film. However, this does not preclude the use of shots that last a few seconds, nor is a system that you apply to the film´s formal project. This method of yours seems to excite the actors you work with, and not only because of what we’ve read about Marin, but by our own feelings. We tell you without a hint of hyperbole that watching Glass Chin rediscovered us savagely Corey Stoll, his replies, reactions in frontal shots, that talkative personality that domains at the beginning of the film, so that we can later see the tearing of those constraints that make him insecure, condemned to the rearguard, seeing himself locked up between his aspirations and his moral. His spontaneity is a present for our eyes and ears. We encounter again a male performance in American cinema that enchants us. Watching Lawn Dogs, previously mentioned, we could feel something similar in the unbridled aspects of Sam Rockwell and Mischa Barton ─how far from the pose, from the affected, is their dance to the rhythm of, precisely, Dancing in the Dark by Bruce Springsteen, an American sincerity willing to put everything on the line─. In short, it congratulates us that this sentiment seeing Liza Weil in Skoog´s film is ours now too when we watch your movies, with Corey Stoll walking with Kelly Lynch on Christmas Eve while the world is on the verge of collapsing in their faces.
How is your relationship with actors on the set on a daily basis? In spite of their fame, you managed to bring out an infallible truth from Michael Shannon, Paul Sparks, Stoll or numerous performers that we leave behind; many directors with a more laughable pedigree don’t achieve this. By contrast, you seem to have developed a malleable method in which the occasionally long takes, shifting or static, the reaction shots, the possibility of letting an actress look to whom she’s talking to or enunciate herself separated by the frame in her sentimental wanderings, conform a field with endless possibilities. We’d like you to expand about all this, simplifying, the continuous learning about working with actors on a set, but also before arriving there, and the necessary degree of freedom that they should be granted so that they do not only, as you would have said, know how to cry well, or fake accents with extremely gifted precision, but rather to contain an unbreakable truth.
10. We’ve mentioned Springsteen. Now it’s our turn to ask you for something that concerns him ─although we are intrigued and amused by the playful references that you introduce about him in The Missing Person and Glass Chin─. There was a song of his, American Skin (42 Shots), which we know to be of particular significance on your spiritual journey. That song dealt with the brutal murder of Amadou Diallo by four police officers. Reverend Pat Enkyo O’Hara brought up the subject in a Dharma talk, which left you truly surprised. This was the beginning of a process of commensuration, which led you to comprehend that Buddishm was not about resigning or pushing away the culture that you grew up in, nor about not being American. This is in line with the increased assistance to the zendos, the transformation of a disciplined branch of Zen in America that evolves from its apparition as a countercultural force to religious motif that grows and attracts to more and more devouts, inspired by the ever-increasing heterogeneity of the proposal, a process where the hierarchical structures of the past lose importance. The particular chat with the man in the woods that Bud needs when he looks at a shop window with some copies of a book by Pat Enkyo O’Hara, the same chat that they would probably require a large quantity of characters adrift in your films. However, you had it, in a sense, and we would like to comprehend a little how your trajectory evolves in the world of Buddhism, from Nepal to the Dharma programs inside prison centres, passing through the incorporation of American culture, and culminating its inclusion in your writing, both literary and filmic. In what way has Zen practice influenced your manner of facing a film?
11. We end up this interview with your last film until now, The Man in the Woods, a script that, if we’re not mistaken, you had already finished (apart from future revisions and rewrites) in 2015, and which you called then the only script you ever wrote that you thought it could be totally solid. So we’re talking about a project haunting your mind for years. The change of DP, already mentioned, is significant to us and yet your formal project seems a clear evolution from that of The Phenom, with that sequential emphasis in the construction of the scenes, the vital importance of the expansive dialogues between two characters, where a subtle abstraction sparks the films to so many places and moments of American history, like it occurs in, precisely, a short story that we believe it is of particular interest for you to adapt, Doppelgänger, Poltergeist by Denis Johnson. More than a period reconstruction, appealing to nostalgia in a univocal sense, a challenge for the spectator. Cultural references overflow in their specificity, the slang is more complex than ever. However, your discourse is ardently political, a nocturnal roundabout around several open traumas, unbalanced guilts, last-minute healings, dubious masonic lodges, the obsession for a rushing record, and those stained, marginalized, gone mad, by that circle of paranoia. It is inevitable to us to establish a natural relation between the aforementioned short story by Johnson and your last film. Above all, the almost total critic silence about The Man in the Woods, the horrifying lack of information about the film, bother us for real. Can you talk to us about the conception, shooting, editing, and everything that came after, once the film was completed, on a level of reception for this movie? In which way has it been inspirational the work of Denis Johnson in your artistic practice?
We hope that the adaptation of that short story is still in your mind, or at least any other project, and that your spirits don’t come down by the present situation. Like Robert Grainier in Train Dreams was able to witness, maybe the moment when suddenly it all goes black is near, and this time disappears forever.
A big embrace, Noah. Your films have accompanied us and we have developed an honest friendship with them. All the luck in the world.
On the Path, Off the Trail, en The Practice of the Wild. Essays by Gary Snyder – North Point Press (San Francisco, 1990, págs. 151-161).
Trabajo en el lugar de emplazamiento
Un lugar es un tipo de emplazamiento. Otro campo es el trabajo que hacemos, nuestra vocación, nuestro sendero en la vida. La membresía en un lugar incluye la membresía en una comunidad. La membresía en una asociación de trabajo ─ya sea un gremio o una unión o una orden religiosa o mercantil─ es membresía en una red. Las redes abarcan comunidades con sus propios tipos de territorialidad, análogos a las largas migraciones de los gansos y los halcones.
Las metáforas de sendero y ruta provienen de los días donde los viajes se hacían a pie o a caballo con paquetes de raciones, cuando nuestro entero mundo humano era una red de senderos. Había senderos por todos lados: convenientes, gastados, despejados, algunas veces incluso marcados con poste de distancia o piedras para medir li, o versts, o yojana. En las montañas forestales del norte de Kioto, me hallé en postes de medición de piedra musgosa, casi perdido en la densa cubierta vegetal con brotes de bambú. Marcaban (lo aprendí mucho después) la ruta comercial misión-secreta-con-petate desde el mar del Japón hasta la vieja capital. Hay famosas rutas, la ruta de John Muir en la cima de la High Sierra, el Paso Natchez, la Ruta de la Seda.
Un sendero es algo que puede ser seguido, te lleva a algún lugar. “Lineal”. ¿Contra qué se opondría un sendero? “Nosendero”. Fuera del sendero, fuera de la ruta. Entonces, ¿qué es el sendero? En un sentido todo lo demás está fuera del sendero. La complejidad implacable del mundo se encuentra fuera en el costado de la ruta. Porque las rutas de cazadores y de pastores no siempre fueron tan útiles. Para un recolector, el sendero no era donde caminas por mucho tiempo. Hierbas salvajes, bulbos de camas, codornices, plantas tintóreas, se alejan de la ruta. La gama completa de elementos que satisface nuestras necesidades está ahí fuera. Debemos vagar por ella para aprender y memorizar el campo ─ondulado, arrugado, erosionado, abarrancado, crestado (rugoso como el cerebro)─ sosteniendo el mapa en la mente. Este es el ejercicio económico-visualización-meditación de los inupiaq y de los atapascanos de este mismo día. Para el recolector, el camino trillado no enseña nada nuevo, y uno puede llegar a casa con las manos vacías.
En la imaginería de la más antigua de las civilizaciones agrarias, China, el sendero o la carretera han tenido un papel particularmente importante. Desde los días más tempranos de la civilización china, los procesos naturales y prácticos han sido descritos en el lenguaje del sendero o camino. Tales conexiones son explícitas en el críptico texto chino que parece haber recogido toda la tradición anterior y haberla reafirmado para la historia posterior ─el Dao De Jing, “El camino y poder virtuoso”. La palabra dao en sí misma significa camino, carretera, ruta, o guiar/seguir. Filosóficamente implica a la naturaleza y el camino de la verdad. (La terminología del daoísmo fue adoptada por los primeros traductores budistas chinos. Ser un budista o daoísta era ser una “persona del camino”). Otra extensión del significado de dao es la práctica de un arte o artesanía. En japonés, dao se pronuncia do ─como en kado, “el camino de las flores”, bushido, “el camino del guerrero”, o sado, “la ceremonia del té”.
En todas las artes y artesanías tradicionales ha habido un aprendizaje consuetudinario. Chicos o chicas de catorce o aproximadamente eran aprendices de un alfarero, o de una compañía de carpinteros o tejedores, tintoreros, farmacólogos vernaculares, metalúrgicos, cocineros, etc. Los jóvenes dejaban el hogar para caminar y dormir en la parte trasera del cobertizo y se les sería dada la simple tarea de mezclar arcilla durante tres años, por nombrar un ejemplo, o afilar cinceles durante tres años para los carpinteros. A menudo era desagradable. El aprendiz tenía que someterse a las idiosincrasias o a la crueldad directa del maestro y no quejarse. Se entendía que el profesor pondría a prueba la paciencia y fortitud de uno interminablemente. Uno no podía pensar en dar la vuelta, sino simplemente aceptarlo, ir hasta el fondo, y no tener ningún otro interés. Para un aprendiz solo había este único estudio. Luego el aprendiz era gradualmente incluido en otros movimientos no tan obvios, estándares de artesanía, y secretos de trabajo internos. También comenzaban a experimentar ─en ese momento, al principio─ lo que era ser “uno con tu trabajo”. El estudiante espera no solo aprender las mecánicas del oficio sino absorber algo del poder del maestro, el mana ─un poder que trasciende cualquier entendimiento o habilidad ordinaria.
En el libro del Zhuang-zi (Chuang-tzu), un texto daoísta radical e ingenioso del siglo III a.C., quizá una centuria más o menos después del Dao Dejing, hay una serie de pasajes relacionados con la artesanía y la “destreza”:
El Cocinero Ding cortó un buey para el Señor Wenhui con una facilidad y gracia bailarina. “Avanzo con la estructura natural, golpeo en los grandes huecos, guío el cuchillo a través de las grandes aperturas, y continúo las cosas tal como son. Así que nunca toco el ligamento o tendón más pequeños, mucho menos una articulación principal…. He tenido este cuchillo mío por diecinueve años y he cortado miles de bueyes con él, y aun así la hoja es tan buena como si acabara de salir de la piedra de afilar. Hay espacios entre las articulaciones, y la hoja del cuchillo no tiene realmente espesor. Si insertas lo que no tiene espesor en tales espacios, hay bastante espacio…. Ese es el motivo por el que tras diecinueve años la hoja de mi cuchillo es todavía tan buena como cuando salió de la piedra de afilar”. “¡Excelente!” dijo el Señor Wenhui. “¡He escuchado las palabras del Cocinero Ding y he aprendido a cuidar de la vida!”
Watson, 1968, 50-51
Estas historias no solo sirven de fuente entre lo espiritual y lo práctico, también nos enseñan con una imagen cuán completamente realizado uno se podría convertir si diese su vida entera al trabajo.
El acercamiento occidental a las artes ─desde el auge de la burguesía, si nos gusta─ consiste en restar importancia al aspecto de la realización y empujar a todo el mundo a que continuamente haga algo nuevo. Esto pone una carga considerable en los trabajadores de cada generación, una doble carga desde que piensan que deben desestimar el trabajo de la generación anterior y luego hacer algo mejor y diferente. El énfasis en dominar las herramientas, en la práctica repetitiva y el entrenamiento, se ha vuelto muy pequeño. En una sociedad que sigue la tradición, la creatividad es entendida como algo que aparece casi por accidente, es impredecible, y es un regalo solo para ciertos individuos. No puede ser programada en el currículum. Es mejor en cantidades pequeñas. Deberíamos estar agradecidos cuando aparece, pero no contar con ella. Luego cuando aparezca será la cosa real. Se necesita un impulso poderoso para que un estudiante-aprendiz al que se le ha dicho por ocho o diez años que “siempre haga lo ya hecho antes”, como en la producción de cerámica popular, haga algo nuevo. ¿Qué ocurre entonces? Los ancianos en esta tradición miran y dicen, “¡Ja! ¡Has hecho algo nuevo! ¡Bien por ti!”.
Cuando los maestros artesanos alcanzan sus cuarenta y pico años comienzan a tomar aprendices ellos mismos y a traspasar sus habilidades. Quizá también adopten otros pocos intereses (un poco de caligrafía adyacente), ir de peregrinaje, ampliar sus propios horizontes. Si hay un próximo paso (y hablando estrictamente no es necesario que haya uno, porque la habilidad del artesano consumado y la producción de trabajo impecable que refleja lo mejor de la tradición es ciertamente suficiente en una vida), es “ir más allá del entrenamiento” para la flor final, que no está garantizada por el mero esfuerzo. Hay un punto más allá al que el entrenamiento y la práctica no te pueden llevar. Zeami, el superlativo dramaturgo y director noh del siglo XIV, que también era un sacerdote Zen, habló de este momento como “sorpresa”. Esta es la sorpresa de descubrirse a uno mismo sin necesidad de uno mismo, uno con el trabajo, moviéndose en disciplinada ligereza y gracia. Uno sabe lo que es ser una bola giratoria de arcilla, un rizo de madera blanca y pura al borde de un cincel ─o una de las muchas manos de Kannon, la bodhisattva de la Compasión. En este punto uno puede ser libre desde el trabajo.
No importa cuán humilde en el estatus social, el trabajador habilidoso tiene orgullo y dignidad ─y las habilidades de él o ella son necesitadas o respetadas. Esto no debe tomarse como una suerte de justificación para el feudalismo. Es simplemente una descripción de un lado sobre cómo las cosas funcionaban en tiempos más tempranos. La mística de la artesanía y el entrenamiento del Extremo Oriente eventualmente alcanzaría todos los rincones de la cultura japonesa, desde la cocción de noodles (como en la película Tampopo) a grandes empresas a artes de élite. Uno de los vectores de esta propagación fue el budismo Zen.
El Zen es la manera más vigorizante de la rama de la “autoayuda” (jiriki) del budismo Mahayana. Su vida comunal y disciplina es más o menos como un programa de aprendizaje en una artesanía tradicional. Las artes y oficios han admirado por mucho tiempo el entrenamiento Zen como un modelo de educación duro, limpio y valioso. Describiré mi experiencia como un koji (adepto lego) en el monasterio de Daitoku-ji, un templo de culto Zen Rinzai en Kioto, en los sesenta. Nos sentábamos con las piernas cruzadas en meditación un mínimo de cinco horas al día. En los descansos todo el mundo hacía trabajo físico ─jardinería, decapados, cortar madera, limpiar los baños, tomar turnos en la cocina. Había una entrevista con el profesor, Oda Sesso Roshi, por lo menos dos veces por día. En ese momento se esperaba que hiciéramos una presentación de nuestro dominio del koan que se nos había asignado.
Se esperaba que nos aprendiéramos de memoria ciertos sutras y condujésemos un número de pequeños rituales. La vida diaria procedía con una etiqueta y vocabulario que era verdaderamente arcaico. Un horario estable de meditación y trabajo era incorporado en ciclos semanales, mensuales y anuales de ceremonias y observaciones que databan de la China de la dinastía Song y en parte del tiempo de la India de Shakyamuni. Las horas de sueño eran pocas, la comida era exigua, las habitaciones sobrias y sin calentar, pero esto (en los sesenta) era tan cierto en el mundo de los trabajadores o granjeros tanto como en el del monasterio.
(A los novicios se les decía que dejasen sus pasados atrás y se convirtiesen en unidireccionales, no excepcionales, de todas las maneras excepto en la intención de entrar en esta puerta estrecha de concentración en su koan. Hone o oru, como dice el refrán ─“rompe tus huesos”, una frase también usada (en Japón) por los obreros, por las salas de artes marciales, y en los deportes modernos y montañismo).
También trabajábamos con simpatizantes legos, a menudo granjeros, en maneras francamente cordiales. Nos quedábamos atrás en los jardines vegetales de los locales discutiendo de todo, desde especies de nuevas semillas a béisbol a funerales. Había caminatas mendicantes semanales por calles de la ciudad y caminos rurales cantando y manteniendo el ritmo a lo largo, nuestras caras escondidas bajo un gran sombrero de canasta (impermeabilizado y teñido de castaño con zumo de caqui). En el otoño la comunidad hacía viajes mendicantes especiales para rábanos o arroz hacia regiones del país a tres o cuatro cordilleras de colinas de distancia.
Pero con toda su regularidad, el horario monástico podía ser roto para eventos especiales: en una ocasión todos viajamos en tren a una reunión de cientos de monjes en un pequeño pero exquisito templo rural para la celebración de su fundación exactamente quinientos años atrás. Nuestro grupo pasó a encargarse de trabajos de cocina: laboramos por días cortando, cocinando, lavando, y disponiendo junto a las mujeres de la granja del distrito. Cuando el gran banquete fue servido, éramos los servidores. Aquella noche, después de que los cientos de invitados se hubiesen ido, los trabajadores de la cocina y los jornaleros tuvieron su propio banquete y fiesta, y los viejos granjeros y sus mujeres intercambiaron danzas divertidas y locas y canciones con los monjes Zen.
Libertad en el trabajo
Durante uno de los largos retiros de meditación llamado sessbin, el Roshi dio una charla acerca de la frase “El camino perfecto no conlleva dificultad. ¡Esfuérzate mucho!” Esta es la paradoja fundamental del camino. Uno puede ser llamado a no escatimar sus propios huesos en la intensidad del esfuerzo, pero al mismo tiempo podemos ser recordados que el sendero en sí mismo no ofrece obstáculo alguno, y hay una sugerencia de que el esfuerzo en sí mismo puede extraviar a uno. El mero esfuerzo puede amontonar aprendizaje, o poder, o realización formal. Las habilidades naturales pueden ser alimentadas por la disciplina, pero la disciplina sola no llevará a uno al territorio del “vagabundeo libre y sencillo” (un término del Zhuang-zi). Uno debe tener cuidado en no ser victimizado por la inclinación de la autodisciplina y el trabajo duro. Los talentos menores de uno pueden conducir al éxito en la artesanía o negocios, pero luego uno quizá no encuentre nunca lo que sus capacidades más juguetonas podrían haber sido. “Estudiamos la identidad para olvidar la identidad”, dijo Dogen. “Cuando olvidas la identidad, te conviertes en uno con diez mil cosas”. Diez mil cosas implica todo el mundo fenomenológico. Cuando estamos abiertos ese mundo puede habitarnos.
Aun así, todavía estamos llamados a luchar con el fenómeno curioso de la compleja identidad humana, necesaria pero excesiva, que resiste a dejar al mundo entrar. La práctica de la meditación nos da una manera de limpiar, suavizar, enseñar. La intención de la temática koan es proporcionar al estudiante un ladrillo para golpear la puerta, adentrarse y superar la primera barrera. Hay muchos koan posteriores que trabajan más profundamente en este mirar y ser no dualistas ─permitiendo al estudiante (como le hubiera gustado a la tradición), en última instancia, ser consciente, grácil, agradecido y habilidoso en la vida diaria; ir más allá de la dicotomía de lo natural y lo “trabajado”. En un sentido, es una práctica de “un arte de la vida”.
El Dao Deijing nos da la interpretación más sutil de lo que el camino podría significar. Empieza diciendo esto: “El Tao que puede ser expresado no es el verdadero Tao”. Dao ke dao fei chang dao. Primera línea, primer capítulo. Está diciendo: “Un sendero que puede ser seguido no es un sendero espiritual”. La realidad de las cosas no puede ser confinada a una imagen tan lineal como una carretera. La intención del entrenamiento solo puede ser conseguida cuando el “seguidor” ha sido olvidado. El camino no tiene dificultad ─no propone en sí mismo obstáculos hacia nosotros, está abierto en todas direcciones. No obstante, nos interponemos en nuestro propio camino ─así que el Viejo Maestro dice “¡Esfuérzate mucho!”
También hay profesores que dicen: “No intentes probar algo difícil para ti mismo, es una pérdida de tiempo; tu ego e intelecto se entrometerán en tu camino; deja todas esas aspiraciones fantásticas irse”. Dirían, en este mismo momento, simplemente sé la mente misma que lee esta palabra y sin esfuerzo la conoce─ y habrás captado la Gran Materia. Así eran las instrucciones de Ramana Maharshi, Krishnamurti y el maestro Zen Bankei. Esta era la versión de Alan Watts del Zen. Una escuela entera del budismo toma esta posición ─Jodoshin, o Budismo de la Tierra Pura, en el cual el elegante Morimoto Roshi (que hablaba el dialecto de Osaka) dijo que “es la única escuela del budismo que puede reprender al Zen”. Puede reprenderlo, dijo, por intentarlo demasiado, por considerarse a sí mismo demasiado especial, y por ser orgulloso. Uno debe respetar la desnudez de estas enseñanzas y su exactitud última. El Budismo de la Tierra Pura es el más puro. Resueltamente resiste todos y cada uno de los programas de autosuperación y permanece solo con el tariki, que significa “otro-ayuda”. El “otro” que podría ayudar es mitológicamente descrito como “Amida Buda”. Amida no es otro que el “vacío” ─el mundo sin concepciones o intenciones, la mente-Buda. En otras palabras: “Deja de intentar mejorarte a tí mismo, deja que la identidad verdadera sea tu identidad”. Estas enseñanzas son frustrantes para la gente motivada porque no hay instrucciones reales ofrecidas al buscador desventurado.
Luego ha habido innumerables bodhisattvas que no atravesaron ningún entrenamiento espiritual formal o búsqueda filosófica. Estuvieron sazonados y formados en la confusión, sufrimiento, injusticia, promesa y contradicciones de la vida. Son la gente desinteresada, de gran corazón, brava, compasiva, modesta, ordinaria, que sobre sus propios pies ha mantenido siempre a la familia junta.
Hay senderos que pueden ser seguidos, y hay un sendero que no ─no es un sendero, es lo agreste. Hay un “ir” pero nadie que vaya, sin destino, solo el campo completo. Primero me tropecé un poco fuera del camino en las montañas del Noroeste Pacífico, a los veintidós, mientras un fuego se asomaba por las Cascadas del Norte. Luego determiné que iba a estudiar Zen en Japón. Tuve una visión de ello otra vez mirando hacia abajo del pasillo de una biblioteca en un templo Zen a la edad de treinta y me ayudó a darme cuenta de que no debería vivir como un monje. Me desplacé cerca del monasterio y participé de la meditación, las ceremonias, el trabajo del campo, como un lego.
Retorné a Norteamérica con mi mujer de entonces y mi primogénito y pronto nos mudamos a Sierra Nevada. Además del trabajo con las granjas, árboles y la política, mis vecinos y yo intentamos mantener alguna práctica budista formal. Deliberadamente lo mantuvimos laico y no profesional. El mundo del Zen japonés de las últimas pocas centurias se ha vuelto tan experto y profesional en el asunto del entrenamiento estricto que ha perdido en gran medida la capacidad para sorprenderse a sí mismo. Los sacerdotes Zen de Japón enteramente dedicados y de buen corazón defenderán sus roles como especialistas señalando que la gente ordinaria no puede entrar en los puntos más refinados de las enseñanzas porque no les pueden dar el suficiente tiempo. Este no tiene que ser el caso para la persona lega, que puede ser tan insistente en su práctica budista, él o ella, como cualquier trabajador, artesano o artista lo sería en su trabajo.
La estructura de la orden budista original estuvo inspirada por la gobernanza tribal de la nación Shakya (“Sauce”) ─una república pequeña un poco como la Liga de los Iroqueses─ con reglas democráticas de votación (Gard, 1949; 1956). Gautama el Buda nació un shakya ─de ahí su apelación de Shakyamuni, “sabio de los shakyas”. La shangha budista está por tanto modelada en las formas políticas de una comunidad derivada del neolítico.
Así que nuestros modelos para la práctica, entrenamiento y dedicación no necesitan estar limitados a monasterios ni al entrenamiento vocacional, sino que también pueden mirar a las comunidades originales con sus tradiciones de trabajo y reparto. Hay conocimientos tradicionales que provienen de la experiencia no monástica del trabajo, familia, pérdida, amor, fracaso. Y están todas las conexiones ecológicas-económicas de humanos con otros seres vivientes, que no pueden ser ignoradas por mucho tiempo, empujándose hacia una consideración profunda de la siembra y la cosecha, de la crianza y del sacrificio. Todos nosotros somos aprendices del mismo profesor con el que las instituciones religiosas originales trabajaron: la realidad.
La percepción de la realidad dice: hazte con una idea de la política inmediata y la historia, hazte con el control de tu propio tiempo; amaestra las veinticuatro horas. Hazlo bien, sin autocompasión. Es tan difícil conducir a los chicos en el coche hacia el autobús por el trayecto como lo es corear sutras en un salón budista en una mañana fría. Un movimiento no es mejor que el otro, cada uno puede ser bastante aburrido, y ambos tienen la cualidad virtuosa de la repetición. La repetición y el ritual y sus buenos resultados vienen de muchas formas. Cambiando el filtro, limpiándose narices, yendo a reuniones, adecentando la casa, lavando los platos, comprobando la varilla del aceite ─no te permitas pensar que esto te está distrayendo de tus búsquedas más serias. Tal ronda de tareas no es un conjunto de dificultades de la que esperamos escapar para así poder hacer nuestra “práctica” que nos pondrá en un “sendero” ─es nuestro sendero. Puede ser su propia satisfacción, también, para quien quiera establecer la iluminación contra la no iluminación cuando cada una es su propia realidad completa, su propio delirio. Dogen estaba orgulloso de decir que “la práctica es el sendero”. Es más fácil de entender esto cuando vemos que el “camino perfecto” no es un sendero que nos conduzca a un lugar fácilmente definido, algún objetivo que se encuentra al final de una progresión. Los montañistas escalan picos por la gran vista, la cooperación y la camaradería, la dificultad vital ─pero sobre todo porque te pone allí donde lo desconocido ocurre, donde te encuentras con la sorpresa.
La persona verdaderamente experimentada, la persona refinada, se deleita en lo ordinario. Tal persona encontrará el trabajo tedioso en torno a la casa u oficina tan lleno de desafío y juego como cualquier metáfora o montañismo podría sugerir. Yo diría que el juego real se encuentra en el acto de desviarse totalmente de la ruta ─lejos de cualquier trazo de regularidad humana o animal apuntada hacia algún propósito práctico o espiritual. Uno se dirige hacia la “ruta que no puede ser seguida”, que lleva a todas partes y a ninguna, una fábrica ilimitada de posibilidades, variaciones elegantes un millón de veces sobre los mismos temas, aun así, cada punto es único. Cada piedra en un derrubio de ladera es diferente, no hay dos agujas en un abeto idénticas. ¿Cómo podría ser más central, más importante, una parte que la otra? Uno nunca llegará hacia el nido de tres pies de altura, apilado, de una rata cambalachera de cola tupida, hecho de ramitas y piedras y hojas, a no ser que se sumerja en los matorrales de manzanita. ¡Esfuérzate mucho!
Encontramos alguna tranquilidad y confort en nuestra casa al lado de la chimenea, y en los senderos cercanos. Encontramos allí también el tedio de las tareas y el estancamiento de los asuntos triviales repetitivos. Pero la regla de la impermanencia implica que nada se pueda repetir por demasiado tiempo. El carácter efímero de nuestros actos nos coloca en una especie de tierra vírgen-en-el-tiempo. Vivimos dentro de redes de procesos inorgánicos y biológicos que nutren todo, bajando por ríos subterráneos o destellando como telas de araña en el cielo. La vida y la materia en juego, helada y ruda, peluda y sabrosa. Esto pertenece a un orden más grande que los pequeños enclaves de disciplina provisional que llamamos caminos. Es el Camino.
Nuestras habilidades y trabajos no son sino pequeños reflejos del mundo salvaje que está ordenado innata y vagamente. No hay nada como alejarse de la carretera y dirigirse a una parte nueva de la cuenca. No por la novedad, sino por la sensación de llegar a casa a nuestro terreno completo. “Fuera de la ruta” es otro nombre para el Camino, y pasearse fuera de la ruta es la práctica del salvaje. Es ahí también donde ─paradójicamente─ hacemos nuestro mejor trabajo. Pero necesitamos senderos y rutas y siempre los estaremos manteniendo. Primero necesitas estar en el sendero, antes de que puedas girar y caminar hacia lo salvaje.
Le champignon des Carpathes (Jean-Claude Biette, 1988)
Partamos de Portugal, y retomemos una comparación que se antoja bastante acertada, ¿qué pasaría si pusiéramos al lado el visionado de un filme como Heaven Can Wait (Ernst Lubitsch, 1940) con el proceso de convalecencia de un enfermo? Esa es la idea propuesta por Pedro Costa, y regresa con fuerza en el escenario posradiactivo, la tragedia del Rhône y los grupos teatrales fragmentados de Le champignon des Carpathes. Uno no se pretende demasiado feroz cuando lo que le importa es la rápida recuperación y, al mismo tiempo, la obligada parada en el camino da al individuo la oportunidad de disfrutar de una singular placidez, la misma que transforma todo paisaje en otoñal, el barullo en lentas asunciones. Solo así podríamos explicarnos el poco drama en la desaparición de Sibylle y nuestro deseo implícito de que no vuelva nunca a ver a su padre. ¿Quién es Sibylle? Se preguntará el espectador que aún no haya visto el filme en cuestión; la misma pregunta se la estará haciendo el que ya haya acudido a la cita dos veces. Jean-Claude Biette filma la Francia coetánea a las postrimerías de Chernóbil tomando la medida del tiempo sin desperdiciarlo, cadencia adecuada para condensar acciones con ruido de fondo, la duración deseada para que, en el proceso, puedan ocurrir diferentes juegos: la ligazón mental del espectador, cavilando qué une a un personaje con los pretéritamente mostrados y con los aún no puestos en escena, el discurrir sobre el posible pasado de ese comediante y, al final de la travesía mental, la feliz asunción de un espacio de reserva, donde ni podemos ni queremos entrar. Disfrutamos simplemente viendo el curso de la enfermedad disipándose, aun cobrándose algunas víctimas por el camino.
Este es un filme al que he vuelto por segunda vez tras darme cuenta, un sábado a horas tardías, de la necesidad por mantener un espacio lo suficientemente grande, una inteligencia activa pero mucho más callada de lo que estaba en ese momento para que el microcosmos biettiano permaneciese conmigo en una misma balanza de fuerzas. Fue el domingo cuando la experiencia recomenzó y volví sobre esas primeras escenas, la chica cayendo desfallecida, el traje NBQ recorriendo la zona del desastre: la atmósfera está demasiado inmóvil, la urgencia es casi muda. En cambio, nosotros sacamos disfrute de aquello, como la señora con la que Robert habla al comienzo del filme, ataviada con cuatro suéteres y una manta escocesa (en Fort William los vientos soplan impasibles); hace frío, sí, pero tenemos las vistas, inmunes a la poetización de un ojo nostálgico. La panorámica adecuada para que la sociedad y uno mismo puedan hacer cuentas (Daney). Imposible desenvolverse en una sociedad sabiendo de antemano sus reglas y filiaciones. Figura del carterista-electricista-chico de los recados, Bob (así le gusta ser llamado), recordándonos al personaje medio que podría aparecer en cualquier película de Tourneur, estableciendo vínculos entre diversas localizaciones: su hermana, el novio de esta, la librería y el grupo teatral descoyuntado. Ni en el cine de Biette ni en el de Rivette se contraponen el teatro y la ficción como un sello toca la carta, están ahí, y su relación no podría ser más indirecta, casi brusca. Es más una cuestión de trabajo, de rutina repetida, de proceso (Kehr) atando maneras de enfrentarse a las obras representadas. Los procesos son las líneas de ficción encontradas “en el medio de”, quizá nunca finiquitadas. Ay, ¿cuál será el destino de la desgraciada Madeleine? Sin embargo, ni mil truenos ni cadáveres nos darían una visión más bella de lo que uno pierde al desligarse de la sociedad y de los juegos de la vida llana que esos últimos planos donde la chica, en quizá su última noche, ve cómo las luces aún iluminan. Volviendo a Portugal, João Bénard da Costa nos supo hacer ver de manera pertinente los oscuros no-vínculos entre ella y Ofelia, el personaje que debería haber interpretado bajo las órdenes de Jeremy Fairfax, director de la díscola compañía. La distancia entre Madeleine y el personaje de Shakespeare se salva con una mirada y varios cortes.
El crítico portugués arremetía contra aquellos que tildaban al filme de exangue. ¿Quién sería capaz de encontrar la sangre circulando que anida por debajo de sus fotogramas? Casi veinte años después de esas palabras, y gracias a la copia distribuida gratuitamente por La Cinémathèque française en su página web, podemos sentarnos, convalecer durante un rato y darnos cuenta de que Jenny no es mademoiselle, sino madame, y que la relación con su padre, Jeremy, no la podemos reducir a dos líneas (de pequeña, llamaba a su hija milady), entender que con dos escenas un personaje (Madame Ambrogiano) puede estar cargado de historia, y que Biette, siempre generoso por defecto, quiere sorprenderse tanto como nosotros. No hace falta sucumbir a la sobredramatización de Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950) para dar cuenta del paso del tiempo en una actriz (Olympia) ni dirigirnos a ningún lugar especial, tan solo dar un rodeo. Y en la curva de la glorieta, el tiempo que nos dure recorrer la rotonda, la ficción unirá lo impensable, quizá incluso responda a la pregunta inicial y la extienda: ¿quién es Sibylle para Jenny? Ofelia en Madeleine. Ambas miran más allá del encuadre hacia su propia ausencia en el firmamento.